miércoles, 31 de diciembre de 2014

El compromiso de narrar por Arturo Perez-Reverte


Escritor y miembro de la Real Academia Española, recientemente participó en un debate en el Fórum, junto con Pere Gimferrer y JoséSaramago, sobre si existe o no un compromiso moral del escritor con la sociedad. En este artículo, el autor de las novelas del capitán Alatriste explica suposición sobre ese debate y afirma que sólo es "un tipo que cuenta historias".

De izquierda a derecha, los escritores Pere Gimferrer, Sealtiel Alatriste, José Saramago y Arturo Pérez-Reverte, antes de participar en el Fórum de Barcelona, JOAN GUERRERO

Hace unos días, en el Forum de Barcelona, intervine en un debate con Pere Gimferrer y José Saramago sobre si existe, o no, un compromiso moral del escritor con la sociedad. El debate resultó animado, tuvo más repercusión mediática de la que esperábamos, y en días posteriores otros escritores españoles y extranjeros enriquecieron el asunto con interesantes puntos de vista. Ahora, tras escucharlos y leerlos a todos con respeto y consideración, debo insistir en lo que en su momento sostuve: cada vez que alguien habla del compromiso moral del escritor, siento un estallido de pánico y el irrefrenable deseo de salir corriendo. Que no me líen, pienso. Sólo soy un tipo que cuenta historias: un escritor de infantería que pasa de ocho a diez horas diarias dándole a la tecla. El compromiso moral se lo dejo a quienes tienen tiempo —y no saben cuánto los envidio— para esas cosas.

Antes de seguir adelante, una precisión. Hay escritores y novelistas, y no siempre eso significa lo mismo. No todo escritor es novelista. Yo escribo novela: imagino historias y las narro lo mejor que puedo. En ellas, por supuesto, hay una interpretación del mundo: el punto de vista. Pero no siempre se da una relación directa entre ese punto de vista literario, novelesco y mi punto de vista personal. Mi materia de trabajo es la ficción. Mi punto de vista ultimo, íntimo, es asunto mío y no tengo por qué explicárselo a nadie. Puedo hacerlo, o no. Pero nada me obliga. Lo que cuenta es la confrontación del lector con el texto que le ofrezco. Que él acepte las reglas del viejo contrato nunca escrito: esto es una ficción más o menos compleja, y de ti depende lo que hagas con ella. Yo sólo suministro materiales narrativos de cuyo carácter y efectos no me hago responsable. Respondo de la honradez profesional con que han sido estructurados, y ése es mi compromiso: contar una historia de forma eficaz. Pero cuando el lector pasa las páginas y proyecta en mi novela su mundo, su vida, sus lecturas anteriores, su ideología, eso ya no es cosa mía. Tanto si lo divierte durante unas horas como si cambia su vida, mi libro es ahora su libro. Escribí lo que quería porque me gusta escribir, porque así vivo otras vidas además de la mía, porque ajusto cuentas con el mundo, porque me pagan. Por lo que sea. Y me leen porque quieren. Que les aproveche. Mi responsabilidad termina en el momento en que entrego el mejor texto posible a mi editor. A partir de ahí, que cada palo aguante su vela.

No quiero ser referente moral de nadie. Admiro a quienes lo son sin pretenderlo, respeto a quienes lo procuran con merecimientos, y desprecio a quienes lo pretenden sin fundamento. Pero yo estoy fuera. Cuento lo que me apetece, lo que estimo conveniente contar, y lo hago sin sentarme cada día a trabajar con el pesado fardo de la responsabilidad moral sobre los hombros. Soy un leal mercenario de mí mismo, de mis gustos, de mis aficiones, de mis sueños, de mi imaginación, de mis amores y mis odios. Y eso, paradójicamente, me permite quizá ser más fiel a mí mismo, en mi obra, de lo que se puede ser cuando los compromisos son ajenos, exteriores.

Quiero decir con todo esto que lo del compromiso moral del escritor con la sociedad en la que vive y con la gente que lo lee me parece algo muy relativo. Difuso. Que exista, e incluso que sea necesario, no implica su obligatoriedad. Saramago, por ejemplo, con quien tuve el honor de compartir debate en Barcelona, es una referencia moral, ética, comprometida hasta la médula, imprescindible en el mundo actual. Pero sería espantoso un mundo literario poblado exclusivamente por saramagos. Creo que la literatura es mucho más compleja y mucho más ambigua; y palabras como ética, moral, compromiso, responsabilidad y todo eso, dignísimamente pronunciadas en muchos casos —que no siempre, como explicaré más adelante—, no son obligatorias. Hay perfectos hijos de puta que son extraordinarios y muy recomendables escritores. Y a un lector puede gustarle, divertirle o aprovecharle tanto leer a Saramago como a Gimferrer, o al hijo de puta. Todo es compatible en una biblioteca. En realidad eso es exactamente una biblioteca: saramagos, gimferrereres, revertes e hijos de puta interactuando en el lector para que éste genere su punto de vista. Su propia lucidez. Un escritor, un poeta, y sobre todo un novelista, escriben de lo que quieren y como quieren, y al lector corresponde aceptarlo o no. Es cuestión de talento, de oportunidad y de muchas otras cosas.

No siempre la literatura comprometida con los valores sociales al uso es mejor, más útil o con más influencia positiva que la que rechaza un compromiso ético concreto. Si miramos hacia atrás en la historia de la literatura, creo que pocas veces lo es. Aquí, digan lo que digan los que viven de poner etiquetas a lo que escriben otros, las únicas reglas son: sujeto, verbo y predicado. Y, por supuesto, tener algo que contar y poseer el talento y el oficio necesarios para contarlo bien. Un simple narrador de ficciones puede permitirse contradicciones novelescas según las necesidades de los personajes y las situaciones que describe. Adoptar hoy el punto de vista de un héroe y mañana el de un criminal, y tratar con idéntico vigor y objetividad ambos caracteres. Sin embargo, un escritor comprometido debe ser consecuente de cabo a rabo; y cuando bordea los límites está obligado a conceder un montón de entrevistas y a explicarse: no vayan a creer ustedes que tal, y que cual. Por Dios. Faltaría más. Lo que yo quise plantear fue esto, o lo otro. Explicaciones que, dicho sea de paso, rara vez suenan sinceras. Por eso sospecho siempre de los autores comprometidos que necesitan aclarar su obra personalmente. O que la aclaren sus compadres, o los de su editor, en el suplemento literario correspondiente. En novela, lo que no es capaz de descubrir el lector por sí solo —me refiero al lector contemporáneo y razonablemente culto—, no existe.

También me hace desconfiar del escritor comprometido el mundo en que vivimos, la demagogia, la estupidez y el imperio de lo socialmente correcto, que hacen posible lo que antes resultaba difícil: que estafadores profesionales, mangantes y cantamañanas se codeen sin rubor con auténticos maestros, y que la sociedad los convoque y aplauda a todos revueltos. En este patio de Monipodio, lo del escritor comprometido es un truco que funciona bien. Si la literatura, el acto de escribir, es también un acto de seducción del lector, resulta que, a veces, la incapacidad de seducir escribiendo crea escritores no literarios, sino sociales. A menudo, el presunto compromiso sirve para camuflar la ausencia de talento. Obsérvenlos. Están ahí, en la tele, en los periódicos, en la radio, en las mesas redondas, en los congresos sobre literatura o sobre lo que se tercie. Opinando de todo. El paisaje rebosa de escritores comprometidos de los que nadie ha leído una línea. Y a veces porque ni siquiera han escrito una línea

Otras veces la palabra compromiso camufla a quienes trincan del Estado o de organizaciones o entidades. Ahí está el México de toda la vida y sus escritores institucionales, orgánicos. España también los tuvo, claro. Y los sigue teniendo. Escritores vinculados a los diversos partidos políticos y grupos mediáticos, que además escriben o campan en ellos: radio, televisión y prensa. Tan orgánicos como los otros. Tampoco faltan en la Cataluña del Forum, claro. Ni faltaron en la anterior a éste. Todo lo contrario. Hay situaciones que favorecen la existencia de ese tipo de escritor mimado por el poder de turno, o viceversa. Las diferencias entre éstos y los otros están a la vista de cualquiera que se fije y tenga memoria. Y que lea. Son, por ejemplo —así no salimos de Barcelona—, las diferencias que hay entre Marsé y Porcel. Decidan ustedes mismos a qué tipo de compromiso corresponde cada cual.

Los autores mediáticos

En otros casos son los grupos de poder los que pretenden apropiarse de escritores con éxito, no por beneficiar al lector, sino por reforzar la posición propia. Se trata me¬nos de publicar libros que de utilizar mediáticamente al autor y a su público. Un día lo invitan a comer, lo llevan a lo alto de la montaña. Todo esto sería tuyo —le dicen— si escribiendo en mi editorial, o en mi periódico, o saliendo e mi tele, o asesorando a mi ministra, me adoraras. El paisaje abunda en ejemplos de cómo el pago del escritor por estar en la cima de esa colina se disfraza luego de compromiso político, social, moral. La foto ésta. La asistencia al acto aquél. Aunque a veces, por supuesto, se da una honrada coincidencia de intereses, o ideologías, y ese compromiso tiene la suerte, además de verse felizmente remunerado en distintas especies, de ser sincero. No siempre el compromiso es deliberado, claro. Aveces la sociedad adopta por su cuenta a determinados escritores y les atribuye lo que éstos nunca se plantearon. Ahí está el caso de dos grandes folletinistas franceses del siglo XIX: Feval y Sue. Mientras que el primero tenía una postura social combativa, que se adivina en buena parte de su obra, Sue escribió Los misterios de París ambientándola en los bajos fondos con la única intención de crear una obra folletinesca eficaz. Pero los lectores proyectaron en sus textos el propio punto de vista, atribuyéndoles una intención de denuncia social que no estaba allí, o que al menos no estaba de modo consciente en la intención del autor. Y la faena es que el pobre Sue tuvo que escribir, en adelante, incorporando a sus obras ese compromiso.

Precisión

Aquí quiero hacer una precisión. Cuando me preguntan cómo puedo escribir una novela cada dos años, o casi, siempre respondo que, como no voy nunca a conferencias ni a mesas redondas para hablar de la narrativa del próximo milenio ni del compromiso intelectual del escritor con los indios de la Amazonia, por ejemplo, tengo mucho tiempo libre para escribir. Y fui a la cita del Forum, no porque crea necesario marear en público la perdiz al respecto, sino porque aprecio mucho, tengo deudas pendientes y era para mí un honor y una satisfacción estar un rato con Saramago y Gimfererr, a los que admiro y respeto, y con Sealtiel Alatriste, que es mi amigo hace años —el respeto y la amistad tienen sus inconvenientes—. Y ya que fui para hablar, pues hablé. Pero lo del compromiso del escritor, insisto, como dije allí y repito ahora, me importa literalmente un carajo.

Quiero decir con todo esto lo que ya está claro: no creo en la sujeción del escritor en cuanto a obligación o actitudes públicas. Aplaudo a quien se compromete honradamente con un aspecto concreto de la vida, la sociedad o, la política; pero no me gusta que me lo exijan como si formara parte del oficio. Una cosa es mi punto de vista personal como español, hijo de una cultura occidental que tengo muy clara y que nació en la Biblia, en Grecia, en Roma, floreció en la latinidad medieval y en el Renacimiento, interactuó con el Islam, viajó a América en naves españolas para retornar felizmente mestiza, y cuajó, al cabo, en la Europa de la Ilustración y en los derechos del hombre. Ése es mi compromiso moral: mi cultura mediterránea, europea, occidental como verdadera patria. Lo que, a modo de telón de fondo, utilizo para situar mis historias. Y cuando escribo, a veces tengo un objetivo moral, o ético, y otras no. Así de simple. Así de fácil.

Lo repito: soy un novelista, y mi ideología es la coyuntural de los personajes en cada novela. Está en función de ella. La ideología personal y la literaria no tienen por qué coincidir. Es más: creo que, para el novelista que apunta a llegar a públicos muy diferentes, o que ya los tiene, esa coincidencia establece una limitación peligrosa. Los códigos éticos de mis lectores japoneses, por ejemplo, no coinciden con los de mis lectores israelíes, o polacos. Y no sólo se trata de eso. Cuando escribía La reina del Sur, la historia de una mujer que se dedica al narcotráfico como otros se dedican al comercio de café —y así es en realidad— no me planteaba en cada página la moralidad o inmoralidad de mi personaje. Habría sido artificial y estúpido. Entre otras cosas, yo quería contar esa historia desde dentro, no desde fuera; y ningún narco, ningún asesino, cuando miente, cuando roba, cuando mata, se dice: "Qué malvado soy". En Estados Unidos, un crítico me reprochó elegir a una perversa narcotraficante como protagonista de una novela. Y en España, otro de aquí me echó en cara que no aproveché para denunciar el narcotráfico, que —aseguraba iluminándonos el crítico— es una actividad muy reprobable, muy mala y muy nefasta. Miren qué abyecto es mi personaje, debía yo incorporar de vez en cuando, como muletilla, a lo largo de la trama. Y oigan. Esa palabra, denunciar, aplicada a la literatura, me produce escalofríos. ¿Qué pasaría si en vez de denunciar, o de utilizar una realidad útil como escenario riguroso para contar mi historia, yo fuese partidario del narcotráfico, y lo defendiese en mi novela? ¿Tendría por eso menos valor literario? ¿Merma la ambigüedad moral de Sam Spade el valor literario de El Halcón Maltes, o la infame condición del protagonista, Flashman, el atractivo de las divertidas novelas de G. M. Fraser?... En contra de lo que sostienen algunos imbéciles, tener una determinada ideología, tener la opuesta o incluso no tener ninguna, no te hace mejor o peor escritor.

Pese a lo que se dice en estos tiempos de manifiestos, de firmas y de tomas de postura públicas, negarse a participar en ellas junto ala crema de la intelectualidad profesional —dejando a las personas decentísimas aparte—, no es señal de desinterés o cobardía. Son ámbitos diferentes. Un escritor no es un intelectual comprometido por el hecho de darle a la tecla. Es sólo un escritor. En términos estrictamente literarios, Stefan Zweig es tan respetable como Heinrich Mann. Salvando las distancias, las calidades y las obras, insisto en que hay escritores que son, además, individuos a quienes preocupa la influencia moral de su prosa en la sociedad. Eso es bueno y respetable. Allá cada cual con su prosa. Pero es injusto exigir a los escritores que, por serlo, adopten compromisos que a veces, además, son coyunturales y suelen coincidir con las tendencias sociales de moda. El escritor puede aceptar el compromiso, o considerarlo un deber; pero también puede quedarse al margen, si le place. No debe ser juzgado por su ideología o sus actitudes públicas o privadas, sino por su literatura. Eso significa que no puede verse juzgado globalmente por nada en absoluto, pues quienes concretan esa palabra tan compleja y ambigua, literatura, son los lectores, uno por uno. Cada lector es un juicio particular. Incluso tratándose del mismo libro y del mismo autor, no hay dos libros iguales porque no hay dos lectores iguales. Sólo los manipuladores o los bobos trazan claras líneas divisorias entre esto y aquello.

Hay casos diáfanos, por supuesto. He mencionado a Saramago como referente moral, aunque él mismo rechaza ese compromiso como obligatorio. Saramago, le guste o no serlo, es un referente indiscutible. Pero es que él antes ya era así. Me refiero a antes del Nobel y antes incluso de su éxito literario, cuando casi nadie, excepto sus lectores de entonces, le hacía aún ni puñetero caso. Es el mismo hombre, y doy fe de ello. También referentes morales de muchas otras clases. Antes cité a Marsé: solitario, bronco, honrado e insobornable, uno de los dos últimos grandes escritores españoles vivos —el otro es Delibes—, sobre quien muchas veces me he preguntado, por cierto, si Barcelona y Cataluña, que tanto lo ignoran, lo merecen. Incluso el delicioso libro Fortuny de Gimferrer —por citar al otro participante en el debate del Forum— y muchos de sus poemas, son, en mi opinión, referentes éticos a través de una determinada estética. Y hasta una blasfemia, que cierta clase de lector condena, puede encerrar referentes morales. La lectura de Mein Kampf, por ejemplo, fue muy provechosa para mí. Como la de Sabino Arana. Lo son para cualquier lector lúcido que pretenda asomarse a las semillas del horror, o de la imbecilidad. Lo mismo puede decirse de muchos otros: Junger, Sade, Bukowski. ¿Deja de ser Madrid, de corte a checa una buena novela porque su autor sea Agustín de Foxá y escriba desde el bando vencedor en la guerra civil? ¿Son L F. Celine y su Viaje al fin de la noche menos recomendables en términos literarios que El talón de Hierro de Jack London o el Espartaco de Koestler?

Lo cierto, por otra parte, es que a veces, cuando hay muchas ventas de libros —o sea, éxito—, se da una influencia mayor; y eso impone algunas obligaciones éticas, como en el caso de Sue. En esas circunstancias, y aunque tampoco esté obligado a ello, el escritor debe cuidar más lo que dice, e incluso lo que escribe. Quiera o no quiera, es un referente. En mi caso, eso ocurre con las novelas del capitán Alatriste. Lo que empezó como una especie de guiño histórico casi privado —mi editor y yo estábamos seguros de que no íbamos a colocar ni diez mil ejemplares—, está ahora en los colegios: hay chicos entre doce y dieciséis años que se aproximan a la literatura y a la historia de España en el siglo XVII a través de esos libros. Que los leen, en algunos casos, como tarea escolar obligatoria. Esto me ha echado encima una responsabilidad que nunca busqué, y a la que procuro hacer frente de modo honorable cuando me enfrento a tan jóvenes lectores. Pero en el caso de las novelas de Alatriste, mi responsabilidad moral está limitada a esa obra en particular. A un soldado y espadachín que es un mercenario y un asesino a sueldo; pero cuyos peculiares códigos —paradójicamente, y para mi sorpresa—, se han convertido en referencia de interés para algunos lectores. Se trata, pues, de un compromiso limitado y específico. Si mañana decidiera escribir otra serie de novelas manejando personajes con valores diferentes, u opuestos, nadie tendría nada que reprocharme en absoluto.

El filtro ideológico

Todo lector, hasta el menos formado, tiene una ideología. No puede evitar que le guste más quien se acerca a ésta. Pero es un error juzgar a los escritores a través de ese filtro, o fuera de contexto. Incluso es un error juzgarlos fuera de si mismos, de su tiempo, de su biografía, de sus intenciones. Recordemos los juicios de Cervantes sobre los moriscos, el antijudaísmo de Quevedo, la seca profesionalidad militar de Díaz del Castillo, la objetiva crueldad medieval de los almogávares descrita en la prosa de Muntaner: Tuvimos que cambiar de lugar —cito de memoria— porque allí los habíamos matado a todos y quemado todo y ya no había de qué vivir... Vayan ustedes a pedirle un compromiso ético e intelectual a Muntaner, que cuenta lo que vio. Precisamente su grandeza es su fría objetividad; que no le tiemble el pulso ante lo que, en su tiempo, era corriente. Eso permite que el texto llegue intacto y fresco al lector de cualquier tiempo, y que, éste sí, aplicando los criterios, principios y éticas al uso, haga su particular lectura. Su propia digestión. Lo malo es que, ahora, hasta a los clásicos se les aplican contrastes y valores socialmente correctos que no tienen nada que ver con el momento en que fueron escritas las obras, perturbando así su carácter y sentido.

He rozado ahora un tema complejo, que no pretendo resolver porque mi oficio no es resolver ese tipo de cosas. Me refiero a si es bueno o malo conocer a fondo al autor de la obra. Porque otro fenómeno reciente, no siempre positivo, es la presencia continua del escritor en medios de comunicación: entrevistas, artículos. Eso tiene riesgos y ventajas. Más riesgos que otra cosa, pues —al menos a mí me pasa— suele producirse una decepción cuando conoces demasiado al escritor. A menudo, por la boca muere el pez. Si yo hubiese sabido lo que ahora sé de Mann, Proust, Zweig, Stendhal y otros, tal vez la impresión extraordinaria que me causaron en otro tiempo no hubiese sido la misma; mi limpia avidez juvenil se habría visto perturbada por sensaciones, asociaciones y juicios paralelos. Conocer al autor y sus motivos es bueno para descifrar el texto —como es el caso de Cervantes y de la mayor parte de los grandes clásicos—, pero sólo hasta cierto punto. A partir de ahí, la obra puede verse alterada o perjudicada en el acto lector. Conocer la biografía de Camus propicia, sin duda, una lectura más intensa y placentera de su obra. Pero también se dan casos opuestos. Recuerdo que me fascinó lo bien que un novelista español actual describía a un fascista, hasta que pude leer determinados juicios del escritor. Lo define tan bien, concluí, porque el propio escritor es un fascista. En otro orden de cosas, ciertos juicios y prejuicios de Nabokov, por ejemplo, me han empañado el retorno a obras suyas que adoré en su primera y casi inocente lectura. Por eso, con las reservas y salvedades razonables, creo que para el lector normal, y al menos en los primeros lances librescos, cuanto menos se conozca al autor, mucho mejor. Más amplio puede ser el significado. Más amplia su obra, pues estará más abierta a interpretación. Y eso, a mi juicio, es la verdadera literatura: la biblioteca universal, la red inmensa, borgiana, que en cualquier lector de buena ley conecta a Ágata Cristhie con Dostoyevski, a Cervantes con Dumas, a Corín Tellado con Saramago, a Gimferrer con Stephen King, a Pérez-Reverte con Marcial Lafuente Estefanía. El lector es quien teje, paciente, esa tela de araña maravillosa. Quien, bajo su propia responsabilidad, atribuye, asimila decide, interpreta, rechaza, hace suyos los libros que caen en sus manos. Sólo los estúpidos, los arrogantes, los que se atreven a explicar cómo habrían escrito ellos —si escribieran, por supuesto— lo que escriben otros, pretenden fijar reglas a ese universo rico, ambiguo, maravilloso, que es la literatura.


El Pais, 26 septiembre 2004




viernes, 26 de diciembre de 2014

La noche del eclipse por Gabriel García Márquez

Desde hace varios años, y durante las pausas que ha hecho en la escritura de sus memorias, Gabriel García Márquez ha estado trabajando en una serie de seis cuentos que pueden leerse en cualquier orden y de manera independiente, y que, bajo el título En agosto nos vemos, también podrán leerse en orden, de principio a fin, con la continuidad dramática de una novela. ÉL PAÍS publica La noche del eclipse, el tercer cuento de la serie

Gabriel García Márquez. fotografía de Indira Restrepo


La noche del eclipse

Otros misterios de aquel hotel extravagante no fueron tan fáciles para Ana Magdalena Bach. Cuando encendió un cigarrillo se disparó un sistema de timbres y luces, y una voz autoritaria le dijo en tres idiomas que estaba en una habitación para no fumadores, la única que encontró libre una noche de ferias. Tuvo que pedir ayuda para aprender que con la misma tarjeta de abrir la puerta se encendían las luces, la televisión, el aire acondicionado y la música de ambiente. Le enseñaron a digitar en el teclado electrónico de la bañera redonda para regular la erótica y la clínica de jacuzzi. Loca de curiosidad se quitó la ropa ensopada de sudor por el sol del cementerio, se puso el gorro de baño para protegerse el peinado y se entregó al remolino de la espuma. Feliz, marcó a larga distancia el teléfono de su casa, y le gritó al marido la verdad: "No te imaginas la falta que me haces". Fueron tan vividos los fieros que le hizo, que él sintió en el teléfono la excitación de la bañera.

—Carajo —dijo— éste me lo debes.

Ella había pensado pedir al cuarto algo de comer para no tener que vestirse, pero el recargo por el servicio de habitación la decidió a comer como pobre en la cafetería. El vestido de seda negra, tubular y demasiado largo para la moda, le iba bien con el peinado. Se sintió medio desvalida con el escote, pero el collar, los aretes y las sortijas de esmeraldas falsas le subieron la moral y aumentaron el fulgor de sus ojos.

Cuando bajó a cenar eran las ocho. Terminó pronto. Agobiada por el llanto de los niños y la música estridente, decidió regresar al cuarto para leer El día de los Trífidos, que tenía en turno desde hacía más de tres meses. El remanso del vestíbulo la reanimó, y al pasar frente al cabaret le llamó la atención una pareja profesional que bailaba el Vals del Emperador con una técnica perfecta. Permaneció absorta en la puerta hasta que terminó el espectáculo y la clientela común ocupó la pista de baile. Una voz dulce y varonil, muy cerca de sus espaldas, la sacó del ensueño:

—¿Bailamos?

Estaban tan cerca, que ella percibió el tenue olor de su timidez detrás de la loción de afeitar. Entonces lo miró por encima del hombro, y se quedó sin aliento. "Perdone", le dijo aturdida, "pero no estoy vestida para bailar". La réplica de él fue inmediata:

—Es usted la que viste el vestido, señora.

La frase la impresionó. Con un gesto inconsciente se palpó los pechos intactos, los brazos desnudos, las caderas firmes, hasta comprobar que su cuerpo estaba en realidad donde lo sentía. Entonces miró de nuevo por encima del hombro, ya no para reconocerlo, sino para apropiárselo con los ojos más bellos que él vería jamás.

—Es usted muy gentil —le dijo con encanto—. Ya no hay hombres que digan esas cosas.

Entonces él se puso a su lado y le reiteró en silencio la invitación a bailar. Ana Magdalena Bach, sola y libre en su isla, se agarró de aquella mano con todas las fuerzas de su alma como al borde de un precipicio.

Bailaron tres valses a la manera antigua. Ella supuso desde los primeros pasos, por el cinismo de su maestría, que él era otro profesional alquilado por el hotel para animar las noches, y se dejó llevar en círculos de vuelo, pero lo mantuvo firme a la distancia de su brazo. Él le dijo mirándola a los ojos: "Baila como una artista". Ella sabía que era cierto, pero sabía también que él se lo habría dicho de todos modos a cualquier mujer que quisiera llevarse a la cama.

En el segundo valse, él trató de apretarla contra su cuerpo, y ella lo mantuvo en su lugar. Él se esmeró en su arte, llevándola por la cintura con la punta de los dedos, como una flor. A la mitad del tercer valse ella lo conocía como si fuera desde siempre.

Nunca había concebido a un hombre tan anticuado en un empaque tan bello. Tenía la piel lívida, los ojos ardientes bajo unas cejas frondosas, el cabello de azabache absoluto aplanchado con gomina y con la línea perfecta en el medio. El esmoquin tropical de seda cruda ceñido a sus caderas estrechas completaba su estampa de lechuguino. Todo en él era tan postizo como sus maneras, pero los ojos de fiebre parecían ávidos de compasión.

Al final de la tanda de valses él la condujo a una mesa apartada sin anuncio ni permiso. No era necesario: ella lo sabía todo de antemano, y se alegró de que él ordenara champaña. El salón en penumbra era bueno para vivir, y cada mesa tenía su propio ámbito de intimidad.

Ana Magdalena calculó que su acompañante no pasaba de los treinta años, porque apenas si daba pie con el bolero. Ella lo encaminó con tacto sereno, hasta que él encontró el paso. Lo mantuvo a la distancia, para no darle el gusto de que sintiera en sus venas la sangre enfebrecida por la champaña. Pero él la forzó, primero con suavidad, y después con toda la fuerza de su brazo en la cintura. Ella sintió entonces en su muslo lo que él había querido que sintiera para marcar su territorio, y se maldijo por el batir de su sangre en las venas y el fogaje de su respiración, pero supo oponerse a la segunda botella de champaña. Él debió notarlo, pues la invitó a un paseo por la playa. Ella disimuló su disgusto con una frivolidad compasiva:

—¿Sabe qué edad tengo?
—No puedo imaginarme que usted tenga una edad —dijo él.
—Sólo la que usted quiera.
No había acabado de decirlo cuando ella, hastiada de tanta mentira, le planteó a su cuerpo el dilema terminante: ahora o nunca. "Lo siento", dijo, poniéndose de pie. Él se sobresaltó.
—¿Qué ha pasado?
—Tengo que irme —dijo ella—. La champaña no es mi fuerte.
Él propuso otros programas inocentes, sin saber quizás que cuando una mujer se va no hay poder humano ni divino que la detenga. Por fin se rindió.
—¿Me permite acompañarla?
—No se moleste —dijo ella—. Y gracias, de veras, fue una noche inolvidable.

En el ascensor estaba ya arrepentida. Sentía un rencor feroz contra sí misma, pero la compensaba el placer de haber hecho lo que correspondía. Entró en el cuarto, se quitó os zapatos, se tiró bocarriba en la cama y encendió un cigarrillo. Casi al mismo tiempo llamaron a la puerta, y ella maldijo el hotel donde la ley perseguía a los huéspedes hasta su intimidad sagrada. Pero el que tocó no era la ley, era él.

Parecía una figura del museo de cera en la penumbra del corredor. Ella lo comprobó con la mano en el pomo de la puerta, sin una pizca de indulgencia, y al fin le cedió el paso. Él entró como en su casa.

—Ofrézcame algo —dijo.
—Sírvase usted mismo —dijo ella—. No tengo la menor idea de cómo funciona esta nave espacial.

Él, en cambio, lo sabía todo. Moderó las luces, puso la música de ambiente y sirvió dos copas de champaña del minibar con la maestría de un director de orquesta. Ella se prestó al juego, no como ella misma, sino como protagonista de su propio papel. Estaban en el brindis cuando sonó el teléfono, y ella contestó alarmada. Un oficial de la seguridad del hotel le advirtió muy amable que ningún invitado podía permanecer en una suite después de la medianoche sin registrarse en la recepción.

—No necesita explicármelo, por favor —lo interrumpió ella, abochornada—. Perdone usted.

Colgó con la cara congestionada por el rubor. Él, como si hubiera oído la advertencia, la justificó con una razón fácil: "Son mormones". Y sin más vueltas la invitó a contemplar un eclipse total de luna desde la playa. La noticia era nueva para ella. Tenía una pasión infantil por los eclipses, pero toda la noche se había debatido entre el decoro y la tentación, y no encontró un argumento válido para no aceptar.

—No tenemos escapatoria —di¬jo él—. Es nuestro destino.

La invocación sobrenatural la dispensó de escrúpulos. Así que se fueron a ver el eclipse en la camioneta de él, a una bahía escondida en un bosque de cocoteros, sin huellas de turistas. En el horizonte se veía el resplandor remoto de la ciudad, y el cielo era diáfano y con una luna solitaria y triste. Él estacionó al abrigo de las palmeras, se quitó los zapatos, se aflojó el cinturón y abatió el asiento para relajarse. Ella descubrió que la camioneta no tenía más que los dos asientos delanteros, que se convertían en camas con sólo apretar un botón. El resto era un bar mínimo, un equipo de música con el saxo de Fausto Papetti, y un baño minúsculo con un bidé portátil detrás de una cortina carmesí. Ella entendió todo.

—No habrá eclipse —dijo—. Sólo pueden ser en luna llena, y estamos en cuarto creciente.

Él se mantuvo imperturbable.

—Entonces será de sol —dijo—. Tenemos tiempo.

No hubo más trámites. Ambos sabían ya a lo que iban, y ella sabía además qué era lo único distinto que podía esperar de él desde que bailaron el primer bolero. La asombró la maestría de mago de salón con que la desnudó pieza por pieza, casi hilo por hilo, con la punta de los dedos y sin tocarla apenas, como deshollejando una cebolla. Con la primera embestida del minotauro ella se sintió morir por el dolor con una humillación atroz de gallina descuartizada. Quedó sin aire y empapada en un sudor helado, pero apeló a sus instintos primarios para no sentirse menos ni dejarse sentir menos que él, y se entregaron juntos al placer inconcebible de la fuerza bruta subyuga-da por la ternura. Ana Magdalena no se preocupó por saber quién era él, ni lo pretendió, hasta unos tres años después de aquella noche inolvidable, cuando reconoció en la televisión su retrato hablado de vampiro triste, solicitado por todas las policías del Caribe como estafador y proxeneta de viudas alegres y solitarias, y probable asesino de dos.

© GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, 2003


El Pais Domingo 25 mayo 2003

viernes, 19 de diciembre de 2014

El detective favorito de Clinton

La fama del detective negro Easy Rawlins ha abierto las puertas de la Casa Blanca a su autor, Walter mosley. La quinta entrega de sus aventuras, Un perro amarillo. Emoción y suspense asegurados.

Ilustración de Isidro Ferrer

Walter Mosley (Los Ángeles, 1952) ha echado abajo las invisibles señales de prohibido que marcaban, hasta su aparición, el terreno de la novela negra. Su personaje, Easy Rawlins, le ha convertido en el primer mago negro de un terreno literario mayoritariamente blanco, y en presidente de la respetable asociación de Escritores de Novela Negra de América. Entre sus entusiastas seguidores está Bill Clinton, que ha declarado que Easy es su detective favorito. La popularidad del personaje, un negro que sobrevive en los barrios negros de un país gobernado por blancos, ha sido fulgurante. La primera novela de la serie, El demonio vestido de azul, apareció en EE UU en 1990. Le siguieron Una muerte roja, Mariposa blanca, Betty la Negra y, la más reciente, Un perro amarillo (todas editadas en Anagrama). Ambientadas en Los Ángeles, las historias abarcan desde 1948 -los primeros años de la posguerra-hasta 1963 -el año de la muerte de Kennedy- Con ellas, Mosley ha conseguido éxito financiero, reconocimiento literario y hasta un rostro real para un personaje de ficción. El atractivo Denzel Washington fue elegido para la adaptación cinematográfica de El demonio vestido de azul.

Un perro amarillo, última entrega de las aventuras, arranca con un reformado Easy, alejado de las calles que tantos problemas le han acarreado. Lleva dos años sin beber, se levanta temprano para ir al instituto de enseñanza secundaria, donde trabaja como encargado de mantenimiento, y dedica todo su tiempo libre a sus dos hijos adoptivos. Todo se viene abajo una mañana en que llega más temprano que de costumbre al trabajo. Allí encuentra a la hermosa Idabelle, la única docente negra del instituto, con su perro y una extraña historia sobre un marido que la persigue. Antes de que Easy se de cuenta, ella está en sus brazos, y antes de que el día termine, es el perro quien está en sus brazos, Idabelle ha desaparecido y el cadáver de un hombre negro es descubierto en el colegio.

LA NOVELA COMO UNA MELODÍA DE JAZZ

Walter Mosley adora el jazz y se le nota. Como si fuese un músico, trabaja sobre una melodía fija y va creando variaciones que dan lugar a cada novela. Estas son algunas de las características de la melodía. Easy intenta escapar, con todos los medios a su alcance -el cerebro y los puños-, de la pobreza y la violencia que oprimen a su comunidad para llevar una vida decente y sin sobresaltos. Ha conseguido dejar atrás las chabolas de su Houston natal, ha sobrevivido a la II Guerra Mundial, en la que combatió como voluntario, pero nadie parece dispuesto a que ahora abandone las calles: ni los amigos, que acuden a él en busca de favores, ni los enemigos, que desean adornarle con plomo el cerebro.

Entre sus fieles acompañantes destaca Raymond Alexander, más conocido como Mouse. Un tipo pequeño con cara de rata y una perturbadora sonrisa: tiene los dientes bordeados de oro y una piedra azul incrustada en uno de ellos. Carente de escrúpulos, su pregunta favorita es: "¿Puedo dispararle?". Mouse está casado con Etta Mae, antigua amante de Easy. "Podía mandar a un hombre a la Luna de un golpe, o podía abrazarte tan estrechamente que te sentías de nuevo como un niño entre los tiernos brazos de tu madre".

Desde que su mujer le abandonó con su hija, Easy vive con dos hijos adoptivos. A Jesús, de origen latinoamericano, le rescató del malvado blanco que le prostituía. Feather, una hemosa niña mulata, era un bebé cuando se hizo cargo de ella. Su madre, una bailarina blanca de strip-tease, había sido asesinada. Otros personajes imprescindibles son Mofass, el gordo administrador de los edificios de apartamentos que posee Easy en secreto; Lips McGee, un músico de jazz que toca en los garitos donde Easy hace sus pesquisas; y Jackson Blue, un corredor ilegal de apuestas.

En todas las historias hay muertos, sexo, alguna truncada historia de amor, testimonios de férrea solidaridad en la comunidad afroamericana y un sentimiento permanente de fragilidad y soledad. Sin olvidar el humor y mucha filosofía callejera.

Los adictos pueden respirar tranquilos. El autor ha prometido que las aventuras continuarán. Los lectores españoles tienen además una sorpresa pendiente: el año pasado Mosley publicó Gone fishin', la primera novela de la serie, que aún permanecía inédita. Ambientada en Houston, en 1939, Gone fishin' sumerge al joven Easy y a Mouse en una historia de vudú, sexo, venganza y muerte que unirá sus destinos para siempre.
 Nuria Barrios

Un perro amarillo. Anagrama, Barcelona, 1998. Traducción de Daniel Najmías. 2.300 pesetas.

El Pais de las Tentaciones viernes 28 de agosto de 1998

lunes, 8 de diciembre de 2014

El escritor. Capítulo 6. Programa de Página Dos


Cómo se escribe y se publica un libro
Hemos creado una serie de ficción de 24 capítulos, donde vamos a seguir a un joven escritor que nos ayudará a saber cómo se escribe y se publica un libro.
Nuestro joven autor charla con Anne Holt y Carmen Posadas sobre géneros literarios.

Portada Babelia nº1.202



Ilustración de Fernando Vicente