domingo, 29 de octubre de 2017

La nobleza de Redonda



La isla antillana de Redonda es en realidad una leyenda literaria, una especie de club donde sus miembros nunca se reúnen y en el que reina desde 1997 el escritor Javier Marías, rodeado por su corte de notables. Por Ángeles García. Fotografía de Carlos Serrano.

LA CORTE. De izquierda a derecha, sentados, Fernando Savater, Duke of Caronte y maestro del Real Hipódromo; Agustín Díaz Yanes, Duke of Michelín y maestro de la Real Tauromaquia; Helena Rohner, Viscountess Von Gunten; Paul Ingendaay, embajador en Alemania; Luis Antonio de Villena, Duke de Malmundo y poeta laureado en Lengua Española. De pie, de izquierda a derecha, Daniella Pittarello, embajadora en Italia; Javier Marías, rey de Redonda, y Julia Altares, embajadora en España. Arriba, la isla de Redonda, un rocoso peñóte, vecino de las islas de Antigua y Monserrat, como aparece en el mapa del mar Caribe y que Jon Wynne-Tyson (Juan II) coronó en 1978.

Un día de mediados de noviembre de 1493, Cristóbal Colón pasó delante de un rocoso peñote en medio del Caribe y ni siquiera se detuvo. Le echó un vistazo, la bautizó con el nombre de Redonda y siguió adelante. Vecina de las islas Antigua y Monserrat, tiene un kilómetro y medio de largo por medio de ancho. Rodeada de duros picachos, nadie ha vivido nunca en ella. Sus únicos habitantes son unas aves, especie de pájaros bobos, cuyos excrementos suponen la única riqueza de la isla, los fosfatos.

Lo curioso es que este desastrado peñote haya desatado luchas dinásticas equiparables a las sufridas por ricos países. ¿Cuál es la causa? Desde luego, no la tierra abonada con cacas de pájaros. Su leyenda literaria es la auténtica riqueza de Redonda y el único atractivo por el que desde hace tiempo imperial unos y otros se cruzan las querellas. Desde 1997, el escritor español Javier Marías reina con el nombre de Xavier I.

Javier Marías introdujo a sus lectores en el reino de Redonda en un artículo publicado en las páginas de Opinión de EL PAÍS el 23 de mayo de 1985. Se titulaba El hombre que pudo ser rey, un claro homenaje a Kipling. En ese artículo, el escritor madrileño hablaba de las razones por las que había llegado a interesarse por un "oscurísimo escritor inglés cuyo seudónimo fue John Gawsworth (1912-1970) y cuyo nombre real era Ian Fytton Armstrong". Contaba entonces Marías que de la escasa obra de Gawsworth nada se encontraba editado en ese momento en Inglaterra, pero que en las librerías de viejo de Oxford y Londres fue encontrando algunos de sus textos. En esa búsqueda cayó en sus manos un ejemplar de Backwaters (1932) firmado por el autor y con una corrección manuscrita en la primera página. Marías contaba entonces que al tener ese ejemplar en sus manos vivió la sensación de vértigo temporal que producen los objetos que no silencian del todo su pasado. Se dedicó a investigar y a unir datos dispersos. Descubrió que parte de su obra había sido publicada en lugares tan dispersos como Argelia, Túnez, Italia y Calcuta. Supo que su obra poética reunida en seis volúmenes ofrecía la particularidad de que el cuarto volumen no se llegó a publicar nunca y que sus trabajos en prosa estaban desperdigados en diferentes antologías que sólo se pudieron contemplar en ediciones privadas o limitadas.


 Siguió averiguando Marías, y así lo contó en el artículo publicado en este periódico, que Gawsworth fue en los años treinta un gran impulsor de movimientos poéticos, que tuvo relación con todos los grandes autores del momento, que recibió distinciones literarias y que fue protegido, entre otros, del entonces famoso novelista M. P. Shiel. Cuando éste muere, en 1947, Gawsworth es nombrado su albacea literario y heredero del reino de la pequeña isla antillana de Redonda, de la que Shiel había sido coronado rey a la edad de 15 años, en 1880, por deseo de su propio padre, un predicador que también era naviero y que había comprado la isla. Gawsworth nunca tomó posesión de su reino por litigios entre el Gobierno británico y el de Estados Unidos. Vivió una vida muy alejada de lujos reales y pasó sus últimos años entre Italia y Londres como un paria. Dormía en los bancos de los parques y murió olvidado por todos en un hospital.

La zona de sombra por la que para Marías se seguía moviendo Gawsworth convertía a éste en un personaje literario de primer orden. Era una historia demasiado novelesca como para pasar de largo. La realidad volvía a estar empapada de ficción y Javier Marías se dedicó en cuerpo y alma a la búsqueda de nuevos datos y escritos que le permitieran conocer a fondo a estos personajes tan reales como fantásticos. Durante esa búsqueda se enteró de que una conocida casa de subastas londinense ponía en venta un lote de papeles y objetos que habían pertenecido a John Gawsworth. "Eran lotes con abundante material gráfico, cartas, escritos. Está toda la documentación sobre los orígenes del reino. Había incluso un pelo de Gawsworth", recuerda Marías. "Acababa de ganar un premio literario y decidí pujar y quedarme con todo el lote. Hay algunos que han aprovechado para decir que he conseguido de mala manera toda esa documentación y que lo que he hecho ha sido comprar un reino. Pero fue así. Creo que pagué unos mil dólares".

En Todas las almas, la leyenda de Redonda resucitaba con todo su esplendor. En esta novela, Marías dio muestras de su conocimiento de ese misterioso y literario reino. Años después, la leyenda volvería enriquecida en Negra espalda del tiempo.





NOBLEZA DE IDEAS. A John Gawsworth (1912-1970), sus amigos le rendían pleitesía como Juan I de Redonda. El arquitecto Frank Gehry, el director de cine Coppola y los escritores G. Cabrera Infante y Claudio Magris están entre los pares del reino.

El primer contacto directo y personal de Javier Marías con la nobleza de Redonda ocurrió en 1997. El entonces rey, Jon Wynne-Tyson, Juan II, el monarca que organizó la nobleza literaria y que finalmente murió en la pobreza más absoluta, envió una carta a Marías. "Me dijo que quería abdicar porque estaba cansado de que le dieran tanto la lata otros aspirantes al trono. Me contó que buscaba un escritor de verdad para perpetuar la leyenda. Me sugirió si yo podría considerar la posibilidad de sucederle". La respuesta fue típica de Marías: "Le contesté que no me atrevía a pensar que me estuviera ofreciendo lo que creo que no me ofrece, porque si yo creyera que me está ofreciendo lo que no me ofrece... En un par de cartas más me lo ofreció directamente".

Cuando el futuro rey se interesó por las obligaciones que conllevaba la corona, Tyson le explicó que, además de perpetuar la leyenda, se convertía en albacea testamentario de la obra de John Gawsworth y de Shiel.

"Tengo que controlar las reediciones de la obra de ambos y autorizar o desautorizar lo que se quiera hacer con sus textos. Por ejemplo, hay unos hermanos Cohen en Estados Unidos, que no son los conocidos, que quieren hacer una película basada en un cuento de Shiel. Lo han tenido que contratar conmigo. Hay un documento legal en el que se dice que el copyright de la obra de estos dos autores lo tengo yo como rey de Redonda.

¿Ha visitado su isla? "No. No creo que haga falta. Uno de los reyes sí se fotografió allí sobre unos picachos, pero no creo necesario ir allí. Sé que es un peñote inhóspito. He leído en algún sitio que en el XVII y XVIII era una isla donde recalaban los contrabandistas. Por su forma tan redonda es de difícil acceso. Por eso Colón se limitó a bautizarla y pasar de largo. Parece que hay algunas cabras, y tiene fama de ser una especie de Transilvania del Caribe. Al ser poco visitada, se puede uno inventar fácilmente que por su suelo pasean monstruos, criaturas extrañas. Todo muy novelesco".

Pero Marías insiste siempre en que le interesa mucho más la parte imaginaria de la isla que la parte real. Reconoce que es complicado hablar de su peculiar reinado sin parecer un chalado. "Es difícil hablar de ello con naturalidad. Me ocurre cada año, cuando hay que hacer público el fallo del Premio Reino de Redonda y explicárselo al ganador. Siempre me temo que me tomen por un chiflado. Cuando lo ganó Magris, que ya me conocía como autor, todo fue más sencillo. En otros casos es
un poco distinto, aunque todos han entrado muy bien en el juego. La última función que tengo como rey es mantener viva la leyenda de Redonda, y sé que me expongo a mucha broma".


LOS SÍMBOLOS. Redonda, como cualquier reino que se precie, tiene su himno (compuesto en 1949 por Leigh Henry); corona, diseñada por Helena Rohner; monedas (Alessandro Mendini), bandera (Xavier Mariscal), el pasaporte (Massimo Vignelli) y el trono (Ron Arad).

La parte más conocida del reinado es precisamente el sello de literatura fantástica Reino de Redonda, que convirtió al escritor Javier Marías también en editor. Se estrenó con La mujer de Huguenin, de Matthew P. Shiel, y siguió con títulos como Niebla y otros relatos, de Richmal Crompton; Ehrengard, de Isak Dinesen, o El crepúsculo celta, de Yeats. Las tiradas son de unos 3.000 ejemplares, y pocas ediciones hay tan cuidadas en el mercado. Un lujo que al editor le cuesta su dinero, pero que gasta encantado. Luego está el premio anual a la mejor obra de ficción, dotado con 6.000 euros. "Es un homenaje humorístico que se me ocurrió conceder a escritores y cineastas extranjeros. Yo no voto. Sólo lo hacen los duques. Nunca he sido jurado de nada, porque no me gusta que mi opinión haga que alguien gane o pierda. Tampoco nos reunimos. Cada duque propone tres nombres de alguien que admire. Siempre extranjeros que trabajen en lengua no española. Envían las candidaturas y el más mencionado gana. Ése es el único mecanismo del premio. Viene a ser una especie de club cuyos miembros jamás se reúnen.

Una de las cosas más sorprendentes y divertidas del reinado es la distribución de títulos de nobleza. Cuando Marías recogió su cetro, se encontró ya con una amplia corte formada por los monarcas que le habían precedido. Pero ha sido Javier (o Xavier) quien ha aportado auténtico glamour a esta fantástica corte. Entre sus duques y duquesas están Pedro Almodóvar (Duke of Trémula), Pierre Bourdieu (Duke of Desarraigo), Cabrera Infante (Duke of Tigres), Francis Ford Coppola (Duke of Megalópolis), Agustín Díaz Yanes (Duke of Michelín), Eduardo Mendoza (Duke of Isla Larga), Arturo Pérez-Reverte (Duke of Corso), Francisco Rico (Duke of Parezzo), Juan Villoro (Duke of Nochevieja). Son, en general, amigos y creadores que él admira y con los que acuerda el título en cuestión.

La puesta en escena del reino no podía decepcionar. La bandera ha sido diseñada por Javier Mariscal. La moneda es cosa de Alessandro Mendini. El pasaporte y el escudo son producto de la imaginación de Massimo Vigneli. Y para completar la película, parece que nada menos que Frank Gerhy está interesado en los planos del palacio de Redonda. "Es un reino en el que nadie tiene la menor obligación ni el menor deber. Ni siquiera tienen el deber de la lealtad. Pueden traicionarme. Hay algunos amigos que ya me han advertido de que piensan conspirar contra mí", cuenta el escritor. Lo cierto es que es un reino hecho a la medida de su fantasía en el que él reina feliz. •


El Pais Semanal 20 de julio de 2003

viernes, 20 de octubre de 2017

EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS (1902) Joseph Conrad


La voz de la oscuridad
Por Rafael Argullol

Aunque siempre tienen algo de enigmático las oscilaciones que hunden y reflotan la reputación pública de las obras literarias no deja de ser sorprendente el actual renombre de un libro como El corazón de las tinieblas, que en este año en que se cumple el centenario de su publicación ha sido el motivo central de varias exposiciones en ciudades europeas y americanas. Puede que la filmación mítica, hace dos decenios, de la película de Coppola Apocalypse Now, basada en la novela de Conrad pese a cambiar de continente y siglo, contribuyera a la difusión más amplia del texto; pero este solo hecho no basta para explicar la singular fascinación que los lectores actuales de literatura sienten por este relato duro y sin concesiones. Como ocurre en otros ejemplos artísticos, también sometidos al inesperado crepúsculo y a la repentina aurora, la conexión es necesariamente más sutil: un hilo invisible parece tensarse entre la época de Conrad y nuestra propia época, entre aquella oscuridad y la nuestra.

No podemos descifrar la naturaleza exacta de este hilo invisible pero quizá nos aproximemos a la materia de que está compuesto si somos capaces de adentrarnos en el mundo propuesto en El corazón de las tinieblas sin olvidar que, por lejano que parezca, ese mundo es asimismo el nuestro. Hay mucho de nosotros en el viaje de Marlow, río Congo arriba, a la búsqueda de Kurtz y tampoco la tiniebla de éste nos es en absoluto ajena. Hay una extraña mezcla de placer y deber moral en esta identificación y quizá en ello resida la causa última de la seducción que Conrad ejerce sobre sus lectores.

He leído varias veces y en distintos momentos de mi vida esta narración, y mi percepción actual de ella es acústica. Es una obra extremadamente sensorial, con una continua resonancia a la metamorfosis de los sentidos como la más idónea descripción de los estados de la conciencia, pero no tengo duda de que el oído, una determinada profundidad del oído, predomina sobre lo demás. La tiniebla tiene una música especial y una voz esencial.

Conrad, tan confeso deudor de Dante en la estructura de su relato, no sigue en eso a su maestro. Dante dota al infierno con una atmósfera pictórica y, en ocasiones, dada su densidad, escultórica, mientras reserva la música para el paraíso. Por el contrario en la oscuridad de Conrad la música preside la lenta inmersión del protagonista en el subsuelo del tiempo y de la memoria: una música de percusión, espasmódica, obsesionante, preside la transformación a la que es arrastrado Marlow. Su ascenso por el río Congo es un descenso en la historia humana, un retorno a los orígenes primordiales. Con el transcurso del viaje los inquietantes tambores de la selva acaban siendo sus propios latidos. La oscuridad en la que Marlow se aventura tiene un corazón que habita también en su pecho.

Es cierto, sin embargo, que la música africana no hace sino excitar una subversión sensitiva que alcanza todo los rincones del relato convirtiéndolo con frecuencia en una fantasmagoría onírica en la que, junto a la experiencia de Marlow, parece ponerse a prueba la mirada de Occidente. Tachado por algunos de colonialista y por muchos de anticolonialista, El corazón de las tinieblas es un libro que, con toda probabilidad, sobrepasa lo que comúnmente se acepta mediante estos calificativos. Si pone en jaque a la «realidad occidental» y apela, en alguna medida, al «sueño primigenio» no es únicamente por un afán de crítica cultural y todavía menos como una exaltación de la bondad salvaje de la naturaleza sino, más bien, el modo en que el cirujano se vuelca sobre el cuerpo y hurga en la herida, con delicadeza pero con decisión.

Mientras se abren las sucesivas pieles de la selva se abren simultáneamente las pieles que cubren la naturaleza moral del hombre, confirmándose, de esta manera, la visión concéntrica sobre la que se sostiene El corazón de las tinieblas: un ascenso por el río Congo que es al mismo tiempo un descenso, no al infierno de la civilización —o no únicamente a él— sino al infierno íntimo, lleno de podredumbre y hedor, lleno de instinto asfixiante y caótico, del ser humano. Marlow llega a la costa africana para encaminarse luego a la Estación Central y, por fin, a la Estación Interior como si estuviera renovando el viaje de Dante. Pero sin la compañía de Virgilio.

La permanente compañía de Marlow es una sombra: Kurtz. Tal vez no hay nada más admirable en el relato de Conrad que el mecanismo narrativo que pone en marcha para mostrar la atracción irrefrenable que Kurtz, el genuino habitante de la tiniebla, ejerce sobre Marlow. El extraviado agente de la compañía colonial belga es una presencia que se agiganta implacablemente hasta ocupar todo el escenario. Criatura del rumor y de la sospecha acaba siendo el demonio que, desde su sitial en el horror, acecha el centro mismo de la conciencia. El poder de Kurtz estriba en su pertenencia a la frontera, que le ha otorgado una familiaridad única con todos los extremos: monstruo y ángel, bestia y dios. Desde el magnetismo de Kurtz la entera liturgia de la oscuridad se ceba sobre Marlow.

Paradójicamente es una presencia que, mientras se agiganta, también se depura. En el tramo decisivo de la aventura Kurtz es la «voz de Kurtz»: para Marlow nada hay más importante que oír esta voz, escuchar a quien se ha instalado en los muros interiores del horror. La música, que se ha hecho sentir a lo largo del río, se desnuda al máximo en una voz que fue humana pero que ya aparece sea como sobrehumana, sea como inhumana.

Y es esa misma voz la que salva a Marlow. Antes de escucharla está atenazado; oída, la fuga se hace posible y, sobre todo, deseable. Conrad, afortunadamente, no exige al lector una interpretación moral. Pero ¿pudo escuchar Marlow allá, en el corazón de las tinieblas, una voz que no fuera la suya?

© 2002, Rafael Argullol

Publicado en Una invitación a la lectura, Diario El Pais, S.L., Madrid 2002


lunes, 2 de octubre de 2017

American Gods de Neil Gaiman


American Gods por Neil Gaiman, no se ha traducido el título, tengo varias teorías al respecto, pero aunque el autor escribe para todos, en realidad todo va enfocado al tema anglófono, lógico, es lo que conoce mejor. No es nada particular, ni extraño, la temática versa sobre America, Gaiman como ingles, ya ha enfocado más de una vez en sus guiones de comic su perspectiva, su visión de una America comparada con su Inglaterra de un lugar increíble, imposible, donde todo es vasto e incomparable. Supongo que ha decidido colocar a una cosmogonía de los Dioses entre las personas que colonizaron ese continente.

Tal vez me esté precipitando. De entrada entonare un canto de culpa y de castigo por olvidar a este gran novelista, bueno, tal vez la palabra más adecuada sería narrador. Neil Gaiman consigue como nadie marcar epopeyas, al estilo clásico. Si sus comienzos fueron en el comic, donde consiguió que nadie se fijase si lo que leía era un comic o no, y logró llevar las historias de Sandman y los Eternos a cotas increíbles en los comics.

Mi gran error fue no seguirlo en sus siguientes trabajos en literatura. El tio es un torrente, me impresiona mucho la cantidad de trabajo que tiene que desplegar a la hora de escribir, no solo se conforma con darte una historia, o dos o tres, sino que lo adorna, lo pule, lo machaca, te convence de que creas en los personajes, en la historia. A mi particularmente me atrae su visión del mundo. ¿Ojalá, verdad?

Como tramposo que soy, me gustaría pensar que no, pero lo soy, llego a su novela con muchos años de retraso, y esta vez no hay amigos por medio, lamentablemente han tenido que ser las series de televisión las que me han dado un repaso. Unos creadores que tienen que ser unos monstruos, han trasladado el universo de American Gods a la pequeña pantalla y su trabajo es tan brillante que me han obligado a leer la novela.

Normalmente la relación entre la pantalla (de igual el tamaño) y la literatura (da igual cual) no es algo que nos atraiga a todos, pero claro cada uno va a lo suyo. En el caso particular de Gaiman, el formato televisivo le viene como anillo al dedo, una narración lenta, ubicaciones reales (la mayoría) y grandes actores.

Pero no nos olvidemos de la novela, que me pongo a escribir y el desorden mental se acentúa. Todo tiene sentido en la fe. La fe de las personas es la que crea a los dioses. Y cuando estas personas vinieron a un país nuevo los trajeron consigo. ¿Pero que pasa cuando estas religiones, sus creencias se debilitan y mueren? De todos los dioses que nombran, me encanta la historia de Thor, igual que entiendo a los demás. Gaiman ha hecho un trabajo memorable. No se lo pierdan y lean. No se sabe si la serie llegará hasta el final.


Título original: American Gods: 10th Aniversary Edition
Neil Gaiman 2011
Traducción: Mónica Faerna


Tokio libresco y literario

La capital nipona es más que una urbe friki. Para sumergirse en la cultura local hay que pasear por Jimbocho, el barrio de las letras, y tomarse algo en el histórico Lupin Bar.

Jimbocho, en Tokio, es el barrio con mayor número de librerías de la capital japonesa.

FERNANDO IWASAKI

¿SOBRE QUE escriben los narradores cosmopolitas cuando viajan por Europa o Nueva York? Sobre los bares de los novelistas, las librerías famosas, los cafés literarios, las tumbas de los escritores y otros lugares comunes a caballo entre las guías de viaje al estilo de Karl Baedeker y la autobiografía. Sin embargo, cuando esos mismos letraheridos viajan a Tokio, los corazones frikis dejan de bombear sangre a los cerebros diletantes y así leemos novelas y crónicas pobladas de punkis, androides, hoteles cápsula y anime girls del barrio electrónico de Akihabara. He leído varias novelas españolas y latinoamericanas ambientadas en la capital de Japón, pero los protagonistas jamás pisan un café o una librería porque siempre están de compras en Shinjuku, de juerga en Roppongi o haciendo el indio en el parque Ueno.

Hace unos años el novelista japonés Osaka Go me llevó a conocer Jimbocho, el barrio más literario de la capital nipona. ¿Se imaginan 180 pequeñas librerías independientes en un área más pequeña que Triana, en Sevilla, o El Raval, en Barcelona? Según Osaka Go, el secreto de su resistencia ante el avance de los grandes libródromos está en la especialización. En efecto, en Jimbocho encontré tiendas dedicadas a la mitología mesopotámica, los viajes por África, la ciencia-ficción, los clásicos grecolatinos, la filología escandinava y cuantos temas uno pudiera imaginar, con la sonrojante excepción de librerías en español. ¿Acaso hay más lectores japoneses en ruso, alemán o francés? Sin duda, porque una cosa es saber idiomas y otra muy distinta tener la costumbre de leer obras en versión original. De hecho, sólo en Tokio residen más de 50.000 hispanohablantes, pero apenas leen. En realidad, la receta japonesa de la librería especializada tampoco serviría de nada en España, porque de lo contrario no habría cerrado La Celestina, la mejor librería teatral que sobrevivía en Madrid. No es el caso de Isseido, la más antigua de Tokio, abierta en Jimbocho desde 1903, a pesar de los incendios, los terremotos y los bombardeos de la II Guerra Mundial.

¿Adonde deberían ir los amantes de los bares y los cafés literarios en las altas noches de Tokio? Al mismo sitio que eligieron los propios pintores, fotógrafos, artistas, cineastas y escritores japoneses: al Lupin Bar. Ahí el turista friki no encontrará ni geishas, ni karaokes, ni anime-girls, aunque el hipócrita lector tiene que saber que aquel sótano de Ginza atesora una hermosa épica literaria, pues el Lupin abrió en 1928 y sobrevivió a los bombardeos de la aviación norteamericana del 10 de marzo de 1945. Sólo en Ginza murieron casi 600 personas, pero este bohemio local siguió descendiendo a sus infiernos calcinantes y allí se refugiaron escritores como Kan Kikuchi, Kafu Nagai, Fumiko Hayashi, Ango Sakaguchi, Yasunari Kawabata y Osamu Dazai, el más querido en Japón y el más desconocido en Occidente. -EPS

El Pais Semanal Nº 2.135 Domingo 27 de agosto de 2017