domingo, 24 de enero de 2021

El aura de los libros perdidos

Robadas en estaciones o calcinadas entre las llamas se desvanecieron obras de Hemingway, Gógol y Schulz. Un ensayo recupera su historia

ANDREA AGUILAR

19 OCT 2016

Ernest Hemingway perdió en un maleta todos los cuentos que había escrito y una primera novela en 1922.  HULTON DEUTSCH GETTY IMAGES

Los manuscritos perdidos han sido un tema literario (o metaliterario) recurrente, una estructura narrativa sobre la que se han construido un buen número de obras, y tras la que se han escondido escritores tan grandes como Cervantes. Como un intrincado juego de espejos que borra las fronteras entre realidad y ficción o como simple cebo para empujar la trama de una historia, el capital creativo y las posibilidades de fabulación a las que invita la desaparición (¿romántica?, ¿deses­perada?, ¿azarosa?, ¿irremediable?) de una obra están más que probadas. En un plano más terrenal, se encuentra la erudita pasión académica por incunables, desaparecidos y demás piezas imposibles del gran puzle literario. También, la ágil recuperación de libros “perdidos” en cajones o áticos emprendida por agentes, editores y deudos de insignes escritores ha demostrado el excelente tirón, en este caso comercial y mediático, de la literatura extraviada y recuperada.

Un poco más allá de las armas de la ficción y de los impulsos románticos del mercado se sitúa la investigación emprendida por el italiano Giorgio Van Straten en su ensayo Historia de los libros perdidos (Pasado y Presente). Compendio de desgraciados avatares literarios, este volumen rescata las historias de ocho legendarios manuscritos desaparecidos. "Los libros perdidos son aquellos que existieron y ya no existen. No son los libros olvidados", aclara Van Straten en las primeras páginas, antes de adentrarse en la reconstrucción de las peripecias y angustias de Hemingway, Gógol, Plath, Benjamin, Lowry, Byron, Schulz y Bilenchi. Las maletas y las llamas son los protagonistas indirectos de esta historia situada en un tiempo anterior al advenimiento de Internet, de los servidores informáticos, de disquetes y lápices de memoria.

Ahí está la bolsa negra a la que Walter Benjamin se aferró hasta su último día en Portbou y de la que no queda rastro alguno, como también se perdió en Collioure el equipaje (y los escritos que se especula que contenía) de Antonio Machado. Cuando los libros viajaban en maletas, el descuido en un tren procedente de París y con destino a Suiza resultó en el robo de los primeros cuentos y la novela en que llevaba tres años trabajando el joven cronista del Toronto Star Ernest Hemingway. Su primera esposa, Hadley Richardson, fue quien sufrió el hurto en 1922, cuando presa de un ataque de sed abandonó el vagón para comprar un agua Evian. Solo sobrevivieron dos relatos (había enviado una copia a una revista para ver si los publicaban). Papa tardaría varias décadas en reconocer que quizá aquella traumática pérdida fue para bien, como le sugirió Ezra Pound. Y si bien aquella maleta del tren que le robaron a la sedienta Hadley nunca apareció, en 1956 el atento director del Ritz de París le devolvió al ya entonces premio Nobel otras dos repletas de papeles que había dejado durante un par de décadas olvidadas en el hotel y que fueron la base de París era una fiesta.

El británico Malcolm Lowry también sufrió varios hurtos de maletas con manuscritos —Ultramarina fue sustraída del asiento trasero del descapotable de su editor, delante de un bar donde aparcaron—, pero las copias de carbón salvaron Bajo el volcán. Lo que no tuvo remedio fue el incendio en 1944 de la cabaña en Canadá donde vivía con su segunda esposa. Allí ardieron las cerca de 1.000 páginas de la versión más depurada de In the Ballast to the White Sea, una obra que representaría el paraíso frente al infierno de su anterior novela en lo que se había propuesto que fuera una versión sui generis de la Divina comedia. Esta obra de Dante y un final entre llamas también están en el corazón de la historia del ruso Nikolái Gógol. El éxito de Almas muertas —la primera parte del infierno, purgatorio y paraíso que pretendía escribir— agudizó la neurosis perfeccionista y el trasiego viajero de Gógol. En 1852 ante su criado, 10 días antes de su muerte, decide quemar las cerca de 500 páginas de su nueva obra. Y parece ser que aquella hoguera marcó la estela para muchas otras que han destacado —casi como los agujeros que dejan las colillas encendidas— en la literatura rusa. Bien por dramático inconformismo con lo que se había escrito, bien por miedo a censura, Dostoievski, Pasternak o Anna Ajmátova hicieron arder sus escritos, según Van Struten. Quizá los archivos del KGB aún deparen interesantes sorpresas y textos inéditos de grandes autores perseguidos. Se especula sobre la próxima aparición de nuevos textos de Shalámov, el autor de los Relatos de Kolimá.

Fuego y censura fue el final al que quedaron reducidas las memorias del gran romántico Byron, pero no por decisión propia, sino por el pudor o el miedo que sintieron tras su muerte su editor, su albacea y hermanastra y un par de amigos —uno de ellos, Thomas Moore, contrario a la quema— a la confesión abierta de su homosexualidad. El poeta Ted Hughes también quemó los diarios de su esposa, Sylvia Plath, para proteger a sus hijos. La novela Double Exposure, en la que trabajaba, también desapareció, según Hughes se la llevó su suegra.

Un destino igual de incierto es el que corrió la novela El Mesías, de Bruno Schulz, y quizá por ello, esta obra ha servido de inspiración para nuevas ficciones de Cynthia Ozick y David Grossman. “Me gustan las novelas que están basadas en historias reales, en libros que realmente se perdieron, no aquellos que se inventan la pérdida”, explica Van Struten por correo electrónico. Fuera de su libro, en la poblada sección de objetos perdidos de la literatura destacan el poema cómico de Homero Margites; la obra de Shakespeare Cardenio, inspirada en un episodio de El Quijote, de Cervantes, o el manuscrito de una novela de Melville, La isla de Cross, que el autor de Moby Dick escribió inspirándose en la historia real de Agatha Hatch, la hija de un farero que rescató a un náufrago que acabó por abandonarla.

Entre copias, manuscritos, versiones, cenizas, versos y maletas crece la historia de lo que pudo ser y no fue, pura carne de leyenda. ¿El ordenador acabó con versiones futuras de esta atribulada historia? “Para mí lo importante es la persona que perdió el libro y las circunstancias que rodearon esa pérdida”, explica Van Straten. “Hoy el robo de un PC puede ser un principio precioso para una historia, ¿no cree?”. Ya escribió Borges que "la biblioteca es ilimitada y periódica".


El Pais 16 de octubre de 2016


La hoja que me ha dado raíces


ALBERTO MANGUEL

9 OCT 2016 

Las piernas de Martine, 1967. HENRI CARTIER-BRESSON MAGNUM PHOTOS / CONTACTO

En el siglo dos a. C., un remoto antepasado mío (tengo sangre mongol) tuvo en sus manos un material nuevo, algunos de cuyos fragmentos, hallados hace ya varias décadas, fueron declarados por expertos los más antiguos ejemplos que poseemos de lo que hoy llamaríamos un antepasado del papel. Sin embargo, el procedimiento para fabricar papel a partir de la pulpa de madera, tuvo que esperar aún cuatro siglos para ser inventado. La tradición atribuye esa novedad a Tshai Lun, un eunuco de la corte de los Han, quien imaginó un substituto de la seda utilizada hasta entonces como soporte para la escritura y que resultaba demasiado cara para los usos cotidianos. Para honrar su ingenio, después de su muerte, la emperatriz hizo erigir un templo en su nombre en la ciudad de Chengdu. Si bien el papel tardó otros once siglos para arraigarse a Europa, cuando fueron construidos los primeros molinos papeleros, (la primera fábrica de papel en España fue construida por los árabes en 1150), retazos de papel chino empezaron a llegar penosamente mucho antes a los centros europeos.

Agradezco a mi ingenioso antepasado esta invención sin la cual no puedo concebir mi vida. El roce del papel es uno de mis primeros recuerdos sensoriales, junto al olor de la leche y el sonido de la máquina de tejer de mi nodriza. No existían esos horribles libros de plástico que se fabrican para los niños ahora y mi cuna estaba llena de ediciones ilustradas de los cuentos de los Hermanos Grimm y de las Mil y Una Noches. Recuerdo que, cuando mi nodriza me leía un cuento antes de dormir, yo extendía mi mano y tocaba subrepticiamente la hoja del libro, quizás para asegurarme que las mágicas aventuras provenían de un lugar material y verdadero. El papel fue mi primera prueba de que la realidad del mundo es literaria.

Recuerdo que, desde mis primeras lecturas, yo trataba la hoja de papel como un espacio compartido. Estaban las palabras que narraban la historia, siempre constante, invariable. Estaba la ilustración que a veces correspondía, y otras veces no, a cómo yo me imaginaba a los personajes o las escenas. Pero también estaban las márgenes que me tentaban con sus espacios vacíos a llenarlas con mis garabatos y acotaciones, y yo me esmeraba en traducir mis emociones e ideas en ellos, construyendo un texto paralelo, íntimo e ilustrado. Cuando mucho más tarde descubrí las iluminaciones de los manuscritos medievales, sentí una afinidad profunda y antigua con esos creativos lectores anónimos.

Esas espesas hojas de mi infancia, con letra gótica algunas y tipografía sans serif otras, las amarillentas páginas de mis libros de bolsillo Espasa-Calpe que vinieron después, las otras, menos pálidas de mis Penguin, las cremosas de las ediciones francesas, las bíblicas de la Pleiade y de Aguilar, las luminosamente blancas de Alianza, las casi inmortales de alguna que otra edición aldina que, como si fueran reliquias centenarias, he tenido entre mis manos —todas forman para mi la materia de la cual está compuesto mi universo.

Desde esas lejanas tardes yo siempre he sido fiel a esa geografía. De biblioteca en biblioteca, ese follaje me acompaña y me hace sentir en casa dondequiera que me encuentre: durante mis demasiados viajes, es siempre la hoja de papel la que me ha dado raíces. Los utilísimos y omnipresentes textos digitales provocan mi admiración pero no mi afecto. Necesito una presencia más corpórea, menos fantasmal en un mundo que siento más y más como absurdo y evanescente. Todo se aleja, todo se transforma a mi alrededor: las ciudades a las que me había acostumbrado cambian de fachada, los viejos amigos cambian sus rasgos y sus personalidades, la rutina cotidiana ya no es la misma. Sólo el papel y su tinta permanecen para mí constantes, siempre en su mismo lugar entre las cubiertas de mis libros que, si bien ajados, resisten la lima de los días y el roer de los años. Entre la gente de campo, existe la tradición de que, cuando un apicultor muere, alguien debe anunciar esa muerte a las abejas. Yo quisiera que, cuando yo ya no esté, algún amigo vaya a decirles a ese paciente papelerío que su lector se ha ido.


Alberto Manguel es escritor, autor de ‘Una historia de la lectura’ (Alianza) y director de la Biblioteca Nacional de la República Argentina.


El Pais 9 de octubre de 2016


viernes, 22 de enero de 2021

La vuelta al mundo de Julio Verne por Juan José Millás



Fue víctima de una capacidad de anticipación asombrosa. Su cabeza concibió, antes de que llegaran a la realidad, el submarino, el helicóptero, el rayo láser, los paneles solares... e incluso Internet. Descubrió el siglo XX dentro del siglo XIX. Aseguraba que todo lo imaginable es realizable. El escritor Juan José Millas evoca sus experiencias con los universos de Verne coincidiendo con una nueva colección de las obras de este titán francés de las letras que ofrece EL PAÍS.

POR Juan José Millas






Julio Verne. He ahí un tipo que descubrió el siglo XX dentro del siglo XIX, lo que viene a ser como adivinar la edad de los metales en medio de la edad de piedra. Supongamos que estás cortando un pedazo de carne cruda de jabalí con una grosera hacha de sílex conociendo ya intelectualmente la posibilidad del hierro. Lo lógico es que te lleven los diablos. A mí me parece que a Julio Verne le llevaban los diablos porque el traje del XIX le venía pequeño. Podría haber acabado en el frenopático, pero canalizó a través de la escritura la mala sangre que le provocaba vivir dentro de una época con cuatro tallas mentales menos de las que le correspondían.

Aun así, y pese al éxito literario, su vida fue en muchos aspectos un desastre. No se pierdan este fragmento, tomado de la Wikipedia, de una carta en la que le habla de sí mismo a su madre: "Una vida que limita al norte con el estreñimiento, al sur con la descomposición, al este con las lavativas exageradas, al oeste con las lavativas astringentes {...). Es probable que estés enterada, mi querida madre, de que existe un hiato que separa ambas posaderas y no es sino el remate del intestino. Ahora bien, en mi caso, el recto, presa de una impaciencia muy natural, tiene tendencia a salirse y por consiguiente a no retener tan herméticamente como sería posible su gratísimo contenido (...), graves inconvenientes para un joven cuya intención es alternaren sociedad".

Verne fue atacado también por fiebres de origen desconocido y sufrió una paralización facial de difícil diagnóstico. Somatizaciones, tal vez, de un desacuerdo emocional con el entorno, aunque él prefería atribuirlas a la deficiente alimentación provocada por sus penurias económicas, ya que su padre le había retirado el estipendio por no dedicarse a las leyes. En la nota citada más arriba trata de estimular la mala conciencia de su madre a la manera en que Van Gogh, en las célebres cartas, estimulaba las de Teo, su hermano y mecenas. En cualquier caso, llamar hiato al culo constituye un acierto literario que vale por las penalidades que describe.

De acuerdo, Verne padecía hemorroides, como indica delicadamente en su carta, pero las combatía con cocaína, una cosa por otra. Una producción literaria tan extensa como la suya se explica mal sin la ayuda de algún tipo de estimulante. La coca proporciona una excitación tranquila, o una tranquilidad excitante, que le viene muy bien a la actividad creadora. Cabe señalar, de otro lado, que esa "impaciencia muy natural" de salirse de su sitio que atribuye a su recto parece una metáfora de la que le consumía a él por salirse del siglo que le tocó vivir.

Nacido en 1828, año de la invención del hormigón, vivió hasta 1905, en que se descubrió el acero inoxidable. Tanto el primero como el segundo, debido a su potente presencia material, simbolizan el mundo del que venía, que era el de una racionalidad sin fisuras, una lógica de circuito cerrado, cuando él ya intuía que detrás de la electricidad vendría la electrónica. Eso le hacía vivir fuera de sí, obligándole a escribir como un poseso, pues en solo 13 años (de 1863 a 1876) publicaría, entre otros muchos, títulos tan definitivos como Cinco semanas en globo. Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a la Luna, Veinte mil leguas de viaje submarino. Los hijos del capitán Grant, La vuelta al mundo en 80 días y Miguel Strogoff.

En las novelas de Verne, la máquina no está al servicio del hombre como mera herramienta, sino a modo de prótesis; como si, más que un hallazgo para multiplicar sus posibilidades, se hubiera inventado para sustituir una amputación. De este modo, en su fantasía se configura ya el advenimiento del ciborg, esa criatura en la que la biología y la tecnología se confunden como los materiales en una amalgama. ¿Cómo se relacionan, si no, el Capitán Nenio y el Nautilus?

Julio Verne fue víctima de una capacidad de anticipación asombrosa. Por su cabeza, y antes de que llegaran a la realidad, pasaron el submarino, el helicóptero, el rayo láser, la videoconferencia, los paneles solares, incluso, como se verá más adelante, Internet. Exageraciones, dirán algunos. Bueno, basta observar las coincidencias entre su vuelo imaginario a la Luna y el del Apolo 11, llevado a cabo realmente cien años más tarde, para aceptar sin reservas el adjetivo de visionario que tantas veces se le atribuye. Tanto en la novela como en la realidad, por ejemplo, la tripulación se compone de tres personas. La nave de Verne y la de la NASA tenían ambas forma cónica y medían y pesaban prácticamente igual. Lo mismo podemos decir de la velocidad alcanzada por una y por otra nave, así como de la duración del viaje. Las dos cápsulas aterrizan en el llamado Mar de la Tranquilidad y amerizan, de regreso a la Tierra, a solo cuatro kilómetros la una de la otra. Por cierto que la de los americanos despegó de Cabo Kennedy, muy cerca de la del escritor, que salió de Tampa, Florida.
Aseguraba Verne que todo lo imaginable es realizable. Sabía, pues, que lo que llega a la vida pasa antes por la cabeza. Poseía una conciencia excepcional de que lo que llamamos realidad no es más que una pequeña parte de ella, pues también los sueños y las fantasías lo son. Más aún: no es que sean realidad, es que conforman lo que nombramos de este modo. No se puede fabricar un objeto que no haya sido antes un fantasma en la mente de alguien. No se puede llevar a cabo un viaje (como el de la Tierra a la Luna) que no se haya soñado previamente, ni escribir una novela sobre la que no se haya fantaseado, ni construir una nave de la que no existiera una
 
PÁGINA ANTERIOR Ilustración inspirada en La vuelta al mundo en 80 días, de Julio Verne. En la escena, Jean Passepartout, ayudante de Phileas Fogg, resulta herido por un elefante en India. EN ESTA PÁGINA Retrato del escritor en su juventud. PÁGINA SIGUIENTE Pasaje de Veinte mil leguas de viaje submarino.

 
ILUSTRACIONES DE ROGER VIOLLET

visión previa. Pese a esta evidencia, todavía hoy se insiste en colocar entre la imaginación y la realidad una valla electrificada de tres metros. Es inútil, la imaginación atraviesa la valla por la noche y aparece como realidad al día siguiente. De ahí la importancia de una imaginación bien amueblada. Cuando, encontrándonos en el cine, las imágenes comienzan a salir distorsionadas, a nadie se le ocurre que el problema sea de la pantalla, que no es más que una sábana blanca, sino del proyector. Así, lo que llamamos realidad es una proyección de lo que sucede en nuestras cabezas. Cuando la realidad está mal, y está mal siempre, nos entretenemos sin embargo en ajustarle las cuentas a la pantalla en vez de analizar los problemas del proyector. Un plan educativo verdaderamente revolucionario consistiría en aceptar la premisa de que la fantasía conforma la realidad. Curiosamente, se combate desde todos los ámbitos. Por eso hablamos siempre de lo que nos ocurre en vez de hablar de lo que se nos ocurre. Lo que se nos ocurre, bueno o malo, llega tarde o temprano ala vida, a esa pequeña parte de la vida que llamamos realidad.

Todo esto era para señalar que Verne ejemplificó la idea de que el sueño y la vigilia (o el delirio y la vida) forman un continuum en el que no existe una línea de puntos donde meter la tijera. Si él fue capaz de inventar el siglo XX en la mitad del XIX, nosotros podemos reinventar (o volver a encontrar) a Verne en el XXI. Como en una relación especular, Verne se proyecta desde su época hacía la nuestra y la nuestra le devuelve la imagen gracias a los avances prefigurados por él. Uno de ellos es precisamente Internet. En 1863, y después del gran éxito de Cinco semanas en globo, escribió una novela titulada París en el siglo XX que su editor habitual, Pierre Jules Hetzel, le aconsejó guardar en el cajón, pues, además de no alcanzar el nivel de la anterior, se mostraba en ella muy pesimista respecto al futuro. La acción discurre en 1960, en un París en el que hay rascacielos de vidrio, automóviles, calculadoras y, ¡atención!, una red mundial de comunicaciones que se concreta en una especie de telégrafo global que evoca la idea de la Red. En ese París imaginado, las humanidades ya no forman parte de los planes de estudio y escritores de la talla de Víctor Hugo han pasado al olvido. Las finanzas, en cambio, ocupan un espacio tal que el dinero ha dejado también de ser un instrumento del hombre para convertirse el hombre en un instrumento de él.

Bueno, profecía pesimista cumplida. La novela permaneció perdida hasta 1994, cuando el internet embrionario imaginado por Verne en esa novela ya funcionaba en la realidad. La Red, si uno lo desea, se vuelve hacia el siglo XIX y encuentra al autor de Miguel Strogoff.

Imagínense, si no, a un escritor actual de vacaciones, en medio del campo, a 500 kilómetros de su mesa de trabajo, de sus libros de consulta, de sus fetiches, prácticamente a 500 kilómetros de sí mismo. Supongamos que le llaman del periódico para encargarle unos folios sobre Julio Verne. Precisemos que
solo cuenta, para comprobar fechas, títulos, argumentos, datos históricos, etcétera, con la memoria de las lecturas de las novelas del autor francés, ya demasiado antiguas, y con un ordenador portátil de apenas dos kilos de peso. Ese escritor soy yo. Ese escritor pone en el buscador de su portátil las palabras Julio
Verne y en menos de 30 segundos le aparecen casi 500.000 entradas sobre el autor de El Chancellor. Significa que así como Verne navegó por nuestra época, nos radiografió en cierto modo antes de que naciéramos, nosotros podemos navegar por la suya con herramientas (o prótesis) que él intuyó, o con las
que soñó. Esa es una parte del juego especular entre él y nosotros. Usted y yo estábamos en él y él, ahora, está en nosotros. Y de qué modo, pues no hay hallazgo de carácter técnico o científico que no nos lo recuerde. Somos los herederos de sus delirios y quienes los hemos llevado a la práctica. Esos delirios nos ayudaron, como lectores jóvenes, a sobrevivir a la realidad y, como personas adultas, a progresar técnicamente.



El entusiasta miembro del Gun Club J.T.Maston, dentro del proyectil que resulta objeto de lanzamiento espacial en la obra De la Tierra a la Luna.

Es raro el lector cuyo encuentro con la obra de Verne no le haya movido los cimientos. Cada uno, si fuera posible preguntarle, tendría una historia propia que contar acerca de ese encuentro. Una historia sugestiva, queremos decir, de las que modifican la trayectoria de una vida, pues las novelas de Verne poseen muchos de los ingredientes de ese género que llamamos "de iniciación". Son efecto, iniciáticas, tienen la capacidad de fundar un proyecto, de colocar las bases de una existencia.

Por mi parte, quiso el azar (esa forma, según Borges, de causalidad cuyas leyes ignoramos) que la primera novela que leyera en mi vida fuera Cinco semanas en globo. Aclarémonos: yo no era lector. Yo era un niño que pasaba muchas horas en la calle y que en invierno, para combatir el frío, se metía a ratos en una biblioteca pública de su barrio en la que había calefacción, pero donde era obligatorio permanecer callado y quieto: tal era el precio del calor. Un día, por puro aburrimiento, ese niño se levantó de la mesa, se acercó a una de las estanterías, extrajo de ella un par de libros que devolvió a su lugar después de examinar sus portadas. Su dedo índice continuó recorriendo los lomos de los volúmenes, como la aguja de la ruleta recorre las casetas de los números, hasta que se detuvo en Cinco semanas en globo. La ilustración de cubierta mostraba un globo con la canasta medio desprendida y a cuyos restos se aferraban desesperadamente dos o tres personas. El niño regresó perezosamente con el libro a la mesa, lo abrió, leyó sus primeras líneas y se precipitó en el interior del relato como el que tropieza y cae por las escaleras que conducen al sótano. Un instante fundacional. Allí nació, sin duda, la idea del libro como sótano, como lugar simbólico en cuyo interior estás a salvo de todo excepto de ti mismo. El libro como salvación, la lectura como venganza.

El niño no era socio de la biblioteca, por lo que no podía tomar el libro prestado para llevárselo a casa. Cuando llegó la hora de cerrar, se desprendió de él como si se desprendiera de un brazo o una pierna. Regresó al hogar incompleto. Los libros, desde ese instante, se habían convertido para él, no en una herramienta, sino en una prótesis, es decir, en algo que venía a sustituir una amputación misteriosa de la que hasta ese momento no había sido consciente. Ya no podría vivir sin ellos. Al día siguiente, media hora antes de que abrieran la biblioteca, el niño ya estaba a sus puertas para ser el primero en entrar, no fuera a ser que alguien cogiera antes que él la novela comenzada el día anterior. No habría podido soportarlo. Durante los siguientes días viajó en aquel globo junto al Doctor Fergusson, su criado Joe y su amigo Dick Kennedy. Partieron de Zanzíbar y observaron África desde el cíelo. El niño todavía no se ha bajado de ese globo.

Curiosamente, esta primera novela de mi vida fue la primera escrita por Verne y la que lo lanzó al éxito después de flirtear sin éxito con el teatro. Pero hay una coincidencia más, verdaderamente extraordinaria, y es que Cinco semanas en globo apareció el 31 de enero de 1863. El 31 de enero es mi cumpleaños, de modo que siempre la acepté como un regalo, el mejor de mi vida. A Verne, tan aficionado a la cabalística, le habrían encantado este cúmulo de casualidades. Pero hablando de viajes, en globo o en nave espacial, ¿acaso no resulta asombroso que una novela publicada en francés en 1863 sea leída un siglo después en español por un crío que vive en la periferia de Madrid?

Después de la lectura de Cinco semanas en globo vino inevitablemente la del Viaje al centro de la Tierra, y la de Veinte mil leguas de viaje submarino, y la de Miguel Strogoff, y la de De la Tierra a la Luna, y la de La vuelta al mundo en 80 días... Verne parecía un territorio inagotable, una comarca de la realidad tan vasta y turbulenta como nuestro propio mundo interior, que recorríamos sin darnos cuenta al descender a las profundidades del volcán Sneffels, o al precipitarnos en el espacio intentando hacer diana en la Luna, o al atravesar Siberia como correos del zar de Rusia... Cada lector tiene su propio mapa de las lecturas de Julio Verne. Ese mapa constituye una excelente representación de aquellas tardes muertas, de aquellas tardes consumidas en una esquina de la biblioteca pública del barrio; de aquellas tardes que luego resultaron las más vivas; aquellas tardes en las que la relación con Verne, al tiempo de enseñarnos a leer novelas, nos enseñó a leernos a nosotros mismos. Si aprender a leer es aprender a leerse, la deuda con este autor, tanto en el plano individual como en el colectivo, es impagable.

Como ya se ha dicho, murió en 1905, año de la publicación de la Teoría de la relatividad especial, de Einstein. Poco antes había aparecido la Interpretación de los sueños, de Freud. Verne rozó, pues, con la yema de los dedos, teorías científicas que modificaron la percepción de la realidad física y de la psíquica, previamente alteradas por su literatura. Pocos años después encontraríamos también sus huellas en el surrealismo. Verne no solo descubre el siglo XX, lo prologa, lo divide en capítulos, confecciona su índice...

Sus relaciones con la vida doméstica, para la que parecía poco dotado, no mejoraron con el paso del tiempo. A la mala relación de siempre con su hijo se añadió la agresión de que fue víctima por parte de un sobrino que una noche, regresando juntos a casa, le pegó dos tiros dejándolo cojo para siempre. Por cierto, que el hijo mencionado, Michel, publicó varias novelas postumas de su padre, la mayor parte de ellas retocadas por él.

Dicen que durante sus últimos años se acentuó el pesimismo latente que algunos han visto a lo largo de su obra, y que vivió una vejez marcada por la depresión y el aislamiento. Quizá le amargaba la idea de no haber escrito todo lo que tenía en la cabeza. Aun así, su obra es oceánica. De sus novelas (más de medio centenar) se han hecho casi cien películas (solo de Miguel Strogoff se han rodado 16 versiones) y se encuentra entre los autores más traducidos de la historia. Es como para no creérselo»

La colección Biblioteca Julio Verne consta de 40 entregas con obras del escritor francés y se vende cada domingo con EL PAÍS a partir del próximo 21 de septiembre.

 


EL PAÍS SEMANAL


domingo, 10 de enero de 2021

2020: el año en que volvimos a leer

CIFRAS Y LETRAS

Parecía un oficio polvoriento al que la pandemia iba a rematar. Sin embargo, el negocio editorial llega a 2021 convertido en un mundo apasionante lleno de fusiones, récords y polémicas. Indagamos en los acontecimientos que han convertido la publicación de libros en el nuevo fútbol

Por Peio H. Riaño


HACE UN AÑO LO ÚNICO que le preocupaba a la industria del libro era resistir a las plataformas audiovisuales, que en 2019 habían disparado por encima del 30% el número de usuarios que contrataban contenidos en streaming. Amazon mordía las ventas de las librerías y Netflix se quedaba con la atención de los lectores. “Teníamos una visión muy cerrada de nuestro oficio”, reconoce Álvaro Manso, portavoz de la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros (CEGAL). Pero lo que llegó en 2020 no estaba en ningún plan. Esto fue lo que ocurrió.

Un confinamiento para leer

Las pérdidas previstas al inicio de la pandemia superaban el 40%, con las librerías cerradas casi tres meses, sin día del libro, sin Sant Jordi y sin Feria en el Retiro. Pero nadie vaticinó que la familia lectora crecería con la crisis del coronavirus. Según una encuesta de Conecta Research & Consulting, un 4% de españoles descubrió en los libros un placer. Antes del confinamiento los lectores frecuentes eran un 50%, y ascendió hasta el 54% con la reclusión. Frente a los 47 minutos de media en la antigua normalidad, en el confinamiento se dedicaron a la lectura 71 diarios. La media semanal llegó a las ocho horas y 20 minutos. La lectura digital creció en diez puntos (casi la mitad de los libros que se leyeron fue en este soporte) y la brecha de género se amplió más todavía: el 66% de las mujeres se reconocieron lectoras, frente al 48% de hombres.

El bum del préstamo digital

La pandemia ha provocado una profunda reflexión sobre objetivos y valores prioritarios. Así fue como la ciudadanía reforzó el préstamo bibliotecario, a pesar de que las bibliotecas estaban cerradas. La lectura derribó los muros de estos centros y llegó a los hogares durante el confinamiento. EBiblio –la biblioteca digital pública, bajo control del Ministerio de Cultura en colaboración con los servicios de bibliotecas de las Comunidades Autónomas– creció casi un 140% en los préstamos y un 120% en usuarios. Las administraciones invirtieron en compra de licencias para poner más títulos a disposición de los lectores. En Madrid, el incremento fue de un 152% respecto al año anterior, con una media de más de 4.000 peticiones de préstamo diarias. En Cataluña, el préstamo creció un 336%.

Y de repente, Amazon

El encierro fue bueno para los índices de lectura, pero sobre todo para Amazon, que no dejó de vender y entregar ni un solo día mientras las librerías cerraron casi tres meses. Esto creó el primer cisma en el mercado español entre los editores y los libreros. Los gremios de los editores han dado un paso adelante en defensa de Amazon, y han agradecido a la multinacional haber colocado sus productos a pesar de la pandemia. Dicen que gracias a su actividad se ha frenado el tortazo que preveían. La facturación solo será un 7% menor que en 2019.

Librerías, más cerca

Las librerías se han expandido a través de una vía no explorada en su reconversión como centros culturales, iniciada hace una década. La tienda era su único referente y el Sancta Sanctorum de los libros. Los libreros habían hecho de sus tiendas su único argumento para ser reconocidas como un bien de interés general. Hasta que tuvieron que cerrar.

Entonces quedó en evidencia que su valor está más allá de sus paredes, que su importancia es su criterio, que los lectores necesitan sus recomendaciones. “Las librerías somos más cuidadas en los barrios y nos hemos expandido más allá de ellos gracias a nuestra llegada

a las redes sociales”, explica Álvaro Manso. Invirtieron el flujo tradicional y se desplazaron a los hogares. No solo distribuyen contenido, lo generan y di- funden. La culminación de este año ha sido el lanzamiento de Todostuslibros.com, la plataforma de las librerías independientes para servir libros en casa.

Plataformas de ida y vuelta

Un informe europeo indica que España es líder en Europa en pago por contenidos en Internet, gracias a la mejora de la calidad de la oferta digital. En la pelea por la captación del tiempo de los consumidores, la nueva industria del entretenimiento ha iniciado la descapitalización de la vieja industria, alimentando su éxito con sus historias y sus lectores. En la guerra del contenido es difícil determinar quién marca la agenda: el negocio editorial es garantista y poco arriesgado y sigue la estela de los hallazgos de Netflix (Tras el éxito de la serie Gambito de dama, Alfaguara anunció en diciembre la compra de los derechos de esa novela de 1983 de Walter Tevis). A su vez, Netflix recurre a los catálogos editoriales en busca de taquillazos.

Muchas redes, poca poesía

En España algo más del 51% de la población se declara no lectora. No hay suficientes nichos de consumidores que hagan sostenibles los balances editoriales anuales y saquen a los creadores de la precariedad. Espasa buscó en las redes sociales la veta dorada que sacara a la poesía de pobre y concedió su galardón a Rafael Cabaliere, ingeniero venezolano con cerca de un millón de seguidores. La idea era transformar en poesía unos textos de autoayuda muy aplaudidos. Pero el movimiento comercial no salió como se esperaba y se llegó a dudar, incluso, de la existencia del propio autor. El jurado del premio tampoco comulgó con la operación y terminó por airear las deliberaciones interesadas en publicar un título con más seguidores que lírica.

La precariedad de un Nobel

El día en que concedieron el Premio Nobel de literatura a la poeta estadounidense Louise Glück nadie en España esperaba que el galardón fuera a dejar al descubierto un modelo editorial tan asentado en la precariedad. Los creadores son mero relleno de catálogos cuyo único objetivo es no dejar de publicar novedades. Su editor en España, Pre-Textos, vendió más libros de Glück en horas que los que había colocado en años. Días más tarde, el agente de la escritora plantó a la editorial. Pre-Textos no pagaba los derechos desde hacía varios libros. La polémica desveló, además, anticipos de 300 euros por poemarios que no se reimprimen ni generan más beneficios a sus autores.

Más datos, menos riesgo

El crecimiento de la compra y la lectura digital durante el confinamiento ha dado la oportunidad a las editoriales de recolectar datos que hasta el momento no se habían investigado. En una industria cada vez más polarizada, los riesgos de inversión tratan de reducirse al máximo. Para saber si sus apuestas se convertirán en éxito, Penguin Random House ha acometido la operación de gestión de datos y marketing sobre consumidores más sofisticada de la historia de la industria. Rastrean 100.000 compradores de libros en los EE UU al momento, y han logrado una visión muy precisa sobre cómo respiran sus apetencias y cómo cambian sus demandas. En la pandemia pudieron comprobar en directo la venta de libros para hacer pan en casa o de historia que relacionaran el momento presente con el pasado. Esto les permite reaccionar al instante y abastecer sin riesgo a devoluciones de libros.

Al borde del monopolio

Una crisis también es una oportunidad para el más poderoso. Un año después de que Bertelsmann, el mayor conglomerado internacional de medios, comprara por 606 millones de euros Penguin Random House, el hasta entonces el mayor grupo editorial del mundo, con cerca de 320 editoriales, más de 600 millones de libros vendidos al año y sede en Nueva York, ha vuelto a mover ficha. ViacomCBS venderá a Penguin Random House la editorial Simon & Schuster por más de 1.600 millones de euros. Simon & Schuster es la tercera editorial más grande de EE UU, y publica a Stephen King o Don DeLillo. Cuenta con un fondo de más de 30.000 títulos. Si las autoridades antimonopolio no frenan la operación, estamos ante el nacimiento del primer megaeditor mundial.

El récord de los Obama

Las memorias del carismático ex-presidente de EE UU y de Michelle Obama le costaron en 2017 a Penguin Random House 55 millones de euros, un anticipo récord que se va a cubrir sobradamente. Los Clinton recibieron menos de la mitad por las suyas, en 2004, cuando Hard Choices pagó 12 millones de dólares de anticipo a Bill. A Hillary le entregaron 9,5 millones de euros por las suyas. Las memorias de Barack acaban de publicarse y el expresidente ha encendido el rodillo de la promoción de Una tierra prometida, que reconstruye su vida entre 2009 y 2017, a lo largo de casi 800 páginas. Va a convertirse en el libro más vendido de las Navidades, con una tirada que ha colapsado las imprentas: tres millones de ejemplares solo en EE UU. El día de su lanzamiento vendió 900.000 en 24 horas, y superó el récord de Mi historia, de Michelle, con 725.000 copias, que era desde noviembre de 2018 el libro de memorias más vendido de la historia, con 10 millones de ejemplares.

Así acabó 2020 y así se inaugura 2021: los editores brindan porque la caída no va a ser de más del 30%, sino de un 5%. Sin embargo, en la caída del comercio exterior del libro han acertado de pleno con una pérdida del 80% y unos 200 millones de euros respecto a 2019. “La gente ha descubierto en el confinamiento que las series no dan para más y han vuelto a los libros, el producto cultural más diverso y plural”, sostiene Antonio María Ávila, secretario de la Federación de Gremios de Editores de España, en plena negociación para lograr que el Estado recupere las partidas de compra de libros para sus bibliotecas. Los lectores han salido a salvar las librerías en cuanto han sido liberados de sus casas y estos comercios han descubierto un movimiento complementario, en parte digital, en parte ligado al activismo cultural de proximidad que seguirá desarrollándose en 2021.


El Pais. Icon Nº83. Enero 2021


martes, 5 de enero de 2021

PALABRAS EN COMPAÑÍA por Maruja Torres

 intro   PERDONEN QUE NO ME LEVANTE  

Ilustración de José Luis Agreda

 Deberían pesar las palabras, pesar siempre y en el sentido literal del verbo, es decir, resultarnos grávidas, obligarnos a elegirlas y merecer el esfuerzo de buscarlas, de sostenerlas y, quizá, utilizarlas? Algunos pensamos que sí. Por extraordinario que resulte pulsar una tecla o varias en el ordenador, y que esos gestos nimios abran el mundo de los diccionarios que las tecnologías ponen a nuestro alcance, las palabras tienen derecho a una vida secreta -Isabel Coixet les hizo curar pesares- y, sin embargo, tranquila, alineada, solemne, por así decirlo. No quiero imaginar que vocablos como lealtad, melancolía, paradoja, berenjena o magnitud floten en esa cosa extraña y sin límites -pero sometida a la fragilidad del apagón- que convocamos al buscarlas en la Red. Imaginar que vagan en la nada cibernética sin saber dónde ponerse exactamente, apresurándose cuando se las llama, dándose codazos para pasar la una antes que la otra, constituye una pequeña pesadilla de escritor que no puedo evitarme sufrir. Ocurre igual cuando, escribiendo en el ordenador, me vence la pereza y, en vez de acudir al librazo de tapas duras en busca de un sinónimo, le doy a la tecla secundaria del ratón para ver con qué es Microsoft capaz de sorprenderme. Casi siempre termino avergonzada de mí misma, yendo al Casares o a cualquiera de los otros a pedirles perdón. Perdón y palabras.

PINCHÁNDOLAS, PICÁNDOLAS -como si de tapas de bar se tratara-, pescándolas. Las palabras, que son a la vez guardianas del orden y mensajeras del caos, quizá viven, mientras nos esperan, en una angustia parecida al despilfarro de uno mismo, a la ausencia de metas claras. ¿Les interesaré? Ese ejército de dedos que se precipita hacia el teclado de los respectivos ordenadores ¿experimenta un interés más que funcional por este o aquel término? ¿O es el suyo un simple ejercicio de virtuosismo, en el mejor de los casos, o de pasar trámite, en el peor? Prestas las palabras para denunciar -opresión, ocupación, explotación, bombardeo, víctimas, inocentes, verdugos, colonizadores, terrorismo de Estado, terrorismo ciego, despidos, expedientes de regulación de empleo-, ¿deberán conformarse con elucubraciones como ésta, supuraciones menores que sólo aspiran a tratarlas con un poco de banalidad, un poco de belleza?

Pero ¿por qué no? Ya que ellas resultan tan a menudo consuelo, compañía, repartidoras de bálsamos, cajoncillos con tesoros ocultos, que saltan cuando se oprime un resorte, y compañeras del viaje, ¿por qué no rendirles un espacio como éste, para que se enreden y desenreden como bandadas de mariposas incapaces de controlar la luz? Ah, las palabras amigas.

NO CREAN que no he advertido, en el párrafo anterior, una redundancia. Compañía y compañeras. Mi primer impulso al descubrirla ha sido darle al botón secundario del ratón: disciplinadas, han comparecido asociación, reunión, sociedad, agrupación, conjunto, corporación, entidad y consorcio. Uf, qué plano, qué chato, redundo de nuevo. Pero no era sólo un primer impulso debido a la desidia. No, más bien retrasaba el momento feliz de acercarme al libro en donde las palabras calientan sus nidos, en donde construyen ciudades y países, agrupadas alfabéticamente, en una demostración de grandiosa heterodoxia, pues veamos lo que sucede al buscar "compañía", que como definición es "efecto de acompañar", "persona o personas que acompañan a otra u otras", y que en el capítulo sinónimos remite a la mucho más mullida y amistosa palabra "acompañamiento": una deslumbrante retahila que incluye espíritu de clase, concomitancia y adhesión.

Mas veamos lo que ocurre, insisto. Y es que no se puede retener su mirada, una no sabe cómo ordenarle a sus ojos que se concentren en la palabra buscada, ah, no, las hurtadillas están en el diccionario para algo, para ser usadas. Y es así, a hurtadillas -aunque hay quien preferiría utilizar "de reojo"-como me fijo en un término que hasta hoy no había conocido. ¡Companaje! Companaje (escrito con g en el diccionario, pero Microsoft -que siempre se escribe a sí mismo con mayúscula-no me lo acepta), para el cual no encuentro sinónimos si le doy al ratón, pero que en el libro, en el diccionario de sinónimos y de ciudades y de países y de avenidas y atajos y callejas, quiere decir: "Companage, lo que se come para acompañar al pan; como queso, fiambres, cebolla, etcétera". Emocionante, ¿verdad? •


El Pais Semanal Nº 1.690. Domingo, 15 de febrero de 2009.


lunes, 4 de enero de 2021

El romántico sueño de ser librero

La librería City Lights de San Francisco.


POR EMMA RODRÍGUEZ

Un librero es alguien que trabaja 12 horas al día, lee por la noche y nunca se enriquece", señala Baptiste-Marrey en una de sus obras. Pocos de los que se dedican al oficio pueden negar lo que sostiene el escritor francés. Los libreros se quejan de las servidumbres de una profesión poco rentable, de su tediosa parte administrativa, pero no dejan de reconocer el halo de romanticismo que rodea a un trabajo que consiste en vender un producto único, capaz de proporcionar placer, enriquecimiento e incluso altas dosis de transformación. "Muchas personas a las que les gusta leer nos dicen que su sueño es convertirse en libreros. Nosotros lo entendemos, pero ahora soñamos con tener tiempo para leer", comentan jocosamente Gonzalo Queipo y Alfonso Tordesillas, al frente de la madrileña Tipos Infames. A ambos les pare¬ce estupenda la idea de la escocesa The Open Book, ubicada en Wigtown, el pueblo de los libros, de ofrecer un plan de vacaciones muy particular: ejercer como libreros durante una o dos semanas tras recibir el necesario asesoramiento de expertos.

Por 30 euros la noche, los interesados pueden alojarse en un apartamento situado en lo alto del local, con ordenador a su disposición, acceso a Internet y una bicicleta para recorrer los bucólicos alrededores de la localidad, según venden los organizadores del Wigtown Festival de los Libros que se celebra a finales de septiembre. Podrán hacer turismo después de cumplir con las obligaciones de abrir y cerrar la librería, atender a los clientes y elegir los libros para el escaparate y la mesa de novedades.

¿Pagar por trabajar o por cumplir un sueño? Algunos pueden llevarse las manos a la cabeza y considerar que la idea no está lejos de la explotación laboral tan al uso en estos tiempos; otros pensarán que no tiene precio la posibilidad de hacer realidad una fantasía, más cuando con ello están ayudando a una librería independiente a mantenerse a flote al tiempo que reciben un cursillo sobre el terreno en gestión de este tipo de negocios. "Entiendo que alguien quiera pagar por comprobar en qué consiste esto de vender libros; igual que puede haber gente dispuesta a hacerlo por vivir la experiencia de ser piloto de Fórmula 1, ¿por qué no?", se pregunta Gonzalo Queipo. En Tipos Infames, de hecho, llevan años invitando, con éxito, a distintos personajes del mundo cultural a ejercer de libreros por un día. "Entre tantas formas horribles que existen de hacer turismo, esta iniciativa me parece algo lúdico y bonito que dice mucho de la sensibilidad de quienes la eligen", dice Óscar García, uno de los responsables de Cervantes y Compañía, otra librería de Madrid que apuesta por actividades de diversa índole para atraer a su público. Presentaciones, lecturas, conciertos mientras se toma una copa entran en su carta, pero, sin embargo, García reconoce, entre risas, que él se lo pensarla mucho antes de dejar que un desconocido se ocupase del escaparate.

Frente al constante y alarmante cierre de librerías (en España, 912 echaron el cierre en 2014 frente a 226 nuevas aperturas), al sector le queda renovarse y jugar las cartas de la creatividad y la imaginación. En otro rincón del mundo, en Tokio, se acaba de abrir un Book and Bed, un hotel librería que ofrece a sus huéspedes la oportunidad de quedarse a dormir entre sus obras favoritas, en literas construidas entre las estanterías, muy cerca de personajes de ficción y también de otros letraheridos de carne y hueso. Bienvenido todo lo que sea mantener el fructífero, necesario, diálogo con los libros. Adelante todo lo que tenga que ver con cumplir un sueño •

 

FOTOGRAFÍA DE ROBERT ALEXANDER <GETTY


El Pais Semanal nº 2.035, 27 septiembre 2015