martes, 23 de mayo de 2023

Manual de lecturas para los niños más rebeldes

Decenas de libros infantiles y juveniles abanderan transgresión, gamberrismo e ironía despiadada, en la estela de Roald Dahl y frente a las alarmas sobre la presunta dictadura de lo políticamente correcto


Detalle de la portada de 'La venganza de Oinc', ilustrado por Elly Hees, escrito por Tosca Menten y editado por Takatuka.


TOMMASO KOCH

Madrid - 06 MAY 2023

Al fin ha nacido Humberto. ¡Qué emoción! Aunque lo primero que sus padres sienten es más bien asombro. ¿No se supone que debería ser minúsculo? ¿De dónde salió ese bebé colosal? Cuando la mamá se lo pone encima, casi acaba aplastada. Para llevarle a casa, hace falta una grúa. Y la criatura no se sacia ni comiendo latas enteras. De ahí que pase a devorar a la gata e incluso a su propia progenitora. Salvaje. Y, sin embargo, hay más: en El gran libro de los niños malos, de David Walliams (Montena), las chiquillas torturan animales o desafinan malamente y un joven mimado desaparece para siempre dentro de la tarta que exigió por su cumpleaños. El relato finaliza así: “No seas glotón. Eso podría acabar ahogándote”.

En realidad, esas páginas encierran más lecciones. También, y sobre todo, para los adultos. Porque las obras de Walliams llevan años vendiendo millones de ejemplares con abuelas gánsteres y protagonistas malolientes. Es decir, con rebeldía, gamberrismo y humor. Todo para lectores de ocho o nueve años en adelante. No se trata de educar, sino de crear y fascinar, sin miedo ni ataduras. Igual que La venganza de Oinc, de Tosca Menten (Takatuka), que amenaza desde la propia portada con convertir a un cerdito en un montón de salchichas. O Cartas escritas con plumas y pelos, de Philippe Lechermeier y Delphine Perret (Pípala), donde un caracol se obsesiona con una babosa top model y el cerdito de Indias pide en una indignada misiva que le cambien de nombre.



Doble página de 'La cena con la reina', de Rutu Modan, editado por Fulgencio Pimentel.

La lista se antoja mucho más larga: millonarios que animan a no tener escrúpulos (Curso intensivo para hacerse rico, de Roberto Aliaga y Miguel Ángel Diez, en Edebé), monstruos engullidos por el váter (Las aventuras del Capitán Calzoncillos, de Dav Pilkey, en SM), reflexiones decapitadas (En qué piensa una cabeza cortada, de Juan Carlos Quezadas y Carla Besora, en A buen paso) o una muchacha que contagia a todo Buckingham sus malos modales en el cómic La cena con la reina, de Rutu Modan (Fulgencio Pimentel). Tanto como para generar una duda: la presunta dictadura moralizadora debe de andar muy distraída. Tal vez su yugo no sea para tanto. O, cuando menos, aunque se retocan las novelas de Roald Dahl para evitar cualquier potencial ofensa o se denuncia lo “esterilizada” que está la mayoría de literatura infantil y juvenil, la resistencia entre los autores es igual de poderosa.

“Es cierto que estamos en un momento de bastante corrección política, en los libros para niños igual que para adultos. No solo por puritanismo, sino porque se mira la cuenta de beneficios. Pero eso no significa que haya una censura que nos impida trabajar”, asevera Ana Campoy. Como indicio, su exitosa Pepa Guindilla (Nórdica) introduce a la protagonista lanzando escupitajos. “Hay mayores precauciones en algunos editores infantiles y juveniles. Pero nunca me he encontrado con ninguno que me dijera: ‘No pongas eso’. Y voy muy muy al límite. Me parece atractivo forzar la máquina”, confiesa el autor Diego Arboleda.

De ahí que Arboleda concibiera una abuela que abandonó a su familia para marcharse con un grupo de artistas en Papeles arrugados o una chica gafe y una galería de peculiares personajes en Prohibido leer a Lewis Carroll (ambos en Anaya), que suma 12 ediciones y le llevó hasta de gira por China. El autor de Alicia en el país de las maravillas inspira, por cierto, otro libro provocador para pequeños: La esposa del conejo blanco, de Gilles Bachelet (Pípala), que explora las consecuencias familiares de que el célebre animal siempre llegue tarde a todos lados.


Detalle de la portada de 'Curso intensivo para hacerse rico', de Roberto Aliaga, ilustrado por Miguel Ángel Díez, editado por Edebé.

Aunque Arboleda confiesa que es otro el mito que más le marcó: Roald Dahl. A Walliams directamente le han comparado con él. Y, más en general, la estela del genio británico se intuye en varios de los autores más díscolos. Ahí está la ironía como pilar fundamental; personajes aparentemente débiles que acaban revelando su fuerza; presuntos defectos que se vuelven virtudes; momentos desagradables, ya sea por escatológicos u horripilantes; ritmo endiablado; a nivel gráfico, ilustraciones y una maquetación que también persigue la libertad; y, de fondo, asuntos tan complejos como la muerte o la decepción, que se digieren mejor con una sonrisa. “El mensaje más transgresor que se puede ofrecer es el derecho a la conversación literaria sin corsés, ni advertencias. Dar la posibilidad de que surjan las preguntas de los lugares más inesperados, abrir charlas, entender al libro como objeto, como artefacto estético que procura la belleza”, reflexiona Freddy Gonçalves da Silva, divulgador, escritor y crítico de literatura infantil y juvenil.

Sin embargo, el listón de Dahl puede resultar a la vez dañino: tres profesores universitarios expertos en la materia preguntados por este diario se mostraron escépticos ante la posibilidad de que alguien alcance la calidad literaria o la forma de narrar el mundo del maestro. Y cuesta medirse también con iconos fallecidos como Astrid Lindgren, mamá de Pippi Calzaslargas (Kókinos); Sid Fleischman, autor de La maravillosa granja de McBroom (Blackie Books), o el abrumador triunfo de El pirata Garrapata (SM), de Juan Muñoz Martín.

Dahl, en todo caso, dejó otra referencia que muchos comparten: solía decir que únicamente le importaba la opinión de los niños, con los que tenía montada “una conspiración” frente a los adultos. Otro de sus discípulos, Roddy Doyle, lo tradujo de forma muy gráfica en El método Chof (Blackie Books): ese temido castigo es lo que les espera a los mayores que se porten mal.


Detalle de la portada de 'La abuela gánster', de David Walliams, editado por Montena.

“Los pequeños son un público mucho más sofisticado de lo que algunos creen. No me gusta la condescendencia que a veces se usa con ellos o que se les dé cualquier basura vieja para leer. Por supuesto que espero que padres, maestros o libreros también aprecien mis obras. Pero estoy ante todo al servicio de mis lectores”, tercia Nadia Shireen, escritora del enloquecido Bienvenidos a Grimwood (Blackie Books), donde hay gritos, delirios, enfados, surrealismo, un animal pierde literalmente la cabeza y otro roe un cable eléctrico. La autora reivindica así la importancia de entender y tomarse en serio a su audiencia.

Tanto Arboleda como Campoy siguen leyendo obras para los más pequeños y participan en muchos encuentros con ellos, para preguntar y escuchar. Ahí, el primero se llevó una sorpresa que aún recuerda: no todos los días se habla con niños de seis años “de un scriptorium medieval”. Y eso que estuvo a punto de quitar tan elevada referencia en una de sus novelas, por temores de subir demasiado el nivel. “Todos llevamos dentro un mal educador”, afirma. “En la selección, el adultocentrismo es uno de los problemas”, agrega Gonçalves da Silva. O, dicho de otra forma, que nadie subestime ni sobreproteja a los más pequeños. Entre otras cosas, porque se muestran como jueces implacables. “Son los lectores más agradecidos y estrictos. Si les fallo, no tardan nada en cerrar el libro”, agrega Arboleda.

Lo cual no significa que necesariamente puedan con todo. Hace un mes, el cineasta Quentin Tarantino afirmó en una conferencia en Barcelona que Bambi traumatizó su infancia y “ha jodido a los niños durante décadas”. Pero Campoy y Gonçalves sugieren que quizás también contribuyó a formar al director que es hoy. Lo cierto es que las corrientes más recientes invitan a hablar de cualquier tema espinoso con los niños, del cáncer al acoso, incluso a partir de los primeros álbumes infantiles. La cuestión clave, dicen, es otra: la manera en que se hace. En Pequeño Vampir, de Joann Sfar (Fulgencio Pimentel), la ausencia familiar se vuelve chiste en la conversación entre el protagonista y un pequeño huérfano humano.


—Perdí a mis papás.


—¿Y dónde los dejaste?


—Ja, ja. Qué gracioso eres. Quiero decir que están muertos.


—Anda, como yo entonces.


Un fotograma de la versión cinematográfica de 'Pequeño Vampiro'.

“No hay fronteras en las situaciones. La cuestión es cómo tratarlas”, apunta Arboleda. “Tengo esos dilemas, pero creo firmemente que los lectores jóvenes conocen sus propios límites y saben autorregularlos”, agrega Shireen. Y pone el ejemplo de su primer libro, El buen lobito (Cubilete): el protagonista termina comido, aunque no se ve explícitamente. La autora cuenta que algunos lectores lo entendieron inmediatamente y se rieron; otros no se dieron cuenta, tal vez porque no podían concebir algo así. “Solo afectó al puñado de niños a los que algún adulto se lo quiso señalar igualmente, pese a que no estaban listos para verlo”, apunta.

“Los niños agradecen muchísimo que les hables de la realidad. Lo importante es dotarles de herramientas para entender el mundo, lo cual también ayuda a detectar a los enemigos”, sostiene Campoy. No sorprende, pues, que la misma respuesta se repita ante una pregunta: ¿debe la literatura infantil y juvenil ser pedagógica? “Rotundamente no” es la respuesta unánime. Es más: hasta puede dedicarse a lo contrario. A Gonçalves da Silva le preocupa más bien que sea “facilonga, panfletaria e inerte”. Y Campoy se muestra firme: “Los libros deben ser disfrute y, tal vez, ayudar a desarrollar el pensamiento crítico. Pero la que educa es la sociedad”. No por nada la promoción de Bienvenidos a Grimwood utiliza como gancho positivo el adjetivo “anárquico”. Aunque Shireen señala: “Me gusta la transgresión, pero debe ir de la mano de personajes fuertes, una buena trama y empuje emocional. Por sí sola, resultaría hueca y hasta arrogante”.



Detalle de la portada de 'Bienvenidos a Grimwood', de Nadia Shireen, editado por Blackie Books.

Pasan los siglos, pues, y la moraleja final se mantiene: la principal ―¿única?— obligación de la literatura es ser buena. Y mirar a la historia sirve también para otros aprendizajes. En un artículo de The New Yorker sobre la actriz Emma Thompson, Ana Campoy descubrió que el padre, Eric, presentó en los sesenta y setenta el programa radiofónico diario The Magic Roundabout, donde hablaba a los niños como adultos. La receta arrasó, pero, por supuesto, también recibía cartas enfurecidas de algunas familias. Y Arboleda rememora el éxito hace dos décadas de un libro que denunciaba un problema que parece exclusivo de ahora: el paródico Cuentos infantiles políticamente correctos, de James Finn Garner (Circe). “Existen editores que se suben a la ola de las tendencias; y autores que llevan al catálogo temas que es importante visibilizar pero sobre los que, muchas veces, se escribe solo para vender o invitar a la reflexión. A nivel editorial hay una manera estandarizada de ver el mundo y un catálogo de emociones desbordado. Pero también hay una altísima tasa de producción en España, que lleva a que existan demasiados libros innecesarios”, enumera Gonçalves da Silva.

Resulta que cada época tiene sus contrastes. Sus dudas. Sus libros más inocuos y los más rebeldes. Y el lector siempre puede elegir. Como reflexionaba un editor en una serie de mensajes informales: “Se plantea mucho si se editarían hoy libros del estilo de Roald Dahl. Y creo sinceramente que sí. La pregunta de difícil resolución es otra: ¿se venderían?”. Que cada hogar decida su respuesta.


Consejos distintos

El escritor, divulgador y crítico de literatura infantil y juvenil Freddy Gonçalves Da Silva elige sus libros rebeldes: "El humor de Jon Klassen me parece soberbio. Desde la simpleza, logra construir narrativas poderosas con los lectores. Pienso muy velozmente en Shinsuke Yoshitake, Kitty Crowther, Amy Timberlake, Manuel Marsol, Iban Barrenetxea, los libros de filosofía de las Wonder Ponder. Y creo que es porque transgreden la manera de ver el mundo actual a nivel editorial. Se me escapan nombres, así como también creo que la transgresión no solo parte del humor, y en ese sentido se me quedan más nombres en el tintero". Entre otras obras recomendadas por algunas fuentes de este reportaje también se encuentran Mi abuela, la loca, de José Ignacio Valenzuela y Patricio Betteo (BiraBiro); la serie de Eddie Dikens de Philip Ardagh; El amuleto de Samarcanda, de Jonathan Stroud (ambos en Montena y destacalogados), o muchas de las creaciones de El Hematocrítico.


El Pais, sábado 6 de mayo de 2023


lunes, 22 de mayo de 2023

Dios en la mesa de novedades

MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO

05 ENE 2008 

En el principio ya era la palabra, como se sabe. Y la palabra se identifica con Dios (Juan, 1:1), el único ente con la necesaria autoridad para especializarse en formular eternamente lo que J. L. Austin llamó enunciados performativos, aquellos en los que lo que se dice anuncia lo que sucede: "Hágase la luz", y fue la luz. Mientras auténticas hordas de nuestros esforzados compatriotas de euro duro enloquecen en la ciudad que J. M. Fonollosa cantó sobre el mapa (Ciudad del hombre: New York, El Acantilado), comprando todo lo que se les viene en gana a 65 céntimos por dólar, en las mesas de novedades de las librerías de cadena se libra con ferocidad un drama metafísico con Dios (o su negación) como protagonista. Efectos colaterales del subidón religioso post 11-S y de la contagiosa fiebre Da Vinci, ateísmo, agnosticismo y laicidad están ahora tan de moda como los grasientos helados de Ben & Jerry o los potingues cafeteros del ubicuo Starbucks, una compañía que, vaya por Dios, tomó su nombre del primer oficial del Pequod, el buque ballenero con el que el gran ateo Ahab pretendió dar caza al dios cetáceo. El que rompió el fuego, hace ya un año, fue el biólogo Richard Dawkins con El espejismo de Dios, que aquí ha publicado Espasa sin pena ni gloria, y cuya versión inglesa en audiobook acaba de obtener el premio del año para "libros sonoros". Pero ahora la palma se la lleva el bestsellérico God is not great, de Christopher Hitchens, que aparecerá en marzo en Debate con el título (cuestionable) de Dios no es bueno; el New York Times Book Review ha publicado anuncios de media página del libro recomendándolo ¡para las Navidades! como "el regalo perfecto para el creyente o el no creyente de su familia". Libros como esos compiten en las mesas de non-fiction con otros que lucen títulos como The portable atheist, The atheist Bible, God and gold, The stillborn God (un estupendo ensayo de Mark Lilla, por cierto), God, the failed hypothesis, etcétera. Claro que en la teocracia americana (como la definió Kevin Phillips en el libro del mismo título que llegó a las listas en 2006) una cosa es Nueva York y otra las ciudades del Cinturón Bíblico, donde los fundamentalistas se la tienen jurada a las librerías que propaguen el error. Yo mismo, si quieren que les diga la verdad, no las tengo todas conmigo: anoche soñé que un furioso rayo divino me partía en dos, dejándome como a una de esas vacas a las que Damien Hirst, otro ateo demiurgo, encierra en una vitrina flotando en una solución de formaldehído por toda la eternidad.

QUIZÁS A ustedes también les pase. Hay películas que me hicieron vibrar en mi butaca de la fila cinco y de las que ya no me acuerdo de la trama, sino de un par de imágenes irrelevantes que se me emponzoñaron en el alma. Y novelas que devoré durante noches con los ojos ardiendo como antorchas y de las que, increíblemente, sólo recuerdo un tono, o la forma del pomo de la puerta que la protagonista abre en un momento dado (eso me pasa con Henry James), o el olor de la escalera de la casa de la vieja a la que va a matar Raskolnikov. La historia que cuenta narraciones que me parecieron maravillosas se me ha difuminado hasta el punto de que ya sólo recuerdo sus escatologías, lo que me hace sentirme indigno y culpable. En La Veneciana, un magnífico cuento de Nabokov, se encuentra la mejor referencia literaria que recuerdo de alguien sacándose un moco. Y, aunque he olvidado el meollo de la historia en la que se enmarca, sigo teniendo presente la escena en que Quinn, protagonista de Ciudad de cristal, de Paul Auster, oye sonar el ominoso teléfono mientras está sentado en el retrete in the act of expelling a turd. De las escenas de sexo recuerdo con repugnancia la cópula más bien colonialista ("al entrar en ella sentí cómo me hundía en una cera insípida que, sin oponer resistencia, dejaba hacer con una inmóvil placidez vegetal") del narrador de La nieve del almirante, de Álvaro Mutis, con la indígena que sube al barco en el que navega río arriba. Y lo único que no le perdono a Javier Marías en Veneno y sombra y adiós, la mejor novela en español que he leído en 2007 (reconozco que no las he leído todas), es que, después de habérmelo hecho esperar durante casi 1.000 páginas (y cinco años), el encame de Jacobo (o Jacques, o Jaime, o Diego) Deza con la joven espía Pérez Nuix sea tan poco memorable y enjundioso. Seguro que de esa novela lo único que no voy a recordar es ese polvo, perdonen la crudeza.

No pretendo ser original, de manera que ruego a mis improbables lectores que no se molesten si les digo que a mí lo de las fiestas me pone de los nervios. Ya sé que todo esto suena a lo que el inolvidable señor Aznar llamaría un tópico de "progre trasnochado", pero lo de someterse a la orgía de consumo estacional y reunirse obligatoriamente a ser felices me hace proclive a imaginar escenarios posapocalípticos que dejarían en pura broma al mathesoniano de Soy leyenda (Minotauro). Yo también fantaseo con ser Robinson en una ciudad en la que sólo quede yo con todo a mi disposición: y encima, como ocurre en el (último) avatar cinematográfico de la fábula, sin cadáveres visibles que hiedan o despierten mi (mala) conciencia. Sentirme rico y poderoso, por ejemplo, como se sentirá José Manuel Lara si Planeta (facturación: 1.015 millones) ultima la compra de la francesa Editis (facturación: 755 millones) y se convierte en uno de los ocho o nueve primeros grupos editoriales del ídem. Son días en los que, por motivos que vengo analizando en el diván desde el que miro al techo dos veces por semana, me siento disconforme y agresivo. Claro que todavía puedo controlarme y no llego a los extremos de un conocido mío que, durante la cena familiar de la pasada Nochebuena, en vez de decir "mamá, pásame la fuente con el relleno del pavo y las ciruelas", cometió un injustificable desliz freudiano y le espetó: "Hija de perra, has arruinado mi vida". A mi desazón contribuye sin duda mi cada día más enrevesada trayectoria profesional, más parecida en su diseño al dripping de un Pollock que a la limpia geometría de un Mondrian: anteayer aquí, ayer allí, hoy aquí de nuevo, y mañana quién sabe dónde, como decía el añorado presentador ex trotskista Paco Lobatón, que tanto hacía por encontrar a perdidos/as. Me siento como uno de esos infinitos libros que efectúan el trayecto desde el almacén a la mesa de novedades para regresar intonsos (es un decir) e invendidos al punto de origen. Uno de esos volúmenes que no leen los lectores frecuentes ni los "ocasionales" (los que "practican la lectura" una vez al mes o al trimestre) con los que se engordan nuestras estadísticas biempensantes. Bueno, lo que hoy quería decirles es que aquí estoy. Y que ya les iré contando, supongo. -





El Pais. Babelia nº 841 5 de enero de 2008



domingo, 21 de mayo de 2023

Pornografía y botánica pandémicas por Manuel Rodríguez Rivero

 Sillón de orejas

1. Falocracias

Cuando se percibe el final de algo, brota la nostalgia sobre lo que se supone en trance de desaparecer. Y la nostalgia es, por definición, un falso recuerdo o, por lo menos, una reminiscencia interesada (de casta, de clase, de género). Talleyrand, el sacerdote y diplomático que remodeló Europa a principios del XIX, lo expresó a su manera: quien no ha vivido antes de la revolución ignora lo que es la dulzura de vivir. El imperio de la falocracia, hasta hace poco escasamente contestado, llega a su fin, aunque sus peores coletazos durarán aún bastante, desdichadamente. La nostalgia, sin embargo, puede manifestarse también como ironía, quizás como autocrítica. Todo eso me parece advertir en un librito no venal editado por Jesús Egido (el editor de Reino de Cordelia) como obsequio más o menos navideño, y que, con el título Las pollas de Coll, rescata la pequeña colección de dibujos de penes que el genial cómico José Luis Coll -uno de los mejores exponentes del tardo-surrealismo cómico que surgió durante la dictadura como escape a las grisuras del entorno- fue reuniendo a base de preguntar con desarmante candidez a sus amigos y cotertulianos ilustradores: "¿Me dibujas una polla?". Los "artistas polleros" que colaboraron (¿quién se podría resistir a la petición?) fueron muy variados, incluso ideológicamente: en el librito -desde ya una rareza de bibliófilo a menos de que Egido se decida a publicarlo con ISBN- se recogen dibujos de penes, cipotes o rabos de toda forma y condición de artistas tan diferentes como Mingote, Summers, Chumy Chúmez, Julio Cebrián, Forges, Máximo, Gila, Abelenda, Martín Morales, Mena y Alfredo, entre otros: una muestra singular de las pollas imaginadas por algunos de los más importantes dibujantes del tardofranquismo, cuando el humor gráfico era todavía una de las pocas grietas en la granítica censura del franquismo. Nostálgica es también, a su modo, la recuperación, una vez más, de Las once mil vergas, de Guillaume Apollinaire, que Akal anuncia para este año en traducción de Isabelle Marc. Publicada clandestinamente en 1907 bajo la autoría de "G.A.", el libro se convirtió rápidamente en un éxito de ventas prohibido y deseado, y Picasso llegó a decir que era el más hermoso que había leído. Las once mil vergas, que guiña el ojo en el titulo a la leyenda de las vírgenes de Santa Úrsula, es un compendio disparatado y adobado con salsa rabelasiana de las peripecias sexuales (de Bucarest a París a Port Arthur), del hospodar (príncipe) Mony Vibescu, en el que abundan sodomidaciones, estupros, necrofilias, pedofilias, vampirismo y todo lo que Sade quiso escribir y se atrevió a hacer. Si están interesados en la cara más devastadora de la adicción sexual desde el punto de vista de un obseso, no se pierdan la película Shame (Steve McQueen, 2011) con Michael Fassbender, que está que se sale, y Carey Mulligan, que también, y que, por cierto, interpreta una versión estremecedora del estándar New York, New York (1977), compuesto por John Kander para Liza Minelli. De nada.


Fassbender y Mulligan, en Shame. Alamy

2. Latinoaméricas

Conocí a Michi Strausfeld (Recklinghausen, 1945) hace muchos años, cuando ya era un referente fundamental en la edición infantil-juvenil española, a cuya profunda renovación (años ochenta-noventa) contribuyó decisivamente, incorporando al catálogo de las editoriales en las que trabajó  (Seix Barral, Alfaguara, Siruela) a figuras tan importantes como Ende, Dahl, Pressler, Janosh, Sendak y tantos otros. Lo que tardé más tiempo en descubrir es que, para entonces, Strausfeld, que ya vivía en España, era también la embajadora de la nueva literatura latinoamericana en Alemania, donde a raíz de los entusiasmos y esperanzas despertados por la revolución cubana, sus autores fueron recibidos con extraordinario interés. Enamorada de la literatura hispánica que se hacía al otro lado del Atlántico -su tesis fue sobre García Márquez-, consiguió convencer a Siegfried Unseld para que publicara en Suhrkamp obras de Cortázar, Rulfo, Vargas Llosa, Onetti, Cabrera Infante y toda la abigarrada tropa que estaba escribiendo el español más libre e imaginativo de la segunda mitad del siglo XX. Su libro Mariposas amarillas y los señores dictadores (Debate) es un compendio de todo lo que le ha interesado en su lectura de las letras latinoamericanas respecto a la historia en cuyo contexto se escribió, se recibió y se criticó. Dos centenares largos de escritores y sus obras desfilan por este libro riguroso y legible, a caballo entre el travelogue culto y comprometido y la crónica apasionada de la literatura de un continente.

3 Naturalezas

Los confinamientos y el temor a las "cepas mutantes supercontagiosas" han potenciado el interés editorial por la naturaleza vivida desde interiores. La gente quiere respirar aire silvestre, aunque sea vicariamente: la lectura proporciona un campo casi infinito para experimentar la naturaleza desde la butaca o, incluso, desde la calentita cama invernal (en el hemisferio sur desde la tumbona veraniega). Joaquín Gallego ha publicado, en el sello de su nombre, Malahierba, un peculiar elogio (muy apropiado para estos tiempos) de la "botánica humilde": un libro de inquietantes fotografías en blanco y negro en el que se celebra la botánica caótica "que rechaza el orden y la disciplina" de la jardinería y la imposición de la estética vegetal; fotos y textos de Sylvie Bussières y Joan Fontcuberta, salpicados por dudosos haikús ("crecen más libres, / bella flor del cerezo / las malas hierbas") de Izumiya Key, "discípulo tardío de Basho", que a mí me pega más bien un heterónimo del propio Fontcuberta. Para niños observadores (y adultos juguetones) recomiendo con todo entusiasmo el bellísimo álbum sin palabras Ocultos en el bosque (Kalandraka), del extraordinario acuerelista Mitsumana Anno, fallecido a los 94 años la pasada Nochebuena: una fascinante sinfonía de verdes en la que hay que encontrar la fauna que lo habita.


El Pais. Babelia nº 1.522 sábado 23 de enero de 2021


sábado, 20 de mayo de 2023

Un año poco olvidable por Manuel Rodríguez Rivero

 Sillón de orejas

1. Veinte-veinte

Nada me agradaría más a este Sillón de orejas -en el que pretendo reflejar algunas cuestiones que me suscita el año libresco que ahora termina- que limitarme únicamente a las buenas noticias, tal como pedía a sus oyentes la exuberante Pampinea, la primera de los diez narradores (siete mujeres y tres hombres: eso sí que es madurez de género) del Decamerón, en aquel locus amoneus en el que se habían refugiado para escapar de la pandemia del momento y entretenerse contando historias. Pero no sé si será posible. Nunca he sido muy partidario del evergetismo, esa antigua forma de "hacer el bien" que se resolvía creando una clientela de agradecidos y deudores, algo que sí se practica de vez en cuando en la crítica de la cultura, de modo que no esperen grandes aspavientos y positividades. Empezando por el llamado Ministerio de Cultura, esa institución semifantasmal que tan poco hace (o puede hacer) por su objeto, tan transferido como las aguas del Tajo. Lo único que se me ocurre decir de su demediado titular, cuyo nombre será escasamente recordado (un perfecto ejemplo de lo que se llama "perfil bajo", nada que ver con lo que representa su cargo en Francia, por ejemplo), lo dice mucho mejor que yo el estupendo Mark Strand (1934-2014) en su poema en prosa "El ministro de Cultura consigue su deseo", incluido en el libro Casi invisible (Visor, traducción de Julio Trujillo). Perdonen la cita, un poco larga: "El ministro de Cultura vuelve a casa después de un día ajetreado en la oficina. Se echa en la cama e intenta no pensar en nada, pero nada sucede o, más precisamente, no sucede nada". Menos mal que el sector del libro, acostumbrado al ninguneo y a que las ayudas sean mezquinas o tarden en llegar, ha demostrado que no lo necesita para seguir adelante.


Fotograma de El Decamerón. Everett Collection


2. Acontecimiento

Días de balances y de listas. Quien más, quien menos, todos -aquí y en Pekín- opinan sobre lo mejor que ha dado la cultura en el inolvidable año más olvidable, cuando la pandemia se ha convertido en ese transformador "hecho social total" (en el sentido que daba Marcel Mauss a la expresión en su Ensayo sobre el don, Katz, 2010), es decir,  un acontecimiento externo que sacude no solo el conjunto de las relaciones sociales, sino a la totalidad de los individuos, instituciones, valores, aspiraciones. Después, ya nada será igual, dicen los sociólogos y todólogos, menospreciando la sabiduría reaccionaria del Eclesiastés (1-9): "Lo que ha sucedido, vuelve a suceder, y lo que antes se ha hecho, es lo que se hará". Y, sin embargo, entre las cenizas se encuentran aún las brasas: el comercio del libro no se ha hundido, por ejemplo, en casi ningún sitio (en EE UU, por ejemplo, las previsiones apuntan a un descenso de la ventas de tan solo el 1%). La capacidad de reinventarse de los libreros y la increíble colaboración de los lectores -que han comprendido que la librería es un centro cultural de casa comunidad, y se han tomado su supervivencia como prioridad -han hecho que la catástrofe pronosticada por los agoreros no se haya consumado. A falta de datos puestos al día, la defección de los lectores solo ha tenido lugar -y muy parcialmente- en las librerías del centro de las grandes ciudades. Es de desear que cuando caduquen los ERTE- esa forma particular de nacionalización de los salarios- la gente siga acudiendo a las librerías con la misma pasión que durante los meses de plomo y virus.

3. Metro

Pero no todas las respuestas tienen el mismo valor. Ahí tienen esa sorprendente muestra de enloquecimiento textual perpetrada por mi adorada Asociación de Editores de Madrid (AEM) en colaboración con Metro de Madrid, dos instituciones que se han conjurado para empapelar la estación de Ríos Rosas (incluidos pasillos) con el texto completo (dos millones de caracteres) de Fortunata y Jacinta. Está muy bien que se conmemore el centenario de la muerte de su autor, aunque resulten patéticos algunos de los puntos de su particular modo de empleo, com el de que la disposición y "puesta en pared" del grueso texto así como los pasajes destacados, propician "dos lecturas diferentes": una pausada mientras llega el tren, y "otra rápida a través de los fogonazos que las citas permiten ver desde el vagón en marcha". No se mareen, porfa.

4 Héroes

La pandemia nos ha permitido reconstruir nuestra panoplia de héroes. aparte del amplio espectro de sanitarios, de ancianos sobrevivientes en las residencias, de los comerciantes de proximidad que no han bajado la persiana, de los hosteleros a media jornada, se hace necesario homenajear a los libreros. Y eso que no ha sido un buen año para la CEGAL, la plataforma que agrupa a buena parte de los libreros de este país (por ahora). Además de tener que devolver con gran esfuerzo a Hacienda (los editores ya lo hicieron) el agujero financiero que les dejó la empresa de "formación" Editrain (algunos la llaman "Pufotrain"), que pasó por el sector del libro con la furia del peor de los tornados (su director, Jaime Brull, estuvo durante un tiempo muy arropado por algunos de los próceres de la edición, que no supieron parar a tiempo el desaguisado), los chicos y chicas de CEGAL han tenido que asistir a la defección de muchos de los usuarios de su página todostuslibros.com. Y es que muchos de los libreros asociados no solo cobran los gastos de envío -algo razonable para quienes no tienen una distribución propia-, sino que también cargan al cliente unos absurdos "gastos de gestión", lo que puede incrementar el precio total del pedido por encima de los ocho euros. De modo que o arreglan pronto ese extremo o Amazon no va a precisas de mejor caldo gordo.


El Pais. Babelia nº 1.517 sábado 19 de diciembre de 2020

martes, 16 de mayo de 2023

Podría haber sido peor por Manuel Rodríguez Rivero

Sillón de orejas

1. 2021

Margarita García de Cortázar, mi asesora favorita en asuntos numéricos, me reenvía, como bálsamo para mis heridas morales, un vídeo en el que se explican algunas de las propiedades contables que convierten 2021 en un auténtico fenómeno matemático, haciéndolo "grande" entre otros. Para empezar, está formado por la concatenación de dos números enteros consecutivos (20-21), una circunstancia única en este siglo (la próxima vez será en 2122, cuando ustedes -y, quizás, yo- estén criando malvas). Pero eso es lo de menos: lo importante es que, a su vez, el guarismo del año en que nos va a tocar vacunarnos (en fin, aún no está claro) es, sobre todo, el resultado del producto de dos números primos consecutivos (43x47=2021), lo que constituye una rareza aún más estrafalaria que la conjunción de tres planetas, o que el emérito se sume entusiasmado a cierta corriente de opinión favorable a la República. El interés de los matemáticos por los números primos se remonta a las tablillas mesopotámicas, aunque Euclides fue el primero que comprendió su naturaleza infinita. Ignoro si la "grandeza" atribuida a la primalidad del año en curso conlleva algo bueno o nefasto, pero lo cierto es que, hoy por hoy y con los restos del turrón sin consumir, los contagios subiendo, medio país cancelado, las vacunas esperando quién las inocule y los políticos de aquí y de allá jugando, quien más quien menos, a hacerse la puñeta, 2021 no pinta nada bien en casi nada, y conste que no me hace ninguna gracia constatarlo. Por una vez -y sin que sirva de precedente-, para encontrar un sector de la actividad económica en que el año 2020 nos dé motivos para confiar en el siguiente, hay que referirse a las librerías. Y es que, después de lo que sucedió en la larguísima depresión libresca ocasionada por la crisis de 2008-2011, uno podía esperar otra debacle. Pero resulta que, hasta la fecha, y en términos generales, la tesis compartida es que "podría haber sido peor". No hablo solo de España. En Francia, donde las librerías han estado cerradas bastante tiempo, el observatorio correspondiente ha calculado un descenso de ventas del 3´3%.

Claro que no en todos los lugares ni librerías por igual: parece, en todo caso, que allí también los lectores han afirmado con hechos de pago la cualidad comunal de las librerías de proximidad frente a las del centro de las ciudades. En cuanto a la "temática" que más ha interesado a los lectores durante estos meses, es prácticamente la misma que habitualmente, con una excepción a la alta y otra a la baja: la primera reside en el incremento del 14% en las ventas de cómics (bandes dessinées); la segunda, en el espectacular descenso (hasta de un 33,5% menos) registrado por los libros de turismo. Se ve que los lectores no se han interesado en ellos ni para soñar con viajes futuros (cuando el mundo vuelva a su ser), al modo que hago yo, ojeando los libros de gastronomía cuando me pongo a riguroso régimen para contrarrestar la bulimia provocada por al ansiedad coronavírica.

2. Maigret

Vi en pocos días, y pulsando de vez en cuando el botón de avance rápido del mando. El desorden que dejas, un thriller" a la gallega" del guionista Carlos Montero, autor también de la novela en que se basa. La miniserie (¿mini?:¡8 capítulos!) llegaba con el temible marchamo de qualité, con el aval de éxitos anteriores de Montero y la interpretación de dos buenas actrices (Bárbara Lennie e Inma Cuesta), una de ellas incluso soberbia. Como me ocurre siempre con las series (salvo excepciones legendarias), ésta me irritó bastante: el guión (inverosimil hasta lo surrealista; se divertirán viéndola los profes de instituto, nada que ver con los del ficticio Novariz) se retuerce para exprimir hasta el final un jugo que no existe y que intenta obtener a partir de giros tramposos. Total, que, tras digerir como pude el fiasco, busqué consuelo en Tres (Anagrama), un thriller del israelí Dror Mishani que también venía con incandescentes paratextos de prestigiosos críticos y revistas. Esta vez no lo pasé tan mal: novela sin aspavientos, centrada en dos crímenes y en ambientes locales y realistas de Tel Aviv, con atención al desarrollo psicológico del personaje principal y de las víctimas. No me entusiasmó, pero no la arrojé al cesto de los desechables. Quizás alguien (suponiendo que lo haya al otro lado de esta página) pueda pensar que soy un antiguo por mostrar poco entusiasmo por esas novedades de éxito. Probablemente tenga razón; en las últimas semana el único thriller que realmente me ha hecho disfrutar en mi sillón de orejas es uno que ya había leído y había olvidado totalmente: La cabeza de un hombre, una de las primeras novelas de Maigret, publicada por Simenon en 1931 (junto con otras ocho: el tipo era tan inagotable en la escritura como en el sexo). Lo pasé muy bien leyéndola: color local (le encanta el París de los abajo, marginados, trabajadores), psicología (el villano está inspirado en Raskólnikov), diálogos cortantes, a veces esticomíticos, economía narrativa (elipsis estupendas) y, sobre todo, esa característica que hace tan reconocible el estilo del detectiva belga: comprender sin juzgar; ver el crimen en el mismo fluir que la vida, sin sentimentalismos. La novela fue publicada por Tusquets en 1994, cuando aseguraba que sacaría todo Maigret, una trola que ningún editor moderno ha cumplido (¿qué pasa hoy con los buenos propósitos de Acantilado?), pero ahora está agotada. Fue llevada al cine (La tête d´un homme) por Julien Duvivier en 1933, con Harry Baur en el papel de Maigret, aunque para mí no ha habido mejor Maigret que Jean Gabin. Cosas de antiguo.


Jean Gabin, en El comisario Maigret.

El Pais. Babelia nº1.520 sábado 9 de enero de 2021