domingo, 13 de noviembre de 2011

Cosecha Roja de Dashiell Hammett. Prólogo de Luis Cernuda




El novelista Dashieli Hammett acaba de morir en Nueva York. Después de haber gustado a tantos lectores, me parece, aunque carezco de noticia bastante como para permitirme afirmarlo, ha debido morir en medio de ese olvido que, tras unos años de éxito ruidoso, desciende de pronto y sin razón visible sobre tantas figuras aparen­temente queridas y admiradas por el público norteame­ricano. Porque, admitámoslo prontamente, se trata de un escritor de gran público, no uno de aquellos que entre nosotros acostumbraba a llamárseles, con expresión bien cursi, y precisamente por los mismos años cuando Ham­mett gozaba de más éxito, un escritor para «minorías selectas». El propio Dashiell Hammett no dejaría de reírse si pudiera oír eso de ser o de no ser un escritor para «minorías selectas», porque en él se reconoció, al mismo tiempo que a un best-seller, a un escritor para escritores, a un técnico agudo en el arte de la novela y a un estilista.
Nacido en St. Mary's County, Maryland, en 1894, tuvo adolescencia y juventud bien agitadas y variadas, lo mismo que no pocos otros escritores compatriotas suyos, comenzando a trabajar a los catorce años como recadista de una compañía ferroviaria, para pasar luego por diversos oficios hasta emplearse como detective privado, tarea que interrumpe la primera guerra mundial. Dañada su salud en ésta, recluido en hospitales varios, vuelve después al menester detectivesco, en medio del cual comienza a es­cribir. El éxito llega para él tras un período largo de trabajo duro y de incertidumbre.
Entonces, ¿es Dashiell Hammett un escritor de valor pasajero o un escritor de los que sobreviven a su tiempo? Lo de sobrevivir a su tiempo es cuestión espinosa y no corresponde a nosotros decidirla. En sus momentos me­jores nos parece superior a otros escritores que pasan por estar destinados a sobrevivir a su tiempo, como por ejem­plo Hemingway y hasta Faulkner, tan aburridos ambos en mi experiencia de lector, aun admitiendo la diferencia de valor que, a favor del segundo, hay entre él y He­mingway. Es interesante la indicación de que el parecer de André Gide, nada fácil en sus preferencias, era favo­rable a Dashiell Hammett, y en su Journal de 1942­1949 hace varias referencias al mismo, que vamos a citar.
El 12 de junio de 1942, dice: «He podido leer..., con asombro considerable bien cercano a la admiración, Co­secha Roja, de Dashiell Hammett (a falta de la Llave de Cristal, libro tan recomendado por Malraux, pero que no puedo encontrar por ningún lado).» El 16 de marzo del año siguiente, insiste: «Leído con vivísimo interés (y ¿por qué no atreverme a decir que con admiración?) The Maltese Falcon, de Dashiell Hammett, del cual hasta el verano pasado no había leído, y en traducción francesa, sino la asombrosa Cosecha Roja, muy superior al Falcon, al Thin Man y a una cuarta novela, evidentemente escrita por encargo, de cuyo título no me acuerdo. En lengua in­glesa o, por lo menos, norteamericana, mucha de la su­tileza en los diálogos me pasa desapercibida; pero en Cosecha Roja esos diálogos, conducidos con mano maestra, son cosa para enfrentarla con Hemingway y hasta con Faulkner; todo el relato mismo de una habilidad y cinismoimplacables... En ese género particular es lo más notable que he leído, según creo. Curioso por leer la inencontrable Llave de Cristal, que tanto me recomendaba Malraux.» El 22 de marzo del mismo año indicado, alude otra vez a Hammett: «Avanzo con dificultad en Chance; el libro menos bueno de Conrad que yo conozca (y conozco gran número de ellos). Esa lentitud minuciosa parece aún más cansada tras el paso vivo de Dashiell Hammett.»
Gide casi admira, sin atreverse- a reconocerlo, la no­vela Red Harvest, bien que admita que, entre una novela como ésa y otra de un novelista «artista», como la indi­cada de Conrad, ésta semeja lenta, pesada diríamos, para hablar francamente. En efecto, una novela como Red Harvest deja atrás, caduca a una cantidad de novelas que parecen o, mejor, parecían tener valor superior, pero que encontramos aburridas, y una cualidad esencial en el no­velista es la de entretener al lector.
The Glass Key y Red Harvest sí nos entretienen y re­conocemos que lo consiguen pulcra y seriamente, sin con­cesiones mercenarias al gusto vulgar: a la facilidad, a la superficialidad, al efectismo. Mas una vez leídas, y admi­tida la honestidad y el talento de su autor, acaso aún nos parezca que su lectura no ha alcanzado a despertar nuestra simpatía honda ni nuestra admiración indudable. Leemos para divertirnos o para aprender, quiero decir para nuestro aprendizaje intelectual, y poco podríamos aprender de una lectura cuando ésta, además de entretenernos, no consiga asociarnos íntimamente con ella, no despierte en nosotros la emoción de compartir una experiencia excepcional, tanto intelectual como humanamente.
Para conseguir eso, la visión de la realidad debe ir entreverada de afecto y de ironía, lo cual, desde Cervantes acá, ha sido meta del arte novelesco. Un novelista actual como Lawrence Durrell, por ejemplo, la alcanza en oca­siones; para comprobarlo léase ese episodio, en Bitter Lemons, sobre la compra de una casa en Chipre. Mas no basta, sin embargo, para proporcionarnos la entera emo­ción de hallarnos ante una honda verdad artística. En la vida ordinaria no vemos sino lo visible de ella y de los seres humanos; para verlos enteramente, para calar hasta esa zona invisible que ni ellos alcanzan a penetrar en sí mismos, donde la trivialidad e insignificancia aparentes pueden realzarse con un viso mágico, alternativamente poético, dramático o trágico, es necesario que el nove­lista, aliado con el poeta, nos dé vislumbre de esa otra dimensión humana que, desde Shakespeare acá, nos fuera revelada para siempre. (Y perdóneseme que saque a co­lación tan grandes nombres como los de Cervantes y Sha­kespeare.) No es necesario, ni fácilmente posible, que el novelista alcance adonde Cervantes y Shakespeare alcan­zaron (aunque Dostoiewsky y Galdós sí alcanzaran), ya basta con un acercamiento mayor o menor a esta meta ideal.
Nuestro escrúpulo excesivo nos está llevando a esperar de Dashiell Hammett cosas que él, probablemente, no pretendía ni buscaba; ya es bastante lo que nos da: reali­dad, consistencia, interés. Además, el ambiente intelec­tual de su país cuando él escribe sus libros no había lle­gado aún a la «sofisticación» literaria alcanzada en años posteriores, si no en general, al menos por un sector lo bastante fuerte como para imponer al resto sus opiniones como las adecuadas. Recuérdese que Joyce ha conseguido en Estados Unidos un reconocimiento y respeto más ex­tensos que en otro país cualquiera; recuérdese el éxito reciente de un escritor tan exquisitamente real y poético como Truman Capote.
Dashiell Hammett escribe en la época cuando la ley seca y las bandas de gansters daban a la vida norteameri­cana un carácter especial, y las obras de aquél, realistas como son, adquieren ese tono hard-boiled que sirvió luego para denominar genéricamente a tal clase de novelas. No sería justo exigirle, pues, que supo ver y expresar aquel ambiente con acuidad singular, dotándolo, por la reticen­cia y la aguda notación psicológica con que lo expone, de un valor novelesco indudable, que buscara también algo acaso extraño al mismo: la dimensión poética. Esta, dehaber intentado darla, acaso le resultara falsa, tanto en lo puramente delicado como en lo dramático.
Queda otra cuestión por aludir, concerniente al género novelesco que cultiva Dashiell Hammett: que ese géne­ro puede parecer a muchos secundario, por no decir mer­cenario. Gide tal vez lo insinúe, al hablar de «ese género tan particular», refiriéndose a la novela de detection. Di­cho género novelesco, que Poe inaugura brillantemente con sus dos historias The Murders in the Rue Morgue y The Mystery of Maríe Roget, con su juego ingenioso de observación y deducción, tiene luego un largo y vario proceso en manos de unos y otros. Pues bien, a Hammett, aunque en no pocos de sus relatos y novelas el protago­nista o agente es un detective (él crearía, con Samuel Spade, su personaje detectivesco), no me parece que se le pueda considerar estrictamente, al menos en sus libros mejores, como conforme al patrón del género. No hacemos la salvedad para excusarle de haber cultivado un género secundario o mercenario, sino porque, en efecto, no nos parece que The Glass Key y Red Harvest contengan pro­piamente misterio a descubrir ni trama siniestra a revelar.
El detective que actúa en Red Harvest (1929), para romper el círculo de la sórdida y terrible historia que allí se desarrolla, es, por lo pronto, polo opuesto de aquellas figuras románticas de tantas historias detectivescas, y carece del halo con que ya Poe provee a su Auguste Dupin y Conan Doyle subraya y teatraliza aún más en su Sher­lock Holmes. El detective que Hammett pone ahí en es­cena es de edad mediana, bajo y gordo, pero es igualmente eficaz que Dupin o Holmes en la tarea y, aunque su técnica sea bien distinta, realiza la hazaña de romper primero y exterminar después, gracias al procedimiento de enfrentar a unos gangsters con otros, la red con que aquéllos estrangulaban a Personville, donde fue llamado para asunto de su profesión y donde su olfato natural e incentivo profesional le obstinan en la tarea. Un juego de palabras al comienzo del libro, entre el nombre de ciudad, Personville, y como lo pronuncian algunos, Poisonville, nos encamina hacia la sátira y crítica del estado social del país en el momento que escribe, implícitas en la obra de Hammett'.
A este tipo de novela, donde apenas parecen concurrir las circunstancias del género detectivesco, algunos lo han llamado thriller, aunque tampoco en este caso la denomi­nación nos parezca adecuada. Lo característico es la astu­cia extraordinaria con que la acción y el relato de la misma están conducidos. Ya dijimos que Hammett no hacía concesiones ningunas a la facilidad, superficialidad ni efectismo. En cuanto a crear personajes, muchos de los suyos son inolvidables, como esta Dinah Brand de Red Harvest. La perfección del diálogo y el paso ágil y alerta de la acción, son absorbentes, como siempre en los libros mejores del autor.
En The Glass Key (1931), que Malraux con tanta ra­zón recomendaba a Gide, el protagonista, Ned Beaumont, no es un detective, sino guarda-espaldas y factótum del gangster Paul Madwig. La acción, tan viva como en Red Harvest, gira sobre el tema reticente de la lealtad en Ned para con Madwig, enamorados ambos (digamos enamo­rados, aunque sentimientos y pasiones sean aquí demasia­do complejos como para designarlos con una sola pala­bra), de Janet Henry, hija de un personaje político corrupto. Ned Beaumont guarda el secreto de esa atrac­ción, acaso hasta para consigo mismo, hasta bien avanzado el relato. Su amistad y lealtad para Madwig le lleva a emprender (acaso como compensación, ya que sabe cómo Janet está enamorada de él y no de Madwig) en el un­derworld de gangsters que regenta la ciudad, y para des­hacer la amenaza contra el imperio de Madwig, una tarea equivalente a la del detective en Red Harvest.
Ese sentimiento inconfesado de lealtad y de nobleza da al libro delicadeza recóndita, sin aludirse a él, dejando que el lector lo presienta si quiere y si puede. La acción es violenta en extremo: movida por la crueldad, la fuerza bruta y el instinto criminal, que se exhiben sin recato al‑
Dicha crítica del estado de la sociedad será mucho más apa­rente en otro novelista hard-boiled, Raymond Chandler al que creo seguidor genérico de Dashiell Hammett.guno, contrasta en ella el pudor de los sentimientos no­bles, de los actos desinteresados que, en cambio, quedan presentidos. Diálogo y relato se expresan con crudeza y sangre fría, con aparente insensibilidad que es en extremo curiosa: es una acción entre hombres, hombres fuertes y duros para quienes sería humillante y nada viril cualquier gesto de delicadeza. Por eso mismo resalta más la actitud noble de Ned Beaumont para con Paul Madwig. El amor apenas se exterioriza: lo presentimos latente en la acción. Ese es uno de los rasgos singulares en la novela de Dashiell Hammett: que los motivos de la acción quedan ocultos y el lector avanza por ella en una especie de niebla; hay que leer el libro con atención bien despierta para calar en la intriga y en los personajes. Lo cual es prueba de arte novelesco sutil y, ¿por qué no?, refinado bajo la crudeza v sarcasmo exteriores, los cuales no dejan de apuntar más o menos directamente, como ya dijimos, a la sociedad y al tiempo en que los personajes viven.
The Thin Man (1934) responde mejor al patrón de la novela de detection. Tenemos ahí a un ex detective profesional que se ve casi obligado a investigar un mis­terio: dónde está el invisible Clyde Wynant. The Maltese Falcon (1930), que sigue a la anterior en mérito decre­ciente, tiene también como héroe a un detective, Samuel Spade, que aparece en otras novelas largas y cortas de Hammett, dedicado aquí a la doble tarea de hallar el halcón de oro y de esquivar los engaños e intrigas de Brigid O'Shaughnessy que, sin decírselo, lo quiere para ella. Esta es, en su egoísmo y codicia, personaje curioso: terrible y en apariencia de una dulzura inerme ante el hombre. Mas la búsqueda del halcón, siempre dilatada por medio de nuevas intrigas, resulta a la larga monótona. Blood Money (1927) recuerda algo a Red Harvest en la astucia para deshacer el grupo de gangsters (aquí asociados en un robo considerable) y el engaño y doblez enconados que éstos practican para deshacerse unos de otros. Entre ellos son memorables la atlética Big Flora y el aparente­mente inocuo Papadopoulos, cobarde y traidor, master­mind en la maquinación del robo, y hacia el cual Big Flora parece experimentar una curiosa atracción medio maternal medio sexual. The Dain Curse (1929) acaso sea, entre las de su autor, la novela de menos-valor.
Quedan sus novelas cortas y cuentos, los que al co­menzar estas líneas no era nuestro propósito comentar suficientemente. De interés unos y otros, algunos de valor, por ejemplo, The Green Elephant, tienen un interés adi­cional: marcar más claramente que las novelas la frontera, en la obra de Hammett, entre lo novelesco literario y lo sensacional del thriller. Mas ya de un lado, ya de otro en esa frontera, la obra de Dashiell Hammett posee siempre la facultad de entretener poderosamente al lector. ¿Cuán­to tiempo durará en ella dicha facultad? Nadie puede responder a eso. Los tiempos cambian y las diversiones humanas también; lo único que no cambia es la sempi­terna necesidad humana de entretenimiento. Cervantes lo sabía, como indica el prólogo a sus Novelas Ejemplares: «Que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los negocios por calificados que sean: horas hay de recreación donde el afligido espíritu descanse.»
Y aunque la ocupación religiosa haya cedido algo en nuestro tiempo, según creo, y dejado por tanto horas desocupadas de un lado, que de otro ocupe la tan incre­mentada asistencia a los negocios, aún le quedan al hom­bre, aparte del tiempo que dedica a los entretenimientos del día, horas libres durante las que requiere materia para divertirse. Y ¿dónde mejor que en la lectura? Como no me figuro que le basten siempre a tal propósito libros como esos que se incluyen en tantas inefables listas de «diez mejores libros» (donde suelen incluirse no los libros que se han leído, sino los que se cree conveniente pre­tender como leídos), agradezcamos a Dashiell Hammett, que con tanta destreza y talento proporcionara a muchos, con sus obras, nueva y adecuada materia para satisfacer una necesidad humana vieja como el hombre.
Luis Cernuda (1961)

martes, 1 de noviembre de 2011

Algo por lo que recordarme (Saul Bellow) por Enrique Vila-Matas

Mezclar ficción y realidad es una garantía de fracaso literario. Lo cual recuerda el relato perfecto sobre un viejo narrador que evoca un episodio de su adolescencia, en el Chicago de la Depresión. Una pista sobre el carácter sagrado de la lectura.



CADA DÍA convivimos más con el ruido de fondo de crisis económi­cas, invasiones de países árabes, sorpresas de grandes gigantes far­macéuticos, reclamos de la industria del automóvil, tortugas Ninja, crímenes ho­rrendos, pavorosos terremotos devastado­res, Bolsas europeas que caen y caen y vuelven a
caer, episodios de estupidez humana transmitidos día tras día como si fueran una serie televisiva sin guionista.

En semejante ambiente nuestra agitada vida de víctimas de lo mediático nos recuerda a un fragmento irónico de El caballero inexistente de Italo Calvino: "Debéis disculpar: somos muchachas del campo (...) fuera de funciones religiosas, triduos, novenas, trabajos en el campo, trillas, vendimias, fustigaciones de siervos, incestos, incendios, ahorcamientos, invasiones de ejércitos, saqueos, violaciones, pestilencias, no hemos visto nada".

Es difícil en estas circunstancias de información masiva reparar en algo tan antiguo como una buena historia de ficción. Nos da la impresión de que no tenemos tiempo para atender a ella. No en vano hay un escaparate infinito en las nubes con todos los grandes libros olvidados.

Pero aun así, a pesar de situación tan difícil para los buenos libros, ¿hay que empujar a los escritores a que emparenten sus ficciones con los mil y un asuntos que baraja el gran espectáculo mediático? No es una pregunta extravagante. Entre tantas incertezas, una certitud parece que está arraigando peligro­samente entre nosotros: no se concibe una novela recién publicada que no permita un titular de prensa ligado a la más rabiosa ac­tualidad periodística. Para entendernos: hoy en día los movimientos de la conciencia de un anodino ciudadano portugués de la épo­ca del dictador Salazar no tendrían cabida como noticia relacionada con la aparición de un libro, salvo que se la pudiera relacionar con el último rescate económico de Por­tugal, o algo por el estilo.

Por eso quizá hay tantos periodistas que, en su búsqueda desesperada del titular, no quieren admitir que una novela pueda estar estricta y únicamente vinculada al mundo de la ficción, lo que, dicho sea de paso, en realidad no deja de ser lo más normal del mundo, puesto que ficción y vida se repe­len, esa al menos es mi experiencia. John Banville (en una divertida entrevista con  Mauricio Montiel que no desentonaría en Dublineses, de Joyce) dice haber descubier­to que jamás se puede mezclar ficción y realidad, pues cuando uno trata de insertar en la ficción nociones directas, nociones científicas, no encajan por ningún motivo: "Aún no comprendo cuál es el proceso, pero es como someterse a un trasplante de híga­do: el cuerpo lo rechaza. La ficción, al me­nos la mía, repudia las ideas tomadas direc­tamente del mundo".
Todo esto me recuerda que cuando uno comienza a escribir cree que es posible ex­presar la realidad. Si ha nacido en territorio español, todavía lo cree más, porque aquí en literatura todo el mundo es realista. Sin embargo, creo que lleva un cierto tiempo aprender, descubrir que lo único que se pue­de hacer es fabricar una realidad alterna y esperar que de alguna forma reproduzca, o narezca reproducir. la vida tal como la vivimos. Esta infantil frase de Banville la suscri­bo con entusiasmo: "El arte no es para nada la vida, sólo se le parece".

Aunque nos encontremos ante la novela más realista de la historia, esa realidad nun­ca puede ser la famosa realidad. Es algo tan simple como discutido hoy en día por algo más de la mitad de las mejores mentes de mi generación. Qué se le va a hacer. Lo mismo digo sobre la cuestión de los millo­nes de novelas y el escaparate infinito de los grandes libros olvidados. ¿Qué hacer ante semejante drama? Queda, de entrada, el consuelo de saber que nuestra conciencia es inmensamente más grande que todo el espacio mental que creen abarcar los res­ponsables del gran lavado de cerebro colec­tivo. Porque en realidad el gigantesco espa­cio del Gran Lavado jamás podrá competir con todo aquello que es capaz de percibir, en su espacio natural de libertad, una con­ciencia humana. Todavía nos quedan, creo, focos de libertad en nuestras mentes, los suficientes para tratar de escapar de la ba­nal representación sin tregua del gran tea­tro de Oklahoma. Y sirva esto, de paso, para decir que sospecho que ese secreto éxodo trágico, esa gran huida del terror mediático, se está convirtiendo en la verdadera odisea moderna y que alguien debería novelarla, porque a fin de cuentas es tan sigilosa como apasionante.









Ayer, por cierto, releí la odisea tan singu­lar que narra Bellow en Algo por lo que recor­darme, relato perfecto, incluido en la gran antología de sus cuentos. El argumento es algo complejo pero, a grandes rasgos, trata de un narrador, ya viejo, que recuerda un solo día de su adolescencia, en el Chicago de la Depresión. En el día que recuerda y que sabe que no olvidará nunca, una mujer le atrajo hasta su dormitorio, y una vez allí huyó dejándole desnudo, pues para robarle tiró toda su ropa (incluso el libro religioso que él estaba leyendo tan religiosamente)
por la ventana. Le tocó entonces volver a su casa, a una hora de distancia, atravesando el helado Chicago. Su odisea, cuando hubo conseguido que le prestaran unos harapos para el regreso, incluyó la idea de volver a comprar el libro —sagrado para él— que le habían robado. Pero, eso sí, para volver a comprarlo tenía que robar a su madre, que escondía su dinero en otro libro sagrado. Según el crítico Robin Seymour, esta histo­ria que no pierde de vista el carácter sagrado de las escrituras que meditan sobre el mun­do sitúa en primer plano preguntas que de­beríamos hacemos más a menudo; preguntas tan profanas como religiosas, preguntas a nuestra conciencia. ¿Cuáles son los días de nuestra vida que no olvidamos y por qué los recordamos siempre? ¿Cuáles fueron nues­tros días de conmoción y reflexión? ¿Cuán­tas veces recordamos que la actividad de la lectura puede tener un carácter profano o
religioso, pero en cualquier
caso sagrado?
Llevo escritas 981 pala­bras y me temo que no con­seguiré el efecto de breve­dad que pretendía ofrecer en esta divagación literaria que seguramente, por falta de espacio (menuda contra­riedad, incluso para el escri­tor de brevedades), se dirige hacia el final. Pero da igual, voy a terminar, no importa que me sienta como un far­do que tuviera toda una eter­nidad para arrepentirse de su escasa capacidad para la rapidez.
Ahora recuerdo que Be­llow, en el divertido epílogo que escribió para su antolo­gía de cuentos, sugiere com­batir la invisibilidad de los libros incorporando la breve­dad a ellos. Cita a Chéjov, por supuesto, y aquella frase maravillosa en su diario: 'Es extraño, ahora me ha entra­do la manía de la brevedad. De todo lo que leo —obras mías y de otras personas—nada me parece lo suficien­temente breve". Y luego se acuerda Bellow de un sabio japonés que recomendaba a sus alumnos la mayor breve­dad posible y que me ha he­cho pensar en un sabio chi­no que solía decir que hay que hacer rápido lo que no nos corre ninguna prisa y así poder hacer lentamente lo que urge. Se acuerda también Bellow de un clérigo inglés del XIX, un tal Smith, que sólo sabía decir: "¡Opiniones cortas, por Dios, opiniones cortas!".

En efecto, la brevedad puede ser una so­lución para, con sentido del humor, resistir los embates de lo extraliterario. En lo último que hay que caer, por otra parte, es en aque­llo en lo que cayera una destacada dama de las letras inglesas el día en que la vimos hojear enojada en Segovia el periódico en la mesa de un café y quejarse de pronto: "No hay más que deportes, corrupción y dispa­ros. ¡Y nada sobre mi novela!".
Ese es el gran error, ¿no? Creer que un libro tiene que competir con el asesino en serie o el último emperador mundial de los helados. O lo que es lo mismo: creer que se pueden mezclar las ficciones con ese gran reino del extrañamiento que inventan —u­na realidad. por cierto, bien falsa y perversa— en el gran teatro de Oklahoma. •
Cuentos reunidos. Saul Bellow. Introducción de James Wood. Traducción de Beatriz Ruiz Arrabal. DeBolsillo. Barcelona, 2010. 784 páginas. 10,95 euros.
www.enriquevilamatas.com

Babelia número 1.034. El Pais. Sabado 17 de septiembre de 2011


VEINTE POEMAS DE AMOR y UNA CANCIÓN DESESPERADA (1924) LOS VERSOS DEL CAPITÁN (1952) Pablo Neruda





Un relámpago vestido de arco iris

Por Manuel Rivas

Hay dos criaturas muy especiales en la vida de Pablo Neruda: el cisne cuello negro y un insecto sin nombre, pero muy bien descrito, el coleóptero del coihue y de la luma. Dos recuerdos de la infancia, irrepetibles en todo el sentido, pues el poeta nunca volvió a ver seres semejantes.

El cisne cuello negro se lo entregaron ya medio muerto en Puerto Saavedra, en el sur de Chile. En el lago Budi, los cisnes eran cazados con ferocidad. Aquel cisne tenía casi el tamaño del niño: «Una nave de nieve con el esbelto cuello como metido en una estrecha media de seda negra. El pico ana‑
ranjado, los ojos rojos». Pablo Neruda, entonces Neftalí Reyes, trató de curar sus heridas y de alimentarlo. Lo llevaba al río, «cargando el pesado pájaro en mis brazos por las calles».
El ave nadaba en la orilla, pero no fue capaz de volver a pescar. Un día notó que el largo cuello le rozaba la cara y caía colgante: «Así aprendí que los cisnes no cantan cuando mueren».

El padre de Neruda, José del Carmen, era ferroviario y trabajaba como conductor de un tren de lastre, con base en Temuco. La función del lastrero era volcar piedra menuda para que el agua («llovía meses enteros, años enteros») no arrastrase los rieles. Neruda nació el 12 de julio de 1904. Su madre moría un mes después del parto, a causa de la tuber­culosis. Tuvo una segunda madre, Trinidad, «el ángel tutelar de mi infancia». En sus memorias, Confieso que he vivido, habla con fascinación de los viajes en tren con su padre. Tam­bién habla de «embriaguez» ante el espectáculo de aquella na­turaleza. Recogían la piedra picada en Boroa, «el corazón sil­vestre de la frontera». En una ocasión, un compañero del padre, llamado Monge, con fama de cuchillero, capturó para el crío un insecto asombroso: «Era un relámpago vestido de arco iris... Como un relámpago se me escapó de las manos y se volvió a la selva». Y Neruda añade: «Nunca me he reco­brado de aquella aparición deslumbrante».
Cuando Neruda escribe Veinte poemas de amor y una canción desesperada, publicado en 1924, ya había muerto el cisne del modernismo, Rubén Darío. Entonces, como ahora, habría que preguntarse, y en el supuesto más serio: ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor? Hay un fado portu­gués, llamado Quimera, en el que se dice que «todo lo que es excesivo es muy poco». La idea de amor, en poesía, ha sido ex­plotada hasta el esquilme, convertida en una de esas grandilo­cuencias retóricas que pierden el significado y se golpean a sí mismas con el efecto de un bumerán. De esa buena leña, como diría Joan Crawford en Johnny Guitar, ya sólo quedan las cenizas. ¿Sólo? Pablo Neruda reinventó el amor, ¡y de qué forma! Capturó el coleóptero, tembloroso y refulgente, en la frontera del corazón silvestre, en esa espesura de donde sur­gen y se pierden las palabras. Volvía como una contraseña,el relámpago vestido de arco iris, despertando a todas las cosas a su paso. Hablar de amor, por fin, era hablar de todo. ltocar en el campanario del cosmos con una excitación ar­mónica. A Neruda es tan útil estudiarlo desde la historia de la literatura como de la astrofísica. Cuando Hubert Reeves habla de «una levadura cósmica que empuja a la materia», inspirado en la antigua e inspirada idea aristotélica de que «en 1.1 naturaleza obra una especie de arte», pienso inevitable­mente en el impulso nerudiano y sus aleaciones con las pala­bras, con los estratos del lenguaje.
No era Neruda nada partidario de destripar su poe­sía. En una conferencia en 1943, cuando ya era un poeta ra­ramente célebre, lanza un sencillo acertijo: «Si ustedes me preguntan qué es mi poesía, debo decirles: no sé. Pero si interrogan mi poesía, ella les dirá quién soy yo». Y en otro mo­mento desbroza el camino a los que olfatean huellas: «Tal vez el amor y la naturaleza fueron desde muy temprano los yacimientos de mi poesía». Yacimientos. ¡Ésa es la palabra! Pero la  pregunta, en estos casos prodigiosos, es cómo lo hizo. Y la unica respuesta que se me ocurre es que el joven Neruda se giró en algún momento sobre el papel y encontró el ángulo de vi‑
una grieta antes invisible en la roca y que llevó al rayo a tundir esos dos yacimientos, creando una nueva geografía poética. Pero, y dale, ¿cómo lo hizo? Poco antes de que sur los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, la pelea del escritor se llamaba Crepusculario, magníficos poemas con el espíritu de las navajas, que se cierran herméticamente en su concha bajo la arena. El proceso óptico que dio lugar a la obra que hoy seguimos celebrando es tan simple y genial como lo fue el giro copernicano. La ex­plicación precisa, sin más retoricismos, aparece en el breve texto Exégesis y soledad, incluido en Para nacer he nacido: «Emprendí la más grande salida de mí mismo». Incluso ese lamento, la canción desesperada, invierte el sentido de un llanto cerrado sobre sí mismo y lo convierte en un big-bang. Casi treinta años después, con Los versos del capitán, el rayo hiende toda abstracción con las agallas carnales del lengua­je. Palabras, geocuerpos que copulan en la auténtica fronte­ra, la de la posesión y el desprendimiento. Ya se conoce la historia: el libro nació anónimo, proclamando una pasión. Es Eros quien escribe. A la conciencia sólo le queda inclinarse y besar la tierra.
No, no escribió los versos más tristes aquella noche. Escribió, eso sí, aquella y otras noches, unos versos extraordi­narios, unos seres resistentes a la depredación, que corren ha­cia la gente y hacia la tierra como un don compensatorio.
© 2002, Manuel Rivas