martes, 10 de abril de 2018

Utopia Por Javier Cercas

Una escena. Transcurre en el café Arcos, en Praga, a finales de 1909. Dos jóvenes que se han conocido por azar conversan sentados a una mesa. El primero tiene veintiséis años: es tímido, es checo, es doctor en Derecho por la Universidad Alemana y trabaja en una compañía italiana de seguros, pero sobre todo es escritor; el segundo tiene veinte años y también es artista, un artista fracasado que se gana la vida pintando tarjetas postales y vive semiclandestinamente en Praga porque, además de ser un artista, también es un desertor austríaco. Los dos jóvenes conversan; mejor dicho: el pintor habla y el escritor escucha. Los ojos del pintor escupen fuego; su boca, la utopía atroz de un mundo convertido en una inmensa colonia penitenciaria. El escritor, que es escritor porque sabe escuchar, sigue escuchando, atónito, y mientras lo hace piensa que las palabras preparan el camino de las cosas, son precursoras de actos venideros, chispas de incendios futuros. Piensa: "Si estas palabras pueden ser dichas, entonces es que pueden ser realizadas". Ya lo han adivinado: el escritor se llama Franz Kafka; el pintor, Adolf Hitler. Ya lo han adivinado: la escena no es real, aunque sí verosímil: la inventó Ricardo Piglia para su novela Respiración artificial.

Una ficción. Se titula 'El país de los ciegos' y su autor es H. G. Wells; se publicó en 1901. En el territorio más inhóspito de los Andes ecuatoriales hay un valle angosto y confinado cuyos habitantes, que han permanecido aislados del mundo durante generaciones, son ciegos: los niños nacen ciegos; los últimos viejos que han gozado de la vista han muerto; todo el mundo ha perdido la memoria de lo que significa ver; las casas no tienen ventanas ni luz ni colores. Un día, accidentalmente, llega a ese lugar imposible un hombre procedente del mundo exterior. Al principio, el hombre piensa que ese valle es el paraíso, porque en él reina una armonía perfecta; luego piensa: "En el país de los ciegos, el tuerto es el rey". Pronto advierte que se equivoca: advierte que en ese país no rigen las reglas del exterior, que los ciegos han instaurado sus propias reglas, que él no domina esas reglas, que los ciegos lo consideran un ser inferior e idiotizado y que por eso él es allí un hombre perdido e inútil, tan inútil y tan perdido como un ciego en el mundo exterior. El paraíso se convierte en infierno: una utopía atroz.

Una realidad. Leí el cuento de Wells en la adolescencia, y me gustó tanto que en cuanto tuve oportunidad lo traduje al castellano. Durante muchos años pensé que -dado que si unas palabras pueden ser dichas, entonces es que pueden ser realizadas, dado que en cierto modo el lenguaje crea la realidad- en alguna parte había o había habido o habría un lugar como el de Wells, puesto que, si algo ha podido ser imaginado, es que existe o ha existido o existirá (tal vez incluso la máquina del tiempo de Wells es teóricamente posible, al menos si aceptáramos que Einstein enseña que si viajáramos más deprisa que la luz, veríamos el futuro). Ahora he averiguado que si no existió un país de los ciegos, existió por lo menos un país de los sordos. Lo cuenta el neurólogo Oliver Sacks en Veo una voz, un ensayo apasionante sobre la sordera. En la isla de Martha's Vineyard, en Massachusetts, hubo, desde la llegada de los primeros colonos sordos en 1690, y a lo largo de doscientos cincuenta años, una forma de sordera hereditaria producida por un gen recesivo debido a la endogamia. A mediados del siglo XIX, casi todas las familias de la isla estaban afectadas, y en algunos pueblos el número de sordos había llegado a ser de uno de cada cuatro. Por ello, toda la comunidad aprendía a hablar por señas, y había un intercambio libre y pleno entre oyentes y sordos; de hecho, a los sordos apenas se los consideraba sordos, y desde luego no se les consideraba en absoluto impedidos. Cuando Sacks conoció la existencia del país de los sordos, viajó, un poco incrédulo, a visitarlo. Más incrédulo aún, comprobó que, aunque el último sordo había muerto en 1952, el lenguaje de señas seguía vivo en la isla, y no sólo para ocasiones especiales (contar chistes verdes, hablar en la iglesia), sino en la comunicación habitual, sin duda porque se trata de un lenguaje tan rico y eficaz como el hablado. Sacks conversó con una anciana que mientras dormía trazaba sobre la colcha fragmentos de signos, como si estuviera tejiendo; no tejía: soñaba por señas.

Una idea. Italo Calvino afirma que 'El país de los ciegos' es un apólogo moral y político, "una meditación sobre la diversidad cultural y sobre la relatividad de toda pretensión de considerarse superior". Lo primero es cierto: el viajero llegado del exterior no tiene más remedio que aceptar la insensata visión del mundo a la que su incapacidad obliga a los ciegos; lo segundo, obviamente, también. Me pregunto si la increíble pero real comunidad de Martha's Vineyard no es también una suerte de apólogo, una esperanzada afirmación de que, por asombroso que parezca (pero quizá todo lo que puede imaginarse existe o ha existido o existirá), el paraíso no siempre es una utopía atroz. •


El Pais Semanal Número 1.428. Domingo 8 de febrero de 2004