sábado, 24 de septiembre de 2022

Ponga la biblioteca de Javier Reverte en su casa

Adquirir en la reciente Feria del libro de ocasión de Barcelona algunos libros personales del escritor fallecido ahora hace un año ha deparado enormes emociones


Jacinto Antón 

23 octubre 2021




Javier Reverte, en su biblioteca, en 2011.SAMUEL SÁNCHEZ


He regresado a África, a los sueños y las aventuras, al Ngorongoro, Manyara y Seronera, con los libros del desaparecido Javier Reverte. Literalmente. Es decir: con los libros de su propia biblioteca, sus queridos libros, unos cuantos de los cuales me he quedado yo. Un safari muy emocionante. Así que aquí estoy, de nuevo en compañía de los inolvidables Stanley, Livingstone (supongo), Slatin, Burton y Speake, Von-Lettow, Selous -modelo para el Allan Quatermain de Las minas del rey Salomón-, que comía corazón de elefante asado; Allan Black, que adornaba su sombrero con 14 puntas de colas de leones devoradores de hombres caídos bajo su rifle; el coronel Patterson y sus propias fieras asesinas del Tsavo; Lord Delamere, Finch-Hatton y Karen Blixen, Bwana Sakarini que combatió a los wahehe; el matabele Lobengula, el zulú Cestwayo… Viejos amigos todos, como el añorado Javier.


Los volúmenes de Reverte (Madrid 1944-2020), más de tres millares de ellos (de todas las materias de sus viajes, pero especialmente sobre el continente negro, tan fundamental para él), se vendían en la reciente Feria del libro de ocasión de Barcelona, del 17 de septiembre al 3 de octubre pasados. La noticia, la sorpresa, estaba en boca de todos los amigos y lectores, Toni Álvarez, Jordi Serrallonga, Alex Pérez Jiménez… “¿Te has enterado?, los libros de Javier Reverte, los suyos, títulos sensacionales, a unos precios increíbles, caseta 21; yo ya me he llevado cinco, y voy a volver, hay algunos que tú no deberías perderte; están, por ejemplo,…”. Fotos de lomos y portadas por WhatsApp, títulos y más títulos.


Los libros del escritor fallecido en octubre pasado, ahora hace un año (el jueves se publicó su diario póstumo Queridos camaradas. Una vida, Plaza & Janés), los encontrabas en la caseta de la librería García Prieto, agrupados en las mesas y en los estantes. Era increíble la acumulación de libros relevantes, estupendos, imprescindibles (The Artic Grail, de Pierre Berton, con la anteportada y la portada cubiertas de anotaciones de puño y letra de Reverte); otros comunes en nuestras bibliotecas: los dos tomos sobre el Nilo de Alan Moorehead, Sea & Glory de Philbrick, obras de Chatwin, Monfreid, Kipling, su (nuestro) querido Conrad... El amado fondo de un enamorado de los libros, un lector consumado, apasionado y connoiseur. Pasado un momento de paralizante respeto —los libros de un hombre son su propiedad más sagrada, como sus armas y sus trofeos, decía Hemingway, y si no lo decía podía muy bien haberlo dicho, añadiendo el tío sus amantes, su whisky y sus puñetazos—, me abalancé febrilmente sobre ellos, recorrí con dedos temblorosos los lomos, reconociendo aquí y allí títulos largamente ambicionados, extraje volúmenes de las hileras y pasé páginas preso de una rara emoción: eran unos libros fabulosos y además eran —habían sido— los libros de Javier Reverte. Los había adquirido, ojeado, leído, marcado, subrayado, amado; sus manos los habían sujetado, sus dedos pasado las páginas. Poner los tuyos ahí, en el mismo sitio, era como tocar la Fender Telecaster de Bob Dylan.




Páginas del ejemplar de Reverte de 'The scramble for Africa' , subrayadas por él.


La que se vendía era básicamente una biblioteca de libros de viajes, agrupada más o menos por regiones. “Tenemos unos cinco mil, de los que hemos traído a Barcelona 3.700, que se están vendiendo a un ritmo sorprendente” (al final un millar), me explicó a pie de caseta José Javier. “La mujer del escritor nos los vendió al ver que ninguna institución se decidía a recogerlos, porque su primera opción era cederlos gratis como un fondo completo”.


Seleccioné de todo para llevarme, incluso una obra sobre las cataratas del Niágara, que a ver cuándo leeré, otra sobre aventuras árticas y The french and indian war, de Bornemann (ejemplar adquirido en la librería Nicholas Hoare de Toronto, según un marcalibros con esta frase de Edward Gibbon: “A teste for Books is the pleasure and glory of my life, I would not exchange it for the riches of the Indes”). Pero mi interés principal era, claro (¡estamos hablando de Javier muzungo Reverte!), África. Al rato ya había apartado más libros de los que podía cargar (no pagar: los precios eran más que razonables, en algún caso casi ridículos), pero no era capaz de detenerme.

Cayeron en el saco el monumental The scramble for Africa, de Thomas Pakenham (en la edición de Random House New York, 1991), 738 páginas, ¡10 euros!; Nine faces of Kenya, de Elspeth Huxley (Harvill, 1990), “un generoso compendio de comerciantes, turistas, guerreros, poetas y lunáticos”, por 5 euros; African nature notes and reminiscences, de Selous (facsímil de la edición de 1908 de MacMillan & Co (5 euros), las cartas de Bror Blixen… Los libros de los que Javier extrajo, junto con sus viajes, el material para escribir El sueño de África (Anaya & Mario Muchnik, 1996), esa obra que lo cambió todo, nuestra forma de ver la literatura de viajes y la propia África, y a la que siguieron los otros dos tomos de su “trilogía africana”, Vagabundo en África (EL PAÍS-Aguilar, 1998) -mi ejemplar está dedicado “a Jacinto, con quien comparto esa hermosa enfermedad que llaman ‘el mal de África’”- y Los caminos perdidos de África (Areté, Plaza & Janés, 2002)




Notas de Reverte en las tapas de su ejemplar de 'The Artic Grial'.


Lo más fascinante, conmovedor, fue abrir los libros del admirado y querido Javier comprados en la feria y ver los subrayados, las anotaciones, descubrir lo que le llamó la atención y cotejar cómo esos pasajes se reflejan en las páginas de sus propias obras. Hizo una marca con bolígrafo azul, por ejemplo, para señalar varios fragmentos de los comentarios sobre leones de Selous y su relato del devorador de hombres del río Majili, “the most cunning and destructive man-eating lion” (frase subrayada y, con una flecha, traducción al margen de cunning: astuto). Donde el _white hunter_Selous explica como el malvado león trepó por una escalera para atrapar a una de sus víctimas puso tres signos de admiración, al igual que en los párrafos que dedica el cazador a los ojos de los leones y la diferencia entre los de los especímenes salvajes –”amarillo flameante” y que “retienen su brillante fiereza hasta horas después de morir”- y los de los zoológicos, marrón apagado. Destacó también Reverte (¡y quién no lo haría, Javier!) la historia de la lucha de un cocodrilo con un rinoceronte, y que los “cafres” decía Selous, oían rugir a un león y “sus corazones morían”, lo que recuerda la tremenda experiencia de nuestro escritor en la frágil tienda de campaña escuchando también rugidos en la noche en vela. “El bravo corazón de África latía con fuerza allá en el Serengeti”, ¿recuerdas Javier?

En The scramble for Africa repasé con el dedo los subrayados sobre la revuelta Maji-Maji en África del Este alemana (“Hongo or the european, wich is the stronger?”, “Hongo!”), los del capítulo sobre la cabeza de Gordon Pachá, los de la carga del 21º de lanceros en Omdurman –”a dirty shoddy (”chapucero”, tradujo al lado Reverte) business wich only a fool would undertake”-. Destacó amplios pasajes de las andanzas de Sir John Kirk, el diplomático británico en Zanzíbar, esencial en la abolición de la trata de esclavos, y cuya aventura nos contó en El sueño de África. En el libro de Elspeth Huxley subrayó varias cosas sobre Dedan Kimathi, el líder del Mau Mau, del que incluyó en El sueño… incluso una foto, preso antes de que lo ahorcaran.





Guerrero masai en una antigua foto sin identificar.


Es forzoso pensar qué será de nuestros propios libros cuando ya no estemos, quién los heredará, qué emoción le producirán, qué pistas de nosotros (palabras, viejos papeles, flores o plumas) descubrirá en sus páginas. Espero que cuando llegue el momento (confío que más tarde que pronto) mis libros hagan tan feliz a alguien como me hacen a mí los de Javier.

Hay una coda a esta historia de libros heredados. Hace un par de semanas, embebido de Reverte y del Serengeti, encontré un ejemplar de Los caminos perdidos de África en el BookCrossing de Viladrau. La probabilidad de que ese título precisamente estuviera en ese punto de intercambio, en el que nunca hay más de una decena de libros, era minúscula. Más aún que la persona que lo dejó (su nombre figura en la primera página) fuera Bea Arnau, una buena amiga con la que compartimos piscina y, por lo que veo, lecturas. El volumen está ahora con los otros de Javier y de su biblioteca. Libros entre libros, amigos entre amigos.






sábado, 3 de septiembre de 2022

Diarios y diaristas: la literatura de los escritores infelices

Los diarios de Patricia Highsmith, que se publican el 31 de agosto en español, representan un ejemplo más de una regla que cumplen muchos textos autobiográficos: suelen ser depresivos


La escritora Patricia Highsmith, en su casa de la localidad francesa de Montcourt-Fromonville en 1976.

DEREK HUDSON (GETTY IMAGES)

SANTIAGO GAMBOA

27 AGO 2022 

La lectura de diarios plantea una curiosa paradoja y es que el lector conoce el desenlace de la historia que, en cambio, el autor aún ignora mientras escribe. Cuando el joven Kafka o el joven Thomas Mann tienen dudas sobre su vocación literaria y temen no contar con las fuerzas para llevarla a cabo, uno ya sabe que se convertirán en referencias de la literatura del siglo XX. Cuando Marguerite Duras se angustia por la vida de su marido, recién salido del campo de concentración, uno ya sabe que va a salvarse. Esta situación, claro, no incluye a la categoría de profesionales que publican sus diarios cada dos o tres años. Viven dos, publican dos. Este tipo de escritor, al margen de su talento, convierte el diario en una especie de red social a tiempo diferido.

Una vieja clasificación de los caracteres humanos hecha en el siglo XX por el psicólogo y filósofo francés René Le Senne —hoy más literaria que científica— divide a las personas en los siguientes tipos: apasionados, coléricos, sentimentales, nerviosos, flemáticos, sanguíneos, apáticos y amorfos, y, a su vez, cada uno de estos en activos o pasivos. Para Le Senne, el escritor de diarios sería el producto natural del nervioso pasivo. ¿Quién y cómo es este personaje? ¿Por qué se escriben diarios? ¿Qué tipos de diarios hay y en qué momento de la historia adquieren relevancia?


La escritora Anaïs Nin trabajando en su imprenta en los años 40.

ANAÏS NIN TRUST


Nerviosas y pasivas son las páginas de Virginia Woolf o Silvia Plath, verdaderos tratados sobre la tristeza y el “sol negro” de la melancolía, que proyecta su extraña luz sobre las cosas; o los de Gombrowicz, a medio camino entre el diario y el ensayo y, sobre todo, el ajuste de cuentas. La pregunta más relevante vuelve a ser la del principio: ¿saben estos autores que tarde o temprano su diario va a ser publicado? Algunos son más conocidos por sus diarios que por el resto de su obra, como Anaïs Nin o Paul Leautaud, y ni hablar del extraño caso de los Goncourt, dos hermanos con ocho años de diferencia y un solo diario a cuatro manos. Tolstói habría permitido que se publicaran al menos dos de sus diferentes diarios paralelos, pero tal vez no aquel más íntimo y sincero, el que guardaba cosido en sus botas.

En español, la tradición diarística es menor que en otras lenguas. Andrés Trapiello publica con frecuencia gruesos volúmenes, y también sus reflexiones sobre el género en El escritor de diarios. Nerviosa y pasiva, por supuesto, la gran Alejandra Pizarnik, cuyos diarios son una defensa de su propia y frágil vida hasta que ya nada fue suficiente. O los muy notables de Julio Ramón Ribeyro, publicados con el soberbio título de La tentación del fracaso, una escuela de escepticismo, humor y observación, y a la vez una novela por entregas. También los de mi compatriota Héctor Abad Faciolince, en donde la vocación del escritor y sus infinitos temores ocupan gran parte de sus páginas, comparable solo a sus dilemas amatorios. ¿Seré o no seré feliz al final de esta historia? Pregunta difícil, pues todos los seres humanos anhelamos un tipo de felicidad distinta. Thomas Mann decidió que sus diarios no podrían ser leídos hasta 50 años después de su muerte. Un gran gesto de confianza en sí mismo. ¿Seré leído tanto tiempo después? Como dice Trapiello, en ellos deja claro a la posteridad que prefiere la mermelada de fresa. Pero es que Mann mantenía secretos que en esa época eran inconfesables y tuvo razón al pensar que, con el tiempo, la humanidad sería comprensiva con los homosexuales.


Andrés Trapiello, en su casa en 2021.

SANTI BURGOS

Y ya que estamos: al leer los asombrosos Diarios de Rafael Chirbes, la conclusión vuelve a ser la misma: por muy purista que pretenda ser, el escritor sabe, muy en el fondo, que serán leídos. ¿Es tal vez su secreto deseo? Chirbes es durísimo, sincero hasta la médula, implacable con algunos colegas (Belén Gopegui o Pérez Reverte, entre otros), pero es fácil adivinar, al fondo, una cierta sonrisa malvada. No escribe todo eso, con ese estilo soberbio, pensando que quedará enterrado en el desván. Lo escribe para otros. Y eso le da un tono diferente a sus confesiones, algunas espeluznantes. Las descripciones del dolor por las inyecciones en el ano maltratado le ponen la piel de gallina a cualquiera. Los Diarios de Patricia Highsmith, ya publicados en inglés y a punto de salir en español, plantean la duda sobre su verdadera intención. Los escribió desde su adolescencia, pero siempre los mantuvo escondidos. Ahora bien: tanto secretismo es sospechoso. El que mucho se esconde, ¿no anhela ser descubierto?

Algunos diarios, como suele pasar hoy con cualquier tipo de escrito —incluso ensayos o biografías—, son presentados por sus autores como “novelas”. Se puede suponer que el motivo es llegar a más lectores. Es el caso de La novela luminosa, de Mario Levrero, uno de los diarios más depresivos y, por eso mismo, más interesantes de los últimos años. Sólo se vuelve pesado cuando se entrega a ese rito tan frecuente en autores del Cono Sur que consiste en narrar con detalle y mucho entusiasmo sus sofisticados sueños. ¡Pero todo el mundo sueña! Sobre esto, Martin Amis escribió en su libro Desde adentro: cada sueño contado aleja un número de lectores.


El escritor uruguayo Mario Levrero.

Los diarios suelen ser depresivos, pues por regla general la gente feliz no escribe, ni diarios ni nada que tenga que ver con literatura. La permanente sensación de tragedia y la culpa que ronda los de Marguerite Duras, acabada la guerra, conmueven hasta las lágrimas. También los del desdichado John Cheever, que registró cada día la hora en que se sirvió su primer trago intentando llegar sobrio, casi siempre sin éxito, hasta las once de la mañana.

¿Qué es lo atractivo de este punto de vista? Para que un diario tenga valor literario, la cultura debe antes validar la importancia del yo. Pascal atacó con fuerza “el patético yo”, pero luego Rousseau escribe y publica sus Confesiones, en la estela de San Agustín, las cuales abren el camino a la emancipación del intimismo. Ahora sí: ¡Bienvenido, Míster Ego! Por este libro, Rousseau fue precursor de dos cosas: la Revolución Francesa y el auge del Romanticismo, en donde hay una verdadera explosión liberadora del yo que permitirá, a partir de ahí, dar rienda suelta al diarismo. Y así inmediatamente después, en el siglo XIX, que es el de las grandes exploraciones y los héroes exploradores, el género de los diarios de viaje llega a un punto máximo. Uno de los primeros es Peregrinaciones de una paria, de Flora Tristán, diario y memoria (en ocasiones el segundo presupone el primero) sobre un viaje al Perú de sus ancestros, o los de Sir David Livingston, explorador célebre por haberse perdido en el África Ecuatorial y porque lo encontró su colega Henry Morton Stanley, diciéndole la conocida frase: “Mr. Livingston, supongo”.

Una categoría especial son los diarios de los no escritores. Los de Andy Wharhol, por ejemplo, con la asombrosa particularidad de que los dictaba por teléfono, con sus fiestas y las drogas de moda en Nueva York y la inminencia sexual y el dinero gastado cotidianamente en cenas y taxis, como si fuera un cuaderno de contabilidad. O los del actor Richard Burton. Estando en México comenta El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, y dice que el único reparo es que “el señor Paz cree que todos los mexicanos actúan y piensan del mismo modo”. Burton comenta también las lecturas de Elizabeth Taylor y por supuesto registra las fiestas y las estrepitosas borracheras de ambos.


El escritor alemán Victor Klemperer.

En esta misma categoría estaría el diario más famoso del mundo, el de Anna Frank, testimonio desgarrador del Holocausto. O los del romanista judío Victor Klemperer, quien cuenta el Tercer Reich y toda la guerra desde la perspectiva de un judío de Dresde. En el ángulo opuesto están los de Joseph Goebbels, editados en España en 1949 y de circulación restringida. En ellos, por cierto, da una asombrosa descripción de la Italia de Mussolini: “Tiene un excelente apetito, pero pésima dentadura”. Si se considera que los diarios de guerra son un género aparte, sobresalen los de Ernst Jünger, publicados en español con el título de Radiaciones, sobre la ocupación alemana de París.

Y una historia asombrosa que reveló el escritor colombiano Juan Esteban Constaín en su último libro, Cartas cruzadas. En diciembre de 1915, en el frente occidental de Douchy, se encontraron dos soldados enemigos: un alemán y un inglés. Hay una especie de tregua navideña, así que bajan las armas, salen de sus trincheras e intercambian cigarrillos en la “zona de nadie”. Conversan un rato y ambos lo escriben en su diario. Los dos señalan que al fondo se escucha el repicar de unas campanas. ¿Quiénes son estos dos soldados? El alemán es Jünger y el inglés es Robert Graves.


El Pais