sábado, 29 de agosto de 2015

Bares vacíos: ‘El largo adiós’ y ‘El halcón maltés’



Por JUAN TALLÓN 


LUIS TINOCO


Me gustan los bares cuando los camareros acaban de abrirlos y aún no se han llenado de borrachos que gritan y no paran de ir al baño. Entré en uno al azar. Miré a través de la cristalera y deduje que el barman se aburría como una ostra. Necesitaba un trago y me refugié dentro, en una esquina de la barra. Olía a lejía en todo el local. Casi podía almorzarse con la peste. El camarero estaba solo, como en esos entierros a los que no acude nadie, salvo el muerto. Miraba el periódico sin atreverse a abrirlo, tal vez por miedo a que hablase de él. No me pasó desapercibido su rostro. Disimulaba mal su pasa-do. Había visto muchos como el suyo, y sabía cuándo estaba delante de una nariz que habían roto varias veces. Me preparó un gimlethorrible que no servía ni para limpiar lápidas. Lo bebí de un trago y pedí otro. Nunca he sido muy exigente con las bebidas y, en el fondo, soy un sentimental.

Encendí un cigarrillo. Lo fumé hasta la mitad y lo apagué. Fue una estupidez por mi parte; encendí otro. No era el mejor día para recortar en tabaco. Necesitaba poner en orden mis ideas. Me sentía muy contrariado. Hasta hacía unas horas tenía entre manos un trabajo fácil y bien pagado por el que no parecía que me fuesen a pegar un tiro. Pero las circunstancias habían cambiado. De pronto, estaba rodeado de mujeres bellísimas y de dos cadáveres.

El viejo general Guy Sternwood me iba a pagar decentemente por ayudarle a que un tal Gwynn Geiger, al que se suponía que una de las hijas del anciano debía mil dólares en deudas de juego, dejase de chantajearlo con molestas notas por debajo de la puerta. Pero antes de cruzarme con Geiger, y negociar alguna clase de acuerdo, alguien lo había asesinado casi delante de mis narices la tarde anterior, mientras lo vigilaba. Y eso no era lo peor. Al lado de su cadáver, en el salón de su casa, me había encontrado a una de las hijas de Sternwood, viva, completamente desnuda y drogada. Era un contratiempo, al que en unas horas se sumaría el asesinato del chófer del general.

Pedí un tercer gimlet. Ya no me pareció tan malo. Supuse que el siguiente sería probablemente el mejor gimlet de mi vida. “No está teniendo un buen día, señor”, señaló el camarero mientras posaba el vaso con una delicadeza inusual. Aparentaba saber de lo que hablaba. “Puede empeorar”, añadí.

Una pareja empujó la puerta del bar y se dirigió a una mesa del fondo. El barman se dio la vuelta, se ajustó la corbata ante el espejo y salió a atenderlos. Encendí otro cigarro y saqué la libreta que me había llevado de la casa de Geiger, aprovechando que a él ya no le importaba. Contenía una lista de cuatrocientos nombres y direcciones. Tal vez entre ellos estuviese el asesino.

Ya iba a pagar e irme cuando entró un tipo de cara huesuda por la puerta. Tardé una eternidad en reconocerlo. Antes se acercó a la barra y saludó al barman por su nombre. Este le preguntó qué quería beber. “Lo que haya”, propuso, y abandonó su sombrero en la barra. Luego sacó de la chaqueta una bolsita con tabaco de liar.

“Bacardi estará bien”, señalé desde la otra esquina. Se volvieron hacia mí. “Vaya, vaya, vaya. Así que Marlowe también ha caído hasta este agujero”. Esperó a tener su vaso lleno y vino a mi encuentro. Hacía al menos dos años que no coincidíamos. “Tienes cara de haber recibido una paliza”, observé. “Mejor todavía: acaban de matar a mi socio”, dijo. “¿Miles Archer seguía siendo tu socio?”. “Ya no”. “¿Alguna pista?”. “La policía cree que he sido yo”. “Te queda el consuelo de su viuda. Tal vez ahora puedas casarte con ella”. “Ella también cree que yo lo maté”. “Entonces aférrate a tu secretaria; siempre estará oscuramente enamorada de su jefe”, dije para animarlo. No añadió nada, pero hizo desaparecer el Bacardi de un trago y pidió otro y después uno más, casi sin poder evitarlo. Supuse que estaba envuelto en algo sucio de verdad. En nuestra profesión solo se bebe o porque apetece o porque es necesario. Yo pedí el cuarto gimlet antes de despedirme de Spade y salir a averiguar en qué clase de lío me había metido.

El Pais Sabado 8 agosto 2015


Al principio...

Al principio... pero claro que nunca vemos el principio. Llegamos a la mitad, cuando ya se han apagado las luces, e intentamos enterarnos de lo que ha pasado hasta entonces. Preguntamos a los vecinos: "¿Quien es él?¿quien es ella?¿ya se conocían de antes?"

Nos las arreglamos

En este caso, imaginemos que nuestro vecino sea alto, vestido con ropas viejas, como de monje, la cara oculta en la sombra de su capucha. Huele a tiempo y a polvo, sin ser desagradable,  y sostiene un libro en la mano. Cuando abre el libro (encuadernado en piel, sin duda, y cada palabra trazada meticulosamente a mano) oímos el clink del metal, y nos damos cuenta de que lleva el libro encadenado a la muñeca.

Da igual. Vemos gente aún más extraña en sueños; y las ficciones son solo sueños congelados, imágenes unidas con una estructura ilusoria. No hay que confias en ellas, no más que en la gente que las crea.

¿Soñamos?

Posiblemente.

Pero el hombre de los hábitos habla. Su voz es como el roce de viejos pergaminos de una biblioteca, entrada la noche, cuando la gente se ha ido a casa y los libros empiezan a leerse a si mismos. Nos esforzamos en escuchar: lo que ha pasado hasta entonces...

Neil Gaiman

domingo, 23 de agosto de 2015