lunes, 18 de julio de 2022

Una ciudad propia Javier Cercas





JAVIER CERCAS

17 JUL 2005

Hace unas semanas viajé a Moscú y batí un récord mundial: en sólo cuatro días me robaron dos veces. Nunca me habían robado, así que pronto llegué a la conclusión de que me hallaba bajo el influjo de un maleficio; también me acordé de Pablo Neruda -quien aseguraba que una de las condiciones necesarias para sentir como propia una ciudad ajena es que te roben en ella-, y no pude evitar sentir como propia la ajena ciudad de Moscú.

Todo empezó en el aeropuerto de Sheremétievo, mientras mis anfitriones -Tatiana Pigariova y Víctor Andresco- me conducían por la carretera de Leningrado hacia el hotel Rusia, en el centro de la ciudad, frente al Kremlin y la catedral de San Basilio, donde iba a alojarme. Con el cerebro saturado de historias sobre la mafia rusa, les pregunté si Moscú es una ciudad segura. "Claro", se rieron al unísono. "Es la ciudad más segura de Europa". A la mañana siguiente me robaron por primera vez. Fue en el cementerio de Novodiévichi, adonde Tatiana -autora de un libro indispensable para cualquiera que visite la ciudad: Autobiografía de Moscú- me llevó para contarme la historia de Rusia a través de la historia de los hombres ilustres que están enterrados allí, una historia tan absorbente que ni siquiera me di cuenta de que un ratero me metía la mano en la chaqueta y se llevaba mi cartera. De golpe me vi sin dinero, sin tarjetas de crédito, sin documentos; de golpe me sentí feliz. Al cabo de dos días volvieron a atracarme. En esta ocasión no se trató de una simple sustracción: se trató de una obra maestra del arte del robo. Todo ocurrió a una velocidad de vértigo. Bajaba yo desde la plaza Roja hacia el hotel Rusia con esa cara de atontados que se nos pone cuando somos felices en una ciudad extraña; delante de mí caminaba un hombre; más adelante, otro. A este último, de improviso, se le cayó al suelo algo: era un fajo exagerado de dólares. El hombre que iba ante mí recogió el fajo, llamó al otro hombre; éste se dio la vuelta y, descompuesto y sudoroso, volvió sobre sus pasos, cogió el fajo, nos dio las gracias a los dos -como si yo también le hubiera devuelto su dinero- y siguió su camino. Ahí está, pensé; pensé que una cantidad de dinero así, en efectivo, sólo podía llevarla encima un mafioso; pensé que al tipo le aguardaba don Vito Corleone, y que, si aparecía sin el dinero, don Vito le iba a convertir en hamburguesas; comprendí el tamaño de su gratitud. En ese momento, el tipo volvió a darse la vuelta, volvió otra vez hacia nosotros y, más descompuesto y más sudoroso que antes, nos gritó en inglés que le faltaba dinero. Sin duda imaginando que en cualquier momento el mafioso podía sacar un arma, el hombre que le había devuelto el dinero le entregó su cartera, para que se cerciorara de que no le había robado; por mi parte, yo le entregué el fajo de billetes que llevaba encima, producto de un sablazo infligido a mis anfitriones. Cuando hubo comprobado que no le habíamos quitado su dinero, el mafioso nos devolvió la cartera y el dinero y se marchó, y mi compañero y yo nos separamos después de comentar entre risas la desgracia del mafioso. Horas más tarde advertí que me faltaban casi todos los billetes del fajo que le había entregado al mafioso y comprendí que los dos hombres estaban conchabados en el timo; pensé que éste había sido un prodigio de sincronización y puesta en escena sólo atribuible a dos grandes actores en paro del teatro Bolshói; pensé que se habían ganado con creces el botín y, a solas, en la habitación del hotel, me puse a aplaudir.

Eso no fue todo. Omito que en mis cuatro días moscovitas corrí un serio riesgo de perecer cuando un taxista improvisado -un jovencito imberbe que conducía ebrio y sin permiso de circulación un coche antediluviano- a punto estuvo de embestir una ambulancia conmigo como pasajero; también omito que en el taxi de vuelta a Sheremétievo, el último día de mi estancia en la ciudad, tuve la certeza absoluta de que el taxista me estaba secuestrando cuando se desvió de la carretera de Leningrado y, para evitar el atasco matutino, se internó por una estrecha carretera de montaña excavada de baches y asfixiada entre bosques frondosos. No omito que fue en el aeropuerto donde lo entendí todo. Allí, entristecido por el final del viaje, leí en Autobiografía de Moscú que el hotel Rusia, gigantesco adalid de los hoteles soviéticos, es un lugar maldito: desde 1967, año en que fue inaugurado, se han declarado en él cuatro incendios, en uno de los cuales murieron 42 personas; la incurable superstición de los moscovitas atribuye este rosario de catástrofes -que en 1997 llevaron a los propietarios a distribuir iconos por todas las dependencias del hotel- al hecho de que bajo los cimientos de éste desapareció un barrio entero del Moscú medieval, en el que se hallaba la iglesia de Nicolás Mojado, santo protector contra el fuego… Así que mientras esperaba el avión de vuelta a casa di gracias al cielo por no haber provocado ningún incendio, y me acordé de Neruda, y pensé que el maleficio del hotel Rusia se había trocado para mí en un beneficio, porque había convertido Moscú -la ciudad más extrema y chiflada de Europa, y una de las más hermosas- en una casa para siempre.


El Pais Semanal nº 1.503. Domingo 17 de julio de 2005

sábado, 16 de julio de 2022

Érase una vez un éxito

 

Ilustración de Anna Llenas para El monstruo de colores, editorial flamboyant




La literatura infantil y juvenil ha salido reforzada del confinamiento. La necesidad de compensar con libros de papel el uso de pantallas durante el encierro y el aprecio renovado por las librerías de barrio han coincidido con una explosión de géneros y formatos. La cosecha de 2021 es deslumbrante

POR CECILIA JAN
Aunque niños y tecnología sean ya un dúo inseparable, el trabajo diario de todo un sector se empeña en recordar que el libro sigue siendo compañero de aventuras, fuente de curiosidades y refugio pausado frente a la velocidad, el ruido y el vértigo que ofrecen tabletas y móviles. Y las cifras confirman que, pese a esa competencia, los niños siguen queriendo leer —¡en papel!—, y sus padres y abuelos, que lean. Este 2021, año 2 de la pandemia, terminará con un aumento récord de ventas en las librerías especializadas en literatura infantil y juvenil (LIJ). Como beneficio colateral del confinamiento, que trajo un repunte de la lectura y una conciencia de la importancia del comercio de proximidad, los libreros han visto reforzado su papel, cada vez más necesario para encontrar la calidad en un sector saturado de novedades. He aquí un resumen del año en la literatura infantil y juvenil.


1.Más ventas

La pandemia nos hará mejores, repetían algunos como consuelo en los días del confinamiento más duro. Quizás mejores no, pero año y medio después, sí se puede afirmar que la pandemia nos ha hecho más lectores o, si no, al menos, más compradores de libros. La satisfacción general expresada por libreros y editores se confirma con las cifras que maneja la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros (CEGAL). Su portavoz, Alvaro Manso, dice: "En lo que va de 2021, las librerías especializadas en literatura infantil y juvenil han subido en ventas un 26% respecto al mismo periodo de 2019, el doble que las librerías en general. Queda la campaña de Navidad, y la expectativa es crecer cuatro o cinco puntos más". Los datos se comparan con los del año anterior a la pandemia al estar las cifras del atípico 2020 algo distorsionadas. El 13% de crecimiento de ventas del total del sector (sin grandes comercios como FNAC o El Corte Inglés) ya lo considera Manso "totalmente anormal, un año bueno nunca sube de dos cifras, un 7% o un 8%".

Luis Zendrera, director de Editorial Juventud y presidente de la Organización Española para el Libro Infantil y Juvenil (OEPLI), califica la subida de ventas tras el confinamiento como espectacular: "Muchos padres se han dado cuenta de que necesitaban libros, si no, los niños estaban todo el día en casa delante de pantallas". Xosé Ballesteros, director editorial de Kalandraka, piensa sin embargo que "vender libros no significa leer más. El libro tiene un valor simbólico, como objeto de regalo. Se compra mucho más de lo que se lee".

2 Más librerías de barrio

Las grandes beneficiarías de este aumento de ventas han sido las librerías independientes y de barrio. "La pandemia ha puesto el foco en el comercio de proximidad", aventura Ester Madroñero, que desde su librería, Kirikú y la Bruja (Madrid), ha notado el cariño y el apoyo de la comunidad. "Se nos valora más, nos piden volver a realizar actividades de animación", percibe. Esta experimentada librera también destaca el apoyo recibido en el último año por parte de las instituciones y de todo el sector del libro, en forma de ayudas para encuentros con autores, aplazamientos de facturas o mayor facilidad por parte de los distribuidores para dejar los libros en depósito, de forma que se puedan devolver los no vendidos. Las librerías más perjudicadas por las restricciones de 2020 fueron las que estaban en sitios turísticos o centros comerciales, explica Manso. El portavoz de CEGAL destaca que, durante el último año, los cierres que se han producido han respondido principalmente a jubilaciones, no a motivos económicos, y se han compensado con aperturas de nuevos espacios, sobre todo en grandes ciudades. Quizás el capítulo pendiente es que despegue la venta por internet. La pandemia aceleró el proceso para que Todostuslibros. com, la plataforma colaborativa de librerías en la que desde hace años se puede consultar cuál tiene un título concreto para encargarlo, se abrió a las ventas en noviembre de 2020, "pero aún necesita que la gente la conozca", dice Madroñero, que destaca que "no pretende competir con otras plataformas, sino trasladar el espíritu de las librerías a internet. Que se note que hay una persona detrás, no una máquina".

3 Demasiados títulos

Frente a la cara de las ventas, la cruz para las librerías es la sobreproducción de novedades, algo que se ha acentuado por el embudo creado en 2020 por la pandemia. Lola Gallardo, dueña de la librería Rayuela Infancia, en Sevilla, describe: "Este año estamos colapsados por las novedades, la programación de las editoriales se paró el año pasado, y en el momento en el que se ha visto que el sector se está recuperando, han empezado a llegar. No da tiempo a saborear las publicaciones, llegan y se van. Te dedicas a mover libros".




Ilustración de Artur Laperla para Superpatata. bang ediciones

Las cifras son mareantes; en 2019 se publicaron unas 18.000 novedades en literatura infantil y juvenil, y en 2021 la cifra puede estar entre 18.000 y 20.000, calcula Ballesteros, de Kalandraka. "Es un mercado voraz, con un ecosistema muy variado de editoriales", describe. Conviven las empresas pequeñas e independientes con otras medianas y grandes grupos, unas 80 en total. Patricia del Castillo, que se dedica a la animación lectora como cuentacuentos y reseña novedades en su blog Trastadas de mamá, añade que "se hace mucha verkami (campañas de micromecenazgo) y autopublicación". Aquí se mezclan desde madres, profesores o cuentacuentos con autores conocidos con una idea por la que en ese momento no quiere apostar ninguna editorial.

Falta por ver cómo afectará la crisis de suministro de papel que sufre todo el sector en el mundo. En los libros infantiles, donde más se nota es en el cartón, tanto para los de cartoné como para los álbumes y tomos de tapa dura. Los editores consultados habían de subidas de precio y de retrasos de lanzamientos de la campaña de Navidad.

4 El manga se consagra

Dentro de la ingente producción de los últimos años, destaca el auge imparable del cómic infantil. ''Hay verdaderas obras de arte con el plástico y también con el texto", valora la librera Lola Gallardo. Cómics para pequeños desde los tres años, que ni saben leer, como la serie Sorprenderse de Bang; para los que están empezando a hacerlo, con poco texto, como Narval (Juventud) o Superpatata (Bang), pero también novelas gráficas europeas y estadounidenses para niños mayores y adolescentes, a los que también atrae el manga japonés, presente desde hace muchos años pero cada vez más visible.

Todos se quieren sumar á este bum, al que España llega tarde en comparación con países con tradición, como Francia o Bélgica. Y frente a la vieja idea de que leer cómic no es leer de verdad, ahora es fácil encontrar secciones cada vez más amplias en las librerías, y muchas editoriales, tanto las generalistas como las que ya trabajaban el cómic para adultos, están lanzando sus propias colecciones. Así, Norma incluyó en 2017 su sello de literatura infantil y juvenil, Astronave. Y Astiberri comenzó su apuesta para jóvenes lectores en verano de 2020.

Marión Duc es la editora de esta colección, que se estrenó con series para primeros lectores como Avni y la premiada Tigresa contra pesadilla, que se publican también en euskera y catalán, y otras para niños a partir de 8-9 años, como Los Muértimer, o a partir de 12, como Nimona, un clásico del cómic norteamericano. 'Intentamos que sean divertidos, para pasar un buen rato con la lectura, y también que ayuden a crecer, con temas como la identidad".

Tanto esta editora como Pablo Cruz, director de la revista especializada en literatura infantil y juvenil Babar y editor en Anaya, coinciden en señalar los libros de la autora estadounidense Raina Telgemeier —Sonríe, Hermanas—, publicados por Maeva, como los que consiguieron dar visibilidad a la novela gráfica para niños y adolescentes en España. "Cada vez más hay gente dentro del mundo de la educación, en las bibliotecas, que ve calidad en obras que no imaginaban", opina. El editor Luis Zendrera coincide en que el cómic "favorece que niños que no leían pierdan el miedo a los libros".

Un fenómeno distinto es el del manga, que lleva muchos años asentado en España, aunque los expertos coinciden en que está experimentando un fuerte aumento gracias al interés que despierta en los adolescentes. Chavales de 11 años en adelante, muchos acompañados por sus padres, llenan los fines de semana las tiendas especializadas, como el Otaku Center en Madrid o la tienda de Norma Cómics en Barcelona. Los tres primeros tomos de Háikyû!!, un manga sobre vóleibol cuyo lanzamiento en español en octubre era muy esperado por los fans, figuran entre los 20 libros más vendidos de Todostuslibros.com, codeándose con Los vencejos, de Fernando Aramburu, o De ninguna parte, de Julia Navarro.

Hola, conocimiento. Adiós, autoayuda

Otros libros cuya demanda aumenta son los álbumes ilustrados de conocimientos, -que sirven de apoyo a las materias que se dan en cíase. "Siempre había habido libros sobre el espacio o los romanos, pero ahora hay de física cuántica, relatividad, electromagnetismo, cerebro humano, con dibujo extraordinario y gente cualificada", dice Zendrera. Román Belmonte, profesor y autor del blog Donde viven los monstruos: LIJ, confirma que este tipo de libros "pisan muy fuerte en el ámbito escolar: se compran para la biblioteca del colegio, o para trabajar algún tema. Libros de curiosidades en historia, geografía, biología, que a los docentes nos vienen muy bien". Este bloguero, que desde hace 15 años reseña libros, encuentra sin embargo que hay algunas temáticas demasiado repetitivas: "Hay mucho del universo feminista, ecologismo, racismo, globalización". La saturación de libros sobre algunos temas de actualidad o de moda se produce especialmente en lo que Patricia del Castillo califica como "libros homeopáticos" o Pablo Cruz llama "libros de autoayuda infantil" o "libros receta": títulos "sin valor literario, con una función práctica, dejar el pañal, hablar de las emociones, qué hacer cuando se muere tu abuelo o tu perrito...", describe el director de Babar. El fenómeno de ventas que supuso El monstruo de colores en 2012, el álbum de cabecera para enseñar las emociones a los preescolares, se tradujo en cientos de títulos que intentaron repetir ese éxito. Ambos consideran que este tipo de libro vive una tendencia descendente. 

Luis Amavisca, fundador de Nube Ocho, un sello independiente especializado en álbumes ilustrados, cree, sin embargo, que "a madres, padres y profesores les sigue interesando mucho la educación emocional", al igual que los temas de feminismo, aunque "los libreros dicen que están hasta las narices", reconoce. Su editorial ha trabajado desde que nació con historias infantiles en las que se trata la igualdad, la diversidad familiar o la identidad de género. Ahora está entrando en un terreno más difícil, el de los álbumes para adolescentes, con títulos como Más putas que las gallinas, que pone de relieve el machismo que hay tras los nombres de animales femeninos.

Sin texto, para ayudar a los inmigrantes (por ejemplo)

Este formato, el del álbum ilustrado, ha conseguido asentarse en España en los últimos 15 años. "Hay autores muy interesantes y mucha calidad de ilustradores", opina Pablo Cruz. Tan importante es la ilustración que puede contar una historia sin necesidad de palabras. Son los silent books, libros silenciosos, sin texto. Ballesteros cuenta cómo se puso en marcha una biblioteca de libros así en Lampedusa para que los niños migrantes y refugiados que llegaban pudieran leer aun sin conocer el idioma del país al que llegaban.

Fuera del álbum, Patricia del Castillo explica que casi todas las editoriales apuestan por colecciones de primeras novelas para niños a partir de seis o siete años, por capítulos, con algunas ilustraciones y con un protagonista principal, como un paso intermedio del álbum a la novela. Un ejemplo que marcha muy bien y compite con fenómenos internacionales es la serie Anna Kadabra (Planeta), de Pedro Mañas. Para chavales con la lectura ya asentada, a partir de los nueve años, la librera Ester Madroñera cuenta que están funcionando incursiones en la literatura infantil de autores conocidos por sus libros para adultos, como Amanda Black (B de Blok), de Juan Gómez-Jurado y Bárbara Montes, o Chispas (Alfaguara), de Manuel Rivas. "El adulto que viene a comprar y no tiene ni idea del mundo infantil a veces se lleva un libro porque conoce al autor", dice Madroñera.

Entre los adolescentes, aparte de la novela gráfica y el manga, sigue funcionando muy bien la fantasía, con Laura Gallego —en septiembre publicó El ciclo del eterno emperador— como valor seguro. El autor Nando López, que este año ha lanzado La leyenda del cíclope, destaca como tendencias para estas edades "los libros sobre mitología o recreaciones inspiradas en la mitología", entre ellas Un hilo me liga a vos, de Beatriz Giménez de Ory, ganadora del Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil; la "ciencia ficción con trasfondo social y político", y la cada vez mayor visibilidad de personajes LGTBI.

7 Papel, transmedia, basura o nada

En la literatura infantil, el papel es irreemplazable. Y eso pese a la irrupción de las pantallas a edades cada vez más tempranas, algo que preocupa a Xosé Ballesteros: "La concentración que tenían los primeros lectores delante de un libro o escuchando un cuento está sometida a una tensión enorme por la distracción de los aparatos". ¿Es la solución unirse a esta competencia y apostar por formatos electrónicos? "Desde hace 10 años, hemos sido tentados por grandes plataformas, y no tenemos problema en llevar libros a digital desde cierta edad, pero el álbum no", afirma. "Sobre todo en las primeras edades, tiene que haber un contacto físico con el papel, la relación es distinta. Seguimos apostando por la hora del cuento, por ese momento especial con papá o mamá, que pase páginas... Todo eso va más allá del proceso lector, es una relación afectiva", explica. "Además, la mayor parte del libro digital que se lee en España no pasa por caja, nos estaríamos pegando un tiro en el pie". Por su parte, la librera Lola Gallardo cuenta: "Todos los padres de niños muy lectores, sobre los 10 o 12 años, los incitan a que lean en e-book: sale más barato y por no acumular. Pero ellos no quieren, prefieren tener su libro en papel".

Y es que pese a todas las distracciones digitales, hasta esa edad son grandes lectores: el 79,8% de los chavales españoles de 10 a 14 años leen todas las semanas, según el informe de Hábitos de lectura y compra de libros en España de 2020. Sin embargo, a partir de los 15, el índice se desploma hasta el 50,3%, y vuelve a subir ligeramente hasta el 52,7% en la edad adulta. ¿Qué sucede entonces? "Es una etapa que están muy solos. Rechazan lo infantil, y también lo adulto. Están en tierra de nadie, y nadie se preocupa por lo que tienen que leer", opina Román Belmonte. "Cuando encuentran una obra buena, les gusta", asegura el bloguero y profesor, que considera que todo el sector falla a la hora de orientar y ofrecer alternativas al "consumo basura", a los fenómenos comerciales surgidos del cruce con el mundo virtual que los engancha. Así, la lista de títulos más vendidos está copada por youtubers, influencers o por sagas de fantasía o novela romántica.

Este último es un género en auge que conecta muy bien con las chicas, más lectoras que ellos. En él destaca el fenómeno del trasvase a papel de historias que provienen de la plataforma de lectura on-line gratuita Wattpad, en la que cualquiera puede escribir y publicar para que lo lean otros usuarios, y en la que abundan el fanfiction y las novelas románticas con toques de erotismo. De ahí proviene, por ejemplo, la saga After, de Anna Todd, editado por Planeta y que ha tenido reciente adaptación cinematográfica. El último caso es el fichaje por Penguin Random House de la mexicana Flor M. Salvador, cuyo libro Boulevard, publicado primero en Wattpad, donde acumula 70,6 millones de visualizaciones, y después en papel en la pequeña Editorial Naranja, es uno de los más vendidos del año en España. Penguin tiene previsto revisar y reeditar la primera novela de la saga en 2022. El gigante editorial llegó a un acuerdo en 2020 con Wattpad para publicar algunos de sus grandes éxitos en español. A principios de 2021, por ejemplo, lanzó otro de los grandes éxitos en la plataforma, A través de mi ventana, de la venezolana Ariana Godoy (304 millones de visualizaciones), cuya versión en cine estrenará Netflix en febrero.

EL PAIS. BABELIA Nº 1.569 , SÁBADO 18 DE DICIEMBRE DE 2021

viernes, 15 de julio de 2022

En el mejor de los mundos

  

Cartel en un mercadillo madrileño. Mauricio santos

SILLÓN DE OREJAS

Por Manuel Rodríguez Rivero


1. Mercadillo

Hace ya tiempo, en los años de plomo del sector editorial que siguieron al quilombo global suscitado por la quiebra de Lehman Brothers, fue muy fotografiado por gentes del sector del libro un pequeño cartel que, a modo de reclamo, exhibía un tenderete de un mercadillo madrileño, y en el que podía leerse: "Por la compra de 3 bragas regalamos un libro". Los ejemplares en cuestión estaban amontonados junto a las prendas íntimas

y sucintas, y formaban parte del evidente saldo de una editorial venida a menos, pero no todos eran despreciables: entre ellos estaba, por ejemplo, el poemario Elegía en Astaroth, de Ángel García López, que había obtenido.el Premio Nacional de Literatura, cuando el galardón todavía se llamaba José Antonio Primo de Pavera. La anécdota, que no pretendo elevar a categoría, no carecía de enjundia simbólica. Entonces se vendían muy pocos títulos, las librerías no levantaban cabeza, los libros aún no eran marca de prestigio social y la gente compraba poco y leía menos. Poco que ver con lo que sucedía después: 2021 ha sido —a juzgar por lo que confiesan libreros y editores consultados-uno de los mejores años en la historia del comercio del libro; en palabras de Daniel Fernández (presidente del sindicato de editores), "somos el sector cultural que mejor ha sobrevivido al tsunami de internet y del coronavirus". Ese ambiente de optimismo se captaba perfectamente en la reciente reinauguración de un clásico entre las librerías madrileñas: la nueva sede de Antonio Machado (plaza de las Salesas, 11) viene a sustituir a la histórica de Fernando Vi, fundada en 1971 y adquirida en 1976 por José Miguel García Sánchez. El flamante local —dirigido por Aldo García, que junto con su hermana Verónica, responsable "de la distribución, vienen dando continuidad a la vocación librera y editora de la familia— amplía considerablemente la oferta hasta superar las 80.000 referencias. Y todo ello en un espacio rehabilitado (el editor y diseñador Joaquín Gallego, otro clásico, ha tenido bastante que ver en su puesta en escena) y enormemente atractivo en el que abundan los guiños iconográficos a una época en que el antifranquismo era una seña de identidad de la edición independiente, y en la que dejaron su huella gentes como los hermanos Méndez, Alberto Corazón, Valeriano Bozal, Carlos Piera, el Equipo Crónica y tantos otros. Pero el optimismo libresco de 2021 parece estarse enfriando en 2022: como le dice la pusilánime Karen (Celeste Holm) a la ambiciosa Eve (Arme Baxter) en Eva al desnudo (Joseph L. Mankiewicz, 1950), "nada dura siempre en el teatro", ni tampoco en este sector tan complejo. Y ahora la ansiedad y la incertidumbre suscitadas por la guerra de Putin y sus consecuencias económicas se dejan sentir cada vez más. Los problemas del transporte están provocando escasez de materias primas (papel, cartón), retrasos en la distribución, incrementos de precios (hasta el 15% en algunas novedades y reediciones), lo que repercute en la ralentización y disminución de las compras. Y, a diferencia de lo que ocurre con la alimentación o el combustible, nadie acapara libros por si vienen mal dadas, lo que no contribuye a hacer caja. Claro que, como no son bienes perecederos, uno puede rebuscar en su biblioteca los desiderata que dejó para más adelante y elegir uno para leer cuando le pete. Pero, si cuando suenen las sirenas de aviso y se escuche el ominoso silbido de los misiles no nos da tiempo a agarrar un libro antes de bajar al refugio, me temo que no nos va a queda otra que cruzar los dedos y entretenernos con el parchís. Y perdonen la negrura, que hoy tengo un mal día y Mariupol es ya pura ruina putinesca.

2. Poesía

No sé qué me pasa con el presidente del Gobierno: últimamente, cada vez que le oigo cambiar de opinión me viene a la cabeza sin aparente razón aquella famosa "paradoja de sorites"', también llamada "del montón" (eso es lo que significaba sorites en griego antiguo), formulada por Eubulides de Mileto en el siglo IV antes de Cristo y que podría resumirse así: supongamos que tenemos un montón de arroz del que vamos quitando grano a grano, ¿en qué momento el montón deja de ser un montón?, ¿cuándo, con qué grano extraído, se convierte en otra cosa, en un no-montón de granos de arroz, por ejemplo? Bueno, pues así me ocurre con la (relativa) simpatía que me suscitaban las políticas de Sánchez; ahora cada vez que desaparece un grano, el montón de mi siempre problemática empatía da un paso más hacia su no-ser, qué cosas. Supongo que la desafección es solo mía y que todo va de la mejor manera posible en el mejor de los mundos posibles, lo que, por cierto, viene certificando una institución tan seria y solvente como el CIS con sus números mágicos. A soportar mis frívolas contradicciones me ayudan los libros de poesía: esta temporada me consuelo leyendo en diagonal poemas traducidos, aprovechando la deslumbrante cosecha de poesía extranjera en edición bilingüe que ha llegado a las librerías. Ahí van algunos títulos muy diferentes, por si también quieren consolarse: Elegías de Duino (Abada), de Rainer Maria Rilke, traducción de Juan Barja; Donde están los eternos. Poesía selecta (Reino de Cordelia), de P. B. Shelley, traducción de José Luis Rey; Pan y vino (Abada), de Friedrich Holderlin, traducción y (exhaustivas) notas e interpretaciones de Félix Duque (de quien se incluye también el extenso ensayo Hölderlin en contexto: el Ser y lo Sagrado); Un poema no escrito (Reino de Redonda), de W. H. Auden, traducción de Javier Marías; y por último (y por ahora), La religión de mi tiempo (Nórdica), de Pier Paolo Pasolini, traducción de Martín López-Vega. Que les aprovechen.


   EL PAlS. BABELIA Nº 1.583, SÁBADO 26 DE MARZO DE 2022


miércoles, 13 de julio de 2022

Un emblema Javier Cercas




JAVIER CERCAS

22 MAY 2005

No hay nada más difícil de ver que lo que a todas horas tenemos ante las narices. Precisamente porque a todas horas lo tenemos ahí, nos acostumbramos a ello, y enseguida se vuelve invisible (no sabemos verlo, no tenemos el coraje o el deseo de verlo), lo cual constituye una verdadera catástrofe, porque no suele haber nada más revelador, ni que con mayor exactitud nos defina, que lo que a todas horas tenemos ante las narices. Aunque tampoco cabe descartar la posibilidad de que eso que tenemos ahí a todas horas y sin embargo no vemos pase a formar parte de nosotros, de nuestra mentalidad o nuestra forma de ver el mundo o estar en él, igual que los alimentos que ingerimos pasan a formar parte de nuestro organismo. Pero basta de abstracciones; pongamos un ejemplo: el mío, que es -lo repito una vez más, con permiso de Unamuno- el que más cerca me pilla. ¿Qué es lo que tengo ahora mismo ante las narices? Una pared. En la pared hay un póster que reproduce una fotografía. No es un póster de Franz Kafka, que sería lo lógico, lo sensato y lo útil tratándose del despacho de un plumífero, porque así podría rezarle tres padrenuestros cada mañana al escritor checo, antes de sentarme al ordenador, y uno por lo menos cada vez que levantase la vista del teclado, a fin de que me concediese el milagro de escribir una frase veraz. No: nada de eso. Se trata de un póster del Gordo y el Flaco, de solteros Stan Laurel y Oliver Hardy. Es posible que a las jóvenes generaciones -incluso a las jóvenes generaciones de cinéfilos- el Gordo y el Flaco les resulten tan familiares como el rey Nabucodonosor, pero yo todavía recuerdo haberlos visto a diario en la tele de un único canal de mi infancia: el Flaco Laurel, siempre alelado y llorón y ausente y metepatas; el Gordo Oliver, vanidoso y autosuficiente y cargándose siempre de razón con que recriminarle a su compañero las catástrofes que permanentemente provoca o le atribuye. El póster lleva años ante mis narices, por lo menos ocho horas al día. No sé qué hace ahí. No sé quién lo puso ahí (alguien debió de ponerlo, porque a mí no se me habría ocurrido nunca). No sé quién me lo regaló (alguien debió de regalármelo, porque no recuerdo haber comprado nunca un póster). Seguramente no hay nada que haya mirado tantas veces y durante tanto tiempo en los últimos años como ese póster. Dice Millás en su último libro, Todo son preguntas, que lo que nos desconcierta en las fotografías de prensa es que nos leen. Hace años que este póster que reproduce una fotografía me lee. Nos lee. ¿Qué es lo que lee?

Me esfuerzo en mirar el póster como si lo viese por primera vez. El Gordo y el Flaco están de pie sobre una viga estrechísima de hierro o acero, en un edificio en construcción, aferrados desesperadamente el uno al otro: bajo ellos se abre un precipicio de vértigo; tras ellos, la perspectiva huidiza de una encrucijada de calles de una ciudad cualquiera de los Estados Unidos en los años treinta o cuarenta, recorrida por tranvías y coches y gente que parece mirar atónita esa escena imposible. Pero no es una escena imposible. El Gordo y el Flaco están ahí, increíblemente, con sus eternos trajes un poco desastrados y sus eternos bombines gemelos y su corbata y su pajarita eternas. Están, lo repito, aferrados el uno al otro, como si ese acto de fraternidad absurda fuera a salvarlos, cuando en realidad sabemos que ésa es la manera más fácil de que caigan los dos al vacío. El Flaco llora y probablemente gime (tiene la boca cerrada); el Gordo llora y probablemente grita (tiene la boca abierta). Ahora bien, ¿qué demonios hacen ahí arriba esos dos fantoches? ¿Cómo han llegado a ese lugar demente? ¿Cómo van a salir de ahí con vida? Mirando el póster comprendemos que se van a caer, que no se van a salvar, que no pueden no caerse (el hecho de estar agarrados el uno al otro va a precipitar la caída); pero también sabemos, o más bien esperamos, que, aunque no podamos atender sus súplicas de ayuda, gracias a algún milagro imprevisible van a salvarse y a seguir con su vida absurda y trágica y feliz de siempre. Mirándolos nos reímos a carcajadas con una risa aterrada. Mirándolos comprendemos que a Kafka (e incluso a Unamuno, que tenía como Kafka un sentido del humor trágico que han olvidado los que se han olvidado de leerlo) le encantaría este póster y que quizá habría visto en él, a la primera, algo que yo sólo creo entrever ahora, después de mirarlo durante años, después de esforzarme en mirarlo como si lo viera por primera vez: consciente de que esa foto lo leía, se habría visto a sí mismo -nos habría visto a todos- de pie ahí arriba, sin saber cómo había llegado hasta allí ni cómo iba a salir de allí, sabiéndose un pobre hombre que sólo daba risa y sólo sentía pánico, llorando y gimiendo y gritando, aferrado a cualquier otro absurdo fantoche como él -aunque fuera el rey Nabucodonosor-, suplicando que alguien lo salvase y sabiendo también que nadie iba a salvarlo y esperando, sin embargo, y contra toda esperanza, que un milagro lo salvase y pudiese seguir llevando su vida feliz y trágica y absurda. Nos habría visto (o al menos eso es lo que ahora imagino) como nos veríamos todos si supiéramos ver, si tuviéramos el coraje insensato y heroico y necesario de ver lo que a todas horas tenemos ante las narices.

martes, 12 de julio de 2022

Demasiada buena literatura por metro cuadrado por Javier Rodríguez Marcos

De Joyce a Magris, de Svevo a Madieri, potentes ecos librescos se escuchan en Trieste y Fiume


JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS

Interior de la Librería Antiquaria Umberto Saba, en Trieste.

Un libro puede ser un pretexto tan decisivo como un monumento para visitar una ciudad. Basta pensar en Trieste, uno de los lugares de Europa más cargados de literatura. ¿Que si no llevaría a nadie a dejar Venecia para acercarse a la frontera del Este? En cualquier otro país, la ciudad brillaría con su esplendor neoclásico; en Italia, donde lo clásico no necesita neos, Trieste, con su pasado austrohúngaro, parece el miembro madrugador de una familia de geniales trasnochadores. Ahí es donde la literatura llega al rescate. La aureola de vecinos como James Joyce —profesor de inglés en una academia— o Umberto Saba —librero de viejo— pesa en sus calles tanto como la arquitectura. Si añadimos a Boris Pahor, la aureola se convierte en fulgor. La posibilidad —real según algún biógrafo— de que Franz Kafka —que hizo sus pinitos con el italiano— pudiera haber terminado trabajando en la sede central de Assicurazione Generali y no en su sucursal de Praga, no hace más que añadir razones a la atracción magnética de la letra impresa. Por si fuera poco, Italo Svevo fue alumno de Joyce y la mujer del primero inspiró al segundo el personaje de Anna Livia Plurabelle en esa fortaleza irreductible de la novela moderna llamada Finnegans Wake.

Si pensamos que Italo Svevo no es más que el pseudónimo —cuidadosamente elegido para sintetizar dos mundos— de Ettore Schmitz entenderemos lo que la ciudad tiene de cruce de caminos. A retratar ese carácter dedicó las páginas de Microcosmos el germanista Claudio Magris, el más ilustre triestino vivo con permiso del exfutbolista Cesare Maldini. Si El Danubio es fruto de una navegación de altura por media Europa, Microcosmos lo es de una navegación de cabotaje por cuatro calles. Más de una vez ha contado Magris que la idea de ambos libros se la dio su mujer, Marisa Madieri, nacida en la vecina Fiume en 1938, un año antes de que él naciera en Trieste. Los dos lugares, sometidos en el pasado al vaivén de fronteras entre Italia y el imperio austrohúngaro, son una buena demostración de que la historia a veces es un pinball en el que los ciudadanos de a pie ejercen de bola.

Los Madieri —que antes fueron los Madierich y antes Madjavic— formaban parte de los italianos que vivieron el gran éxodo entre Fiume y Trieste cuando a finales de la II Guerra Mundial aquella se convirtiera en la Rijeka croata. Aunque esa estampida no tuvo nada de literario, Fiume vivió, al final de otra guerra mundial, la primera, un episodio teatral tan reseñado en los libros de literatura como en los de historia. La ciudad, con mayoría de lengua italiana, fue cedida a Yugoslavia en 1918, algo que el esteta arrebatado y prócer protofascista Gabriele D’Annunzio consideró parte de una “victoria mutilada” dado que Italia estaba entre los vencedores. En septiembre de 1919 el escritor conquistó la ciudad junto a mil “legionarios” y contra los deseos del Gobierno romano. Allí instauró lo que algunos han llamado “dictadura lírica”, un “Estado libre” que por un lado alimentó la parafernalia imperial del movimiento que lideraba Benito Mussolini y, por otro, promulgó una constitución anarcoide que establecía la música como pilar estatal, eliminaba los símbolos religiosos de las escuelas y otorgaba a las mujeres el derecho al voto, algo que en Italia no sucedería hasta casi tres décadas después.

Pese a acuñar el grandilocuente eslogan de Fiume o morte, D’Annunzio fue desalojado por el ejército italiano en la Navidad de 1920. Convertido en un incómodo electrón libre dentro del fascismo en ascenso, el Duce terminó por confinarlos en el Vittoriale, una villa con vistas al lago de Garda en la que se atendió hasta el más excéntrico de sus muchos caprichos de egotista, coleccionista, erotómano y cocainómano. “Cuando uno tiene una muela podrida”, dijo Mussolini, “se la arranca o la cubre de oro”.

En 1924, Fiume volvió a Italia hasta que la derrota en la II Guerra Mundial la puso en manos de la Yugoslavia de Tito. A partir de 1947, los italianos, que eran mayoría, fueron obligados a dejar su ciudad. Muchos terminaron en Trieste, entre ellos la niña Marisa Madieri, de nueve años. La obra literaria de Madieri cabe en un volumen de poco más de 200 páginas. Empezó a escribir tarde, entrada en la cuarentena, y murió de cáncer con 58, en 1996. Fue la enfermedad la que la llevó a escribir Verde agua, uno de esos libros que explican la historia que esconde la estadística.

La editorial Minúscula lo publicó en España en 2000, traducido por Valeria Vergalli y dentro de una colección llamada, no por casualidad, Paisajes narrados. Esa edición lleva un emocionante prólogo en el que Claudio Magris subraya la “despiadada transparencia” que lo atraviesa. “Hemos tenido nuestro verano”, cuenta Magris que le dijo su mujer semanas antes de morir. Y es que Verde agua es una mezcla de diario y memorias en la que presente y pasado —la enfermedad y la infancia— forman un cuerpo único, no como en un artefacto sino como en un organismo. Escrito con una naturalidad que desarma, el relato evita tanto el sentimentalismo patético como la estetización del dolor y de la pobreza.

El dolor es el de la mujer madura que recuerda su condición de refugiada en un silo de cereales en el que, a pesar del frío, todos viven con las puertas abiertas para no sentirse tan solos. Sin dejar de reseñar el desprecio con el que muchos italianos de Trieste recibieron a los italianos de Fiume, Madieri recuerda las miserias de su propia familia —la crueldad de unos, la adhesión al fascismo de otros— sin que el hambre le nuble la lucidez ni la memoria: la vergüenza de arrodillarse en la iglesia por si se veían los agujeros en los zapatos, la vergüenza de hacer cola de madrugada para conseguir un poco de leche racionada, el recuerdo del olor del pelo de la abuela, madre de 13 hijos, hablante de cuatro lenguas y limpiadora en el casino de Fiume. O el recuerdo de su propia madre, uno de los grandes personajes del libro, “siempre un poco preocupada y temerosa de no estar a la altura de algo”. Quería llegar a vieja, nos cuenta su hija, para dedicarse a leer. Murió en el manicomio de Trieste tras perder, ella sí, la memoria. Antes llenó la casa de papelitos con el nombre de cada cosa, “inútiles salvavidas arrojados al pantano de olvido que la estaba engullendo”. No es difícil pensar en Verde agua como otro de esos papelitos. El pantano esta vez podría llamarse Europa.


Lugares de libro

Trieste ha tenido entre sus vecinos a escritores como James Joyce, Italo Svevo, Umberto Saba, Boris Pahor, Claudio Magris o Marisa Madieri.

Fiume, hoy Rijeka (Croacia), fue gobernada durante más de un año por el poeta Gabriele D'Annunzio, que estableció en ella una "dictadura lírica".

En 1947, los italianos de Fiume/Rijeka se vieron obligados a desalojar la ciudad. Muchos se instalaron como refugiados en Trieste. Entre ellos estaba Marisa Madieri, que relató ese éxodo en el libro Verde agua. La edición española lleva un epílogo del marido de la escritora, Claudio Magris, autor a su vez de uno de los grandes títulos sobre Trieste, Microcosmos.

El Pais, sábado 23 de agosto de 2014


lunes, 11 de julio de 2022

Las culpas ficticias Javier Cercas




JAVIER CERCAS

06 NOV 2005

Una tarde de la pasada primavera, mientras nos tomábamos un gin-tonic, mi amigo el abogado Carles Monguilod me contó que el editor Víctor Seix había muerto en Francfort, durante la Feria del Libro de 1967, atropellado por un tranvía cuyo conductor se llamaba Adolf Hitler. Convencido de que la ginebra se le había subido a la cabeza, le dije que no le creía; me contestó que lo había leído en el último tomo de las memorias de Carlos Barral, socio de Seix en la editorial Seix Barral; le dije que yo había leído las memorias de Barral y que no recordaba esa anécdota; me dijo que si él hubiera sido capaz de inventar esa anécdota no habría sido abogado, sino escritor, un escritor genial, y luego me dijo que me fuera a la mierda. Pedimos otro gin-tonic. Mientras nos lo tomábamos, nos preguntamos si el conductor homicida sería pariente del Führer, si luciría un bigotito recortado, si cada vez que escuchaba a Wagner le entraban ganas de invadir Polonia, si se sentiría tan culpable de la muerte de Seix como su homónimo de la de seis millones de judíos, nos preguntamos cuántos Adolf Hitler habría en la Alemania de posguerra y qué clase de sentimientos deben de inspirarte tus padres si, en un arrebato de entusiasmo por el III Reich, van y te infligen el nombre del asesino más competente de la historia; también nos preguntamos cuántos Francisco Franco habría en España, cuántos Benito Mussolini en Italia, cuántos Mao Zedong en China, cuántos Iósif Stalin en Rusia (al menos estos últimos no tienen ningún problema, porque los rusos han digerido su pasado sin despeinarse: el padrecito Stalin se cargó a 20 millones de compatriotas y su busto siniestro sigue presidiendo la plaza Roja). Al final, sin sentirnos apenas culpables por el feroz ataque de humor negro del que habíamos sido víctimas, nos despedimos.

Días más tarde recibí en casa un paquete enviado por Monguilod. Lo abrí: contenía una edición completa de las memorias de Barral; la página 563 estaba marcada, y allí comprobé que, en efecto, Monguilod no había inventado nada: el conductor del tranvía letal se llamaba Adolf Hitler, "lo sé bien porque semanas más tarde me hice cargo de los trámites judiciales", remacha Barral, quien añade también dos detalles curiosos. Primero: que, justo mientras Seix era atropellado, él estaba hablando con unos escandinavos de la muerte, por atropello y en Francfort, del gran editor Kurt Wolf. Y segundo: que durante muchos días le persiguió la obsesión de que el accidente mortal le estaba destinado a él y no a su socio, y que esta obsesión le merecía el siguiente comentario: "La vanidad llega hasta lo macabro". Lo más curioso, o lo que mientras leía me pareció más curioso, no es la obsesión -en aquel momento, Barral y Seix estaban reñidos-, sino el comentario. ¿No confundía Barral la vanidad con un sentimiento de culpa absurdo, pero no por ello menos real? ¿No es la culpabilidad el resultado lógico de la violación de unas normas autoimpuestas y constituye por tanto, al menos hasta cierto punto, una garantía de decencia, puesto que si Hitler hubiera sentido un atisbo de ella no habría matado a seis millones de judíos? ¿Puede alguien en su sano juicio acusarse por vanidad de un crimen que no ha cometido?

Incapaz de contestarme a estas preguntas, las olvidé. Pasó el tiempo. Y no fue hasta hace unos días cuando me las encontré contestadas en un libro de Elías Canetti: Fiesta bajo las bombas. Cuenta allí Canetti su reencuentro en Londres, a principios de la II Guerra Mundial, con el pintor checo Oskar Kokoschka. Apenas empezaron a hablar Canetti y Kokoschka, éste le hizo una confesión tremenda: él era el verdadero culpable de la guerra; la explicación era sencilla: él era el culpable de que Hitler, que siempre quiso ser pintor, se hubiera hecho político, porque ambos se habían presentado a la misma beca de la Academia de Bellas Artes de Viena y mientras que Kokoschka fue admitido, Hitler fue rechazado. Si en lugar de admitirlo a él, razonaba Kokoschka, hubieran admitido a Hitler, éste no se habría dedicado a la política, no existiría el partido nacionalsocialista y no habría estallado la guerra. Dejé de leer; levanté la vista del libro: pensé en las carcajadas de Monguilod cuando le hablase de Kokoschka y su culpa ficticia; pensé en Barral y la suya. Volví al libro: con verdadero asombro leí que Canetti no atribuía el razonamiento de Kokoschka al delirio, sino, en cierto modo como Barral, a una suerte de vanidad, es decir, al hecho de que "le parecía intolerable estar involucrado en el curso de la Historia sin significar algo en ella, aunque sólo fuera por una culpa". Fue entonces cuando lo comprendí todo: fue entonces cuando comprendí que a menudo nos sentimos culpables, sin serlo en absoluto, para significar algo, para que las cosas tengan sentido o una ilusión de sentido -aunque sea un sentido delirante-, para no precipitarnos en el vértigo sin fondo de la verdad, que es siempre absurda. Y entonces, aún no sé por qué, como si algo se me hubiera subido a la cabeza, sentí de golpe una absurda alegría (o tal vez fuera euforia) que no había sentido en mi vida, una alegría o una euforia que se parecía muchísimo a la felicidad. Todavía no he conseguido desprenderme de ella.

El Pais Semanal nº 1.519. Domingo 6 de noviembre de 2005


MORIR Y MATAR EN AMÉRICA Por RODRIGO FRESAN

EL PAÍS, Domingo 6 de marzo de 2016

 Pocas novelas captaron mejor el ansia del fin de milenio que 'American Psycho', de cuya edición se cumplen hoy 25 años


Hoy hace 25 años, Patrick Bateman apuñalaba, decapitaba, amputaba, desmembraba y reservaba mesa en Le Cirque o Wooster por primera vez, y American Psycho se convertía en el escándalo intelectual del momento en EEUU: Simón & Schuster, la editorial que había pagado un más que generoso adelanto (300.000 dólares), había finalmente declinado publicarla por presiones ante la misoginia y ultraviolencia que contenía la obra. Vintage, el sello de bolsillo cool, recogió el guante y lanzó el 6 de marzo de 1991 el libro, un best-seller instantáneo e infame.

Su autor, Bret Easton Ellis, recibió amenazas de muerte, la condena de la feminista Gloria Steinem (paradójica e irónicamente la madrastra de Christian Bale, actor que interpretaría con inquietante convicción al "héroe" de la novela en la adaptación cinematográfica de 2000 y quien luego pondría el rostro a ese otro american psycho al que solo le falta una letra para ser Bateman: Batman) y la encendida defensa de Norman Mailer en las páginas de Vanity Fair (algo que, para muchos, era algo casi más peligroso que una fetua para Salman Rushdie). La novela no se vendía a menores de edad en Alemania y Australia y, por supuesto, pronto fue descubierta muy amorosamente subrayada en las mesillas de noche de dedicados y auténticos asesinos en serie.

Además de todo lo anterior, American Psycho era y es y será una obra maestra de la literatura estadounidense del siglo XX. Otra de esas "grandes novelas americanas". Su protagonista, Patrick Bateman (quien ya había aparecido en Las reglas de la atracción, opus 2 de Ellis de 1987), es un arquetipo tan definidor y definitivo del sueño (o pesadilla) americano como el Capitán Ahab de Melville, el Jay Gatsby de Scott Fitzgerald, el Holden Caulfield de Salinger, el Humbert Humbert de Nabokov, el Harry Rabbit Angstrom de Updike o el Mickey Sabbath de Philip Roth. A su manera, American Psycho dice más sobre el ser (o no ser) nacional estadounidense que Henry James, Theodore Dreiser, John Dos Passos o Jonathan Franzen.


Bale es un fotograma de la adaptación cinematográfica de "American Psycho".

Pocos títulos por entonces "jóvenes" marcan más y mejor el fin de milenio literario en inglés que American Psycho (el otro candidato sería La broma infinita, de David Foster Wallace, admirador de Ellis y a quien Ellis siempre consideró aburrido y sobrevalorado). En este libro, en las páginas turbias de un monólogo entre febril y hastiado por la cultura del consumismo yuppy, están todas esas marcas de ropa, toda esa cocaína de la buena y música de la mala como banda sonora para apuñalar y desmembrar (Phil Collins y Whitney Huston y Huey Lewis), todas esas discotecas y todos esos almuerzos de negocios en Wall Street, todas esas sábanas sudadas y toda esa sangre de¬rramada no por amor al arte, sino por¬que no hay nada mejor que matar para sentirse más o menos vivo.

American Psycho es símbolo y metáfora y síntoma y paradigma. El extranjero, de Camus, pero con el volumen a 11. La versión Mr. Hyde del Gordon Gekko de Oliver Stone o del Sherman MeCoy de Tom Wolfe o del Cris de Cristiano Ronaldo. Y la duda ante el narrador ambiguo de que todo pueda ser un delirio o una fantasmagoría no alcanza para esconder el detalle más revulsivo de todo el asunto: American Psycho —un libro muy moral y "de denuncia", después de todo- tiene un final "feliz". El protagonista es un triunfador que ha trascendido a su tiempo, pero no a su origen: Bateman es el American way of death.

Con 27 años, el perseguido Ellis ensayó maniobras distractivas y arrojó cuchillos fuera como si fuesen balones y fue irónico. Pero con el paso de los años fue relacionándose de modo más personal con su creación. En la metaficcional Lunar Park (2005) ya se contaba a sí mismo atormentado y perseguido, cual Viktor Frankenstein, por su criatura. Cuando lo entrevisté en 2010 por el lanzamiento de Suites imperiales, Ellis fue aún más lejos y explícito: "Ahora me siento cómodo y puedo ser sincero al hablar de American Psycho. Cuando salió, con todo el escándalo, yo repetí una y otra vez, a modo de defensa, que era una novela satírica o una denuncia virulenta que se reía de o condenaba el universo de los yuppies y sus excesos. Pero lo cierto es que se trata de algo mucho más personal". ¿American Psycho c'est moi? "Algo así. Es una novela sobre mi soledad, mi alienación, mi dolor, mi frustración por convertirme en un hombre dentro de una sociedad que me resultaba tan atractiva como repulsiva. Un sitio en el que quería encajar, pero al mismo tiempo me daba tantas ganas de vomitar..." Y añadió: "No está mal que tu apellido salga en conversaciones como referente y que la gente entienda de inmediato qué significa. Dicho esto, repetiré lo que digo siempre: mi vida no es tan agitada. Mientras todos andan por allí teniendo 'noches muy Bret Easton Ellis', lo cierto es que Bret Easton Ellis está en su casa, solo, viendo la televisión. Y, digámoslo, llorando con el final de Toy Story 3".

Un cuarto de siglo después de aquel "año de ser odiado", Ellis —quien nunca recibió o estuvo nominado para premio alguno— escribe poco, tuitea mucho (fue viral su alegría por la muerte de J. D. Salinger con ese "Party tonight!"), entra y sale del mundo del cine y de la televisión, sonríe enarcando una ceja cuando alguien le comenta que su alumno Chuck Palahniuk vende tanto más que el maestro, y cuando le preguntan en qué andaría hoy Patrick Bateman, aunque se niega a una secuela, responde: "Silicon Valley".

Pero Patrick Bateman —como Tom Ripley o Norman Bates o Hannibal Lecter, otros entrepreneurs made in USA— tiene otros planes: ha sido película transgresora de Mary Harron (con una segunda parte muy trash, estrenada directamente en DVD, en la que Bateman muere en los primeros cinco minutos), action figure y proyecto de serie de televisión en la que aparecería con 50 años. Ahora mismo protagoniza un musical en Broadway con letra y música de Duncan Sheik en una ciudad, Nueva York, que para Ellis "es hoy como American Psycho con esteroides".

Si hay justicia en un mundo injusto —con prosa y dicción que se las arregla para fundir lo mejor de Ernest Hemingway y Joan Didion y HAL 9000, y aún hoy vendiendo unos mil ejemplares al mes en EE UU—, falta menos para que American Psycho sea adoptado por la Library of America o la Modern Library.

Mientras tanto y hasta entonces, el disfraz de Patrick Bateman es, dicen, el ideal para todos aquellos a quienes no les gusta disfrazarse en Halloween, pero aún así... A saber, a conseguir, según orientan las páginas de moda masculina de la edición norteamericana de Esquire: camisa de Ermenegildo Zegna, corbata Isaia, tirantes de Brooks Brothers, gafas de Oliver Peoples, zapatos de Berluti y traje de Giorgio Armani. Total: 7.793 dólares. Es un disfraz caro, de acuerdo; pero queda el consuelo de que accesorios imprescindibles como la sierra eléctrica portátil marca Poulan Pro y el impermeable Tingley para no mancharse y mojarse de rojo cuestan, apenas, 169 y 11 dólares respectivamente.


Rodrigo Fresan es periodista y escritor. Su última novela es La parte inventada.


 

Primera edición del libro



domingo, 10 de julio de 2022

Contra la inmortalidad Javier Cercas


JAVIER CERCAS

19 JUN 2005 

Debo de estar haciéndome viejo, porque cada vez hay más días en que el periódico me parece una broma. Una mañana cualquiera abro El Mundo por una página cualquiera y leo en un titular a cuatro columnas que un tal Aubrey de Grey declara: "Pronto podremos vivir 1.000 años como si tuviéramos 20 años biológicos". Me da un ataque de risa; luego, mientras trato de dominar las convulsiones, comprendo que la broma es demasiado evidente: el apellido del chiflado alude transparentemente a Dorian Gray -el protagonista de aquella fábula en que Oscar Wilde narraba la historia de un joven hedonista que vende su alma a cambio de la juventud eterna-, y su nombre, a Aubrey Beardsley, el íntimo de Wilde e ilustrador de su obra Salomé. Paso página; obviamente, la broma sigue: "La Audiencia dice que los etarras de Chamartín tenían intención de matar y les impone 27 siglos de cárcel" (27 siglos: ni uno más, ni uno menos). Es evidente que este titular está ligado al anterior, y que es una forma humorística de subrayar que sólo si el chiflado de De Grey tiene razón, los etarras podrán cumplir la condena que merecen. Sintiéndome muy satisfecho de mi perspicacia, me digo que desde que los periódicos abandonaron la costumbre tan sana como idiota de incluir inocentadas el Día de los Inocentes hay que andarse con mucho tiento al leerlos porque pueden colártelas de matute en cualquier momento.

Pero ninguno de los dos titulares es una broma. Dejemos ahora lo de los etarras, que es cosa de la justicia; en cuanto a Aubrey de Grey, resulta que existe. A juzgar por las fotografías, parece en efecto un chiflado, pero eso no significa que sea un genio; viste como una mezcla de hippy y de profeta, pero eso tampoco significa que esté chiflado. En realidad, es investigador del muy serio Departamento de Genética de la muy seria Universidad de Cambridge, donde dirige un proyecto muy serio llamado Strategies for Engineered Negligible Senescence. Oscar Wilde afirma que el dinero no da la felicidad, pero da una cosa tan parecida, pero tan parecida a la felicidad que a veces es casi imposible distinguirla de ella. De Grey afirma que su proyecto no persigue la inmortalidad, pero lo que persigue es algo tan parecido, pero tan parecido a la inmortalidad que a veces es casi imposible distinguirlo de ella. Lo que persigue es la cura del envejecimiento. Según De Grey -o según las declaraciones de De Grey a Ana Romero, que es quien le entrevista para el periódico-, su método aspira a frenar la degeneración celular que provoca enfermedades como la diabetes, el cáncer, el parkinson, la degeneración molecular, el colesterol o el alzheimer mediante un tratamiento de terapia génica que trate los siete intermediarios del envejecimiento que el investigador ha aislado. Así, cada cierto número de años, el paciente ingresaría en un hospital y se pasaría allí un tiempo -primero, un mes entero; más adelante, un solo día-, y saldría nuevo, rejuvenecido. De este modo no se conseguiría la inmortalidad, porque uno siempre puede atragantarse con un calamar; pero si uno se porta bien y se cuida conseguiría prolongar su existencia indefinidamente, y no como un viejo achacoso e incapaz de disfrutar de la vida, sino como un veinteañero exultante. De Grey sostiene que dentro de 25 años, si consigue los 1.000 millones de dólares que necesita para llevar a cabo su proyecto -un dinero que ha empezado a recaudar a través de la Fundación Matusalén y el Premio Ratón Matusalén-, todo esto será una realidad.

Hay que reconocer que la historia suena a disparate: la invención de un loco desatado o de un sablista genial. Pero supongamos por un momento que no lo es, supongamos que podemos vivir de forma indefinida. Sí, ya sé lo que están pensando, pasado el primer alegrón: que si esto que estamos viviendo ahora lo vamos a vivir indefinidamente, entonces no tiene ningún valor, porque lo que hace valioso un momento es precisamente su fugacidad, o porque lo único que dota de sentido a la vida es la muerte. De acuerdo, ¿pero se imaginan el gustazo que nos daríamos si pudiésemos quedar dentro de 250 años en cualquier sitio, para tomarnos una cerveza y unas patatas bravas en una plaza con sol? Las ventajas no acabarían ahí, desde luego (Oscar Wilde, por ejemplo, resucitaría de inmediato para asistir al espectáculo y alegrarnos con su ingenio, y los etarras podrían cumplir sus condenas, por largas que fueran, sin ningún problema). Pero, ¿y los inconvenientes? ¿Nos jubilaríamos o tendríamos que trabajar como esclavos durante siglos? Y, caso de jubilarnos, ¿quién demonios pagaría las innumerables jubilaciones que habría que pagar? ¿Conservaríamos nuestra capacidad reproductora y, si es así, donde demonios meteríamos a tanta gente sin provocar una espantosa guerra mundial, que desde luego sería la última? ¿No resultaría agotadora y finalmente tediosa la exultación de tener para siempre 25 años? ¿Tendríamos que aguantar cada mañana el apocalipsis atronador de las tertulias radiofónicas? ¿También al presidente de la Conferencia Episcopal? Con franqueza, prefiero atragantarme ahora mismo con un calamar. Morirse es el peor de los fracasos, pero vivir para siempre tampoco arregla nada. Es inútil que trate de embaucarnos, amigo De Grey: esto no tiene remedio.


El Pais Semanal nº 1.499. Domingo 19 de junio de 2005


sábado, 9 de julio de 2022

Quiero leer en papel por Joseba Elola

El libro impreso sobrevive en plena era digital a pesar de los negros augurios que despertó en 2007 la irrupción del ‘e-book’

JOSEBA ELOLA

09 OCT 2016 


La elegía del papel tendrá que esperar. Los negros augurios que daban por muerto al libro impreso, ese vehículo de ideas que cambió la historia de la humanidad, el más poderoso objeto de nuestros tiempos según claman algunos, no se han cumplido. El e-book no lo entierra; al menos, todavía. Persiste el olor a papel, a tinta, a cola; el tótem sigue vivo, tocado, pero coleando.

Por mucho que los medios y plataformas hablemos de lo nuevo, de lo que está por llegar, del último gadget tecnológico, luego está la tozudez de las estadísticas. Y son bien claras, tanto aquí, como en Estados Unidos. Dos de cada tres personas siguen leyendo los libros, sobre todo, en papel.

El deslumbramiento que produjeron los nuevos dispositivos electrónicos de lectura se ha estabilizado. Dejaron de ser moda para convertirse, eso sí, en un hecho, en un fenómeno que llegó para quedarse. La amenaza que muchos editores veían a principios de siglo en el e-book ha cambiado de aspecto. Se esconde dentro del móvil. Es el cambio de hábitos. Pero recordemos, antes de nada, cómo empezó todo.

El entierro anticipado del libro impreso tomó forma con el nuevo siglo. “El libro está muerto, larga vida al libro”, proclamaba, ufano, en mayo de 2006, el gurú Jeff Jarvis, apóstol de la revolución digital que cargaba contra los libros por ser unidireccionales, por no abrir puertas, por no incorporar enlaces, por ser demasiado largos. Idénticas palabras utilizaba Jeff Gómez, voceador de la revolución del e-book, desde la portada del libro que publicó en 2007: El libro impreso está muerto: libros en nuestra era digital (Print Is Dead: Books in our Digital Age).

El entusiasmo digital ya embargaba por aquel entonces a altos ejecutivos de la industria como Alberto Vitale, al frente de Random House a principios de siglo. En el año 2000, Vitale pregonaba el fin del papel en el 26º Congreso de la Unión Internacional de Editores, según recuerda un ilustre editor español. El fantasma del libro electrónico ya sobrevolaba aquella cita. Aparecía la inquietud en el gremio.

El bienio 2007-2008 se vistió de Kindle y de Lehman Brothers, combinación letal (para el sector editorial tradicional) que precipitó las visiones apocalípticas, la sensación de funeral. Las ventas comenzaron a caer en picado, hasta el punto de llegar a esquilmar los ingresos que genera el papel en un 30% con respecto a los años previos a la crisis. El libro electrónico adquiría aspecto de verdugo.

Pero la narración de la cacareada y, supuestamente, inapelable desaparición del libro impreso admite quiebros. Y aunque no se puede hablar de un gran cambio de tendencia, es momento de arquear las cejas. Por viejuno, old school y voluntarista que pueda parecer este planteamiento.

Las cifras que Nielsen BookScan ofrece de Estados Unidos anticipan posibles escenarios futuros en el resto del mundo. En 2015 se vendieron 571 millones de libros impresos, 17 millones más que el año anterior. Y según la consultora Forrester Research, el año pasado se vendieron en EE UU 12 millones de e-books frente a los 20 millones de 2011.

El pronóstico de que el libro digital se comería la mitad del mercado no se ha cumplido. Copa el 25% de las ventas. Eso, en Estados Unidos. En España, el libro digital, según los datos de la Federación de Gremios de Editores, representa el 5,1% de la facturación total del sector.

La cifra de negocio de las editoriales españolas ha crecido un 2,8% en 2015, hasta alcanzar los 2.257,07 millones de euros. Así han quedado confirmados los tímidos crecimientos que ya se apuntaban en 2014. La venta de libros en librerías tradicionales creció en un 5,6%.

Leer es sexi, proclama una revista desde su portada. Nuevas librerías independientes, muchas de ellas boutiques, y bares, abren sus puertas. Se editan libros que son un canto al papel, como Paper. Paging ­Through History (Papel. Hojeando la historia), Norton, 2016, donde Mark Kurlansky asegura que el papel nos guiará a lo largo del siglo XXI (y donde recuerda que entró en la Europa cristiana a mediados del siglo XII a través de España). O un canto al propio libro, como The Book: A Cover-to-Cover Exploration of the Most Powerful Object of Our Time (el libro: una exploración, portada a portada, del objeto más poderoso de nuestro tiempo), editado en agosto de este año, donde Keith Houston reivindica este tótem vertebrador de la cultura.

Más allá del hype, del momentum, o del respiro en la caída, parece que el papel aguanta el vendaval digital. ¿Cómo es eso posible con la que está cayendo?

Los editores de libros, que este mes tienen dos grandes citas por delante (Liber, del 12 al 14 de octubre en Barcelona; y la Feria de Fráncfort, la más importante del mundo, del 19 al 23), explican que el repunte de cifras obedece a que la crisis ahoga menos ahora que en 2008. Y, claro, luego está el papel.

Se retiene mejor cuando se lee un libro impreso, señalan algunos científicos (otros no son tan tajantes). Why the Brain Prefers Paper (por qué el cerebro prefiere el papel), publicado por Scientific American en octubre de 2013, dice que las pantallas (tabletas, ordenadores, teléfonos) pueden inhibir la total comprensión del texto, que distraen al lector. La investigadora Maryanne Wolf, de la Universidad de Tufts, Massachusetts, sostiene que el papel presenta grandes ventajas y permite una mayor memoria visual.


Almacén de Machado Sistribuidora en Boadilla, Madrid, donde se almacenan entre cienco y seis millones de libros.

SAMUEL SÁNCHEZ

El 92% de los universitarios se concentra mejor leyendo en papel. Es lo que concluía, tras consultar con 300 alumnos de universidades de Estados Unidos, Japón, Alemania y Eslovaquia, Naomi S. Baron, profesora de lenguaje en la American University que presentó sus conclusiones en el libro Words on Screen: The Fate of Reading in a Digital World (palabras en la pantalla: el destino de la lectura en el mundo digital), publicado por Oxford University Press en 2015. Álvaro Bilbao, neuropsicólogo, autor de Cuidar el cerebro, sostiene que poder tocar, oler, sentir el peso del libro, experimentar que uno avanza según pasa las páginas, puede resultar más placentero. “Aquellas cosas que despiertan nuestros sentidos hacen que se active el hemisferio derecho del cerebro, que está más relacionado con el mundo de las emociones”.

El fetichismo, la belleza del objeto, ese placer tan vieja escuela de recorrer la librería, las librerías. La lista de motivos que hacen que el papel siga vigente crece conforme se contrasta con lectores, editores, escritores. El placer de coleccionar, las anotaciones al margen, las flores secas o pasajes de avión a modo de marcapáginas, lo bien que quedan en el salón, el mensaje que portan cuando son regalo…

El aguante del papel también se explica, tal vez, porque estamos tan solo en los albores de la revolución digital. “El ritmo de los cambios tecnológicos siempre es más lento de lo que la gente tiende a creer”, afirma Michael Bashkar, editor de la rama digital de Profile Books y autor de La máquina del contenido, libro en el que traza un futuro en que los intermediarios desaparecen y las tecnologías conectan directamente a autores y lectores. “No creo que veamos el fin de los libros impresos”, añade, “son objetos materiales, deseables, siempre estarán ahí. Soy un adicto a los libros, tanto impresos como electrónicos”.

La televisión no mató a la radio. El papiro y el pergamino coexistieron durante siglos en el antiguo mundo mediterráneo. Al final, todo apunta a una coexistencia de formatos, a un ecosistema en el que ahora irrumpe con fuerza el audiolibro. El papel aloja mejor el universo cerrado que promete una gran novela; la tableta (que arrincona poco a poco al libro de bolsillo) es puerta de entrada cada vez más habitual para la literatura de género, romántica, erótica, para los autoeditados.

La amenaza para el libro impreso no es, por tanto, tal y como se pensaba hace diez años, el libro electrónico. Los competidores viajan en el teléfono móvil, el problema es el cambio del modo en que vivimos.

En los autobuses y en el metro se ve a poca gente leyendo un libro. El humano viaja con la cabeza gacha, mirando su pantalla, visionando por enésima vez las fotos, compartiéndolas, comentándolas, intercambiando mensajes, interactuando. Así se siente acompañado, arropado en todo momento, así se vacuna a golpe de tecla contra la (¿tarde o temprano ine­ludible?) soledad.

Instagram, Twitter, Facebook. Esas plataformas sí que han venido a ocupar tiempo de ocio (y de trabajo). Una de las víctimas colaterales es el libro, el viejo amigo. “Las redes sociales sí son un enemigo claro de la lectura”, dice sin ambages el editor Luis Solano, de Libros del Asteroide.

Vamos a toda prisa, de un lado para otro. La lectura reposada y atenta cada vez casa menos con los nuevos ritmos. La complejidad de un cierto tipo de vida contemporánea, la del urbanita hiperconectado, la velocidad a la que vivimos como consecuencia de la agilización de las comunicaciones, que multiplican la vida social, el intercambio de ideas (¿y la tontería?), entre otras muchas cosas, ha dejado un menor espacio para el recogimiento que requiere un libro. Pero ese viejo objeto, cosas de la vida, sigue vivo.

Al fin y al cabo, como dicen que decía Groucho Marx (y aunque resulta que hay serias dudas sobre la autoría de esta cita, la frase, indudablemente, tiene el aroma de su puro): “Fuera del perro, el libro es el mejor amigo del hombre. Y dentro del perro está demasiado oscuro para leer”.


El Pais


No te metas con Texas por Javier Cercas

Los norteamericanos no pueden resignarse al absurdo de que un hombre solo cambiara la historia de su país





JAVIER CERCAS

27 SEPT 2015

Los países con poca historia la cuidan mucho; los países con mucha historia la cuidan poco. No paré de repetirme esta frase, que no sé quién acuñó, durante la semana de septiembre en que anduve dando vueltas por las viejas llanuras y las flamantes ciudades de Texas. La recordé mientras visitaba las instalaciones de la NASA en Houston, donde se conserva intacta la sala de control de las primeras misiones espaciales, las de los años sesenta, con sus armatostes prehistóricos y su tecnología antediluviana, igual que se conservan intactas las hileras de butacones raídos desde las cuales asistían los grandes dignatarios a los momentos álgidos de la carrera espacial.

También recordé la frase en el Capitolio de Austin, imponente edificio gubernativo de 1888 en cuya entrada se exhibe un gran retrato de Davy Crockett, héroe de la libertad de Texas –participó en la revolución contra los mexicanos y murió en 1836, peleando en El Álamo– y personificación de ese feroz individualismo norteamericano que los europeos no entendemos muy bien, porque a menudo linda a la vez con el anarquismo y con el neoliberalismo, como en su última reencarnación conservadora: el Tea Party. Pero donde sobre todo me acordé de esa frase fue en Dallas.

O más exactamente: en la plaza Dealey de Dallas. O más exactamente aún: en el museo que, en la plaza Dealey de Dallas, recuerda el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. Se llama The Six Floor Museum y está en la sexta planta de un antiguo almacén de libros, el lugar exacto desde el que, el 22 de noviembre de 1963, Lee Harvey Oswald disparó asomado a una ventana la bala que mató al presidente, quien acababa de doblar la esquina de Houston y Elm a bordo del coche presidencial. El museo, magnífico, permite hacerse una idea bastante exacta del acontecimiento, desde sus prolegómenos hasta las teorías de la conspiración que suscitó.

Éstas, como se sabe, son virtualmente infinitas: en realidad, no hay un norteamericano que no tenga una; en realidad, un norteamericano viene a ser un tipo que tiene una teoría del asesinato de Kennedy. La razón superficial es que algunas zonas del hecho permanecen todavía en sombra, lo que deja un espacio abundante a la fantasía; la razón profunda es otra. En 1864, en Apuntes del subsuelo, Dostoievski escribió: “Sobre la historia universal se puede decir cualquier cosa, todo cuanto se le ocurra a la imaginación más desvariada. Lo único que no puede decirse es que sea racional”.

Es verdad, pero es una verdad insoportable, espantosa, así que hacemos lo posible por ocultarla, dotando a la historia de una racionalidad inventada. Nada más fácil. Treinta y cuatro años antes de que Dostoievski denunciara la irracionalidad de la historia, Hegel observó al principio de sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal: “A quien mire el mundo de modo racional, el mundo le mirará de modo racional”. Llevada al extremo, esta voluntariosa racionalidad conduce a la paranoia: a pesar de las innumerables teorías de la conspiración sobre el asesinato de Kennedy, los historiadores más solventes concluyen que lo más probable es que Oswald actuara por su cuenta y riesgo; los norteamericanos, sin embargo, no pueden resignarse al absurdo de que un hombre solo –y encima un hombre tan absurdo e insignificante como Oswald–cambiara la historia de su país, así que, para que el mundo no deje de mirarlos de forma racional, urden teorías según las cuales detrás de Oswald estaban la mafia, la CIA, los castristas, los anticastristas, Lyndon B. Johnson, qué sé yo. El caso es dar sentido al sinsentido.

Texas apenas cuenta con dos siglos de vida, pero tiene casi el doble de extensión que España, la mitad de sus habitantes, y conserva aún en su ADN una cultura de frontera que el western de Hollywood inmortalizó y que en el fondo remite a la cultura de frontera que los conquistadores extremeños y andaluces llevaron consigo a América. En Texas mucha gente lleva armas; mucha gente habla en Texas español: en 2050, el 75% de los menores de 20 años serán hispanos, lo que provoca un pánico injustificado en algunos, porque el español sigue siendo allí una lengua sin prestigio, la lengua de los pobres. La bandera de Texas luce una estrella solitaria. En Texas triunfa un lema: “No te metas con Texas”.


el pais semanal nº 2.035 27 septiembre 2015



martes, 5 de julio de 2022

No eran marcianos, eran humanos


Fotograma de Mars Attacks!, de Tim Burton. alamy 

SILLÓN DE  OREJAS

Por Manuel Rodríguez Rivero

1. Oráculo

Me refugio, como casi siempre hago al inicio del verano (cuando me invade el desánimo, llega el calor y los gobiernos patinan sin hielo), en la lectura ocasional del sabio y a menudo reaccionario vademécum Oráculo manual y arte de prudencia, del jesuíta Baltasar Gracián (1601-1658), que manejo en la edición (sin "arreglar", al contrario que las destinadas a formar aguerridos ejecutivos que desean mutar en tiburones) de Emilio Blanco (Cátedra). Obra de madurez (1647), compuesta por 300 apotegmas glosados de los que, a pesar de su afán propedéutico, se desprende una concepción pesimista del mundo y a menudo bastante hobbesiana de las relaciones entre los pretendidos racionales que en él vivimos y morimos (o nos matan y matamos). Un libro de sintaxis simple y semántica enrevesada y conceptista, que requiere una lectura exigente y meditada, nada que ver con el muy leído Camino (1934), el vendidísimo (más de cinco millones de ejemplares, aunque ya circula menos) breviario del también religioso aragonés (pero éste santo, vaya por Dios) José María Escrivá de Balaguer. Los consejos (a menudo contradictorios) del Oráculo vienen muy a cuento de nuestro último Zeitgeist: pandemias, guerras, asesinato en masa de quienes escapan de un infierno con la esperanza de poder vivir en un purgatorio, crisis económica, hambrunas africanas (por ahora), inflación galopante, problemático futuro planetario.

En fin, no quiero amargarle a nadie el primer fin de semana de julio. Baste por hoy recordar a mis improbables lectores la existencia de este libro que no hay que leer seguido, pero al que conviene hacerle un sitio en la mesa de noche. Miren el recordatorio que encontré ayer —y cuánto viene a cuento de lo que viene en la enseñanza—: "Nace bárbaro el hombre, redímese de bestia cultivándose. Haze personas la cultura, y más cuanto mayor". Como diría un castizo, ¡toma ya, Celaá!

2. Marcianos

En el fantasioso caso de que los que saltaron la valía en Melilla hubieran sido evolucionados marcianos en vez de desesperados seres humanos, las autoridades marroquíes y las prósperas mafias se hubieran ahorrado muertos (¿23?, ¿37?; ¿cuándo sabremos cuántos?), colocando en las alambradas enormes altavoces que transmitieran a máximo volumen la balada Indian Love Call interpretada por Slim Whitman, que es el arma que destruye los cerebros de los marcianos invasores en la estupenda película de Tim Burton MarsAttacks! (1996). Al fin y al cabo esos invasores hambrientos serían lo que muchos extremo-derechosos consideran "gente superflua" y, por tanto, eliminable. Para huir del hambre sin que te molesten hay que tener papeles, y para tenerlos hay que haberlos conseguido precisamente en el lugar soñado: la pescadilla supremacista se muerde la cola. Lo de los marcianos me recuerda inevitablemente la nueva, completa y muy cuidada edición de las Crónicas marcianas (Cátedra, traducción y edición de Jesús I. Gómez López), de Ray Bradbury, uno de los mejores, más inteligentes y poéticos textos de la historia de la ciencia ficción. Publicado por vez primera en 1950, las Crónicas consisten en una sucesión de relatos más o menos independientes en los que se revela la (mala) relación del hombre con el planeta rojo, que Bradbury (al que Ridley Scott homenajea en Blade Runner dando su apellido al edificio de los replicantes) nos presenta como un ámbito casi mágico de metáforas y deseos a punto de ser destruidos. Una gozada que ya ha cumplido 72 años.

3. Intrigas

Seguro que muchos, al otro lado de esta página de papel o virtual, ya se están imaginando tumbados a la sombra leyendo novelas de misterio. De las dos que hoy les recomiendo ninguna es propiamente lo que se da en llamar un thriller, pero ambas participan de diferentes formas de intriga policial. Asesinato en el Jardín Botánico (Destino), de José María Guelbenzu, es la última (en todos los sentidos del término) investigación de mi adorada Mariana de Marco, la estupenda juez (Guelbenzu y su criatura odian el término genéricamente marcado) que conocimos hace nueve entregas en un destino norteño. Mariana, que ahora está en la alta cuarentena, sigue siendo una mujer físicamente espectacular, de esas a las que uno no puede evitar volverse en la calle para mirar, pero sobre todo es lista, desinhibida, eficaz, culta. Vive en Madrid con su (envidiable) pareja, el periodista sin trabajo fijo Javier Goitia, que ejerce como cronista de su nueva investigación: en el Jardín Botánico aparece el cadáver de la secretaria del Club de Amigos de los Jardines, junto a un ramillete de acónito (cuyo alcaloide es letal) y un botellín de whisky (o quizás de ron: el despiste hace más cervantino a Guelbenzu). La trama se complica: la juez por un lado y Goitia por otro investigan a los miembros del club; hay algún adulterio vergonzante y tal vez un suicidio. Al final, golpeada por una tragedia sobrevenida, Mariana, mi Mariana, decide decir adiós a su carrera y desaparecer de nuestra vida de lectores. Lo mismo que hizo un día Sherlock Holmes, que, sin embargo, regresó de entre los muertos, quizás harto de su quietud (salvo en Pedro Páramo). La otra novela a la que me refiero es Caso clínico (Impedimenta, traducción de Alicia Frieyro), del escocés Graeme Macrae Burnet, una envolvente intriga muy hitchcockiána con desdoblamientos de personalidad, ambientada en el Londres de los sesenta y bajo la entonces poderosa sombra de la antipsiquiatría de Laing y Cooper (que tanta huella dejó en una generación de psiquiatras españoles y, lo que es peor, en sus sufridos pacientes). Una intriga entretenida, inteligente, veraniega. Que les aproveche, cuando estén fresquitos, ahí en la bendita sombra.

El Pais, Babelia nº 1.597, sábado 2 de julio de 2022

lunes, 4 de julio de 2022

Su turno. 'mister' Mason

SILLÓN DE OREJAS

Por Manuel Rodríguez Rivero


Imagen de la serie Perry Masón, getty images

1. Abogado

Me entero de que Espasa reedita algunos de los casos del abogado/detective Perry Masón —la mejor creación del prolíflco Erle Stanley Gardner—, que fueron tan populares (más de 300 millones de ejemplares vendidos) en los cincuenta, y me invade inmediatamente una oleada de untuosa nostalgia. Todavía conservo un ejemplar de El caso de la modelo de las piernas largas, publicada (en 1961) por Plaza & Janes con una cubierta lo más sugerente que permitía la tutela franquista, en aquella colección de tapa dura, mal impresa y (en general) lamentablemente traducida, que leía durante las interminables horas de la siesta en los veranos de Calafell. Ignoro si, a estas alturas del noir escandinavo y del gore carmenmolesco, estos thrillers judiciales, por comparación casi monjiles, volverán a encontrar un público que no sea meramente arqueológico, pero bienvenidos sean. Mi comentario se refiere, sin embargo, más bien a la serie de televisión en glorioso blanco y negro que se enseñoreó de los (aún escasos) televisores españoles a principios de los sesenta. Raymond Burr y Barbara Hale encarnaban a Perry Mason (que aún no estaba impedido) y a su bella y eficiente ayudante Della Street, aunque entre ellos había tan escasa tensión sexual como entre una lechuga y un zapato; William Hopper era Paul Drake, el apuesto detective que colaboraba con Masón; William Talman, el fiscal Hamilton Burger, quien cuando terminaba su alegato (siempre perdedor) exclamaba invariablemente, "su turno, mister Mason"; y Ray Collins era Arthur Tragg, el inevitable teniente de policía rematadamente tonto. Todas las películas (fue la primera serie de Hollywood cuyos episodios duraban una hora) se basaban en la misma fórmula: en la primera parte se presentaba a la víctima, su entorno y al presunto asesino; y en la segunda, el juicio en el que todo se aclaraba y se restituía el orden burgués y biempensante, como debe ser. Poca sangre, poco sadismo, poco sexo. Pero, viendo aquellas películas, los españolitos aprendíamos oblicuamente cosas acerca del funcionamiento de un sistema democrático, de la separación de poderes, y de cómo vivían las clases medias (¡qué cocinas, qué casas, qué coches!) en el corazón de aquel imperio tan respetuoso con sus dictadores periféricos.

2. Nuria y Amanda
Ya les advierto que en lo que sigue me ando con pies de plomo. Cada vez (pocas, la verdad) que se me ocurre comentar algún aspecto negativo de una pieza literaria o artística producida por una mujer me cae un chorreo, seguramente merecido a cuenta de mi condición presuntamente masculina (o eso creo). Ya sé que, después de tantos siglos de explotación y ninguneo de la otra mitad del cielo (Mao dixit), está en cuestión mi derecho a criticar lo que de ahí nos llega, y también sé que estoy más guapo calladito. La última vez que recuerdo haber puesto peros a una obra producida por una mujer fue a propósito de un cartel creado por una famosa diseñadora para la Feria del Libro de Madrid, del que critiqué su problemática inteligibilidad, su elitismo y su nula adecuación a las características de un certamen eminentemente comercial. Mejor me hubiera callado: como el pretendido propósito del cartel era dar "visibilidad" a la literatura de las mujeres (algo muy necesario, pero que, en mi opinión, estaba lejos de lograr), me convertí rápidamente en una especie de apestado. Lo más bonito que me dedicaron en las redes fue el epíteto "señoro", al parecer un insulto infamante que encierra en sus tres sílabas lo más rancio del machismo militante. Por tanto, sospecho que no tengo derecho a criticar lo que (presumiblemente) estoy incapacitado para entender, porque — ¡ay!, y créanme que lo siento— no soy mujer, ni negra, ni joven, ni mi madre era soltera, ni vivíamos en un modesto barrio multicultural, sino en Sarria (Barcelona). De modo que, por favor, pongan entre paréntesis mi escepticismo ante el cacareado La colina que ascendemos (Lumen), el más que optimista "poema inaugural" de Amanda Gorman tan bien publicitado en los últimos meses a cuenta de cuestiones no necesariamente literarias. Y conste que me gusta, aunque lo mejor —y perdónenme la leve provocación— fue escuchar su serena dicción y admirar la gracia de los movimientos (especialmente de sus manos) mientras lo recitaba. Poema de esperanza y de redención en un momento (postrumpiano) en el que la gente necesitaba un respiro. Bien por Amanda, por tanto, en ese sentido. Pero, mucho mejor, bien por Nuria Barrios, su traductora al español, tan digna, humilde, creativa, exacta en su uso del idioma propio, y de la que, vaya por Dios, se han "olvidado" consignar su nombre en la cubierta. Un mérito mayor si tenemos en cuenta que la traductora no es negra, ni ya tan joven, ni creció en un suburbio modesto y multicultural de Los Ángeles. Que yo sepa.

3. Clásicos
A punto para la conmemoración del centenario de la muerte (12 de mayo de 1821) de doña Emilia Pardo Bazán se publica la segunda edición de los dos primeros volúmenes (antes agotados) de los 12 que componen sus Obras completas en la estupenda edición de Darío Villanueva y José Manuel González Herrán para la Biblioteca Castro. Si en el primero de ellos se asiste a la formación literaria de esta torrencial escritora, a la huella de las lecturas que la formaron y de las que aprendió, el segundo incluye novelas ya naturalistas que, como Los pazos de Ulloa (1886-1887) o Insolación (1889), cimentaron su fama y, más recientemente, su prestigio como autora "feminista", a pesar del conservadurismo tan cristiano y burgués (quizás hoy votara a Núñez Feijóo) de que hizo gala, al menos —si se me permite la petite saloperie— de cintura para arriba. Espero que en las bibliotecas (y no solo gallegas) no falte este corpus de la más grande prosista gallega de los dos últimos siglos.


El Pais, Babelia nº 1.534, sábado 17 de abril de 2021