sábado, 30 de mayo de 2015

De la tarea de escribir, del ingrato recuerdo y de la memoria infausta

No fue un gesto veloz. Tampoco una ilusión momentánea. Hay algo en la tarea del escritor que atrae. Transcribir en letras, actos y pasiones, pensamientos y sueños, tiene algo mágico. Según uno se va formando y aprende ciertos rudimentos, suele tener una aproximación a la literatura. Una cuestión milenaria.

La vida simbólica propia del hombre se proyecta en un lenguaje cultural cuya estrategia es fundamentalmente dialéctica. Dialogia de eros y logos, mito y razón, materia y espíritu: mediadas por el alma como seña de identidad transitiva del hombre  en el mundo.

Normalmente el paso del tiempo, el peso de los acontecimientos establece una selección natural de personas encauzados o no hacia las letras.
Ya digo, él no pertenecía al gesto veloz de la literatura, ni tampoco sentía la ilusión momentánea de algo nuevo. Formaba parte de algo nuevo. Formaba parte de su naturaleza como podría hacerlo sus cabellos rizados, o sus manos delicadas.

Según John Keats, para poder escribir “hay que hacerlo teniendo los pies en el jardín de la casa y tocando con un dedo las esferas del cielo”, y, de hecho, escribir es una tarea profundamente misteriosa que molesta en este mundo moderno.

Al leer sus escritos, los fragmentos de sus novelas, los relatos, acabado o no, sus ensayos, sus cartas, sus declamaciones sentimentales, sus poemas, al leer gran parte de lo que escribía sentía admiración sin límite.

Me descubría a mi mismo buscando los siguientes capítulos de diversas novelas, intrigado por una obra que tan solo estaba en su cabeza. Rimas y estrofas bellas, frágiles, tristes. Ensayos, cuentos. Sin ser un profesional de las letras, su implicación siempre es sincera. Y poco a poco formó su propio universo creativo. Artes gráficas y literarias pasan por sus ojos y se reinventan a través de sus manos. Procesos creativos que pueden tardar años, gestándose entre madrugadas y amaneceres de días distantes.

Como el ratón que roe el queso de la trampa
Babu pregunta:
¿a que sabe tu mente?



Ningún hombre sabe quien es,  ningún hombre es alguien. La frase que sigue es falsa. La frase que la precede es verdadera.

El alma está siempre en construcción: un arquitecto enloquecido la levanta sin planos.

LES LUTHIERS- MUCHAS GRACIAS DE NADA

Los discos de vinilos, con su gran tamaño, acompañaban la mayoría de la veces agradables sorpresas. Este texto acompañaba al disco.





Este disco contiene la grabación de algunos fragmentos un tanto inconexas de “Les Luthiers hacen Muchas Gracias de Nada” y es apenas un pálido reflejo de un espectáculo que en su versión teatral estaba constituido por muchos fragmentos un tanto inconexos.
Comienza con El Rey Enamorado, en el estilo de teatro isabelino, que haría sonreir satisfecho al mismísimo Shakespeare: jamás podría darse cuenta –ni él ni nadie- de que esta parodia trata de involucrarlo.
Sigue La Tanda, homenaje a nuestra tan vapuleada televisión, a su audacia que ya es coraje, a su fino manejo del absurdo y a sus muestras de humor, que se perciben a veces incluso en los programas cómicos.
Luego, y procedida de unos sabrosos -¿sabor a qué?- Consejos para Padres viene La Gallina dijo Eureka, con nuestro convencimiento de que los niños son el futuro, idea que también profesan aquellos que produciendo cierta música para niños se aseguran el futuro. Y que van modelando, con pueriles canciones para niños, el gusto de los que el día de mañana consumirán pueriles canciones para adultos.
La cara B se encuentra fácilmente dando vuelta al disco. Contiene exclusivamente Cartas de Color, una verdadera epopeya. Durante  meses estudiamos la real historia de los negros de Estados Unidos y nos documentamos sobre sus orígenes africanos. Y aún así decidimos poner en escena Cartas de Color. Básicamente, queríamos evitar una historia veraz pero aburrida y estamos seguros de haberlos logrado, sobre todo en la que se refiere a la veracidad ¡Había que vernos imitando las ceremonias tribales, las contorsiones rituales, el baile final! Parecíamos nacidos en el corazón de África, tal vez de padres belgas.
Una última aclaración. Sabemos que escuchar una grabación no es lo mismo que haber presenciado el espectáculo. Pero si el oyente de este disco hace un esfuerzo y trata de imaginarse los lujosos decorados, el suntuoso vestuario y nuestros deslumbrantes desplazamientos, podrá equipararse a quienes vieron Les Luthiers hacen Muchas Gracias de Nada: ellos también tenían que imaginarse todo eso.



sábado, 9 de mayo de 2015

Holmes, sweet Holmes por GUILLERMO CABRERA INFANTE


Cuando mi padre vino de Cuba a visitarnos en Londres el verano pasado no pidió más que dos cosas: ir a orar (es un decir) ante la tumba de Karl Marx y conocer la casa en que vivió Sherlock Holmes. "En el 221-B de Baker Street", dijo mi padre. Era obvio que, para él, viejo comunista (ha cumplido ya 85 años), la realidad de uno era la ficción del otro. Y viceversa. De hecho, ir en peregrinaje ante el busto enorme y macizo de Marx era infinitamente más fácil que visitar los predios del primer detective consultante. Es mil veces más posible creer en la asombrosa existencia actual de Holmes que en la tenue posibilidad de que Karl Marx haya existido una vez. Mi padre pidió ir al cementerio donde está la tumba de Marx, pero quiso visitar la casa de Holmes. Marx, finalmente, está enterrado en Highgate, pero Holmes vive todavía en alguna parte de Londres, de Inglaterra, del mundo: está hecho de la estofa del mito. Marx, como el Dios de Nietszche, ha muerto. Holmes vive.Sherlock Holmes es posiblemente el único personaje de ficción que se ha convertido en una persona con residencia fija. Es decir, es un ser humano con una vida real (esa palabra, sin embargo, es enemiga de los creyentes en Holmes), que vivió en Londres y habitó exactamente en el 221-B de Baker Street. Hay, sí, otro personaje que pasó de la ficción a la vida: don Quijote, y, prendido a él, su constant companion Sancho. No es casualidad que la pareja Victoriana de Holmes y Watson se parezca tanto al par castellano de dos siglos atrás. Holmes, alto y delgado, asalta a los gigantes del crimen y los convierte en molinos, en molinillos, mientras un Watson bajo y robusto recomienda prudencia como si fuera un agente de seguros. Holmes, adicto a las drogas y a la música. Quijote, adicto a los libros, otra droga, que toma sin diluir. Watson, realista y dado a la premonición de uno o dos desastres reales. Sancho, el de los refranes y las cautelas de Castilla. ¿A qué seguir? Lo importante es que en un lugar preciso de Londres del que todos dicen acordarse vivió el detective que hizo de su ocupación un oficio del siglo XIX y que convirtió esa palabra, detective, en sinónimo de la magia de la deducción. Conan Doyle, señalando a la fuente y origen a lo lejos (el doctor Bell, cirujano escocés), escamoteó al verdadero creador del método deductivo aplicado al crimen, C. Aguste Dupin, el ocioso caballero inventado por Edgar Poe. Holmes, además, dio origen al mito de que la policía, pública o privada, porque persigue al criminal, es más noble que el crimen. Holmes (que se burlaba de Scotland Yard ante la presencia del siempre confuso inspector Lestrade y la ennobleció como institución con la detección del crimen ingenioso por medio de otro ingenio aún más poderoso: la maquinaria de la ley) tenía, como lo vio bien Watson, mentalidad de delincuente. Por eso, gracias a eso, llegaba a la solución de cada crimen. Después venía la otra solución, la del alcaloide, la que hacía del tedio de Londres una fería en la niebla.

Watson, es importante anotarlo, era, según Holmes, atraetivo a las mujeres, y se casó por lo menos dos veces. Holmes era totalmente indiferente al sexo femenino, excepto cuando, caballero victoriano que era, la dama estaba en peligro, rodeada de crimen, o era, por el contrario, peligrosa, ella misma el crimen. La seductora americana Irene Adler fue su sola Némesis. Holmes, al alardear de que había sido derrotado por el crimen sólo cuatro veces, añadía: "Tres veces por hombres y una vez por una mujer". Para Holmes, Irene Adler, contralto aventurera nacida en Nueva Jersey (¿heredera de las máquinas de sumar o parienta del psiquiatra freudiano?), era la mujer. Lo fue siempre. Holmes, el misógino, se hizo missógino.

En la realidad de la ficción, Sherlock Holmes, vivió tanto como una persona cualquiera, pero el personaje se convirtió en inmortal mientras vivía. Conan Doyle ha durado menos. Así Holmes se ha transformado en un ente independiente, en un agente de la inmortalidad. Otros guardianes de la posteridad se han congregado para producir un volumen de obras, o tal vez una obra sola, que considera a Holmes como una criatura que existió una vez, con fecha de nacimiento y muerte, acompañado, en parte de su vida por una especie de manso amanuense o secretario sin secretos que recogió sus aventuras y describió exhaustivo su aspecto, afectos, manías, vicios y gestos y gestas en una saga única, el corpus (¿tal vez delicti?). Esa compañía casual o buscada se llamó el doctor John H. Watson, a quien el folclor siempre antecede un "elemental, mi querido", que es postizo. El pretendido autor de la biografia en historias sucesivas del detective consultante más famoso del mundo también existió, mientras Arthur Conan Doyle quedó reducido al papel de agente literario que buscaba acomodo a las historias de la vida real. De preferencia en el Strand Magazine y en otras revistas, americanas de ser posible.

Nosotros, los lectores de las aventuras de Sherlock Holmes, somos privilegiados conocedores de una biografía en serie. Estos eruditos y estudiosos de lo que también se conoce como el canon toman a Holmes absolutamente en serio, y a Watson, como absoluta broma. El resultado es que el admirado detective y su admirador segundo cobran nueva vida. Otra vida de hecho. No la vida bréve del Strand, sino la vis cómica de la anotación en serio de un códice codiciado por falaz. No es posible ya leer a Watson como una invención de Conan Doyle. Doyle se ha convertido a suvez en Conan el barbero que opera desde una silla giratoria en una barbería de Fleet Street y todo lo ve y todo lo anota, pero, lamentablemente, apuesta a los caballos en una cercana oficina de Ladbroke. Holmes queda aquí como el proveedor de las anotaciones no muy exactas del buen doctor, y Sherlock vive. ¡Vive!

Cuando le dije a m¡ padre que parte de una aventiara de Sherlock Holmes, Los planos de Bruce-Parrington, ocurría en el barrio: en el metro de Londres, en la estación de Glou.cester Road, ahí al lado, como, quien dice, saltó de alegría: "¡Quién lo hubiera visto!". Debí añadir que en un restaurante de, nuestra misma calle, que todavía existe, pero del cual, modestías que se pueden leer molestias a la hora de comer impiden revelar su nombre, cenó Holmes, que era todo menos un gourmet. En el cuento (o mejor recuento) de Watson es Holmes quien le envía una nota bene desde allí: "Estoy ceinando en el restaurante Goldini de Gloucester Road en Kensington". (Necesaria aclaración, pues hay varias Gloacester Road en. Londres, como saben los carteros y mis corresponsales extranjeros.) "Por favor, venga enseguida". (Holmes y Watson nunca, ni en la intimidad, se tutearon, aunque durmieron años bajo el mismo techo: caballeros victorianos que fueron.)

Oscar Hurtado, experto holmeslano en La Habana, me dejó saber que Sherlock Holmes nunca usó el metro. Error de lejanía: ahora lo usaba para medir al muerto y su matador. Holmes se desplazaba, es verdad, en coche (los llamados hansoms en Inglaterra) por Londres, pero tomaba el tren a menudo, y si una histona, como ésta, lo exigía, sabía sacar partido del underground. Watson no tomaba el metro, tomaba notas.

Cuando Watson llega por fin al restaurante, tarde y sin aliento, ocurre un intercambio que me concierne: hay humo. "¿Ha comido usted algo?", le pregunta Holmes solícito. "Entonces", agrega sin esperar la respuesta de Watson, "acompáñeme en el cafe con curasao. Pruebe uno de los cigarros del propietario. Son mucho menos venenosos de lo que se podría suponer". Hasta la iglesia de San Esteban, en mi esquina, da las once horas con una claridad que niega la niebla, la espesa niebla, la persistente niebla que percude las páginas del canon. Por esa época, otro victonano singular, Oscar Wilde, declaró que nadie había notado la niebla de Londres hasta que la pintó Whistler. Muerto Whistler, ya no hay niebla enLondres, y sólo se puede ver en las narraciones de Watson sobre su amigo el dulce y agrio Holmes: sweet and sour Sherlock.

"¿Qué le parece, Watson?", dijo Holmes refiriéndose a su caso.

"Una obra maestra".

Y así fue y así es: una obra maestra que mi máquina calca de las profusas notas del doctor John H. Watson, M. D. Mi máquina de escribir, esta IBM electrónica que hace de mis días idos con la letra y mis noches oscuras como la cinta de carbón que las describe, fue comprada, cosa curiosa, en Baker Street, calle comercial. Watson la habría encontrado extraña: una tiperrita automática. Holmes se habría intrigado con su mecanismo iriada elemental. Sobre todo, el detective habría examinado la. tecla de dele, esa que hace los errores delebles y las ideas indelebles. Es la tecla digital. Habría escrutado algunas cenizas exóticas y luego, aburrido, se habría preparado su coca-cola blanca.

No encontré nunca el verdadero 221-B de Baker Street. Lo busqué, por supuesto, donde no podía hallarlo. Debí regresar a las aventuras de Holmes para saber que se iniciaron, todas, en un apartamento, de la imaginación. Mi padre, casi inválido, a quien conduje por el laberinto de Londres, fue una parodia del protagonista de la primera obra de ficción detectivesca que es también un cnmen. En ella, la huella del crimen que busca el criminal que se ignora es su propia huella. De pronto, mi padre señaló a la esquina de la calle más famosa de Londres y gritó: "¡Allí! ¡Allí está! ¡El 221-B de Baker Street!". Pero el 221-B nunca existió. Fue la manera que tuvo Watson de quemar todas las pistas. Además mi padre es ciego. Fue por eso que mencioné a Edipo, el primer detective. Edipo, Eddy Poe. Ciegos que ven pistas que ciegan.


El Pais 11 ENE 1987

La Feria del Libro de Madrid 2015 ya tiene cartel




El cartel del artista madrileño Fernando Vicente da la salida a la 74 edición de la Feria del Libro de Madrid, una cita cultural que se celebrará en la capital del 29 de mayo al 14 de junio y que contará con 368 casetas y 471 expositores.

El cartel plasma el "amor por los libros" y representa, en palabras de su autor, "el flechazo que recibimos cuando la lectura nos atrapa y llegamos a pensar del libro que tenemos en la mano que alguien lo escribió para nosotros", según informa la organización de la feria en una nota. Además, Vicente (1963) ha querido plasmar "la alegría y el disfrute con los libros" a través del gesto de la protagonista de la ilustración.

domingo, 3 de mayo de 2015

Antipolicial absoluto

 'Crónica de una muerte anunciada' de García Márquez.

ANA MARÍA SHUA 11 ABR 2015

“Es mi mejor novela”, dijo en su momento Gabriel García Márquez, “la que mejor he podido controlar”. Sin embargo, sin el éxito escandaloso y merecido de Cien años de soledad tal vez no conoceríamos la felicidad que nos produce este libro. Es una historia terrible: ¿cómo es posible que tanta felicidad sea el producto de tanta desdicha? Esta es solo una de las preguntas que esta nota no intentará responder. Nada le estoy anticipando al lector si le informo que el protagonista, Santiago Nasar se despertó ese día a las 5.30 de la mañana, salió de su casa a las 6.05 y fue destazado como un cerdo una hora después. Nada importante estoy develando si le cuento que los asesinos fueron los hermanos Vicario.

Es que esta novela sobre un hecho policial es una suerte de anti-policial absoluto. Aquí no hay ningún misterio. Desde las primeras líneas, el destino de los personajes está trazado con cruel precisión. ¿Por qué seguimos leyendo, entonces?

Con El Otoño del Patriarca, una novela exagerada, desmadrada, García Márquez se propuso exacerbar sus recursos, llevarlos hasta las últimas consecuencias. En Crónica de una muerte anunciada se propone todo lo contrario. Control es la palabra que usa para presentarla y de eso se trata: ajuste, precisión. Nada de magia: todo sucede por arte de realidad.

Excepto la magia de su escritura.¿Por qué seguimos leyendo? Por muchas razones. Por ejemplo, porque el autor sigue sacando de la galera esa prosa inclemente, esa adjetivación de aquelarre tan fácil de imitar, y que sin embargo no existía hasta que Gabo la hizo brotar de los enredos de su corazón y las entretelas de su mente lúcida.

Crónica pivotea entre realidad y ficción. Lejos del informe periodístico, utiliza sin embargo sus recursos. El autor se divierte confundiendo al público con sus declaraciones: “Mi madre me pidió que nunca escribiera ese libro mientras estuvieran vivos algunos de sus protagonistas”. “Solo los nombres de mis familiares son verdaderos”. El crimen real sucedió en el año 1951 en el municipio de Sucre. García Márquez estaba allí. Treinta años tuvieron que pasar para que la novela, contada en primera persona, tomara forma y sentido.

¿Por qué seguimos leyendo? Porque nos invita a conocer un mundo asombroso, lleno de personajes geniales, estrafalarios. Ojalá pudiéramos estar allí, en ese lugar extraordinario. Pero si estuviéramos, ¿qué veríamos? Un pueblo tropical y soñoliento, que despierta de vez en cuando en tristes parrandas fogoneadas por el alcohol, donde un puñado de habitantes hartos de verse las caras viven en un aburrimiento infinito. El resto es magia literaria, y de la buena.

A lo largo de cinco capítulos, el narrador va y viene en el tiempo, hacia el pasado y hacia el futuro, sin salir nunca de esas dos horas fatídicas en las que todo el pueblo supo y nadie quiso o nadie pudo contarle a Santiago Nasar que los hermanos Vicario lo estaban esperando para matarlo. Como una baba de caracol, Santiago va dejando a su paso un rastro brillante de fatalidad. Y el lector lo sigue, fascinado.


El Pais, 11.04.15

Un viaje por el afán de los deseos y el milagro amoroso


'El amor en los tiempos del cólera’, de García Márquez

CLARA SANCHEZ 28 MAR 2015

Los realismos con apellidos (mágico para las mentes exuberantes, sucio para las contenidas) son fruto de nuestro esforzado, duro e inventivo siglo XX. Algo debimos de vivir y sentir los seres humanos en este tiempo que nos creó la necesidad de contarlo a través de esa imitación de nosotros mismos que llamamos novela. Y si estamos más o menos preparados para afrontar una visión cósmica y plural de la realidad es porque la genial narrativa del XX nos propuso un pensamiento fragmentado y la relatividad de nuestras almas. Supuso un intento en todas las direcciones posibles de atrapar lo que los tiempos traen, un intento de encontrar nuestro lugar en un mundo repentinamente nuevo, que nos obligaba a correr tras el tiempo para no quedarnos solos. Qué agradecidos estamos a la lucidez de un Kafka o un Camus, precedidos por supuesto del gran Stevenson y más atrás aún por Gogol, que nos empujaron a adaptarnos a nuestro sentimiento de extrañeza. Seguramente para alcanzar este grado de intuición fue necesario a veces cercar con una valla la incertidumbre y una vida descontrolada por la guerra, el fantasma de una economía tirana, las innovaciones revolucionarias y cierta libertad. Por eso hemos hecho nuestros los territorios cerrados de William Faulkner, Juan Rulfo o Gabriel García Márquez, que reconstruyen el mapa interior de nuestro desconcierto. Yoknapatawpha, Comala, Macondo.

Macondo es el nombre mítico unido a Gabriel García Márquez, cuyo asidero existencial y poético es el amor. Los propios títulos de algunas de sus novelas nos adelantan su interés por este sentimiento demoledor: Del amor y otros demonios, Diatriba de amor contra un hombre sentado: monólogo en un acto, El amor en los tiempos del cólera. El amor es el motor que mueve las aguas y hace temblar la tierra. Pero también es un refugio. En El amor en los tiempos del cólera aparece como un fin en el que refugiarse Florentino Ariza, cuya vida desde la más temprana juventud se convierte en un plano inclinado hacia su adorada Fermina Daza.

No todo el mundo tiene la suerte de contar con un objetivo, una predestinación, una constante sentimental en el grado más profundo, que dura nada menos que sesenta años. Florentino no se resigna, quiere culminar el pensamiento de Platón de que “el amor es la expresión del deseo de aquello que nos falta” completándolo en un viaje por el fabuloso río Magdalena, en Colombia, cuando Fermina y él ya tienen más de setenta años. Pero toda la complejidad de la novela, sus numerosos personajes, la sensualidad de los paisajes, la enfermedad y la muerte, son atraídos y tragados por el agujero negro del amor. Toda una educación sentimental en torno a la complicada escala de colores de la más intensa emoción humana, que nombramos con una sola palabra cuando necesitaríamos mil.

García Márquez nos adentra en el afán amoroso, como ellos por el río, durante quinientas páginas hasta que en la madurez los protagonistas logran sincronizar sus deseos en medio de un universo infinito e indescifrable. Todo un milagro. Y los lectores disfrutamos del placer de pasar por dichas páginas despacio, con la sensación de pisar tierra para, de pronto, tropezar con algo que brilla o que huele maravillosamente bien.

Transcurridos los años en que se encasilló a García Márquez en el realismo mágico y en el boom latinoamericano, es el momento de leerle con la misma gran libertad creativa con que él siempre escribió. Nos enseñó a no temer nuestra propia imaginación y compuso una voz literaria única: sobre un suelo llano que su calidad de periodista despojaba de cualquier floritura, el visionario, el poeta, dejaba caer aquí y allá el sentido más hermoso del mundo que nos ha tocado en suerte.

La historia extraordinaria de un hombre común


 ‘Relato de un náufrago’, de Gabriel García Márquez

JOSÉ OVEJERO 2 ABR 2015

Cambiar el estilo de una narración altera su significado. Cambiar el estilo es contar una nueva historia. Cuando el joven periodista García Márquez escribió por primera vez este relato, en 20 entregas publicadas diariamente por El Espectador,casi todos los colombianos creían conocer los hechos. La dictadura de Rojas Pinilla había creado y difundido del suceso un cuento épico: el destructor escorándose en alta mar azotado por la tempestad; dramático: los ocho hombres que caen al agua y desaparecen; heroico: el marinero capaz de sobrevivir en una balsa tras pasar 10 días sin comer ni beber. Música militar, fanfarrias, loas a la patria. El protagonista, Luis Alejandro Velasco, había repetido esa versión en numerosas entrevistas.

La historia que cuenta García Márquez, aunque con hechos parecidos, es otra: el destructor se escora demasiado no por la fuerza de los elementos sino porque la carga que lleva de contrabando está mal estibada. Además, el superviviente no es el héroe que han difundido los medios y la propaganda oficial: tiene miedo, está confuso, toma decisiones erróneas. Sobrevive más por casualidad que por su voluntad de hacerlo. El tono intimista y coloquial transforma la narración tanto como las nuevas informaciones. En ese tono no se puede contar algo que exalte el orgullo nacional.

Cuanto más feroces son los dictadores más necesitados están de una épica patriótica tras la que ocultar su violencia. Rojas Pinilla no se tomó bien que ridiculizasen la versión oficial. García Márquez encontró aconsejable abandonar el país y poco después El Espectador fue cerrado por las autoridades.

Así, el éxito de la nueva versión del naufragio se debió en parte a que, en el fondo y en el tono, dejaba al descubierto las mentiras del régimen. Pero si hoy sigue interesándonos, aunque desconozcamos el contexto político, es más bien por razones relacionadas con el estilo y con la habilidad narrativa. Vargas Llosa escribió que lo más difícil era describir los días casi idénticos y vacíos de Velasco en alta mar “sin incurrir en repeticiones o caer en la truculencia”. García Márquez lo consigue mediante un personaje que narra en primera persona y con naturalidad, también con cierta ingenuidad, lo que le ha sucedido, pasando de lo banal a lo trágico como quien sabe que la línea que los separa es a veces indistinguible, que en la vida real esas etiquetas no tienen sentido.

Sin embargo, detrás de esa naturalidad hay una cuidadosa composición: los sucesos que rompen la monotonía están perfectamente dosificados, también los momentos de esperanza y de desaliento. La lentitud se convierte en ritmo. Pero lo que da auténtica fuerza al libro es su peculiar uso del suspense. Un cronista cuenta historias cuyo final el público a menudo ya conoce, y por ello debe ser capaz de crear interés y tensión no ocultando el desenlace, sino a través de los detalles que llevan a él. Por eso el narrador de este relato anuncia con frecuencia lo que va a suceder antes de contarlo. Ahí está la semilla de un estilo y de aquella novela que comenzaba diciendo “El día que lo iban a matar...”. Pero eso es ya, literalmente, otra historia.

El Pais 3 abril 2015