viernes, 12 de enero de 2018

Paradójica escritura Por Jose María Gueldenzu

Todo escritor ha sido antes un feliz lector, pero llega un día en el que algo le hace cambiar de actitud, un día en el que la pasión cambia de dirección. Ya no le basta con leer, ahora le asalta la idea de escribir, quiere participar de ese mundo asombroso de la ficción como creador. Cuando esto sucede, es habitual que la decisión proceda de la fascinación por un autor a por una literatura. En mi caso, la revelación se produjo cuando leí El hombre que fue Jueves, el momento único en que me dije: “Yo quiero hacer esto”, el comienzo de una vocación.

El hombre que fue Jueves es una fábula llena de ingenio y de propuestas audaces, que trata del mal y la libertad de elección y despereza la imaginación de cualquier lector. Cuenta la existencia de una tremenda conspiración anarquista de alcance mundial que amenaza a la civilización occidental. El grupo de conspiradores se caracteriza por ser tan ruidoso como misterioso: se reúne a la vista de la gente. En él se introduce con habilidad Gabriel Syme, verdadero héroe caballeresco, bajo el nombre de Jueves, dispuesto a salvar a la humanidad en peligro. Poco a poco va desenmascarando a cada conspirador (tantos como días de la semana) corriendo toda clase de aventuras a cual más sorprendente hasta llegar al número uno, a Domingo. Tras una loca persecución le da alcance y el poeta descubre el verdadero sentido de la conspiración y regresa al punto de partida, donde una joven pelirroja se entretiene cortando lilas mientras llega la hora del almuerzo.

A Chesterton se le aplica un método de escritura: la paradoja (que para él es el modo de reconocer la verdad). Junto al ingenio que supone ese ejercicio, lo que cautiva verdaderamente de él es su jovialidad, su alegría de procedencia mediaval, el modo en que disfruta escribiendo y discutiendo, el uso del contraste (más que el de la paradoja), su formidable vitalidad y sentido del humor y su bendita tendencia a la exageración. Todo ello, en un hombre que se convirtió al catolicismo porque era “la religión que menos creencias absurdas exigía” y porque “cuando uno deja de creer en Dios enseguida se pone a creer en cualquier cosa”. De hecho, se admiraba de que la Iglesia de Roma, “que tanto debía de saber sobre el bien, supiera tanto sobre el mal”: esta reflexión ilustra a la perfección su estilo expresivo. Chesterton combina a la perfección su conservadurismo, su inteligencia, su peculiar modernidad y la paradoja, que explica también la aparición frecuente, pero no aplastante, de lo sobrenatural, del milagro incluso; pero un milagro que viene siempre a mostrar el sentido natural de las cosas como, por ejemplo, que “lo más increíble de los milagros es que existan”.

En sus historias el humor legítima siempre lo inverosímil –como vio muy bien Alfonso Reyes- y el simbolismo permite al autor saltar fantásticamente del suceso humilde al comentario trascendental. Así sucede con la proclamación unilateral de independencia (y más cosas, claro) de un barrio de Londres en El Napoleón de Notting Hill, en el discurso apologético de La esfera y la cruz, en la invención de las profesiones más absurdas y coherentes en El club de los negocios raros o en el canto a la alegría de la vida en La taberna errante, donde encontraremos la impagable Hostería de El Ahorcado Alegre. Y, con su toque sobrenatural y su sentido común, la figura admirable del Padre Brown y sus intrigantes y profundos relatos de misterio, que contienen el milagro de su escritura.


El Pais, Babelia Nº 1.358, Sábado 2 de diciembre de 2017

martes, 9 de enero de 2018

La grandeza de lo mínimo Por Javier Cercas


El protagonista de '1984', la parábola de George Orwell, tiene un trabajo atroz que realiza en una polvorienta covachuela del Ministerio de la Verdad: colabora en la confección de un "Informe transitorio" destinado a completar una edición del Diccionario de neolengua, aunque ni siquiera él parece saber con exactitud sobre qué está informando. "Era algo que tenía que ver con la pregunta de si las comas se deberían colocar dentro o fuera de los paréntesis". El detalle subraya hasta el delirio la opinión que el arte de la puntuación le merece al común de los mortales: se trata de una minucia inútil y exasperantemente anodina que sólo sirve para torturar a protagonistas de pesadillas kafkianas. No hay duda de que la escuela española comparte ese veredicto: la prueba es que consagra horas y horas a enseñarles a los niños la comparativamente sencilla ortografía del castellano y apenas dedica tiempo a enseñarles a puntuar un texto, en parte (es de suponer) porque los mismos maestros no saben puntuarlo y nadie se ha molestado en mostrarles la importancia de esa operación. La importancia, sin embargo, es grande, por la sencilla razón de que a menudo la puntuación de una frase es su sentido: puntuarla de una manera u otra equivale a darle uno u otro sentido. Así de simple. Así de trascendental. Cuentan que al emperador Carlos V le dieron a firmar una sentencia de muerte que rezaba: "Perdón imposible, que cumpla su condena". El emperador leyó la sentencia y, víctima de un súbito acceso de magnanimidad, antes de firmarla la corrigió: "Perdón, imposible que cumpla su condena". El movimiento de una coma salvó la vida de un hombre. Tomo la anécdota de un libro que a su vez toma de ella su título, Perdón imposible, en el que José Antonio Millán realiza una reflexión útil, sensata y divertida sobre el arte de la puntuación. Otro ejemplo aducido por Millán. En 1984, el periodista Néstor Lujan escribía en un artículo para La Vanguardia a propósito de las devastaciones de la Revolución Francesa: "En una zona de la Vendée tan sólo, el 40% de la población fue asesinada y el 52% de la riqueza se destruyó". No obstante, la frase finalmente publicada decía lo siguiente: "En una zona de la Vendée, tan sólo el 40% de la población fue asesinada y el 52% de la riqueza se destruyó". El desplazamiento accidental de una coma provocó que Lujan pasara de ser un hombre compasivo que lamenta la destrucción ocasionada por la violencia a ser un sádico que lamenta que la violencia no fuera todavía mayor de lo que fue.

Minucias, dirán ustedes. No digo que no: al fin y al cabo, cada uno tiene sus obsesiones de chiflado, y una de las mías es la puntuación, una obsesión nacida de la certeza de que la puntuación es el sentido y el sentido es la sintaxis y la sintaxis es la sindéresis y la sindéresis el termómetro de la decencia; es decir: de la certeza de que quien sabe poner bien un punto y coma no puede ser un completo bellaco. Claro que sobre las minucias hay mucho que decir. Lichtemberg, por ejemplo, decía que la tendencia humana a interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas. Y es verdad: padecemos el vicio incorregible de no pensar más que en los grandes asuntos, pero muchas de las mejores cosas que le han ocurrido a la humanidad se las debemos a chiflados que se han dedicado a fijarse en minucias tales como una manzana cayéndose de un árbol. El filólogo es el chiflado de la sintaxis; el científico, de las comas; el artista, de la sindéresis. Su labor es minuciosa, oscura, a veces polvorienta y exasperante, pero casi nunca anodina; a ella le debemos grandes cosas. Lo más importante que ha ocurrido en este año de celebración del cuarto centenario del Quijote es la publicación de la edición del Quijote de Francisco Rico. Acaso víctima de un acceso imperial de celos o de gremialismo, un relevante novelista ha tratado de ironizar, no sé si con mucho éxito, a cuenta del hecho de que se haya empezado a conocer la edición de Rico como el Quijote de Rico. Pero la realidad que hubiera debido conocer el novelista antes de ensayar su gracia dudosa es que es tan justo hablar del Quijote de Rico como del de Riquer, del de Rodríguez Marín o del de cualquier otro de los filólogos que editaron el Quijote; la razón es simple: a juzgar por los manuscritos que nos han llegado de Cervantes, éste -como la mayoría de sus contemporáneos- no usaba la coma, ni el punto y coma, ni los dos puntos, ni siquiera dividía sus textos en párrafos, de manera que es al filólogo que edita su texto a quien le compete la responsabilidad de colocar comas, puntos y comas y dos puntos, así como la de distribuir el texto en párrafos. Lo cual significa que es el editor quien tiene la misión de interpretar para nosotros el texto de Cervantes. Dicho con más claridad: cuando leemos el Quijote estamos en realidad leyendo la interpretación del editor del Quijote. Es decir: estamos leyendo también al editor del Quijote. Así de simple. Así de trascendental. Para esta ignorancia del novelista gracioso si que es imposible el perdón. Como mucho, y si la misericordia alcanza, podría conmutársele la pena por un castigo de muchos años de estudio en el Ministerio de la Verdad, dedicados a averiguar si el punto y coma se coloca antes o después del paréntesis. •


El Pais Semanal Nº 1.491. Domingo 24 de abril de 2005

jueves, 4 de enero de 2018

Las maravillas de Alicia

Respondona, curiosa, resuelta, divertida, la joven heroína de Lewis Carroll ha cumplido 150 años y mantiene intacto su encanto. De la A a la Z, una hoja de ruta para disfrutar de su particular mundo.
POR ANDREA AGUILAR


Ilustración de John Tenniel de la primera edición de Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, publicado originalmente en 1865.


A.
 Aburrimiento. Eso es lo que siente la protagonista al comienzo de su aventura. Su hermana lee un libro sin dibujos ni diálogos, ¿y cuál es el propósito de un libro sin dibujos ni diálogos?, se pregunta Alicia. Su lógica es perfectamente válida a la hora de enfrentarse a este libro: nada de introducciones ni de los sesudos ensayos que a menudo preceden las ediciones de esta historia. Como dice el Grifo (una criatura que es mitad león, mitad dragón): ¡las aventuras primero!

B.
Buenos. Ni buenos ni malos, ni lobos malvados, ni hadas madrinas, en el mundo en el que Alicia cae de golpe no hay nada de esto, hay personajes simpáticos y antipáticos, mucho excéntrico, algún triste y más de un tirano.

C.
Conejo Blanco. Va vestido con librea, lleva prisa y corre de un lado a otro. Alicia, la niña aburrida, decide seguirle y acaba colándose por la madriguera. El Conejo hace breves apariciones a lo largo del
libro: corre por el hall con el abanico mágico y los guantes, intenta expulsar a la agigantada Alicia de su casa y no falta a la cita del partido de croquet.

D.
Dina. Este es el nombre de la gata de Alicia, y ella, algo incauta, confiesa echarla de menos y lo menciona delante del ratón. Inquieta ante el silencio del roedor, piensa que es "un ratón francés", y al tratar de hablar este idioma se le escapa una frase sobre Dina y provoca su furia y desprecio. No deja de acordarse de la gata, pero aprende la lección y en adelante se muerde la lengua siempre que el nombre le viene a la cabeza.

E.
Enigmas. Adivinanzas, acertijos, trabalenguas, en el País de las Maravillas hay mucho de todo esto y la lógica que Alicia intenta usar en sus conversaciones no parece funcionar, pero resulta graciosa. ¿Decir lo que uno piensa es lo mismo que pensar lo que uno dice?

F.
Flamenco. Su cuello largo y su pico convierten a esta ave en un perfecto mazo de croquet, al menos así es como juegan la reina de corazones y su corte el partido al que Alicia es invitada. Esto hace especialmente complicado pasar las bolas (en este caso, puercoespines) por los aros. El flamenco a menudo gira el cuello en lugar de golpear y, si Alicia se despista, sale corriendo.

G.
Ganadores. Después de un chapuzón en el agua salada de las lágrimas, todos convienen, incluida Alicia, que hay que secarse. Se organiza una carrera en círculo sin duración definida y, cuando esta termina, están de acuerdo en que todos son ganadores. ¿Los premios? Unas chucherías que ella lleva en el bolsillo y un dedal que Alicia recibe con mucha pompa.




 Sobre estas líneas, ilustración de John Tenniel titulada Alicia se hace grande, incluida en la edición del libro de 1891. En la pagina siguiente, Alicia de puntillas mira a la oruga en un dibujo original de John Tenniel de 1865.

H. 
Historias. Como toda buena trama, la de Alicia está llena de historias dentro de historias. Está el cuento de la Falsa Tortuga (muy llorona) que la reina se empeña en que escuche (pero que Alicia no llega nunca a entender), o ese otro relato que el Lirón narra sobre las tres niñas que viven en un pozo y sacan del fondo todas las palabras que empiezan por eme. Alicia evidentemente se queja porque no comprende cómo se vive en el fondo de un pozo.

I. 
Infancia. Es el territorio que explora e interpreta Alicia. Pero, ¿es este un libro de adultos disfrazado de clásico infantil? La discusión ha perseguido a Alicia casi desde su nacimiento; antes de publicar un borrador ampliado, Carroll se lo dio al escritor George McDonald: él y su hijo quedaron fascinados. Como apuntó Virginia Woolf, con Alicia todos nos volvemos niños. Ahora una exposición en el Victoria and Albert Museum of Childhood recorre su influencia en la moda infantil.

J. 
Jardín. El precioso jardín que se atisba desde el agujero de una cerradura es lo que tienta a la inquieta Alicia y adonde quiere llegar. Tendrá que cambiar de tamaño varias veces, acordarse de coger la llave antes de encoger para poder meterse por la puerta y demás engorrosos aprendizajes. Cuando finalmente llega, ahí están los jardineros que se equivocaron al sembrar las rosas blancas y tratan de pintarlas de rojo.

K. 
Kilómetros. Aproximadamente tres kilómetros río arriba es la distancia que recorrieron la verdadera Alice Liddell y sus hermanas en la barca mientras remaban Charles Lutwidge Dodgson (Lewis Carroll) y Robinson Duckworth. Fue allí, y durante el picnic posterior, cuando, a petición de las niñas, surgió la primera versión oral del cuento.

L. 
Lágrimas. Le caen sin parar a Alicia cuando se vuelve giganta, llora aunque no quiere y se repite a sí misma que no debe hacerlo. Y su orgullosa intuición no la engaña porque luego, convertida en una Alicia diminuta, tendrá que nadar en ese mar que ha creado con su llanto.

M. 
Merienda. Al tratarse de una niña inglesa, consiste en un té, bastante loco por cierto, que comparte con el Sombrero, el Lirón y la Liebre de Marzo.

N.
Nonsense. Es el arte de las bromas con el lenguaje, una figura literaria de la que Carroll era un maestro, y su Alicia, el mejor ejemplo.

O. 
Oruga. Fuma en pipa y está plácidamente tumbada sobre una seta (por eso fascinó en los setenta); encaja en la categoría de personaje impertinente. La oruga no está para contemplaciones, no entiende a qué vienen los nervios de Alicia. ¿Qué hay de malo en cambiar de tamaño?

P. 
Prohibición. El libro fue prohibido en China en 1931 porque los animales no deben hablar.

Q. 
Quejica. Como todos los niños, Alicia no se salva de esto y la acusan varias veces de serlo.




FOTOGRAFÍA DE GETTY

R. 
Reina de Corazones. Caprichosa, voluble, iracunda y autoritaria, esta reina es capaz de mandar la decapitación de una cabeza (la del Gato de Cheshire) sin cuerpo.

S. 
Subterráneo. En la versión manuscrita del libro de Carroll para la verdadera Alice Liddell, el mundo de Alicia no era maravilloso, sino "subterráneo". El metro de Londres en esos años ya estaba en construcción y Julio Verne situó su novela en el centro de la tierra apenas dos años después de que naciera Alicia.

T. 
Tortuga. La Falsa Tortuga existía realmente en tiempo de Carroll, era la "falsa sopa de tortuga" que se preparaba con huesos.

U. 
Universal. Alicia ha sido traducida a 174 idiomas, incluido el esperanto.

V. 
Victoriana. La reina Victoria fue una fan total del libro y le pidió a Carroll que le dedicara su siguiente obra. Tuvo que conformarse con un tratado de matemáticas.

W. 
Wonderland. Traducido como País de las Maravillas, wonder es también duda y pregunta, y land, tierra. ¿Territorio de preguntas?

X. 
éxito. La recepción de la crítica fue tibia, pero el éxito con los lectores abrumador. En 1903 se hizo la primera adaptación al cine.

Y. 
Yacía Alicia en el regazo de su hermana cuando despierta.

Z. 
Zampabollos. Aquí radica el problema de Alicia, no hay tarta a la que se resista y cada bocado implica un cambio de tamaño. No han faltado las interpretaciones gastronómicas-psicológicas del libro

• Al tratarse de una niña inglesa, la eñe y la elle están excluidas de su abecedario.

El Pais Semanal