sábado, 25 de julio de 2015

Género negro por Antonio Muñoz Molina


Hace muchos años que no vuelvo a aquellas novelas. El género policial, que me importó tanto en los primeros tiempos de mi vocación, se me ha vuelto lejano
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 24 JUL 2015

Una de las novedades de la cultura democrática que surgía en España desde mediados de los años setenta fue la relevancia de la literatura policial. Del espacio subordinado del género ascendió a una consideración idéntica o incluso superior a las formas más respetadas de la escritura narrativa. No sé ahora, pero entonces eso era una singularidad que no se repetía en otros países. En Europa, en Estados Unidos, con culturas literarias más asentadas que la nuestra, las fronteras de los géneros estaban muy marcadas. En una librería de París uno buscaba alfabéticamente a Georges Simenon más o menos entre Jorge Semprún y Claude Simon y no lo encontraba: el sitio de Simenon estaba en las estanterías dedicadas al género policial, no a la gran literatura, del mismo modo que en EE UU Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Patricia High­smith, para nosotros maestros insuperables, estaban y están relegados a la sección Murder & Crime, situada a una conveniente distancia física y cultural de la otra, Fiction & Literature.

En España casi todas las novelas de Chandler las publicaba Barral Editores en bolsillo, con las portadas negras y el lomo negro de las hojas, en imitación de la Serie Noire francesa, en la misma colección en la que aparecían grandes novelas literarias, libros de historia o de marxismo. Y a Dashiell Hammett muchos lo descubrimos en una colección igual de respetable, igual de decisiva en la formación de la cultura literaria del antifranquismo y la primera democracia, el Libro de Bolsillo, de Alianza, donde se notó siempre la influencia ilustrada de Javier Pradera. En Alianza se publicaban además, traídas desde la Emecé de Buenos Aires, las Selecciones del Séptimo Círculo, que habían dirigido durante años Borges y Bioy Casares. Esta era una colección de inclinaciones más británicas que americanas, con enigmas muchas veces tan cerebrales y geométricos como problemas de ajedrez. Pero en ella leí por primera vez La dama del lago, de Chandler, y algunos de los thrillers desquiciados y más bien paródicos de James Hadley Chase.


Uno de los grandes descubrimientos de entonces, en Alianza, fue El cartero siempre llama dos veces, de James Cain. Cain escribía con la limpia velocidad de Hammett, pero agregaba a sus historias un elemento de fatalidad trágica y fiebre sexual que las hacía aún más atractivas, aun cuando repitiera tantas veces el mismo esquema narrativo. Años después que a Cain descubrí a otro novelista que aprendió sin duda mucho de él, y que a mí acabó gustándome más, Cornell Woolrich, que firmaba a veces como William Irish. Unas pocas novelas de Woolrich son magníficas, y otras están demasiado hechas de estereotipos y de una prosa atropellada y barata. Pero sus cuentos, los mejores, que son muy numerosos, estallan como disparos, como descargas eléctricas, como poemas de perdición y soledad ambientados siempre en la Nueva York sórdida de la Gran Depresión, en cafeterías y cines abiertos toda la noche, en hoteles para desahuciados y borrachos. Los cuentos de Woolrich/Irish los publicó también Alianza, en volúmenes delgados que permitían deslizarlos como revólveres en el bolsillo de un chaquetón, con portadas de Daniel Gil, todas y cada una de ellas memorables.

La fiebre policial alcanzó su temperatura más alta cuando irrumpieron las colecciones de Libro Amigo de Bruguera, las más baratas y descuidadas, impresas de cualquier manera, en hojas que se volvían rápidamente amarillas, en libros que se descuadernaban según iba uno leyéndolos. La deuda que los lectores de mi generación y de alguna más tenemos con Bruguera no podríamos pagarla nunca: empezamos a leer con los tebeos de Pulgarcito y Mortadelo y Filemón, seguimos con la Colección Historia, nos hicimos adultos con sus traducciones de prácticamente toda la literatura universal, la mejor y la pésima, en una gran catarata que alimentó después durante décadas los cajones de los puestos callejeros de libros de segunda mano. En Bruguera, bajo la dirección de Juan Carlos Martini, los últimos años setenta y los primeros ochenta fueron la edad de oro y de papel barato de las novelas policiales y de espías. Allí estaban los grandes nombres americanos y británicos, y también otros argentinos, como Osvaldo Soriano. Durante una época, cada semana, aparecía en los quioscos la portada con ilustraciones truculentas y muy atractivas de la colección Club del Crimen: Ellery Queen, Patricia Highsmith, Wilkie Collins, Raymond Chandler, Agatha Christie, Mickey Spillane, todos mezclados.


Manuel Vázquez Montalbán tenía ya en marcha su serie de Pepe Carvalho, que se hizo muy popular precisamente en esos años. En los tanteos de la cultura literaria que se estaba haciendo entonces, tan improvisadamente y con las mismas carencias que la democracia misma, el género negro nos parecía tan atractivo por dos razones: la primera, una forma narrativa a la vez firme y flexible, que permitía organizar un relato con más rigor que la pura sucesión, y con una claridad y una fluidez que solían estar ausentes en las novelas de intención experimental más celebradas entonces; la segunda razón era muy propia de una época en la que de pronto había libertad para contar los abusos, los horrores, los escándalos de la realidad inmediata: la investigación policial, y más todavía la del detective privado, ofrecían una metáfora perfecta de la búsqueda de la verdad y la justicia en un mundo corrupto. Se acentuaba, sin duda exageradamente, la carga de denuncia social en las novelas de Chandler y Hammett, confirmada por la militancia de este último en el Partido Comunista de Estados Unidos, incluso por su relación sentimental con Lillian Hellman. Que Hellman resultara ser una embustera desacreditada y el PC americano una secta diminuta y estalinista no importaba mucho entonces.

Tampoco la dosis de fantasía masculina de saldo que había en una gran parte de esas novelas, y más aún en las películas que inspiraron y de las que se alimentaron. El detective como un tipo duro que en el fondo es un sentimental, un borrachín entrañable, un noble perdedor, marcado por un pasado oscuro; la heroína que es tan traicionera como tentadora, etcétera. A Raymond Chandler, según se lee en sus cartas, lo entristecía la sospecha de que era muy difícil escribir gran literatura teniendo que someterse a los límites tan estrechos del género, a los estereotipos y lugares comunes que no estaba permitido evitar, al menos entonces, cuando él escribía. Eso dejando a un lado un problema añadido para el que escribe y lee en español: los amaneramientos del lenguaje forzados por las traducciones, agravados en nuestro país por la prosa de garrafa del doblaje. ¿Qué falta hacía, por ejemplo, traducir Farewell, my Lovely, por Adiós, muñeca?

Hace muchos años que no vuelvo a aquellas novelas. El género policial, que me importó tanto en los primeros tiempos de mi vocación, se me ha vuelto lejano, lo cual probablemente me impide descubrir a buenos novelistas que estén cultivándolo ahora. De vez en cuando hago el propósito de regresar a novelas que fueron gloriosas de leer para mí: El largo adiós, por ejemplo, para saber de verdad cómo está escrita. Lo que no he perdido es una ilusión de entonces: inventar alguna vez una trama policial luminosa, rápida, perfecta, como algunas de Bioy Casares y Silvina Ocampo, como una fábula entresoñada de Chesterton.


El Pais Babelia 25.07.15

miércoles, 22 de julio de 2015

Heredero

Soy el Heredero, así con mayúscula, Heredero de los blogs perdidos. La verdad, participar en los blogs me desintoxica mucho y además disfruto con ello. De los cuatro blogs que alimento, más o menos regularmente, tan solo empece uno, los otros tres fueron en un momento dado, la desintoxicación y disfrute de un colega. Como siempre, el azar, cosas que pasan y casi desaparecen pero me parecían elementos curiosos, al menos, no hablemos ya del tema nostálgico-sentimental. De todo esto ya hace varios años, y aún seguimos por aquí.

Este blog, este formato digital, gratuito (importante detalle) se supone que es un taller de escritura, y yo no soy ningún profesor de escritura, ni de nada. Eso si, me gusta la lectura, y un millón de cosas más, y ese es uno de los problemas a la hora de enfrentarse a un diario-archivo como este. La coherencia y el orden no son uno de los factores principales, y bueno, tampoco es que sea el Señor del Caos pero siempre se intenta una senda, un camino y en el tema literario no acabo de tenerlo muy claro. Ya digo que en realidad esto desintoxica mucho y además entretiene, a ver que se me ocurre próximamente.

domingo, 12 de julio de 2015

En cuestión literaria, en Gijón tienen la Negra


Crónica del viaje con los escritores, de diversos registros, que abordaron el tren con el cual empezó ayer la Semana Negra, el festival más veterano del género

BERNA GONZÁLEZ HARBOUR Gijón 11 JUL 2015 -


El péndulo de la historia a veces juega a favor. ¿Recuerdan cuando la novela negra era un género menor, casi vergonzoso, y en ciertos ambientes comentarla parecía necesitar una buena excusa, como lo cómoda que había sido la hamaca? Difícil justificar que uno se había zampado Milleniumo que era adicto a Wallander. Lo propio era hacer como si hubiera pasado el verano leyendo a Victor Klemperer. Que tal vez.

Y está claro que Stieg Larsson no es Cervantes, ni Nooteboom, ni Le Clézio, pero que las miles de páginas que tejió no solo atrapan, sino que pintan con las herramientas del arte una imagen del mundo que no está en las guías ni en la prensa. Sino escondida.

Y eso ha sido lo interesante. De pronto, para conocer Grecia necesitamos leer a Markaris, para saber de Perú nos gustó Roncagliolo, para recorrer México nos sirvió el desasosegante Yuri Herrera, los países nórdicos perdieron su espejito mágico de la mano de Jo Nesbo o Henning Mankel; y la cocina y los criminales de Sicilia no tuvieron mejor escaparate que Camilleri. Y es entonces cuando empezamos a admitir que las mejores tragedias griegas o las obras maestras de Shakespeare nos contaban cosas parecidas. Con intriga, con dolor, con muerte y desesperación. Con calidad.

Hoy, la situación no solo ha dado un giro sensacional, sino que nada ni nadie parecen brillar sin aproximarse a la etiqueta negra, que contagia pompas de glamour a quien se acerque. Los focos del escenario se han girado hacia el universo negro y, si te sitúas a tiro, eres tendencia. Los últimos grandes en apuntarse han sido el premio Princesa de Asturias de las Letras, concedido a Leonardo Padura; el Planeta que ganó Jorge Zepeda Patterson; y los Goya, que llovieron sobre un producto canónico como Isla Mínima.

“Recuerdo cuando trajimos a Padura y vendió dos ejemplares, uno de ellos a la propia librera…”, cuenta Ángel de la Calle, director de Contenidos de la Semana Negra. “Y hoy es premio Princesa de Asturias”.

Estamos a bordo del tren negro, que lleva a decenas de autores a la cita más veterana y callejera del género: la Semana Negra de Gijón, que mantiene la chispa después del susto que supuso la victoria del Foro Asturias en una región de tradición roja, como manda el reglamento negro. Con menos presupuesto, pero las mismas ganas, arranca el festival, y bajo el foco no solo están los grandes autores del momento, sino una colección de estrellas que poco o nada tienen que ver con la sangre y las pistolas, pero sí con la diversidad que ha llegado hasta aquí: desde Sergio Ramírez y su enorme Sara, novela cargada de humor fino, habilidad y riqueza, hasta Gioconda Belli en recital poético con Luis García Montero; pasando por Luis Alberto de Cuenca, Antonio Muñoz Molina o Elvira Lindo.

Porque para que todo esto haya sido posible, cuenta De la Calle, no es que la novela negra se haya abierto a otros géneros o territorios, que también; es que los demás se abrieron al negro. Por eso están hoy aquí.

“Triunfa lo negro, sí, porque son tiempos negros, duros y complicados”, asegura el director. “La novela negra está ejerciendo de espejo del poder; el poder se mira en él y no le gusta lo que ve. Por eso triunfa”.

“Todo lo que tiene que ver con el mal, con el genoma conectado a la capacidad del hombre para hacer daño nos atrae, nos reconocemos en el mal, nos sentimos cómodos”, asegura el autor argentino Marcelo Luján. “Lo negro triunfa por lo noble y por lo innoble. Por el negocio, pero también porque hay muchos buenos escritores. La novela negra se ha convertido en algo que complementa el periodismo porque está dando literatura a la realidad”, asegura el también argentino Carlos Salem. “Esto consiste en cuestionar los límites de nuestras democracias”, dice el colombiano Gustavo Forero, autor de Desaparición, novela que narra la toma del Palacio de Justicia por el M-19, EN 1985. La misma Gioconda Belli, a bordo del tren negro que ayer viernes nos ha traído a Gijón, nos cuenta que también prepara una novela criminal. “Me interesa el aspecto psicológico de esa parte oscura del ser humano”.

La explosión negra también brilla en televisión, donde las series más exitosas también cumplen los cánones, desde Europa a Estados Unidos. Porque el fenómeno es tan global que no se vislumbra una marcha atrás.

Si el péndulo de la historia se anima a quedarse en el lado bueno del mal, hará justicia. Iluminará para siempre el inevitable lado oscuro que llevamos dentro, desde los tiempos del Antiguo Testamento a los de Shakespeare. O hasta hoy.


El Pais 11.07.15


Holmes tuvo a quién seguir


Él detective Heller fue en 1871 el boceto de Sherlock 16 años después. Historia de dos precursores del género

Por José María Guelbenzu

NARRATIVA. DEBIDO A LA afición generada por la novela criminal ha empezado a prestarse particular interés a sus orígenes y varios expertos andan a la caza de las primeras novelas que puedan considerarse como tales. Balzac, Dickens, Wilkie Collins Gaboriau o Poe encabezan las listas de precursores, pero los dos libros objeto de esta reseña son principales candidatos, cada uno por un motivo diferente.



Maximilien Heller
Traducción de Eva González dÉpoca Asturias, 2015 201 páginas 21,90 euros

Maximilien Heller, publicada en 1871, es una recuperación singular porque el lector va a encontrar en ella un claro antecedente del gran mito de la novela de crimen y misterio: Sherlock Holmes. Estamos ante un detective (Maximilien Heller) que actúa solo, opera por deducción, es un misántropo, de carácter enérgico, que se encuentra deprimido y utiliza él láudano como estimulante; para mayor coincidencia, su aventura la relata un médico que se convierte en su amigo. La novela participa, como no podía ser menos por la época, de las características del folletón; es decir: nuestro detective utiliza su inteligencia, dotes de observación y deducción, sí, pero corre aventuras y es un maestro del disfraz. No hace lo que los detectives de la edad de oro, que no se manchan las manos, sino, como Holmes, todo lo contrario: se introduce en barrios o casas ajenas, arriesga su vida... y sale triunfante. Es más: se enfrenta a un diabólico enemigo, el doctor Wickson, un misterioso y escurridizo individuo con fama de científico excepcional que en realidad dirige una banda de maleantes. ¿Será necesario mencionar aquí a Moriarty?

Las coincidencias son tan notables que cabe pensar que Conan Doyle conociera la novela, publicada 16 años antes de la aparición de Holmes; sin embargo, la verdad es que por mucho que fuera así, quien fija el mito es quien lo crea y define en sus características de manera definitiva, y esto corresponde a Conan Doyle. Lo que no quita para que los admiradores de la figura del detective disfruten con las aventuras de Maximilien Heller y se admiren de las coincidencias y diferencias. Lo cierto es que Heller es un boceto y no un retrato acabado; la técnica de Heller se basa en que la justicia va de lo desconocido a lo conocido (y juzga) mientras que él va de lo conocido a lo desconocido. Hay en la acción de la novela más peligro que misterio en las escenas clave, y menos deducción; las descripciones se apoyan más en la acción que en la reflexión. El final es feliz y moralista porque Heller es un clásico moralista, y Holmes, en cambio, es más ambiguo y, por tanto, más moderno.

El misterio de Notting Hill Charles Warren Adams
Traducción de Concha Cardeñoso Alba. Madrid, 2015 200 páginas 18,50 euros

El misterio de Notting Hill se considera la primera novela de detectives, es decir: detective en todo el sentido de la palabra, por tanto, dedicado de lleno a ello, lo que le aleja de su antecesor Dupin, un aficionado diletante. El señor Henderson, el detective de la novela, es en realidad un agente de seguros que, como tal, trata de desentrañar unas muertes en las que están en juego una herencia y un seguro de vida. Y hay que reconocer que, en efecto, su actuación es la de un verdadero investigador. La intriga se mantiene en la línea del mejor Wilkie Collins (con secuestros, desapariciones, usurpaciones de personalidad, venenos, hipnosis, hermanas perdidas...), pero carece de la dinámica de Collins, porque el autor se aplica con método y minuciosidad a establecer todos los datos de la investigación a riesgo de ser repetitivo (y a veces lo es), pero la construcción del misterio es digna del mejor policiaco.

Aquí, la aventura es sustituida por la lógica, que es la que abre el misterio con precisión de cirujano. De hecho, el lector va intuyendo la clave del relato a medida que se acerca a la resolución y sabe; lo que interesa en este caso no es "quién lo hizo" sirio "cómo se hizo" y qué va a suceder con .el criminal; y tanto en esto último como en el desarrollo basado exclusivamente en declaraciones de testigos, el relato puede considerarse un antecedente del primer gran novelista y creador de la detective story, R. Austin Freeman (1861-1939), cuyo personaje principal, el médico forense doctor Thorndyke, es el más notorio representante del detective que basa su investigación en la pura lógica deductiva, lejos de toda intuición, por lo que describe el crimen desde el principio e, incluso, no tiene miedo a dejar ver al asesino en su transcurso. De él parte lo que será la edad de oro de la novela policiaca inglesa y americana. •



El Pais, Babelia nº1.233, 11.07.15