jueves, 17 de septiembre de 2015

EL RUIDO Y LA FURIA (1929) de William Faulkner Por Antonio Muñoz Molina


Un libro imposible

A principios de la primavera de 1928 no parecía que William Faulkner tuviera mucho porvenir, ni literario ni de cualquier otra clase. Con más de treinta años, sin ninguna profesión conocida, vivía de trabajos esporádicos, acogido como un zángano en la casa familiar, aislado en su pueblo remoto y palurdo. Estaba comprometido para casarse con una mujer divorciada y con dos hijos, su amor recobrado de la adolescencia, pero nadie sabía —ni él mismo, desde luego— cómo pensaba mantener a su nueva familia. Por esa época había hecho algún trabajo como pintor de brocha gorda, e incluso había probado a destilar licor clandestino, con el que pensaba obtener algún beneficio. Después de un viaje a Memphis, en el que perdió jugando a la ruleta el poco dinero que llevaba, descubrió que su licor había desaparecido: parte robado, parte incautado por la policía, en plena Prohibición.

Había cobrado modestos adelantos con cargo a una novela en la que tenía puestas muchas esperanzas, la tercera que escribía, a la que le había dado el título magnífico de Flags in the dust (Banderas en el polvo). Pero la carta que recibió de su editor habría hundido a cualquiera: no sólo le devolvía
el manuscrito de la novela, que le parecía confusa y desordenada, sino que le sugería, casi por su bien, que no se la mostrara a ningún otro editor. Sin trabajo, sin porvenir, con su manuscrito rechazado, cualquier otro escritor, por vocación que tuviera, habría pensado en abandonar el oficio, o al menos en escribir algo más simple, más fácilmente comercial o aceptable para las editoriales. Lo que hizo fue sentarse de nuevo en su escritorio y empezar un libro no ya difícil, sino casi imposible: un libro, dijo luego, que escribiría no para los editores ni para los críticos o el público, sino exclusivamente para sí mismo, como si no hubiera nada ni nadie más en el mundo, como un suicida que no tiene nada que ganar ni perder.

Tenía un título, Twilight, e imaginaba al principio que se trataría de un relato corto. Aparte del título, tan poderoso de sugerencia, tenía una o dos imágenes, en apariencia nada relevantes: una niña y su hermano pequeño que se echan agua el uno al otro bañándose en un río; una niña que escala por la rama de un árbol para ver qué ocurre al otro lado de una ventana, mientras los otros niños, menos audaces que ella, la miran desde abajo, y ven bajo la falda sus pantaloncillos manchados de barro. A partir de la emoción poderosa de esas imágenes, sobrevividas, sobrevenidas de la infancia, del recuerdo de un día de invierno en que los niños de la casa tienen que quedarse en el jardín para que no vean la agonía y la muerte de su abuela, fue creciendo a lo largo de unos pocos meses de invención febril The sound and the fury, con una mezcla rara de cálculo y delirio, de memoria precisa e imaginación arrebatada. Tan sólo unos años antes, Joyce había intentado en el último capítulo de Ulises el reflejo sin mediaciones de puntuación, de pudor o de estilo, de una corriente de conciencia, del modo inconexo en que las palabras y los pensamientos fluyen de verdad en la mente de alguien, una mujer vulgar y carnosa, insatisfecha, mezquina, que se revuelve en el insomnio de su cama conyugal. Discípulo de Joyce, Faulkner da un paso más allá que el maestro, y además no lo hace al final de su libro, sino en el mismo principio, de modo que el lector ha de encontrarse de golpe con algo que no sabe lo que es, con una yuxtaposición de imágenes, palabras, hechos, que en apariencia no tienen sentido, porque están sucediendo en la conciencia de un retrasado mental, el cual no es capaz de ordenar lo que ve o lo que escucha en líneas de causa y efecto, y menos aún distinguir entre el presente y el recuerdo, entre el ahora mismo y las diversas secuencias del pasado. 

Desde el Lazarillo y el Quijote, la literatura de ficción traslada el eje del mundo a los márgenes menos respetados, al punto de vista del mendigo o del loco, del rechazado, de la mujer enajenada, del niño, del proscrito: Benjy, el primer protagonista de El ruido y la furia, no es sólo una mirada y una voz que trastornan los códigos de la novela, sino también un personaje de carne y hueso y absoluta inocencia, de sufrimiento y ternura. Una palabra que parece inocua, pronunciada por un jugador de golf que llama a su asistente —caddy— es el ábrete sésamo, el Rosebud que contiene el secreto de su vida, que provoca en su memoria trastornada las ondulaciones del desamparo y la añoranza. Al otro lado del libro, en la última de sus cuatro partes, está la correspondencia exacta con la figura de Benjy, el testimonio de Dilsey, la sirviente negra que lo ha visto todo y lo ha soportado todo, la que sostiene con su entereza y con su trabajo rudo y sin recompensa el edificio de una familia en ruinas. Y entre medias, en las dos secciones centrales, una escrita desde el interior de una conciencia volcada hacia el suicidio y la otra en una tercera persona de indiferencia casi clínica, se contraponen el haz y el envés de una familia, los caracteres adversos de dos hermanos que sólo tienen en común, aparte de la propensión familiar al desastre, la invocación obsesiva de la misma hermana ausente que surge y se esfuma en las fantasmagorías de la memoria rota de Benjy. 

Porque El ruido y la furia, que es una novela tan sombría, tan poblada por la confusión y el horror a los que hacen referencia los versos de Shakespeare de los que viene el título, también tiene una arquitectura exacta, hecha de simetrías y de contrapuntos, trazada con el rigor de un cuarteto de cuerda: para ser más precisos, uno de esos cuartetos de Bela Bartok en los que hay tempestades de disonancias y largas zonas de oscuridad que poco a poco revelan al oído atento la pureza y el sentido de su forma. Decía Cyril Connolly que literatura es aquello que ha de ser leído dos veces. Deslumbra encontrarse por primera vez con las páginas de El ruido y la furia, pero es en la segunda lectura cuando empieza a descubrirse de verdad toda la belleza, la intensidad y la audacia de este libro que Faulkner escribió pensando que tal vez no lo leería nunca nadie.

© 2002, Antonio Muñoz Molina

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Alicia maravillada

Los 150 años de 'Alicia en el país de las maravillas' reafirman su condición de voraz agujero negro rebosante de significados

RODRIGO FRESÁN 31 AGO 2015



Ilustración de Eva Vázquez

Los 150 años de Alice’s Adventures in Wonderland, de Lewis Carroll (conocida entre nosotros como Alicia en el país de las maravillas, donde el territorio asciende o desciende a nación), no hacen otra cosa que potenciar su condición de voraz agujero negro. Su luz no es la de una lejana estrella muerta, sino la de un Big Bang que no cesa. En las oníricas y pesadillescas idas y vueltas de Alicia al mundo subterráneo —y, seis años después, en su secuela espejada— se pone en evidencia una y otra vez que allí dentro todo entra; que no hay interpretación que no le quepa; y que su encanto y delirio son perfectamente asimilables por toda moda desde entonces y para siempre.

La niña inmensa o empequeñecida en perpetua batalla contra una monarca loca fue creada por el inglés y escritor y matemático y fotógrafo y diácono anglicano Charles Lutwidge Dodgson (alias Lewis Carroll) durante una excursión en bote entre Folly Bridge y Godstow, la "tarde dorada" del 4 de julio de 1862 (aunque los registros meteorológicos de la fecha reportan que era un día frío y lluvioso). Carroll la invocó para divertir a la muy fotogénica Alice Pleasance Liddell y hermanas. Se las contó en voz alta y clara; pero a la mañana siguiente ya estaba escribiéndola. Y la tuvo lista en 1864 para, en una hoy desaparecida versión más breve y de su puño y letra, obsequiársela a la niña de sus ojos antes de Navidad. Al poco tiempo, por motivos nunca aclarados —¿un beso robado?, ¿una desconcertante petición de matrimonio?—, los Liddell rompen toda relación con Carroll y destruyeron la correspondencia del visitante con su hija. A finales de 1865 —tres años después de esa primera línea en la que se nos informa que Alice estaba muy cansada y sin nada que hacer, y que le irritaba el libro que leía su hermana mayor porque no "tenía conversaciones ni ilustraciones"— ya todos sabían quién era la viajera soñadora de ese libro tan conversado e ilustrado.

La primera impresión fue algo tibia y bastante desconcertada (sin embargo, fueron unánimemente celebrados los grabados de John Tenniel). Pero para finales del siglo XIX, cuando Carroll muere célebre y adinerado, Alicia… ya era un clásico indiscutido aunque inclasificable y G. K. Chesterton celebraba su llamado a la anarquía en un paisaje reprimido y estrecho de miras y de miradas. "Me alegra que mis libros produzcan placer, pero no son una lectura muy saludable", diagnosticó en una carta el propio Carroll, acaso ya inquietado por todo el merchandising generado por su criatura, incluyendo toallas, modelos para armar, cuadros y postales, canciones de cuna.

Como todos los greatest hits de su género, Alicia… es un libro falsamente infantil ("No son libros infantiles, son libros que nos convierten en infantes", precisó Virginia Woolf en su introducción a la obra completa de Carroll). Un agujero sin fondo rebosante de significados y claves que van desde el juego de palabras, pasando por el problema ajedrecístico-matemático, hasta la sátira política más irreverente. Alicia…, también, está inevitablemente adelantada a sus tiempos y anticipa la interpretación freudiana, la visión surrealista y la alucinación psicodélica que llevaría a Carroll a ser uno entre tantos en la portada de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, de The Beatles (aparece junto a Marlene Dietrich y T. E. Lawrence), y a los Fab Four a alicificarse sin pudor ni disimulo en su visita a la Pepperland de Yellow Submarine.

Alicia… es, además, uno de los grandes fetiches de la era victoriana que insiste en un tema clave de la época: el descubrimiento de la infancia como territorio (recién por entonces los niños comienzan a ser niños tal como lo son hoy, abren sus puertas los grandes imperios jugueteros, la clase media impone la unidad familiar moderna alentada por una reina revolucionaria y planificadora social) y la obsesión por la eterna juventud y la exploración aventurera e imperial del mundo (es sabido que el capitán Scott se llevó ambas Alicias… al círculo polar ártico). Así, Alicia junto a Drácula, Dorian Grey, Ayesha, Peter Pan: figuras totémicas que de algún modo ya anuncian a todos esos traviesos dandy-rockers químicamente insomnes y sonámbulos que no hallan satisfacción alguna y que esperan morir antes de llegar a viejos. Seres casi míticos que no sólo se resisten a la supuesta hermosura de la arruga, sino que se rebelan contra la idea de dejar de jugar por verse obligados a irse a la cama.

Desde entonces a Alicia la honran —y la suceden y no la superan y la mantienen por siempre joven y locuaz— películas mudas y parlantes, dibujos animados, mangas y cómics (uno de los enemigos de Batman es el Sombrerero Loco), canciones y álbumes (títulos de Jefferson Airplane, Tom Waits, Marilyn Manson, Bill Evans, Bob Dylan, Chick Corea, videoclips de Aerosmith y Tom Petty y muchos otros se nutrieron de ella), parodias y secuelas (a destacar la de Hugh Munro, Saki), gastronomía experimental, musicales y ballets, fantasías steam-punk, videojuegos y juegos de rol, reescrituras nazis, apropiaciones de Salvador Dalí y pinturas de Balthus, estatua en el Central Park y parques temáticos, y guiños de James Joyce, André Breton, Jorge Luis Borges, Gilles Deleuze, Paul Auster, Agatha Christie, Jeff Noon y Vladímir Nabokov, quien la tradujo al ruso como Anya antes de —con modales muy carrollianos— dar a luz a su propia nínfula Lolita.

Los fuegos artificiales por el siglo y medio de edad ya han disparado toda una batería de homenajes (una exposición de manuscritos y fotografías en la Morgan Library de New York) y reediciones varias. Entre las que se cuenta una bonita pero innecesaria encarnación especialmente para la Vintage Classics por la ya histórica punki-modista Vivienne Westwood (quien aporta un prólogo feminista-ecológico-anticapitalista combativo un tanto fuera de lugar pero acorde con los disparates a continuación), así como una imprescindible nueva aproximación al fenómeno de la niña fenomenal.

En el recién aparecido The Story of Alice: Lewis Carroll and the Secret History of Wonderland (Belknap Harvard), Robert Douglas-Fairhurst (quien ya había deslumbrado a la altura de otro reciente centenario, en 2012, con su Becoming Dickens: The Invention of a Novelist, donde repasaba los preliminares del hombre que sería titán y especialista en la creación de otros niños en problemas) no deja naipe sin marcar, taza de té sin servir, gran huevo sin romper, sopa de tortuga falsa sin sorber o gato sin sonreír.

En su exhaustivo pero nunca extenuante estudio, Douglas-Fairhurst tiene el mérito de reordenar todo el material conocido hasta la fecha (desde posibles antecedentes hasta certeros descendientes, nutriéndose de la ya canónica biografía de Morton Cohen, de las ediciones anotadas de Martin Gardner o del análisis del fenómeno fandom a cargo de Will Brooker) y su método recuerda a esos personajes interrogadores que la niña rubia que se dice: "Cuando crezca escribiré un libro sobre mí" encuentra sentados sobre una gigantesca seta o encaramados en la rama de un árbol. En resumen: si hay que leer un solo libro sobre Carroll y Alice y Alicia…, aquí está y ojalá se traduzca pronto. Porque en él Douglas-Fairhurst se dedica a fundir y a confundir y finalmente a destilar el producto del encuentro entre Carroll y Liddell. Así, Alicia es un ser mixto, hecho de pedazos, frankenstiano. Una cruza de dos vidas verdaderas como territorio donde se alza un mundo imposible. Y uno de los atractivos de The Story of Alice es el análisis del impacto que produjo en los lectores el enterarse de que había una Alicia "verdadera". Semejante impacto, según Douglas-Fairhurst, resultó en una suerte de crack metaficcional y una fascinación con la exniña que tuvo, para la involuntaria heroína, un efecto entre fascinante y desgastador. La última foto que le toma Carroll, cumplidos sus 18 años, fechada el 25 de junio de 1870, muestra a una Alice de mirada hastiada y rictus amargo. Más tarde, Alice fue cortejada y perseguida en vano por el escritor enloquecido John Ruskin (adorado por Proust, autor de la muy extraña y vanguardista "biografía autodestructiva" Praeterita) y por Leopold, hijo del príncipe de Gales. Pero Alice —quien en 1880 se casó con el muy decente y muy opaco y muy adinerado Reginald Hargreaves— ya no era de nadie porque era de todos.

Los muchos retratos de una Alice en Nueva York, en 1932, de gira por el Nuevo Mundo por el centenario de Lewis Carroll y obligada —por problemas económicos— a repetir en conferencias, una y otra vez, su recuerdo alterado para la ocasión de su génesis ficticio en aquella tarde embotada, la revelan con rostro como de sonámbulo: una persona maravillada que ya ha sido abducida por su personaje maravilloso. Y que, a la hora de la necrológica, dos años después, sería glosada con un Muere Alicia, la del país de las maravillas. Alguien cuya parte más importante de su vida tuvo y tenía y tendría lugar entre páginas. Para entonces, los libros que ella ayudó a escribir ya son —junto con la Biblia y Shakespeare— los más citados de la lengua inglesa.

Poco antes de eso, Douglas-Fairhurst relata un momento terrible y, sí, formidable: el encuentro entre Wonderland y Neverland. El día en que Alice Liddell junto al inspirador de Peter Pan y sus malhadados —el editor Peter Llewelyn Davies— inauguran una librería en la londinense Oxford Street. Cuenta Douglas-Fairhurst que uno y otra se miran cómplices pero no se dicen gran cosa (aunque ese cruce de mitos haya generado toda una obra de teatro de John Logan estrenada en 2013). Una carta de Liddell a una amiga habla de "cansancio y nerviosismo" y poco más. Llewelyn Davies se arrojó a las vías del metro en 1960 y, sí, su obituario no se privó de titular El niño que nunca creció ha muerto.

Las sospechas de pedofilia que persiguieron a Carroll y a Barrie todas sus vidas y sus muertes —concluye Fairhurst— fueron infundadas. Puede que ambos se sintieran atraídos por niñas y niños; pero sus intenciones fueron siempre sentimentales, no sexuales. Y, siempre, muy fantasiosas. Lo que les enamoraba no eran los niños per se, sino el idioma y los actos de los niños. Si de algo cabe acusárseles es de haber corrompido y utilizado a pequeños para moldearlos y modelarlos como gigantes que pueden reducir su tamaño y nunca jamás ser adultos.

La reciente Alice de Tim Burton —de la que ya viene una secuela— consigue una última y perturbadora redención: allí, impresionado por su afán aventurero, lord Ascot toma a un agrandada Alicia como aprendiz de a bordo en el trazado de las rutas oceánicas hacia la exótica y maravillosa China. Allí, Alice transformada en loba feroz y entrepeneur colonialista y explotadora más que lista para librar las llamadas guerras del opio. Y allí, seguro, recordando a esa enorme oruga fumadora que la aconseja mediante las más difíciles de las preguntas (hay más de 150 interrogantes a lo largo de todo el libro) sin respuesta. Una de ellas es, por supuesto, "¿Quién eres?". A la que Alicia responde con un "¿Quién soy? No puedo explicar quién soy, porque yo no soy quien soy".

Y, leyendo a Alice, nosotros tampoco.

Para formular respuestas así es que se ha inventado esa gran pregunta que es la gran literatura de todos los tiempos y para todas las edades en tardes doradas.

Esa literatura que, desde niños, nos ordena Cómeme y Bébeme.

Y nosotros —lectores muy bien educados— obedecemos; pero sabiendo que allí abajo o al otro lado del espejo siempre podremos ser como queramos y hacer siempre lo que quisimos.


El Pais Babelia 31.08.2015