miércoles, 3 de agosto de 2011

Botella al mar para el dios de la palabras por Gabriel García Márquez

A MIS doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidado! El ciclis­ta cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese po­der. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extin­guirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmen­sa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susu­rradas al oído en las penumbras del amor.
No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, dispara­dos hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse pa­ra un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por
su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocien­tos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la aten­ción que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del Ecua­dor tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condo­liente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero. dijo: "Parece un faro". Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es la color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mis­mos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, libe­rarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas —a las que tanto debe­mos— lo mucho que tienen para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neo­logismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen cora­zón con los gerundios bárbaros, los qués endémi­cos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrúju­las: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágri­ma ni confundirá revólver con revolver, ¿y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas al mar con la esperanza de que les lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él co­mo todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atrope­llado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años.