miércoles, 20 de diciembre de 2017

Leer peligrosamente Por Maruja Torres

Ilustración de José Luis Ágreda



Llego unas horas tarde para recomendarles un libro como regalo de Reyes, pero mi retraso es, en realidad, un acto de justicia. Porque Las mujeres que leen son peligrosas, de Stefan Bollmann -con prólogo de Esther Tusquets-, no debe pasar, aunque lo parezca, por un libro-objeto, un libro-obsequio. No merece que lo coloquemos sobre la mesita de centro del salón; debemos introducirlo en la privacidad de nuestro dormitorio.

"Se trata de una historia de la lectura femenina con una particular mirada en el detalle", cuenta la solapa del volumen, profusa y bellamente ilustrado -y con sentido-, editado por Maeva y centrado en pinturas que arrancan de la Edad Media y prosiguen a lo largo del tiempo hasta desembocar en Hopper y en la fotografía del siglo pasado. Pues este siglo nuestro parece haber banalizado hasta la mirada del artista, que ya no espía cómo otros leen, porque no puede; espía cómo otros se exhiben o cómo otros se refugian en paraísos sin palabras ni frases. No sé.

El caso es que este libro, que conduce a muchas preguntas y no menores desconfianzas -como la propia Tusquets indica en su inteligente acotación: no hay que fiarse de las apariencias-, es, muy especialmente, un libro que proporciona profunda satisfacción personal a quien lo contempla,
acaricia, lee. Y conduce a la siguiente pregunta: ¿somos peligrosas las mujeres que hallamos placer en observar a las mujeres a quienes otros pintaron o fotografiaron mientras cometían el pecado o la audacia o la ambición de leer y leer y leer, a solas consigo mismas? En esta época en que nadie pinta a una mujer que lee apretujada en su asiento de todos los días de su vagón de todos los días de su tren suburbano de todos los días... ¿no resulta casi un pecado frenético, estupendo, ver a la Joven decadente de Ramón Casas desplomada en un sofá y asfixiada de ropajes esclavos, mientras sujeta con su mano derecha un artilugio de leer?

Y esa irónica Anunciación -una virgen leída, ¿podía ser realmente virgen, aceptaba la patraña que estaba a punto de colocarle el ángel?-, y esa madre de Rembrandt, mujer mayor entregada al placer de descifrar los misterios del libro.

Insinúa Tusquets, o más bien afirma, qué peligrosa mujer es la que lee literatura que la libera; no cualquier libro. Y es verdad. Pero hay más, como Esther reconoce, y esa adicción no es sino la estrecha e íntima relación que una mujer y una novela -oh, sí, la ficción: la posibilidad de ser otra sin moverse del pueblo, que tanto daño hizo a la pobre Bovary-entablan. Esa deliciosa sensación, ese estremecimiento que nos proporcionan la ventana que se abre, el aire que nos penetra, el tiempo al detenerse, el dolor aplazado por la magia de alguien en cuyas palabras creemos a pies juntillas.

No me atrevo a afirmar que los hombres lean diferente. Pero sí creo que la letra impresa hace siempre más bien a quien ha sido esclavo.

Cuando yo tenía catorce años y murió la primera persona amada de mi vida, soporté el trance leyendo novelas de Stefan Zweig. Hoy día, mi hermana mayor lucha contra su propio fin y lee. Lee novelas, sobre todo de González Ledesma. Bendito sea el don. El don de leer para escapar o para serenar o para sentirnos acompañadas mientras lo que tiene que ocurrir sucede.

¿Peligrosas, las mujeres, porque leemos y cuando leemos? No más que los hombres: cualquiera que no sea analfabeto representa un peligro para el poder. Pero lo que incomoda es que seamos capaces de leer la Declaración de Derechos Humanos, la Constitución y la minuta de nuestro abogado. Todo lo demás es sólo literatura. Nuestro placer.

Les recomiendo este libro, a hombres y mujeres, sobre todo porque es hermoso, y porque en la era de la no sé qué station y los programas de picadillo chismoso quizá puede olvidársenos lo bello del acto en sí, de la soledad y la relación del cuerpo con el libro, de la mente con su vuelo lejano.

Hay voyeurismo en muchos de los cuadros, pero hay también perplejidad. Leemos y leemos, y hay quien piensa, perplejo: "Pero ésta, ¿qué demonios querrá?". •


El Pais Semanal



miércoles, 6 de diciembre de 2017

LOS CLONES DEL LIBRO MÁS MISTERIOSO DEL MUNDO




Página copiada del Voynich, donde se aprecia su riqueza iconografía y textual.

Siloé, una pequeña editorial burgalesa, recibió el encargo de realizar 898 ediciones facsimilares de un manuscrito ilustrado del siglo XV cuyo contenido continúa siendo un enigma por descifrar: el 'Códice Voynich'. Dos años después, la misión está casi cumplida.

POR BORJA HERMOSO FOTOGRAFÍA DE JUAN MILLAS


EN UNA NAVE industrial y en una pequeña oficina de Burgos, un grupo de personas se aplican como hormigas laboriosas en una extraña tarea: clonar el libro más misterioso del mundo. Se dice fácil. Pero el Códice Voynich es duro de pelar. Las pruebas del carbono-14 efectuadas por científicos de la Universidad de Arizona en 2011 aseguraron que fue escrito e ilustrado en el siglo XV, entre 1404 y 1438. Desde 1969, y gracias a la donación del bibliófilo, coleccionista y filántropo estadounidense de origen alemán Hans Peter Kraus -superviviente de Auschwitz-, permanece en la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Manuscritos de la Universidad de Yale.

A finales de 2015, y tras una larga y paciente espera de 10 años, los responsables de la universidad estadounidense comunicaron a los dos socios de la editorial burgalesa Siloé Arte y Bibliofilia que eran ellos los elegidos, de entre numerosos competidores de todo el mundo, para llevar a cabo la edición facsimilar del Voynich. En otras palabras, clonar este indescifrado, viejo y descosido ejemplar de 22,5 por 16 centímetros. Un volumen escrito probablemente en Italia por un autor desconocido en una lengua que sigue sin ser identificada seis siglos después, del que no se sabe si es un cuaderno botánico, un tratado cosmológico, una obra de iniciación esotérica, un relato bélico, un libro cabalístico, un código élfico, un catálogo de pócimas para magia, un inventario de remedios anticonceptivos para mujeres en pecado o el diario de un extraterrestre.

El trabajo ha supuesto una auténtica obra de orfebrería editorial que hoy, tras dos años de trabajo intensivo, ha visto ya la luz en Burgos. La réplica acaba de ser presentada en sociedad por los editores Juan José García y Pablo Molinero. No es la primera aventura de esta pequeña empresa, ganadora de 15 premios nacionales del Ministerio de Cultura y dueña de una hoja de servicios que incluye las ediciones facsimilares de joyas como el Bestiario de Westminster, el Atlas de Texeira, el Beato Corsini, los Cartularios de Valpuesta, el Libro de Horas de Luis de Laval o la Cosmografía de Ptolomeo.

Uno de los expertos de Siloé da los últimos toques de pigmentación a una réplica.


Hasta una veintena de gremios intervienen en la clonación del Códice Voynich: desde el propio editor hasta el notario que acredita la autenticidad de la réplica, pasando por curtidores de pieles y pergaminos, fabricantes y expertos en tratamiento de papel, costureros, encuadernadores, envejecedores de bordes de páginas, fotógrafos, fotomecánicos, impresores, serígrafos, dibujantes, modelistas, orfebres, fundidores y diseñadores.

Flanqueados en todo momento por dos vigilantes, Juan José García y un fotógrafo comenzaron el proceso documentando y copiándo las 234 páginas del original a lo largo de una semana en la Beinecke. Lo hicieron en una sala dotada de un sistema de aspiración permanente, lo que impedía que ni una sola mota de polvo pudiera aterrizar sobre el Voynich. "El libro se tumbaba y se fotografiaba abierto, en ángulo recto. Lo fotografiamos con una cámara Hasselblad de alta resolución y con luz fría. El trato que damos a los libros tiene que ser muy respetuoso. De hecho, antes de que te den el permiso, tienes que explicar a los responsables de esas bibliotecas qué métodos piensas aplicar, y ellos los estudian y deciden", aclara García, quien ya tiene en marcha un nuevo proyecto de clon editorial: Vida y milagros de san Luis, uno de los libros más bellos del mundo, cuyo original duerme en la Biblioteca Nacional de Francia.

Isabel y Jesús, los encuadernadores, se encuentran hoy inmersos en pleno proceso de ensamblaje. Para el cosido utilizan aguja e hilo de cáñamo crudo y natural. Su tarea es fácil de decir y tremendamente compleja de lograr: se trata de hilvanar a mano y con toda minuciosidad las páginas, los nervios y la cabezada del libro. El volumen queda armado, no sin horas de trabajo y bastantes quebraderos de cabeza técnicos.

Una página de una copia del manuscrito dedicada a las ciencias botánicas.

El Voynich no va pegado, no hay encolado por ningún lado. Está todo cosido sobre la base de pergaminos originales, curtidos y tratados por especialistas. "Es una encuadernación en tapa blanda, técnicamente bastante compleja, sobre todo porque hay páginas desplegables que hay que imitar, y porque el cosido hay que hacerlo con muchísimo cuidado ya que este es un papel especial que se rasga fácilmente. El pergamino es un organismo vivo muy complicado de manipular", explica Jesús. Otro problema técnico radica en homogeneizar las tintadas y el grosor de las pieles, "porque nunca van a tener ni el mismo color ni la misma textura, claro. En una misma tintada te pueden salir varios muy distintos entre sí, además de que algunos tienen taras, y eso es un gran problema", comenta su colega Isabel, que apunta que llevan desde diciembre con este proceso. Es lo que el editor Juan José García denomina "trabajar la imperfección".

El fruto de esas imperfecciones reposa sobre unas rejillas metálicas que se parecen a una barbacoa: allí se secan las páginas del libro más misterioso del mundo, perdón, del clon del libro más misterioso del mundo. Huelen fuerte y mantienen la magia del chasquido del pergamino. El Códice presenta agujeros, cortes, que-maduras y otros desperfectos. Puede ser porque el animal del que procede la piel del pergamino resultara herido, o debido a mordeduras de ratón o rata durante su almacenamiento, o sencillamente porque al encuadernador se le fue el punzón o la cuchilla, o por la caída de un candil. Y todas esas heridas son imitadas al milímetro.

Quizá no todo el mundo entendería igual de bien que su réplica del Voynich esté agujereada, quemada o rasgada, así que cada uno de los 898 ejemplares de la tirada incluye una tarjeta que describe el estado primigenio del volumen. Cada réplica, un verdadero objeto editorial de lujo, saldrá a la venta a un precio superior a los 8.000 euros. Los responsables de Siloé aseguran que ya han dado salida a 300 en la preventa y que otros 200 han sido reservados, algunos de ellos en la reciente Feria del Libro de Francfort. El segundo documento incluido en el facsímil es una réplica exacta de la denominada Carta Martí, que el bohemio Johannes Marcus Marci -entonces poseedor del Voynich- le dirige en 1666 a su amigo el jesuíta Athanasius Kircher apelando a su sabiduría y pidiéndole que intente descifrar el manuscrito. Como tantos otros, Kircher, especialista en lenguas muertas y entonces considerado por muchos como el hombre más sabio del mundo, nunca logró hacerlo.



 Una encuadernadora cose los nervios y la cabecera de una edición facsimilar del códice, una de las fases más delicadas del proceso de clonación.
Carlos, especialista en tratamiento y envejecimiento de libros, tiene sobre su mesa un diagrama, página a página, del Códice Voynich. Es el mapa que le sirve para saber cómo hay que replicar cada hoja, con sus lengüetas, sus agujeros, sus parches, sus cosidos y recosidos... "Hay algunos más sencillos de hacer, pero otros son técnicamente dificilísimos", reconoce. "El volumen tiene 243 agujeros que hay que imitar y luego manchar para que queden iguales".

Carlos incide en el carácter casi obsesivo de este trabajo: "Hay que lograr una réplica lo más cercana posible, cueste lo que cueste". "Es cuestión de código deontológico", subraya el editor Juan José García. No hay que olvidar además que el eventual comprador de una edición facsímil como esta, dispuesto a desembolsar 8.000 euros, es normalmente un buen conocedor de la obra original.
Son días, semanas y meses de labor extenuante. "No trabajamos al milímetro, sino a la micra", apunta García, a quien el Voynich no deja de deparar sorpresas: "Es, sin duda, el libro más difícil que nos hemos encontrado". -EPS


revista El Pais Semanal Nº2.148 Domingo 26 de noviembre de 2017


domingo, 29 de octubre de 2017

La nobleza de Redonda



La isla antillana de Redonda es en realidad una leyenda literaria, una especie de club donde sus miembros nunca se reúnen y en el que reina desde 1997 el escritor Javier Marías, rodeado por su corte de notables. Por Ángeles García. Fotografía de Carlos Serrano.

LA CORTE. De izquierda a derecha, sentados, Fernando Savater, Duke of Caronte y maestro del Real Hipódromo; Agustín Díaz Yanes, Duke of Michelín y maestro de la Real Tauromaquia; Helena Rohner, Viscountess Von Gunten; Paul Ingendaay, embajador en Alemania; Luis Antonio de Villena, Duke de Malmundo y poeta laureado en Lengua Española. De pie, de izquierda a derecha, Daniella Pittarello, embajadora en Italia; Javier Marías, rey de Redonda, y Julia Altares, embajadora en España. Arriba, la isla de Redonda, un rocoso peñóte, vecino de las islas de Antigua y Monserrat, como aparece en el mapa del mar Caribe y que Jon Wynne-Tyson (Juan II) coronó en 1978.

Un día de mediados de noviembre de 1493, Cristóbal Colón pasó delante de un rocoso peñote en medio del Caribe y ni siquiera se detuvo. Le echó un vistazo, la bautizó con el nombre de Redonda y siguió adelante. Vecina de las islas Antigua y Monserrat, tiene un kilómetro y medio de largo por medio de ancho. Rodeada de duros picachos, nadie ha vivido nunca en ella. Sus únicos habitantes son unas aves, especie de pájaros bobos, cuyos excrementos suponen la única riqueza de la isla, los fosfatos.

Lo curioso es que este desastrado peñote haya desatado luchas dinásticas equiparables a las sufridas por ricos países. ¿Cuál es la causa? Desde luego, no la tierra abonada con cacas de pájaros. Su leyenda literaria es la auténtica riqueza de Redonda y el único atractivo por el que desde hace tiempo imperial unos y otros se cruzan las querellas. Desde 1997, el escritor español Javier Marías reina con el nombre de Xavier I.

Javier Marías introdujo a sus lectores en el reino de Redonda en un artículo publicado en las páginas de Opinión de EL PAÍS el 23 de mayo de 1985. Se titulaba El hombre que pudo ser rey, un claro homenaje a Kipling. En ese artículo, el escritor madrileño hablaba de las razones por las que había llegado a interesarse por un "oscurísimo escritor inglés cuyo seudónimo fue John Gawsworth (1912-1970) y cuyo nombre real era Ian Fytton Armstrong". Contaba entonces Marías que de la escasa obra de Gawsworth nada se encontraba editado en ese momento en Inglaterra, pero que en las librerías de viejo de Oxford y Londres fue encontrando algunos de sus textos. En esa búsqueda cayó en sus manos un ejemplar de Backwaters (1932) firmado por el autor y con una corrección manuscrita en la primera página. Marías contaba entonces que al tener ese ejemplar en sus manos vivió la sensación de vértigo temporal que producen los objetos que no silencian del todo su pasado. Se dedicó a investigar y a unir datos dispersos. Descubrió que parte de su obra había sido publicada en lugares tan dispersos como Argelia, Túnez, Italia y Calcuta. Supo que su obra poética reunida en seis volúmenes ofrecía la particularidad de que el cuarto volumen no se llegó a publicar nunca y que sus trabajos en prosa estaban desperdigados en diferentes antologías que sólo se pudieron contemplar en ediciones privadas o limitadas.


 Siguió averiguando Marías, y así lo contó en el artículo publicado en este periódico, que Gawsworth fue en los años treinta un gran impulsor de movimientos poéticos, que tuvo relación con todos los grandes autores del momento, que recibió distinciones literarias y que fue protegido, entre otros, del entonces famoso novelista M. P. Shiel. Cuando éste muere, en 1947, Gawsworth es nombrado su albacea literario y heredero del reino de la pequeña isla antillana de Redonda, de la que Shiel había sido coronado rey a la edad de 15 años, en 1880, por deseo de su propio padre, un predicador que también era naviero y que había comprado la isla. Gawsworth nunca tomó posesión de su reino por litigios entre el Gobierno británico y el de Estados Unidos. Vivió una vida muy alejada de lujos reales y pasó sus últimos años entre Italia y Londres como un paria. Dormía en los bancos de los parques y murió olvidado por todos en un hospital.

La zona de sombra por la que para Marías se seguía moviendo Gawsworth convertía a éste en un personaje literario de primer orden. Era una historia demasiado novelesca como para pasar de largo. La realidad volvía a estar empapada de ficción y Javier Marías se dedicó en cuerpo y alma a la búsqueda de nuevos datos y escritos que le permitieran conocer a fondo a estos personajes tan reales como fantásticos. Durante esa búsqueda se enteró de que una conocida casa de subastas londinense ponía en venta un lote de papeles y objetos que habían pertenecido a John Gawsworth. "Eran lotes con abundante material gráfico, cartas, escritos. Está toda la documentación sobre los orígenes del reino. Había incluso un pelo de Gawsworth", recuerda Marías. "Acababa de ganar un premio literario y decidí pujar y quedarme con todo el lote. Hay algunos que han aprovechado para decir que he conseguido de mala manera toda esa documentación y que lo que he hecho ha sido comprar un reino. Pero fue así. Creo que pagué unos mil dólares".

En Todas las almas, la leyenda de Redonda resucitaba con todo su esplendor. En esta novela, Marías dio muestras de su conocimiento de ese misterioso y literario reino. Años después, la leyenda volvería enriquecida en Negra espalda del tiempo.





NOBLEZA DE IDEAS. A John Gawsworth (1912-1970), sus amigos le rendían pleitesía como Juan I de Redonda. El arquitecto Frank Gehry, el director de cine Coppola y los escritores G. Cabrera Infante y Claudio Magris están entre los pares del reino.

El primer contacto directo y personal de Javier Marías con la nobleza de Redonda ocurrió en 1997. El entonces rey, Jon Wynne-Tyson, Juan II, el monarca que organizó la nobleza literaria y que finalmente murió en la pobreza más absoluta, envió una carta a Marías. "Me dijo que quería abdicar porque estaba cansado de que le dieran tanto la lata otros aspirantes al trono. Me contó que buscaba un escritor de verdad para perpetuar la leyenda. Me sugirió si yo podría considerar la posibilidad de sucederle". La respuesta fue típica de Marías: "Le contesté que no me atrevía a pensar que me estuviera ofreciendo lo que creo que no me ofrece, porque si yo creyera que me está ofreciendo lo que no me ofrece... En un par de cartas más me lo ofreció directamente".

Cuando el futuro rey se interesó por las obligaciones que conllevaba la corona, Tyson le explicó que, además de perpetuar la leyenda, se convertía en albacea testamentario de la obra de John Gawsworth y de Shiel.

"Tengo que controlar las reediciones de la obra de ambos y autorizar o desautorizar lo que se quiera hacer con sus textos. Por ejemplo, hay unos hermanos Cohen en Estados Unidos, que no son los conocidos, que quieren hacer una película basada en un cuento de Shiel. Lo han tenido que contratar conmigo. Hay un documento legal en el que se dice que el copyright de la obra de estos dos autores lo tengo yo como rey de Redonda.

¿Ha visitado su isla? "No. No creo que haga falta. Uno de los reyes sí se fotografió allí sobre unos picachos, pero no creo necesario ir allí. Sé que es un peñote inhóspito. He leído en algún sitio que en el XVII y XVIII era una isla donde recalaban los contrabandistas. Por su forma tan redonda es de difícil acceso. Por eso Colón se limitó a bautizarla y pasar de largo. Parece que hay algunas cabras, y tiene fama de ser una especie de Transilvania del Caribe. Al ser poco visitada, se puede uno inventar fácilmente que por su suelo pasean monstruos, criaturas extrañas. Todo muy novelesco".

Pero Marías insiste siempre en que le interesa mucho más la parte imaginaria de la isla que la parte real. Reconoce que es complicado hablar de su peculiar reinado sin parecer un chalado. "Es difícil hablar de ello con naturalidad. Me ocurre cada año, cuando hay que hacer público el fallo del Premio Reino de Redonda y explicárselo al ganador. Siempre me temo que me tomen por un chiflado. Cuando lo ganó Magris, que ya me conocía como autor, todo fue más sencillo. En otros casos es
un poco distinto, aunque todos han entrado muy bien en el juego. La última función que tengo como rey es mantener viva la leyenda de Redonda, y sé que me expongo a mucha broma".


LOS SÍMBOLOS. Redonda, como cualquier reino que se precie, tiene su himno (compuesto en 1949 por Leigh Henry); corona, diseñada por Helena Rohner; monedas (Alessandro Mendini), bandera (Xavier Mariscal), el pasaporte (Massimo Vignelli) y el trono (Ron Arad).

La parte más conocida del reinado es precisamente el sello de literatura fantástica Reino de Redonda, que convirtió al escritor Javier Marías también en editor. Se estrenó con La mujer de Huguenin, de Matthew P. Shiel, y siguió con títulos como Niebla y otros relatos, de Richmal Crompton; Ehrengard, de Isak Dinesen, o El crepúsculo celta, de Yeats. Las tiradas son de unos 3.000 ejemplares, y pocas ediciones hay tan cuidadas en el mercado. Un lujo que al editor le cuesta su dinero, pero que gasta encantado. Luego está el premio anual a la mejor obra de ficción, dotado con 6.000 euros. "Es un homenaje humorístico que se me ocurrió conceder a escritores y cineastas extranjeros. Yo no voto. Sólo lo hacen los duques. Nunca he sido jurado de nada, porque no me gusta que mi opinión haga que alguien gane o pierda. Tampoco nos reunimos. Cada duque propone tres nombres de alguien que admire. Siempre extranjeros que trabajen en lengua no española. Envían las candidaturas y el más mencionado gana. Ése es el único mecanismo del premio. Viene a ser una especie de club cuyos miembros jamás se reúnen.

Una de las cosas más sorprendentes y divertidas del reinado es la distribución de títulos de nobleza. Cuando Marías recogió su cetro, se encontró ya con una amplia corte formada por los monarcas que le habían precedido. Pero ha sido Javier (o Xavier) quien ha aportado auténtico glamour a esta fantástica corte. Entre sus duques y duquesas están Pedro Almodóvar (Duke of Trémula), Pierre Bourdieu (Duke of Desarraigo), Cabrera Infante (Duke of Tigres), Francis Ford Coppola (Duke of Megalópolis), Agustín Díaz Yanes (Duke of Michelín), Eduardo Mendoza (Duke of Isla Larga), Arturo Pérez-Reverte (Duke of Corso), Francisco Rico (Duke of Parezzo), Juan Villoro (Duke of Nochevieja). Son, en general, amigos y creadores que él admira y con los que acuerda el título en cuestión.

La puesta en escena del reino no podía decepcionar. La bandera ha sido diseñada por Javier Mariscal. La moneda es cosa de Alessandro Mendini. El pasaporte y el escudo son producto de la imaginación de Massimo Vigneli. Y para completar la película, parece que nada menos que Frank Gerhy está interesado en los planos del palacio de Redonda. "Es un reino en el que nadie tiene la menor obligación ni el menor deber. Ni siquiera tienen el deber de la lealtad. Pueden traicionarme. Hay algunos amigos que ya me han advertido de que piensan conspirar contra mí", cuenta el escritor. Lo cierto es que es un reino hecho a la medida de su fantasía en el que él reina feliz. •


El Pais Semanal 20 de julio de 2003

viernes, 20 de octubre de 2017

EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS (1902) Joseph Conrad


La voz de la oscuridad
Por Rafael Argullol

Aunque siempre tienen algo de enigmático las oscilaciones que hunden y reflotan la reputación pública de las obras literarias no deja de ser sorprendente el actual renombre de un libro como El corazón de las tinieblas, que en este año en que se cumple el centenario de su publicación ha sido el motivo central de varias exposiciones en ciudades europeas y americanas. Puede que la filmación mítica, hace dos decenios, de la película de Coppola Apocalypse Now, basada en la novela de Conrad pese a cambiar de continente y siglo, contribuyera a la difusión más amplia del texto; pero este solo hecho no basta para explicar la singular fascinación que los lectores actuales de literatura sienten por este relato duro y sin concesiones. Como ocurre en otros ejemplos artísticos, también sometidos al inesperado crepúsculo y a la repentina aurora, la conexión es necesariamente más sutil: un hilo invisible parece tensarse entre la época de Conrad y nuestra propia época, entre aquella oscuridad y la nuestra.

No podemos descifrar la naturaleza exacta de este hilo invisible pero quizá nos aproximemos a la materia de que está compuesto si somos capaces de adentrarnos en el mundo propuesto en El corazón de las tinieblas sin olvidar que, por lejano que parezca, ese mundo es asimismo el nuestro. Hay mucho de nosotros en el viaje de Marlow, río Congo arriba, a la búsqueda de Kurtz y tampoco la tiniebla de éste nos es en absoluto ajena. Hay una extraña mezcla de placer y deber moral en esta identificación y quizá en ello resida la causa última de la seducción que Conrad ejerce sobre sus lectores.

He leído varias veces y en distintos momentos de mi vida esta narración, y mi percepción actual de ella es acústica. Es una obra extremadamente sensorial, con una continua resonancia a la metamorfosis de los sentidos como la más idónea descripción de los estados de la conciencia, pero no tengo duda de que el oído, una determinada profundidad del oído, predomina sobre lo demás. La tiniebla tiene una música especial y una voz esencial.

Conrad, tan confeso deudor de Dante en la estructura de su relato, no sigue en eso a su maestro. Dante dota al infierno con una atmósfera pictórica y, en ocasiones, dada su densidad, escultórica, mientras reserva la música para el paraíso. Por el contrario en la oscuridad de Conrad la música preside la lenta inmersión del protagonista en el subsuelo del tiempo y de la memoria: una música de percusión, espasmódica, obsesionante, preside la transformación a la que es arrastrado Marlow. Su ascenso por el río Congo es un descenso en la historia humana, un retorno a los orígenes primordiales. Con el transcurso del viaje los inquietantes tambores de la selva acaban siendo sus propios latidos. La oscuridad en la que Marlow se aventura tiene un corazón que habita también en su pecho.

Es cierto, sin embargo, que la música africana no hace sino excitar una subversión sensitiva que alcanza todo los rincones del relato convirtiéndolo con frecuencia en una fantasmagoría onírica en la que, junto a la experiencia de Marlow, parece ponerse a prueba la mirada de Occidente. Tachado por algunos de colonialista y por muchos de anticolonialista, El corazón de las tinieblas es un libro que, con toda probabilidad, sobrepasa lo que comúnmente se acepta mediante estos calificativos. Si pone en jaque a la «realidad occidental» y apela, en alguna medida, al «sueño primigenio» no es únicamente por un afán de crítica cultural y todavía menos como una exaltación de la bondad salvaje de la naturaleza sino, más bien, el modo en que el cirujano se vuelca sobre el cuerpo y hurga en la herida, con delicadeza pero con decisión.

Mientras se abren las sucesivas pieles de la selva se abren simultáneamente las pieles que cubren la naturaleza moral del hombre, confirmándose, de esta manera, la visión concéntrica sobre la que se sostiene El corazón de las tinieblas: un ascenso por el río Congo que es al mismo tiempo un descenso, no al infierno de la civilización —o no únicamente a él— sino al infierno íntimo, lleno de podredumbre y hedor, lleno de instinto asfixiante y caótico, del ser humano. Marlow llega a la costa africana para encaminarse luego a la Estación Central y, por fin, a la Estación Interior como si estuviera renovando el viaje de Dante. Pero sin la compañía de Virgilio.

La permanente compañía de Marlow es una sombra: Kurtz. Tal vez no hay nada más admirable en el relato de Conrad que el mecanismo narrativo que pone en marcha para mostrar la atracción irrefrenable que Kurtz, el genuino habitante de la tiniebla, ejerce sobre Marlow. El extraviado agente de la compañía colonial belga es una presencia que se agiganta implacablemente hasta ocupar todo el escenario. Criatura del rumor y de la sospecha acaba siendo el demonio que, desde su sitial en el horror, acecha el centro mismo de la conciencia. El poder de Kurtz estriba en su pertenencia a la frontera, que le ha otorgado una familiaridad única con todos los extremos: monstruo y ángel, bestia y dios. Desde el magnetismo de Kurtz la entera liturgia de la oscuridad se ceba sobre Marlow.

Paradójicamente es una presencia que, mientras se agiganta, también se depura. En el tramo decisivo de la aventura Kurtz es la «voz de Kurtz»: para Marlow nada hay más importante que oír esta voz, escuchar a quien se ha instalado en los muros interiores del horror. La música, que se ha hecho sentir a lo largo del río, se desnuda al máximo en una voz que fue humana pero que ya aparece sea como sobrehumana, sea como inhumana.

Y es esa misma voz la que salva a Marlow. Antes de escucharla está atenazado; oída, la fuga se hace posible y, sobre todo, deseable. Conrad, afortunadamente, no exige al lector una interpretación moral. Pero ¿pudo escuchar Marlow allá, en el corazón de las tinieblas, una voz que no fuera la suya?

© 2002, Rafael Argullol

Publicado en Una invitación a la lectura, Diario El Pais, S.L., Madrid 2002


lunes, 2 de octubre de 2017

American Gods de Neil Gaiman


American Gods por Neil Gaiman, no se ha traducido el título, tengo varias teorías al respecto, pero aunque el autor escribe para todos, en realidad todo va enfocado al tema anglófono, lógico, es lo que conoce mejor. No es nada particular, ni extraño, la temática versa sobre America, Gaiman como ingles, ya ha enfocado más de una vez en sus guiones de comic su perspectiva, su visión de una America comparada con su Inglaterra de un lugar increíble, imposible, donde todo es vasto e incomparable. Supongo que ha decidido colocar a una cosmogonía de los Dioses entre las personas que colonizaron ese continente.

Tal vez me esté precipitando. De entrada entonare un canto de culpa y de castigo por olvidar a este gran novelista, bueno, tal vez la palabra más adecuada sería narrador. Neil Gaiman consigue como nadie marcar epopeyas, al estilo clásico. Si sus comienzos fueron en el comic, donde consiguió que nadie se fijase si lo que leía era un comic o no, y logró llevar las historias de Sandman y los Eternos a cotas increíbles en los comics.

Mi gran error fue no seguirlo en sus siguientes trabajos en literatura. El tio es un torrente, me impresiona mucho la cantidad de trabajo que tiene que desplegar a la hora de escribir, no solo se conforma con darte una historia, o dos o tres, sino que lo adorna, lo pule, lo machaca, te convence de que creas en los personajes, en la historia. A mi particularmente me atrae su visión del mundo. ¿Ojalá, verdad?

Como tramposo que soy, me gustaría pensar que no, pero lo soy, llego a su novela con muchos años de retraso, y esta vez no hay amigos por medio, lamentablemente han tenido que ser las series de televisión las que me han dado un repaso. Unos creadores que tienen que ser unos monstruos, han trasladado el universo de American Gods a la pequeña pantalla y su trabajo es tan brillante que me han obligado a leer la novela.

Normalmente la relación entre la pantalla (de igual el tamaño) y la literatura (da igual cual) no es algo que nos atraiga a todos, pero claro cada uno va a lo suyo. En el caso particular de Gaiman, el formato televisivo le viene como anillo al dedo, una narración lenta, ubicaciones reales (la mayoría) y grandes actores.

Pero no nos olvidemos de la novela, que me pongo a escribir y el desorden mental se acentúa. Todo tiene sentido en la fe. La fe de las personas es la que crea a los dioses. Y cuando estas personas vinieron a un país nuevo los trajeron consigo. ¿Pero que pasa cuando estas religiones, sus creencias se debilitan y mueren? De todos los dioses que nombran, me encanta la historia de Thor, igual que entiendo a los demás. Gaiman ha hecho un trabajo memorable. No se lo pierdan y lean. No se sabe si la serie llegará hasta el final.


Título original: American Gods: 10th Aniversary Edition
Neil Gaiman 2011
Traducción: Mónica Faerna


Tokio libresco y literario

La capital nipona es más que una urbe friki. Para sumergirse en la cultura local hay que pasear por Jimbocho, el barrio de las letras, y tomarse algo en el histórico Lupin Bar.

Jimbocho, en Tokio, es el barrio con mayor número de librerías de la capital japonesa.

FERNANDO IWASAKI

¿SOBRE QUE escriben los narradores cosmopolitas cuando viajan por Europa o Nueva York? Sobre los bares de los novelistas, las librerías famosas, los cafés literarios, las tumbas de los escritores y otros lugares comunes a caballo entre las guías de viaje al estilo de Karl Baedeker y la autobiografía. Sin embargo, cuando esos mismos letraheridos viajan a Tokio, los corazones frikis dejan de bombear sangre a los cerebros diletantes y así leemos novelas y crónicas pobladas de punkis, androides, hoteles cápsula y anime girls del barrio electrónico de Akihabara. He leído varias novelas españolas y latinoamericanas ambientadas en la capital de Japón, pero los protagonistas jamás pisan un café o una librería porque siempre están de compras en Shinjuku, de juerga en Roppongi o haciendo el indio en el parque Ueno.

Hace unos años el novelista japonés Osaka Go me llevó a conocer Jimbocho, el barrio más literario de la capital nipona. ¿Se imaginan 180 pequeñas librerías independientes en un área más pequeña que Triana, en Sevilla, o El Raval, en Barcelona? Según Osaka Go, el secreto de su resistencia ante el avance de los grandes libródromos está en la especialización. En efecto, en Jimbocho encontré tiendas dedicadas a la mitología mesopotámica, los viajes por África, la ciencia-ficción, los clásicos grecolatinos, la filología escandinava y cuantos temas uno pudiera imaginar, con la sonrojante excepción de librerías en español. ¿Acaso hay más lectores japoneses en ruso, alemán o francés? Sin duda, porque una cosa es saber idiomas y otra muy distinta tener la costumbre de leer obras en versión original. De hecho, sólo en Tokio residen más de 50.000 hispanohablantes, pero apenas leen. En realidad, la receta japonesa de la librería especializada tampoco serviría de nada en España, porque de lo contrario no habría cerrado La Celestina, la mejor librería teatral que sobrevivía en Madrid. No es el caso de Isseido, la más antigua de Tokio, abierta en Jimbocho desde 1903, a pesar de los incendios, los terremotos y los bombardeos de la II Guerra Mundial.

¿Adonde deberían ir los amantes de los bares y los cafés literarios en las altas noches de Tokio? Al mismo sitio que eligieron los propios pintores, fotógrafos, artistas, cineastas y escritores japoneses: al Lupin Bar. Ahí el turista friki no encontrará ni geishas, ni karaokes, ni anime-girls, aunque el hipócrita lector tiene que saber que aquel sótano de Ginza atesora una hermosa épica literaria, pues el Lupin abrió en 1928 y sobrevivió a los bombardeos de la aviación norteamericana del 10 de marzo de 1945. Sólo en Ginza murieron casi 600 personas, pero este bohemio local siguió descendiendo a sus infiernos calcinantes y allí se refugiaron escritores como Kan Kikuchi, Kafu Nagai, Fumiko Hayashi, Ango Sakaguchi, Yasunari Kawabata y Osamu Dazai, el más querido en Japón y el más desconocido en Occidente. -EPS

El Pais Semanal Nº 2.135 Domingo 27 de agosto de 2017



martes, 22 de agosto de 2017

Biblioterapia: la magia vivificante de las novelas

Marta Rebón


ILUSTRACIÓN DE DIEGO MIR

Al abrir un libro nos sumergimos en diferentes historias hasta olvidarnos de la nuestra. Otras veces llegamos a descubrir cosas de nosotros mismos a través de sus personajes. Una buena lectura puede ser el mejor refugio donde aliviar nuestra alma y un antídoto contra las adversidades.


LE HAN DEJADO, el mundo ya no es maravilloso. Como en un permanente jet lag, no atina a conectar con la realidad que le envuelve. Decía Freud que las palabras y la magia fueron al principio una misma cosa. ¿Es por eso que seguimos buscando refugio en los libros cuando la vida se nos antoja una broma estúpida? Usted, pasajero en horas bajas, abre una novela y en sus páginas encuentra algo parecido a un bote salvavidas, un alivio balsámico al desasosiego.

Los lectores voraces saben bien que las bibliotecas y las librerías son un botiquín eficaz para el alma, como ya se afirmaba en la Antigüedad. La ficción y la poesía, sostiene la novelista Jeanette Winterson, son medicinas que curan la ruptura que la realidad provoca en nuestra imaginación. Conforme al tópico horaciano dulce et utile, nos enseñan deleitando. El eco de las palabras, su ritmo, y las imágenes con una gran carga emocional inundan y activan los recovecos de nuestra conciencia. Cuando leemos un texto literario inteligente y seductor, el mundo se vuelve más habitable.

Entre las bondades de leer ficción, la primera, por obvia que parezca, es llegar a conocernos mejor. Proust, a quien hoy pocos negarán sus aptitudes para la ciencia cognitiva, afirmaba que cada lector, cuando lee, es el propio lector de sí mismo. Añadía que la obra del escritor no es más que una suerte de instrumento óptico que este ofrece al otro para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no habría podido ver por sí mismo. Adentrarse en el universo de las novelas es vivir múltiples vidas. Con un libro entre las manos se abre ante nosotros un terreno para experimentar un sinfín de circunstancias. La biblioterapia es posible gracias al choque de identificación que se produce en el lector cuando se ve reflejado en la historia. Empatizamos con otra gente, otras maneras de pensar. La lectura, además, es una aventura intelectual trepidante. Para el Nobel de Literatura André Gide, leer a un escritor no era solo hacerse una idea de lo que decía, sino irse de viaje con él.

Leer nos sitúa en un espacio intermedio: a la vez que dejamos en suspenso nuestro yo, nos vincula con nuestra esencia más íntima, un bien valioso para mantener cierto equilibrio en estos tiempos de distracción. La lectura, decía María Zambrano, nos brinda un silencio que es un antídoto para el ruido que nos rodea. Nos procura un estado placentero similar al de la meditación y nos aporta los mismos beneficios que la relajación profunda. Al abrir un libro conquistamos nuevas perspectivas, pues la ficción comparte con la vida su esencia ambigua y polifacética. Dado que solo podemos leer un número limitado de títulos, ¿qué es lo que buscamos?, ¿obras que reafirmen nuestras creencias, o bien que hagan que estas se tambaleen? Kafka lo tenía muy claro, solo deberíamos adentrarnos en las obras que muerdan y pinchen: “Un libro tiene que ser un hacha que abra un agujero en el mar helado de nuestro interior”.

POR
Marta Rebón
Traductora, crítica literaria y fotógrafa. Ha traducido al español y al catalán obras de Vasili Grossman, Borís Pasternak, Lev Tolstói y Svetlana Aleksiévich, por ello ha recibido los premios de la Fundación Yeltsin y el Instituto Pushkin. Ha expuesto en Rusia, Cuba, España y Ecuador.



Reseñas de biblioterapia


Manual de remedios literarios. Cómo curarnos con libros, de Ella Berthoud y Susan Elderkin (editorial Siruela). Un original y divertido libro sobre biblioterapia que habla del poder curativo de la palabra escrita.

La lectura como plegaria, de Joan-Carles Mèlich (Fragmenta). Una reflexión sobre la lectura y la escritura en 262 fragmentos filosóficos.

Por qué leer los clásicos, de Italo Calvino (Siruela). El escritor nos recuerda que los clásicos nunca terminan de sorprender y resistir al tiempo.

Poema, de Rafael Argullol (Acantilado). Un breviario contemporáneo erudito y sensible de reflexiones sobre la condición humana y el discurrir del mundo.

El intérprete del dolor, de Jhumpa Lahiri (Salamandra). La escritora indaga sobre las barreras que deben salvar personajes de diferentes culturas en su búsqueda de la felicidad.

La muerte de Iván Ilich, de Lev Tolstói (Nórdica). Una luminosa novela que en realidad es un poema capaz de reconciliarnos con nuestra condición mortal.

Pequeño fracaso, de Gary Shteyngart (Libros del Asteroide). Después de mudarse con su familia a Nueva York, el niño judío ruso Ígor se transforma en Gary, un personaje que narra la experiencia de vivir a caballo entre dos países que son enemigos.

Canción dulce, de Leila Slimani (Cabaret Voltaire). Disecciona las circunstancias de un crimen y arroja luz sobre las contradicciones de la sociedad actual.

 

El Pais Semanal Nº 2.134
DOMINGO 20 DE AGOSTO DE 2017


jueves, 10 de agosto de 2017

La retórica del enemigo Paco I. Taibo II


NUESTRAS PEQUEÑAS BATALLAS
Sólo hay una novela de amor hoy posible, aquella en la que los personajes se cortan las venas por razones románticas. Cuanto más light se vuelven nuestros tiempos, más necesidad tiene la literatura de reivindicar el retorno de las pasiones.

LA RETORICA DEL ENEMIGO
El personaje declara que la novela ha muerto, que el flujo de neuronas electrónicas que recorre nuestra sociedad actúa como el fluido de la silla eléctrica para un género que renació esplendoroso con el siglo XIX, hijo de una burguesía en ascenso que necesitaba de la fabulización del mundo. Las clases sociales han desaparecido, la licuadora del fin del milenio . las ha disuelto, ergo... El personaje concentra sus argumentos para una tesis universitaria de postgrado. Luego viaja en el metro y lee oculto y misterioso a Barbara Cartland, buscando en ella la simplicidad absoluta de la ficción convertida en mentira por la acumulación de los lugares comunes. Es, sin saberlo, un personaje siniestramente coherente.

NUESTRAS PEQUEÑAS BATALLAS
Me contaron una vez, que en algún momento del siglo XIX, los aristócratas británicos que regían los destinos de Hong Kong, decidieron iniciar una violenta campaña higiénica para erradicar el extendido hábito de la población china de escupir en las calles. Se establecieron multas, penas de cárcel y castigos corporales que llegaban hasta los cinco bastonazos en la espalda.
Esos mismos aristócratas solían bañarse una vez al mes, y frecuentemente de medio cuerpo para arriba y nada más. La anécdota tiene al menos dos lecturas: 1) Es función de la literatura contar y recontar estas historias. 2) Es función de ta literatura seguir escupiendo en las calles. Los escritores, guionistas y dibujantes somos chinos de Hong Kong.

LA RETORICA DEL ENEMIGO
El padre prohibe a su hijo que lea comics porque piensa que la cultura es algo muy serio que tiene que ver con la educación y el ascenso social y no con las pérdidas de tiempo. El estado a través del sistema educativo obliga al adolescente a leer en dos días La lliada y a presentar un resumen. El adolescente tras esta y otras muchas experiencias similares decidirá que odia a los griegos y a los libros, elegirá las partidas de flipper para quemar su odio. El critico literario se muestra ingenioso y elabora un texto incomprensible, para iniciados que nunca habrán de leerlo, no queda muy claro si espera que sus lectores lean el libro que recomendó, no queda muy claro., si cree que los lectores existan. El editor de ese país donde las nubes transportan en la mañana el calor de los ríos, decide que son mejores dos mil lectores cautivos de libros de 12 dólares que cuatro mil de 6, es más fácil distribuir y cobrar, hay menos riesgo.
El padre anticomic, el profesor madero, el crítico oscurantista, el editor calculador, bailan en las noches tomados de la mano en torno a la hoguera donde los libros arden, es su aquelarre.

NUESTRAS PEQUEÑAS BATALLAS
En la oficina, la vieja secretaria ha falsificado un certifica-do médico para poder ir al baño dos veces diarias, se esconde a leer novelas de hadas, princesas, dragones. Huye de un jefe que además de ser imbécil la persigue y castiga. La mujer se esconde y viaja por bosques encantados. Los viejos críticos literarios stalinistas hablaban de literatura de evasión. Se equivocaban y se equivocan. No hay viajes de ida, todos los viajes son de ida y vuelta. No hay literatura de evasión, ni siquiera hay evasión a través de la literatura; hay viaje a mundos alternos, diferentes, a veces más seguros. Algún día la mujer saldrá del retrete y fumigará al jefe de su oficina como dragón escupefuegos. La literatura, hasta la peor, es material de liberación, no de evasión.

LA RETORICA DEL ENEMIGO
Ese colega me parece sospechoso, prefiere un viaje aéreo en primera a un lector.
Le gusta más un contrato con el 12% que un lector.
Prefiere al crítico sobre el lector.
Le gusta más el profesor universitario que el lector.
Valora más el homenaje que al lector.
En el fondo no hay más que un lector que le interese: él mismo, y si por eso le mandan un ramo de rosas, qué mejor.

NUESTRAS PEQUEÑAS BATALLAS
Discutiendo con mi amigo el alcalde de Gijón, llegamos a las siguientes conclusiones: en Europa la idea de revolución está muerta, la política ya no produce utopías, sólo hay un territorio donde estas cosas pueden ponerse a debate, las geografías de la cultura, y un lugar en particular, la isla encantada de la novela. Luego me preguntó qué había leído muy bueno últimamente.

LA RETORICA DEL ENEMIGO
Conozco a un crítico cinematográfico al que la última película que le gustó era La diligencia de John Ford.
Conozco a un especialista en antologías que confesaba que había novelas mías que no había leído y que no le habían gustado.
Conozco a un crítico literario que masacra las novelas que le gustaría su esposa.
Conozco a un novelista que dice que no lee literatura, tan sólo ensayos,; que la literatura no le Interesa mayormente. Se porta muy amable conmigo, reconoce que a un hijo suyo, al que echó de casa le gustan mucho mis novelas.
También conozco a un policía que una vez me pegó con un tubo de acero y me rompió la ceja; al dueño de una taquería que vendía carne podrida y a un político mexicano que se robó tres camiones con víveres de la Cruz Roja que iban destinados a los afectados por una inundación.
Creo que voy a ponerlos juntos en las páginas de un cuento y hacer que el autobús en el que viajan se vaya por un barranco.
En sociedades como la mía, la literatura posibilita la venganza.

NUESTRAS PEQUEÑAS BATALLAS
Los géneros sirven para colocar libros en los estantes de las librerías; aunque también puede uno colocarlos por tamaños, y no hay duda de que se ven más bonitos por colecciones.
Pero últimamente, cuando pienso en novelas, no necesariamente pienso en libros; también encuentro el equivalente en sabor de la novela en cosas como las nuevas versiones de películas en corte de autor, que rompen las dos horas y se extienden: El Lawrence de Arabia de David Lean, el Espartaco de Kubrick; o comics como V de Vendetta de Moore y Lloyd o las fábulas venecianas de Hugo Pratt.
Novela es esa cosa, repleta de personajes, tramas y atmósferas, que corre con gran aliento. Lo demás es formato.

LA RETORICA DEL ENEMIGO
Un viejo novio de mi hija, ya deshechado, le dijo que el necesitaba leer para poder dormir, que por eso leía en las noches; mi hija le contestó que ella leía en las noches para tener sueños inteligentes.

NUESTRAS PEQUEÑAS BATALLAS
Hablé en un congreso de socialistas norteamericanos. Les propuse recobrar ideología perdida a partir de la literatura. La nueva izquierda debería dotarse de material ideológico originado en la literatura. Sugerí algunas posibilidades: El derecho a la sagrada venganza de Spawn o de Edmundo Dantés, el Conde de Montecristo; la ética de Robin Hood, sobre todo en lo concerniente a robar a los ricos para dar a los pobres; el antiimperialismo de Sandokan, el Tigre de la Malasia; la capacidad de resistencia antiburocrática de los personajes de Kafka, el sentido de la solidaridad de los cuatro mosqueteros dumasianos, la tecnología voladora de Batman, y así.

Me miraron con algo parecido al desconcierto, pero se veían contentos.


Dentro de la Viñeta Nº2, Junio de 1999



viernes, 7 de julio de 2017

LeerComerDormir

Leer, lo que se dice leer, hace tiempo que no es una prioridad. Por desgracia, claro. Algo que debería ser primordial, un pilar de la eterna función del aprendizaje.

Y el comentario es pertinente porque he revisado unos cuantos libros, autores que debería haber profundizado en su lectura, o por lo menos leer mas.

Al menos la motivación de buscar información me lleva a indagar entre los libros de mi pobre biblioteca (demasiados traslados), y sorprendido, encuentro mucho caos, mucha información y muchos autores que hace años hice la firme promesa de leer (ja!) y alguno hubo, pero de la mayoría como del hecho de leer de forma intensa e interesada me olvidé.

Así que tengo pendiente a Alejo Carpentier y Guerra del Tiempo, a Antonio Escohotado y Las drogas, aunque en mi defensa diré que me leí muy gratamente sorprendido su premiado ensayo sobre el Caos, a Juan Rulfo, imperdonable, A Uwe Schultz con La fiesta, y seguro que la lista se ira agrandando, si soy capaz de mantener el ritmo. Pero no apuesten por ello.



domingo, 2 de julio de 2017

Mientras escribo por Stephen King

Avispas, polillas y las lecturas de niño enfermo han proporcionado suficiente material para sus novelas al rey del terror, el escritor norteamericano Stephen King. Ahora publica en España 'Mientras escribo', una obra sobre el lenguaje en la que explica su pasión por contar historias y sus libros favoritos. En este extracto del primer capítulo, King recuerda su infancia.




'Mientras escribo'
El último libro del escritor norteamericano Stephen King (Maine, 1947), 'Mientras escribo', en el que King revela su pasión por el lenguaje, sale a la venta el próximo jueves 8 de marzo, publicado por la editorial Plaza & Janes.

1
Mi primer recuerdo Soy yo imaginándome como otra persona, ni más ni menos que el forzudo del circo de los hermanos Ringling. Fue en casa de mis tíos Ethelyn y Oren, en Durham, población del Estado de Maine. Mi tía se acuerda con bastante claridad, y dice que tenía dos años y medio o tres.
Había encontrado un bloque de cemento en un rincón del garaje y, tras conseguir levantarlo, lo transportaba lentamente por el garaje, viéndome vestido con una camiseta de piel de animal (probablemente leopardo) y llevando el bloque por la pista central. El público, nutrido, guardaba silencio. Un foco azulado seguía mi admirable recorrido. Las caras de asombro hablaban por sí mismas: nunca habían visto a un niño tan fuerte. "¡Y sólo tiene dos años!", murmuraba alguien, incrédulo.

Lo que no sabía yo era que el bloque de cemento albergaba un pequeño avispero en su parte inferior. Quizá una de las avispas se molestara por el cambio de ubicación, porque salió volando y me picó en la oreja. Nunca me había dolido nada tanto en mi corta vida, pero el dolor sólo gozó de unos segundos de protagonismo. Cuando solté el bloque de cemento y se me cayó en un pie descalzo, machacándome los dedos, me olvidé completamente de la avispa. No sé si me llevaron al médico. Mi tía Ethelyn tampoco se acuerda (el tío Oren, a quien debía de pertenecer el Bloque Malvado, lleva muerto casi veinte años), pero sí de la picadura, los dedos rotos y mi reacción. "¡Cómo gritabas, Stephen! Está claro que en cuestión de voz tenías un buen día".

2
Un año después, aproximadamente, estábamos mi madre, mi hermano y yo en West De Pere (Wisconsin). Ignoro por qué. En Wisconsin vivía otra hermana de mi madre, Cal (que durante la Segunda Guerra Mundial había sido belleza oficial del WAAC, el cuerpo auxiliar femenino del ejército), con un marido simpático y muy aficionado a la cerveza. Es posible que mamá hubiera cambiado de domicilio para estar cerca de ellos. Si es así, no recuerdo haber visto mucho a los Weimer. Ni mucho ni poco, la verdad. Mi madre trabajaba, pero tampoco recuerdo en qué. Me suena una panadería, pero creo que fue más tarde, al instalarse en Connecticut para estar cerca de su hermana Lois y el marido de ésta (Fred, que no destacaba ni en cuestión de cervezas ni de simpatía, y cuyo mayor orgullo, cosa extraña, era ir en descapotable con la capota... ¡puesta!).

La época de Wisconsin coincidió con una interminable sucesión de niñeras. No sé si se marchaban porque David y yo éramos demasiado traviesos, porque encontraban trabajos mejor pagados o porque mi madre les exigía más de lo que estaban dispuestas a dar. Sólo sé que hubo muchas, aunque sólo me acuerdo bien de una: Eula, o puede que Beulah. Era una verdadera mole adolescente que se reía mucho. Yo sólo tenía cuatro años, pero no dejé de observar que Eula-Beulah tenía un sentido del humor estupendo; por desgracia, además de estupendo era peligroso: cada estallido de júbilo, con su aparato de palmadas, meneos de culo y movimientos espasmódicos de la cabeza, parecía ocultar la amenaza de un trueno. Cada vez que veo filmaciones con cámara oculta de alguna niñera que le arrea un tortazo al niño que le han con-fiado, me vuelven a la memoria los días de Eula-Beulah.
¿Y mi hermano David? ¿Recibía un tratamiento igual de duro?

No lo sé. No aparece en ninguna de las imágenes. Imagino que estaría menos expuesto al peligroso soplo de Huracán Eula-Beulah, porque ya tenía seis años y debía de estar en primero de básica, a salvo de la artillería durante muchas horas.

He aquí una escena típica: Eula-Beulah hablando por teléfono, riendo y haciéndome gestos de que me acercara. Cuando me tenía a tiro, me abrazaba, me hacía cosquillas y, a carcajada limpia, me empujaba la cabeza con tanta fuerza que me tiraba al suelo. Después seguía haciéndome cosquillas con sus pies descalzos, hasta que volvíamos a reírnos.

Eula-Beulah era propensa a los pedos, en su variedad sonora y olorosa. En ocasiones, avecinándose uno, me tiraba en el sofá, me ponía el culo en la cara (con falda de lana interpuesta) y disparaba, gritando eufórica: "¡Bum!" Era como quedar sepultado por fuegos artificiales a base de metano. Recuerdo la oscuridad, la sensación de asfixia y las risas; porque, sin dejar de ser horrible, la experiencia tenía su lado divertido. Puede decirse que Eula-Beulah me fogueó para la crítica literaria. Después de haber tenido encima a una niñera de noventa kilos tirándote pedos en la cara y gritando "¡Bum!", el Village Voice da muy poco miedo.

No sé cómo acabaron las demás, pero a Eula-Beulah la des-pidieron. Fue por los huevos. Un día me hizo un huevo frito para desayunar. Yo me lo comí y pedí otro. Eula-Beulah me frió el segundo, y luego me preguntó si quería más. Miraba como diciendo: seguro que no atreves a comerte otro, Stevie. Yo le pedí el tercero, claro. Y otro. Y otro. Creo que me quedé en siete, es el número que tengo en la memoria. Es posible que se acabaran los huevos o que me echara a llorar. Quizá Eula-Beulah se asustó. No lo sé, pero calculo que fue una suerte dejar el juego en siete. Para un niño de cuatro años, siete huevos son muchos huevos.

Al principio me encontraba bien, pero de repente me retorcí por el suelo. Eula-Beulah rió, me dio un topetón en la cabeza y me encerró en él armario. ¡Bum! Si hubiera elegido el lavabo quizá no la hubieran despedido, pero eligió el armario. A mí no me importó. Estaba oscuro, pero olía al perfume de mi madre, Coty, y por debajo de la puerta se colaba una franja de luz que me tranquilizaba.
Me puse a cuatro patas y me arrastré hasta el fondo, los abrigos y vestidos de mamá rozándome la espalda. Luego empecé a soltar una batería de eructos que me quemaban la garganta. No recuerdo ningún dolor de estómago, pero debí de tenerlo porque al abrir la boca para soltar otro eructo lo que salió fue vómito. En los zapatos de mi madre. Eula-Beulah estaba sentenciada. Cuando volvió mi madre del trabajo, la niñera dormía como un tronco en el sofá y el pequeño Stevie estaba encerrado en el armario, igual de dormido que ella y con huevos fritos medio digeridos secándosele en el pelo.

3
Nuestra estancia en West De Pere no fue ni larga ni muy lucida. Nos echaron del piso, un tercero, porque un vecino vio a mi hermano de seis años en el tejado y avisó a la policía. No sé dónde estaba mi madre ni la niñera de la semana; sólo sé que yo estaba en el cuarto de baño, descalzo y subido a la estufa, vigilando a mi hermano para ver si se caía del tejado o conseguía volver sano y salvo al lavabo. Lo consiguió. Ahora tiene 55 años y vive en Nueva Hampshire.

4
A los cinco o seis años le pregunté a mi madre si había visto morir a alguien. Contestó que sí, que una vez de vista y otra de oídas. Yo le pregunté cómo se podía oír morir a alguien, y me explicó que se trataba de una niña que se había ahogado delante de Prout's Neck, en los años veinte. Al parecer nadó demasiado lejos y, no pudiendo volver, pidió ayuda a gritos. Varios hombres intentaron rescatarla, pero la corriente tenía una resaca muy fuerte y no consiguieron llegar. Al final tuvieron que quedarse todos en la playa, turistas y gente del pueblo (entre ellos, la adolescente que sería mi madre), esperando una lancha de rescate que ni siquiera llegó y oyendo gritar a la niña hasta que se quedó sin fuerzas y se hundió. Según dijo mi madre, el cadáver apareció en Nueva Hampshire. Le pregunté la edad de la niña, y me dijo que 14 años. Después me leyó un tebeo y me acostó. Otro día me contó la muerte que había visto, la de un marinero que se tiró a la calle desde el tejado del hotel Graymore de Portland (Maine): "Reventó", dijo mi madre como si fuera lo más normal del mundo, y tras una pausa añadió: "Lo salpicó todo de un líquido verde. Todavía me acuerdo". Yo también, mamá.

5
La mayor parte de los nueve meses que deberían haber sido mi primer año de colegio los pasé en la cama. Mis problemas empezaron con el sarampión (un caso normalísimo), y poco a poco fueron complicándose. Tuve varias recaídas de una enfermedad cuyo nombre entendí mal, creyendo que se llamaba garganta rayada. Me pasaba el día en la cama bebiendo agua fría e imaginando que tenía el cuello con rayas rojas y blancas (es probable que no me equivocara demasiado).

Después me pasó a los oídos, y un día mi madre (que no tenía carné) llamó un taxi y me llevó a un médico demasiado importante para visitar a domicilio, un especialista en oídos. (No sé por qué, pero me quedé con la palabra otiologo). A mí me daba igual que fuera especialista en oídos o en culos. Tenía cuarenta de fiebre y no podía tragar sin que se me encendiesen de dolor los lados de la cara, como un jukebox.

El doctor me examinó los oídos, dedicando (creo) casi todo el tiempo al izquierdo. Después me hizo tumbar en la mesa de la consulta. La enfermera dijo que me incorporara un poco y colocó un trozo grande de tela absorbente (tal vez un pañal) a la altura de la cabeza, para tenerlo apoyado contra la mejilla cuando volviera a acostarme. Debería haberme dado cuenta de que olía algo a podrido en Dinamarca. Es posible que lo hiciera. No digo que no.

Olía mucho a alcohol. Se oyó un ruido metálico, el del médico abriendo el esterilizador. Viéndole en la mano la jeringa (que parecía igual de larga que la regla de mi plumier), me puse tenso. El doctor sonrió para tranquilizarme y soltó la mentira que debería llevar a la cárcel a todos los médicos (con sentencia doble si el paciente es un niño): "Tranquilo, Stevie, que no duele".

Me lo creí. Entonces me metió la aguja en la oreja y perforó el tímpano. Fue un dolor como no he vuelto a sentir nunca. Lo más parecido fue el mes de recuperación después de que me atropellara una camioneta en el verano de 1999: un sufrimiento más prolongado, pero menos intenso. El pinchazo en el tímpano era un dolor inhumano. Grité. Entonces oí algo dentro de la cabeza, como un beso muy fuerte, y me salió líquido de la oreja. Era como llorar por el agujero equivocado, y eso que en los otros no faltaban precisamente lágrimas. Levanté la cara, que estaba chorreando, y miré al médico y a la enfermera con incredulidad. Luego me fijé en la tela, que la enfermera había puesto en el tercio superior de la mesa. Tenía una mancha muy grande de líquido. Y otra cosa: hilitos de pus amarillo.
"Listo", dijo el especialista de oídos, dándome una palmada en el hombro. "Has sido muy valiente, Stevie. Ahora ya está".

A la semana siguiente, mi madre pidió otro taxi, volvimos al médico de los oídos y tuve que estirarme otra vez de lado con el recuadro de tela absorbente debajo de la cabeza. El especialista volvió a hacer que oliera a alcohol (olor que sigo asociando, supongo que como mucha gente, al dolor, la enfermedad y el miedo), acompañándolo con la aparición de la larga jeringuilla. Volvió a asegurarme que no dolería, y yo a creérmelo; no del todo, pero lo bastante para no moverme cuando me metieron la aguja en la oreja.

Y sí, sí que dolió. La verdad es que casi tanto como la primera vez. El ruido interior de succión fue más intenso, esta vez era un beso de gigantes.

"Listo", dijo la enfermera del especialista en oídos, cuando ya estaba la jeringa fuera y yo llorando en un charco de pus aguado. "Venga, que tampoco duele tanto. ¿A que no quieres quedarte sordo? Además, ya está".

Me lo creí durante unos cinco días, a cuyo término vino otro taxi. Volvimos al especialista, y recuerdo que el taxista le decía a mi madre que, o se callaba el crío, o nos bajábamos.

Se repitió la escena: yo en la mesa con el pañal debajo de la cabeza, y mi madre en la sala de espera con una revista que no debía de poder leer (al menos es lo que me gusta imaginar). De nuevo el olor penetrante del alcohol, y el doctor acercándose con una aguja que parecía igual de larga que mi regla. Otra vez la sonrisa y las garantías de que esta vez seguro que no dolería.

Desde que me agujerearon varias veces el tímpano a los seis años, uno de mis principios más sólidos ha sido el siguiente: al primer engaño, la vergüenza es del que engaña; al segundo, del engañado, y al tercero, de los dos. Al verme acostado por tercera vez en la mesa del especialista en oídos, me retorcí, chillé, di patadas y opuse toda la resistencia posible. Cada vez que la aguja se acercaba, yo la apartaba con la mano. Al final, la enfermera salió a la sala de espera, avisó a mi madre y entre las dos consiguieron sujetarme para que el médico pudiera meter la aguja. Yo pegué un grito tan largo y bestial que todavía lo oigo. De hecho, creo que en algún receso profundo de mi cabeza sigue resonando aquel último grito.

6
Poco después (hacia enero o febrero de 1954, si acierto en la secuencia), un mes gris y frío, volvió el taxi. En esta ocasión el especialista no era el de oídos, sino uno del cuello. Mi madre volvió a sentarse en la sala de espera, yo a acostarme en la mesa con una enfermera rondando, y la consulta volvió a oler a alcohol, aroma que aún hoy conserva su capacidad de duplicar mi frecuencia cardiaca en cinco segundos.

La diferencia es que esta vez no hizo su aparición ninguna aguja, sino una esponjilla para limpiarme la boca. Picaba y tenía un sabor asqueroso, pero era pan comido en comparación con la descomunal aguja del médico de los oídos. El del cuello se puso en la cabeza un artilugio muy interesante, con correa para sujetarlo. Tenía un espejo en medio y una luz fortísima que parecía el tercer ojo. Dedicó un buen rato a inspeccionarme la garganta, pidiéndome que abriera tanto la boca que casi me descoyunta la mandíbula, pero como no había agujas me cayó simpatiquísimo. Después me dejó cerrar la boca y llamó a mi madre: "Es un problema de amígdalas", dijo. "Parece que las haya arañado un gato. Habrá que extirparlas".

Transcurrido un tiempo que no sé concretar, tengo el recuerdo de ir en camilla debajo de unas luces muy vivas. Un hombre con mascarilla blanca se inclina sobre mí. Estaba de pie en la cabecera de la mesa donde estaba yo tendido (1953 y 1954 fueron mis años de tumbarme en mesas), y parecía que estuviera al revés.

"Stephen", dijo, "¿me oyes?". Contesté que sí. "Pues respira hondo", dijo él. "Cuando despiertes podrás comer todo el helado que quieras".

Luego me aplicó un aparato a la cara. Mi memoria lo presenta con aspecto de motor fueraborda. Yo respiré hondo y se puso todo negro. Al despertar, efectivamente, me dejaron comer todo el helado que quisiera; lo gracioso es que no me apetecía. Me notaba la garganta hinchada y gruesa, aunque, bueno, siempre era mejor que la aguja en la oreja. ¿Que es necesario sacarme las amígdalas? Adelante. ¿Ponerme una jaula en la pierna? También. Pero que Dios me libre del otiólogo.

7
El mismo año, mi hermano David pasó a cuarto de básica y a mí me sacaron del colegio. Mi madre y el colegio estuvieron de acuerdo en que me había perdido demasiados meses del primer curso. Ya empezaría en otoño desde cero, salud mediante.

Pasé la mayor parte del año en cama o sin poder salir de casa. Me leí aproximadamente seis toneladas de tebeos, di el salto a Tom Swift y Dave Dawson (un aviador, héroe de la Segunda Guerra Mundial, que siempre "arañaba altura") y progresé hasta Jack London y sus relatos escalofriantes sobre animales. A partir de cierto punto empecé a escribir mis propios cuentos. La imitación precedió a la creación: copiaba en la libreta tebeos de Combat Casey sin cambiar ni una coma, y si me parecía oportuno añadía descripciones de cosecha propia. Era capaz de escribir: "Estaban acampados en las jolinas". Todavía tardé uno o dos años en descubrir que jolines y colinas eran palabras diferentes. Me acuerdo de que en la misma época creía que una puta era una mujer altísima. Un hijo de puta tenía condiciones para jugar al baloncesto. A los seis años, todavía están revueltas casi todas las bolas del bingo.

Un día le enseñé a mi madre uno de mis híbridos, y le encantó. Recuerdo una sonrisa un poco sorprendida, como si le pareciera increíble tener un hijo tan listo. ¡Caray, si prácticamente era un superdotado! Yo nunca le había visto poner aquella cara (al menos por mí), y me entusiasmó.

Me preguntó si me lo había inventado, y no tuve más remedio que reconocer que había copiado la mayor parte de un tebeo. La cara de decepción que puso mi madre hundió mi gozo en un pozo. Me devolvió la libreta y dijo: "Escribe tú uno, Stevie. Los tebeos de Combat Casey no valen nada. Se pasa el día partiéndole la cara a la gente. Escribe uno tú".

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Recuerdo haber acogido la idea con la sensación abrumadora de que abría mil posibilidades, como si me hubieran dejado entrar en un edificio muy grande y con muchas puertas cerradas, dándome permiso para abrir la que quisiera. Pensaba (y sigo pensando) que había tantas puertas que no bastaba una vida para abrirlas todas.

Acabé por escribir un cuento sobre cuatro animales mágicos que iban en un coche viejo ayudando a los niños. El jefe, y conductor del automóvil, era un gran conejo blanco. El cuento constaba de cuatro páginas escritas a lápiz con mucho trabajo, y, que yo recuerde, no describía ningún salto desde el tejado del hotel Graymore. Después de acabarlo se lo di a mi madre, y ella se sentó en el salón, dejó en el suelo su libro de bolsillo y se leyó el cuento entero. Vi que le gustaba porque se reía donde había que reírse, pero no supe sí lo hacía por amor a su hijo, para que estuviera contento, o porque el cuento era bueno.

"¿Éste no es copiado?", preguntó al acabar. Dije que no. Ella comentó que merecía publicarse. Desde entonces no me han dicho nada que me haya hecho tan feliz. Escribí otros cuatro cuentos sobre el conejo blanco y sus amigos. Mi madre me los pagaba a 25 centavos y se los mandaba a sus cuatro hermanas, que a mi juicio le tenían cierta lástima. Claro, ellas aún estaban casadas. No las habían abandonado. Cierto que el tío Fred no tenía mucho sentido del humor y estaba obsesionado con el capó de su coche, y que el tío Oren bebía un poco demasiado y tenía teorías ligeramente sospechosas sobre el dominio del mundo por los judíos, pero al menos estaban en casa. En cambio, Ruth, abandonada por Don, se había quedado sola con un bebé. Quería demostrar que al menos era un bebé con talento.

Cuatro cuentos. A 25 centavos cada uno. Fue el primer dólar que gané en la profesión.

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Nos mudamos a Stratford, en Connecticut. Entonces yo ya iba a segundo y suspiraba por la hija adolescente de los vecinos, que era una monada. De día ni me miraba, pero de noche, cuando me dormía, huíamos constantemente del mundo cruel de la realidad. Mi nueva profesora era la señora Taylor, una mujer muy amable, con el pelo gris, a lo Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein, y ojos saltones. Decía mi madre: "Siempre que hablo con la señora Taylor me dan ganas de aguantarle los ojos para que no se le caigan".

Nuestro nuevo piso, otro tercero, estaba en West Broad Street. A una manzana, bastante cerca de Teddy's Market y enfrente de Burrets Building Materials, había un terreno enorme que hacía pendiente, un verdadero bosque con un depósito de chatarra al fondo y una vía de tren cortándolo en dos. Es uno de los lugares adonde siempre regresa mi imaginación, una presencia recurrente en mis novelas y cuentos, aunque le cambie el nombre. Los niños de It lo llaman "los Barrets". Nosotros lo llamábamos "la selva". La primera vez que lo exploramos Dave y yo fue al poco tiempo de mudarnos. Era verano y hacía calor. En plena exploración de los misterios verdes de aquel terreno de juego, nuevo y fresco, me acometieron unas ganas irreprimibles de ir de vientre.
"Dave", dije, "vamos a casa que tengo que empujar" (era el nombre que le habíamos puesto a aquella actividad). Dave no quiso saber nada. "Hazlo en el bosque", dijo.

Nuestro domicilio estaba a media hora o más, y Dave no tenía ninguna intención de renunciar a un intervalo tan esplendoroso sólo porque su hermano pequeño tuviera que cagar.
"¡No puedo!", repuse, indignado por la idea. "¡No hay papel!".
"Da igual. Limpíate con hojas. Es lo que hacen los vaqueros y los indios".

De todos modos, ya debía de ser demasiado tarde para volver a casa. Mi impresión es que no me quedaba alternativa. Además, me encantaba la idea de cagar como los vaqueros. Ni corto ni perezoso, adopté el papel de Hopalong Cassidy de cuclillas entre los arbustos y con la pistola en la mano para que no me pillaran des¬prevenido en un momento tan íntimo. Acto seguido hice mis necesidades y, siguiendo las indicaciones de mi hermano, me limpié el culo escrupulosamente con puñados de hojas lustrosas y verdes. Resultaron ser ortigas.

A los dos días lo tenía todo rojo como un tomate, desde detrás de las rodillas hasta los omóplatos. Mi pene se salvó, pero mis testículos se convirtieron en dos semáforos. Tenía la sensación de que me escocía el trasero hasta la caja torácica, pero lo peor era la mano que había usado para limpiarme: se hinchó como la de Mickey Mouse después de haberle dado un martillazo el pato Donald, y en la unión de los dedos aparecieron ampollas gigantescas. Al abrirse dejaron círculos rosados de carne. Me pasé seis semanas tomando baños de asiento en agua tibia con almidón; sintiéndome deprimido, humillado y estúpido, y oyendo reír a mi madre y a mi hermano al otro lado de la puerta mientras escuchaban la radio y jugaban a las cartas.

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Dave era muy buen hermano, pero demasiado listo para alguien de 10 años. Siempre le metía en líos su cerebro, y llegó el día (probablemente después de mi limpieza de culo con ortigas) en que se dio cuenta de que el hermanito Stevie solía dejarse arrastrar al ojo del huracán cuando soplaban vientos problemáticos. Dave no era acusica ni cobarde, y nunca me pidió cargar con toda la culpa de sus meteduras de pata (que solían ser brillantes), pero en varias ocasiones sí me pidió compartirla. Creo que es la razón de que pasáramos los dos un mal rato cuando Dave construyó una presa en el arroyo de la selva e inundó el tramo inferior de West Broad Street. La idea de repartir las culpas también explica que compartiéramos el riesgo de matarnos durante la ejecución de su trabajo, potencialmente letal, para la clase de ciencias.
Debió de ser en 1958. Yo iba a la Center Graminar School, y Dave, a Stratford Júnior High. Mamá tenía un empleo en la lavandería de Stratford, donde era la única mujer blanca que trabajaba en el rodillo, que es lo que hacía (meter sábanas en el rodillo) cuando Dave construyó su proyecto científico. Mi hermano mayor no era un niño que se contentara con dibujar esquemas o fabricarse una casa del futuro con piezas de plástico y cilindros de papel de váter pintados. Dave apuntaba a las estrellas. Su proyecto de aquel año era el superelectroimán de Dave. Mi hermano era muy aficionado a todo lo súper y a todo lo que contuviera su nombre, preferencia que culminó con la revista Dave's Rag.

La primera prueba del super-electroimán no fue muy súper; de hecho, es posible que no funcionara, aunque no estoy seguro. Lo que puedo asegurar es que procedía de un libro, no de la mente de Dave. La idea era la siguiente: imantar un clavo grande frotándolo con un imán normal. Según el libro, la carga magnética conferida al clavo sería débil, pero suficiente para recoger unas cuantas limaduras de metal. Después de hacer el experimento, había que enrollar hilo de cobre al clavo y unir las puntas del hilo a los polos de una batería. El libro aseguraba que la electricidad aumentaría el magnetismo, para poder coger más limaduras.

Pero Dave no estaba dispuesto a limitarse a algo tan ridículo como unos trocitos de metal. Él quería levantar Buick, vagones de tren y hasta aviones de carga. Quería mover el mundo en su órbita.
¡Bum! ¡Súper!

Cada uno tenía asignado un papel en la creación del super-electroimán. El mío sería probarlo.
La nueva versión del experimento hecha por Dave se saltaba la humilde batería a favor del enchufe. Mi hermano cortó el cable de una lámpara vieja que alguien había dejado en la acera con el resto de la basura, lo peló hasta el enchufe y enrolló el cable pelado en el clavo. Luego se sentó en el suelo de la cocina de nuestro piso de West Broad Street, me hizo entrega del super-electroimán y me pidió que lo enchufara en cumplimiento de mi parte.

Yo (dicho sea en mi defensa) vacilé, pero al final el entusiasmo obsesivo de Dave fue imposible de contrarrestar y enchufé el cable. No se apreció ningún magnetismo, pero el dispositivo tuvo otro efecto: hacer saltar todas las luces y aparatos eléctricos del piso, todas las luces y aparatos eléctricos del edificio y todas las luces y aparatos eléctricos del edificio de al lado (en cuya planta baja vivía la chica de mis sueños). En el transformador de la calle explotó algo, y acudieron varios policías. Dave y yo pasamos una hora horrible mirando por la ventana del dormitorio de nuestra madre, que era la única que daba a la calle (las demás ofrecían hermosas vistas del patio trasero, pelado y sembrado de cagarros, donde el único ser vivo era un perro sarnoso que se llamaba Roop-Roop). Al marcharse la poli llegaron los técnicos en camioneta. Uno, que llevaba zapatos de clavos, se subió al poste que había entre los dos edificios para inspeccionar el transformador. En otras circunstancias, el espectáculo habría absorbido toda nuestra atención, pero ese día no. Ese día sólo pensábamos en cuando viniera nuestra madre y nos metiera en el reformatorio. Al final volvió la luz y se marchó la camioneta. No nos pillaron, y sobrevivimos. Dave decidió que era mejor cambiar el super-electroimán por un superplaneador. Me dijo que me correspondía pilotar el primer vuelo. ¿A que sería emocionante? •

El Pais Semanal


domingo, 25 de junio de 2017

LAS ENCICLOPEDIAS por Antonio Muñoz Molina


 No soy partidario de acumular muchos libros, pero sí me gusta tener siempre al alcance de la mano algunas enciclopedias, sólidas hileras de tomos alineados por orden alfabético, con una firmeza de cosas constructivas, de ladrillos o cimientos, de sacos terreros de palabras y sabiduría protegiendo de la intemperie la hospitalidad de mi casa, la quietud de mi cuarto de trabajo. Tal vez no me gustarían tanto las enciclopedias si no hubiera estudiado de niño con la Enciclopedia Alvarez, que ahora, en su edición facsimilar, ha resultado ser un sorprendente best setter, y que a mí entonces me parecía el resumen colosal de todos los conocimientos posibles en el mundo, contenidos y apretados en un solo volumen, en aquel libro tan impresionante para nuestra mirada infantil cuando nos lo entregaban la primera vez, recién comprado en la papelería, intacto, a principios de curso, como un símbolo entre propicio y aterrador de que ya habíamos pasado de la cartilla y de las primeras letras a otras disciplinas más graves del aprendizaje.

En un solo libro se contenía todo el saber, la historia sagrada y las ciencias naturales, la gramática y la historia de España, la aritmética y la geometría, las vidas de los santos y las efemérides siniestras del calendario franquista: años después, con parecido asombro de totalidad, encontré en la biblioteca pública los volúmenes de lomo negro con letras doradas de la Enciclopedia Universal Ilustrada, el Espasa, que es al reino de los libros lo que la gran ballena azul al de los animales, la criatura más inmensa, la tentativa más desaforada de resumir el mundo entero en las palabras, de organizado alfabéticamente, en un delirio imposible de exactitud, en un sueño de clasificación y explicación que tiene toda la nobleza de los grandes proyectos ilustrados, toda la metódica locura de los eruditos inventados por Flaubert o por Borges. Abriendo al azar cualquier volumen de una gran enciclopedia puede encontrarse literalmente cualquier cosa. Yo me puse a hojear hace poco el tomo cuarenta del Espasa y me quedé horas leyendo sin ningún motivo el artículo oro, donde me enteré de todas las propiedades físicas de ese metal, de la historia de su extracción desde el Paleolítico, de la producción de oro clasificada por países a lo largo de todo el siglo XIX, así como de una relación de las mayores pepitas encontradas en el mundo, una de las cuales, de 76 kilos, se hundió para siempre en el mar cuando viajaba hacia España en un navio del siglo XVI.

En las enciclopedias está todo. Juan José Millas, que es gran devoto de ellas, recomienda siempre que se busque en el Espasa el artículo muerte: páginas y páginas de letra diminuta en las que se examinan todas las acepciones y todas las posibilidades del hecho de morir, tan horribles en su severidad teológica y en su detallismo médico como un largo informe forense. Borges decía que una gran parte de su literatura no habría existido sin la Enciclopedia Británica. Yo la consulto siempre, a veces para obtener algún dato que me hace falta en mi trabajo, pero sobre todo por el simple gusto de encontrar cosas, historias de países y mapas de ciudades, relatos de exploraciones, biografías de gente desconocida para mí, de oscuras celebridades menores que habrían desaparecido definitivamente en el olvido si no fuera por la hospitalidad generosa de las enciclopedias. El Espasa, la Enciclopedia Británica, el Gran Larousse, le permiten a uno la sensación a la vez tranquilizadora e inquietante de poseer al alcance de la mano un resumen del universo: todas las cosas, todas las palabras, todas las vidas, parecen estar ahí, delante de nosotros, dóciles a nuestra mano y a nuestra mirada, clasificadas, detenidas, salvadas de la confusión y el desorden de la realidad exterior.

Pero ahora otra enciclopedia ha venido a agregarse a las queridas enciclopedias del pasado, tan anacrónicas en el fondo, tan monumentos dinosáuricos de la edad de la imprenta. A través de la misma pantalla donde escribo estas palabras ingresaré si quiero en ella dentro de unos minutos, con sólo teclear unas claves de acceso: no está en el papel, no ocupa, como las otras, un pesado lugar en el espacio, no tiene orden ni clasificación posible, se renueva y se agita a cada momento, está en cualquier parte y en ninguna parte, me permitirá viajar en décimas de segundo a cualquiera de las ciudades cuyas fotos he visto en las otras enciclopedias, conversar con un desconocido en el otro extremo del mundo, comprarme un libro en Hong Kong, reservar una habitación de hotel en Brasilia, leer las páginas deportivas de un diario de Sidney. Adicto a las enciclopedias, inevitablemente me dejo atrapar por la enciclopedia y la malla infinita de Internet, pero también me doy cuenta del riesgo de su hechizo, que es el mismo, en el fondo, de las palabras impresas, de las imágenes planas del cine. Apago el ordenador, algo mareado, salgo a la calle, y el primer golpe del aire frío y el sol de la mañana me despejan, me despiertan, me abren los ojos a la hermosa enciclopedia instantánea de la vida real.



Publicado en El Pais Semanal


lunes, 5 de junio de 2017

Un dinosaurio al borde del abismo por Rosa Montero

Preparando el otro día una clase de literatura me vino a la cabeza el conocidísimo microcuento de Augusto Monterroso titulado El dinosaurio: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí". Siete palabras. Si piensas, como yo, que la literatura te puede salvar la vida, entonces estarás de acuerdo en que los microrrelatos son como ese pequeño comprimido de paracetamol que llevas en el bolsillo por si un día te duele la cabeza. Es decir, las grandes obras tipo Guerra y paz, Lolita, En busca del tiempo perdido y demás novelones monumentales serían operaciones a corazón abierto, pongamos. O un doble trasplante de hígado y riñon. Pero los microrrelatos son eso, una aspirina, un omeprazol, una pastilla de miel y limón para chupar aplicadamente cuando te raspa un poco la garganta.

El mundo hispano es muy aficionado a los microrrelatos (espero que no sea por pereza lectora) y de hecho en España tenemos el cuento más breve posible, ya que sólo consta de una palabra. Es del escritor leonés Juan Pedro Aparicio, se titula. LuisXIV y dice así: "Yo". Sí, en efecto, lo admito, este mini-texto es más una ocurrencia ingeniosísima, un brillante e inteligente chiste que un relato, porque para que la narración exista de verdad ha de contar algo que transcurre en el tiempo, ha de tener una trastienda, una acción que podemos intuir o imaginar. Pero, con todo, ese Luis XIV-Yo de Aparicio sigue siendo citado en las antologías como el micro más microscópico del mundo y desde luego consigue caracterizar a un personaje y una época en un prodigioso relámpago expresivo que tan sólo utiliza dos letras.

El dinosaurio de Monterroso sí tiene todos los ingredientes de un relato y además está lleno de recovecos y de ecos. Podemos intuir una infinidad de explicaciones para esas siete palabras, un estruendo de significados y metáforas. Es tan amplia y tan compleja la ventana que abre en la realidad que, de hecho, la gente altera sin querer el cuento en su cabeza y lo cita mal. En su pequeño y delicioso libro de ensayos titulado La vaca (Alfaguara), el propio Augusto Monterroso cuenta que tanto Vargas Llosa como Carlos Fuentes mencionaron su microrrelato en sendos artículos y lo hicieron de manera errónea. Vargas lo convirtió en "Cuando despertó, el unicornio todavía estaba allí", mientras que Fuentes transmutó el dinosaurio en cocodrilo. Una se siente tentada de hacer psicologismo barato y ponerse a elucubrar sobre las razones inconscientes del cambio, sobre por qué la imaginación de Vargas vio unicornios maravillosos e inexistentes mientras que Fuentes percibió cocodrilos aterradores y muy reales, pero dejaré la cosa aquí y tan sólo resaltaré una vez más la poca habilidad de nuestra memoria, capaz de olvidar y manipular y reescribir a su antojo siete malditas palabras.

Hay otro famoso microrrelato aún más breve que el de Monterroso y tremendamente conmovedor. Ha sido generalmente atribuido a Hemingway, pero por lo visto no es suyo, sino que se trata de uno de esos relatos colectivos, hijos de muchos padres, que van dando tumbos durante años de boca en boca, refinándose cada día un poco más. El cuento tiene seis palabras y dice así: "Vendo zapatos de bebé, sin usar" (For sale: baby shoes, never worn). He aquí de nuevo una historia que se puede completar imaginariamente de muchas maneras. Para que un microrrelato funcione, ha de rozar una frontera esencial. La frontera del dolor y de la muerte, como en el caso de los zapatos infantiles; el confín de los miedos más profundos, desde los terrores infantiles hasta la locura, en el caso de Monterroso. ¿Te atreves a jugar a encontrar esa fisura, te atreves a inventar tu microtexto? Con un máximo, pongamos, de doscientas palabras. Escribo aquí uno mío apresurado. Se titula Alféizar: "Objetos dejados por el suicida: unas gafas, un DNI, un libro con el pico de una página doblado".

Pero escribiendo este artículo me ha sucedido algo más estremecedor que cualquier cuento. Mi engañosa memoria, tan infiel como la de todos, recordaba el relato atribuido a Hemingway con el anuncio de una cuna, no de unos zapatos de bebé. Como no me fio nada de mí misma, googleé "vendo cuna de bebé sin usar" para comprobar si la cita era correcta. Y entonces, para mi horror, mi pantalla se llenó de anuncios verdaderos, de ofertas de cunas de bebé ominosamente nuevas, de historias no contadas que pueden ser banales pero también trágicas. Vivimos en el borde de un abismo y el arte nos permite poner frágiles pretiles ante la nada • @BrunaHusky 

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El Pais Semanal nº 2.023 5 de junio de 2015