Camilo José Cela (LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE)
Camilo José Cela (LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE)
Francis Bacon
Póster de la película Dr. Jekylly Mr. Hyde, de 1931 LMPC (getty images)
SILLÓN DE OREJAS
Por Manuel Rodríguez Rivero
1. Glasgow
A mediados de los setenta del siglo pasado Glasgow era una de las más peligrosas y sórdidas capitales europeas, nada que ver con la ciudad agradable, cuidada y risueña que hoy acoge al viajero. La inseguridad urbana, consecuencia de la brutal crisis industrial y de las luchas entre gangs por marcar el territorio y delimitar las respectivas fronteras del lucrativo negocio de la droga, convertía muchos de sus barrios, como el célebre Possilpark, al norte del río Clyde, en lo que entonces se llamaban no-go áreas, zonas que era aconsejable no frecuentar por la noche. Aquel Glasgow de los setenta, del que ya quedan muy pocos vestigios, es el ambiente escogido por Alan Parks como escenario de su muy recomendable novela Bobby March vivirá para siempre (Tusquets), una excelente muestra de lo que James Elrroy, un fiable connoisseur llamó tartan noir, un marbete que, haciendo referencia a los tradicionales tejidos escoceses, se viene usando para referirse a la "modalidad" de literatura negra a la que se adhieren numerosos escritores autóctonos. Los críticos, que a veces se empeñan en justificar a posteriori las características de lo que han nombrado, sostienen que muchas de esas novelas reflejan el interés de sus autores por las personalidades divididas, por las paradojas de la realidad y la apariencia, por los personajes bipolares, como si quisieran rendir homenaje a la obra maestra de la literatura nacional del gótico tardío: El extraño caso delDr. Jekylly Mr. Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson. Entre los novelistas que practican el llamado tartan noir podemos considerar, entre otros traducidos al castellano, a Ian Rankin (especialmente por su serie del inspector Rebus, publicada por RBA), que sitúa muchas de sus novelas en Edimburgo; a William Mcllvanney, del que no me canso de recomendar su antigua novela Laidlaw (RBA); a Val McDermid, una prolífica escritora de la que RBA ha publicado algunas novelas (entre ellas la tremenda Bajo la mano sangrienta, protagonizada por el conflictivo dúo de sabuesos Tony Hill, un psicólogo con desajustes sexuales, y la inspectora Carol Jordán); o a los aquí menos conocidos Denise Mina, Stuart McBride o Lin Anderson. Bobby March vivirá para siempre, tercera novela de Alan Parks, está protagonizada por el escasamente ortodoxo agente McCoy, un tipo atormentado que le da de vez en cuando a la coca y es una esponja para el whisky. En esta ocasión, McCoy se las tiene que ver con un guitarrista de rock muerto de sobredosis, con una chica de 13 años desaparecida y un encarguito con tintes políticos de su anterior jefe, que quiere que encuentre sin que se note a una sobrina que parece preferir el submundo de la ciudad a su confortable y convencional hogar. Todo ello en un Glasgow siniestro, deteriorado hasta la ruina y en plena ola de calor de julio de 1973, al tiempo que intenta sortear las trampas y humillaciones a las que le somete su actual jefe, un auténtico hijoputa. Estupendos personajes bien matizados y abundante color local de época. Buena traducción de Juan Trejo, que ha sorteado como ha podido el endiablado slang que se escupía en los barrios bajos de la ciudad hace medio siglo.
SILLÓN DE OREJAS
Por Manuel Rodríguez Rivero
1. Piratas
El pirata, el antihéroe privilegiado de la poesía romántica, se presenta como el hombre de mar por excelencia y, también, como aventurero rebelde, siempre enfrentado a los grandes poderes, y como espíritu complejo y atormentado. En "El hombre y el mar', uno de los más hermosos poemas de Les fleurs du mal, Baudelaire, sin referirse directamente al pirata, se dirige a ese tipo de personaje diciéndole: "El mar es tu espejo; y contemplas tu alma / en el vaivén infinito de su lámina / y tu espíritu no es un abismo menos amargo". Mucho tiempo antes, Byron fijó en El corsario (1814) el patrón que triunfó rápidamente en el Reino Unido (10.000 ejemplares vendidos el día de su publicación) y se extendió por toda Europa como un incendio de pasión y rebeldía lírica. Entre nosotros, Espronceda recogió el relevo en su Canción del pirata (1835), cuyo estribillo asumía el espíritu byrónico: "Que es mi barco mi tesoro,/ que es mi Dios la libertad./ Mi ley, la fuerza y el viento, / mi única patria, la mar". Los filibusteros (no me refiero aquí a quienes practican taimadas tácticas parlamentarias, como obligar a votar en bloque dos cosas tan distintas como la subida de las pensiones y la supresión de la mascarilla) se distinguen de los piratas y de los corsarios (los que disfrutan de patente de corso) en que no se alejaban del litoral y solían atacar los asentamientos costeros. De todo ello, y de sus principales protagonistas, informa el ya clásico diccionario de Philip Gosse Quién es quién en la piratería, cuya segunda edición ha publicado Renacimiento (traducción de Antonio Morales) con prólogo de Luis Alberto de Cuenca. Gosse, hijo del crítico y poeta Edmund, heredó de su abuelo Philip Henry la pasión divulgadora, que es la que anima esta amena nómina de piratas en la que están casi todos los que fueron, incluido el legendario bucanero español José Gaspar, alias Gasparilla, que se dedicó presuntamente a asolar las costas de Florida en el siglo XVIII, apoderándose de bienes y secuestrando mozas de buen ver. Historias de piratas hay muchas, pero si quieren algo más serio y actual sobre los piratas de ayer y hoy, échenle un vistazo a Piratas, de Peter Lehr (Crítica, 2021). Y si se aburren, olvídense de las historias canónicas de piratas, rescaten de su biblioteca esa edición manoseada de La isla del tesoro y sumérjanse en ella como el joven Jim Hawkins en el barril de manzanas.
La gramática fue lo de menos
El V centenario de la muerte de Nebrija celebra su saber y también la valentía que mostró ante la Inquisición, a la que se enfrentó con argumentos intelectuales
POR ÁLEX GRIJELMO
Dos palabras persiguen a Nebrija: el término "imperio" y su propio apellido. Afortunadamente para él, no fue consciente en vida de ninguno de esos dos conflictos que aún perduran. Se habría enfadado mucho.
En el prólogo de su gramática castellana, presentada ante Isabel la Católica en agosto de 1492, deslizó una frase que decía: "Siempre fue la lengua compañera del imperio". Todavía hoy se usa este pasaje para retratar el supuesto nacionalismo lingüístico del castellano como idioma genéticamente imperial y aniquilador de otras culturas. Sin embargo, Nebrija no se refería ahí a la lengua castellana, sino al latín. España no era entonces imperio alguno, ni Colón había dado aún en llegar al Nuevo Mundo, ni "imperio" significaba lo que hoy, sino "mando y señorío", según recoge el diccionario de Sebastián de Covarrubias en 1611. Él está pensando más bien en los imperios del conocimiento como el de Alejandro o el de Augusto, y por eso escribe a continuación que con el imperio viene la paz, "creadora de todas las buenas artes".
La otra rémora que lo persigue tiene que ver con el apellido que desde hace un par de siglos le asignamos: Nebrija (de lo que ahora se tratará).
Al abrigo del V centenario de la muerte del lexicógrafo el 2 de julio de 1522, han aparecido diversas obras en su homenaje que se añaden a otras publicadas con anterioridad y reavivadas ahora (véase la bibliografía adjunta). Todas ellas, aunque de distinta erudición y diferente enfoque, permiten repasar aquí, en un viaje transversal por sus páginas, los hitos de la vida del sabio sevillano.
Lebrija o Nebrija
El gramático —y poeta ocasional, y astrónomo, y sabio...— se llamaba Antonio Martínez de Cala. Nació en 1444 en una familia de clase media, y murió a los 78 años. En sus primeros cursos de estudiante en Salamanca él mismo se añadió por delante el nombre Elio, al sentirse heredero (por su propia y arbitraria voluntad) de los caballeros romanos llamados Elio que se casaron con andaluzas y de los emperadores procedentes de la provincia Bética (Elio Adriano, Elio Trujano), que habría visto reflejados de niño en las lápidas y los mármoles que se exhumaron en sus campos, según explican los trabajos biográficos de Pedro Martín Baños, Juan Gil y José Antonio Millán.
El amor por su localidad sevillana natal le inclinó a añadir "de Lebrija" a su nombre de pila (escrito entonces en castellano Lebrixa; pero en latín, Nebrissa y también Nabrissa). Así que él se autodenominó Elio Antonio de Lebrixa (Aelius Antonius Nebrissensis en la lengua de Roma, tenida entonces como signo de modernidad y cultura). Sin embargo, el topónimo castellano y el exónimo latino se cruzarían mucho tiempo después; algo así como si ahora dijéramos "Londron". Y en esa pugna acabó ganando el nombre "Nebrija", sobre todo desde mediados de la pasada centuria. De hecho, la calle donde nació, antes "calle de los Mesones", se nombra desde 1860 como "calle de Antonio de Nebrija"... ;en Lebrija!
Juan Bautista Muñoz hablaba de Antonio de "Lebrija" el 11 de julio de 1796, cuando leyó su elogio del gramático sevillano ante la Junta Pública de la Real Academia de la Historia. Entonces no se había emborronado aún el apellido. El latinista y académico Juan Gil reivindica hoy en día la recuperación del antropónimo de origen y evitar así el "infausto" nombre actual. Eva Díaz usa "Nebrija" en su novela histórica, aunque lo considere a la vez "una traición al espíritu del humanista", según explica en las notas finales de su obra. Pero el biógrafo Martín Baños razona que el apellido actual de Nebrija "está ya tan arraigado que resultaría poco práctico proponer su erradicación". El homenaje de Elio Antonio a su lugar de nacimiento, situado a 72 kilómetros de Sevilla, quedó reflejado en los nombres propios de los ríos o los montes que utiliza en sus ejemplos gramaticales. Y también, entre otros casos, en la morcilla que coló de joven en un libro de estudio donde figuraba una tabla de latitudes y longitudes de grandes ciudades conocidas entonces, a las que agregó de su puño y letra: "Lebrixa. 36º 20". Ese ejemplar se conserva en la biblioteca de la catedral de Toledo, según refleja Pedro Martín Baños.
Bolonia
Antonio se traslada de adolescente a Salamanca, para estudiar allí gracias a la posición acomodada, aunque sin lujos, de su familia. Cabe deducir que fue brillante en el aula, porque a la edad de 19 años le ofrecen una vacante para una beca como estudiante de Teología en el notabilísimo Colegio de España de Bolonia (Italia).
Y a Italia se fue. Pero allí no atenderá solamente al estudio religioso, sino que aprovechará para empaparse de todo lo que ofrecía el país considerado entonces la cuna de la cultura: el latín, las artes, él derecho, la historia, la retórica. También hará acopio de libros que le servirán luego para su cátedra en Salamanca.
¿Cuánto tiempo estuvo en Bolonia? Él escribirá que 10 años, pero sus biógrafos sospechan, tras cotejar ciertos datos y documentos, que no pasó de cinco y que luego hinchó su currículo. Ya entonces sucedía eso.
La novela de Eva Díaz refiere en este periodo un intenso amor de juventud. Quién sabe... Pero nada le apartará de su idea de regresar un día a España "para combatir la barbarie de todas las ciencias con el arma de la gramática", como describe el académico Francisco Rico en su riquísimo trabajo sobre el gramático sevillano. En efecto, esa será su obsesión: que el conocimiento cabal del latín sirva para adentrarse mejor en el conocimiento del derecho, de la medicina, de la astronomía... El conocimiento clásico plasmado en el idioma internacional de la época que permitía además entender los textos antiguos.
Salamanca
Nebrija regresa de Bolonia en 1470 y enseguida encuentra trabajo: tres años al servicio de Alonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla, como maestro de latín en su diócesis y preceptor de su sobrino, Juan Rodríguez de Fonseca. A la muerte del arzobispo, en 1473, será contratado como profesor por la Universidad de Salamanca, donde luego conseguirá por oposición una cátedra de Gramática. Y allí permanecerá 12 años en una primera etapa, en la que formó a un grupo de alumnos "encandilados por la personalidad de su entusiasta profesor", según refleja Martín Baños. La llegada de la imprenta a la ciudad en 1478 le aportaría su más grande negocio. Él no improvisaba las lecciones, sino que las leía ("lección" viene precisamente de "leer"). Eso le permitió darlas todas a la imprenta y obtener una remuneración extra mediante la venta de ejemplares, como detalla Millán. Así surgió en 1481 su gran éxito editorial: las Introductiones latínae, que circularían por todas las universidades españolas y entre las personas cultas de entonces; y que llegaron a imprimirse también nada menos que en Venecia en 1491, según documenta Francisco Rico. Una tirada inicial de 1.000 ejemplares se agotó de inmediato, y la obra no dejó de reeditarse (con correcciones y adiciones del autor) durante toda su vida: 50 ediciones hasta finales del XVI. Rico señala que "esas cincuenta hojas de materiales limpiamente presentados y escuetas normas . gramaticales eran el núcleo de una imagen nueva de toda la cultura".
Nebrija se convirtió en una especie de Richard Vaughan del latín. Y su éxito como gran autor comercial le permitió darse el lujo de influir para que las imprentas emplearan la letra latina y no la gótica. Y también aliarse ventajosamente con el impresor y distribuidor Arnao Guillén de Brocar, de origen francés y afincado en Logroño, a quien vendió su exclusiva como autor. Gracias a esos ingresos se compraría una nueva casa en la ciudad, de lo cual da cuenta José Antonio Millán.
A la vez que se dedicaba al latín, iba concibiendo la elaboración de una gramática castellana. Con motivo de una estancia de la Corte en Salamanca en Í486, en un viaje de regreso desde Galicia, Nebrija presentará a Isabel la Católica un adelanto de sus trabajos al respecto. Pero la reina se mostró escéptica: ¿a qué ton una gramática de una lengua vulgar que ya habla todo el mundo? En cambio, las Introductiones (que ella sin duda conocía, pues estudió latín) sí tenían sentido para enseñar una lengua no vulgar. Y aún más: Nebrija debería elaborar una versión en castellano de este manual, a fin de ayudar en el aprendizaje a quienes no conocían previamente la lengua romana; como las monjas, que así la estudiarían "sin participación de varones" en ese proceso, según cuenta Millán.
Nebrija se quedó con las dos coplas: por un lado, escribió las Introductiones en castellano; y por otro, replicó a la reina en el prólogo de la Gramática (1492): hay que enseñar el castellano a los bárbaros (ojo: piensa en los musulmanes; de América aún no se tienen noticias), y para eso servirá esta obra.
La fama de Nebrija se expandirá por España y otros países, pero el profesor empezaba a sentirse agotado con la acumulación de clases que él mismo se procura para disponer de ingresos extra que mantuviesen a su larga familia (Martín Baños le documenta, nueve hijos, con sus respectivos nombres). Hasta que su exalumno Juan de Zúñiga, más tarde arzobispo de Sevilla, le pone en 1487 bajo mecenazgo en su corte de eruditos con la idea de que se dedique solamente a escribir, una etapa que durará siete productivos años con residencia en Extremadura. Allí rematará la tan conmemorada gramática castellana.
A la muerte de Zúñiga, en 1504, Nebrija se refugia de nuevo en sus ciases de Salamanca, y gana la cátedra de Gramática Prima en 1505. Pero en 1513 sale allí otra vacante más apetecida por el maestro sevillano, quizás a causa de su mayor dotación económica y mejor jubilación: la cátedra de Humanidades. Y con ello le llega el gran disgusto: pierde el concurso ante un tal García del Castillo, joven profesor al que nadie recuerda salvo por eso, que supo ganarse el apoyo de los estudiantes, quienes tenían voto en la designación. Se trató de un "indigno y escandaloso desaire", según contará Muñoz en 1796: "Fue en su competencia elegido un rapaz que supo negociar un mayor número de votos". Y en opinión de Eva Díaz, "una afrenta". Nebrija, agraviado, decide irse a la cátedra San Miguel, de Sevilla. Finalmente, su amigo y admirador el influyente cardenal Cisneros le sacará del oprobio al llevárselo en 1514 a la Universidad de Alcalá, la más moderna del momento.
Gramática
Sí. Se le recuerda por eso: "Nebrija fue el autor de la primera gramática castellana''. Pero nunca la vio reimpresa en vida. Francisco Rico escribe que tanto Isabel la Católica como Nebrija sabían que se trataba de un capricho, un lujo. Millán entiende a su vez que el autor la concebía además como un paso intermedio para acceder a la gramática del latín. La misión vital para la reina y para él seguía siendo la lengua de la antigua Roma.
No obstante, su texto y su estructura influirían claramente en las futuras gramáticas de otras lenguas vulgares europeas: el italiano'(1516), el francés (1530), el alemán (1534), el portugués (1536) y el inglés (1586).
En esa obra (que viajaría a América para ayudar en la enseñanza del castellano) Nebrija se muestra innovador. Habla de tiempos verbales como "el venidero" (futuro: "hará"), "el más que acabado" (pluscuamperfecto: "había hecho") o "el casi acabado" (imperfecto: "hacía"). Y se muestra siempre didáctico: "Adjectivo se llama porque siempre se arrima al sustantivo, como si le quisiéssémos llamar arrimado". Y los verbos son transitivos "si passan en otra cosa". Es una gramática que piensa en el lector, no en los demás gramáticos. Otros grandes hitos de Nebrija los constituyen el diccionario latino-español de 1492 (28.000 entradas) y el español-latino de 1494 (22.500, que ya incluye el primer americanismo del castellano: "canoa"). Años después se imprimirán ambos conjuntamente. Pero no eran el uno espejo del otro, "cada uno está pensado desde su lengua", precisa José Antonio Millán.
La Inquisición
Nebrija hubo de vivir el episodio más peligroso de su carrera el 26 enero de 1507 al enfrentarse enjuicio a la Santa Inquisición, acusado de falsear la Biblia y de "saber más de lo que conviene", en expresión que reconstruye Agustín Comotto.
Cisneros le había propuesto implicarse en la edición de la Biblia políglota (un mismo texto que hiciera coherentes y mostrase en paralelo las versiones del texto sagrado en latín, hebreo, griego y arameo), lo que el lebrijano acepta entusiasmado en 1499.
La Biblia que se manejaba entonces (llamada Vulgata, o "divulgada", vuelta por san Jerónimo en el siglo IV desde el hebreo y el griego a un latín más manejable) había pasado por muchos copistas a lo largo de 10 siglos, y acumulaba errores lingüísticos, deducibles si se lograba compararlos con los textos originales. Nebrija lo descubre, y defiende una traducción latina más fiel, pero con ello ofende a quienes creen que eso supone enmendarle la plana al mismísimo Espíritu Santo, supuesto inspirador del texto de san Jerónimo, persona divina a la que no se consideraba sujeta a las normas gramaticales, como recoge Juan Gil.
Un viejo rival universitario de Nebrija, el inquisidor Diego de Deza, logró enjuiciarlo. Nebrija prepara una erudita defensa aun a sabiendas de que podía ser inútil en aquella situación; pero el ascenso de su amigo Cisneros al poder inquisitorial meses después le salvará de la condena. Y hasta ahí llegó el cardenal, porque acabaría cediendo a las presiones de la mayoría de la Iglesia contrarias a "censurar al Espíritu Santo", al que dejarían así ante los tiempos venideros como un mal escribano. Nebrija, desencantado, se retira del equipo. Eso no destruye la complicidad entre el cardenal y el gramático. Cisneros ya siempre cuidará de que a su amigo no le falte de nada, como demostró al procurarle la cátedra de Alcalá en 1514.
Incontinencia personal
Nebrija nos ha dejado en sus prólogos y cartas una imagen de persona exigente, valiente, arrogante a menudo... y de notable retranca. Un hombre, además, de una gran incontinencia verbal y sexual. A los 34 años se casa con una mujer de buena cuna, Isabel de Solís (o Isabel Montesina, los biógrafos dudan al respecto). Renuncia así a su esperable carrera eclesiástica, y lo hace "arrastrado por la incontinencia" y por 'las urgencias de la carne", según confesará por escrito a su amigo Juan Rodríguez de Fonseca, como recoge Millán.
En su parte de incontinencia verbal, llegó a reconocer también (¡en uno de sus prólogos!) el error de haberse casado, porque consideraba que eso le hacía desatender sus proyectos más sublimes.
Locuaz y protestón, regañón y exigente, echó pestes, por ejemplo, sobre el latín que había usado el sacerdote encargado de bautizar a Marcelo, su primer hijo, según cuentan Martín Baños y Millán. Escribió Nebrija acerca de aquel cura: "No es que no supiera latín o griego, es que no sabía ni español". En la narración de ese episodio se aprecia con nitidez la sorna de aquel lebrijense capaz de enfrentarse a todo: "Muchas veces he dudado si no debería volverlo a bautizar".
Gabriel García Márquez (CIEN AÑOS DE SOLEDAD)
(James Thomson)
- ¡Claro! Pero hay poco que decir. Tengo treinta y tres años, fuí al colegio y, si es necesario, aún puedo hablar inglés. En cuanto a mi profesión, poca cosa. Trabajé para mister Wilde, el fiscal del distrito, como investigador. Su investigador principal, un hombre llamado Bernie Ohls, me telefoneó para decirme que usted quería verme. Soy soltero, porque no me gustan las mujeres de los policías"
Raymond Chandler (EL SUEÑO ETERNO)
Ella quería que yo eligiese un poema para que fuese leído en la ceremonia civil de su boda, en lugar de algo adocenado y empalagosa decidido por un funcionario. Un poema de amor, claro: no de amor masculino o femenino, sino sencillamente de amor. ¿Romántico? Pues si no es romántico, ¿qué va a ser un poema de amor? ¿Jurídico? ¿Equilátero? ¿Quirúrgico? ¿Profético? Eso resultaría catastrófico. Tampoco puede ser teológico porque el amor desafía al tiempo y a la necesidad, o sea, a Dios. Aunque quizá haya un dios detrás de Dios, por el que preguntó Jorge Luis Borges, que inspire la blasfemia, niegue la necesidad y repudie el tiempo... un dios romántico, patrón de lo imposible y del amor. Pero el caso era encontrar ese poema para que sea leído en sede municipal. Y, la verdad ¿qué sé yo de poemas de amor? Quevedo y Shakespeare son demasiado conceptuales; mi querido Bécquer es triste; Verlaine o Rilke, demasiado extranjeros; los contemporáneos, demasiado... contemporáneos. Será mejor volver al soneto de Lope de Vega, que lo dijo todo con palabras de todos: "Desmayarse, atreverse, estar furioso...".
Le dije que era un poema difícil de leer bien, que la sucesión de términos contradictorios pero complementarios crea un ritmo acelerado que a la voz le cuesta conseguir sin caer en lo incomprensible o lo burlón. "Lamentablemente -suspiré- ya no se enseña a declamar en los colegios como antaño, todo es sonsonete o rap...". Su hijo, de 14 años, miró la pantalla del móvil por encima de su hombro y empezó a recitar: "No hallar fuera del bien centro y reposo, mostrarse alegre, triste, humilde, altivo...". Era sin duda el tono del joven seductor, un punto irónico pero irresistible. ¡Qué envidia me dio escucharle! "Quien lo probó lo sabe", pensé. Y aplaudí al rapsoda.
El Pais, sábado 30 de abril de 2022
Malcolm Lowry (BAJO EL VOLCAN)
Milton
Todas las claves/nombres y obras fundamentales de un género en expansión que ha sorteado los peligros de la moda en España y América Latina. Pero ¿ha traicionado su esencia para triunfar? ¿Hacia dónde va?
- No sé - respondió Mascamangas, desabrochandose la bata-. Siempre he creido que tenía usted tendencias exhibicionistas.
- Se pondría usted enfermo, si no pudiese decirme putadas, ¿verdad?- soltó coléricamente el interno, antes de dedicarse a examinar su muñón-. Y ¿ésto le parece a usted un trabajo decente?
-¡Menos chulerías! -dijo Mascamangas- Habérselo hecho usted mismo...
Boris Vian (EL OTOÑO EN PEKIN)
BABELIA Nº 1.569 EL PAÍS, VIERNES 31 DE DICIEMBRE DE 2021
Firmados por James Joyce, T. S. Eliot Ludwig Wittgenstein o Virginia Woolf, algunos de los libros que cambiaron el rumbo de la novela, la poesía y la filosofía modernas se publicaron hace exactamente un siglo
POR JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS
Quién pregunta, por ejemplo, si la Crítica de la razón pura fue escrita en el año mil setecientos tantos o en el año mil setecientos cuántos?". Así respondía Ludwig Wittgenstein a Bertrand Russell cuando, en 1920, se enteró de que otra vez habían rechazado publicar su Tractatus logico-philosophicus. Tenía 32 años y estaba convencido del valor de su obra: "Creo que he solucionado definitivamente nuestros problemas". Se refería nada menos que a los problemas que la filosofía arrastraba desde hacía siglos. Por eso no le importaba si el libro aparecía "veinte o cien años" después. Lo que no estaba dispuesto era a pagarse él la edición: "Escribirlo ha sido asunto mío; asunto del mundo es ahora aceptarlo por la vía usual". El dinero, por supuesto, no era un problema: Wittgenstein pertenecía a una de las familias más ricas de Europa. El problema era, lo dijo él mismo, su propia "arrogancia" y la convicción de que la comunidad filosófica no estaría a la altura de esas escasas 100 páginas. Entre los que no comprenderían nada estaban los catedráticos de universidad en general y, dolorosamente para él, uno en particular: su admirado Gottlob Frege, gran pope de la lógica matemática. "No entiende ni una palabra de mi trabajo y ya estoy agotado de darle explicaciones", escribió en otra carta.
Listo para su publicación desde 1918, el Tractatus vería la luz en el otoño de 1921 como parte de la revista Anales de Filosofía de la Naturaleza. Llevaba el título en alemán y un prólogo del propio Russell en el que lo calificaba de "acontecimiento" que "ningún filósofo serio" podría "permitirse descuidar" desde entonces. El pensador británico era uno de los intelectuales más famosos de Europa y había aprovechado su fama para conseguir que el texto de su amigo viera la luz. Para entonces su autor había decidido abandonar toda carrera académica para trabajar como jardinero en un convento cercano a Viena. Aunque su mentor en Cambridge había hecho caso a sus desabridas instrucciones —"renuncio a hacer más gestiones para su publicación (...) puedes hacer con él lo que quieras"—, Wittgenstein no dudo en tachar la edición de "pirata" y al editor de "archicharlatán". No obstante, asumió la versión bilingüe publicada en Londres en 1922 y ya con el título en latín de ecos spinozianos propuesto por otro eminente colega: George E. Moore. Lo hizo, no sin poner pegas a la traducción, desde su nuevo puesto de maestro infantil en la aldea de Trattenbach, no lejos de la frontera húngara. Allí empezó a redactar un Vocabulario para escuelas primarias que sería su único libro publicado en vida junto al Tractatus, que ese mismo curso fue objeto de un seminario en la Universidad de Viena y en cinco años estaba traducido al chino.
Los avatares editoriales de la ópera prima de Wittgenstein demuestran el azar de los números redondos. Puede que en el futuro nadie se pregunte si se publicó en esta o aquella década del siglo XX, pero lo cierto es que su aparición en forma de libro convirtió 1922 en el annus mirabilis de la cultura occidental. Ese año vieron también la luz sendas obras que revolucionaron la novela y la poesía: Ulises, de James Joyce, y La tierra baldía, de T. S. Eliot. ¿Qué tienen en común? Que todas cristalizan tras la Primera Guerra Mundial, nacen de crisis personales, expresan la desintegración del plácido "mundo de ayer" y escenifican que la guerra seguía, por otros medios, en un particular campo de batalla: el lenguaje.
"Las gentes volvían mudas del campo de batalla", escribió Walter Benjamín. "No enriquecidas, sino más pobres en cuanto a experiencia comunicable". Todos los augurios económicos, físicos, morales y pacíficos habían saltado por los aires a manos de la inflación, el hambre, la tiranía y la guerra de trincheras. "Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas, de explosiones y corrientes destructoras estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano". Lo sucedido entre 1914 y 1918 había trasladado a toda la actividad intelectual la impotencia expresada una década antes por Hugo von Hofmannsthal en su famosa Carta de Lord Chandos: "Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa".
Ludwig Wittgenstein, que redactó el esquema de su Tractatus como voluntario en el frente polaco, sostenía que solo entendería su libro quien hubiera pensado alguna vez por su cuenta los mismos o parecidos pensamientos que en él se expresan. A saber, que lo que puede ser dicho puede decirse con claridad y de lo que no se puede hablar hay que callar. Si Kant había tratado de mostrar los límites de la capacidad humana de conocer, él había intentado enunciar con claridad qué cosas pueden decirse con sentido. Convencido de la relación entre la estructura de la realidad y la estructura del lenguaje, consideraba que el análisis riguroso de este reduciría la filosofía a crítica lingüística. El resto —ética, estética, psicología, religión— caería del lado de la especulación, la intuición, el pseudosaber. Lo inexpresable, por supuesto, existe, pero no se expresa, se muestra. "Es lo místico", escribe.
Wittgenstein estaba tan seguro de la trascendencia de su obra como James Joyce de la suya. De la trascendencia y de la exigencia. Es famosa la boutade del irlandés de que la había escrito para tener entretenidos a los especialistas durante 300 años. Para ello tomó la más clásica de las historias clásicas —la Odisea— y la sometió a un ejercicio de sublimación, parodia, desmontaje y condensación. Los 10 años de vuelta a casa del héroe homérico vagando de isla en isla quedaron en Ulises reducidos a un solo día (el 16 de junio de 1904) y a una sola ciudad (Dublín).
Mediante diálogos, monólogos, narraciones al estilo tradicional, chistes, citas yuxtapuestas, eslóganes publicitarios, meditaciones profundas y descripciones rijosas, la novela narra las peripecias y pensamientos de Stephen Dedalus, Leopold Bloom y su esposa, Marion (Molly) Bloom. Por si quedaba alguna duda de que los tres protagonistas eran su particular versión de Telémaco, Ulises y Penélope, Joyce envió a dos amigos sendos esquemas con las equivalencias entre su obra y la de Homero: los títulos implícitos de los episodios, las horas en las que tienen lugar, las técnicas literarias empleadas en cada uno, así como su relación con partes del cuerpo humano, artes, ciencias y símbolos. Así, la isla de Calipso sería la casa de los Bloom; la isla de Circe, un burdel; el estrecho de Escila y Caribdis, la Biblioteca Nacional, o el país de los Cíclopes, una taberna.
Sylvia Beach, editora de Vlises, y el escritor James Joyce, en París en los años veinte.
BETTMANN/HULTON ARCHIVE/GETTY IMAGES/MONDADORI
No es casualidad que otro gran iconoclasta, el padre del arte contemporáneo, Marcel Duchamp, trabajara entre 1915 y 1923 en una obra interpretada en ocasiones como una particular versión de la resistencia de Penélope: La novia desnudada por los pretendientes (El gran vidrio). Si las artes plásticas empezaban a prescindir del lienzo y el mármol para incorporar materiales tan efímeros y frágiles como el ser humano, la literatura acusaba la crisis del realismo tradicional. El mundo había saltado en pedazos y nadie podría cantar ya —ni ingenuamente ni con una sola voz— las bondades de su armonía. El primer sospechoso en toda novela de misterio empezaba a ser la lengua en la que estaba escrita. Cuando Virginia Woolf publicó la clásica Noche y día (1919) después de buscar con la audaz Fin de viaje (1915) "un tumulto vital tan variado y desordenado como fuera posible", Katherine Mansfield lanzó un juicio cortante: "Pensábamos que este mundo había desaparecido para siempre, que era imposible encontrarlo en el gran océano de la literatura, un barco inconsciente de lo que había pasado. Sin embargo, aquí tenemos Noche y día, fresca, nueva, exquisita, una novela dentro de la tradición inglesa. En medio de nuestra admiración, hace que nos sintamos antiguos y nos deja fríos: ¡nunca hubiéramos pensado que volveríamos a mirarlo!". Woolf publicó El cuarto de Jacob en el icónico 1922 y ya no dejaría de enlazar cumbres de la literatura moderna como La señora Dallowdy, Al faro, Orlando o Las olas hasta borrar los límites entre acción, lirismo y pensamiento sin pasar estrictamente por los géneros que los acogían tradicionalmente: la novela, la poesía y el ensayo.
Ya han pasado 100 de los 300 años de entretenimiento hermenéutico anunciados por Joyce, que terminó arrepintiéndose de haber hecho los esquemas homéricos que acompañan desde hace décadas muchas ediciones de Ulises. Uno de los primeros y más célebres lectores de la novela cuando aún era una obra en marcha fue el poeta T. S. Eliot, que reconoció su propio error de llenar de notas explicativas otro libro revolucionario de 1922: La tierra baldía. Al tiempo que pedían que sus textos se leyeran de forma autónoma, al margen incluso de la realidad que aparentemente reflejan, tanto el novelista como el poeta apelaban sin quererlo más a los estudiosos que a los lectores. "Varios críticos", dijo años después el propio Eliot, "me han hecho el honor de interpretar el poema en términos de crítica al mundo contemporáneo (...). Para mí supuso solo el alivio de una personal y totalmente insignificante queja contra la vida; no es más que un trozo de rítmico lamento".
Crisis nerviosas, mitos celtas, la búsqueda del Grial, Dante y Shakespeare gravitan en un ambiente enloquecidamente urbano en sus versos. Paradójicamente, el mismo Ezra Pound, que llegó a fechar el fin de la era cristiana el día en que Joyce puso punto final al Ulises, podó La tierra baldía de los elementos joycianos más evidentes sin eliminar el armazón mítico que le adeuda. También suprimió los arrebatos más confesionales y subrayó, con sus supresiones, la multitud de registros que entran en escena para tratar de alcanzar un imposible equivalente al cubismo pictórico. No en vano, el primer título que manejó Eliot era He Do the Police in Different Voices (Hace de policía con distintas voces). Por supuesto, en una obra llena de citas, el título también lo era: de la novela Nuestro común amigo, de Dickens..
T. S. Eliot ganó el Premio Nobel de Literatura en 1948. Su fama e influencia como poeta, crítico y editor fue tal que llegó a pronunciar una conferencia en Minnesota ante 14.000 personas. Durante décadas la poesía occidental se escribió con él o contra él. A veces, al mismo tiempo, porque con los Cuatro cuartetos (1943) rebajó radicalmente sus impulsos vanguardistas en busca de la síntesis entre lírica y pensamiento. También Wittgenstein tuvo tiempo de reformular sus ideas en la teoría de los juegos de lenguaje. Ni la filosofía analítica ni la obra de escritores como Thomas Bernhard, Peter Handke o Ingeborg Bachmann sería igual sin su influencia. En 1993 Derek Jarman filmó la película Wittgenstein con Karl Johnson (futuro Catón en la serie Roma) en el papel del filósofo, Michael Gough en el de Bertrand Russell y Tilda Swinton en el de Ottoline Morrell, amiga de este. El guión, en el que participó Terry Eagleton, alterna rigor y humor para resumir con una parábola los dos sistemas del pensador vienes: en su afán por reducir el mundo a la lógica pura, un hombre crea un mundo sin imperfecciones ni indeterminaciones, una extensión de hielo blanco y brillante. Cuando se decide a explorar el mundo, que ha creado, da un paso y cae de espaldas. No había contado con la fricción. El hielo era liso, llano y sin manchas, pero no se podía caminar sobre él.
James Joyce no dio marcha atrás y dobló la apuesta de Ulises con Finnegans Wake (1939). En un volumen de Lecciones de literatura universal coordinado por Jordi Llovet, el traductor de Joyce al catalán, Joaquim Mallafré, resumía así la aportación del escritor irlandés: "A las puertas de la cultura audiovisual, nos encontramos con el que tal vez sea el último gran momento de la galaxia Gutenberg. Pero también porque la cultura visual es oral antes que escrita, descubrimos en Joyce el primer gran juego de voces y palabras, humanamente eterno e innovador". El arte hegemónico de hoy debe más a Duchamp que la literatura hegemónica a Joyce porque su herencia se ha ido transmitiendo y asumiendo fragmentariamente. Solo ha pasado un siglo. La novela tiene dos por delante para ponerse a su altura.
Robert Louis Stevenson (LA ISLA DEL TESORO)
Tres nuevos libros hablan de maneras distintas del disfrute, los excesos y la adicción a la bebida. Y también de su influencia, para bien o para mal, en la escritura
El poeta galés Dylan Thomas bebiendo una cerveza en Nueva York, hacia 1950.
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JUAN CARLOS GALINDO
23 DIC 2020
“No sé si me sirvo del alcohol para escribir o me sirvo de escribir para beber. Es un mecanismo casi pavloviano. Puedo beber sin escribir pero no puedo escribir sin beber. A la mañana siguiente lo tiro”. Sirva la reflexión del escritor Juan Benet para ilustrar la difícil relación entre el alcohol y la literatura, entre la ebriedad y la creación, entre la adicción, en el peor de los casos, y la genialidad. Tres libros de muy distinta condición y estilo aparecidos en los últimos meses reflexionan sobre todo ello.
“Era como estar en un hospital de lujo en el que, puestos a pagar, tienes derecho a matarte a copas en la intimidad. Y lo haces porque eres humano y beber es de lo más agradable”, asegura Lawrence Osborne nada más empezar Beber o no beber, una odisea etílica (Gatopardo, con traducción de Magdalena Palmer), mientras pide un gin-tonic tras otro a 40 euros la copa en el bar del hotel Town House Gallerie de Milán. Es este un libro en el que Osborne, consumado escritor de viajes, no esconde nada. La idea: irse dos años de ruta alcohólica por países en los que beber está mal visto, proscrito o prohibido y ver de paso, es la primera paradoja de las muchas con las que se encuentra el autor, si puede dejarlo. Ya se imaginan la respuesta. Su viaje le lleva al valle de la Bekaa, a bucear en la cultura del vino de los libaneses cristianos, amenazada ahora por la pujanza de Hezbola y otros radicalismos; a la ciudad santa y abstemia de Surakarta, en su amada Tailandia, un lugar con “600.000 almas y ni un solo bar”; al Beirut nocturno y loco, todavía con las cicatrices de la guerra, en busca del dry martini perfecto; a Abu Dabi a matarse a cócteles en medio de la hipocresía que impide beber a los locales; a Omán a pasar el primer Año Nuevo seco desde que tenía 13 años; a Bjäre, tras los secretos del Absolut que se vende en toneladas, como el Johnnie Walker, allí donde se supone que nadie bebe; a Islamabad, a jugarse la vida por una copa; a Estambul, a recordar la muerte del culto a Dionisos a manos del monoteísmo en el siglo VI y cómo la historia se repite hoy; a Islay para entender las raíces del amor al whisky.
En todos esos lugares bebe, se desespera por un trago, lo cuenta con gracia, estilo, ausencia de rubor y de cualquier atisbo de corrección política. “Un musulmán alcohólico me ayuda a no perder la fe en la salvación de la raza humana”, asegura. Acompañado por su Libro Negro de los bares (donde anota las direcciones de los que más le gustan en el mundo, por si un colapso le hace perder la memoria) viaja también al corazón de su adicción. “Si te criaban en una zona residencial de las afueras en Inglaterra crecías empapado en alcohol”, reflexiona en un momento. En otro, cuenta su temprano alcoholismo en Brooklyn, pasados por poco los 20 años, viviendo en la indigencia. O cómo vio morir alcoholizado a su suegro, excelente músico, en Ocean City, una localidad abstemia de Nueva Jersey. Paradojas.
Contra el mito
Osborne no se lamenta, disfruta, se deja acompañar por el lector y lo ilustra con su enorme erudición sobre el tema, bebe demasiado pero eso no le aleja de la escritura. No ocurre lo mismo con Leslie Jamison y La huella de los días (Anagrama, traducción de Rita da Costa), un ambicioso relato de más de 500 páginas y cientos de anotaciones a medio camino entre las memorias de juventud y la tesis doctoral sobre el alcohol y la creatividad. Jamison estudió en Harvard, se doctoró en Yale y asistió a la selectiva escuela de escritores de Iowa y en todas triunfó mientras se consumía en su adicción por el alcohol. A los 26 estaba intentando dejarlo por segunda vez. Nos alejamos aquí de lo lúdico y el hedonismo pero a cambio entramos más a fondo en la cuestión. La primera mitad narra la caída progresiva en la red del alcoholismo, siempre acompañada de la fascinación por los autores malditos que estudiaba y de un ambiente social, literario y universitario en el que el alcohol y los excesos eran moneda de cambio.
Como otros relatos similares (por ejemplo, La última copa, de Daniel Schreiber, editada por Libros del Asteroide a principios de 2020), por La huella de los días aparece el santuario del artista alcoholizado y adicto: William Burroughs, Raymond Carver, John Cheever, John Barryman, Jean Rhys, Charles Jackson o David Foster Wallace. La diferencia con otros relatos radica en la fuerza de su análisis, en la capacidad para transmitir la sensación de vacío que deja la adicción una vez que se abandona, el miedo a la “sobriedad árida”, a que todo se convierta en “una línea plana”, como le ocurría a Stephen King. Hay un equilibrio poderoso entre una primera persona casi exhibicionista y una capacidad de investigación y conceptualización enorme. Con Carver como ejemplo desmitificador, la autora cierra la obra, tras ocho años de elaboración, con un mensaje luminoso pero no iluso. No existe una única vía, la dicotomía abstinencia o alcoholismo es falsa, puede buscarse, aunque no sea su caso, una relación moderada con el alcohol y la creación.
Marguerite Duras en el programa televisivo 'Le Cercle de Minuit', junto al presentador Michel Field, en octubre de 1993.
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Y ahí, en este tira y afloja literario entre las luces y las sombras del alcohol, entra La cerveza, los bares, la poesía, antología de Jesús García Sánchez con la que Visor celebra su número 1.100. Si en el 800 el motivo era el fútbol, para esta efeméride se han buscado un elemento con, al menos, el mismo alcance social. Oca y pato a la cerveza eran habituales en el antiguo Egipto, nos cuenta el antologista en un entretenido prólogo, una civilización en la que se han registrado hasta 17 tipos de cerveza y cuyo respeto por esta bebida ha llegado, nos cuenta Osborne, hasta nuestros días: ni los Hermanos Musulmanes se atreven con la bebida nacional. El prólogo es también, en consonancia con los escritos elegidos, un bonito paseo por la historia de los cafés y los bares, el amor británico por la cerveza, y de Unamuno por los lugares que consideró su universidad. Los bares gustaban a Julio Camba, claro, y a casi toda la Generación del 50, y a muchos “escritores de bares”, aunque no Émile Zola o a Emmanuel Lévinas.
El libro es una miscelánea en la que, además de una excelente selección de poemas que van de la Antigüedad a nuestros días, hay fragmentos breves (Iliada; La taberna errante de G.K. Chesterton y otros), cartas (maravillosa la de Antonio Machado a Juan Ramón Jiménez desde el bar Gambrinus “después de apurar muchos bocks de cerveza. In vino veritas”), artículos (El país de la cerveza, de Camba, que habla también de bocks) o canciones (19 días y 500 noches de Joaquín Sabina). Pero a pesar de su espíritu de celebración, en los poemas, no podía ser de otra forma, se ven las dos vertientes y por las rendijas que deja la alegría y la pasión cervecera se cuelan la sed (“Tomaré unas cervezas y sentaré la sed en mis rodillas/ No es amarga la sed. / No deshoja como el llanto o la belleza”, dice Víctor Manuel Cárdenas en Agonía de Rimbaud) o el triste día siguiente (“Raudo se aferra el día al lívido/ dintel de la ventana, / mientras dentro/ propaga sus agravios/ ese huraño testigo que culpa a la botella/ de haber sobrevivido a su consumación”, según José Caballero Bonald en Mirada del vidrio) o la petición desesperada de un padre que escupe Carver, de nuevo él, en A mi hija.
Terminemos, sin embargo, con algo no del todo triste y sí evocador.
Los desnudos, Antonio Lucas (Visor)
Lecturas
Beber o no beber, una odisea etílica . Lawrence Osborne. Traducción de Magdalena Palmer. Gatopardo, 2020. 232 páginas. 19,95 euros.
La huella de los días. Leslie Jamison. Traducción de Rita Da Costa. Anagrama, 2020. 632 páginas. 24,90 euros.
La última copa. Daniel Schreiber. Traducción de José Aníbal Campos. Libros del Asteroide, 2020. 192 páginas. 17,95 euros.