domingo, 13 de noviembre de 2011

Cosecha Roja de Dashiell Hammett. Prólogo de Luis Cernuda




El novelista Dashieli Hammett acaba de morir en Nueva York. Después de haber gustado a tantos lectores, me parece, aunque carezco de noticia bastante como para permitirme afirmarlo, ha debido morir en medio de ese olvido que, tras unos años de éxito ruidoso, desciende de pronto y sin razón visible sobre tantas figuras aparen­temente queridas y admiradas por el público norteame­ricano. Porque, admitámoslo prontamente, se trata de un escritor de gran público, no uno de aquellos que entre nosotros acostumbraba a llamárseles, con expresión bien cursi, y precisamente por los mismos años cuando Ham­mett gozaba de más éxito, un escritor para «minorías selectas». El propio Dashiell Hammett no dejaría de reírse si pudiera oír eso de ser o de no ser un escritor para «minorías selectas», porque en él se reconoció, al mismo tiempo que a un best-seller, a un escritor para escritores, a un técnico agudo en el arte de la novela y a un estilista.
Nacido en St. Mary's County, Maryland, en 1894, tuvo adolescencia y juventud bien agitadas y variadas, lo mismo que no pocos otros escritores compatriotas suyos, comenzando a trabajar a los catorce años como recadista de una compañía ferroviaria, para pasar luego por diversos oficios hasta emplearse como detective privado, tarea que interrumpe la primera guerra mundial. Dañada su salud en ésta, recluido en hospitales varios, vuelve después al menester detectivesco, en medio del cual comienza a es­cribir. El éxito llega para él tras un período largo de trabajo duro y de incertidumbre.
Entonces, ¿es Dashiell Hammett un escritor de valor pasajero o un escritor de los que sobreviven a su tiempo? Lo de sobrevivir a su tiempo es cuestión espinosa y no corresponde a nosotros decidirla. En sus momentos me­jores nos parece superior a otros escritores que pasan por estar destinados a sobrevivir a su tiempo, como por ejem­plo Hemingway y hasta Faulkner, tan aburridos ambos en mi experiencia de lector, aun admitiendo la diferencia de valor que, a favor del segundo, hay entre él y He­mingway. Es interesante la indicación de que el parecer de André Gide, nada fácil en sus preferencias, era favo­rable a Dashiell Hammett, y en su Journal de 1942­1949 hace varias referencias al mismo, que vamos a citar.
El 12 de junio de 1942, dice: «He podido leer..., con asombro considerable bien cercano a la admiración, Co­secha Roja, de Dashiell Hammett (a falta de la Llave de Cristal, libro tan recomendado por Malraux, pero que no puedo encontrar por ningún lado).» El 16 de marzo del año siguiente, insiste: «Leído con vivísimo interés (y ¿por qué no atreverme a decir que con admiración?) The Maltese Falcon, de Dashiell Hammett, del cual hasta el verano pasado no había leído, y en traducción francesa, sino la asombrosa Cosecha Roja, muy superior al Falcon, al Thin Man y a una cuarta novela, evidentemente escrita por encargo, de cuyo título no me acuerdo. En lengua in­glesa o, por lo menos, norteamericana, mucha de la su­tileza en los diálogos me pasa desapercibida; pero en Cosecha Roja esos diálogos, conducidos con mano maestra, son cosa para enfrentarla con Hemingway y hasta con Faulkner; todo el relato mismo de una habilidad y cinismoimplacables... En ese género particular es lo más notable que he leído, según creo. Curioso por leer la inencontrable Llave de Cristal, que tanto me recomendaba Malraux.» El 22 de marzo del mismo año indicado, alude otra vez a Hammett: «Avanzo con dificultad en Chance; el libro menos bueno de Conrad que yo conozca (y conozco gran número de ellos). Esa lentitud minuciosa parece aún más cansada tras el paso vivo de Dashiell Hammett.»
Gide casi admira, sin atreverse- a reconocerlo, la no­vela Red Harvest, bien que admita que, entre una novela como ésa y otra de un novelista «artista», como la indi­cada de Conrad, ésta semeja lenta, pesada diríamos, para hablar francamente. En efecto, una novela como Red Harvest deja atrás, caduca a una cantidad de novelas que parecen o, mejor, parecían tener valor superior, pero que encontramos aburridas, y una cualidad esencial en el no­velista es la de entretener al lector.
The Glass Key y Red Harvest sí nos entretienen y re­conocemos que lo consiguen pulcra y seriamente, sin con­cesiones mercenarias al gusto vulgar: a la facilidad, a la superficialidad, al efectismo. Mas una vez leídas, y admi­tida la honestidad y el talento de su autor, acaso aún nos parezca que su lectura no ha alcanzado a despertar nuestra simpatía honda ni nuestra admiración indudable. Leemos para divertirnos o para aprender, quiero decir para nuestro aprendizaje intelectual, y poco podríamos aprender de una lectura cuando ésta, además de entretenernos, no consiga asociarnos íntimamente con ella, no despierte en nosotros la emoción de compartir una experiencia excepcional, tanto intelectual como humanamente.
Para conseguir eso, la visión de la realidad debe ir entreverada de afecto y de ironía, lo cual, desde Cervantes acá, ha sido meta del arte novelesco. Un novelista actual como Lawrence Durrell, por ejemplo, la alcanza en oca­siones; para comprobarlo léase ese episodio, en Bitter Lemons, sobre la compra de una casa en Chipre. Mas no basta, sin embargo, para proporcionarnos la entera emo­ción de hallarnos ante una honda verdad artística. En la vida ordinaria no vemos sino lo visible de ella y de los seres humanos; para verlos enteramente, para calar hasta esa zona invisible que ni ellos alcanzan a penetrar en sí mismos, donde la trivialidad e insignificancia aparentes pueden realzarse con un viso mágico, alternativamente poético, dramático o trágico, es necesario que el nove­lista, aliado con el poeta, nos dé vislumbre de esa otra dimensión humana que, desde Shakespeare acá, nos fuera revelada para siempre. (Y perdóneseme que saque a co­lación tan grandes nombres como los de Cervantes y Sha­kespeare.) No es necesario, ni fácilmente posible, que el novelista alcance adonde Cervantes y Shakespeare alcan­zaron (aunque Dostoiewsky y Galdós sí alcanzaran), ya basta con un acercamiento mayor o menor a esta meta ideal.
Nuestro escrúpulo excesivo nos está llevando a esperar de Dashiell Hammett cosas que él, probablemente, no pretendía ni buscaba; ya es bastante lo que nos da: reali­dad, consistencia, interés. Además, el ambiente intelec­tual de su país cuando él escribe sus libros no había lle­gado aún a la «sofisticación» literaria alcanzada en años posteriores, si no en general, al menos por un sector lo bastante fuerte como para imponer al resto sus opiniones como las adecuadas. Recuérdese que Joyce ha conseguido en Estados Unidos un reconocimiento y respeto más ex­tensos que en otro país cualquiera; recuérdese el éxito reciente de un escritor tan exquisitamente real y poético como Truman Capote.
Dashiell Hammett escribe en la época cuando la ley seca y las bandas de gansters daban a la vida norteameri­cana un carácter especial, y las obras de aquél, realistas como son, adquieren ese tono hard-boiled que sirvió luego para denominar genéricamente a tal clase de novelas. No sería justo exigirle, pues, que supo ver y expresar aquel ambiente con acuidad singular, dotándolo, por la reticen­cia y la aguda notación psicológica con que lo expone, de un valor novelesco indudable, que buscara también algo acaso extraño al mismo: la dimensión poética. Esta, dehaber intentado darla, acaso le resultara falsa, tanto en lo puramente delicado como en lo dramático.
Queda otra cuestión por aludir, concerniente al género novelesco que cultiva Dashiell Hammett: que ese géne­ro puede parecer a muchos secundario, por no decir mer­cenario. Gide tal vez lo insinúe, al hablar de «ese género tan particular», refiriéndose a la novela de detection. Di­cho género novelesco, que Poe inaugura brillantemente con sus dos historias The Murders in the Rue Morgue y The Mystery of Maríe Roget, con su juego ingenioso de observación y deducción, tiene luego un largo y vario proceso en manos de unos y otros. Pues bien, a Hammett, aunque en no pocos de sus relatos y novelas el protago­nista o agente es un detective (él crearía, con Samuel Spade, su personaje detectivesco), no me parece que se le pueda considerar estrictamente, al menos en sus libros mejores, como conforme al patrón del género. No hacemos la salvedad para excusarle de haber cultivado un género secundario o mercenario, sino porque, en efecto, no nos parece que The Glass Key y Red Harvest contengan pro­piamente misterio a descubrir ni trama siniestra a revelar.
El detective que actúa en Red Harvest (1929), para romper el círculo de la sórdida y terrible historia que allí se desarrolla, es, por lo pronto, polo opuesto de aquellas figuras románticas de tantas historias detectivescas, y carece del halo con que ya Poe provee a su Auguste Dupin y Conan Doyle subraya y teatraliza aún más en su Sher­lock Holmes. El detective que Hammett pone ahí en es­cena es de edad mediana, bajo y gordo, pero es igualmente eficaz que Dupin o Holmes en la tarea y, aunque su técnica sea bien distinta, realiza la hazaña de romper primero y exterminar después, gracias al procedimiento de enfrentar a unos gangsters con otros, la red con que aquéllos estrangulaban a Personville, donde fue llamado para asunto de su profesión y donde su olfato natural e incentivo profesional le obstinan en la tarea. Un juego de palabras al comienzo del libro, entre el nombre de ciudad, Personville, y como lo pronuncian algunos, Poisonville, nos encamina hacia la sátira y crítica del estado social del país en el momento que escribe, implícitas en la obra de Hammett'.
A este tipo de novela, donde apenas parecen concurrir las circunstancias del género detectivesco, algunos lo han llamado thriller, aunque tampoco en este caso la denomi­nación nos parezca adecuada. Lo característico es la astu­cia extraordinaria con que la acción y el relato de la misma están conducidos. Ya dijimos que Hammett no hacía concesiones ningunas a la facilidad, superficialidad ni efectismo. En cuanto a crear personajes, muchos de los suyos son inolvidables, como esta Dinah Brand de Red Harvest. La perfección del diálogo y el paso ágil y alerta de la acción, son absorbentes, como siempre en los libros mejores del autor.
En The Glass Key (1931), que Malraux con tanta ra­zón recomendaba a Gide, el protagonista, Ned Beaumont, no es un detective, sino guarda-espaldas y factótum del gangster Paul Madwig. La acción, tan viva como en Red Harvest, gira sobre el tema reticente de la lealtad en Ned para con Madwig, enamorados ambos (digamos enamo­rados, aunque sentimientos y pasiones sean aquí demasia­do complejos como para designarlos con una sola pala­bra), de Janet Henry, hija de un personaje político corrupto. Ned Beaumont guarda el secreto de esa atrac­ción, acaso hasta para consigo mismo, hasta bien avanzado el relato. Su amistad y lealtad para Madwig le lleva a emprender (acaso como compensación, ya que sabe cómo Janet está enamorada de él y no de Madwig) en el un­derworld de gangsters que regenta la ciudad, y para des­hacer la amenaza contra el imperio de Madwig, una tarea equivalente a la del detective en Red Harvest.
Ese sentimiento inconfesado de lealtad y de nobleza da al libro delicadeza recóndita, sin aludirse a él, dejando que el lector lo presienta si quiere y si puede. La acción es violenta en extremo: movida por la crueldad, la fuerza bruta y el instinto criminal, que se exhiben sin recato al‑
Dicha crítica del estado de la sociedad será mucho más apa­rente en otro novelista hard-boiled, Raymond Chandler al que creo seguidor genérico de Dashiell Hammett.guno, contrasta en ella el pudor de los sentimientos no­bles, de los actos desinteresados que, en cambio, quedan presentidos. Diálogo y relato se expresan con crudeza y sangre fría, con aparente insensibilidad que es en extremo curiosa: es una acción entre hombres, hombres fuertes y duros para quienes sería humillante y nada viril cualquier gesto de delicadeza. Por eso mismo resalta más la actitud noble de Ned Beaumont para con Paul Madwig. El amor apenas se exterioriza: lo presentimos latente en la acción. Ese es uno de los rasgos singulares en la novela de Dashiell Hammett: que los motivos de la acción quedan ocultos y el lector avanza por ella en una especie de niebla; hay que leer el libro con atención bien despierta para calar en la intriga y en los personajes. Lo cual es prueba de arte novelesco sutil y, ¿por qué no?, refinado bajo la crudeza v sarcasmo exteriores, los cuales no dejan de apuntar más o menos directamente, como ya dijimos, a la sociedad y al tiempo en que los personajes viven.
The Thin Man (1934) responde mejor al patrón de la novela de detection. Tenemos ahí a un ex detective profesional que se ve casi obligado a investigar un mis­terio: dónde está el invisible Clyde Wynant. The Maltese Falcon (1930), que sigue a la anterior en mérito decre­ciente, tiene también como héroe a un detective, Samuel Spade, que aparece en otras novelas largas y cortas de Hammett, dedicado aquí a la doble tarea de hallar el halcón de oro y de esquivar los engaños e intrigas de Brigid O'Shaughnessy que, sin decírselo, lo quiere para ella. Esta es, en su egoísmo y codicia, personaje curioso: terrible y en apariencia de una dulzura inerme ante el hombre. Mas la búsqueda del halcón, siempre dilatada por medio de nuevas intrigas, resulta a la larga monótona. Blood Money (1927) recuerda algo a Red Harvest en la astucia para deshacer el grupo de gangsters (aquí asociados en un robo considerable) y el engaño y doblez enconados que éstos practican para deshacerse unos de otros. Entre ellos son memorables la atlética Big Flora y el aparente­mente inocuo Papadopoulos, cobarde y traidor, master­mind en la maquinación del robo, y hacia el cual Big Flora parece experimentar una curiosa atracción medio maternal medio sexual. The Dain Curse (1929) acaso sea, entre las de su autor, la novela de menos-valor.
Quedan sus novelas cortas y cuentos, los que al co­menzar estas líneas no era nuestro propósito comentar suficientemente. De interés unos y otros, algunos de valor, por ejemplo, The Green Elephant, tienen un interés adi­cional: marcar más claramente que las novelas la frontera, en la obra de Hammett, entre lo novelesco literario y lo sensacional del thriller. Mas ya de un lado, ya de otro en esa frontera, la obra de Dashiell Hammett posee siempre la facultad de entretener poderosamente al lector. ¿Cuán­to tiempo durará en ella dicha facultad? Nadie puede responder a eso. Los tiempos cambian y las diversiones humanas también; lo único que no cambia es la sempi­terna necesidad humana de entretenimiento. Cervantes lo sabía, como indica el prólogo a sus Novelas Ejemplares: «Que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los negocios por calificados que sean: horas hay de recreación donde el afligido espíritu descanse.»
Y aunque la ocupación religiosa haya cedido algo en nuestro tiempo, según creo, y dejado por tanto horas desocupadas de un lado, que de otro ocupe la tan incre­mentada asistencia a los negocios, aún le quedan al hom­bre, aparte del tiempo que dedica a los entretenimientos del día, horas libres durante las que requiere materia para divertirse. Y ¿dónde mejor que en la lectura? Como no me figuro que le basten siempre a tal propósito libros como esos que se incluyen en tantas inefables listas de «diez mejores libros» (donde suelen incluirse no los libros que se han leído, sino los que se cree conveniente pre­tender como leídos), agradezcamos a Dashiell Hammett, que con tanta destreza y talento proporcionara a muchos, con sus obras, nueva y adecuada materia para satisfacer una necesidad humana vieja como el hombre.
Luis Cernuda (1961)

martes, 1 de noviembre de 2011

Algo por lo que recordarme (Saul Bellow) por Enrique Vila-Matas

Mezclar ficción y realidad es una garantía de fracaso literario. Lo cual recuerda el relato perfecto sobre un viejo narrador que evoca un episodio de su adolescencia, en el Chicago de la Depresión. Una pista sobre el carácter sagrado de la lectura.



CADA DÍA convivimos más con el ruido de fondo de crisis económi­cas, invasiones de países árabes, sorpresas de grandes gigantes far­macéuticos, reclamos de la industria del automóvil, tortugas Ninja, crímenes ho­rrendos, pavorosos terremotos devastado­res, Bolsas europeas que caen y caen y vuelven a
caer, episodios de estupidez humana transmitidos día tras día como si fueran una serie televisiva sin guionista.

En semejante ambiente nuestra agitada vida de víctimas de lo mediático nos recuerda a un fragmento irónico de El caballero inexistente de Italo Calvino: "Debéis disculpar: somos muchachas del campo (...) fuera de funciones religiosas, triduos, novenas, trabajos en el campo, trillas, vendimias, fustigaciones de siervos, incestos, incendios, ahorcamientos, invasiones de ejércitos, saqueos, violaciones, pestilencias, no hemos visto nada".

Es difícil en estas circunstancias de información masiva reparar en algo tan antiguo como una buena historia de ficción. Nos da la impresión de que no tenemos tiempo para atender a ella. No en vano hay un escaparate infinito en las nubes con todos los grandes libros olvidados.

Pero aun así, a pesar de situación tan difícil para los buenos libros, ¿hay que empujar a los escritores a que emparenten sus ficciones con los mil y un asuntos que baraja el gran espectáculo mediático? No es una pregunta extravagante. Entre tantas incertezas, una certitud parece que está arraigando peligro­samente entre nosotros: no se concibe una novela recién publicada que no permita un titular de prensa ligado a la más rabiosa ac­tualidad periodística. Para entendernos: hoy en día los movimientos de la conciencia de un anodino ciudadano portugués de la épo­ca del dictador Salazar no tendrían cabida como noticia relacionada con la aparición de un libro, salvo que se la pudiera relacionar con el último rescate económico de Por­tugal, o algo por el estilo.

Por eso quizá hay tantos periodistas que, en su búsqueda desesperada del titular, no quieren admitir que una novela pueda estar estricta y únicamente vinculada al mundo de la ficción, lo que, dicho sea de paso, en realidad no deja de ser lo más normal del mundo, puesto que ficción y vida se repe­len, esa al menos es mi experiencia. John Banville (en una divertida entrevista con  Mauricio Montiel que no desentonaría en Dublineses, de Joyce) dice haber descubier­to que jamás se puede mezclar ficción y realidad, pues cuando uno trata de insertar en la ficción nociones directas, nociones científicas, no encajan por ningún motivo: "Aún no comprendo cuál es el proceso, pero es como someterse a un trasplante de híga­do: el cuerpo lo rechaza. La ficción, al me­nos la mía, repudia las ideas tomadas direc­tamente del mundo".
Todo esto me recuerda que cuando uno comienza a escribir cree que es posible ex­presar la realidad. Si ha nacido en territorio español, todavía lo cree más, porque aquí en literatura todo el mundo es realista. Sin embargo, creo que lleva un cierto tiempo aprender, descubrir que lo único que se pue­de hacer es fabricar una realidad alterna y esperar que de alguna forma reproduzca, o narezca reproducir. la vida tal como la vivimos. Esta infantil frase de Banville la suscri­bo con entusiasmo: "El arte no es para nada la vida, sólo se le parece".

Aunque nos encontremos ante la novela más realista de la historia, esa realidad nun­ca puede ser la famosa realidad. Es algo tan simple como discutido hoy en día por algo más de la mitad de las mejores mentes de mi generación. Qué se le va a hacer. Lo mismo digo sobre la cuestión de los millo­nes de novelas y el escaparate infinito de los grandes libros olvidados. ¿Qué hacer ante semejante drama? Queda, de entrada, el consuelo de saber que nuestra conciencia es inmensamente más grande que todo el espacio mental que creen abarcar los res­ponsables del gran lavado de cerebro colec­tivo. Porque en realidad el gigantesco espa­cio del Gran Lavado jamás podrá competir con todo aquello que es capaz de percibir, en su espacio natural de libertad, una con­ciencia humana. Todavía nos quedan, creo, focos de libertad en nuestras mentes, los suficientes para tratar de escapar de la ba­nal representación sin tregua del gran tea­tro de Oklahoma. Y sirva esto, de paso, para decir que sospecho que ese secreto éxodo trágico, esa gran huida del terror mediático, se está convirtiendo en la verdadera odisea moderna y que alguien debería novelarla, porque a fin de cuentas es tan sigilosa como apasionante.









Ayer, por cierto, releí la odisea tan singu­lar que narra Bellow en Algo por lo que recor­darme, relato perfecto, incluido en la gran antología de sus cuentos. El argumento es algo complejo pero, a grandes rasgos, trata de un narrador, ya viejo, que recuerda un solo día de su adolescencia, en el Chicago de la Depresión. En el día que recuerda y que sabe que no olvidará nunca, una mujer le atrajo hasta su dormitorio, y una vez allí huyó dejándole desnudo, pues para robarle tiró toda su ropa (incluso el libro religioso que él estaba leyendo tan religiosamente)
por la ventana. Le tocó entonces volver a su casa, a una hora de distancia, atravesando el helado Chicago. Su odisea, cuando hubo conseguido que le prestaran unos harapos para el regreso, incluyó la idea de volver a comprar el libro —sagrado para él— que le habían robado. Pero, eso sí, para volver a comprarlo tenía que robar a su madre, que escondía su dinero en otro libro sagrado. Según el crítico Robin Seymour, esta histo­ria que no pierde de vista el carácter sagrado de las escrituras que meditan sobre el mun­do sitúa en primer plano preguntas que de­beríamos hacemos más a menudo; preguntas tan profanas como religiosas, preguntas a nuestra conciencia. ¿Cuáles son los días de nuestra vida que no olvidamos y por qué los recordamos siempre? ¿Cuáles fueron nues­tros días de conmoción y reflexión? ¿Cuán­tas veces recordamos que la actividad de la lectura puede tener un carácter profano o
religioso, pero en cualquier
caso sagrado?
Llevo escritas 981 pala­bras y me temo que no con­seguiré el efecto de breve­dad que pretendía ofrecer en esta divagación literaria que seguramente, por falta de espacio (menuda contra­riedad, incluso para el escri­tor de brevedades), se dirige hacia el final. Pero da igual, voy a terminar, no importa que me sienta como un far­do que tuviera toda una eter­nidad para arrepentirse de su escasa capacidad para la rapidez.
Ahora recuerdo que Be­llow, en el divertido epílogo que escribió para su antolo­gía de cuentos, sugiere com­batir la invisibilidad de los libros incorporando la breve­dad a ellos. Cita a Chéjov, por supuesto, y aquella frase maravillosa en su diario: 'Es extraño, ahora me ha entra­do la manía de la brevedad. De todo lo que leo —obras mías y de otras personas—nada me parece lo suficien­temente breve". Y luego se acuerda Bellow de un sabio japonés que recomendaba a sus alumnos la mayor breve­dad posible y que me ha he­cho pensar en un sabio chi­no que solía decir que hay que hacer rápido lo que no nos corre ninguna prisa y así poder hacer lentamente lo que urge. Se acuerda también Bellow de un clérigo inglés del XIX, un tal Smith, que sólo sabía decir: "¡Opiniones cortas, por Dios, opiniones cortas!".

En efecto, la brevedad puede ser una so­lución para, con sentido del humor, resistir los embates de lo extraliterario. En lo último que hay que caer, por otra parte, es en aque­llo en lo que cayera una destacada dama de las letras inglesas el día en que la vimos hojear enojada en Segovia el periódico en la mesa de un café y quejarse de pronto: "No hay más que deportes, corrupción y dispa­ros. ¡Y nada sobre mi novela!".
Ese es el gran error, ¿no? Creer que un libro tiene que competir con el asesino en serie o el último emperador mundial de los helados. O lo que es lo mismo: creer que se pueden mezclar las ficciones con ese gran reino del extrañamiento que inventan —u­na realidad. por cierto, bien falsa y perversa— en el gran teatro de Oklahoma. •
Cuentos reunidos. Saul Bellow. Introducción de James Wood. Traducción de Beatriz Ruiz Arrabal. DeBolsillo. Barcelona, 2010. 784 páginas. 10,95 euros.
www.enriquevilamatas.com

Babelia número 1.034. El Pais. Sabado 17 de septiembre de 2011


VEINTE POEMAS DE AMOR y UNA CANCIÓN DESESPERADA (1924) LOS VERSOS DEL CAPITÁN (1952) Pablo Neruda





Un relámpago vestido de arco iris

Por Manuel Rivas

Hay dos criaturas muy especiales en la vida de Pablo Neruda: el cisne cuello negro y un insecto sin nombre, pero muy bien descrito, el coleóptero del coihue y de la luma. Dos recuerdos de la infancia, irrepetibles en todo el sentido, pues el poeta nunca volvió a ver seres semejantes.

El cisne cuello negro se lo entregaron ya medio muerto en Puerto Saavedra, en el sur de Chile. En el lago Budi, los cisnes eran cazados con ferocidad. Aquel cisne tenía casi el tamaño del niño: «Una nave de nieve con el esbelto cuello como metido en una estrecha media de seda negra. El pico ana‑
ranjado, los ojos rojos». Pablo Neruda, entonces Neftalí Reyes, trató de curar sus heridas y de alimentarlo. Lo llevaba al río, «cargando el pesado pájaro en mis brazos por las calles».
El ave nadaba en la orilla, pero no fue capaz de volver a pescar. Un día notó que el largo cuello le rozaba la cara y caía colgante: «Así aprendí que los cisnes no cantan cuando mueren».

El padre de Neruda, José del Carmen, era ferroviario y trabajaba como conductor de un tren de lastre, con base en Temuco. La función del lastrero era volcar piedra menuda para que el agua («llovía meses enteros, años enteros») no arrastrase los rieles. Neruda nació el 12 de julio de 1904. Su madre moría un mes después del parto, a causa de la tuber­culosis. Tuvo una segunda madre, Trinidad, «el ángel tutelar de mi infancia». En sus memorias, Confieso que he vivido, habla con fascinación de los viajes en tren con su padre. Tam­bién habla de «embriaguez» ante el espectáculo de aquella na­turaleza. Recogían la piedra picada en Boroa, «el corazón sil­vestre de la frontera». En una ocasión, un compañero del padre, llamado Monge, con fama de cuchillero, capturó para el crío un insecto asombroso: «Era un relámpago vestido de arco iris... Como un relámpago se me escapó de las manos y se volvió a la selva». Y Neruda añade: «Nunca me he reco­brado de aquella aparición deslumbrante».
Cuando Neruda escribe Veinte poemas de amor y una canción desesperada, publicado en 1924, ya había muerto el cisne del modernismo, Rubén Darío. Entonces, como ahora, habría que preguntarse, y en el supuesto más serio: ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor? Hay un fado portu­gués, llamado Quimera, en el que se dice que «todo lo que es excesivo es muy poco». La idea de amor, en poesía, ha sido ex­plotada hasta el esquilme, convertida en una de esas grandilo­cuencias retóricas que pierden el significado y se golpean a sí mismas con el efecto de un bumerán. De esa buena leña, como diría Joan Crawford en Johnny Guitar, ya sólo quedan las cenizas. ¿Sólo? Pablo Neruda reinventó el amor, ¡y de qué forma! Capturó el coleóptero, tembloroso y refulgente, en la frontera del corazón silvestre, en esa espesura de donde sur­gen y se pierden las palabras. Volvía como una contraseña,el relámpago vestido de arco iris, despertando a todas las cosas a su paso. Hablar de amor, por fin, era hablar de todo. ltocar en el campanario del cosmos con una excitación ar­mónica. A Neruda es tan útil estudiarlo desde la historia de la literatura como de la astrofísica. Cuando Hubert Reeves habla de «una levadura cósmica que empuja a la materia», inspirado en la antigua e inspirada idea aristotélica de que «en 1.1 naturaleza obra una especie de arte», pienso inevitable­mente en el impulso nerudiano y sus aleaciones con las pala­bras, con los estratos del lenguaje.
No era Neruda nada partidario de destripar su poe­sía. En una conferencia en 1943, cuando ya era un poeta ra­ramente célebre, lanza un sencillo acertijo: «Si ustedes me preguntan qué es mi poesía, debo decirles: no sé. Pero si interrogan mi poesía, ella les dirá quién soy yo». Y en otro mo­mento desbroza el camino a los que olfatean huellas: «Tal vez el amor y la naturaleza fueron desde muy temprano los yacimientos de mi poesía». Yacimientos. ¡Ésa es la palabra! Pero la  pregunta, en estos casos prodigiosos, es cómo lo hizo. Y la unica respuesta que se me ocurre es que el joven Neruda se giró en algún momento sobre el papel y encontró el ángulo de vi‑
una grieta antes invisible en la roca y que llevó al rayo a tundir esos dos yacimientos, creando una nueva geografía poética. Pero, y dale, ¿cómo lo hizo? Poco antes de que sur los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, la pelea del escritor se llamaba Crepusculario, magníficos poemas con el espíritu de las navajas, que se cierran herméticamente en su concha bajo la arena. El proceso óptico que dio lugar a la obra que hoy seguimos celebrando es tan simple y genial como lo fue el giro copernicano. La ex­plicación precisa, sin más retoricismos, aparece en el breve texto Exégesis y soledad, incluido en Para nacer he nacido: «Emprendí la más grande salida de mí mismo». Incluso ese lamento, la canción desesperada, invierte el sentido de un llanto cerrado sobre sí mismo y lo convierte en un big-bang. Casi treinta años después, con Los versos del capitán, el rayo hiende toda abstracción con las agallas carnales del lengua­je. Palabras, geocuerpos que copulan en la auténtica fronte­ra, la de la posesión y el desprendimiento. Ya se conoce la historia: el libro nació anónimo, proclamando una pasión. Es Eros quien escribe. A la conciencia sólo le queda inclinarse y besar la tierra.
No, no escribió los versos más tristes aquella noche. Escribió, eso sí, aquella y otras noches, unos versos extraordi­narios, unos seres resistentes a la depredación, que corren ha­cia la gente y hacia la tierra como un don compensatorio.
© 2002, Manuel Rivas

sábado, 22 de octubre de 2011

El Paraíso Perdido de John Milton




Ediciones Cátedra S.A. Letras Universales

Título Original de la Obra: Paradise Lost

Traducción de Esteban Pujals


Probablemente la poesia de John Milton con su obra magna El Paraíso Perdido halla fijado en el imaginario, mejor, grabado a fuego en el subconsciente humano. Da la impresión que toda la vida del poeta, todo el esfuerzo de Milton estuviese encaminado a descubrir algo oculto en la psique humana, algo similar a los arquetipos eternos que Jung descubrió en los sueños. "Lucifer. Taciturno y silencioso, aburrido. En el trono de un salón desierto; el centro de un reino desolado y frío, monótono, donde nunca pasa nada. El más hermoso de los ángeles caídos urde sus trampas... Se esmera concienzudo, en una rutina que desprecia; pero que le permite al menos disimular su desconsuelo. Su fracaso. Tiene nostalgia del cielo". El párrafo anterior, entrecomillado, pertenece a la novela de Arturo Perez-Reverte El Club Dumas. Habría multitud de ejemplos para ejemplificar el "arraigo" del poema de Milton, la lúcida mirada de alguien que redactó al dictado el poema porque ya no veía.

John Milton (1608-1674) el más importante de los poetas en lengua inglesa del siglo XVII. Desde muy temprana edad destacó como un pequeño prodigio de erudición. El conocimiento profundo de los clásicos y sus viajes por Europa, signos de la más típica formación renacentista, contribuyeron a la gestación de este poema que se produce como una obra ya de madurez.

El Paraíso Perdido es el poema mas importante de contextura moderna. A partir del relato bíblico, el autor recrea un poema alegórico sobre el destino y la salvación humanas. Su ascendencia épica, sobre todo virgiliana, no puede evitar el recuerdo de la Eneida.

Quisiera recordar las fuentes literarias que enumeran en el libro: A) La Biblia y los escritos de los Santos Padres, ciertas fuentes talmúdicas y hebráicas, De Civitate Dei de San Agustin, De Diis Syriis del orientalista ingles John Selden, la Divina Comedia de Dante B) Influencias estructurales de la Iliada, la Odisea y la Eneida C) Ilustraciones literarias de la caída del hombre, narrativas y dramaticas, mediavales y renacentistas, The Anglo-Saxon Genesis, la traducción inglesa de Du Bartas, His Divine Weeks and Works hecha por Joshua Sylvester en 1592-1598; los milagros y moralidades medievales, el Adamus Exul (1601), de Hugo Grotius, el Adamo (1613) de Giovani Batista Andreini, Adam in Ballingschap del holandés Joost van den Vondel, contemporaneo de MIlton. D) La autoridad de los épicos modernos italianos e ingleses: Ariosto y Tasso, Spenser, Marlowe y Shakespeare. La presencia de The Faerie Queene y de los epitalamios de Edmind Spenser ante Milton, bien que difícil de precisar, tuvieron que ejercer una misión de ejemplaridad y modulo de conducta estética y moral.



viernes, 14 de octubre de 2011

La épica de los sueños




JAVIER CERCAS 19/01/2008

El universo de Kafka es un universo sin esperanza; el de Buzzati es, en cambio, un universo esperanzado. Los temperamentos de ambos eran en cierto sentido opuestos y es precisamente esa oposición la que define la obra del autor de El desierto de los tártaros
Al principio de El corazón de las tinieblas Marlow declara: "Tengo la sensación de estaros contando un sueño, pero inútilmente, porque ningún relato de un sueño puede transmitir la sensación del sueño, ese mezcla de absurdo, sorpresa y aturdimiento en un temblor de rebelión agónica, esa sensación de ser capturado por lo increíble que constituye la esencia de los sueños". Pese a estas palabras -o precisamente por ellas-, Joseph Conrad tal vez nunca estuvo tan cerca de conseguir un relato onírico como en El corazón de las tinieblas; en otras ocasiones -en no pocas ocasiones: quizá el caso más notorio sea Los duelistas-, Conrad también parece a punto de apresar esa mezcla de absurdo, sorpresa y aturdimiento en un temblor de rebelión agónica, pero en el último momento la deja escapar, como si en realidad no quisiera capturarla o estuviera como Marlow convencido de que no es posible capturarla, o como si temiera hacerlo. Si no me engaño, esta frustrada propensión de Conrad no es del todo infrecuente en su época, o por lo menos yo creo reconocerla en algunos narradores del cambio del siglo pasado, quienes, según observó Borges de Chesterton, parecen estar defendiéndose de ser Franz Kafka. Por el contrario, una de las ambiciones más tenaces y publicitadas de la novela del siglo XX consistió en narrar historias regidas por la lógica de los sueños; no sé si como contrapeso natural -aunque puedo imaginar que con la natural pesadumbre de Conrad-, una de las más tenaces y publicitadas ambiciones de la novela del siglo XX consistió en narrar historias de las que hubiera sido extirpado cualquier recuerdo de la épica. En El desierto de los tártaros, como en algunos de sus cuentos más logrados, Dino Buzzati propone un relato dotado de la textura exacta del sueño y del olvidado pero inconfundible sabor de la épica; ese matrimonio insólito entre dos contrapuestas ambiciones de la novela del siglo XX constituye el rasgo más singular del libro de Buzzati, y también el ingrediente contradictorio que la impregna de su encanto irresistible.
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Una de las más tenaces y publicitadas ambiciones de la novela del siglo XX consistió en narrar historias de las que hubiera sido extirpado cualquier recuerdo de la épica
Aunque seamos incapaces de concebir una vergüenza que nos sobreviva, íntimamente sabemos que Kafka dice la verdad, pero hay algo en nosotros que se resiste a imaginar un mundo sin Buzzati
El desierto de los tártaros se publicó en 1940. Por entonces Buzzati contaba treinta y cuatro años y había publicado ya dos novelas, pero el éxito inmediato de ésta supuso su consagración y el inicio verdadero de una prolífica trayectoria pública en la que siempre contó con la fidelidad de los lectores y con la reticencia de un establishment literario que por lo demás Buzzati siempre observó con equitativo desapego. Me dicen que la reticencia de la clase intelectual (o al menos de la clase intelectual italiana) se ha disuelto; me dicen que, después de años o tal vez décadas de purgatorio tras su muerte, acaecida en 1972, Buzzati vuelve a ser leído y apreciado en su país; me dicen que, de todas las obras de Buzzati, El desierto de los tártaros sigue siendo la que atrae más y mejores lectores, aunque no pase de ser considerada como un clásico menor. De ser ciertos, todos estos rumores me parecerían justos, incluso la apostilla final, siempre y cuando se acepte que la categoría de clásico menor acoge a poquísimos libros, y que el clásico menor no es menos necesario que el mayor, sea cual sea éste.
El desierto de los tártaros narra una epopeya secreta. Recién nombrado oficial, Giovanni Drogo es destinado a la Fortaleza Bastiani, una remota posición militar situada en las fronteras del reino, más allá de la cual se extiende sólo un desierto árido y pedregoso, inquietado desde siempre por la amenaza siempre postergada de los tártaros que al parecer lo habitan; la Fortaleza es un desabrido laberinto de muros amarillos enclavado en medio de un paisaje forajido y abrumado por un clima inhóspito, un lugar con "un aire vago de castigo y de exilio" poblado por hombres ajenos y absurdos que parecen inmovilizados en un tiempo sin tiempo, siempre a la espera de unos tártaros que, como los bárbaros del poema de Cavafis, quizá no existan o sólo sean una invención enfermiza nacida de la irreprimible necesidad de dar sentido a su vida que aqueja a los hombres. Drogo no ha solicitado ese destino, no sabe por qué se le ha asignado ese destino, no sabe durante cuánto tiempo deberá permanecer en él y, aunque al principio trata de regresar a los placeres y seguridades de la ciudad, o al menos de que le envíen a un lugar menos ingrato, finalmente el hechizo del desierto se apodera de él y sucumbe a la enfermedad común de la espera. Sediento de gloria y de batallas, aferrado a la certidumbre ilusoria del destino heroico que le aguarda y que habrá de resarcirlo de su vida malograda en aquel lugar en que ha enterrado las alegrías y dulzuras de la juventud, Drogo espera en vano y hasta el último momento y contra toda esperanza la llegada de los tártaros, contemplando cómo la Fortaleza se convierte con el tiempo en un bastión ruinoso y olvidado y él en un viejo sin redención al que se le ha ido la vida en una espera inútil.
Al final de El corazón de las tinieblas Marlow siente que "la vida es una bufonada: esa disposición misteriosa de implacable lógica para un objetivo vano"; al final de El desierto de los tártaros Drogo siente que toda su vida se ha reducido "a una especie de broma": "Por obra de una orgullosa apuesta todo estaba perdido". Ambas frases definen con exactitud la trama moral de la novela de Buzzati. La coincidencia es llamativa, pero no sorprendente, porque hay una escondida afinidad entre la imaginación y el temperamento de Conrad y el de Buzzati (si esa afinidad está en parte escondida se debe, quizá, a que Conrad se defendió a su modo de ser Buzzati o de ingresar en un terreno en el que Buzzati se movió sin temor); más visible es la afinidad que une a Buzzati con Kafka, y a nada conviene mejor que a la obra de Kafka esa visión de la vida como una bufonada trágica. Lo sé: a diferencia de lo que ocurre con Conrad, unir el nombre de Buzzati al de Kafka es un lugar común sobre el que el propio Buzzati ironizó a menudo. "Desde que empecé a escribir, Kafka ha sido mi cruz", escribió. "No he publicado cuento, novela o comedia donde alguien no reconociese semejanzas, derivaciones, imitaciones o plagios directos del escritor bohemio. Algunos críticos denunciaban culpables analogías incluso cuando enviaba un telegrama". Pero que aludir a la semejanza entre Kafka y Buzzati sea un tópico no significa que esa semejanza no sea verdad, aunque no sea una verdad culpable sino gozosa: del estilo de Buzzati, transparente y alérgico a cualquier vanidad ornamental, podría decirse lo mismo que Hannah Arendt dijo del de Kafka ("en esta prosa la falta de amaneramiento está llevada casi al extremo de la ausencia de estilo", porque lo único que Kafka persigue es "la verdad misma" y "todo estilo distrae de la verdad por su propio atractivo"); igualmente, de la imaginación de Buzzati podría decirse que es pariente próxima de la de Kafka. De hecho, el planteamiento de El desierto de los tártaros es rigurosamente kafkiano. Kafka descubre que la espera es la condición esencial del ser humano, y por eso muchos de los relatos de Kafka no son, como El desierto de los tártaros, sino la historia de un minucioso e infinito aplazamiento: el protagonista de Ante la ley se pasa la vida esperando franquear una puerta que sólo está destinada a él, y que sin embargo nunca consigue franquear; el K. de El proceso nunca llega a ser procesado, ni siquiera a averiguar de qué se le acusa; el agrimensor de El castillo nunca es recibido en el castillo. Lo anterior salta a la vista, así que imagino que se habrá dicho muchas veces; no sé si se habrá observado tan a menudo que, pese a la palmaria similitud de sus imaginaciones, los temperamentos de Kafka y de Buzzati eran en cierto sentido opuestos, y que es precisamente esa oposición la que define la obra de Buzzati. No hay mejor forma de advertir tal disparidad que comparar el final de El proceso y el final de El desierto de los tártaros. Al final de El proceso dos hombres con levita y sombrero de copa, pálidos y corteses, van a buscar a su casa al protagonista. K. ignora quiénes son, pero -exhausto después de pasarse días y días perdido en un laberinto de covachuelas absurdas y oficinas desoladas, tratando en vano de averiguar cuál es el delito del que se le acusa- los sigue sin protestar. Los dos hombres lo llevan a una cantera y allí le clavan un cuchillo en el corazón, y antes de morir K. ve cómo aquellos dos hombres, mejilla contra mejilla, le miran morir y piensa, "como si la vergüenza debiera sobrevivirlo", que está muriendo como un perro. El final de la novela de Buzzati es el reverso exacto de éste. Porque al final de El desierto de los tártaros los tártaros llegan, pero la enfermedad, la vejez y la perfidia de un compañero de armas le impiden a Drogo satisfacer su sueño postergado de enfrentarse a ellos mientras contempla impotente cómo "los otros, que allá en la ciudad habían llevado una vida fácil y alegre", ahora llegan a la Fortaleza, "con superiores sonrisas de desprecio, para acumular su botín de gloria". Lejos del combate y de la gloria, solo y anónimo en la habitación en penumbra de una posada, Drogo siente que se acerca el fin, y comprende que ésa es la verdadera batalla, la que siempre había estado aguardando sin saberlo, "una batalla mucho más dura que la que esperaba antaño", una batalla "que podía compensar toda una vida"; entonces Drogo se incorpora un poco y se arregla un poco la guerrera, para recibir a la muerte como un hombre valiente. No hay muerte más abyecta que la de K., que muere sin saber por qué muere, observado impúdicamente por sus verdugos; no hay muerte más noble y más limpia que la de Drogo, que muere comprendiendo y asumiendo su destino, y muere a solas. El universo de Kafka, lo sabemos, es un universo sin esperanza: imposible resistirse al horror de ver en la muerte pública y atroz de K. un emblema o un espejo o una prefiguración de nuestra propia muerte; el universo de Buzzati es, en cambio, un universo esperanzado: imposible resistirse a la ilusión de que la muerte secreta y nobilísima de Drogo sea un emblema o un espejo o una prefiguración de nuestra propia muerte. Aunque seamos incapaces de concebir una vergüenza que nos sobreviva, íntimamente sabemos que Kafka dice la verdad, pero hay algo en nosotros -algo muy parecido al "temblor de rebelión agónica" del que hablaba Marlow- que se resiste a imaginar un mundo sin Buzzati.
Borges escribió que, cuando muchos nombres ilustres de nuestro tiempo hayan ingresado en el olvido, el de Buzzati permanecerá, porque su obra es perdurable. Me resisto a aceptar que los lectores de este libro no lleguen a la misma conclusión.

Dino Buzzati. El desierto de los tártaros y Los siete mensajeros (Alianza y Gadir), El gran retrato, La construcción de la torre, El secreto del bosque viejo, Un amor y La famosa invasión de Sicilia por los osos (Gadir), Sesenta relatos (Acantilado)

miércoles, 28 de septiembre de 2011

ORLANDO (1925) Virginia Woolf



El yo de todos
Por Vicente Molina Foix

Orlando es nuestra vida soñada, la biografía que to­dos, mujeres y hombres, desearíamos algún día tener, descri­tos en sus imaginarias páginas como seres que han vencido al tiempo, a la estrechez del lugar, al sexo limitado y al amor rutinario, a la odiosa costumbre de morir. No hay libro más feliz, más optimista que éste, y al mismo tiempo ninguno hay donde se exprese con tanto refinamiento el destino insatisfe­cho y melancólico del artista.
No se tiene comúnmente una imagen juguetona de Virginia Woolf, escritora a la que el ansia experimental de sus obras serias, la locura y el suicidio parecen por obligación académica encerrar en el atormentado limbo de los trági­cos. Sin embargo, y al margen de las peripecias frívolas, o atre­vidamente sensuales, de su vida, en más de una ocasión la Woolf quiso contrarrestar la densidad de una novela grande con el ejercicio de un divertimento o un libro menor. Y si a Las olas siguió la fantasía canina de Flush, y a Los años el caprichoso panfleto de Tres guineas, pocas semanas después de terminar Al ¡aro Virginia confiesa en su diario que le ron­da el deseo de escribir «una narración a lo Defoe para divertirme», algo burlesco y desatado en cuyas páginas «mi pro­pia vena lírica sería satirizada». Así nacía Orlando, una fal­sa biografía de una criatura ambigua y deslizante, para la que tomó inspiración directa de la casa solariega, el mundo aris­tocrático y la persona física de la escritora Vita Sackville-West, con quien Virginia tuvo un romance lleno de penas, interfe­rencias (ambas eran mujeres casadas) y felices momentos de exaltación amorosa.
Esta corta novela vertiginosa, ocurrente, magistral­mente escrita en un registro irónico y distante no es, sin em­bargo, ninguna pequeñez. Orlando tiene, para mi gusto, al­gunos de los pasajes narrativos más inspirados de la obra de Woolf, como la célebre descripción del Támesis helado don­de se inicia sobre patines el amor del joven Orlando con la princesa rusa Sasha, o todo el episodio turco (y gitano), en el que la escritora nunca cede a la mirada turística ni a la cur­silería orientalista. Es precisamente en esta parte cuando se opera la metamorfosis que le da al libro centro y carácter; al despertar de un sueño, Orlando, varón bellísimo hasta los treinta años, se convierte sin causa en mujer, mujer hermosa, fuerte y atravesada por la memoria de todos los siglos trans­curridos en paralelo a su vida, que no sería insensato llamar vida futura. ¿No es acaso el futuro —nuestro presente— la disolución de todo lo que se creyó inmutable, irrompible, jus­to, beneficioso? Orlando es la cómica novela épica de un hé­roe compuesto por los trozos de una identidad que el actual tiempo póstumo nos ha desbaratado.
Con su transformación sexual, Orlando da el mayor salto: «La oscuridad que separa los sexos y en la que se con­servan tantas impurezas antiguas, quedó abolida». Exento de las leyes del tiempo y la física, este andrógino de leyenda si­gue amando y viajando (hasta 1928, fecha en que Woolf da por terminada su biografía y se publicó la novela), sin renun­ciar a lo que desde el comienzo del libro le señala, la sensibi­lidad del poeta. «Una puesta de sol le gusta más que una ma­jada de cabras», dice el rudo pastor gitano para fundamentar su sospecha de lo distinta, opuesta a ellos, que es la miste­riosa joven que se ha unido a la tribu de nómadas. Muchas cosas propias y personajes del mundo ajeno pierde el eterno Orlando en las mareas de la historia, pero jamás se separa del manuscrito de su poema La encina, cuyo valor literario pone en duda y aun así considera su más importante perte­nencia.
Orlando seduce como muchacho a la primera reina Isabel de Inglaterra y a los contemporáneos de Shakespeare, coquetea, ya mujer, con los ingenios londinenses del XVIII, ri­diculiza (en unas corrosivas páginas del capítulo 5) la moral lóbrega, encopetada y matrimonial a ultranza de la sociedad victoriana, y poco antes del fin del libro conoce (¿está en la madurez?) los miserables indicios contemporáneos de una li­teratura mundana en la que sobre todo importan los derechos de autor, las ventas, los intermediarios. Su vida es una profe­cía, y Virginia Woolf la vidente burlona y profunda de una épo­ca disgregada. «Si hay (digamos) setenta y seis tiempos distin­tos que laten a la vez en el alma, ¿cuántas personas diferentes no habrá —el Cielo nos asista— que se alojan, en uno u otro tiempo, en cada espíritu humano?». La respuesta la da la voz de la propia Orlando: «Este "yo" me harta. Necesito otro».

El lector de este libro de maravillas tendrá además la bonificación de su traductor de lujo, Jorge Luis Borges, que si alguna vez ha sido discutido en esas tareas (por ejemplo en sus Palmeras salvajes de Faulkner, mucho más opacas y en­revesadas de lo que el original justifica), aquí hizo una labor excelente. No es casual. Lejanos y hasta un poco reñidos como personas literarias, la Woolf del Orlando tenía sin em­bargo que atraer al Borges buscador de seres imaginarios. También me atrevo a insinuar que bastante hay de esta novela en las nociones borgianas del tiempo circular y la recurrencia. Conspicuo a veces en los argentinismos, magníficamente osa­do (al traducir, por ejemplo, «arrowy nose» como «nariz sa­gitaria»), cito aquí, para terminar, un fragmento del capítu­lo 4 sobre las andanzas de Orlando que, siendo fiel a la prosa de la escritora inglesa, nadie sino Borges podría haber puesto así en castellano: «Se habló entonces de un duelo, del co­mando de un navío del Rey, de una lanza desnuda en un bal­cón, de una fuga hasta Holanda con cierta dama y de la per­secución del esposo —pero nada diremos de la verdad, o falta de verdad, de esas habladurías».
© 2002, Vicente Molina Foix

martes, 27 de septiembre de 2011

LA METAMORFOSIS (1915) Franz Kafka



Una exigencia total
Por Manuel Longares

Franz Kafka escribe La metamorfosis con 29 años, en­tre noviembre y diciembre de 1912. El 23 de diciembre co­munica a su novia Felice Bauer que ha terminado el libro, y tres meses después, el sábado 1 de marzo de 1913, lo lee en casa de su amigo Max Brod. «Me he puesto frenético leyen­do mi relato —escribe a Felice—. Después nos hemos relajado y nos hemos reído mucho». Dicen los biógrafos que Kafka reía poco, y que cuando lo hacía entornaba los ojos y echaba la cabeza atrás y adelante, como si fuera a estornudar.
Había nacido en Praga el 3 de julio de 1883, trabajó en una compañía de seguros, murió tuberculoso el 3 de junio de 1924 y tuvo tres hermanas. Sus biógrafos creen que el am­biente familiar inspira su obra: «No es ninguna confesión, aunque, en cierto modo, sea una indiscreción —dice Kafka de La metamorfosis a Gustav Janouch—. ¿Acaso le parece fino y discreto hablar de las chinches de la propia familia?». Casi un siglo después, nadie ignora que este relato, funda­mental en la historia de la literatura, habla de un hombre que se convirtió en insecto. Éste puede ser efectivamente una chin­che, o un escarabajo o una cucaracha, el autor no lo define, sólo resalta su condición de reptil y su aspecto monstruoso.
De aquí deducirán algunos la influencia de Edgar Allan Poe en la pesadilla de Gregorio Samsa, que así se llama el viajante de comercio protagonista de La metamorfosis.
En ese 1913 en que Kafka lee La metamorfosis a Max Brod, Kafka ha publicado El fogonero con un editor de Leip­zig llamado Kurt Wolff, que también promete publicarle La metamorfosis. Pero pasa un año sin que eso se produzca, a  Wolff le sustituye Georg Meyer y en Europa estalla la Gran Guerra. Kafka recibe entonces una invitación de Robert Mu­sil para colaborar en la revista berlinesa Neue Rundschau. Ahí intenta Kafka colocar su original, pero resulta largo para las necesidades de la revista y se le pide que lo acorte. Kafka se niega y encomienda a Max Brod que lo lleve a otra revis­ta relacionada con la editorial de Meyer, Die Weissen Bltter, entre otras razones porque publica manuscritos más lar­gos que el suyo. Pero aquí también lo consideran extenso —La metamorfosis abarca unas cien páginas—, por lo que no se comprometen a publicarlo inmediatamente. Y quizá no lo hubieran hecho de no mediar un premio literario. Kafka es un escritor puro, la literatura es para él «algo sagrado, aje­no a toda forma de prevaricación..., una especie de exigencia total, la única forma de vida posible y a la vez real». Pues bien, su editor Meyer consigue que el Premio Fontane, recién creado para distinguir al mejor narrador moderno, recaiga en este asceta de las letras. El candidato preferido del jurado es Carl Sternheim. Pero Sternheim es millonario y, como no es cuestión de entregar dinero a quien no lo necesita —se razo­na—, se le sugiere a Sternheim que ceda a Kafka los 800 mar- 4cos del premio. No le viene mal este dinero a Kafka, aunque no se trata de un mendigo, como escribe alguien, ya que gana un sueldo en la empresa de seguros. Pero lo que consigue fun­damentalmente esta maquinación urdida en torno al Premio Fontane es acelerar la edición de La metamorfosis.
El premio se concede en diciembre de 1915, y dos meses antes la revista Die Weissen Blätter ha publicado el relato sin que Kafka haya corregido las pruebas. Kafka pro­testa, y entonces Meyer le presenta las galeradas de La me­tamorfosis para su edición en libro. Kafka es minucioso, sus­ceptible. Diez meses antes no tenía editor para su obra, ahora revisa la impresión con lupa. Se queja de que sea demasiado oscura y, fundamentalmente, de la distancia entre líneas. Su compañero en el Premio Fontane publica al mismo tiempo que él su novela Napoleón, pero su interlineado es ¡un milí­metro! mayor, y Kafka denuncia la desigualdad. También quiere una encuadernación mejor que la de El fogonero, edi­tado dos años antes. Meyer accede a esta exigencia, pero no al interlineado.
El fogonero (1913), La metamorfosis (1915) y La condena (1916) aparecen en la colección Der jüngste Tag (El día del juicio final), de la editorial de Wolff. Kafka, que ha­bía pensado reunir estos tres relatos en un volumen signifi­cativamente titulado Los hijos, se conforma con que se pu­bliquen sueltos en esa colección. «Hay entre ellos un nexo evidente y, más importante aún, un nexo secreto —escribe a su editor—. La unidad de esas tres narraciones es para mí tan importante como la unidad de cada una de ellas...». Parece que el Premio Fontane impulsó su buena marcha comercial:El fogonero conoce dos reediciones; La metamorfosis, una en 1918, y La condena, otra...
La metamorfosis —Die Verwandlung— se publica en dos volúmenes, que hacen el número 22 y 23 de la colección Der jüngste Tag. La ilustración de portada muestra a un hom­bre que se tapa la cara con las manos en un gesto de desespe­ración. El hombre está de espaldas a una habitación que per­manece abierta, pero cuyo interior no vemos. La ilustración es de Ottomar Starke. Kafka le había dicho: «El insecto no tiene que salir dibujado, ni aunque se le vea de lejos». Kafka pro­ponía que aparecieran en la portada los padres de Samsa y el abogado ante la puerta cerrada de la habitación donde Gre­gorio se transforma en insecto. O mejor aún: «Los padres y la hermana Grete en la habitación iluminada, mientras la puer­ta de la siniestra habitación de al lado está abierta». De la pri­mera edición de La metamorfosis se tiraron unos mil ejem­plares. Kafka cobró 350 marcos de derechos. El precio del volumen doble era 1,60 marcos en rústica y 2,50 marcos en­cuadernado. «La metamorfosis ha aparecido en forma de li­bro —cuenta Kafka a Felice en la Nochebuena de 1915—. En­cuadernado, tiene un bonito aspecto. Si quieres te lo mandaré».
2002, Manuel Longares

Hellboy El Ejercito Perdido por Christopher Golden






Hellboy El Ejercito Perdido Christopher Golden
Coleccion Brainstorming num.6 Norma Editorial
Titulo original: "Hellboy:The Lost Army"
Primera edicion: Mayo 2000

Normalmente es dificil mezclar, no mezcles compadre dijo el borracho al que preguntaron si queria tomar un taxi, aunque si lo piensas friamente todo es dificil. Hellboy nació en 1993 a manos de un autor de comics llamado Michael Mignola, dibujante esforzado y abnegado, y del que deduzco que su creación era más una valvula de escape, una obra de su propiedad y a su gusto, que una parte más de un negocio algo exagerado. En definitiva, su pequeña historia, 8 paginas, fue creciendo, y una parte de esa expansión llego a la novela. Me imagino a los directivos que gestionan los derechos de cualquier cosa que de muchos beneficios analizando cual va a ser su siguiente paso, que van a poder vender. Aunque aquí tal vez deberia haber un pero, teniendo en cuenta que para la primera historieta larga de Hellboy, el autor pidio ayuda a un colega para realizar el guión, y la mayor parte de el efecto Hellboy va de la mano del aspecto gráfico que el dibujante dota a sus historietas. Puedo llegar a entender que confiara en un buen autor de novelas de horror para extenderse un poco mas en los dialogos, dotar de algo de vida social al demonio de fiero aspecto. Hay que tener en cuenta que las peliculas del personaje se estrenaron despues. ¿Y que nos queda despues de este despliege? Pues reconocer que en manos de un buen profesional algunos trabajos ganan enteros, que la tension permanece en el libro hasta la ultima página, y que Hellboy como es un nuevo icono mundial.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Robert Louis Stevenson




Robert Louis Stevenson según Tullio Pericoli

Submarino de Lothar-Günther Buchheim






Submarino   Lothar-Günther Buchheim   Ultramar Ediciones Título original: Das Boot Versión de Mercedes Mostaza Sobre la traducción directa del alemán de Carlos Guillermo Wernicke Krüger
Primera edición: Diciembre 1975

Fue muy curioso como encontré toda una colección de libros todos en verde con el titulo, autor y editor en pan de oro en el lomo, los leí en la biblioteca municipal y fueron todo un descubrimiento, años después pude encontrar algunos de ellos. Este libro en concreto sufrió una obsesión por mi parte. Lo leí incontables veces, por diversos y variados motivos. Como comenta Arturo Perez-Reverte de vez en cuando, si eliminamos de la guerra los efectos negativos, como la muerte y la destrucción, pirotecnicamente hablando, las guerras son una maravilla. En resumen, en mi adolescencia, la Guerra me atraía como una polilla a la luz, cosas de la inocencia, y eso. Pero los autores alemanes veían las cosas de diferente forma, veían el pasado de un modo más claro, supongo que no había fanfarrias ni gritos de gloria. Otro elemento de interes era el arma en si misma, el submarino, un buque de guerra solitario, furtivo, normalmente en combate eran las ordenes del capitan y la maquina, y el mar, un inmenso oceano en el que un trozo de lata se movía buscando barcos en el horizonte y evitando aviones. Aunque el libro es mucho más, el autor dota a la novela de una recreación perfecta de un submarino con un puñado de hombres hacinados durante meses en un tubo estrecho, uno es capaz de oler la mierda de la suciedad que portan. Llega a conocer a los tripulantes, de hecho el capitan es una figura imponente por su sencillez y naturalidad. Aventuras al limite de la resistencia de los hombres y las maquinas. Años más tarde se hizo una versión cinematográfica, gracias a Dios fue una versión alemana y cuidaron mucho el trabajo, el resultado fue una magnífica versión del libro.

jueves, 22 de septiembre de 2011

EL TESORO DE LA SOMBRA Alejandro Jodorowsky Siruela. Madrid, 2003








Que la muerte sea mi perra, reza un Último suspiro incluido en esta colección de relatos, en su mayoría muy breves, con los que Alejandro Jodorowsky (Tocopi­lla, Chile, 1929) revalida su in­discutible condición de gran psi­comago de las letras hispánicas. La extensión de los cuentos reu­nidos con el título de El tesoro de la sombra es inversamente proporcional a la intensidad con que desafia la sensibilidad del lector, de modo que un prodi­gioso caudal de energía armoniza temas y estilos hasta conse­guir que el volumen se convier­ta, más allá de la antología, en tratado y talismán. Jodorowsky había explicado ya en La danza de la realidad (2001) los porme­nores de su celebrada escritura terapéutica y aquí traza una vasta cartografía de inquietudes en las que los héroes, elípticos y universales, desnudan numerosos mecanismos de la mente y del corazón.
La figura de Jodorowsky tiene mucho de imán que atrae la curiosidad y halaga la inteligen­cia de quienes se acercan a sus li­bros y con cada nueva entrega ge­nera un círculo de admiradores que proyectan su singularidad en esta escritura de la sugeren­cia. En Dar y recibir se lee: "Na­die puede dar sólo aquello que lleva dentro. El pedido del otro lo insemina. El don se crea entre dos". El autor chileno añade a sus muchos méritos literarios el de rescatar con su prosa la indivi­dualidad sin vulnerar la condi­ción social del hombre, "ofrecien­do posibilidades antes que dar consejos". VÍCTOR ANDRESCO

El Capitán Alatriste por Arturo y Carlota Pérez-Reverte







Curiosa la aventura editorial emprendida por un consolidado autor como era ya en esos días Arturo Pérez-Reverte, la primera edición es de 1996 , y le supongo fiel al espiritu que animaba sus novelas. Decidió revisitar los folletines de capa y espada, la Historia antigua de España, y bueno, escribir otra novela más. Así, acudiendo a las fuentes del pasado histórico en aquel Madrid de los Austrias de mil seiscientos y veintitantos según nos informa Iñigo de Balboa, con cuidadas ilustraciones, y con una trepidante aventura. La novela esta repleta de personajes impresionantes, algunos reales, otros no tanto, pero sobresaliendo entre todos ellos la figura de Diego Alatriste y Tenorio, y así Arturo Pérez-Reverte construye una sólida novela de aventuras, de capa y espada, nunca mejor dicho. En definitiva tanto el autor, como la editorial habían hecho un trabajo impecable, y la respuesta fue impresionante: millones de libros vendidos y un icono español en la literatura. Este invierno (Navidad) aparecerá otro libro de la saga de Alatriste, hace seis años del último, en un principio se anticipaba la idea de siete libros, supongo que algo habrá cambiado con semejantes ventas, tampoco me quejo. Al parecer en este ocasión Alatriste visitará Venecia y aunque todos los libros del capitan Alatriste son muy buenas novelas, al menos para mi, es la primera la que más me gusta, supongo que posee esa característica singular de ser la primera, de enseñar y tratar de mostrar muchos elementos que gustan al autor, que nos interesemos por las aventuras de otro de sus héroes cansados.

lunes, 19 de septiembre de 2011

jueves, 8 de septiembre de 2011

TROZOS DE PERCEPCIONES

Tras mucho tiempo de distanciamiento de las superficies pulidas, los asientos mullidos, la música suave sonando de fondo, el blanco impenetrable del papel y el sonido susurrante del lápiz sobre la cuadrícula imposible, vuelvo a escribir.


No tengo muy claro que quiero expresar y por qué. Tan sólo creo reconocer el camino de vuelta a casa, sigo las líneas y me dejo llevar, intentando no variar mi rumbo y cruzando los dedos para que la tormenta de mi vida no me arrastre de nuevo fuera de este mundo de personajes, ficciones y sueños.


Hace demasiado tiempo que estuve aquí. Apenas me reconozco en el espejo de las incertidumbres. Veo una sombra en el claroscuro de mi imaginación, apenas volutas de humo creativo, esquirlas de una inventiva mucho más florida y desenfadada en otro tiempo.


Mi rostro es más viejo en ese espejo, aunque mis manos parezcan más expertas, más atentas en el tacto al acariciar cada palabra. Esa sensación es la única que merece la pena atesorar, más allá de lo que en realidad quisiera expresar este texto. Supongo que podría ser el prólogo de la crónica de un naufrágio, un símbolo más de mi desencanto con el mundo real. Al menos me han dejado esta puerta abierta. He entrado casi de pura casualidad. Ojala pudiera quedarme algo más de tiempo.


Me llaman. Las rutinas, los perjuicios y los miedos aguardan detrás de las bambolinas y el telón dormido, lejos del público lector del otro lado. Quisiera seguir sumergido en el sueño sublime, compartiendo trozos de percepciones tan antiguas como yo mismo, pero tiran demasiado de mí. Me obligan a dejaros. Tal vez en otra ocasión, me digo alejándome otra vez de mi hogar de palabras. Las echaré de menos.


f.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Botella al mar para el dios de la palabras por Gabriel García Márquez

A MIS doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidado! El ciclis­ta cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese po­der. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extin­guirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmen­sa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susu­rradas al oído en las penumbras del amor.
No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, dispara­dos hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse pa­ra un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por
su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocien­tos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la aten­ción que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del Ecua­dor tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condo­liente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero. dijo: "Parece un faro". Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es la color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mis­mos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, libe­rarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas —a las que tanto debe­mos— lo mucho que tienen para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neo­logismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen cora­zón con los gerundios bárbaros, los qués endémi­cos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrúju­las: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágri­ma ni confundirá revólver con revolver, ¿y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas al mar con la esperanza de que les lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él co­mo todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atrope­llado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años.

jueves, 28 de julio de 2011

Apología de la estupidez por Javier Cercas


Ya sé que no se lo van a creer, pero el Premio Darwin existe. Se concede cada año, a través de Internet, a aquellas personas cuya estupidez terminal les ha llegado a eliminarse involuntariamente de este valle de lágrimas, contribuyendo así al bienestar general y la mejora de la especie. Por supuesto, dado que los ganadores siempre han fallecido, el premio nunca ha podido entregarse. Uno de los últimos galardonados fue Abraham Mosley, un paciente de garganta de 64 años de edad que intentó encender un cigarrillo en un hospital de Florida y consiguió prender fuego a la venda que le rodeaba la garganta y a su pijama; como le habían extirpado las cuerdas vocales, no pudo pedir ayuda y murió quemado vivo en su cama. Otro de los galardonados fue el líder de una secta cristiana de Los Ángeles, quien todos los días intentaba seguir a rajatabla el ejemplo de Jesucristo y caminar sobre el agua, hasta que murió inesperadamente el 24 de noviembre de 1999, cuando resbaló con una pastilla de jabón mientras practicaba en su bañera.
El Premio Darwin es un premio a la estupidez, así que todos somos candidatos a él; no resulta muy halagador reconocerlo, desde luego -sobre todo para columnistas, tertulianos y demás ralea, que tenemos la autoestima muy alta-, entre otras cosas porque estamos convencidos de que la estupidez, como la muerte, es una cosa que siempre aflige a los otros. Es más: como dice Matthijs van Boxsel, "ninguna persona es lo suficientemente inteligente como para comprender su propia estupidez". Lo dice en la Enciclopedia de la estupidez, un ensayo algo caótico, pero divertido y original, que acaba de publicar la editorial Síntesis, un ensayo en el que las pocas personas sensatas que andan por ahí verán confirmada la incómoda sospecha que desde hace tiempo les asalta: que todos somos estúpidos. Van Boxtel es taxativo: el motor que mueve el mundo no es el amor (Dante), ni el sexo (Freud), ni el dinero (Marx), sino la estupidez, hasta el punto de que la inteligencia y la cultura no son más que los vanos intentos que a lo largo del tiempo ha realizado la civilización para combatirla. Hay que reconocer que el argumento de Van Boxsel es convincente; también, que su libro es imposible: si todos somos estúpidos, si la estupidez es el motor y origen de todo y todo lo permea, entonces una enciclopedia completa de la estupidez tendría que tener el tamaño del mundo, porque debería contener todas y cada una de nuestras estupideces, que son por definición infinitas. Consciente del tamaño imposible de su empresa, Van Boxsel se limita a ofrecer una nutrida pero selecta antología de estupideces memorables; entre ellas: un estudio sobre el efecto que tienen los vientos de costado en las sumas aritméticas, un estudio sobre el peso específico de un beso, un estudio sobre la superficie de Dios, una estadística del cosquilleo, un estudio sobre la influencia de las colas de pez en las olas del mar... En fin: para aceptar que Van Boxsel tiene razón no hay más que recordar la cantidad descomunal de gente que ha muerto y sigue muriendo por estupideces palmarias relacionadas con los embelecos de la raza, la nación o la religión.
Pero ya les estoy oyendo: ¿seguro que todos somos estúpidos?¿También Dante, Freud y Marx?¿También el mismísimo Van Boxsel? "La estupidez no es mi fuerte", afirmó en 1895 Monsieur Teste. "Hay un estúpido dentro de mí", anotó quince años más tarde Paul Valéry en sus Cahiers; "debo aprovecharme de sus errores". Teste es una invención de Valéry, un personaje ideal: la encarnación épica de la inteligencia pura; Valéry, en cambio, es un hombre de carne y hueso, pero también una de las inteligencias mejor amuebladas del siglo XX, lo suficientemente amueblada como para comprender su propia estupidez. Por eso la frase de Valéry es mucho más útil y más realista (y por tanto más inteligente) que la de Teste: por poco halagador que resulte reconocerlo, lo único que un hombre de carne y hueso puede hacer en este valle de lágrimas es aprovechar su propia estupidez. Tal vez en eso consiste la inteligencia: lo mismo que sólo se puede llegar a la verdad a través del error, sólo se puede llegar a la inteligencia a través de la estupidez. Pero para eso hay que empezar por reconocerla, como Valéry, y no fingir que uno es Monsieur Teste, como hacemos todos los demás, en especial columnistas, tertulianos y demás ralea. Eso es exactamente lo que hicieron Dante, Marx y Freud, y también Van Boxsel; eso es exactamente lo que hace David Trueba, que encabeza su último libro, Tragarse la lengua y otros artículos de ocasión, con estas palabras inteligentes a más no poder de Sir Arthur Streeb-Greebling, quien, dicho sea entre paréntesis, estoy seguro de que con ellas ha contribuido al bienestar de la especie mucho más que el Premio Darwin: "He aprendido de mis errores. Estoy seguro de que puedo repetirlos".

miércoles, 27 de julio de 2011

LOLITA (1945) Vladimir Nabokov

Niñas como mariposas
Por Guillermo Cabrera Infante




En La Habana de antes había una librería belga que vendía libros franceses. Yo la visitaba a menudo porque ellos importaban también un magazine que era una avanzada de los fanzines, dada a los chismes del cine. Se llamaba Cinemonde y al mismo tiempo vendían una revista con toda la seriedad y capacidad crítica comunes pero que parece exclusiva de los fran­ceses. Se llamaba, se llama todavía, Cahiers du Cinéma. Como en un acto de paciencia el librero me dijo algo que nunca me había dicho antes: «Aquí hay un libro que le va a interesar». Para añadir lo que creyó un cebo seguro: «Acaba de salir en Pa­rís». (Lo dijo como si dijera «París bien vale una misa negra».) Con las mismas me entregó no me dio un tomito verde de una editorial que no conocía con un título inusitado y el nombre de su autor, un desconocido. Eran la Olympia Press, Lolita y Vla­dimir Nabokov, ya lo habrán adivinado. Lo compré. Mejor di­cho los compré porque eran dos tomos. No supe ni sé todavía qué me impulsó a comprar esa novela. Tal vez fue porque los dos volúmenes (es un decir porque eran mas bien delgados) se vendían un poco más caro pero no demasiado caro. Los libros en esa librería eran siempre caros. (Como ven hablo mucho del precio posible de un libro que, luego, me resultó inapreciable.) Acababa de tomar contacto por primera vez con Vladimir Na­bokov. Tiempo despues leí una crítica de Saul Bellow, que to­davía no era novelista, haciendo un elogio crítico de Lolita. Pero para entonces yo ya había quedado prendado del encan­to del libro y la frescura, en todos los sentidos de la palabra, de Lolita, el objeto de su narración porque el narrador era la pie­za importante a cobrar, ese Nabokov que desde entonces se convirtió en uno de mis autores favoritos.
Vladimir Nabokov (entonces ni siquiera sabía cómo se pronunciaba su nombre: Nabokoff o Nábokov) era no un emigrado ruso sino un exiliado del comunismo en todas par­tes. Pero su estilo era tan novedoso y demencial como se dice en su falso prólogo escrito por un falso crítico con un nombre falso. Pero aun en esa introducción (que tiempo después supe que era del propio Nabokov con un seudónimo impropio) ha­bía frases que fueron favoritas ya desde su título: «Lolita o las Confesiones de un Viudo Blanco y Varón». Eran perlas pre­ciosas acerca del seudoautor Humbert Humbert. Pero ya des­de la invocación aparecen frases como «Siempre hay que con­tar con un asesino para tener un estilo fantasioso». O cuando el autor, el propio H. H. cuenta cómo murió su madre: «en un raro accidente (picnic, rayo)» o: «Conocí a Annabel antes de conocer a Lolita... cuando la evocas instantáneamente, con los ojos cerrados, en el interior oscuro de tus párpados, el objeti­vo, la absoluta réplica de un rostro amado, un fantasmita de colores naturales (y es así como yo veo a Lolita)».
Ésta es la visión de Humbert Humbert pero hay que ver cómo opina el autor de ambos: «Diría que de todos mis libros (Lolita) es el que ha dejado en mí un resplandor más placentero, tal vez porque es el más puro de todos, el más abs­tracto y cuidadosamente urdido». Para confesar: «Probable­mente sea yo el responsable del hecho extraño de que la gen­te ya no llame Lolita a sus hijas». Pero Vladimir Nabokov, o el naturalista experto en mariposas al que llaman Vlad el Em­palador, sea el culpable de que el nombre propio ha pasado a ser un nombre común y ya se habla de «una Lolita» o de las lolitas posibles entre unas cuantas muchachas capaces de dar el sí de las niñas a las que VN llama ninfitas. Recuerdo, a pro­pósito, una de las primeras películas pornográficas exhibidas en el cine habanero apropiadamente llamado el Niza —que se titulaba Mariposas mancilladas.
Lolita la novela o la «confesión de un macho viudo y blanco» o como se llame esta obra maestra es una de las no­velas más complejas, de estilo, y más amena, de personajes, y más cómica y más terrible y más triste que conozco en las que todos mueren: su protagonista, su supuesto autor H. H., su verdadero autor Vladimir Nabokov y su villano Clare Quilty, al que asesinan no sólo Humbert sino también Humbert, con sus balas certeras y terriblemente personales. Pocas novelas de ese siglo xx de varia invención de las novelas que se llaman Ulises, Siempre sale el sol, La montaña mágica, Las palmeras salvajes, La muerte de Virgilio, Los idus de marzo para nom­brar más que una media docena de lo que puede ser, ya se verá en este siglo, la apoteosis del género. ¿Habría que añadir En busca del tiempo perdido y otras obras completas?
Lolita es la crisálida de donde surgen la paronoma­sia y la parodia (notablemente la de Miércoles de ceniza de T. S. Eliot) y las descripciones como la de esta pelea confusa: «le caí arriba, nos caímos arriba, le caí abajo, nos caímos aba­jo los dos» que es descacharrante y patética a la vez —como toda la novela.
Precedida y seguida por el escándalo (la Olympia Press se dedicaba al comercio carnal de la pornografía suave), se tra­ta de un libro, como dice un personaje de Dublineses de Joyce, para gozar con las aves (raras) azules. Aunque el verde es el color de la colección Olympia, como el cuento es verde, en es­pañol, cuando es descrito con ese crédito de descrédito que es la literatura sicalíptica —pero todo es azul en inglés cuan­do es verde cuando todo verdor perecerá.
Esta novela de un pedófilo lleva un exergo digno de Groucho Marx: pederastas de todos los países, uníos. No te­néis nada que perder más que la virginidad ajena. La novela verde puede considerarse como los libros vírgenes de antes, que había que abrir sus páginas con un objeto penetrante, como se practica una desfloración. Que abandonen todo pre­juicio los que entraren.
2002, Guillermo Cabrera Infante

martes, 26 de julio de 2011

Lunes, 25 de julio.- Feria del libro de Marbella. Entrevista a Andrés NeumanColumnista en la Revista Ñ del diario Clarín (Argentina) y en el suplemento cultural del diario Abc. Andrés Neuman publicó su primera novela, “Bariloche”, a los 22 años y quedó finalista del Premio Herralde. Sus siguientes novelas fueron “La vida en las ventanas”, “Una vez Argentina” y “El viajero del siglo”, que recibió en 2010 el Premio de la Crítica, del Premio Alfaguara y fue finalista del Premio Rómulo Gallegos. Ha publicado libros de cuentos (El que espera, El último minuto, Alumbramiento, El fin de la lectura) y como poeta es autor de “Métodos de la noche”, “El jugador de billar”, “El tobogán”, “La canción del antílope” y “Mística abajo”, así como la colección de haikus urbanos “Gotas negras” y los “Sonetos del extraño”. Su poemario más reciente es “Patio de locos”.Aula Universitaria Hospital Real de la Misericordia (Hospitalillo). 20:30 horas+info

Martes, 26 de julio.- Feria del libro de MarbellaPresentación del Cómic "Historia de Marbella y San Pedro", de Andrés Baena y Pepe Moyano Andrés García Baena es profesor y colaborador habitual de prensa y radio. Ha publicado los libros “Marbella Andalusí y fortificaciones anexas”, “Écija hispano–musulmana” y “La alimentación en Al-Andalus: cereales y aceite”. Recientemente coordinó el libro “Relatos Cortos para Letras en el Barrio”. Pepe Moyano es diseñador gráfico y dibujante y ha obtenido numerosos premios en concursos en toda España. En sus viñetas ha revisado la historia antigua, las tradiciones y el reciente pasado político de la ciudad.Aula Universitaria Hospital Real de la Misericordia (Hospitalillo) 20.30h.+info

Miércoles, 27 de julio.- Feria del libro MarbellaConferencia de Fernando Rodríguez Lafuente. “Borges es la literatura del siglo XX (25 Años de su muerte)”Fernando Rodríguez Lafuente es profesor de Literatura Española e Hispanoamericana en la Universidad Complutense. Ha sido director general del Libro y director del Instituto Cervantes, así como colaborador habitual de publicaciones como Ínsula, Revista de Occidente, Nueva Revista, Cuadernos Hispanoamericanos, El Europeo, El Paseante, Revista de Literatura, y la Página. Actualmente es subdirector del periódico ABC y director del Cultural de ABC. Es autor de libro “La apoteosis de lo neutro” y de una serie de artículos relacionados con la lectura, la industria cultural, la dimensión cultural de Iberoamérica, la literatura e Internet, etc. Aula Universitaria Hospital Real de la Misericordia (Hospitalillo). 20,30 horas

Jueves, 28 de julio.- Feria del libro de MarbellaPresentación del libro de Tania María Cabrera Pérez “Tsunami de colores”Escritora y directora teatral cubana, Tania María Cabrera Pérez ha escrito varias obras de teatro presentadas en Cuba y en España. Tiene escritos varios poemarios y cuentos para niños, como “La lámpara de la Habana”, “Gitano Canastero”, “Tatuaje de luna” y “Feeling para un pintor”.Aula Universitaria Hospital Real de la Misericordia (Hospitalillo). 20,30 horas


Viernes, 29.- Feria del libro de MarbellaPresentación del libro de relatos de Francisco Lergarz “La vida no basta” (Premio Internacional “La Vida es bella”)Aula Universitaria Hospital Real de la Misericordia (Hospitalillo). 20,30 horas


Mes de julio.- VariosIX Edición del Rastrillo Benéfico de librosOrganiza: Manos Unidas MarbellaCasa Hermandad de la Pollinica (Plaza José Palomo)De 11 a 14 y de 19 a 22 horas

LA NÁUSEA (19 3 8 ) Jean-Paul Sartre

Del absurdo a la libertad
Por Rafael Conte




Toda la cuantiosa, inacabada, fragmentaria y disper­sa obra del escritor francés Jean-Paul Sartre (1905-1980, fi­lósofo, dramaturgo, novelista y ensayista, premio Nobel de Literatura —rechazado— en 1964) es un canto gigantesco a la libertad, un permanente combate para que los hombres sean libres de una vez, en el interior del siglo que a la postre ha sido el más trágico de la historia. Los franceses, tan pro­clives a su auto-globalización, han llegado a definir el xx como «el siglo de Sartre» (Bernard-Henry Lévy, 2000), de la misma manera que calificaron el XVII como el «de Louis XIV», el XVIII como el «de Voltaire» o el xix como el «de Vic­tor Hugo». Pensando bien, salvando autopropagandas, res­petando las debidas distancias y equilibrando épocas y cua­lidades, todas estas etiquetas pueden ser conservadas por el momento y según para qué momentos. Al menos, Sartre rei­nó sobre el mundo intelectual occidental de manera incon­testable justo después de la segunda gran guerra y ello du­rante casi un cuarto de siglo. Había publicado sus primeros libros poco antes del conflicto causando ya sensación, había combatido en el frente, siendo hecho prisionero y liberado,participando en la «resistencia» contra el ocupante hitleria­no y todo ello escribiendo sin parar —como hacía desde su primera juventud (véase una de sus obras maestras, Las pa­labras, 1964)—, lo que le permitió lanzar su gran ofensiva fi­losófica, El Ser y la Nada (1943), la revista Les Temps Mo­derases que aunque modificada subsiste todavía, los dos primeros volúmenes narrativos de Los Caminos de la Liber­tad, o los grandes estrenos de Las moscas, A puerta cerrada y La puta respetuosa, que sacudieron entonces a las juven­tudes del mundo, junto a una multitudinaria conferencia que dio lugar a un célebre manifiesto: El existencialismo es un humanismo (1946). Fue entonces un personaje tan legenda­rio como discutido, odiado y admirado hasta la exasperación, perseguido y calumniado con tanto mayor frenesí cuanto que su persistente compromiso con la izquierda universal le llevó a posiciones cercanas al comunismo soviético, del que nun­ca renegaría aun sin formar jamás parte de él, pues la rebelión francesa de mayo del 68 —que dio origen a las «disiden­cias»—, la ceguera que le atacó a partir de 1973, y su muer­te siete años después le impidieron ver el derrumbe final de todo aquello.
Pero aquí tenemos al Sartre de su primerísima época, cuya primera narración, La náusea (1938), es una obra ma­estra, con la que puso de moda la «novela intelectual», que ya sacudió en su tiempo el panorama literario en su país y el del mundo occidental después de la guerra. El joven Sartre, que ya había intentado a la vez la filosofía y el relato breve, la empezó a escribir a principios de los años treinta y le ha­bía puesto un título prometedor, Melancolía, que le había sidoinspirado por un grabado de Durero. «Estoy escribiendo un factum sobre la contingencia», dijo entonces en carta a un amigo: un factum era un informe y un alegato a la vez en la jerga de los alumnos de la Escuela Normal Superior, elitista «Gran Escuela» francesa donde se formó el huérfano de pa­dre (oficial de marina) Jean-Paul Sartre, descendiente tam­bién de profesores y funcionarios, que por entonces ya era un joven catedrático de filosofía en un instituto en París, tras ha­ber pasado por Le Havre, Laon y un curso becado en Berlín, donde terminó de poner a punto el manuscrito de lo que pronto sería La náusea —título hallado por su editor, Gas­tón Gallimard—, al que pronto siguió otra de sus obras ma­estras, las cinco novelas breves de El muro (1939).
El joven Sartre era un burgués en lucha contra la bur­guesía y su cultura establecida, rebelde, impregnado de for­mación filosófica alemana, lector de Husserl, Heidegger y los narradores norteamericanos, entre la fenomenología y el exis­tencialismo, que le inspiró aquello de que «la existencia pre­cede a la esencia». Pero La naúsea le reveló que la «existen­cia» es un absurdo, una presencia repleta de vacío, como la gigantesca raíz de un gran castaño en el jardín público de «Bouville» recreación de una ciudad provinciana inspirada en Le Havre, Rouen y Laon, por donde pasea e investiga un personaje, Antoine Roquentin, que no deja de recordarnos a su propio autor. Un historiador que investiga la vida de un aventurero del XVIII, el marqués de Rollebon, quien deambu­la entre su hotel, los bares y restaurantes y la biblioteca de la ciudad retratando la «mala fe» de sus tipos y personajes, in­tentando recuperar algunos momentos de su vida anteriorque le proporcionen el sentido a una existencia que le pare­ce vacía y agotada. «El hombre es una pasión inútil» y «El infierno son los demás» son frases que de aquí surgen, de una existencia sin sentido que le provoca una «náusea» a repeti­ción de la que no puede salir. ¿Existir? ¿Y para qué? La re­velación «vegetal» de la náusea supone el descubrimiento de la contingencia universal, porque el hombre no es «necesario», una antigua amiga le abandona del todo y el mismo Roquen­tin decide abandonar su propia obra, no sin soñar —pese a su negrura, Sartre fue siempre optimista— en volver a escribir alguna vez. En este magistral pre-Sartre (subjetivo, persona-lista, anarquista y rebelde) está ya completo todo el Sartre posterior cuyo conocimiento nos sigue enriqueciendo.
2002, Rafael Conte