viernes, 15 de mayo de 2020

El paraíso de la digresión Por Javier Cercas

Las ideas se desgastan. Usamos y abusamos de ellas, distorsionando o trivializando su significado, de forma que sus aristas se erosionan y que aquello que al principio fue provocador y revolucionario o peligroso -toda idea valiosa contiene alguno de esos ingredientes, o todos a la vez- acaba reducido a la condición de mera banalidad, cuando no a la de puro espantajo o, aún peor, de arma arrojadiza.

Tal vez me equivoque, pero me temo que eso es lo que está ocurriendo con una de las ideas más provocadoras, revolucionarias y hasta peligrosas que nos ha legado la modernidad: la idea de tolerancia. Ahora mismo, y no sólo por culpa de los políticos, es casi imposible usar esa palabra sin que cualquier persona medianamente resabiada no sospeche que quien lo hace no es un moralista blandengue, un fariseo redomado o un bestia luchando por reprimir sus instintos asesinos, o simplemente que no se la confunda con la aceptación cobarde o la incapacidad crítica. Porque, del mismo modo que la democracia -otra idea revolucionaria y desgastada- no promueve la estupidez de que todos somos iguales, sino el prodigio de que todos lo seamos ante la ley, la tolerancia no acepta ese relativismo necio según el cual todas las opiniones son igualmente aceptables; no lo son: es aceptable -digamos- defender la obviedad de que la II República no fue el paraíso terrenal, pero no lo es proclamar que Franco no es responsable de aplastar un régimen legítimo y de encender una guerra salvaje, igual que no es aceptable afirmar que Auschwitz era en realidad un balneario o que este servidor de ustedes -cuya vanidad, créanme, no tiene límites- es mejor escritor que Miguel de Cervantes, como mi madre proclama ante quien quiera escucharla. De hecho, lo que define al tolerante de verdad es que no considera a quien expone esas opiniones dementes como un paradigma de maldad cuyo objetivo al exponerlas es agredirle, sino como una víctima de un error de juicio a quien, si a mano viene, debe persuadirse con razones de su equivocación, y a quien, por tanto y en principio, debe seguir considerándose como una persona tan estimable como cualquier otra. Por eso la mejor definición que ahora mismo se me ocurre de tolerancia se halla en esta frase inapelable de Alejandro Rossi: "La convicción de que un error intelectual no supone necesariamente un defecto moral".

Esa convicción exige a la vez una cierta disciplina moral e intelectual y, por supuesto, una tradición. Lo primero puede adquirirse a base de esfuerzo; lo segundo no, y basta con echar un vistazo a nuestra historia para constatar que, al menos en ese punto, no hay mucho de lo que enorgullecerse. Pero, como nunca es tarde para rectificar, habrá que celebrar que, aunque sea a costa de desgastarla, distorsionarla y banalizarla, desde hace algunos años todo el mundo esgrima esa idea, a ver si así acaba entrándonos en la cabeza, cosa que de momento no lleva trazas de ocurrir. Como somos unos bestias, cuando alguien discrepa de nosotros, lo que el cuerpo nos pide de inmediato es partirle una silla en la cabeza, y ni se nos ocurre imaginar la posibilidad de no despreciar al discrepante o de no convertirlo en enemigo a muerte; lo he comprobado personalmente: una vez se me ocurrió razonar por escrito mis diferencias de criterio con un amigo y al instante todo el mundo dio por sentado que nuestra amistad había acabado. Lo cierto, sin embargo, es que no hay nada tan divertido ni tan estimulante como discrepar de las opiniones de los amigos, y nada tan aburrido como estar siempre de acuerdo con ellas; es más: son las opiniones interesantes -no las inanes- las que dan lugar a controversias interesantes. Pero, al parecer, esto no hay manera de entenderlo; la razón es que la intolerancia es una forma del miedo, y también de la impotencia: como no confiamos en nuestras propias ideas, porque no sabemos defenderlas, renunciamos a discutir las de los demás, limitándonos a denigrarlas: a ellas y a quienes las sostienen. El resultado de esta perversión es siempre perverso. En plena guerra de Irak escuché en la radio un debate entre cuatro políticos. Tres de ellos com-
partían conmigo y con casi todo el país la teoría de las tres íes: la guerra era ilegal, ilegítima e injusta; sin embargo, en vez de discutir con sus razones las del político del PP -Gustavo Arístegui, creo, persona que me pareció bastante civilizada-, algunos de ellos se dedicaron a atacarlo personalmente, como si carecieran de argumentos con que rebatir los de su adversario. Lo confieso: no pude evitar ponerme de parte de Arístegui, y en un momento de obnubilación llegué a pensar que él no podía estar del todo equivocado... En fin. Todos los borgianos recordamos una anécdota que narra De Quincey. A un caballero inglés, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron a la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al agresor: "Esto, señor, es una digresión; ahora espero su argumento". A ratos tengo la impresión de que vivimos en el paraíso de la digresión. Mi madre discrepa. •






miércoles, 13 de mayo de 2020

EL AURA DE LOS LIBROS PERDIDOS

Material de leyenda, los manuscritos desaparecidos conforman una singular biblioteca sin solución de continuidad en la era tecnológica

 por ANDREA AGUILAR

Robadas o calcinadas entre llamas se desvanecieron obras de Hemingway, Gógol y Schulz. Un ensayo recupera su historia

Los manuscritos perdidos han sido un tema literario (o metaliterario) recurrente, una estructura narrativa sobre la que se han construido un buen número de obras, y tras la que se han escondido escritores tan grandes como Cervantes. Como un intrincado juego de espejos que borra las fronteras entre realidad y ficción o como simple cebo para empujar la trama de una historia, el capital creativo y las posibilidades de fabulación a las que invita la desaparición (¿romántica?, ¿desesperada?, ¿azarosa?, ¿irremediable?) de una obra están más que probadas. En un plano más terrenal, se encuentra la erudita pasión académica por incunables, desaparecidos y demás piezas imposibles del gran puzle literario. También, la ágil recuperación de libros "perdidos" en cajones o áticos emprendida por agentes, editores y deudos de insignes escritores ha demostrado el excelente tirón, en este caso comercial y mediático, de la literatura extraviada y recuperada.

Un poco más allá de las armas de la ficción y de los impulsos románticos del mercado se sitúa la investigación emprendida por el italiano Giorgio Van Straten en su ensayo Historia de los libros perdidos (Pasado y Presente). Compendio de desgraciados avatares literarios, este volumen rescata las historias de ocho legendarios manuscritos desaparecidos. "Los libros perdidos son aquellos que existieron y ya no existen. No son los libros olvidados", aclara Van Straten en las primeras páginas, antes de adentrarse en la reconstrucción de las peripecias y angustias de Hemingway, Gógol, Plath, Benjamín, Lowry, Byron, Schulz y Bilenchi. Las maletas y las llamas son los protagonistas indirectos de esta historia situada en un tiempo anterior al advenimiento de Internet, de los servidores informáticos, de disquetes y lápices de memoria.

Ahí está la bolsa negra a la que Walter Benjamín se aferró hasta su último día en Portbou y de la que no queda rastro alguno, como también se perdió en Collioure el equipaje (y los escritos que se especula que contenía) de Antonio Machado. Cuando los libros viajaban en maletas, un descuido en un tren procedente de París y con destino a Suiza acabó en el robo de los primeros cuentos y la novela en que llevaba tres años trabajando el joven cronista del Toronto Star. Ernest Hemingway. Su primera esposa, Hadley Bichardson, fue la víctima del hurto en 1922, cuan¬do presa de un ataque de sed abandonó el vagón para comprar un agua Evian. Solo sobrevivieron dos relatos (había enviado una copia a una revista para ver si los publicaban). Papa tardaría varias décadas en reconocer que quizá aquella traumática pérdida fue para bien, como le sugirió Ezra Pound. Y si bien aquella maleta del tren que le robaron a la sedienta Hadley nunca apareció, en 1956 el atento director del Ritz de París le devolvió al ya entonces premio Nobel otras dos repletas de papeles que había dejado durante un par de décadas olvidadas en el hotel y que fueron la base de París era una fiesta.

El británico Malcolm Lowry también sufrió varios hurtos de maletas con manuscritos —Ultramarina fue sustraída del asiento trasero del descapotable de su editor, delante de un bar donde aparcaron—, pero las copias de carbón salvaron Bajo el volcán. Lo que no tuvo remedio fue el incendio en 1944 de la cabaña en Canadá donde vivía con su segunda esposa. Allí ardieron las cerca de 1.000 páginas de la versión más depurada de In the Ballast to the White Sea, una obra que representaría el paraíso frente al infierno de su anterior novela, en lo que se había propuesto que fuera una versión sui generis de la Divina comedia. Esta obra de Dante y un final entre llamas también están en el corazón de la historia del ruso Nikolái Gógol. El éxito de Almas muertas —la primera parte del infierno, purgatorio y paraíso que pretendía escribir— agudizó la neurosis perfeccionista y el trasiego viajero de Gógol. En 1852,10 días antes de su muerte, decide quemar ante su criado las cerca de 500 páginas de su nueva obra. Y parece ser que aquella hoguera marcó la estela para muchas otras que han destacado —casi como agujeros de colillas encendidas— en la literatura rusa. Bien por dramático inconformismo con lo que se había escrito, bien por miedo a censura, Dostoievski, Pasternak o Arma Ajmátova hicieron arder sus escritos, según Van Straten. Quizá los archivos del KGB aún deparen interesantes sorpresas y textos inéditos de grandes autores perseguidos. Se especula sobre la próxima aparición de nuevos textos de Shalámov, el autor de los Relatos de Kolimá.

Fuego y censura fue el destino al que quedaron reducidas las memorias del gran romántico Byron, pero no por decisión propia, sino por el pudor o el miedo que sintieron tras su muerte su editor, su albacea y hermanastra, y un par de amigos —uno de ellos, Thomas Moore, contrario a la quema— ante la confesión abierta de su homosexualidad. El poeta Ted Hughes también quemó los diarios de su esposa, Sylvia Plath, tras su suicidio, para proteger a sus hijos. La novela Double Exposure, en la que trabajaba, también desapareció.

Un destino igual de incierto es el que corrió la novela El Mesías, de Bruno Schulz, y quizá por ello, esta obra ha servido de inspiración para nuevas ficciones de Cynthia Ozick y David Grossman. "Me gustan las novelas que están basadas en historias reales, en libros que realmente se perdieron, no aquellos que se inventan la pérdida", explica Van Straten por correo electrónico. Fuera de su libro, en la poblada sección de objetos perdidos de la literatura destacan el poema cómico de Homero Margites; la obra de Shakespeare Cardenio, inspirada en un episodio de El Quijote, de Cervantes; o el manuscrito de una novela de Hermán Melville, La isla de Cross, que el autor de Moby Dick escribió inspirándose en la historia real de Agatha Hatch, la hija de un farero que rescató a un náufrago quien acabó por abandonarla.

Entre copias, manuscritos, versiones, cenizas, versos y maletas crece la historia de lo que pudo ser y no fue, pura carne de leyenda. ¿El ordenador acabó con versiones futuras de esta atribulada historia? "Para mí lo importante es la persona que perdió el libro y las circunstancias que rodearon esa pérdida", explica Van Straten. "Hoy el robo de un PC puede ser un principio precioso para una historia, ¿no cree?". Ya escribió Borges que "la biblioteca es ilimitada y periódica".


EL PAÍS, Domingo 16 de octubre de 2016


lunes, 11 de mayo de 2020

El libro que marcó mi verano



> Alicia Giménez Bartlett.
Mis rincones oscuros es el intento de James Ellroy de reinvestigar el asesinato de su madre, que quedó sin resolver. Lo leí en mi casa de campo cuando no había ni una casa en muchos kilómetros a la redonda. Soy poco impresionable por la ficción por pura deformación profesional, pero me descubría cerrando la puerta de la casa, mirando antes si había alguien en el jardín.

► Justo Navarro. 
En uno de los últimos veraneos que pasé con mis padres, en la costa de Granada, leí Justine. Recuerdo que el clima del libro contagiaba al de aquellos días. Lo encantaba, porque ese efecto es uno de los rasgos de los libros poderosos, aunque Castell de Ferro no fuera, una Alejandría de millonarios y europeos exquisitos, ni en aquella playa hubiera amores cruzados, ni nebulosas intrigas de espionaje.

► Eugenia Rico. 
Lo saqué con 13 años del bibliobús, era una lectora compulsiva de bibliotecas. Uno de los criterios para elegirlos es que fuesen gordos porque los delgados me duraban poco. Crimen y castigo cambió mi forma de ver la vida y la literatura. Ya escribía cuentos y ya quería ser escritora. Lo leí en verano, en mi pueblo, una especie de Macondo de Asturias, donde no había tele ni agua corriente, donde leer era viajar.

► Andrés Trapiello.
Seguramente era deleznable, pero Enrique Dy fue el primero (yo tenía 12 años) que me franqueó la puerta de la literatura: un mundo en el que todo acababa teniendo un sentido y en el que " tú mismo podías sobrevolar , otras vidas, o mezclarte con ellas, si así lo.querías, sin temor a que pasara el tiempo. Entonces comprendí que leyendo se podía ser feliz, a veces en libros que trataban de la desdicha.

► Juan Gracia Armendáriz.
Leí La isla del tesoro con 12 años. Había pasado la placentera travesía de Salgari y Verne, pero la novela de Stevenson, leída frente a la bahía de La Concha de San Sebastián, me hizo intuir que estaba dando un paso en mi educación literaria y sentimental. Empecé a comprender que las líneas entre el bien y el mal no siempre son claras. Que hay sombras en cada peripecia vital.

► Julia Navarro. 
Recuerdo con especial cariño y emoción El cuaderno dorado, de Doris Lessing. Lo leí con 18 o 19 años. Me lo regaló una amiga por mi cumpleaños, que es en verano. No sé lo qué pensaría ahora, pero me impactó en aquel momento porque me descubrió una nueva forma de ver la vida, el compromiso político, feminista y una. manera de ver la vida. Durante mucho tiempo fue mi libro de cabecera.

► Víctor F. Freixanes. 
Cuando tenía 19 años, pasé unas vacaciones de Semana Santa en la ría de Muros con unos amigos y caí capturado por La Regenta. Todos se iban a la playa, de fiesta, y yo no era capaz de despegarme de Ana Ozores. No era verano pero hacía -un calor de verano, por eso lo asocio a esa época. Mucho después me fui a Oviedo para ver la catedral y aquel espacio que me había impactado.

► Rosa Montero. 
Fue hace 13 años. Estábamos tres parejas de amigos en Mallorca. Yo llevé el tercer libro de Harry Potter, para ver por qué tenía tanto éxito. Sólo pensaba ojearlo, pero me atrapó. Regresé a la infancia con el original, coherente e ingenioso mundo de J.K. Rowling: leerlo fue una fiesta. Pasó el tiempo; los dueños de la casa se divorciaron, mi marido murió. Pienso en esos días y me parece la lectura perfecta de un verano perfecto.

► Lorenzo Silva. 
Rojo y negro sin duda. Lo he leído dos o tres veces. Siempre del tirón. Sin parar. En diez u once horas. Solo paraba a comer. Siempre en verano. La primera vez tenía 15 o 16 años. Es el libro que más me impactó, aunque tengo una recuerdo de verano singular con Cien años de soledad, que lo leía los 15 años, en el verano de 1981, en Burgos. Y no hay nada menos parecido a Colombia que Burgos.


► Elvira Navarro. 
En agosto de 2005 una ola de calor africano, con su nube de polvo en suspensión, contribuyó a que La parte de los crímenes, la cuarta de las historias de la novela 2666, adquiriera unas dimensiones místicas. La narración de los asesinatos de mujeres es el relato de las.mártires involuntarias de un mundo convertido en: "Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento" (cita de Baudelaire que abre la obra). 



 EL PAÍS, domingo 19 de agosto de 2012

Desmontando a Faulkner

Las escuelas de escritura atraen cada vez a más alumnos que buscan salida a su vocación    Pero el escritor, ¿necesita un maestro o solo un partero?

JUAN CRUZ

Juan Marsé siempre subraya el principio de Las nieves del Kilimanjaro, de Hemingway para explicar, la raíz de su vocación literaria. Dice ese fetiche de su aprendizaje: "El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve, de 19.710 pies de altura, y dicen que es la más alta de África. (...) Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas alturas".

¿Qué hacía ahí el leopardo? En la sustancia de lo que se desconoce está el principio de toda escritura. Pero para llegar ahí hace falta mucho aprendizaje, que a veces desemboca en escritores así (como Hemingway, como Marsé, cómo Caballero Bonald, que dice, con razón, que él no fue dotado para escribir mal). La paciencia y el aprendizaje es lo que aconseja Stephen King (en Mientras escribo, que Juan José Millas suele recomendar). "Si eres capaz de tomártelo en serio, hablaremos. Si no puedes, o no quieres, cierra el libro y dedícate a otra cosa". Escribir "no es ningún concurso de popularidad, ni las olimpiadas de la moral; tampoco es ninguna iglesia, pero, joder, se trata de escribir, no de lavar el coche ni de ponerse rimel".

Porque hay que tomárselo en serio, muchos jóvenes y veteranos que tienen esa vocación han decidido ponerse en manos de profesores (en su mayoría escritores) para poner a prueba el porvenir de su vocación. Quizá el que empezó antes a impartir clases, en la Escuela de Letras, hace más de 20 años, es el novelista Alejandro Gándara. ¿Se enseña a escribir? "Se da lo necesario para que se aprenda. Y aprender tenemos que hacerlo todos, tarde o temprano, mal o bien, solos o acompañados. Y además, aquí la transmisión jerárquica de conocimientos solo funciona para mal". ¿Y cómo aprendió? "A escribir se aprende escribiendo y hablando con los que te leen. Es un proceso autónomo de la lectura, la formación o la experiencia personal, aunque estos aspectos intervengan en el hecho de querer escribir. En mi caso, a escribir aprendí en mi primera editorial, Alfaguara, hablando con los editores y aceptando que me quedaba mucho por aprender. Así empecé a traducir  Victoria,  de  Conrad".

¿Cuál sería el fundamento de esa enseñanza? "Tomar conciencia de cómo mira uno y de cómo escribe uno. Es un proceso de atención especial, pues se dirige a un objeto continuamente escamoteado por trampas y justificaciones: uno mismo".

¿Llegan los alumnos formados, piensan que es más fácil de lo que luego resulta? Gándara dirige ahora la Escuela Contemporánea de Humanidades y ahí "la creación literaria está atravesada por otros campos de conocimiento y por otras artes. No se va solo a escribir y esa no es la única vocación que se observa. El alumno que llega a la ECH es un alumno que ya tiene experiencia y que, si necesita la escritura, es "porque necesita también una forma de organizar su pensamiento y el sentido de lo que hace diariamente".

En todo caso, ¿cómo se enseña literatura en España? "Se enseña Histeria de la Literatura y solo en contadas ocasiones y casos aislados se trabaja sobre literatura. Es una asignatura de fondo memorístico, cuyas prácticas, cuando se hacen, consisten en un comentario de texto, que convierte lo escrito en mero objeto de interpretación. No se sabe qué es peor".

Rafael Reig, novelista también, profesor en Hotel Kafka, escuela de escritura creativa, aprendió "leyendo sin parar". "Crecí en la edad de la desconexión, cuando no había Internet ni móviles y aún podías sacar cuatro o cinco horas al día para leer por placer". Aprender fue gracias a las lecturas y el encuentro con otros amigos que querían ser escritores, "con los que sin saber cómo montamos lo que hoy se llama un taller. Nuestro plan era sencillo: si desmontábamos los juguetes, los entenderíamos, aprenderíamos cómo se hacían". ¿Y se aprende a escribir?

"Me sorprende esa pregunta en una sociedad en la que nadie pregunta para qué rayos sirven las clases de parto. ¿Se enseña a parir? Eso no se cuestiona, incluso ahora que van a clases de parto los hombres. Sin embargo, que la literatura esté al acceso de todos provoca sospechas y desconfianza. Es parte de la visión mística de la literatura, que yo detesto. Claro que se enseña, aunque sin olvidar que nada que valga la pena se puede enseñar, hay que aprenderlo. El profesor solo es un seductor, alguien que provoca el deseo de aprender, el que contagia un entusiasmo".

¿Cuál sería el fundamento de esa enseñanza: el rigor, la improvisación? "Sé que te va a sonar a sermón de curita, pero ¿por qué no el ejemplo? Yo aprendo mucho por envidia, no soporto ver a alguien que vive más intensamente con algo que yo ignoro. En cuanto me convencen de que me estoy perdiendo algo me pongo manos a la obra. Así pude sacar buenas notas hasta en matemáticas. El otro vértice es el trabajo de taller. Existen técnicas, o trucos, corrió los tienen los pintores, y conocer la historia de la literatura es aprender trucos, aprender a bus-car en otras direcciones".

En su escuela hay gente de todas las edades, "mucho mayores que yo que en alguna vuelta del camino se han parado 'a pensar que les faltaba algo, saber leer y escribir, que se estaban perdiendo algo. Llegan con entusiasmo y quizá con un déficit: la falta de familiaridad con los clásicos. Se saben de memoria los trucos de Carver, pongamos, pero no los de Galdós. Han oído hablar mucho de Faulkner, pongamos, pero no se han atrevido a perderle el respeto, a leerlo de tú a tú, a desmontarlo. En clase, el primer Faulkner es un momento emocionante, igual que el día en que descubren que, además de a Scott Fitzgerald, hay que leer a Nathanael West".

Edu Vilas, que dirige el Hotel Kafka, cree que "si estás interesado en escribir, los talleres literarios aceleran el proceso de aprendizaje que resulta más arduo en soledad. La idea romántica de que el conocimiento no se puede transmitir, - aplicada a cualquier disciplina, a cualquier arte, es sumamente retrógrada. La invocación a las musas o a la Divina Providencia nos parecen alternativas un poco más complicadas, y erráticas, por decirlo de algún modo".

Así que se puede enseñar el manejo de las herramientas "para resolver los problemas que surgen al escribir un texto de ficción, y se puede enseñar a leer buscando la relación entre las intenciones comunicativas de un autor y los recursos narrativos que aplica, la relación entre fondo y, forma".

¿Y cómo se reconoce el talento? "Depende de a qué llamemos talento. Las dotes naturales de alguien para cualquier arte pueden descubrirse o no. Digamos que es más fácil reconocer y desarrollar el talento musical de un niño nacido en el Salzburgo de mediados del siglo XVIII en una familia de músicos que de un hijo de cazadores apaches de la misma época".

"Leer mucho, escribir lo suficiente, perseverar, reflexionar, trabajar, seguir las propias intuiciones y ser pacientes". Ahí se forja la vocación, dice Edu Vilas. Y Jordi Soler, escritor que nació en México y que ahora vive en España, tiene esta receta: "No sé cómo se forja, lo que sé es que no se puede escapar de ella; se trata de un oficio que consume la mayor parte de tu vida y te deja muy poco dinero; es una vocación para insensatos, de locos; si hubiera dedicado el empeño que he puesto en mis libros en labrarme una carrera de abogado, o de médico, hoy tendría una vida mucho más desahogada económicamente pero, qué le vamos a hacer, se trata de una vocación, es decir, de una fuerza que te arrastra de manera irremediable".

¿Y se enseña a escribir? "Me parece que enseñar a escribir es imposible, porque la literatura va precisamente en sentido contrario, es un acto íntimo que va de adentro hacia afuera, y los maestros están necesariamente fuera: el escritor nace solo y, si acaso, más que un maestro que le enseñe, puede servirle una partera que le ayude a salir".

Sin embargo, Ruth Toledano, poeta, y Marta Sanz, novelista, tuvieron una fructífera relación, hace dos décadas, con la Escuela de Letras de Gándara. Ruth: "Mi experiencia fue muy positiva, tanto en lo personal como en lo profesional. Me conectó con nuevos estudios literarios, por lo que reavivó una pasión de siempre. Y lo hizo desde el enfoque de la creación, que no se potencia lo suficiente en el colegio y en la universidad. Tuve unos profesores que eran novelistas, poetas, críticos literarios o periodistas como Gándara, Juan Carlos Suñén, Constantino Bértolo, Juan José Millas o José María Guelbenzu". ¿Y se aprende de veras? "Sí, desde la práctica; nos dijeron que para desarrollar la escritura, para ser buena escritora, lo importante es la lectura. Y que los grandes enemigos de la escritura son la pereza, el postergarla una y otra vez, el miedo al papel en blanco".

"Uno nace con ciertas aptitudes", dice Marta Sanz, "pero creo que hay personas que te enseñan a afinar la mirada y sobre todo a no regodearte en tu supuesta facilidad. Yo procuro desacralizar la literatura para democratizar, la posibilidad de la lectura y de la escritura". Para ella, el rigor es la base del aprendizaje. "La creatividad se produce dentro de unos cauces estrechos. Le doy mucho valor a la planificación, creo que es el único punto de partida para luego ir aprendiendo cosas mientras uno escribe... Cosas que tal vez te invitan a tirar a la basura esos mismos puntos de partida. Pero no se sabe ni se aprende nada sin saber algo previamente. La actitud ha de ser la del que sabe que si la inspiración existe y llega es mejor que lo pille a uno trabajando".

En la escuela tuvo maestros, "luego los maestros son también esos escritores que para cada quien son imprescindibles. En mi caso, además, la figura de mi madre como lectora iconoclasta y narradora oral es decisiva".

Elisa Velasco estudió en esa escuela y hace años montó, con otros, Función Lenguaje, que se dedica a la misma enseñanza. Ella cree que, en efecto, se aprende "a leer, a mirar, a hacerse las preguntas correctas. Y me parece que ahora, más que nunca, son necesarias..." Ella aprendió: "A leerme, a valorar mis propios textos. A leer mejor".
 
Entendió también que "lo importante era previo a la escritura: el pensamiento, las ideas, la visión propia de la realidad". Estudió Biología. "Ambas cosas se complementan: el pensamiento científico tiene mucho de pensamiento creativo". Abundan las escuelas, en Estados Unidos, en América Latina. Parece evidente, Elisa Velasco, que son imprescindibles. "Sí, en América Latina esta vía de formación de los escritores es muy frecuente, y por sus aulas pasaron Roberto Bolaño, Abelardo Castillo o Mario Bellatín, por poner unos ejemplos. Estados Unidos quizá sea el país con más escuelas de escritura creativa, y de más antigüedad. Allí estudiaron o enseñaron escritores como John Cheever, Raymond Carver y parte significativa de los escritores de la segunda mitad del XX".

Guillermo Agüirre ya ha publicado, como Elisa Velasco, como Marta Sanz, como Ruth Toledano. "Llegué muy pronto a la Escuela de Letras y después algo más crecidito al máster del Hotel Kafka. Tenía apenas 18 años y con esa edad casi toda experiencia buena es muy buena y casi toda experiencia mala es muy mala... Venía de un Bilbao gris, de trabajar en un bar; el proceso de aprendizaje se juntó con mi bohemia posadolescente y el descubrimiento de la emancipación, así que se me hace difícil separar unas cosas de las otras: todo ello fue el mismo factor de floración y crecimiento, la misma educación sentimental".

Es un oficio de soledad, leer y escribir. "Las escuelas de escritura", dice Aguirre, "sirven para paliar esa soledad, compartir las dudas del proceso creativo y, por supuesto, aprender trucos más rápido".

Ángela Medina salió del Hotel Kafka y ya publica. Lo primero que se aprende en las escuelas, dice, "es a leer, eso se fomenta muchísimo", y es fundamental para escribir... "Yo aprendí, además, que una cosa es la literatura que a ti te gusta y otra la que se te da bien escribir, y muchas cosas más que curiosamente no tenían nada que ver con la técnica o la teoría. No se trata de un clásico sistema en el que tienes un examen final para demostrar tus conocimientos, sino que aplicas constantemente lo que aprendes sobre lo que escribes y eso te ayuda a conocer tu escritura y mejorarla".

Leer es lo primero. "He leído mucho desde pequeña, pero podría decirse que el primero fue Bukowski. El qué me mostró que la literatura podía ser millones de cosas más de las que había leído o imaginado".

Marsé se fijaba en aquel principio de Las nieves del Kilimanjaro. Con paciencia, subiendo esa cima, se llega a intuir el secreto de la literatura, que en este caso el autor de Un día volveré cifraba en el misterio que encerraba aquel solitario esqueleto de leopardo.

El Pais, sabado 30 de noviembre de 2013


viernes, 8 de mayo de 2020

El porvenir de mi pasado Mario Benedetti

 LECTURAS DE AGOSTO

EL PAÍS, DOMINGO 17 DE AGOSTO DE 2003


Mario Benedetti nació en el Paso de los Toros (Uruguay) en 1920. Se educó en un colegio alemán y se ganó la vida como taquígrafo, vendedor, cajero, contable, funcionario público y periodista. Es autor de novelas, relatos, poesía, teatro y crítica literaria. Ha publicado más de cincuenta libros y ha sido traducido a 23 idiomas. Reparte su tiempo entre Montevideo y Madrid. Benedetti obtuvo en 1999 el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. 'El porvenir de mi pasado' se publicará en septiembre en Alfaguara.

Eso fui. Una suerte de botella echada al mar. Botella sin mensaje. Menos nada. Nada menos. O tal vez una primavera que avanzaba a destiempo. O un suplicante desde el Más Acá. Ateo de aburridos sermones y supuestos martirios.

Eso fui y muchas cosas más. Un niño que se prometía amaneceres con torres de sol. Y aunque el cielo viniera encapotado, seguía mirando hacia delante, hacia después, a renglón seguido. Eso fui, ya menos niño, esperando la cita reveladora, el parto de las nuevas imágenes, las flechas que transcurren y se pierden, más bien se borran en lo que vendrá. Luego, la adolescencia convulsiva, burbuja de esperanzas, hiedra trepadora que quisiera alcanzar la cresta y aún no puede, viento que nos lleva desnudos desde el suelo y quién sabe hasta (y hacia) dónde.

Eso fui. Trabajé como una mula, pero solamente allí, en eso que era presente y desapareció como un despegue, convirtiéndose mágicamente en huella. Aprendí definitivamente los colores, me adueñé del insomnio, lo llené de memoria y puse amor en cada parpadeo.

Eso fui en los umbrales del futuro, inventándolo todo, lus-trando los deseos, creyendo que servían, y claro que ser¬vían, y me puse a soñar lo que , se sueña cuando el olor a lluvia nos limpia la conciencia.
Eso fui, castigado y sin clemencia, laureado y sin excusas, de peor a mejor y viceversa. Desierto sin oasis. Albufera.
Y pensar que todo estaba allí, lo que vendría, lo que se negaba a concurrir, los angustiosos lapsos de la espera, el desengaño en cuotas, la alegría ficticia, el regocijo a prueba, lo que iba a ser verdad, la riqueza virtual de mi pretérito.

Resumiendo: el porvenir de mi pasado tiene mucho a gozar, a sufrir, a corregir, a mejorar, a olvidar, a descifrar, y sobre todo a guardarlo en el alma como reducto de última confianza.

Viudeces
Eugenia, Iris, Lucía y Nieves eran amigas desde Primaria. Salvo cuando alguna estaba de viaje, se reunían cada dos viernes para intercambiar chismes y nostalgias. Las cuatro estaban casadas, pero no tenían hijos. Gracias a las lucrativas profesiones de sus maridos (un abogado, dos contadores, un arquitecto), gozaban de un buen nivel de vida y lo aprovechaban para manejarse en un plausible estrato cultural.

Fue en uno de esos viernes que Iris aguardó a sus amigas con un planteo original.

—¿Saben qué estuve pensando? Que nuestros queridos maridos nos llevan algunos años, así que lo más probable es que se mueran antes que nosotras. Ojalá que no, pero es bastante probable. En ese caso, ¿qué podemos hacer? Pensando y pensando, de insomnio en insomnio, llegué a la conclusión de
que en ese caso infortunado, nosotras, cuatro viudas toda¬vía presentables, podríamos alquilar (o adquirir) una casa bien confortable, con un dormitorio para cada una, con una sola mucama y una sola cocinera (¿para qué más?). Y un solo automóvil, a financiar colectivamente. ¿Qué les parece? Ya hablé con El Flaco y me dio su visto bueno.
Las otras tres se miraron casi estupefactas, pero al cabo de una media hora esbozaron una sonrisa no exenta de esperanza.

Seis meses después de ese viernes tan peculiar, una de las cuatro, la pelirroja Lucía, sucumbió como consecuencia de un infarto totalmente inesperado. Para las otras tres fue un golpe sobrecogedor, algo así como si la infancia se les hubiera quebrado para siempre. También a Edmundo, el viudo de Lucía, le costó sobreponerse.


Sin embargo, no había pasado un año desde aquella desgracia cuando citó a su hogar de viudo a los otros tres maridos y les expuso su planteo:
—¿Saben qué estuve pensando? Que así como yo quedé viudo, eso también les puede ocurrir a ustedes. No es un pronóstico, entiéndanme bien, es sólo una posibilidad, un juego del azar. Y si eso ocurriera, ¿qué harían? Pensando y pensando llegué a la conclusión de que en ese triste caso, nosotros, cuatro viudos con cierto margen de supervivencia, podríamos alquilar (o comprar) una casa bien cómoda, con cuatro dormitorios independientes, con una mucama, una cocinera y un solo coche de segunda mano pero en buen estado, que usaríamos y financiaríamos entre los cuatro. ¿Qué les parece?

Los otros tres quedaron con la boca abierta. Al fin, uno estornudó, otro bostezó y el tercero se pellizcó una oreja. De pronto, y sin que ninguno lo advirtiera, en las tres miradas de hombres mayores, algo cansados, nació una expectativa.

Mellizos
Leandro y Vicente Acuña eran gemelos, tan pero tan iguales que ni siquiera los padres eran capaces de diferenciarlos. No era raro que uno de los dos cometiera un desaguisado y la bofetada correctiva la recibiera el otro. En la etapa estudiantil, todas fueron ventajas. Se repartían cuidadosamente las materias. Si eran ocho, cada uno estudiaba cuatro y rendía dos veces el mismo examen, una como Leandro y otra como Vicente. Para ese par de aprovechados, la sinonimia orgánica constituía normalmente una diversión, y cuando se encontraban a solas repasaban, a carcajada limpia, las erratas de la jornada.

Leandro era un centímetro más alto que Vicente, pero nadie andaba con un metro para comprobarlo. Por añadidura, ambos usaban boinas, una verde y otra azul, pero se las intercambiaban sin el menor escrúpulo.

El problema sobrevino cuando conocieron a las hermanas Brunet: Claudia y Mariana, también mellizas gemelas y turbadoramente idénticas. Como era previsible, los Acuña se enamoraron de las Brunet y viceversa. Dos a dos, seguro, pero ¿quién de quién?
Claudia creyó prendarse de Leandro, pero su primer beso


apasionado lo recibió Vicente. Ese error originó el primer conflicto interno entre los Acuña, y no fue totalmente resuelto con el recurso del humor.

En otra ocasión, Vicente fue al cine con Mariana. Cuando la película llegó a su fin y se encendieron las luces, ella contempló el brazo desnudo del mellizo de turno y dijo, con un poco de asombro y otro poco de sorna: "Ayer no tenías ese lunar".

El desenlace de aquellas semejanzas encadenadas fue más bien sorpresivo. Una tarde en que Claudia viajaba en un taxi junto a su padre, al chófer le vino un repentino desmayo y el coche se estrelló contra un muro. El chófer y el padre quedaron malheridos, pero sobrevivieron. Claudia, en cambio, murió en el acto.

En el concurrido velatorio, Leandro y Vicente se abrazaron con una llorosa y angustiada Mariana. De pronto, ella puso distancia con el doble abrazo y se dirigió, con paso inseguro, a la habitación donde yacía el cuerpo de la pobre Claudia. Los mellizos se man-tuvieron, en respetuoso silencio, simplemente como dos más en el grupo de dolientes.

Pasados unos minutos, reapareció Mariana. Con una servilleta, suplente de pañuelo, enjugó su última edición de lágrimas. Los mellizos la miraron inquisidoramente, como preguntándole: "Y ahora ¿con quién?".

Ella entonces englobó a ambos con una declaración que era sentencia irrevocable: "Espero que comprendan que ahora sólo soy la mitad de mí misma. Gracias por haber venido. Ahora vayanse. No quiero verlos nunca más".

Se fueron, claro, cabizbajos y taciturnos. Horas más tarde, ya en su casa, Leandro tomó la palabra: "Hermanito, creo que se acabó nuestro doblaje. De ahora en adelante tenemos que diferenciarnos. Digamos que yo me tino de rubio y vos te dejas la barba. ¿Qué te parece?".

Vicente asintió, con gesto grave, y sólo tuvo ánimo para comentar: "Está bien. Está bien. Pero te sugiero que mañana vayamos al fotógrafo para que nos tome nuestra última imagen de mellizos".

¿Quién mató a la viuda?
La prensa le había dado al crimen una cobertura destacadísima, casi escandalosa. El hecho de que la señora de Umpiérrez (argentina, natural de Córdoba) fuera una viuda de primera clase y que además formara parte de lo que en el Río de la Plata se suele nombrar como Patria Financiera, conmovió a las variadas capas sociales (argentinas, uruguayas) de Punta del Este.

El cadáver no había aparecido en su lujosa mansión, rodeada de césped cuidadísimo, sino
encadenado a la popa de uno de los yates que en verano ocupan y decoran los muelles del puerto.
Ya habían pasado quince días de eso que los periodistas llamaron, como siempre, "macabro hallazgo". La policía había seguido numerosas pistas sin el menor resultado. En las comisarías y en las redacciones de Maldonado, Punta del Este y Montevideo se recibían a diario llamadas anónimas que proporcionaban datos siempre falsos. En casos como éste, los bromistas cavernosos se reproducen como hongos.

Por fin llegó de Buenos Aires un tal Gonzalo Aguilar, famoso detective privado, a quien la acongojada familia Umpiérrez había encomendado la investigación y la eventual solución del caso.
Tras dos semanas de agota-dores registros', gestiones, entrevistas, búsquedas, análisis,
 indagatorias y conjeturas, los periodistas presionaron a Gonzalo Aguilar para que concediera una conferencia de prensa. La reunión tuvo lugar en un amplio salón del hotel más lujoso del balneario.
El implacable bombardeo de los cronistas no turbó al detective, que siempre acompañaba sus ambiguas respuestas con una sonrisa socarrona.

Después de dos horas de áspero diálogo, un periodista porteño, más agresivo que los demás, dejó caer un comentario que era casi un juicio:
—Le confieso que me parece decepcionante que un investigador de su talla no haya llegado a ninguna conclusión acerca de quién cometió el crimen.
—¿Quién le ha dicho eso?
—¿Acaso usted sabe quién es el asesino?
—Claro que lo sé. A esta altura, ignorarlo significaría un fracaso que mi reputación profesional no puede permitirse.
—¿Entonces?
—Entonces, tome nota, muchacho. El asesino soy yo.
El detective abrió su portafolio y extrajo del mismo un revólver de lujo. Casi instintivamente, la masa de periodistas se contrajo en un espasmo dé miedo.
—No se asusten, muchachos. Esta preciosa arma la compré en Zúrich, hace diez años. Fue con ella con la que maté a la pobre señora, después de un breve pero inquietante recorrido a bordo de su yate Neptunia. Me permitirán que, por lógica reserva profesional, me reserve los motivos de mi agresión. No quiero manchar su memoria ni la mía. Y bien: mi orgullo no puede permitir que otro colega, y menos si es un compatriota, descubra quién fue el autor de esa muerte tan misteriosa. Ah, pero además, como siempre me ha gustado que el culpable sufra su castigo, he decidido hacer justicia conmigo mismo. O sea, que tienen un buen tema para primera página. Por favor, no se asusten con el disparo. Y un pedido casi postumo: que alguno de ustedes se preocupe de que este hermoso revólver acompañe a mis cenizas.

Cinco sueños
En total, soñé cinco veces con Edmundo Belmonte, un tipo esmirriado, cuarentón, con ex-presión más bien siniestra, malquerido en todos los ambientes y tema obligado de conversación en las mesas de funcionarios o de periodistas.

En el primero de esos sueños, Belmonte discutía larga y encarnizadamente conmigo. No recuerdo bien cuál era el tema, pero sí que él me repetía, como un sonsonete: "Usted es un atrevido, un inventor de delitos ajenos". Y a veces agregaba: "Me acusa y es perfectamente consciente de que todo es mentira". Yo le mostraba los documentos más comprometedores y él me los arrebataba y los rompía. Era en medio de ese desastre donde yo despertaba.

En el segundo sueño ya me tuteaba y sonreía con ironía. Sus sarcasmos se basaban en mis canas prematuras. Generalmente, la broma explotaba en una sonora carcajada final, que por supuesto me despertaba.

En el tercer sueño yo estaba sentado, leyendo a Svevo, en un banco de la plaza Cagancha, y él se acercaba, se acomodaba a mi lado y empezaba a contarme los intrincados motivos que había tenido, allá por el 95, para herir de muerte a un comentarista de fútbol. Lógicamente, yo le preguntaba cómo era que ahora andaba tan campante, señor de la calle, y él volvía a sonreír con ironía: "¿Querés que te cuente el secreto?", pero fue precisamente en esa pausa cuando me desperté.

En el cuarto sueño me contaba con lujo de detalles que el gran amor de su agitada vida había sido una espléndida prostituta de El Pireo, a la que, tras un quinquenio de maravilloso ensamble erótico, no había tenido más remedio que estrangular porque lo engañaba con un albanés de poca monta. De nuevo insistí con mi pregunta de siempre (cómo era que andaba libre). "El narcotráfico, viejo, el narcotráfico". Mi estupor fue tan intenso que, todavía azorado, me desperté.

Por fin, en mi quinto y último sueño, el singular Belmonte se apareció en mi estudio de proyectista, con una actitud tan absurdamente agresiva que no pude evitar que mis dientes castañetearan.
—¿Por qué me vendiste, tarado? —fue su vociferada introducción—. Te crees muy decente y pundonoroso, ¿verdad? Siempre te advertí que con nosotros no se juega. Y vos, estúpido, quisiste jugar. Así que no te asombres de lo que viene ahora.

Abrió bruscamente el porta-folios y extrajo de allí un lustroso revólver. Me incorporé de veras atemorizado, pero antes de que pudiera balbucear o preguntar algo, Belmonte me descerrajó dos tiros. Uno me dio en la cabeza y otro en el pecho. Curiosamente, de este último sueño aún no me he despertado.






miércoles, 6 de mayo de 2020

UN HOMBRE FEO por Juan José Millas


 
Su familia consiguió ocultarle que era feo hasta los 11 años. A esa edad escuchó una conversación entre dos niñas que hablaban de él como de un ser monstruoso. Una de ellas añadió que la cara era el reflejo del alma. Esa noche se observó detenidamente en el espejo del cuarto de baño y comprendió que las miradas que hasta entonces le habían dirigido los demás no eran de admiración, sino de espanto. Desde entonces adquirió la costumbre de pasar horas frente al espejo, intentando moldear sus rasgos con la yema de los dedos, como si su rostro estuviera hecho de arcilla. Cuando lograba una expresión que consideraba agradable, intentaba mantenerla forzando los músculos de esa zona. Con el tiempo llegó a controlarlos todos, hasta el punto de que sobre el rostro original fue construyendo poco a poco una careta natural. Al elevar los extremos de las cejas, logró atenuar la apariencia de mezquindad de la mirada, que adquirió una expresión despierta, admirativa, frente al gesto de desolación anterior. Consiguió también, con un leve estiramiento de los músculos que soportaban los párpados inferiores, obtener la apariencia de unos ojos risueños, incluso chispeantes. La zona más fácil de modificar fue la de las fosas nasales, pues bastaba abrirlas hasta el límite para transmitir una impresión de franqueza que agradaba al interlocutor. En cuanto a la boca, logró corregir la dirección de las comisuras, tristemente inclinadas hacia abajo, y evitar que el labio superior cabalgara sobre el inferior, lo que provocaba una extraña sensación de monotonía idiota. Todo esto, por lo que se refiere a los grandes trazos, a las líneas estructurales, aunque su dominio de los músculos faciales llegaría a ser tal que llenó de matices los pómulos, las mejillas, la frente... Con el tiempo, logró incluso aproximar las orejas al cráneo, eliminando aquel defecto por el que algunos compañeros le llamaban Dumbo. El proceso de transformación completo duró siete años, lo que permitió a su familia acostumbrarse sin sobresaltos al nuevo rostro. Llegó a los 17 convertido en un joven atractivo. Por si fuera poco, la fealdad invisible que latía en el fondo de aquella fisonomía generaba en el rostro una tensión excitante. Durante aquellos años de construcción de su nueva personalidad se encerraba dos o tres veces al día en el cuarto de baño y, para descansar, abandonaba todos los músculos faciales a la posición original. Entonces, cuando su rostro se derrumbaba como un edificio dinamitado, hasta él mismo se espantaba del individuo que le miraba con expresión idiota desde el otro lado. Con el tiempo los periodos de descanso se redujeron, tanto en cantidad de sesiones como en la duración de éstas, pero de vez en cuando, por puro agotamiento, necesitaba abandonarse a su condición original, que era más horrible a medida que se hacía mayor. Estas caídas coincidían por lo general con épocas de tristeza, de depresión, con fracasos laborales o amorosos. Cuando algo le salía mal, en fin, se encerraba en una habitación cualquiera, o se metía en un ascensor, y dejaba que el hombre feo se abriera paso entre las facciones del hombre atractivo. Por fortuna, nunca tuvo la tentación de abandonarse a la fealdad de forma concluyente. Siempre funcionó en él una suerte de instinto de conservación que le empujaba a perseverar en el fingimiento, en la máscara.

Se casó a los 30 años y durante algún tiempo se negó a tener hijos. No soportaba la idea de que se parecieran a él, quedando así condenado a ver fuera, durante el resto de su vida, lo que había logrado reprimir dentro. Finalmente, las presiones de su mujer y un aumento temporal de la autoestima provocado por un ascenso en el trabajo, le obligaron a ceder. El niño nació bien, pues resultó ser casi idéntico a la madre, pero la tensión nerviosa que supusieron los nueve meses de embarazo (una eternidad), así como los días previos al nacimiento y el mismo parto, fue tal que empezó a necesitar más periodos de descanso y más largos, cada día más largos. Si el niño era guapo, pensó, quizá él podía por fin resignarse a ser feo. Fuera lo que fuera, lo cierto es que dejó de extremar las precauciones.

Ahora no siempre se encerraba en el cuarto de baño para regresar a su condición original, que tenía, curiosamente, algo de regreso a casa. A veces, en la oscuridad del cine, con su mujer al lado, dejaba los músculos en reposo y se convertía, en medio de las sombras, en el monstruo que en realidad era. En otras ocasiones fingía un estornudo para taparse la cara durante unos segundos en los que aparecía el otro detrás de sus dos manos. Tampoco era raro que cuando caminaba solo por barrios alejados del suyo se abandonara a su condición natural sin importarle el gesto de espanto con el que era observado por los transeúntes.

Un día, en uno de estos paseos, se cruzó casualmente con su mujer, que se detuvo extrañada ante aquella aparición que evocaba en ella algo inconsciente. Aquel hombre horrible llevaba las ropas con las que su marido había salido de casa esa misma mañana. Además, era corporalmente idéntico a él; se movía como él y quizá tuviera la misma voz que él, así que, para comprobarlo, le preguntó la hora. El hombre feo miró su reloj (idéntico también al de su marido) y se la dio con una voz extraña, como si la estuviera forzando, antes de continuar su camino.

Esa noche, cuando marido y mujer se encontraron en casa, hubo entre ellos una tensión especial. Dieron, como era su costumbre, de cenar al niño y lo bañaron entre los dos y lo metieron en su cuna. Mientras realizaban estos ritos, ella intentó mantener a su esposo alejado del bebé, de lo que él se dio cuenta. Finalmente, cuando el niño se durmió, cenaron ellos. Luego se sentaron a ver la televisión. Ponían una película de miedo. En uno de los descansos, la mujer se volvió y le dijo:
—Dime una cosa y nunca más volveremos a hablar sobre el asunto: ¿Tú eres él? —Sí —respondió el hombre feo. En ese instante salió de la pantalla de la televisión un grito, el grito de la protagonista de la película de miedo. Nunca supieron si había gritado por lo que sucedía dentro de la película o fuera de ella.



El Pais, 20 de julio de 2008


sábado, 2 de mayo de 2020

Esos libros ilustrados tan caros Emma Rodríguez



Logotipo, creado por Agustín Comotto, para los “libros impresos en España” de la editorial Nórdica. GETTY

10 AGO 2017

Nórdica ha impulsado un sello para concienciar sobre la importancia de comprar obras “impresas en España”.


PUEDE QUE AL entrar en una librería a elegir un libro os llame la atención ver en su contraportada un pequeño sello con el siguiente lema: “Libro impreso en España”. Puede que la sorpresa os lleve a preguntar al librero acerca de la necesidad de reivindicar algo que parece tan evidente y puede que, tras escuchar la respuesta, a partir de ese día, os toméis un respiro antes de emitir la queja habitual sobre lo caros que resultan esos hermosos cuentos ilustrados infantiles que regaláis a vuestros hijos y que leéis en su compañía, convirtiendo una actividad tan íntima y placentera en “un acto de creación permanente” y también de “resistencia” contra el bullicio y las agresiones del exterior, en palabras del escritor francés Daniel Pennac en su ensayo Como una novela (Anagrama).

Si está sensibilizado con el tema, el librero os explicará de buena gana que cada vez se imprime más fuera de España, en países como China o India, porque a los editores les sale más económico, y eso les facilita bajar los precios. Y es probable que, si mostráis interés, os diga que muchas imprentas han cerrado en los últimos años debido a la crisis, a los cambios tecnológicos y a la imposibilidad de competir con mercados con menores costes de producción. Si recurrimos a datos recientes, comprobamos que, según la Clasificación Nacional de Actividades Económicas, de 2008 a 2015 cerraron en España 4.000 empresas del sector de las artes gráficas, muchas de ellas relacionadas con el gremio del libro; que se ha perdido un 30% de puestos de trabajo y que, como indica la Confederación Internacional de Impresión e Industrias Auxiliares, España se sitúa en el tercer país europeo con más despidos en este ámbito, por detrás de Grecia y Reino Unido.

Acceder a esta información, saber qué factores influyen en el precio de los libros, lleva, sin duda, a valorarlos más. La reflexión y el debate que pueda generarse ya es suficiente para demostrar el acierto del logotipo que Nórdica Libros ha decidido incluir en sus publicaciones: el mensaje “Libro impreso en España” bajo una diminuta ilustración de Agustín Comotto en la que se ve a una mujer arando un campo del que han de brotar libros. “Lo que pretendemos, sin hacer mucho ruido, es llevar a cabo una campaña de concienciación social. Buscamos que la gente se plantee lo que es una cadena justa de valor, que entienda que esos cómics y cuentos que tanto les gustan, si están bien hechos, de manera honesta, tendrán que costar cinco euros más”, señala Diego Moreno, responsable de la editorial. “Al apostar con firmeza por las imprentas españolas queremos defender su alta calidad y manifestar nuestro no rotundo a la explotación de la mano de obra, incluso infantil, para bajar los costes de producción”.

Hablamos, sobre todo, de un sector tan sensible como el de la literatura para menores, que representa un 22,8% del total de publicaciones, y donde cada vez se hacen libros más sofisticados, en gran formato, con planchas a color que encarecen el precio. “Nunca ha sido tan barato imprimir en España como ahora, pero con nuestras condiciones es imposible que un libro de estas características cueste menos de 20 euros, y no se trata de bajar la calidad, aunque sí de estar dispuestos a disminuir un poco el margen de beneficios”, explica el editor de Nórdica. Visibilizada ya la situación, somos nosotros, consumidores, lectores, padres, los que debemos decidir, con conocimiento de causa, los libros que elegimos para echar a volar la imaginación, refugiarnos, enriquecer la vida.


El Pais Semanal Nº 2.132 06/08/2017


viernes, 1 de mayo de 2020

¡Viva el periodismo, cabrones! Manuel Rivas

Leí a Javier Valdez de un tirón, una noche, en Guadalajara. Ahora sé que escribía con técnica espectral.

EL PERIODISMO está vivo y por eso lo matan. Por eso han asesinado a Javier Valdez Cárdenas, en Culiacán, México, poco después de salir del semanario Riodoce, con su habitual despedida: “Que Dios me bendiga”. Su compañero Óscar le respondió: “Y que además te agarre confesado”. Conversaciones de irónico exconjuro que se hacen costumbre cuando cada día vives en un llano en llamas. El último libro de Javier Valdez se titula Narcoperiodismo. Lo leí de un tirón, una noche, en Guadalajara. Ahora sé que escribía con técnica espectral. Que cuando vea un texto sobre el crimen, la impunidad y el poder en México, o en cualquier otro lado, habrá información esencial, espectral, de Javier en los espacios en blanco. Las revistas Proceso y Riodoce publican un reportaje estremecedor sobre las últimas horas de su compañero: El día que nos rompieron el corazón. Sí, nos rompieron el corazón, pero no acabarán con el periodismo, cabrones.

—/

El explorador y misionero escocés David Livingstone, el primer europeo que recorrió África de costa a costa, es recordado en la historia convencional por una frase que ni siquiera pronunció. La del reportero Stanley, cuando lo encontró después de una búsqueda de ocho meses: “El doctor Livingstone, supongo”. Pero Livingstone debe figurar en un lugar de honor dentro del periodismo entendido como un activismo contra la indiferencia. El 15 de julio de 1851, en Nyangwe (Congo), fue testigo de un horror más allá del horror. La masacre de la población por parte de tratantes de esclavos. Escondido, Living­stone no tenía papel ni tinta. Arrancó una página de un viejo ejemplar del London Evening Standard y escribió con zumo de baya una de las crónicas más punzantes de la historia del periodismo. En un libro excepcional, Exploradores. Cuadernos de viaje y aventura (publicado en GeoPlaneta), aparece reproducido el original y la imagen espectral que permite descifrarlo. Me asombra lo natural que resulta a la mirada. En la dictadura, fuimos adiestrados para leer entre líneas y tal vez nuestro mejor periodismo sigue siendo espectral.

—/


El biólogo Daniel Pauly acuñó en 1995 el concepto “estándares base cambiantes” (shifting baselines), modificaciones de apariencia lenta en un ecosistema, que él utilizó para alertar sobre los niveles de tolerancia en los procesos de degradación en la naturaleza. Lo que viene a decir es tremendo: estamos ciegos ante lo que está pasando, porque nuestros estándares de medición también se han degradado. Nuestro medio ambiente se va llenando de desapariciones. La destrucción se acelera por la falta de una memoria histórica ecológica. Sin memoria, ya no somos fiables ni para los zarapitos.

—/

De los zarapitos y de los estándares de la memoria ecológica habla Kyo Maclear en Los pájaros, el arte y la vida (Ariel, abril de 2017). Este libro es como una redoma donde vuela y se agita la terrible belleza del mundo. En el cielo de Mimico (Toronto) todavía pueden verse las maravillosas columnas de zarapitos. Kyo se pregunta por cuánto tiempo y hace bien. No ha inutilizado su memoria para despreocuparse. No. Sabe que de este mismo cielo, y de todos, desapareció hace tan solo un siglo la paloma pasajera (Ectopistes migratorius). Estas palomas salvajes eran tan abundantes en 1860 que se veían bandadas de millones de ejemplares y un cazador podía matar 10 aves de un solo tiro: “Cincuenta años más tarde la especie había desaparecido”.

—/

Gonzalo, 78 años, se quedó sordo por causa de una meningitis a los cuatro años de edad. No recuerda nada de su tiempo de oyente. Ningún sonido. Vivía en la ciudad marina, al lado del antiguo matadero. Sobre las cinco de la madrugada comenzaba la matanza industrial de reses. Un amigo y vecino le explicó un día con signos desesperados que había tenido suerte. Tú puedes dormir, venía a decir. No te imaginas lo que es despertar todas las noches con los bramidos agónicos de las vacas. Gonzalo no oía los lamentos, pero al día siguiente veía el mar teñido de sangre, la aflicción de las olas por la espesura del dolor.

—/

“El aburrimiento es inmoral”, escribió el oceanógrafo William Beebe. Y se sumergió a mil metros de profundidad.


El Pais Semanal Nº 2.123 04/06/2017


Viajantes de sí mismos Javier Cercas

Lo mejor que pueden hacer los lectores es no tomarse demasiado en serio lo que los escritores decimos de nuestros libros cuando los presentamos.


ESCRIBO ESTE artículo en un hotel de Ciudad de México, adonde he venido a promocionar mi última novela. Es lo que hacemos los escritores actuales después de publicar cada nuevo libro: viajar durante meses para dar a conocer a nuestro recién nacido, convertidos en viajantes de nosotros mismos, tratando de desempeñar con la mayor dignidad posible el “grotesco papelón de literato”, por decirlo como Sánchez Ferlosio. Eso, claro está, si tenemos suerte y conseguimos cazar algunos lectores aquí y allá y llegamos a vivir de lo que escribimos. Si no tenemos suerte, nada: a pasar hambre y a que nos lea nuestra madre (¡un beso, mamá!). Sólo si tenemos muchísima suerte podemos ahorrarnos papelones y pluriempleos, pero para eso hay que ser García Márquez, y ya de viejo, cuando solía decir que, por mucho dinero que gane, un escritor siempre es “un pobre con plata”. En resumen: el auténtico éxito consiste para un escritor de hoy en no tener necesidad de promocionar sus libros ni de dedicar un minuto de tiempo a hablar de ellos, sino sólo a su verdadero oficio, que se reduce a leer, escribir y pensar en las musarañas.

No me malinterpreten. No digo que, aparte de indispensable para la vida pública de los libros, su promoción sea sólo nociva para quienes los escribimos: al fin y al cabo, en ese tiempo viajamos gratis, comemos y bebemos gratis y solemos hablar sin que nadie nos interrumpa, tres privilegios nada desdeñables; a veces, incluso, lo que decimos o escuchamos puede resultarnos útil, abrirnos vías inéditas de trabajo o resolvernos problemas prácticos. Esto, seamos justos, también ocurre. Pero lo normal es que uno sienta con razón que lo que está es perdiendo el tiempo; más aún: a veces siente que, por su culpa, por su culpa, por su grandísima culpa, está perjudicando al hijo recién salido de sus entrañas a quien trata de dar a conocer. Pongo un ejemplo de esta paradoja perversa. Al hablar de su propia obra, todo escritor está proponiendo, de forma consciente o inconsciente, una interpretación de ella; esa interpretación puede ser honesta o deshonesta, buena, mala o regular, pero el caso es que inevitablemente coarta la libertad interpretativa del lector, que es quien completa el libro (sin lector no hay literatura: la mitad de los libros la ponemos los escritores; la otra mitad, los lectores). Esto puede tener consecuencias nefastas. En época de Cervantes, los escritores, mentira parece, no concedían entrevistas, pero eso no significa que no promocionasen sus libros, sin ir más lejos en los prólogos de sus libros. Y en el prólogo del Quijote, Cervantes afirma famosamente que su libro es “todo él una invectiva contra los libros de caballerías”. Nunca sabremos con certeza por qué Cervantes puso esa frase en el frontispicio de su novela —tal vez intentaba proteger a su vástago de críticas que de todos modos sufrió—, pero lo cierto es que la advertencia ha gozado de un éxito duradero, entre otros motivos porque la ­generosidad equivocada de los lectores nos entrega a los autores el monopolio de la interpretación de nuestras obras. Tampoco digo que, confrontada con la novela, la afirmación de Cervantes sea falsa; sí, que es insuficiente, porque comporta un empobrecimiento del sentido profundo del libro: tanto como decir que don Quijote es sólo un personaje ri­dículo —y no también heroico—, o que el Quijote contiene sólo una ridiculización del heroísmo —y no también su exaltación—. Y desde luego no digo que la frase de Cervantes fuera la única responsable de que el mundo tardase siglo y medio en empezar a entender de verdad su obra maestra; lo único que digo es que, creyendo favorecer con ella la lectura del Quijote, Cervantes contribuyó a propagar una interpretación reduccionista de él.

Es lo que solemos hacer los escritores cuando hablamos de nuestros libros. No siempre, pero sí a menudo; en todo caso, se trata de un peligro real. Por eso lo mejor que pueden hacer los lectores es no tomarse demasiado en serio lo que los escritores decimos de nuestros libros, y lo mejor que podemos hacer los escritores es hablar lo menos posible de ellos y dedicar todo nuestro tiempo a escribirlos.


El Pais Semanal Nº 2.123 04/06/2017

Teoría de la mosca cojonera Javier Cercas

22 MAY 2016

Está incapacitada para callarse la boca, también para decir lo que todo el mundo quiere oír, y tiene ideas, no meras ocurrencias.


UNA VEZ le oí decir a José Saramago que un escritor de verdad era una mosca cojonera. Zoología aparte, una mosca cojonera es un incordio de persona, lo que los argentinos llaman un rompepelotas y los españoles llamamos un hinchapelotas, lo que los anglosajones llaman a pain in the ass y podríamos traducir, con alguna libertad, como un grano en el culo. No sé si Saramago era una mosca cojonera, pero su comparación me parece exacta.

Lo primero que define a una mosca cojonera es que no quiere ser una mosca cojonera; más aún, una mosca cojonera que quiere ser una mosca cojonera deja de serlo en el acto, porque el lema inicial de una mosca cojonera es el de Antonio Machado, que fue una gran mosca cojonera (aunque ya se nos haya olvidado): “En paz con los hombres y en guerra con mis entrañas”. La mosca cojonera es por tanto lo contrario de un polemista, no digamos de un camorrista, lo contrario de uno de esos pobres diablos que se dedican de manera sistemática a decir barrabasadas, a disparar a diestra y siniestra y a organizar escándalos, en definitiva a tirar cohetes para tratar de llamar la atención con naderías porque no tienen nada valioso con que llamarla. No obstante, a pesar de ser lo contrario de un polemista o un camorrista, la mosca cojonera se enreda a menudo en polémicas o escándalos, o los provoca sin querer. Tres razones explican esta paradoja. La primera es que la mosca cojonera está incapacitada para callarse la boca, así que, aunque hable poco y suela ser educadísima, dice siempre lo que piensa. La segunda razón es que la mosca cojonera está igualmente incapacitada para decir lo que todo el mundo quiere oír; de hecho, lo que la mosca cojonera dice casi siempre es lo que nadie quiere oír, lo que resulta desagradable e inconveniente o impertinente o molesto, aunque en su fuero interno muchos o algunos o incluso todos sepan que es cierto. La tercera razón es que la mosca cojonera tiene ideas, no meras ocurrencias, y, como dice Proust, las auténticas ideas no provocan el asentimiento sino la contestación, cuando no el rechazo. Por supuesto, en política hay moscas cojoneras de derechas y moscas cojoneras de izquierdas, sólo que las moscas cojoneras de izquierdas incordian sobre todo a la izquierda y las de derechas a la derecha; o dicho de otro modo: a quienes más incordia la mosca cojonera es a los suyos, a quienes están de su lado y piensan como él (a quienes no están de su lado, en cambio, la mosca cojonera casi no se molesta en incordiarlos: para qué). Esto significa que la mosca cojonera jamás se beneficia de los líos en que se mete o en que la meten; al contrario: con cada nuevo lío pierde amigos, o por lo menos lectores. Esto significa también que, como las águilas, la mosca cojonera nunca vuela en bandada. Ojo: hay mucha mosca cojonera de mentira, bravucones insolventes que viven de su falso prestigio inverso de moscas cojoneras porque no pueden vivir de otra cosa; la mosca cojonera auténtica vive a la intemperie pudiendo vivir en un palacio, mientras que la falsa mosca cojonera pasa con frecuencia de la intemperie al palacio gracias a los réditos de sus incordios de pacotilla. Dos de las máximas moscas cojoneras europeas del último siglo fueron obviamente Orwell y Camus; obviamente, dos de las máximas moscas cojoneras españolas de los dos últimos siglos fueron Larra y Unamuno. Como toreros que se arriman mucho al toro, todos ellos murieron jóvenes (y uno se pegó un tiro antes de cumplir 30 años), salvo Unamuno, que era una mosca tan sumamente cojonera que quería seguir siendo una mosca cojonera durante toda la eternidad. Y hablando de Unamuno: sobra decir que la mosca cojonera puede equivocarse mucho, sobre todo en política, pero tiene una habilidad diabólica para rectificar, lo que constituye un incordio suplementario; sobra decir también que al final el verdadero lema de la mosca cojonera, más que de Machado, podría ser de Unamuno: “En guerra con los hombres y en guerra con mis entrañas”.

Resumiendo: una mosca cojonera es un peligro público, una maldición, una calamidad para cualquier familia. Dios nos guarde de las moscas cojoneras.


El Pais Semanal Nº 2.069 22/05/2016


El olvido y la palabra Hisham Matar

23 ABR 2017

El autor, de origen libio, recuerda su relación con los textos escritos desde su niñez en El Cairo. Por entonces, disidentes políticos frecuentaban su casa. Un buen día, uno llevó un discreto volumen blanco.

EL RECUERDO más antiguo que tengo de los libros no es de leerlos yo, sino de que me los leyeran. Me pasaba horas escuchando, observando la cara de la persona que me leía en voz alta. A veces apoyaba la cabeza sobre el pecho o el vientre del lector y sentía la resonancia de cada vocal y consonante. Así llegaron a mí muchos libros: Las mil y una noches; las obras maliciosas y brillantes de Al Jahiz; la poesía de Ahmed Shawqi y sus coetáneos de Al Nahda, el renacimiento literario árabe que tuvo lugar a finales del siglo XIX y principios del XX; varios libros sobre las vidas de los Sahabah, y las obras de una larga serie de historiadores que trataron de explicar cómo y por qué una guerra o una época concreta había empezado o terminado. En aquel entonces nunca se me ocurrió preguntarme por qué no había libros para niños en la casa; ninguno que yo recuerde, al menos.

Tras una vida entera de relaciones apasionadas con los libros –algunos, como descubriría más tarde, poco merecedores de mi juvenil fervor, unos cuantos con los que me topé en el momento equivocado y muchos otros que todavía iluminan estancias en mi interior– en dos lenguas formidables, el árabe y el inglés, me resulta extraño, ahora que ya tengo cuarenta y tantos años, que el libro que más me ha afectado sea uno que cayó en mis manos cuando tenía 10 u 11 años y sobre el que apenas sé nada. No lo he leído. Y, pese a mis muchos intentos de encontrarlo, ni siquiera he conseguido averiguar el título o el nombre de su autor.

Era una de aquellas tardes en las que nuestra casa en El Cairo se llenaba de disidentes políticos libios exiliados, algo frecuente en aquellos tiempos, de modo que no hubo siesta después de comer. Al contrario, quedó un grupo numeroso reunido en la sala de estar, entregado a una indolente conversación puntuada por las sucesivas rondas de fruta, té y café. El tiempo parecía infinito. El libro estaba sobre la mesita de café, entre platillos, tazas y ceniceros. Recuerdo que tenía una sencilla cubierta blanca, sin ninguna ilustración.

Era evidente que el huésped que había llevado aquel libro como regalo para mi padre olvidaba que era precisamente él quien se lo había recomendado algún tiempo atrás. Y como mi padre no quería decepcionar a su huésped, no reveló que ya lo había leído. Ahora me resulta curioso que semejante sutileza social se grabara en mi memoria.

Quizá fue por la naturaleza del silencio de mi padre, que, cómo no, hizo que el huésped tuviera más ganas todavía de expresar hasta qué punto apreciaba el libro. Lo cogió y se puso a leer en voz alta. Sentí que el efecto de las palabras reverberaba en la sala y hasta me pareció que vibraba en los muebles una vida interior. Ya no tengo a mi padre conmigo para preguntarle acerca de aquella tarde. Puede ser que me equivoque, quizá él no conocía en absoluto aquel libro y su silencio no tenía nada que ver con la educación, sino que era, más bien, su manera de responder al texto.

No recuerdo sobre qué trataban exactamente los pasajes leídos en voz alta. Lo que sí recuerdo es que transmitían los pensamientos íntimos de un hombre, de alguien que experimentaba una emoción hiriente o vergonzosa como el temor, los celos o la cobardía, sentimientos que siempre es complicado admitir, en especial para un hombre. En cambio, la franqueza de aquellas líneas, su capacidad de capturar esas reacciones cambiantes y vagas, era en sí misma valiente y generosa, el polo opuesto de la emoción que se describía. También recuerdo el asombro que me hizo sentir que las palabras pudieran llegar a ser tan precisas y pacientes y que ilustraran, en su devenir, lo que el niño que yo era entonces ya sabía de algún modo: que existe una distancia a la vez trágica y maravillosa entre la conciencia y la realidad.

Teniendo en cuenta los libros que ya me habían leído, no podía ser la primera vez que me encontraba ante una escritura semejante. Sin embargo, por algún motivo, en esa ocasión tomé plena consciencia de cómo me impactaba. También me produjo gran impresión el nuevo silencio que los pasajes dejaron tras su paso. Al menos temporalmente, crearon entre aquellos hombres de política, que me parecían regidos por el peso sólido de las certezas, un resonante instante de duda. Me sentí muy emocionado, alegre y melancólico, todo a la vez.

Tal vez sea ese el motivo de que aquel libro misterioso, según la lógica de mi memoria, haya engendrado cada uno de los que he leído desde entonces. Incluso los grandes libros a los que vuelvo siempre, como se vuelve a un paisaje favorito, parecen estar en deuda, no importa cuán fugazmente, con aquel texto desconocido e incognoscible. Cada palabra que he escrito se ha visto impelida por un entusiasmo que tiene sus raíces en aquella tarde de antaño, cuando era un niño y ni siquiera sabía todavía que los libros me hacían falta. Tal vez ese libro me haya resultado más útil así, perdido, que si hubiera podido encontrarlo.

El Pais Semanal


La diosa que nunca se fue Manuel Rivas


29 OCT 2017

A través de la relectura de ‘La diosa blanca’, de Robert Graves, una evocación de grandes novelas que en su día fueron rechazadas por los editores.


NO LEJOS de donde escribo, y en un lugar de abrigo de la Costa da Morte llamado O Cereixo, hay un árbol santo. Es un buen roble, en todos los sentidos. Confieso que voy con frecuencia allí, a abrazarme. No es por superstición ni tampoco por realismo mágico. No espero que el árbol me devuelva el abrazo ni me susurre historias de druidas ni se eche a andar llevando su sombra a modo de sombrero, aunque tampoco me importaría compartir con él la lógica del asombro. Voy porque me sienta bien. Y eso es casi todo.

Donde, de alguna forma, hablan los árboles, y toda la red de almas de lo existente, también como memoria e imaginación, es en dos obras que venero: La rama dorada, de J. G. Frazer, y La diosa blanca, de Robert ­Graves. En ambos se cumple esa alquimia de ver la naturaleza como un libro y el libro como un mundo.

La diosa blanca es un buen libro para abrazar. Y ojalá funcionara el abrazo como el rito de un contagio. Robert Graves publicó su primera obra cuando era un joven poeta gravemente herido en la batalla del Somme, en 1916, en la Primera Guerra Mundial. Aquel horror, y la desesperación ante la rápida desmemoria ambiental, le llevará a escribir la gran catarsis que es Adiós a todo eso (1929). Obras como Yo, Claudio (1934), que inspirará la serie ya mítica en la ficción televisiva, harán de Graves un autor tan popular como de culto. Cuando publica The White Goddess (1948), esa revolución óptica que sacude la antigua jerarquía patriarcal de lo divino, Robert Graves vivía en Deià, Mallorca, donde dirá su definitivo adiós a todo esto en 1985, a los 90 años.

La diosa blanca (existe una magnífica edición en castellano de Alianza Editorial, la de 2014) es ese tipo de exploración que va más allá de lo desconocido y en la que nos preguntamos no solo cómo alguien ha llegado hasta ahí, sino también cómo ha podido contarlo. Es muy difícil que tanta información, oculta o semioculta, se sustancie en maravilla poética. Tal vez Graves no podría haber escrito ese libro sin ayuda de la mismísima diosa blanca, esa musa que también nombramos como la Luna. Ver con luz de luna coincidiría con la sensibilidad óptica que Paul Celan describía así, abreviando: hay ojos que divisan un fondo y hay otros que van a lo profundo de las cosas. Graves escribía con esos ojos que no divisan un fondo, pero ven más profundo.

Puedo abrazar el árbol santo. Puedo abrazar La diosa blanca. Pero todavía con más fuerza después de descubrir algo que ignoraba sobre la propia historia del libro.

Al principio, y pese al historial literario y académico de Graves, nadie quería publicarlo. Hoy resulta inexplicable, al igual que el rechazo a Lolita, de Vladímir Nabokov, o a Rebelión en la granja, de George Orwell, o El señor de las moscas, de William Golding. La primera obra de Jack London fue rechazada en 600 ocasiones. No me extraña que a London le gustara el boxeo. A Nietzsche también le pusieron la proa, pero el genio estaba por encima de esas adversidades y entendió que había nacido antes de tiempo. En España siempre se cita el caso de Cien años de soledad. Me parece que, más que rechazo, lo de Barral fue un monumental despiste: se asustó con lo de los cien años.

Pero ¿por qué el rechazo a La diosa blanca? Tal vez no sea tan extraño. Podemos imaginar la turbación de lectores y editores. En un principio, las culturas matriarcales tenían un poder divino femenino. El dominio de las menores divinidades masculinas fue paralelo a la imposición del patriarcado.

Fue visto como un libro peligroso. Y lo era. No sabían los editores hasta qué punto.

En un trabajo de Eugénio Lisboa sobre los más llamativos rechazos editoriales en Jornal de Letras leo que el primer editor que no quiso saber nada de La diosa blanca falleció pocos días después de un ataque al corazón. El libro llegó a un segundo editor, que también lo rechazó indignado. Al poco tiempo apareció ahorcado. Llevaba puesto un sostén y unas bragas de mujer. El libro fue enviado a la editorial Faber & Faber. Le correspondió a T. S. Eliot dictaminar la publicación o no del libro. Su informe era más que positivo. Había que publicar y de inmediato La diosa blanca: “¡Cueste lo que cueste!”.

Todo el mundo habla ahora de los abusos del depredador Harvey Weinstein, el productor de Hollywood. En su estupor de falso dios de cartón piedra, seguramente ignora que quien lo hizo caer fue la diosa blanca.

El Pais Semanal