miércoles, 30 de noviembre de 2022

¡Palabras, palabras, palabras!


CRÍTICA DE 'EL PODER DE LAS PALABRAS' Y 'UN IDIOMA SIN MANCHAS'



JUAN LUIS CEBRIÁN

 22 NOV 2022

‘El poder de las palabras’ plantea un homenaje al lenguaje como el mejor sistema para mejorar nuestras vidas y ‘Un idioma sin manchas’ defiende su uso correcto

Fue Harold Bloom, gran intérprete del canon intelectual de Occidente, quien dictaminó que Montaigne era lo más parecido a un Sigmund Freud de su época, como si los famosos Ensayos fueran precursores tempranos del psicoanálisis. Abundando en la afirmación, supiera de ella o no, Mariano Sigman viene a predicar en su nuevo libro que la mejor manera de acceder al conocimiento es la introspección y el diálogo, lo que pone de relieve el poder de las palabras, capaces no solo de describir el mundo, sino también de crearlo. Así se afirma, además, en la primera línea del Evangelio de San Juan: "En el principio era el Verbo...y el Verbo era Dios".

Sin necesidad de adentrarse en semejantes vericuetos, Sigman se interroga sobre "cómo apelar a la razón en el mundo impulsivo de las emociones" y reconoce haber encontrado la solución en El arte de conversar, el más célebre de los ensayos del citado filósofo francés. Pero él no es un taciturno noble encerrado en su castillo como Montaigne, sino un argentino universal, doctor en Neurociencia graduado en Nueva York, dedicado durante años a la investigación sobre el cerebro humano y la experimentación sobre su comportamiento.

El libro es un homenaje a las palabras, cuyo uso es el mejor sistema para mejorar nuestras vidas, pero acude también a los trucos visuales del comic, incorpora jeroglíficos sin aparente solución y entretiene al lector recurriendo a la teoría de los juegos, y aún abusando de ellos. No es un texto que invite a leerse de corrido, sino más bien una experiencia que empezó con ánimo divulgativo y acabó por convertirse en una indagación del autor sobre sí mismo. Hay espacio también para alguna aproximación a la política, cuando pone de relieve que la polarización es fruto de las malas conversaciones. A saber, aquellas en las que participan muchos, pero hablan pocos y nadie escucha, porque se lleva a cabo no con voluntad de aprender, sino de convencer. La polarización nos lleva a la locura colectiva y a despreciar el papel de las minorías sociales. En cambio, las conversaciones buenas, entre un grupo limitado en el que todos hablan y escuchan, generan consensos y engendran una especie de sabiduría colectiva. Junto a los monigotes de comic que explican y resumen estas observaciones, cada capítulo comienza con una hoja de ruta y termina con otra de ejercicios. Esta se derrumba, además, aparatosamente por la utilización del voseo pronominal y flexivo ("aprendé a dialogar con vos"), en homenaje al argentino que todos llevamos dentro. Semejantes trucos convierten la obra en un juego o en un entretenimiento sin desmerecer por ello la calidad intelectual y el valor de sus reflexiones. El libro se cierra con una conclusión que constituye la columna vertebral de su mensaje: la mejor forma de aprender a pensar es hablar con los otros, haciendo de la conversación "un proceso mutuo de descubrimiento. Hablar para comprender, no para convencer".

Añadiré que para que dialogar suponga un éxito conviene hacerlo utilizando un lenguaje adecuado, un idioma sin manchas, como lo bautiza Ramón Alemán en su reciente obra, en la que recorre "cien caminos en busca del español correcto". Esta es de nuevo una entrega entretenida que debe y puede leerse a pequeños bocados y en la que de nuevo late un deseo de divulgación, pero también de educación. No es una aportación intelectual del calibre de la de Sigman, pero alienta una meditación útil sobre la necesaria unidad de nuestro idioma, hablado ya por cerca por 500 millones de mortales.

La ortografía, la lengua y la gramática son los protagonistas de sus páginas, y en conjunto forman un vademécum de uso que aclara dudas y descubre misterios sobre lo que es el principio de toda nuestra historia: la palabra. Pese al rango superior que los libros sagrados le otorgan, la palabra no ha gozado siempre de buena prensa. Volviendo a Montaigne,  cuya autoridad acude repetidamente Mariano Sigman, descubrimos desacuerdos patentes entre ellos. Por un lado, su relación con su soledad. "Estar solo es no tener con quien hablar", señala el neurólogo, la soledad degrada; mientras que para el filósofo es un momento de plenitud, que le permite hablar consigo mismo. Por otra parte, escribe así sobre la vanidad de las palabras: "Oír decir metonimia, metáfora, alegoría y análogos nombres de la gramática, ¿no hace pensar que significa alguna forma de lenguaje raro y peregrino? Sin embargo, son términos que se refieren a la cháchara de nuestra moza de servicio". El libro de Ramón Alemán aborda un empeño democratizador del castellano, muchas veces más correcto en el uso por cualquier campesina salvadoreña que el empleado por ilustres profesores patrios, acostumbrados como estamos los españoles a hablar golpeado y abusar de términos soeces. Shakespeare puso en boca de Hamlet parecido desprecio por la retórica al que enfatizó Montaigne: ¡Palabras, palabras, palabras!", responde a Leoncio cuando le interroga sobre las lecturas. Pues nada más y nada menos que palabras nos regalan estos dos libros: palabras que sanan, palabras que crean y palabras que enseñan.

El poder de las palabras

Mariano Sigman

Debate, 2022

352 páginas. 18,90 euros


Un idioma sin manchas

Ramón Alemán

Debolsillo, 2022

408 páginas, 16,95 euros


El Pais. Babelia nº 1.618. Sábado 26 de noviembre de 2022

martes, 1 de noviembre de 2022

Cuando vienen a por ti los troles de Mordor

ELPAIS. Sábado 17 de septiembre de 2022

EL FARO DEL FIN DEL MUNDO / Jacinto Antón

Pensaba que lo peor que podía enviamos Sauron, el villano de El Señor de las Anillos, eran los Nazgûl, el Balrog de Khazad-dûm o tropas especiales de orcos, tipo los Uruk-hai. Pues, no. Lo peor son los troles de Mordor, el fandom radical de Tolkien. Madre mía, cómo se han ensañado en las redes con un servidor por un quítame allá unas consideraciones sobre el escritor.

En casi 40 años de periodismo nunca había sido mis vapuleado que por opinar sobre El Señor de los Anillos: Los Anillos de Poder, la serie de Amazon PrimeVideo. He quedado estupefacto al ver la vehemencia, vehemencia y hasta violencia con que algunos se han visto en la necesidad de rebatir a bastonazos lo que escribí sobre el creador de la Tierra Media.   

No se crea que dudé ni lo más mínimo de la calidad del autor (del que soy un ferviente admirador), o que me metí con su buena madre, la señora Mabel Suffield. ¡Pero si hasta tiro al arco como Legolas! Simplemente, apunté que Tolkien era misógino, que la elfa Galadriel original (la de la serie es más mundana) era como una Virgen María de orejas puntiagudas; o que El Silmarillion me parecía un mamotreto (va, haré el esfuerzo de releerlo, he encontrado mi ejemplar, de 1984, al fondo de mi biblioteca, junto a las letras de las canciones de Water Bearer, de Sally Oldfield).

Pues bien, por todos esos pecados he sido masacrado a manos de una tropa de furiosos tolkineanos de Barad-dûr. que han calilicado el articulo de "bochornoso" y a su autor (menda) de imbécil, pseudoperiodista, infame, cenutrio, ignorante, giliprogre, retrasado, lerdo, notable deficiente mental que busca un minuto de gloria, niñato (cuando tengo casi la edad de Elrond), mugroso, y sub-especie de erudito de Tolkien.

Un momento de El señor de los anillos, dirigida por Peter Jackson, basada en la novela de J. R. R. Tolkien. 

Imagino que la voluntad de los que se han explayado así no era entablar un debate sereno, pero para los que se hayan molestado con buena intención déjenme tratar de justificar lo de misógino.

Aunque Tolkien tiene algunos notables personajes femeninos, concretamente en El Señor de los Anillos las dos elfas Galadriel y Arwen, y la humana Éowin, que se carga al Señor de los Nazgûl disfrazada de guerrero rohinim y luego vuelve a sus labores, en realidad la gran novela del escritor es una historia de seres masculinos. Lo son la inmensa mayoría de los personajes y sobre todo los nueve miembros de la compañía del Anillo, protagonistas principales de la trama. Entre los malos lo único femenino es la araña Ella-Laraña. En El hobbit, por cierto, no sale ninguna mujer.

EI propio Tolkien (1892-1973) se movía en un mundo de hombres (lo cuenta su biógrafo Humphrey Carter, J. R. R. Tolkien, Una biografía, Minotauro, 1990). Para él -hijo de su época-, lo natural era que el universo masculino y el femenino estuvieran separados, ellas en el ámbito doméstico. Su grupo literario, los Inklings, eran todos varones: las mujeres estaban excluidas. Tolkien había vivido además la experiencia del frente en la Primera Guerra Mundial, en el Somme, caracterizada por la camaradería masculina (uno de los leitmotiv de El Señor de los Anillos). Es cierto que una de las historias más recordadas del escritor es la del mortal Beren y su amor por la bella elfa immortal Luthien, pero eso apunta a una idea romántica e idealizada de la mujer y del amor que no está reñida con una discriminación en la práctica. En sus cartas, Tolkien señala que no cree en la amistad entre hombres y mujeres. Tampoco en la democracia. Se le ha afeado, por otro lado, su forma de despreciar la vida de los orcos, exterminados con una profusión genocida. Dicho todo esto, que no tiene por qué afectar a la lectura de algo tan magnifico como El Señor de los Anillos, hay que recordar que Tolkien es un tipo que deslumbró a Auden y que nos ha llevado a alturas excelsas de emoción y sentimiento.

Me han reprochado los troles de Mordor no haber leído a Tolkien. No me importa que me llamen gilipollas, pero sí que traten de arrebatarme la inmensa aventura lectora, vital y hasta espiritual que comenzó el 27 de enero de 1979, sábado, al abrir la primera página del primer tomo de El Señor de las Anillos. Esos días leía a Bukowski, hacíamos un taller en el Institut del Teatre con Lluís Pasqual sobre En la zona de O'Neill, vi Fat City y Solaris, jugué a rugby contra el Cornellá (perdiendo), conocí personalmente a Lindsay Kemp y quedé varias veces con Ada en el Friends. Pero lo que ha permanecido imborrable en mi memoria de aquel tiempo es la sensación de sentarme en el sofá chester de mi abuelo, poner en el tocadiscos la Quinta de Mahler, abrir El Señor de los Anillos y sumergirme en ese arrebatador mundo de épica melancolía y de esplendorosa oscuridad, donde la aventura y hasta la Victoria sobre el Mal se tiñen del sino irremediable de que todo, el heroismo, las espadas, los anillos, los elfos, la amistad, el amor y la juventud, esté inexorablemente condenado a desaparecer. "¿Dónde están el yelmo y la coraza, y los luminosos cabellos flotantes? /Han pasado como una lluvia en la montaña, como un viento en el prado, /los días han descendido en el oeste en la sombre de detrás de las colinas", Ah, Tolkien, Tolkien...