domingo, 25 de junio de 2017

LAS ENCICLOPEDIAS por Antonio Muñoz Molina


 No soy partidario de acumular muchos libros, pero sí me gusta tener siempre al alcance de la mano algunas enciclopedias, sólidas hileras de tomos alineados por orden alfabético, con una firmeza de cosas constructivas, de ladrillos o cimientos, de sacos terreros de palabras y sabiduría protegiendo de la intemperie la hospitalidad de mi casa, la quietud de mi cuarto de trabajo. Tal vez no me gustarían tanto las enciclopedias si no hubiera estudiado de niño con la Enciclopedia Alvarez, que ahora, en su edición facsimilar, ha resultado ser un sorprendente best setter, y que a mí entonces me parecía el resumen colosal de todos los conocimientos posibles en el mundo, contenidos y apretados en un solo volumen, en aquel libro tan impresionante para nuestra mirada infantil cuando nos lo entregaban la primera vez, recién comprado en la papelería, intacto, a principios de curso, como un símbolo entre propicio y aterrador de que ya habíamos pasado de la cartilla y de las primeras letras a otras disciplinas más graves del aprendizaje.

En un solo libro se contenía todo el saber, la historia sagrada y las ciencias naturales, la gramática y la historia de España, la aritmética y la geometría, las vidas de los santos y las efemérides siniestras del calendario franquista: años después, con parecido asombro de totalidad, encontré en la biblioteca pública los volúmenes de lomo negro con letras doradas de la Enciclopedia Universal Ilustrada, el Espasa, que es al reino de los libros lo que la gran ballena azul al de los animales, la criatura más inmensa, la tentativa más desaforada de resumir el mundo entero en las palabras, de organizado alfabéticamente, en un delirio imposible de exactitud, en un sueño de clasificación y explicación que tiene toda la nobleza de los grandes proyectos ilustrados, toda la metódica locura de los eruditos inventados por Flaubert o por Borges. Abriendo al azar cualquier volumen de una gran enciclopedia puede encontrarse literalmente cualquier cosa. Yo me puse a hojear hace poco el tomo cuarenta del Espasa y me quedé horas leyendo sin ningún motivo el artículo oro, donde me enteré de todas las propiedades físicas de ese metal, de la historia de su extracción desde el Paleolítico, de la producción de oro clasificada por países a lo largo de todo el siglo XIX, así como de una relación de las mayores pepitas encontradas en el mundo, una de las cuales, de 76 kilos, se hundió para siempre en el mar cuando viajaba hacia España en un navio del siglo XVI.

En las enciclopedias está todo. Juan José Millas, que es gran devoto de ellas, recomienda siempre que se busque en el Espasa el artículo muerte: páginas y páginas de letra diminuta en las que se examinan todas las acepciones y todas las posibilidades del hecho de morir, tan horribles en su severidad teológica y en su detallismo médico como un largo informe forense. Borges decía que una gran parte de su literatura no habría existido sin la Enciclopedia Británica. Yo la consulto siempre, a veces para obtener algún dato que me hace falta en mi trabajo, pero sobre todo por el simple gusto de encontrar cosas, historias de países y mapas de ciudades, relatos de exploraciones, biografías de gente desconocida para mí, de oscuras celebridades menores que habrían desaparecido definitivamente en el olvido si no fuera por la hospitalidad generosa de las enciclopedias. El Espasa, la Enciclopedia Británica, el Gran Larousse, le permiten a uno la sensación a la vez tranquilizadora e inquietante de poseer al alcance de la mano un resumen del universo: todas las cosas, todas las palabras, todas las vidas, parecen estar ahí, delante de nosotros, dóciles a nuestra mano y a nuestra mirada, clasificadas, detenidas, salvadas de la confusión y el desorden de la realidad exterior.

Pero ahora otra enciclopedia ha venido a agregarse a las queridas enciclopedias del pasado, tan anacrónicas en el fondo, tan monumentos dinosáuricos de la edad de la imprenta. A través de la misma pantalla donde escribo estas palabras ingresaré si quiero en ella dentro de unos minutos, con sólo teclear unas claves de acceso: no está en el papel, no ocupa, como las otras, un pesado lugar en el espacio, no tiene orden ni clasificación posible, se renueva y se agita a cada momento, está en cualquier parte y en ninguna parte, me permitirá viajar en décimas de segundo a cualquiera de las ciudades cuyas fotos he visto en las otras enciclopedias, conversar con un desconocido en el otro extremo del mundo, comprarme un libro en Hong Kong, reservar una habitación de hotel en Brasilia, leer las páginas deportivas de un diario de Sidney. Adicto a las enciclopedias, inevitablemente me dejo atrapar por la enciclopedia y la malla infinita de Internet, pero también me doy cuenta del riesgo de su hechizo, que es el mismo, en el fondo, de las palabras impresas, de las imágenes planas del cine. Apago el ordenador, algo mareado, salgo a la calle, y el primer golpe del aire frío y el sol de la mañana me despejan, me despiertan, me abren los ojos a la hermosa enciclopedia instantánea de la vida real.



Publicado en El Pais Semanal


lunes, 5 de junio de 2017

Un dinosaurio al borde del abismo por Rosa Montero

Preparando el otro día una clase de literatura me vino a la cabeza el conocidísimo microcuento de Augusto Monterroso titulado El dinosaurio: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí". Siete palabras. Si piensas, como yo, que la literatura te puede salvar la vida, entonces estarás de acuerdo en que los microrrelatos son como ese pequeño comprimido de paracetamol que llevas en el bolsillo por si un día te duele la cabeza. Es decir, las grandes obras tipo Guerra y paz, Lolita, En busca del tiempo perdido y demás novelones monumentales serían operaciones a corazón abierto, pongamos. O un doble trasplante de hígado y riñon. Pero los microrrelatos son eso, una aspirina, un omeprazol, una pastilla de miel y limón para chupar aplicadamente cuando te raspa un poco la garganta.

El mundo hispano es muy aficionado a los microrrelatos (espero que no sea por pereza lectora) y de hecho en España tenemos el cuento más breve posible, ya que sólo consta de una palabra. Es del escritor leonés Juan Pedro Aparicio, se titula. LuisXIV y dice así: "Yo". Sí, en efecto, lo admito, este mini-texto es más una ocurrencia ingeniosísima, un brillante e inteligente chiste que un relato, porque para que la narración exista de verdad ha de contar algo que transcurre en el tiempo, ha de tener una trastienda, una acción que podemos intuir o imaginar. Pero, con todo, ese Luis XIV-Yo de Aparicio sigue siendo citado en las antologías como el micro más microscópico del mundo y desde luego consigue caracterizar a un personaje y una época en un prodigioso relámpago expresivo que tan sólo utiliza dos letras.

El dinosaurio de Monterroso sí tiene todos los ingredientes de un relato y además está lleno de recovecos y de ecos. Podemos intuir una infinidad de explicaciones para esas siete palabras, un estruendo de significados y metáforas. Es tan amplia y tan compleja la ventana que abre en la realidad que, de hecho, la gente altera sin querer el cuento en su cabeza y lo cita mal. En su pequeño y delicioso libro de ensayos titulado La vaca (Alfaguara), el propio Augusto Monterroso cuenta que tanto Vargas Llosa como Carlos Fuentes mencionaron su microrrelato en sendos artículos y lo hicieron de manera errónea. Vargas lo convirtió en "Cuando despertó, el unicornio todavía estaba allí", mientras que Fuentes transmutó el dinosaurio en cocodrilo. Una se siente tentada de hacer psicologismo barato y ponerse a elucubrar sobre las razones inconscientes del cambio, sobre por qué la imaginación de Vargas vio unicornios maravillosos e inexistentes mientras que Fuentes percibió cocodrilos aterradores y muy reales, pero dejaré la cosa aquí y tan sólo resaltaré una vez más la poca habilidad de nuestra memoria, capaz de olvidar y manipular y reescribir a su antojo siete malditas palabras.

Hay otro famoso microrrelato aún más breve que el de Monterroso y tremendamente conmovedor. Ha sido generalmente atribuido a Hemingway, pero por lo visto no es suyo, sino que se trata de uno de esos relatos colectivos, hijos de muchos padres, que van dando tumbos durante años de boca en boca, refinándose cada día un poco más. El cuento tiene seis palabras y dice así: "Vendo zapatos de bebé, sin usar" (For sale: baby shoes, never worn). He aquí de nuevo una historia que se puede completar imaginariamente de muchas maneras. Para que un microrrelato funcione, ha de rozar una frontera esencial. La frontera del dolor y de la muerte, como en el caso de los zapatos infantiles; el confín de los miedos más profundos, desde los terrores infantiles hasta la locura, en el caso de Monterroso. ¿Te atreves a jugar a encontrar esa fisura, te atreves a inventar tu microtexto? Con un máximo, pongamos, de doscientas palabras. Escribo aquí uno mío apresurado. Se titula Alféizar: "Objetos dejados por el suicida: unas gafas, un DNI, un libro con el pico de una página doblado".

Pero escribiendo este artículo me ha sucedido algo más estremecedor que cualquier cuento. Mi engañosa memoria, tan infiel como la de todos, recordaba el relato atribuido a Hemingway con el anuncio de una cuna, no de unos zapatos de bebé. Como no me fio nada de mí misma, googleé "vendo cuna de bebé sin usar" para comprobar si la cita era correcta. Y entonces, para mi horror, mi pantalla se llenó de anuncios verdaderos, de ofertas de cunas de bebé ominosamente nuevas, de historias no contadas que pueden ser banales pero también trágicas. Vivimos en el borde de un abismo y el arte nos permite poner frágiles pretiles ante la nada • @BrunaHusky 

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El Pais Semanal nº 2.023 5 de junio de 2015