miércoles, 31 de diciembre de 2014

El compromiso de narrar por Arturo Perez-Reverte


Escritor y miembro de la Real Academia Española, recientemente participó en un debate en el Fórum, junto con Pere Gimferrer y JoséSaramago, sobre si existe o no un compromiso moral del escritor con la sociedad. En este artículo, el autor de las novelas del capitán Alatriste explica suposición sobre ese debate y afirma que sólo es "un tipo que cuenta historias".

De izquierda a derecha, los escritores Pere Gimferrer, Sealtiel Alatriste, José Saramago y Arturo Pérez-Reverte, antes de participar en el Fórum de Barcelona, JOAN GUERRERO

Hace unos días, en el Forum de Barcelona, intervine en un debate con Pere Gimferrer y José Saramago sobre si existe, o no, un compromiso moral del escritor con la sociedad. El debate resultó animado, tuvo más repercusión mediática de la que esperábamos, y en días posteriores otros escritores españoles y extranjeros enriquecieron el asunto con interesantes puntos de vista. Ahora, tras escucharlos y leerlos a todos con respeto y consideración, debo insistir en lo que en su momento sostuve: cada vez que alguien habla del compromiso moral del escritor, siento un estallido de pánico y el irrefrenable deseo de salir corriendo. Que no me líen, pienso. Sólo soy un tipo que cuenta historias: un escritor de infantería que pasa de ocho a diez horas diarias dándole a la tecla. El compromiso moral se lo dejo a quienes tienen tiempo —y no saben cuánto los envidio— para esas cosas.

Antes de seguir adelante, una precisión. Hay escritores y novelistas, y no siempre eso significa lo mismo. No todo escritor es novelista. Yo escribo novela: imagino historias y las narro lo mejor que puedo. En ellas, por supuesto, hay una interpretación del mundo: el punto de vista. Pero no siempre se da una relación directa entre ese punto de vista literario, novelesco y mi punto de vista personal. Mi materia de trabajo es la ficción. Mi punto de vista ultimo, íntimo, es asunto mío y no tengo por qué explicárselo a nadie. Puedo hacerlo, o no. Pero nada me obliga. Lo que cuenta es la confrontación del lector con el texto que le ofrezco. Que él acepte las reglas del viejo contrato nunca escrito: esto es una ficción más o menos compleja, y de ti depende lo que hagas con ella. Yo sólo suministro materiales narrativos de cuyo carácter y efectos no me hago responsable. Respondo de la honradez profesional con que han sido estructurados, y ése es mi compromiso: contar una historia de forma eficaz. Pero cuando el lector pasa las páginas y proyecta en mi novela su mundo, su vida, sus lecturas anteriores, su ideología, eso ya no es cosa mía. Tanto si lo divierte durante unas horas como si cambia su vida, mi libro es ahora su libro. Escribí lo que quería porque me gusta escribir, porque así vivo otras vidas además de la mía, porque ajusto cuentas con el mundo, porque me pagan. Por lo que sea. Y me leen porque quieren. Que les aproveche. Mi responsabilidad termina en el momento en que entrego el mejor texto posible a mi editor. A partir de ahí, que cada palo aguante su vela.

No quiero ser referente moral de nadie. Admiro a quienes lo son sin pretenderlo, respeto a quienes lo procuran con merecimientos, y desprecio a quienes lo pretenden sin fundamento. Pero yo estoy fuera. Cuento lo que me apetece, lo que estimo conveniente contar, y lo hago sin sentarme cada día a trabajar con el pesado fardo de la responsabilidad moral sobre los hombros. Soy un leal mercenario de mí mismo, de mis gustos, de mis aficiones, de mis sueños, de mi imaginación, de mis amores y mis odios. Y eso, paradójicamente, me permite quizá ser más fiel a mí mismo, en mi obra, de lo que se puede ser cuando los compromisos son ajenos, exteriores.

Quiero decir con todo esto que lo del compromiso moral del escritor con la sociedad en la que vive y con la gente que lo lee me parece algo muy relativo. Difuso. Que exista, e incluso que sea necesario, no implica su obligatoriedad. Saramago, por ejemplo, con quien tuve el honor de compartir debate en Barcelona, es una referencia moral, ética, comprometida hasta la médula, imprescindible en el mundo actual. Pero sería espantoso un mundo literario poblado exclusivamente por saramagos. Creo que la literatura es mucho más compleja y mucho más ambigua; y palabras como ética, moral, compromiso, responsabilidad y todo eso, dignísimamente pronunciadas en muchos casos —que no siempre, como explicaré más adelante—, no son obligatorias. Hay perfectos hijos de puta que son extraordinarios y muy recomendables escritores. Y a un lector puede gustarle, divertirle o aprovecharle tanto leer a Saramago como a Gimferrer, o al hijo de puta. Todo es compatible en una biblioteca. En realidad eso es exactamente una biblioteca: saramagos, gimferrereres, revertes e hijos de puta interactuando en el lector para que éste genere su punto de vista. Su propia lucidez. Un escritor, un poeta, y sobre todo un novelista, escriben de lo que quieren y como quieren, y al lector corresponde aceptarlo o no. Es cuestión de talento, de oportunidad y de muchas otras cosas.

No siempre la literatura comprometida con los valores sociales al uso es mejor, más útil o con más influencia positiva que la que rechaza un compromiso ético concreto. Si miramos hacia atrás en la historia de la literatura, creo que pocas veces lo es. Aquí, digan lo que digan los que viven de poner etiquetas a lo que escriben otros, las únicas reglas son: sujeto, verbo y predicado. Y, por supuesto, tener algo que contar y poseer el talento y el oficio necesarios para contarlo bien. Un simple narrador de ficciones puede permitirse contradicciones novelescas según las necesidades de los personajes y las situaciones que describe. Adoptar hoy el punto de vista de un héroe y mañana el de un criminal, y tratar con idéntico vigor y objetividad ambos caracteres. Sin embargo, un escritor comprometido debe ser consecuente de cabo a rabo; y cuando bordea los límites está obligado a conceder un montón de entrevistas y a explicarse: no vayan a creer ustedes que tal, y que cual. Por Dios. Faltaría más. Lo que yo quise plantear fue esto, o lo otro. Explicaciones que, dicho sea de paso, rara vez suenan sinceras. Por eso sospecho siempre de los autores comprometidos que necesitan aclarar su obra personalmente. O que la aclaren sus compadres, o los de su editor, en el suplemento literario correspondiente. En novela, lo que no es capaz de descubrir el lector por sí solo —me refiero al lector contemporáneo y razonablemente culto—, no existe.

También me hace desconfiar del escritor comprometido el mundo en que vivimos, la demagogia, la estupidez y el imperio de lo socialmente correcto, que hacen posible lo que antes resultaba difícil: que estafadores profesionales, mangantes y cantamañanas se codeen sin rubor con auténticos maestros, y que la sociedad los convoque y aplauda a todos revueltos. En este patio de Monipodio, lo del escritor comprometido es un truco que funciona bien. Si la literatura, el acto de escribir, es también un acto de seducción del lector, resulta que, a veces, la incapacidad de seducir escribiendo crea escritores no literarios, sino sociales. A menudo, el presunto compromiso sirve para camuflar la ausencia de talento. Obsérvenlos. Están ahí, en la tele, en los periódicos, en la radio, en las mesas redondas, en los congresos sobre literatura o sobre lo que se tercie. Opinando de todo. El paisaje rebosa de escritores comprometidos de los que nadie ha leído una línea. Y a veces porque ni siquiera han escrito una línea

Otras veces la palabra compromiso camufla a quienes trincan del Estado o de organizaciones o entidades. Ahí está el México de toda la vida y sus escritores institucionales, orgánicos. España también los tuvo, claro. Y los sigue teniendo. Escritores vinculados a los diversos partidos políticos y grupos mediáticos, que además escriben o campan en ellos: radio, televisión y prensa. Tan orgánicos como los otros. Tampoco faltan en la Cataluña del Forum, claro. Ni faltaron en la anterior a éste. Todo lo contrario. Hay situaciones que favorecen la existencia de ese tipo de escritor mimado por el poder de turno, o viceversa. Las diferencias entre éstos y los otros están a la vista de cualquiera que se fije y tenga memoria. Y que lea. Son, por ejemplo —así no salimos de Barcelona—, las diferencias que hay entre Marsé y Porcel. Decidan ustedes mismos a qué tipo de compromiso corresponde cada cual.

Los autores mediáticos

En otros casos son los grupos de poder los que pretenden apropiarse de escritores con éxito, no por beneficiar al lector, sino por reforzar la posición propia. Se trata me¬nos de publicar libros que de utilizar mediáticamente al autor y a su público. Un día lo invitan a comer, lo llevan a lo alto de la montaña. Todo esto sería tuyo —le dicen— si escribiendo en mi editorial, o en mi periódico, o saliendo e mi tele, o asesorando a mi ministra, me adoraras. El paisaje abunda en ejemplos de cómo el pago del escritor por estar en la cima de esa colina se disfraza luego de compromiso político, social, moral. La foto ésta. La asistencia al acto aquél. Aunque a veces, por supuesto, se da una honrada coincidencia de intereses, o ideologías, y ese compromiso tiene la suerte, además de verse felizmente remunerado en distintas especies, de ser sincero. No siempre el compromiso es deliberado, claro. Aveces la sociedad adopta por su cuenta a determinados escritores y les atribuye lo que éstos nunca se plantearon. Ahí está el caso de dos grandes folletinistas franceses del siglo XIX: Feval y Sue. Mientras que el primero tenía una postura social combativa, que se adivina en buena parte de su obra, Sue escribió Los misterios de París ambientándola en los bajos fondos con la única intención de crear una obra folletinesca eficaz. Pero los lectores proyectaron en sus textos el propio punto de vista, atribuyéndoles una intención de denuncia social que no estaba allí, o que al menos no estaba de modo consciente en la intención del autor. Y la faena es que el pobre Sue tuvo que escribir, en adelante, incorporando a sus obras ese compromiso.

Precisión

Aquí quiero hacer una precisión. Cuando me preguntan cómo puedo escribir una novela cada dos años, o casi, siempre respondo que, como no voy nunca a conferencias ni a mesas redondas para hablar de la narrativa del próximo milenio ni del compromiso intelectual del escritor con los indios de la Amazonia, por ejemplo, tengo mucho tiempo libre para escribir. Y fui a la cita del Forum, no porque crea necesario marear en público la perdiz al respecto, sino porque aprecio mucho, tengo deudas pendientes y era para mí un honor y una satisfacción estar un rato con Saramago y Gimfererr, a los que admiro y respeto, y con Sealtiel Alatriste, que es mi amigo hace años —el respeto y la amistad tienen sus inconvenientes—. Y ya que fui para hablar, pues hablé. Pero lo del compromiso del escritor, insisto, como dije allí y repito ahora, me importa literalmente un carajo.

Quiero decir con todo esto lo que ya está claro: no creo en la sujeción del escritor en cuanto a obligación o actitudes públicas. Aplaudo a quien se compromete honradamente con un aspecto concreto de la vida, la sociedad o, la política; pero no me gusta que me lo exijan como si formara parte del oficio. Una cosa es mi punto de vista personal como español, hijo de una cultura occidental que tengo muy clara y que nació en la Biblia, en Grecia, en Roma, floreció en la latinidad medieval y en el Renacimiento, interactuó con el Islam, viajó a América en naves españolas para retornar felizmente mestiza, y cuajó, al cabo, en la Europa de la Ilustración y en los derechos del hombre. Ése es mi compromiso moral: mi cultura mediterránea, europea, occidental como verdadera patria. Lo que, a modo de telón de fondo, utilizo para situar mis historias. Y cuando escribo, a veces tengo un objetivo moral, o ético, y otras no. Así de simple. Así de fácil.

Lo repito: soy un novelista, y mi ideología es la coyuntural de los personajes en cada novela. Está en función de ella. La ideología personal y la literaria no tienen por qué coincidir. Es más: creo que, para el novelista que apunta a llegar a públicos muy diferentes, o que ya los tiene, esa coincidencia establece una limitación peligrosa. Los códigos éticos de mis lectores japoneses, por ejemplo, no coinciden con los de mis lectores israelíes, o polacos. Y no sólo se trata de eso. Cuando escribía La reina del Sur, la historia de una mujer que se dedica al narcotráfico como otros se dedican al comercio de café —y así es en realidad— no me planteaba en cada página la moralidad o inmoralidad de mi personaje. Habría sido artificial y estúpido. Entre otras cosas, yo quería contar esa historia desde dentro, no desde fuera; y ningún narco, ningún asesino, cuando miente, cuando roba, cuando mata, se dice: "Qué malvado soy". En Estados Unidos, un crítico me reprochó elegir a una perversa narcotraficante como protagonista de una novela. Y en España, otro de aquí me echó en cara que no aproveché para denunciar el narcotráfico, que —aseguraba iluminándonos el crítico— es una actividad muy reprobable, muy mala y muy nefasta. Miren qué abyecto es mi personaje, debía yo incorporar de vez en cuando, como muletilla, a lo largo de la trama. Y oigan. Esa palabra, denunciar, aplicada a la literatura, me produce escalofríos. ¿Qué pasaría si en vez de denunciar, o de utilizar una realidad útil como escenario riguroso para contar mi historia, yo fuese partidario del narcotráfico, y lo defendiese en mi novela? ¿Tendría por eso menos valor literario? ¿Merma la ambigüedad moral de Sam Spade el valor literario de El Halcón Maltes, o la infame condición del protagonista, Flashman, el atractivo de las divertidas novelas de G. M. Fraser?... En contra de lo que sostienen algunos imbéciles, tener una determinada ideología, tener la opuesta o incluso no tener ninguna, no te hace mejor o peor escritor.

Pese a lo que se dice en estos tiempos de manifiestos, de firmas y de tomas de postura públicas, negarse a participar en ellas junto ala crema de la intelectualidad profesional —dejando a las personas decentísimas aparte—, no es señal de desinterés o cobardía. Son ámbitos diferentes. Un escritor no es un intelectual comprometido por el hecho de darle a la tecla. Es sólo un escritor. En términos estrictamente literarios, Stefan Zweig es tan respetable como Heinrich Mann. Salvando las distancias, las calidades y las obras, insisto en que hay escritores que son, además, individuos a quienes preocupa la influencia moral de su prosa en la sociedad. Eso es bueno y respetable. Allá cada cual con su prosa. Pero es injusto exigir a los escritores que, por serlo, adopten compromisos que a veces, además, son coyunturales y suelen coincidir con las tendencias sociales de moda. El escritor puede aceptar el compromiso, o considerarlo un deber; pero también puede quedarse al margen, si le place. No debe ser juzgado por su ideología o sus actitudes públicas o privadas, sino por su literatura. Eso significa que no puede verse juzgado globalmente por nada en absoluto, pues quienes concretan esa palabra tan compleja y ambigua, literatura, son los lectores, uno por uno. Cada lector es un juicio particular. Incluso tratándose del mismo libro y del mismo autor, no hay dos libros iguales porque no hay dos lectores iguales. Sólo los manipuladores o los bobos trazan claras líneas divisorias entre esto y aquello.

Hay casos diáfanos, por supuesto. He mencionado a Saramago como referente moral, aunque él mismo rechaza ese compromiso como obligatorio. Saramago, le guste o no serlo, es un referente indiscutible. Pero es que él antes ya era así. Me refiero a antes del Nobel y antes incluso de su éxito literario, cuando casi nadie, excepto sus lectores de entonces, le hacía aún ni puñetero caso. Es el mismo hombre, y doy fe de ello. También referentes morales de muchas otras clases. Antes cité a Marsé: solitario, bronco, honrado e insobornable, uno de los dos últimos grandes escritores españoles vivos —el otro es Delibes—, sobre quien muchas veces me he preguntado, por cierto, si Barcelona y Cataluña, que tanto lo ignoran, lo merecen. Incluso el delicioso libro Fortuny de Gimferrer —por citar al otro participante en el debate del Forum— y muchos de sus poemas, son, en mi opinión, referentes éticos a través de una determinada estética. Y hasta una blasfemia, que cierta clase de lector condena, puede encerrar referentes morales. La lectura de Mein Kampf, por ejemplo, fue muy provechosa para mí. Como la de Sabino Arana. Lo son para cualquier lector lúcido que pretenda asomarse a las semillas del horror, o de la imbecilidad. Lo mismo puede decirse de muchos otros: Junger, Sade, Bukowski. ¿Deja de ser Madrid, de corte a checa una buena novela porque su autor sea Agustín de Foxá y escriba desde el bando vencedor en la guerra civil? ¿Son L F. Celine y su Viaje al fin de la noche menos recomendables en términos literarios que El talón de Hierro de Jack London o el Espartaco de Koestler?

Lo cierto, por otra parte, es que a veces, cuando hay muchas ventas de libros —o sea, éxito—, se da una influencia mayor; y eso impone algunas obligaciones éticas, como en el caso de Sue. En esas circunstancias, y aunque tampoco esté obligado a ello, el escritor debe cuidar más lo que dice, e incluso lo que escribe. Quiera o no quiera, es un referente. En mi caso, eso ocurre con las novelas del capitán Alatriste. Lo que empezó como una especie de guiño histórico casi privado —mi editor y yo estábamos seguros de que no íbamos a colocar ni diez mil ejemplares—, está ahora en los colegios: hay chicos entre doce y dieciséis años que se aproximan a la literatura y a la historia de España en el siglo XVII a través de esos libros. Que los leen, en algunos casos, como tarea escolar obligatoria. Esto me ha echado encima una responsabilidad que nunca busqué, y a la que procuro hacer frente de modo honorable cuando me enfrento a tan jóvenes lectores. Pero en el caso de las novelas de Alatriste, mi responsabilidad moral está limitada a esa obra en particular. A un soldado y espadachín que es un mercenario y un asesino a sueldo; pero cuyos peculiares códigos —paradójicamente, y para mi sorpresa—, se han convertido en referencia de interés para algunos lectores. Se trata, pues, de un compromiso limitado y específico. Si mañana decidiera escribir otra serie de novelas manejando personajes con valores diferentes, u opuestos, nadie tendría nada que reprocharme en absoluto.

El filtro ideológico

Todo lector, hasta el menos formado, tiene una ideología. No puede evitar que le guste más quien se acerca a ésta. Pero es un error juzgar a los escritores a través de ese filtro, o fuera de contexto. Incluso es un error juzgarlos fuera de si mismos, de su tiempo, de su biografía, de sus intenciones. Recordemos los juicios de Cervantes sobre los moriscos, el antijudaísmo de Quevedo, la seca profesionalidad militar de Díaz del Castillo, la objetiva crueldad medieval de los almogávares descrita en la prosa de Muntaner: Tuvimos que cambiar de lugar —cito de memoria— porque allí los habíamos matado a todos y quemado todo y ya no había de qué vivir... Vayan ustedes a pedirle un compromiso ético e intelectual a Muntaner, que cuenta lo que vio. Precisamente su grandeza es su fría objetividad; que no le tiemble el pulso ante lo que, en su tiempo, era corriente. Eso permite que el texto llegue intacto y fresco al lector de cualquier tiempo, y que, éste sí, aplicando los criterios, principios y éticas al uso, haga su particular lectura. Su propia digestión. Lo malo es que, ahora, hasta a los clásicos se les aplican contrastes y valores socialmente correctos que no tienen nada que ver con el momento en que fueron escritas las obras, perturbando así su carácter y sentido.

He rozado ahora un tema complejo, que no pretendo resolver porque mi oficio no es resolver ese tipo de cosas. Me refiero a si es bueno o malo conocer a fondo al autor de la obra. Porque otro fenómeno reciente, no siempre positivo, es la presencia continua del escritor en medios de comunicación: entrevistas, artículos. Eso tiene riesgos y ventajas. Más riesgos que otra cosa, pues —al menos a mí me pasa— suele producirse una decepción cuando conoces demasiado al escritor. A menudo, por la boca muere el pez. Si yo hubiese sabido lo que ahora sé de Mann, Proust, Zweig, Stendhal y otros, tal vez la impresión extraordinaria que me causaron en otro tiempo no hubiese sido la misma; mi limpia avidez juvenil se habría visto perturbada por sensaciones, asociaciones y juicios paralelos. Conocer al autor y sus motivos es bueno para descifrar el texto —como es el caso de Cervantes y de la mayor parte de los grandes clásicos—, pero sólo hasta cierto punto. A partir de ahí, la obra puede verse alterada o perjudicada en el acto lector. Conocer la biografía de Camus propicia, sin duda, una lectura más intensa y placentera de su obra. Pero también se dan casos opuestos. Recuerdo que me fascinó lo bien que un novelista español actual describía a un fascista, hasta que pude leer determinados juicios del escritor. Lo define tan bien, concluí, porque el propio escritor es un fascista. En otro orden de cosas, ciertos juicios y prejuicios de Nabokov, por ejemplo, me han empañado el retorno a obras suyas que adoré en su primera y casi inocente lectura. Por eso, con las reservas y salvedades razonables, creo que para el lector normal, y al menos en los primeros lances librescos, cuanto menos se conozca al autor, mucho mejor. Más amplio puede ser el significado. Más amplia su obra, pues estará más abierta a interpretación. Y eso, a mi juicio, es la verdadera literatura: la biblioteca universal, la red inmensa, borgiana, que en cualquier lector de buena ley conecta a Ágata Cristhie con Dostoyevski, a Cervantes con Dumas, a Corín Tellado con Saramago, a Gimferrer con Stephen King, a Pérez-Reverte con Marcial Lafuente Estefanía. El lector es quien teje, paciente, esa tela de araña maravillosa. Quien, bajo su propia responsabilidad, atribuye, asimila decide, interpreta, rechaza, hace suyos los libros que caen en sus manos. Sólo los estúpidos, los arrogantes, los que se atreven a explicar cómo habrían escrito ellos —si escribieran, por supuesto— lo que escriben otros, pretenden fijar reglas a ese universo rico, ambiguo, maravilloso, que es la literatura.


El Pais, 26 septiembre 2004




viernes, 26 de diciembre de 2014

La noche del eclipse por Gabriel García Márquez

Desde hace varios años, y durante las pausas que ha hecho en la escritura de sus memorias, Gabriel García Márquez ha estado trabajando en una serie de seis cuentos que pueden leerse en cualquier orden y de manera independiente, y que, bajo el título En agosto nos vemos, también podrán leerse en orden, de principio a fin, con la continuidad dramática de una novela. ÉL PAÍS publica La noche del eclipse, el tercer cuento de la serie

Gabriel García Márquez. fotografía de Indira Restrepo


La noche del eclipse

Otros misterios de aquel hotel extravagante no fueron tan fáciles para Ana Magdalena Bach. Cuando encendió un cigarrillo se disparó un sistema de timbres y luces, y una voz autoritaria le dijo en tres idiomas que estaba en una habitación para no fumadores, la única que encontró libre una noche de ferias. Tuvo que pedir ayuda para aprender que con la misma tarjeta de abrir la puerta se encendían las luces, la televisión, el aire acondicionado y la música de ambiente. Le enseñaron a digitar en el teclado electrónico de la bañera redonda para regular la erótica y la clínica de jacuzzi. Loca de curiosidad se quitó la ropa ensopada de sudor por el sol del cementerio, se puso el gorro de baño para protegerse el peinado y se entregó al remolino de la espuma. Feliz, marcó a larga distancia el teléfono de su casa, y le gritó al marido la verdad: "No te imaginas la falta que me haces". Fueron tan vividos los fieros que le hizo, que él sintió en el teléfono la excitación de la bañera.

—Carajo —dijo— éste me lo debes.

Ella había pensado pedir al cuarto algo de comer para no tener que vestirse, pero el recargo por el servicio de habitación la decidió a comer como pobre en la cafetería. El vestido de seda negra, tubular y demasiado largo para la moda, le iba bien con el peinado. Se sintió medio desvalida con el escote, pero el collar, los aretes y las sortijas de esmeraldas falsas le subieron la moral y aumentaron el fulgor de sus ojos.

Cuando bajó a cenar eran las ocho. Terminó pronto. Agobiada por el llanto de los niños y la música estridente, decidió regresar al cuarto para leer El día de los Trífidos, que tenía en turno desde hacía más de tres meses. El remanso del vestíbulo la reanimó, y al pasar frente al cabaret le llamó la atención una pareja profesional que bailaba el Vals del Emperador con una técnica perfecta. Permaneció absorta en la puerta hasta que terminó el espectáculo y la clientela común ocupó la pista de baile. Una voz dulce y varonil, muy cerca de sus espaldas, la sacó del ensueño:

—¿Bailamos?

Estaban tan cerca, que ella percibió el tenue olor de su timidez detrás de la loción de afeitar. Entonces lo miró por encima del hombro, y se quedó sin aliento. "Perdone", le dijo aturdida, "pero no estoy vestida para bailar". La réplica de él fue inmediata:

—Es usted la que viste el vestido, señora.

La frase la impresionó. Con un gesto inconsciente se palpó los pechos intactos, los brazos desnudos, las caderas firmes, hasta comprobar que su cuerpo estaba en realidad donde lo sentía. Entonces miró de nuevo por encima del hombro, ya no para reconocerlo, sino para apropiárselo con los ojos más bellos que él vería jamás.

—Es usted muy gentil —le dijo con encanto—. Ya no hay hombres que digan esas cosas.

Entonces él se puso a su lado y le reiteró en silencio la invitación a bailar. Ana Magdalena Bach, sola y libre en su isla, se agarró de aquella mano con todas las fuerzas de su alma como al borde de un precipicio.

Bailaron tres valses a la manera antigua. Ella supuso desde los primeros pasos, por el cinismo de su maestría, que él era otro profesional alquilado por el hotel para animar las noches, y se dejó llevar en círculos de vuelo, pero lo mantuvo firme a la distancia de su brazo. Él le dijo mirándola a los ojos: "Baila como una artista". Ella sabía que era cierto, pero sabía también que él se lo habría dicho de todos modos a cualquier mujer que quisiera llevarse a la cama.

En el segundo valse, él trató de apretarla contra su cuerpo, y ella lo mantuvo en su lugar. Él se esmeró en su arte, llevándola por la cintura con la punta de los dedos, como una flor. A la mitad del tercer valse ella lo conocía como si fuera desde siempre.

Nunca había concebido a un hombre tan anticuado en un empaque tan bello. Tenía la piel lívida, los ojos ardientes bajo unas cejas frondosas, el cabello de azabache absoluto aplanchado con gomina y con la línea perfecta en el medio. El esmoquin tropical de seda cruda ceñido a sus caderas estrechas completaba su estampa de lechuguino. Todo en él era tan postizo como sus maneras, pero los ojos de fiebre parecían ávidos de compasión.

Al final de la tanda de valses él la condujo a una mesa apartada sin anuncio ni permiso. No era necesario: ella lo sabía todo de antemano, y se alegró de que él ordenara champaña. El salón en penumbra era bueno para vivir, y cada mesa tenía su propio ámbito de intimidad.

Ana Magdalena calculó que su acompañante no pasaba de los treinta años, porque apenas si daba pie con el bolero. Ella lo encaminó con tacto sereno, hasta que él encontró el paso. Lo mantuvo a la distancia, para no darle el gusto de que sintiera en sus venas la sangre enfebrecida por la champaña. Pero él la forzó, primero con suavidad, y después con toda la fuerza de su brazo en la cintura. Ella sintió entonces en su muslo lo que él había querido que sintiera para marcar su territorio, y se maldijo por el batir de su sangre en las venas y el fogaje de su respiración, pero supo oponerse a la segunda botella de champaña. Él debió notarlo, pues la invitó a un paseo por la playa. Ella disimuló su disgusto con una frivolidad compasiva:

—¿Sabe qué edad tengo?
—No puedo imaginarme que usted tenga una edad —dijo él.
—Sólo la que usted quiera.
No había acabado de decirlo cuando ella, hastiada de tanta mentira, le planteó a su cuerpo el dilema terminante: ahora o nunca. "Lo siento", dijo, poniéndose de pie. Él se sobresaltó.
—¿Qué ha pasado?
—Tengo que irme —dijo ella—. La champaña no es mi fuerte.
Él propuso otros programas inocentes, sin saber quizás que cuando una mujer se va no hay poder humano ni divino que la detenga. Por fin se rindió.
—¿Me permite acompañarla?
—No se moleste —dijo ella—. Y gracias, de veras, fue una noche inolvidable.

En el ascensor estaba ya arrepentida. Sentía un rencor feroz contra sí misma, pero la compensaba el placer de haber hecho lo que correspondía. Entró en el cuarto, se quitó os zapatos, se tiró bocarriba en la cama y encendió un cigarrillo. Casi al mismo tiempo llamaron a la puerta, y ella maldijo el hotel donde la ley perseguía a los huéspedes hasta su intimidad sagrada. Pero el que tocó no era la ley, era él.

Parecía una figura del museo de cera en la penumbra del corredor. Ella lo comprobó con la mano en el pomo de la puerta, sin una pizca de indulgencia, y al fin le cedió el paso. Él entró como en su casa.

—Ofrézcame algo —dijo.
—Sírvase usted mismo —dijo ella—. No tengo la menor idea de cómo funciona esta nave espacial.

Él, en cambio, lo sabía todo. Moderó las luces, puso la música de ambiente y sirvió dos copas de champaña del minibar con la maestría de un director de orquesta. Ella se prestó al juego, no como ella misma, sino como protagonista de su propio papel. Estaban en el brindis cuando sonó el teléfono, y ella contestó alarmada. Un oficial de la seguridad del hotel le advirtió muy amable que ningún invitado podía permanecer en una suite después de la medianoche sin registrarse en la recepción.

—No necesita explicármelo, por favor —lo interrumpió ella, abochornada—. Perdone usted.

Colgó con la cara congestionada por el rubor. Él, como si hubiera oído la advertencia, la justificó con una razón fácil: "Son mormones". Y sin más vueltas la invitó a contemplar un eclipse total de luna desde la playa. La noticia era nueva para ella. Tenía una pasión infantil por los eclipses, pero toda la noche se había debatido entre el decoro y la tentación, y no encontró un argumento válido para no aceptar.

—No tenemos escapatoria —di¬jo él—. Es nuestro destino.

La invocación sobrenatural la dispensó de escrúpulos. Así que se fueron a ver el eclipse en la camioneta de él, a una bahía escondida en un bosque de cocoteros, sin huellas de turistas. En el horizonte se veía el resplandor remoto de la ciudad, y el cielo era diáfano y con una luna solitaria y triste. Él estacionó al abrigo de las palmeras, se quitó los zapatos, se aflojó el cinturón y abatió el asiento para relajarse. Ella descubrió que la camioneta no tenía más que los dos asientos delanteros, que se convertían en camas con sólo apretar un botón. El resto era un bar mínimo, un equipo de música con el saxo de Fausto Papetti, y un baño minúsculo con un bidé portátil detrás de una cortina carmesí. Ella entendió todo.

—No habrá eclipse —dijo—. Sólo pueden ser en luna llena, y estamos en cuarto creciente.

Él se mantuvo imperturbable.

—Entonces será de sol —dijo—. Tenemos tiempo.

No hubo más trámites. Ambos sabían ya a lo que iban, y ella sabía además qué era lo único distinto que podía esperar de él desde que bailaron el primer bolero. La asombró la maestría de mago de salón con que la desnudó pieza por pieza, casi hilo por hilo, con la punta de los dedos y sin tocarla apenas, como deshollejando una cebolla. Con la primera embestida del minotauro ella se sintió morir por el dolor con una humillación atroz de gallina descuartizada. Quedó sin aire y empapada en un sudor helado, pero apeló a sus instintos primarios para no sentirse menos ni dejarse sentir menos que él, y se entregaron juntos al placer inconcebible de la fuerza bruta subyuga-da por la ternura. Ana Magdalena no se preocupó por saber quién era él, ni lo pretendió, hasta unos tres años después de aquella noche inolvidable, cuando reconoció en la televisión su retrato hablado de vampiro triste, solicitado por todas las policías del Caribe como estafador y proxeneta de viudas alegres y solitarias, y probable asesino de dos.

© GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, 2003


El Pais Domingo 25 mayo 2003

viernes, 19 de diciembre de 2014

El detective favorito de Clinton

La fama del detective negro Easy Rawlins ha abierto las puertas de la Casa Blanca a su autor, Walter mosley. La quinta entrega de sus aventuras, Un perro amarillo. Emoción y suspense asegurados.

Ilustración de Isidro Ferrer

Walter Mosley (Los Ángeles, 1952) ha echado abajo las invisibles señales de prohibido que marcaban, hasta su aparición, el terreno de la novela negra. Su personaje, Easy Rawlins, le ha convertido en el primer mago negro de un terreno literario mayoritariamente blanco, y en presidente de la respetable asociación de Escritores de Novela Negra de América. Entre sus entusiastas seguidores está Bill Clinton, que ha declarado que Easy es su detective favorito. La popularidad del personaje, un negro que sobrevive en los barrios negros de un país gobernado por blancos, ha sido fulgurante. La primera novela de la serie, El demonio vestido de azul, apareció en EE UU en 1990. Le siguieron Una muerte roja, Mariposa blanca, Betty la Negra y, la más reciente, Un perro amarillo (todas editadas en Anagrama). Ambientadas en Los Ángeles, las historias abarcan desde 1948 -los primeros años de la posguerra-hasta 1963 -el año de la muerte de Kennedy- Con ellas, Mosley ha conseguido éxito financiero, reconocimiento literario y hasta un rostro real para un personaje de ficción. El atractivo Denzel Washington fue elegido para la adaptación cinematográfica de El demonio vestido de azul.

Un perro amarillo, última entrega de las aventuras, arranca con un reformado Easy, alejado de las calles que tantos problemas le han acarreado. Lleva dos años sin beber, se levanta temprano para ir al instituto de enseñanza secundaria, donde trabaja como encargado de mantenimiento, y dedica todo su tiempo libre a sus dos hijos adoptivos. Todo se viene abajo una mañana en que llega más temprano que de costumbre al trabajo. Allí encuentra a la hermosa Idabelle, la única docente negra del instituto, con su perro y una extraña historia sobre un marido que la persigue. Antes de que Easy se de cuenta, ella está en sus brazos, y antes de que el día termine, es el perro quien está en sus brazos, Idabelle ha desaparecido y el cadáver de un hombre negro es descubierto en el colegio.

LA NOVELA COMO UNA MELODÍA DE JAZZ

Walter Mosley adora el jazz y se le nota. Como si fuese un músico, trabaja sobre una melodía fija y va creando variaciones que dan lugar a cada novela. Estas son algunas de las características de la melodía. Easy intenta escapar, con todos los medios a su alcance -el cerebro y los puños-, de la pobreza y la violencia que oprimen a su comunidad para llevar una vida decente y sin sobresaltos. Ha conseguido dejar atrás las chabolas de su Houston natal, ha sobrevivido a la II Guerra Mundial, en la que combatió como voluntario, pero nadie parece dispuesto a que ahora abandone las calles: ni los amigos, que acuden a él en busca de favores, ni los enemigos, que desean adornarle con plomo el cerebro.

Entre sus fieles acompañantes destaca Raymond Alexander, más conocido como Mouse. Un tipo pequeño con cara de rata y una perturbadora sonrisa: tiene los dientes bordeados de oro y una piedra azul incrustada en uno de ellos. Carente de escrúpulos, su pregunta favorita es: "¿Puedo dispararle?". Mouse está casado con Etta Mae, antigua amante de Easy. "Podía mandar a un hombre a la Luna de un golpe, o podía abrazarte tan estrechamente que te sentías de nuevo como un niño entre los tiernos brazos de tu madre".

Desde que su mujer le abandonó con su hija, Easy vive con dos hijos adoptivos. A Jesús, de origen latinoamericano, le rescató del malvado blanco que le prostituía. Feather, una hemosa niña mulata, era un bebé cuando se hizo cargo de ella. Su madre, una bailarina blanca de strip-tease, había sido asesinada. Otros personajes imprescindibles son Mofass, el gordo administrador de los edificios de apartamentos que posee Easy en secreto; Lips McGee, un músico de jazz que toca en los garitos donde Easy hace sus pesquisas; y Jackson Blue, un corredor ilegal de apuestas.

En todas las historias hay muertos, sexo, alguna truncada historia de amor, testimonios de férrea solidaridad en la comunidad afroamericana y un sentimiento permanente de fragilidad y soledad. Sin olvidar el humor y mucha filosofía callejera.

Los adictos pueden respirar tranquilos. El autor ha prometido que las aventuras continuarán. Los lectores españoles tienen además una sorpresa pendiente: el año pasado Mosley publicó Gone fishin', la primera novela de la serie, que aún permanecía inédita. Ambientada en Houston, en 1939, Gone fishin' sumerge al joven Easy y a Mouse en una historia de vudú, sexo, venganza y muerte que unirá sus destinos para siempre.
 Nuria Barrios

Un perro amarillo. Anagrama, Barcelona, 1998. Traducción de Daniel Najmías. 2.300 pesetas.

El Pais de las Tentaciones viernes 28 de agosto de 1998

lunes, 8 de diciembre de 2014

El escritor. Capítulo 6. Programa de Página Dos


Cómo se escribe y se publica un libro
Hemos creado una serie de ficción de 24 capítulos, donde vamos a seguir a un joven escritor que nos ayudará a saber cómo se escribe y se publica un libro.
Nuestro joven autor charla con Anne Holt y Carmen Posadas sobre géneros literarios.

Portada Babelia nº1.202



Ilustración de Fernando Vicente

miércoles, 19 de noviembre de 2014

El escritor. Capítulo 5. Programa de Página Dos

Cómo se escribe y se publica un libro
Hemos creado una serie de ficción de 24 capítulos, donde vamos a seguir a un joven escritor que nos ayudará a saber cómo se escribe y se publica un libro.


Manuel Vicent y Patricio Pron le explican a nuestro joven autor la importancia que tiene la primera frase de un relato.

sábado, 1 de noviembre de 2014

El escritor. Capítulo 4. Programa de Página Dos


Cómo se escribe y se publica un libro
Hemos creado una serie de ficción de 24 capítulos, donde vamos a seguir a un joven escritor que nos ayudará a saber cómo se escribe y se publica un libro.


Clara Usón y Ramón Andrés le hablan a nuestro joven autor de cómo se documentan para escribir sus libros.

viernes, 31 de octubre de 2014

El Escritor. Capítulo 3. Programa de Página Dos.

Cómo se escribe y se publica un libro
Hemos creado una serie de ficción de 24 capítulos, donde vamos a seguir a un joven escritor que nos ayudará a saber cómo se escribe y se publica un libro.


 Enrique Vila-Matas y Enrique de Hériz, le cuentan a nuestro joven escritor cómo se trabaja el territorio literario de una novela.

jueves, 30 de octubre de 2014

El Escritor. Capítulo 2. Del programa Página Dos

Cómo se escribe y se publica un libro
Hemos creado una serie de ficción de 24 capítulos, donde vamos a seguir a un joven escritor que nos ayudará a saber cómo se escribe y se publica un libro.


En este nuevo capítulo, habla con Javier García Sánchez y Alicia Giménez Bartlett sobre la creación de personajes.

El Escritor. Capítulo Uno. Un programa de Página Dos


Cómo se escribe y se publica un libro
Hemos creado una serie de ficción de 24 capítulos, donde vamos a seguir a un joven escritor que nos ayudará a saber cómo se escribe y se publica un libro.



. En este primer capítulo, se cita con Ignacio Vidal-Folch, Mathias Enard e Isabel Sucunza.

lunes, 22 de septiembre de 2014

AVISOS A NAVEGANTES ‘Booktubers’, ¿los nuevos críticos?


La prescripción literaria audiovisual inunda la red gracias a los videoblogueros

RICARD RUIZ GARZÓN

En 'Thug Notes', el cómico Greg Edwards esconde, tras su pinta de rapero y su jerga, análisis de insólita madurez

Que una reseña del clásico medieval El Conde Lucanor, del infante Don Juan Manuel, llegue en nuestros días a 86.298 personas es una grata sorpresa. Que otra sobre Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, seduzca a 858.155 lectores, tanto o más. Y que dos hermanos, uno escritor, logren que sus recomendaciones literarias alcancen a 2.314.270 seguidores parece ya de otra galaxia. Pero es lo que ocurre con los booktubers, un fenómeno de la prescripción en internet que, pese a su carácter audiovisual y juvenil, está empezando a cuestionar más de un prejuicio, sobre todo tras su expansión en español.

Así, la mexicana Fa Orozco, autora de esa primera reseña "mal hecha", es la pionera en su país de un boom que reúne a medio centenar de vloggers o vídeoblogueros literarios, de los abiertos como Raiza Revelles (352.863 suscriptores) a los centrados en el young adult como el prometedor Alberto Villarreal. Hermanados por las vídeorreseñas, los book tags (juegos o preguntas), los challenges (retos), los wrap up (libros del mes) y otras interacciones que cuelgan en Youtube y difunden por las redes sociales, los tres conocen y apoyan el auge booktuber, que ha arraigado en Argentina, Chile, Perú y España, país este con el escritor Javier Ruescas y el hiperactivo Sebas G. Mouret como referentes.

Para Ruescas, que ha dado el salto con sus tutoriales para escribir y publicar, el secreto del booktuber es hallar su "voz", ese trato de tú a tú, hijo del boca-oreja y lejano a la autoridad de la vieja crítica. Capaz, a su vez, de considerarse "un showman", el joven Mouret apunta que el entusiasmo y la sinceridad son las armas de estos prescriptores, aunque admite: "No hacemos crítica, sólo compartimos opiniones". Acusados por los puristas de amateurismo, poco rigor y falta de criterio, los booktubers juegan en otra liga, sí, pero siempre bajo el deseo de contagiar su pasión lectora y desterrar el estigma de que la juventud lee poco.

Como todo fenómeno reciente, además, está en evolución, y así lo prueban las mencionadas reseñas (en inglés, como todo empezó) de Harper Lee y de los VlogBrothers. La primera, perteneciente a la serie Thug Notes, la presenta Sparky Sweets, un personaje interpretado por el cómico Greg Edwards que bajo su pinta de rapero y su habla slang esconde análisis de insólita madurez. En cuanto a los segundos, su historia daría para diez artículos, pero bastará recordar que sin ellos y sus nerdfighters no existiría el bestseller John Green, autor de Bajo la misma estrella, y que tampoco existirían estos nuevos vloggers, que lo admiran, siguen e imitan por aclamación. Y pese a todo, hay que decirlo: los booktubers no son, en puridad, los nuevos críticos. Es cierto. No aún. Pero están locos por leer y contarlo, aprenden rápido y han atraído a la industria editorial, que los fríe ya a novedades. ¿Tienen futuro, entonces? Decídanlo, ya saben cómo: exploren, naveguen y, sobre todo, no se dejen enredar.


El Pais Babelia 20.09.14




domingo, 21 de septiembre de 2014

CINCO PISTAS SOBRE... » Adolfo Bioy Casares


Guía urgente para celebrar al escritor argentino, autor de la novela "perfecta", en su centenario

ALBERTO MANGUEL

1. Un cuento. En 1944, después de publicar La invención de Morel (novela que Borges famosamente calificó de "perfecta"), Bioy escribió El perjurio de la nieve, una historia sobre el tiempo detenido, como en La Bella Durmiente. Hablando del cuento, Bioy hizo un listado de textos que trataban de este tema: el Rip Van Winkle de Washington Irving, la leyenda del emperador Barbarroja, el Huis clos de Sartre. Y agregó: “Detener el tiempo, repetir el instante sería para mí no tanto demorar la muerte, sino prorrogar la sorpresa de los primeros momentos de una pasión amorosa”.

2. Una novela. Un año después, Bioy escribió una novela quizá más profunda, más extraña, más lograda. Plan de evasión es la gran novela moderna sobre la ilusión de la libertad. Los prisioneros imaginados por Bioy, que no saben que lo son, reflejan el ilusorio libre albedrío que el universo nos permite imaginar.

3. Una confesión. "Yo escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo".

4. Una lista. Una tarde de 1939, Bioy, junto con Silvina Ocampo (su mujer) y Borges, imaginó una historia acerca de un escritor cuya gran fama no coincide con su escasa obra. Después de su muerte, un joven admirador descubre una suerte de arte poética que el escritor ha compilado bajo el título "En literatura hay que evitar…". La lista incluye las precauciones siguientes:

— Las curiosidades y paradojas psicológicas: homicidas por benevolencia, suicidas por contento. ¿Quién ignora que psicológicamente todo es posible?

— Las interpretaciones muy sorprendentes de obras y de personajes. La misoginia de Don Juan, etcétera.

— Parejas de personajes burdamente disímiles: Quijote y Sancho, Sherlock Holmes y Watson.

— Diferenciación de personajes por manías. Cf.: Dickens.

— Méritos por novedades y sorpresa: Trick-stories. La busca de lo que todavía no se dijo parece tarea indigna del poeta de una sociedad culta; lectores civilizados no se alegrarán en la descortesía de la sorpresa.

— En el desarrollo de la trama, vanidosos juegos con el tiempo y con el espacio: Faulkner, Priestley, Borges, etcétera.

— El descubrimiento de que en determinada obra el verdadero protagonista es la pampa, la selva virgen, el mar, la lluvia, la plusvalía.

— La enumeración caótica.

— Poemas, situaciones, personajes con los que se identifica el lector.

— Frases de aplicabilidad general o con riesgo de convertirse en proverbios o de alcanzar la fama (son incompatibles con un discours cohérent).

— Personajes que pueden quedar como mitos.

— Metáforas en general. En particular, visuales; más particularmente, agrícolas, navales, bancarias. Véase Proust.

— Libros que fingen ser menús, álbumes, itinerarios, conciertos.

— Lo que puede sugerir ilustraciones. Lo que puede sugerir filmes.

— La vanidad, la modestia, la pederastia, la falta de pederastia, el suicidio.

5. Una frase. En su Breve diccionario del argentino exquisito (1971) puede leerse:

"El mundo atribuye sus infortunios a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que se subestima la estupidez".


El Pais Babelia 20.09.14


Bioy, centenario por Antonio Muñoz Molina


Sin ningún énfasis, escribió una literatura en gran medida intemporal, que tenía simultáneamente la pureza de las fábulas y un arraigo muy poderoso en la realidad.

ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Adolfo Bioy Casares. / GORKA LEJARCEGI

Es raro pensar en la celebración del centenario de Bioy Casares. Un centenario es una cosa póstuma y marmórea, y en Bioy hay una liviandad que elude todo lo solemne, una transparencia que hace visible la hondura, pero que excluye la pompa. Bioy parecía un caballero porteño de otra época, y cuando fue viejo se veía irónicamente a sí mismo como un viajero del pasado sin máquina del tiempo. Pero lo cierto es que, sin ningún énfasis, escribió una literatura en gran medida intemporal, que tenía simultáneamente la pureza de las fábulas y un arraigo muy poderoso en la realidad que él conocía y recordaba, en la vida de Buenos Aires y de las capitales interiores del país, en los paisajes del campo y en esas ciudades europeas por las que se movían volublemente sus viajeros argentinos de clase alta.

En su primera obra maestra, La invención de Morel, el espacio y los personajes son tan abstractos como en un cuento de Kafka o en algunas historias de Wells. A partir de entonces, según se hacía mayor y más sabio, sus ficciones fueron acercándose a los lugares precisos de la realidad y a las variedades del habla argentina, que percibía y escuchaba con un oído a la vez exacto y paródico, que revelaba en él un instinto natural para la comedia. Pero su talento cordial para la observación del mundo quedaba siempre matizado por la atracción de lo extravagante y lo fantástico, por su devoción hacia las simetrías y las formas perfectas de las tramas policiales. En la mejor de sus novelas, El sueño de los héroes, esos dos impulsos de Bioy alcanzan un equilibrio insuperable. Debajo del azar de la vida actúa sobre los personajes la geometría del destino. El sueño masculino del coraje está hecho de mezquindad, de jactancia grosera, de fuerza bruta. La lectura es un ejercicio de indagación equivalente a la búsqueda en la que acaba extraviándose ese pobre héroe de clase trabajadora, Emilio Gauna, émulo incompetente de esos malevos de arrabal que fascinaban tan literariamente a Borges. (Entre Borges y Bioy, contra lo que pueda pensarse, las diferencias son mucho mayores que las semejanzas).

El sueño de los héroes es una de esas raras novelas a las que uno vuelve y vuelve sin desilusión a lo largo de la vida, con una familiaridad casi como la de un poema aprendido de memoria. Hay que decir de memoria y en voz alta la primera frase: "Durante tres días y tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio Gauna logró su primera y misteriosa culminación". La última frase no es menos digna de recuerdo, pero sí mucho más triste. Uno la olvida y cuando llega a ella siempre lo deja para después del final con su punzada de amargura. Hace 100 años que nació en Buenos Aires Adolfo Bioy Casares y 60 años justos que se publicó El sueño de los héroes, pero la novela se mantiene tan tersa como si el tiempo no pasara por ella, dispuesta a revelar nuevos tesoros escondidos a cada lectura, a sumergirlo a uno en sus extrañas claridades de amaneceres y ensueños, en sus tierras de nadie entre el suburbio y el campo, entre el recuerdo y el olvido, el éxtasis y la desgracia. Frases que uno subrayó hace muchos años en ejemplares perdidos de la novela vuelven a brillar con toda su belleza intacta: "Un momento lila y abstracto, con anticipaciones del alba"; "Aquellas conversaciones con Larsen eran la patria de su alma".

Ahora cuesta explicar lo que para un aspirante a escritor significaba descubrir una literatura así en la poco ventilada atmósfera española de mediados de los años setenta. En una época propensa a los potingues espesos —ideológicos, literarios, hasta psicotrópicos—, leer a Bioy era como beber un agua transparente y muy fresca, como escuchar a Bill Evans después de haberse abotargado con Pink Floyd. Yo me acuerdo de ir por el centro de Granada leyendo por primera vez La invención de Morel en aquel volumen de tapas negras de Alianza, y la limpia luz matinal que me devuelve la memoria no sé si procede de mi caminata por la ciudad o de la pura irradiación de las palabras de la novela. Luego vinieron los cuentos, el humorismo y la agudeza de las historias policiales en colaboración con Borges, las otras novelas mayores: Diario de la guerra del cerdo, Plan de evasión, Dormir al sol, La aventura de un fotógrafo en La Plata. Bioy, tan escéptico de la grandilocuencia, tan partidario de las formas breves, permaneció inmune a la tentación catedralicia y hasta cosmológica de una parte de la novela latinoamericana de aquellos años. Le gustaba inventar tramas cuidadosas, mecanismos narrativos de alta precisión, y al mismo tiempo, supimos después, cultivó con asiduidad durante toda su vida la escritura más fragmentaria y abierta de todas, la del diario íntimo y la anotación suelta en un cuaderno, el apunte, el borrador, la observación instantánea, la cita, el collage.

De las 20.000 páginas de ese diario que dejó al morir proceden algunas de las alegrías que ha seguido dándonos Bioy. Hace unos siete años, Destino publicó el tomo formidable de los apuntes de sus conversaciones con Borges, anotadas con fidelidad cada noche, durante media vida, frescas todavía en la memoria inmediata. En Páginas de Espuma salió después, en un volumen editado muy cuidadosamente, el diario de un viaje breve a Brasil que hizo Bioy en 1960. Lo cotidiano, lo menor, lo olvidable, lo que casi no sucede, son la materia valiosa de la literatura.

Pero de ese Bioy póstumo, confesional, pudoroso, el libro que yo prefiero es Descanso de caminantes, que publicó Sudamericana en Buenos Aires en 2001, en una edición de Daniel Martino. Qué pocos libros así hay en español. Es el diario de Bioy entre 1975 y 1989: los años de la llegada de la vejez y de la enfermedad, para un hombre que había sido vigoroso y muy atractivo para las mujeres, muy enamoradizo de ellas; los años sórdidos de la descomposición política en Argentina, la dictadura militar, el regreso inseguro de la democracia. El español, lo mismo el de aquí que el de América, no parece un idioma propicio a la confesión en voz baja, a los matices de lo íntimo en primera persona. O nos ponemos solemnes, o nos ponemos hipócritas o pudibundos, por miedo al ridículo y al viejo qué dirán provinciano, por pánicos a parecer sentimentales, por una falta congénita de naturalidad. En Bioy hay una desenvoltura de escritor de diarios inglés, con toda su ironía y su melancolía. Anota encuentros amorosos furtivos, percances de salud, conversaciones oídas sobre la marcha, monólogos de taxistas, sueños, ideas para cuentos. En 1976 asiste en la calle a un asesinato cometido a plena luz del día por policías de paisano. Una mañana de marzo de 1985, a pesar de la decadencia física y los desengaños de la edad, se despierta feliz: "Suena el despertador y siento el júbilo de estar vivo, de empezar un día nuevo. Es un júbilo minúsculo y nítido, como la moneda de cinco centavos de los buenos tiempos".

Júbilo es la palabra exacta que define la literatura de Bioy Casares.

El Pais, Babelia  20.09.14


domingo, 14 de septiembre de 2014

Aprendí de Gabo


Las lecciones que el Nobel colombiano nunca impartió

JAVIER APARICIO MAYDEU



Gabriel García Márquez, en Barcelona hacia 1972. / RODRIGO GARCÍA

Aprendí de Gabo, antes de leer Beginnings, de Edward Said, que cómo comenzar un texto es cuestión primordial, y que en toda buena novela la primera frase contiene la novela entera como en una burbuja que luego, al final, el lector hace estallar. Mi oficio consistía entonces en parapetarme cada mañana ante un muro de manuscritos pulidos y blancos como huevos prehistóricos, y abrirlos para después catarlos, de modo que leía miles de primeras frases, aunque la mayoría no eran precisamente burbujas conteniendo buenas novelas, sino meras y disuasorias pompas de jabón. Corrían todavía los tiempos del télex cuando algunos sábados soleados, pero sin el perfume del tamarindo, el hijo del telegrafista hacía tiempo en la agencia, esperando a su única donna angelicata, Mercedes Barcha, La Gaba, y, al pasar por mi despacho en mangas de camisa blanca y reluciente y ver a un mindundi veinteañero detrás de una tapia de papel, se entretenía en preguntarme si había encontrado ya algún nuevo Faulkner, abría algunos manuscritos a su antojo y apostábamos a que, leyendo solo la primera frase, sabríamos si era genio o era bodrio. Mi despachito era una metáfora viva del filtro literario, y yo veía claro que el autor novel que fue estaba siempre muy presente en el autor Nobel que era, y que jamás olvidó “la desgracia de ser escritor joven”. Alguna vez, y les juro que no lo soñé, me hizo algunas fotocopias antes de marcharse a almorzar, dejándome incapacitado por el asombro para seguir abriendo y catando huevos prehistóricos. Mi idea de lo que era un genio era muy distinta, y aprendí de Gabo que la naturalidad desprendida no disminuye ni un ápice la calidad literaria (o, del revés, que la lectura o la tenacidad sí, pero la soberbia o la indulgencia no mejoran la prosa).

Aprendí de Gabo que entre los atributos del genio se encuentran la exactitud y la meticulosidad (“hasta el mínimo error de mecanografía me duele en el alma como un error de creación”, escribió en El amargo encanto de la máquina de escribir), y que, aunque se dirían textos telepáticamente revelados por su abuela Tranquilina en una noche de tormenta, son el fruto de un concienzudo trabajo de corrección. Detectaba una embarazosa cacofonía o un vocablo fallido, y tachó en El otoño del patriarca “faroles pálidos” y escribió “faroles mustios” porque “mustio” convierte al farol en vegetal y acrece una concepción irreal, vaya uno a saber, pero sus pruebas de imprenta se llenaban de correcciones raramente banales. Recuerdo el fax en el que me preguntaba, en pleno proceso de escritura de Del amor y otros demonios, si podía yo asegurarle que se tañía aún la vihuela en el Caribe del XVII, y me recuerdo consultándole al maestro Alberto Blecua ese preciso dato historiográfico para una novela en la que, sin embargo, “el cielo era alto y sin nubes” cuando un relámpago fulminó a Doña Olalla: en el realismo mágico caben levitaciones, apariciones y nubes de mariposas amarillas, pero en la verdad de la ficción, por prodigiosa que ésta sea, no cabe la mentira por error. Aprendí de Gabo que el realismo mágico no es una patente de corso para el desvarío, sino un estilo, y todo estilo trae consigo sus reglas, a pesar de que suene extraño hablar de la lógica de la fantasía. Gabo sometía cada párrafo a un protocolo de control de su coherencia en relación con el conjunto del texto, mimando la construcción del sentido, como hizo en la última página de las compaginadas de Del amor y otros demonios sopesando si la frase esencial que reza “la encontró muerta en la cama con los ojos radiantes” debía mantenerse así, dejando al lector ante la incógnita de cuál fue el motivo de la muerte de la protagonista, o debía añadirse “de amor” despejando toda duda. Parecía un detalle en un fresco… y sin embargo era cardinal.

Aprendí de Gabo que los prólogos son paratextos prescindibles, pues con frecuencia atan al lector a nocivos prejuicios y, comentando con él su artículo en EL PAÍS La poesía al alcance de los niños, que tantas veces he dado a leer a mis estudiantes tirándome piedras contra mi propio tejado, aprendí también, antes de leer Los límites de la interpretación, del maestro Eco, que la interpretación es terapéutica pero la sobreinterpretación es tóxica. El afectuoso periodista cosmopolita que en sus ratos libres escribía obras maestras creía tanto en la lectura ad litteram como en la lectura ad náuseam. Aprendí de Gabo que las lecturas que el escritor va acumulando en su vida se usan pero no se exhiben. El otoño del patriarca es un prodigio de técnica narrativa que demuestra, pero que no muestra, sus lecturas de autores que lo influyeron: todo estilo propio tiene deudas, pero no le corresponde al autor ventilarlas. Aprendí de Gabo, leyendo sus mecanoscritos en mi despachito de la agencia antes de leer a Roth o de editar a Nabokov, que la autoparodia constituye un indicio de higiene intelectual. Yo aprendí de Gabo que las etiquetas siempre resultan cicateras, y que Gabo ya era Gabo y que Gabo ya era bueno mucho antes de que le endosaran el sambenito del realismo mágico, y editores del mundo entero se obstinasen en poner palmeras y hamacas en las cubiertas de sus traducciones.

Aprendí de Gabo, antes de leer a Landow y otros gurús de la cultura digital, que los ordenadores afectaban al proceso creativo, a la sintaxis. Puede parecerlo ahora, entonces no era una obviedad. Una tarde estuvimos hablando un rato largo de su experiencia escribiendo con uno de esos antiguos Macintosh que entonces eran revolucionarios: “Fíjate que el cursor parpadea en la pantalla como un corazón latiendo. Me espera, y eso me inquieta y me obliga a escribir más rápido”. ¡Un Nobel presionado por un diminuto guion parpadeante! El procesador de textos le facilitaba la vida al escritor, pero al mismo tiempo el ordenador, que no era inerte como una Olivetti, creaba tensión y perturbaba la creación. Aprendí de Gabo que es bueno que los genios se sepan genios y crean en sí mismos hasta el paroxismo. Pero también aprendí de Gabo que la autoestima no debe confundirse con la arrogancia, y que antes de creer en tu propia obra a pies juntillas debes asegurarte de que es la mejor de cuantas te ves capaz de escribir. Disciplina y autocrítica feroz: “Que la papelera esté llena no es mala señal” no es mala enseñanza para alguien como yo, que empezaba su carrera de crítico y tenía que saber que cualquier texto tuyo puede ser mejor. Aprendí de Gabo que el compromiso político o social de un escritor jamás puede superar el sagrado compromiso con sus palabras. Creo que los escritores jóvenes tienen derecho a matar al padre, pero tienen también el deber después de arrepentirse: las tendencias van y vienen pero el talento permanece. Lecciones que Gabo nunca impartió (él nunca vino a impartir un discurso), pero que yo aprendí y que ahora recuerdo, y el mismo Gabo nos dijo una vez que la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.

Ahora cambio el agua de las rosas amarillas, bajo las persianas para que parezca de noche y preparo un par de whiskys con el hielo del padre del coronel pensando en Fermina y en Florentino, que me fueron presentados en galeradas, antes de que se marcharan de viaje a las librerías, al poco de llegar yo a mi despachito de mindundi. Esas cosas no se olvidan.



El Pais Babelia 06.09.14

viernes, 5 de septiembre de 2014

Thomas HORN

La operación militar, realizada por los servicios de inteligencia alemanes, entre mayo y julio de 1.936, en España, tenía como nombre en código: Operación Horn.

La Alemania nacionalsocialista de Adolf Hitler entre otras cosas, profesaba una ardiente pasión por por todo tema esotérico, además de una manera militante. Su misión era de conquista física y espiritual. Reunían en Berlín a destacados hombres que hubieran estado estudiando cualquier rama de ese conocimiento oculto, prohibido y castigado. No siempre eran reclutados voluntariamente.

Museos, bibliotecas y castillos de toda Europa comenzaron a ser investigados, y sus reliquias compradas o robadas. Todo lo que tuviese un remoto pasado, alguna fantástica leyenda, pasaba a formar parte del castillo de Heinrich Himmler.

Finalmente, el Abwher, el servicio de inteligencia alemán, informó de la posible existencia de al menos otros dos grupos o sectas que funcionaban desde hacía bastante tiempo. En concreto, destacaron la presencia de un hombre que alertó a los principales organizadores del grupo Thüle. Estudiosos del esoterismo más peligroso, sentían en la figura de Thomas Horn la fuerza necesaria para acabar con sus planes.

Un grupo de asalto fue llevado a Barcelona, acreditados como diplomáticos y un estrecho cerco se montó alrededor de Horn. Los informes hablan de tres intentos de captura, todos frustrados, después de semanas de preparación. Finalmente, la primera semana de julio de 1.936, se organizó un atentado. Un pelotón de hombres fuertemente armados atacaría la casa de Horn. Unas horas antes de la operación, la Guardia Civil asaltó y dio muerte al grupo alemán. Nadie sabía que ocurría. Al parecer, enterado Horn, pudo disponer de alguno de sus amigos. El General Escobar, en particular, odiaba el acento alemán desde que su hijo murió como voluntario en el frente del Marne.

La operación cesó definitivamente el 18 de julio de 1936. Comenzaba la Guerra Civil en España. Los alemanes perdieron todo rastro del objetivo. Durante los siguientes años las investigaciones, búsqueda o información sobre Thomas Michael Eduard Horn fue negativa. Habían perdido una oportunidad única de tratar con alguien muy diferente. Con un inmortal.

Francisco Fernandez Gonzalez

jueves, 4 de septiembre de 2014

el SECRETO

Fatigado de viajes, búsquedas y deseos. Tan solo una vana esperanza tras de mi. Habiendo agotado mi vida entera (mucho más larga que una vida humana) no me queda otra ilusión, que la desesperanza, y de ahí, a un paso, la locura malsana. Tan solo encontrar el SECRETO daría descanso a mi alma, y reposo a mi cuerpo. Lo que tenga que ser, será. Que así sea y así se cumpla.

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Si existieran un grupo de hombres hermanados por un mismo ideal, que fuesen poderosos en actos y pensamientos. Si existieran digo. Y se concentrasen en una tarea. No habría NADA que se les resistiese. O al menos es lo que se podría pensar.

En las mesas, sentados unos frente a otros, un grupo de siete hombres se observa profundamente. No ha habido una fecha elegida por ninguna, no se han llamado. Nadie sobresale sobre los demás. El SECRETO los llama. El SECRETO y sus servidores.


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-Una trampa, tan real, tan verídica, que el mismísimo Ulises cayera en ella. Buscando objetos que están en mi poder te pones a mi alcance. Anteo hizo un buen trabajo. Y siempre estaba la posibilidad de poder recuperar una magníficas piezas que tu cinismo cataloga como dinero.

-Sabes que las reuniones solo se realizan una vez al año. ¿Qué es tan urgente?.

-Peligra la unidad, Peligra el SECRETO.

-La carta de Gunnar Erford es la pista que rastrean muchos sabuesos. Pero es un callejón sin salida, cerrado hace más de cincuenta años. La sociedad y el SECRETO siguen vigentes y a salvo.

-Sabeis que mi discípulo es fiel, obediente y valeroso. Es el último de la fraternidad con capacidad para hacer que la obra continue. Somos meras sombras de nuestros padres y maestros. Temo, temo por todos nosotros. Temo la mano de Horn en todo esto.


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Una traición -temo- no tan inesperada como terrible, y es que nada queda de las Antiguas Enseñanzas, ni es el mismo Sol ni las mismas Estrellas de antaño que nos alumbraban. Debemos prepararlo todo para desaparecer, por que así debe ser. Y a su debido tiempo el SECRETO llegará a las manos correctas, porque hace tiempo nos desviamos del sendero, al igual que todo a nuestro alrededor, y aún recuerdo cuando las palabras eran signos mágicos y los que conocían el nombre de las cosas podían convertirse en sus dueños.
Buscad ahora a Gagool,  no hay tiempo para otros planes, que la primera de todos sea la última y que el Diablo nos lleve a todos.


Francisco Fernandez Gonzalez

ZAHIR

Zahir en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido es uno de los 99 nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de "los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente".

Jorge Luis Borges

jueves, 21 de agosto de 2014

Ulises K. (y IV)

Buena idea - sacó de la bolsa de lona una carpeta.- Quiero que recupere un libro, De Tenebrarum Cordis .Aquí tiene los datos técnicos. Dígame que más necesita para empezar.
Ulises tomó la carpeta sin perder de vista a su cliente. Había mucho más en él . Todos los clientes de Ulises rozaban la locura, y eran algunos los casos de verdaderos desequilibrados. Aunque ,eso sí, todos tenían dinero suficiente para esquivar miradas extrañas. En el hombre que había frente él había algo oculto. Había algo más. Intranquilo, bajó los ojos al primer folio del interior de la carpeta. Lo que aún no había aprendido a controlar era la posibilidad de su propia locura.
Más allá de la ventana se veían terribles relámpagos, y como la ciudad quedaba oscurecida por la lluvia.
- Tan sólo dígame lo que no viene en la carpeta. Lo que desesperadamente busca con o a través de ese libro.
Anteo permanecía callado, con una mueca de sonrisa en la cara.
-¿Nada que comentar? ¿Ningún comentario jocoso?
- No. ¿Alguna otra cuestión?
- Nada más. Pero si surgiera algo ¿ donde... ?
- No será necesario. Yo lo encontraré. No se preocupe.
Sin decir una sola palabra más se marchó. Los clientes extravagantes eran lo normal. Lo que hizo perder la seguridad de Ulises fue cuando creyó ver la sombra de Anteo moverse de forma independiente. Las dudas siempre lo asaltaban, pero era su trabajo hacía mucho tiempo que el circulo se había cerrado. Cuando se aseguró de estar solo preparó una copa de licor y cigarrillos, y comenzó la lectura.


Francisco Fernandez

martes, 19 de agosto de 2014

Ulises K. (y III)

El hombre que entró en la habitación llevaba una gabardina y una bolsa de lona al hombro. El pelo corto, los ojos crueles y la sonrisa despiadada de un lobo hambriento pero ya hacía mucho tiempo que no se dejaba impresionar por aquellos hombres desesperados
- Señor Ulises K. Soy  Anteo
 Alto, hermoso, poderoso.
Y ve y mira.
Ve con mis ojos.
 Cuando el mundo era más joven


Ulises apagó el cigarrillo en el cenicero. Más tarde me comentaría que recordaba vagamente haber conocido a alguien muy parecido.
  - Lo siento no puedo evitar esas citas tan teatrales, soy incapaz de controlarme.- una sonrisa traviesa pugnaba por asomar en sus labios.
La tarde caía sobre la ciudad. Las horas secretas de la noche comenzaban. Y tener a ese personaje en casa inquietaba profundamente a Ulises.
- Señor Anteo, busco por encargo, muy bien remunerado, objetos digamos "extraños". La existencia de seres mitológicos no tiene por qué salirse de lo estrictamente racional. Hay quien quiere o busca soluciones a preguntas envueltas en la oscuridad tenebrista de la fantasía irracional, en la historia popular. Tan solo interesan los resultados. Y los éxitos logrados me garantizan unos altos honorarios. ¿Satisfecho?
- Anteo, prescinda del señor.
Este toma asiento en la mesa. Sombras se alargan por la habitación. Sombras de extraños tamaños y longitudes. Ulises comienza las preguntas.
-¿Un guardián ? ¿un iniciado? ¿una víctima ?
-¿los tres a la vez?
-¿Que quiere de mi, Anteo?
- Es muy sencillo, contratarle. Le pagaré para que busque misterios para mi.
-¿Que es lo que me puede decir?
-¿Cuanto te atreves a saber? ¿Conoce a David Alexander Glencairn y a Ralph Emerson?
- Se ha tomado usted muchas molestias.- Ulises coge otro cigarrillo. Muy en su interior escucha un pequeño tic-tac , un sonido discordante, una especie de alarma - Sí ,les conozco.
- Es usted famoso y muy conocido en ciertos círculos. Mi preocupación por ciertos temas se ha visto cruzada con su nombre varias veces: En Londres, 1.960, durante aquella extraña "epidemia" de características mortales. Y en Santo Domingo y Río de Janeiro, 1.962 y 1.965, respectivamente, donde se me dijo que "nadie sabía nada de esos casos de vudú -vodum-" y yo tan solo preguntaba por el señor Ulises K. En Machu-Pichu en el ´69 durante la restauración de ciertas partes de las ruinas de la Piedra del Cóndor.
Ulises fuma con calma, sabe que es una debilidad, puede creer que está nervioso. Pero lo cierto es que comienza a temer al hombre que ha entrado. Anteo sigue hablando.
- Probablemente nos quedaremos sin saber los resultados de esos estudios "independientes". Como el Ulises de Homero, destinado a vagar por una interminable lista de lugares. Y es que probablemente Itaca ya no es lo que era.
Tan solo tengo una duda, y es sobre la traducción de el diario de una mujer que mezcla mitad latín, mitad italiano y que le acompañó a Roma en el ´71 para operar a alguien. Aún no he logrado comprender esa referencia del latín "expurgo, expulsio". Tengo una ligera idea, pero no consigo concretar nada.
- Solo son nombres.
- Si,  nombres propios y ajenos, de lugares, de hechos extraordinarios... ¿demasiado intrigante?
- O es usted demasiado inteligente o demasiado estúpido. ¿Quien es usted?
- Nos toman por locos o por héroes, dos clases de imbéciles que se parecen bastante.
Solo soy un hombre, muy cansado. Viajo desde hace mucho. Hace dos mil años conocí a unos hombres que buscaban el mar.

¿Que importa que el combate se pierda?
No todo se ha perdido; la indomable
voluntad y las ansias de venganza,...

Ulises sonreía a medias. No pudo menos que seguir el juego.

- El odio inmortal, el valor firme
que nunca es sometido ni se rinde.

- Admita que son bellos los versos de Milton.
- Muy bien Anteo. Me conoce bien, y ahora ¿que tal si nos ponemos a trabajar?
Anteo encogió los hombros,  como si alguien acabase de finalizar el espectáculo. Ahora comenzaba lo serio.

lunes, 18 de agosto de 2014

Ulises K (y II)

Situado en una  habitación amplia, con un ventanal de espléndida panorámica, viejos tejados ocres, la aguja gótica de la catedral recortada contra el limpio cielo azul. el suelo de mármol negro, vigas en el techo. Todas las paredes estaban cubiertas por vitrinas de libros, estatuillas y  objetos, junto a grabados en bellos marcos: Holbein y Durero. Había también una mesa de trabajo y una gran chimenea de piedra.
En la mesa se sentaban dos hombres; el más joven  sostenía entre sus manos una daga y explicaba a su acompañante de una manera didáctica, mientras dedicaba una sonrisa como un niño que cuenta sus travesuras. Escuchándolo muy atento, un hombre, consumido y terroso de ojos grises, de rasgos singularmente vagos.
- La hoja es de diez pulgadas de larga; con una anchura de dos pulgadas en la base terminada en punta, redondeada y afilada al mismo tiempo. Es de doble filo.
La vaina de metal es singular: una de sus partes es perpendicular a la otra, lo cual unido al hecho de que viene a prolongar la empuñadura de la daga, le da apariencia de cruz.
En una de sus caras ha sido grabada la imagen de un cristo crucificado, mientras en la otra ostenta la siguiente inscripción en latín " Mihi vindicta: ego retribuam "- Mía es la venganza, y la cumpliré -.
En la hoja grabado en mayúsculas con una caligrafía inglesa antigua "AGUARDO HIERO". En el pomo inciso un pentáculo .
Se detuvo. Dejó la daga en la mesa y extrajo dos cigarrillos de un cajón de la mesa. Alargó la mano con uno hacia su acompañante, con un guiño cómplice.
- Sabe que no debo fumar. Mi médico me lo ha prohibido. – los ojos grises vacilaban.
- Ommes vulnerat , postuma necat . Todas hieren, la última mata.
- Probablemente por eso siempre fumo con usted. El tiempo, las horas de ese acertijo, acabarán por quitármelo todo.
Tras encender los cigarrillos, y aspirar golosamente el humo, volvió a coger la daga y continuó:
- Lamentablemente, pese a tan aparatosa ostentación de detalles, esta daga no posee ninguna propiedad "mágica". De una forja excelente, su filo es prodigioso, pero el hecho es que las heridas que ha causado a varias personas, no son obra de la "voluntad" de la daga.
En la capilla donde ocurrieron los hechos se encuentra un mecanismo secreto, olvidado por todos, excepto por una persona, y que lanza la daga al pisar cierta baldosa, el porqué de las víctimas es un asunto que no viene al caso. Pero es así. Una suerte de muelle lanzaba la daga a través de un hueco en la piedra, sutilmente oculto. Me fue difícil hallarlo. Lo siento mucho señor Cartaphilus, pero esta no es su daga.
Los ojos grises chispearon unos segundos, dando vida al rostro.
- Pero sigue siendo hermosa. Y se sumará a la colección que poseo. No pongo en duda que usted seguirá indagando en su búsqueda.
- Por supuesto, por supuesto.
- Bien, bien. Hasta la vista entonces.
- Hasta la vista señor Cartaphilus.
El anciano se guardó la daga en el bolsillo. Llegó hasta la puerta donde le esperaban sus empleados. Ellos cerraron la puerta tras instalar al señor Cartaphilus en una silla de ruedas. Ulises permaneció sentado fumando. El humo del cigarrillo subía en forma de espiral hasta el techo .Sus ojos fijos en el infinito de esas formas etéreas. Su cigarrillo se consumía entre los dedos. Dos golpes en la puerta lo sacaron de su abstracción. Comenzaba otra nueva aventura. Comenzaba su propia bajada a los Infiernos tanto tiempo postergada.

domingo, 17 de agosto de 2014

Ulises K.


Las tormentas son terribles. Un rayo de luz sacude la tierra y el cielo, seguido de un sonido brutal. Pero siempre hay avisos, señales de lo que va a ocurrir.
Hora de escribir a casa. Querida mama ... carachivo , bruja deforme y bizca. Tengo noticias para ti ¡Se ha descubierto el Secreto ! firmado : tu hijo. Como si supiera quien fue. Todo el mundo tiene secretos, claro. Yo tengo una docena.
Corres por tu vida pero no llegas a ninguna parte. A ninguna excepto al borde de las tinieblas y los sueños de muerte de las Oscuras Profecías. La Profecía es parte del Apocalipsis. Me lo dijo un pordiosero borracho, en latín, escupió al decirlo y murió. Viene una tormenta, como dijo el viejo. El Apocalipsis cuando todos los secretos de descubren. Viene el infierno.

martes, 12 de agosto de 2014

ARIADNA

Es como una fría y serena arquitectura hecha mujer.. Tiene párpados de flor muerta. Sus ojos son felinos. Pupilas que abarcan tristezas invisibles y sueños eternos, se llenan de la armonía y de la fragilidad. Y una boca carnívora con labios dibujados. Son labios que con una sola sonrisa le hacen sombra a cualquier luz.. Su voz es un pecado mortal abierto de par en par : Densa, profunda, perfumada de alcohol, de tabaco, de soledad y de insomnio. Y nada tiene que ver con su hermosura. Altos y duros, sus pómulos atraen el resplandor del alba Vulnerable y peligrosa como un cristal en equilibrio. La bruja jamás arrinconada, ni vencida, ni domada. Es un ser suntuoso y flagrante. El símbolo de tantas cosas que tantas mujeres nunca serán. Ariadna.

lunes, 11 de agosto de 2014

Lectura entre platos




Última portada del suplemento literario Babelia, de El Pais. La gran mayoría de ellas un auténtico placer, de diseño e imagen relacionado con la literatura. Ahora se pueden ver en un archivo disponible en la versión digital de el periodico El Pais, en su sección de Babelia: aquí.
En esta particular hemeroteca podremos ver las portadas desde el año 1991 hasta el 2014, una gran evolución.

Paradojas del tiempo: ¿Matar a la abuela o ganar el mundial?


Si alguien me invitara a un viaje en el tiempo, probablemente escogiera viajar a mi pasado

FELIX J. PALMA Barcelona 30 JUL 2014 

Viajar en el tiempo siempre ha sido uno de los sueños del hombre, ya sea hacia delante, para ver los lienzos imposibles del futuro, o hacia atrás, para ver las obras ya terminadas del pasado. Supongo que por esa razón me entusiasmó tanto La máquina del tiempo, del escritor H. G. Wells, cuando la leí con once o doce años. No me cuesta imaginarme cerrando la novela con manos temblorosas. Probablemente estaba convencido de que no tardaría demasiado en inventarse una máquina similar a la que describían sus páginas, un artefacto capaz de moverse por el tiempo como si se tratara de una dimensión espacial más, gracias al cual todos podríamos visitar el futuro. Ansiaba viajar más allá de nuestra existencia mortal, ver aquello que no me correspondía, como hacía el protagonista de la novela. Supongo que por eso soy lector de ciencia ficción.

Pero con los años, a medida que ese niño iba dejando paso al adulto que ahora soy, aquel deseo fue mudando. Hasta tal punto que si ahora alguien me pusiera delante una máquina del tiempo y me invitara a un único viaje, probablemente escogiera viajar al pasado, aunque no para ver cómo se construyeron las pirámides. Viajaría a mi propio pasado, para deshacer alguna de las decisiones que he tomado a lo largo de mi vida. ¿Quién podría resistirse a esa tentación?

Sin embargo, como sabemos por las muchas ficciones al respecto, no es recomendable experimentar con el tiempo. Cualquier manipulación del pasado acarrea toda una serie de cambios en cascada que alterarían completamente nuestro futuro. Por no hablar de las paradojas. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si retrocedo en el tiempo y mato a mi abuela antes de que haya tenido descendencia? Yo no habría nacido, y por tanto no podría viajar al pasado con la aviesa intención de matarla.

Para sortear esta conocida paradoja, se ideó la teoría de los universos paralelos. Según dicha teoría, si yo viajara al pasado, a menos que mi abuela ofreciera una inesperada resistencia, podría matarla sin problemas. Aunque, pese a su parecido con la original, no sería mi auténtica abuela, pues yo habría aterrizado en un universo paralelo, idéntico al mío, salvo por un detalle: la presencia de un viajero del tiempo. Mi disparo escindiría el universo en dos líneas temporales: en una, mi abuela habría sido vilmente asesinada; en la otra, la línea de la cual yo me habría fugado, siguiría viva.

Y es que según la teoría de los mundos múltiples, tan fascinante o más que los propios viajes temporales, los universos se ramifican cada vez que existen dos salidas posibles a un suceso cualquiera, por lo que no habría que lamentarse de que España fuese eliminada en el pasado mundial, pues en algun otro de los infinitos universos fue campeona del mundo. Aunque su contrapartida es que el mundial de Suráfrica también lo perdimos.

Félix. J. Palma es un escritor sevillano best-seller del New York Times con su trilogía victoriana.





El Mapa del caos
Cierre de la trilogía victoriana de Félix J. Palma, el único best-seller español de The New York Times que se dedica al fantástico. Un ambicioso desenlace en el que una enfermedad que provoca viajar en el tiempo pondrá en peligro la trama de la realidad.

Tempus
Agujeros en el tiempo, romance y Jack el destripador. Con estos ingredientes juega la autora española Nerea Riesco. Para darle verosimilitud a su ficción, Riesco, consultó a un experto en cuántica del CERN, el primer centro mundial dedicado a la física nuclear.

Moscú 2042
La visión futurista del comunismo soviético escrita por un autor que acaba de ser expulsado del régimen, Vladímir Voinóvich. Con tintes autobiográficos, narra un viaje al futuro que arranca en Múnich en 1982 y culmina en el Moscú del título, el del año 2042.




Máquinas del tiempo
Martin Newland tiene un nuevo reloj, uno que tal vez haga algo más que dar la hora. A través de varios relatos entrelazados en realidades paralelas, Nina Allan explora el viaje del tiempo como un hecho intimista, alejado de la épica y la acción.



El Pais, 2 de Agosto de 2014