domingo, 30 de septiembre de 2018

Maneras de morir Por Javier Cercas


En su último libro, Diario de lecturas, Alberto Manguel acomete un experimento original: a lo largo de un año relee doce libros que le han gustado -uno por mes- y anota sus impresiones acerca de ellos. El resultado es al mismo tiempo inesperado y previsible: lo inesperado no es que Manguel lea con la pasión, perspicacia y sabiduría de siempre, ni que estos libros ya leídos -algunos clásicos indiscutibles de la literatura, otros menos conocidos-le sorprendan tanto o más que la primera vez que los leyó, sino que su lectura refleje la experiencia individual de quien los lee y el caos social y político en el que vive, igual que, inversamente, ese caos colectivo y esa experiencia personal reflejan e iluminan con una luz nueva las viejas palabras de los libros. Pero, como digo, esto era también previsible: después de todo, leer no es una experiencia separada de la vida, sino una experiencia como cualquier otra, a veces más intensa, verdadera y perturbadora que cualquier otra. Leemos por placer, pero también para vivir más. La literatura ilumina la vida, la vuelve más compleja, la ensancha; lo contrario también es cierto: la vida ensancha, ilumina y vuelve más compleja la literatura.

Uno de los libros que relee Manguel es El desierto de los tártaros, la novela de Dino Buzzati. En un determinado momento, después de copiar las palabras finales de la novela -en las que el narrador insta al protagonista a tener el valor de marchar al encuentro de la muerte "como un soldado", para que su existencia equivocada acabe bien-, Manguel declara: "En la hora de la muerte, esas son las frases que me gustaría recordar". Lo suscribo. Pero mientras leía las palabras de Manguel no pude dejar de pensar que el final de El desierto de los tártaros -uno de los más hermosos que conozco- es el reverso exacto del final de El proceso -uno de los más atroces que conozco-, la novela de Franz Kafka, con quien tantas veces se ha comparado a Buzzati. Mucha gente ha leído El proceso; menos, sospecho, El desierto de los tártaros. Se trata de una fábula en la que un joven teniente llamado Giovanni Drogo es destinado a una remota fortaleza asediada por el desierto y por la amenaza de los tártaros que lo habitan. Sediento de gloria y de batallas, Drogo espera en vano la llegada de los tártaros, pero en esa espera se le va la vida. Este planteamiento es transparentemente kafkiano: la mayoría de los relatos y novelas de Kafka no son más que la historia de un minucioso e infinito aplazamiento (el K. de El proceso nunca llega a ser procesado, ni siquiera a averiguar de qué se le acusa; el agrimensor de El castillo nunca es recibido en el castillo). La resolución de la novela, en cambio, no puede ser menos kafkiana. Porque al final de El desierto de los tártaros los tártaros llegan, pero la enfermedad y la vejez le impiden a Drogo satisfacer su sueño postergado de enfrentarse a ellos; lejos del combate y de la gloria, solo y anónimo en la habitación en penumbra de una posada, Drogo siente que se acerca el fin, y comprende que esa es la verdadera batalla, la que siempre había estado esperando sin saberlo; entonces se incorpora un poco y se arregla un poco la guerrera, para recibir a la muerte como un hombre valiente. El final de El proceso, repito, es el reverso exacto de éste. Una noche, dos hombres con levita y sombrero de copa, pálidos y corteses, van a buscar a su casa al protagonista. K. ignora quiénes son, pero -exhausto después de pasarse días y días perdido en un laberinto de covachuelas absurdas y oficinas inhóspitas, tratando en vano de averiguar cuál es el delito del que se le acusa los sigue sin protestar. Los dos hombres lo llevan a una cantera, y allí le clavan un cuchillo en el corazón. Antes de morir, K. ve cómo aquellos dos hombres, mejilla contra mejilla, le miran morir y piensa, "como si la vergüenza debiera sobrevivirlo", que está muriendo como un perro. No hay muerte más noble y más limpia que la de Drogo, que muere comprendiendo y asumiendo su destino, y muere a solas; no hay muerte más abyecta que la de K., que muere sin saber por qué muere, observado obscenamente por sus verdugos.

Los libros iluminan la vida, pero la vida también ilumina los libros; esa luz es a menudo atroz. Yo he leído el libro de Alberto Manguel y he recordado los finales opuestos de los de Kafka y Buzzatti justo en los días en que los periódicos y las televisiones se llenaban de jóvenes y alegres americanos torturando iraquíes, y también de militantes de Al Qaeda degollando a un muchacho americano. No sé si se ha reparado en el hecho de que, a la atrocidad perfecta de la tortura y el asesinato, se suma en esas imágenes el hecho de que el asesinato y la tortura sean públicos, de que los sonrientes verdugos no hayan olvidado infligir a sus víctimas la humillación última de convertir su dolor en espectáculo de masas, no hayan querido concederles la gracia mínima de morir como hombres y no como perros. Buzzatti nos consuela, pero Kafka tenía razón y no hay que engañarse: a las víctimas, la vergüenza las sobrevivirá; no a los verdugos. •

El Pais Semanal Número 1.446. Domingo 13 de junio de 2004

miércoles, 26 de septiembre de 2018

LAS ENCICLOPEDIAS Por Antonio Muñoz Molina



No soy partidario de acumular muchos libros, pero sí me gusta tener siempre al alcance de la mano algunas enciclopedias, sólidas hileras de tomos alineados por orden alfabético, con una firmeza de cosas constructivas, de ladrillos o cimientos, de sacos terreros de palabras y sabiduría protegiendo de la intemperie la hospitalidad de mi casa, la quietud de mi cuarto de trabajo. Tal vez no me gustarían tanto las enciclopedias si no hubiera estudiado de niño con la Enciclopedia Alvarez, que ahora, en su edición facsimilar, ha resultado ser un sorprendente best seller, y que a mí entonces me parecía el resumen colosal de todos los conocimientos posibles en el mundo, contenidos y apretados en un solo volumen, en aquel libro tan impresionante para nuestra mirada infantil cuando nos lo entregaban la primera vez, recién comprado en la papelería, intacto, a principios de curso, como un símbolo entre propicio y aterrador de que ya habíamos pasado de la cartilla y de las primeras letras a otras disciplinas más graves del aprendizaje.

En un solo libro se contenía todo el saber, la historia sagrada y las ciencias naturales, la gramática y la historia de España, la aritmética y la geometría, las vidas de los santos y las efemérides siniestras del calendario franquista: años después, con parecido asombro de totalidad, encontré en la biblioteca pública los volúmenes de lomo negro con letras doradas de la Enciclopedia Universal Ilustrada, el Espasa, que es al reino de los libros lo que la gran ballena azul al de los animales, la criatura más inmensa, la tentativa más desaforada de resumir el mundo entero en las palabras, de organizado alfabéticamente, en un delirio imposible de exactitud, en un sueño de clasificación y explicación que tiene toda la nobleza de los grandes proyectos ilustrados, toda la metódica locura de los eruditos inventados por Flaubert o por Borges. Abriendo al azar cualquier volumen de una gran enciclopedia puede encontrarse literalmente cualquier cosa. Yo me puse a hojear hace poco el tomo cuarenta del Espasa y me quedé horas leyendo sin ningún motivo el artículo oro, donde me enteré de todas las propiedades físicas de ese metal, de la historia de su extracción desde el Paleolítico, de la producción de oro clasificada por países a lo largo de todo el siglo XIX, así como de una relación de las mayores pepitas encontradas en el mundo, una de las cuales, de 76 kilos, se hundió para siempre en el mar cuando viajaba hacia España en un navío del siglo XVI.

En las enciclopedias está todo. Juan José Millas, que es gran devoto de ellas, recomienda siempre que se busque en el Espasa el artículo muerte: páginas y páginas de letra diminuta en las que se examinan todas las acepciones y todas las posibilidades del hecho de morir, tan horribles en su severidad teológica y en su detallismo médico como un largo informe forense. Borges decía que una gran parte de su literatura no habría existido sin la Enciclopedia Británica. Yo la consulto siempre, a veces para obtener algún dato que me hace falta en mi trabajo, pero sobre todo por el simple gusto de encontrar cosas, historias de países y mapas de ciudades, relatos de exploraciones, biografías de gente desconocida para mí, de oscuras celebridades menores que habrían desaparecido definitivamente en el olvido si no fuera por la hospitalidad generosa de las enciclopedias. El Espasa, la Enciclopedia Británica, el Gran Larousse, le permiten a uno la sensación a la vez tranquilizadora e inquietante de poseer al alcance de la mano un resumen del universo: todas las cosas, todas las palabras, todas las vidas, parecen estar ahí, delante de nosotros, dóciles a nuestra mano y a nuestra mirada, clasificadas, detenidas, salvadas de la confusión y el desorden de la realidad exterior.

Pero ahora otra enciclopedia ha venido a agregarse a las queridas enciclopedias del pasado, tan anacrónicas en el fondo, tan monumentos dinosáuricos de la edad de la imprenta. A través de la misma pantalla donde escribo estas palabras ingresaré si quiero en ella dentro de unos minutos, con sólo teclear unas claves de acceso: no está en el papel, no ocupa, como las otras, un pesado lugar en el espacio, no tiene orden ni clasificación posible, se renueva y se agita a cada momento, está en cualquier parte y en ninguna parte, me permitirá viajar en décimas de segundo a cualquiera de las ciudades cuyas fotos he visto en las otras enciclopedias, conversar con un desconocido en el otro extremo del mundo, comprarme un libro en Hong Kong, reservar una habitación de hotel en Brasilia, leer las páginas deportivas de un diario de Sidney. Adicto a las enciclopedias, inevitablemente me dejo atrapar por la enciclopedia y la malla infinita de Internet, pero también me doy cuenta del riesgo de su hechizo, que es el mismo, en el fondo, de las palabras impresas, de las imágenes planas del cine. Apago el ordenador, algo mareado, salgo a la calle, y el primer golpe del aire frío y el sol de la mañana me despejan, me despiertan, me abren los ojos a la hermosa enciclopedia instantánea de la vida real.


El Pais Semanal Número 1.118. Domingo 4 de marzo de 1998