martes, 17 de diciembre de 2013

Denis Diderot o la pasión


El filósofo francés, del que se cumplen trescientos años de su nacimiento, fue un precursor del darwinismo, un radical antimonárquico, un defensor empecinado de la mujer y un debelador de la represora moral europea

MARIA JOSÉ VILLAVERDE 5 OCT 2013


RAQUEL MARIN

Sapere aude: atrévete a pensar por ti mismo, a cribar las creencias religiosas establecidas, las ideas políticas convencionales, las concepciones científicas tradicionales, las costumbres, la moral… Bajo ese lema ilustrado y en el salón de la rue Royale del barón D’Holbach, se reunieron dos veces por semana durante un cuarto de siglo los librepensadores e intelectuales más avanzados de su época. En torno a una mesa de platos refinados y de vinos exquisitos destacaba el verbo apasionado del más audaz de todos ellos, Diderot.

Denis Diderot, que se convertirá en la punta de lanza de la Ilustración radical, había nacido el 5 de octubre de 1713 en Langres (Francia). Cuando, con 15 años, aterriza en París para ingresar en uno de los grandes colegios jesuitas, el Louis-le-Grand, vivero de personajes célebres como Molière o Voltaire, es un devoto muchacho de provincias que se prepara para ser sacerdote pero que será, más tarde, arrastrado hacia la vida bohemia. Como tantos otros plebeyos desde Rousseau a Raynal (su padre era un próspero forjador de cuchillos), conquistará París y acabará siendo el alma del salón de D’Holbach.

El conocido retrato de Van Loo, de 1767, nos muestra a un hombre maduro de 54 años, de vivos y sagaces ojos negros, signo de inteligencia, y de nariz abundante y labios carnosos que desvelan su desbordante sensualidad. “Hay un trocito de testículo en el fondo de nuestros sentimientos más sublimes y de la ternura más refinada”, escribe a su amante. Un hombre que rechaza la peluca y se niega a empolvarse la cara, símbolo inequívoco de inconformismo. Y que empuña una pluma, ante los papeles esparcidos por su mesa, lo que revela su dedicación al mundo del conocimiento.

Diderot ama y se entrega a la vida: “Perdono todo lo que está inspirado por la pasión” porque solo el placer nos saca de la nada, afirma. En el ámbito privado, a pesar de respetar su compromiso con su tradicional y resentida mujer, Toinette, una vendedora de lencería, no renuncia a la felicidad y mantiene con Sophie Volland, amante y cómplice intelectual, una relación que dura desde 1755 hasta su muerte, en 1784. En el terreno teórico, dedica a la Enciclopedia francesa, compendio de todo el saber de la época, los mejores años de su vida. Para dar viabilidad al proyecto, él, que todavía es un don nadie, se acoraza tras D’Alembert, el brillante matemático y miembro de la Academia de las Ciencias, hijo no reconocido de una de las salonnières más célebres, madame de Tencin. Pero esa estrella rutilante de la Francia científica le dejará tirado en 1759, cuando la Iglesia católica pone la obra en el Índice y se retira la licencia a los impresores. A pesar de todo, la Enciclopedia sigue publicándose de manera semiclandestina. Finalmente, tras 26 años de dedicación —de 1745 a 1772—, la gran obra ve la luz con un éxito inaudito, pues se venden 4.000 ejemplares, a un precio equivalente al sueldo anual de un maestro artesano. Comprende 17 volúmenes de texto con 71.818 artículos y 11 volúmenes de ilustraciones, que se imprimieron unas 25.000 veces antes de finalizar el siglo.

La Enciclopedia, una obra colectiva con decenas de colaboradores, es un canto a la tolerancia y una denuncia de la superstición y del fanatismo religioso (que Diderot prosigue con La religiosa), así como una dubitativa condena del colonialismo. Pero los temas conflictivos son tratados con cautela. Diderot, tras su paso por la cárcel de Vincennes en 1749, a raíz de la publicación de la Carta sobre los ciegos, es consciente de la amenaza que pende sobre su cabeza. Sus Pensamientos sobre la interpretación de la naturaleza vienen a reforzar su peligrosa reputación de spinozista, materialista, ateo y crítico de la moral tradicional.

La Enciclopedia le deja exhausto. Ahora es famoso pero sigue sin tener resuelta la vida. No tiene derechos de autor y se ve obligado a poner a la venta su biblioteca para asegurar una dote digna a su hija. Catalina II de Rusia la compra, aceptando generosamente que los libros solo se trasladen a San Petersburgo cuando muera el filósofo. Le paga además una cantidad fija por el mantenimiento de la biblioteca. Por primera vez Diderot se encuentra en la nómina de un grande, algo que había criticado a su amigo Grimm: “Tu alma ha ido reduciéndose en las antesalas de los poderosos”. Incómodo, emprende en 1773 el viaje continuamente postergado a Rusia, del que regresa sumido en el más profundo desencanto. El desencuentro con Catalina es total; ella lo expresa gráficamente: “Usted trabaja con el papel, que es flexible y obediente y se presta a todo; yo trabajo con la realidad”. En 1774, Diderot se ha convertido en un republicano convencido; ya ni siquiera confía en los monarcas ilustrados. Los hilos que aún le ataban a las convenciones se han desgarrado. En 1772, en el Suplemento al viaje de Bougainville, se escuda tras un tahitiano para poner en solfa el carácter represor de la moral europea, plagada de represiones. ¿Matrimonio indisoluble? ¡Qué disparate! ¿Incesto? ¿Por qué no, si ambos adultos consientan la relación? ¿Hijos nacidos fuera del matrimonio? Un don. ¿Homosexualidad? ¿A quién perjudica?

A medida que envejece, Diderot se vuelve más radical. La denuncia del colonialismo y la esclavitud que aparece en el Suplemento al viaje de Bougainville culmina en la Historia de las dos Indias, el libro más vendido del siglo XVIII y cuya autoría asume el abate Raynal. Diderot quiere, al final de su vida, dejar un legado político, aunque sea de forma anónima. Quiere lanzar un mensaje revolucionario a los pueblos de América, Asia y África para que tomen las armas contra sus opresores. A los africanos les anima a lanzar sus flechas envenenadas contra los colonizadores, para que “no sobreviva ni uno solo”. A los indígenas les exhorta a que expulsen y exterminen a quienes les roban sus tierras, y a los criollos sudamericanos a que se subleven contra los españoles, a los que tacha de “raza de exterminadores”. El sentimiento antiespañol no solo cala en Diderot (“si la península Ibérica merece ser estudiada, es por ¡sus crímenes!”, afirma), sino que marca a toda una generación de ilustrados que desdeña, por ejemplo, las aportaciones de los intelectuales españoles a la teoría de los derechos humanos.

Los ilustrados españoles se quejan del trato otorgado a España. Félix de Azara, un precursor de la teoría de la evolución citado por Darwin y que polemiza con Buffon, se lamenta de que no se reconozca la mezcla de razas, la política de integración y las leyes promulgadas por la corona española a favor de los indígenas. Y recuerda que en la España del siglo XVIII reina un monarca ilustrado, Carlos III, que impulsa en América una política igualmente ilustrada. Pero, a ojos de Diderot, España sigue asociada a la leyenda negra y continúa encarnando el antimodelo colonial, basado en el exterminio de los indios. El philosophe se desentiende de los datos aportados por Ignacio de Heredia, el secretario de la Embajada española en París, y aplica un doble rasero a los colonizadores: respeto por franceses, ingleses y americanos (que casi exterminaron a los indios en la colonización hacia el oeste, como reconoce el propio secretario de defensa norteamericano Henry Knox, en 1794) y hostilidad hacia los españoles. En la Historia de las dos Indias, el sur es descrito como una zona tórrida cuyo clima invita al atraso, la vagancia y el despotismo. ¿Estaba la teoría del clima de Montesquieu sentando las bases del racismo que inicia en esa época el abate de Pauw?

Sin duda, Diderot ateo, materialista, predarwinista, antimonárquico, prerromántico y defensor de la mujer, es el autor más radical del siglo XVIII francés. Contribuyó a erradicar la trata de negros y dotó de munición ideológica a los promotores de las revoluciones americanas y de la Revolución Francesa. Pero su radicalidad y su modernidad no le inmunizaron contra todos los prejuicios de su tiempo.

María José Villaverde es catedrática de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid.

El Pais sabado 5 de octubre 2013


Cortázar músico por Antonio Muñoz Molina


El escritor argentino, autor de 'Rayuela' creía en la superioridad de los músicos negros en el jazz
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 7 DIC 2013

Charlie Parker (1920-1955) al saxo y Thelonious Monk al piano, en el Open Door Cafe de Nueva York en 1953. / BOB PARENT / GETTY (GETTY IMAGES)

Rafael Alberti se enorgullecía de haber nacido con el cine. Julio Cortázar nació solo tres años antes de que se grabara el primer disco de jazz, y se aficionó para siempre a esa música en una adolescencia que coincidió con su primera edad de oro, a finales de los años veinte, con las grabaciones legendarias de los Hot Five y los Hot Seven de Louis Armstrong y el éxito en el Cotton Club de Harlem y en las transmisiones de radio de la orquesta de Duke Ellington. Debía de ser extraordinario asomarse por primera vez al mundo y a la rebeldía personal al mismo tiempo que casi todo estaba inventándose: el cine sonoro, la radio, los discos de 78 revoluciones por minuto, el lenguaje plenamente sofisticado del jazz, en las dos direcciones que ya mantendría para siempre, la de los solos heroicos a la manera de Louis Armstrong y las complejidades orquestales de Ellington, el apego a la herencia afroamericana y el tirón de la música europea; todo mezclado, desde luego, porque Ellington tenía tan presentes los blues y los negro spirituals como el ejemplo de Debussy o Ravel, y porque Armstrong, en apariencia más próximo a lo africano originario, se había criado en una ciudad tan llena de aires musicales europeos y hasta hispánicos como Nueva Orleans, y reconocía que una inspiración para aquellos solos suyos tan largos que antes de él no intentó nadie habían sido las arias de la ópera italiana, con sus hazañas de resistencia pulmonar y sus agudos de funambulismo.

En Buenos Aires, en la radio familiar, el adolescente Julio Cortázar buscaba las raras emisiones de discos de jazz, para irritación y escándalo de sus padres, aficionados a la música clásica y al tango. Muchos años más tarde escribió de manera brillante y fantasiosa sobre los maestros del bebop —Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Thelonious Monk—, pero es probable que sus gustos se hubieran quedado anclados en los nombres y en la estética de su primera juventud, en torno a aquellos días de 1930 en los que había comprado su primer disco de Louis Armstrong. Grabaciones de entonces, placas arcaicas a 78 revoluciones, son las que aparecen con tanto detalle en Rayuela, con un efecto paradójico. Rayuela llegó como un gran vendaval de novedad a la literatura en español de los primeros sesenta, y la presencia del jazz en sus páginas era un indicio de una voluntad de transformación que encontraba su reflejo y su germen igual de innovadora. Pero en los poco más de treinta años que habían pasado desde que el Cortázar adolescente compraba sus primeros discos al jazz le había dado tiempo a quemar febrilmente las edades sucesivas del primitivismo, el clasicismo, la ruptura, la extrema vanguardia. Y sin embargo no hay rastros de esa contemporaneidad en Rayuela: la música de jazz que estaba haciéndose al mismo tiempo que se escribía la novela no es la que suena en ella. La banda sonora de esa novela en la que sus primeros lectores veían la fundación del porvenir está hecha de nostalgia del pasado.

Una sospecha semejante de anacronismo es insoslayable cuando se vuelve a leer su relato más célebremente inspirado en un jazzman, El perseguidor. Johnny Carter sería un trasunto de Charlie Parker, pero el parecido en realidad es muy superficial, salvo unas cuantas coincidencias evidentes, y tiene más que ver con un cierto estereotipo sobre el músico de jazz como una variante del artista maldito que con la realidad de la vida de Charlie Parker, o casi de cualquier músico de esa generación y esa escuela. Johnny Carter es el contrapunto visceral, primitivo, desastroso y auténtico del narrador de la historia, Bruno, el crítico, el blanco y europeo, el erudito que está al margen de la vida y a salvo de su calamidad, pero también privado de su estremecimiento y su belleza. Cortázar, como tantos aficionados blancos, creía en la superioridad de los músicos negros, y asimilaba la improvisación en el jazz a la escritura automática de los surrealistas. Pero no hay nada instintivo y menos todavía espontáneo ni automático en un proceso técnicamente tan complejo como la improvisación, y el talento de los músicos de la generación de Charlie Parker tenía muy poco que ver con la impulsividad autodidacta. Charlie Parker poseía un conocimiento riguroso de la música del siglo XX, de Stravinsky a Béla Bartók. Charles Mingus optó por el jazz sobre la música clásica por la simple y cruda razón de que en ese mundo, en los años cuarenta y cincuenta, no había lugar para negros.

Y desde luego, para desgracia de Charlie Parker y de tantos de sus coetáneos, el hábito que dominó su vida no fue precisamente el de la marihuana, como le sucede, con una inverosimilitud casi enternecedora, al Johnny Carter de Cortázar. Los boppers arrogantes y torvos tocaban una música tan complicada y veloz que no podía bailarse, llevaban gafas negras y se inyectaban heroína. La marihuana era el vicio inocuo y risueño de los viejos, de aquel Louis Armstrong que de pronto se había quedado antiguo, con su comicidad obsequiosa de Tío Tom, según la caricatura cruel de los jóvenes que lo negaban para afirmarse a sí mismos. En una crónica muy celebrada como ejemplo de su prosa jazzística, Cortázar transmite involuntariamente la sensación de empalago que los críticos más hostiles a Armstrong no le perdonaban: “Louis soplaría durante horas haciendo caer del cielo grandísimos pedazos de estrellas de almíbar y frambuesa para que comieran los niños y los perros”.

Una pequeña exposición, un álbum muy bien diseñado, un ciclo de tres conciertos, examinan en estos finales de otoño, en la Fundación Juan March, las conexiones entre Julio Cortázar y el jazz. Pude asistir al último de los conciertos, una mañana muy fría y soleada de sábado, a una hora a la que uno está tan poco acostumbrado a escuchar jazz como a tomarse un whisky o un gin-tonic antes de comer. El efecto fue extraordinario. A las doce de la mañana el jazz se sube tan directamente a la cabeza como una copa tomada a esa hora con el estómago vacío. Tocaba el cuarteto de Perico Sambeat, con Albert Sanz al piano y Daniel García a la batería, con el inmenso Javier Colina en el contrabajo. En homenaje a Johnny Carter y a El perseguidor los músicos recorrieron el repertorio de Charlie Parker. Estaban al principio algo intimidados por la sala tan solemne de la Fundación Juan March, algo desconcertados por lo raro de la hora. Pero muy pronto prendió el fuego, y al Charlie Parker introspectivo y poético de My Melancholy Baby y Lover Man le sucedía el desatado y vertiginoso de Confirmation. En uno de los textos seleccionados por el editor del álbum, José Luis Maire, Cortázar describe con bienvenida sobriedad la experiencia de escuchar esa música: "…sentí más que nunca lo que hace a los grandes del jazz, esa invención que sigue siendo fiel al tema que combate y transforma e irisa".

Entre canción y canción Perico Sambeat recordaba su deuda de músico y lector con Julio Cortázar. A él seguro que le habría halagado que su fantasma se invocara al mismo tiempo que el de Charlie Parker.

www.antoniomuñozmolina.com

El Pais Babelia 07.12.13

domingo, 15 de diciembre de 2013

¡Uf! Por Javier Cercas


 Entiendo que en estos momentos estén ustedes desesperados. Entiendo que ahora mismo estén buscando afanosamente por su casa una pistola. Entiendo, incluso, que su desesperación les lleve a tomar la decisión brutal de no leer esta columna. Lo entiendo. Pero recapaciten: piensen que nunca en toda su vida se han comprado una pistola, razón por la cual no es probable que encuentren una en su casa; piensen que también es mi primera semana de trabajo y que, si nadie lee esta columna, los del periódico me echan; y piensen que, si se paran a reflexionar un momento, volver al trabajo es un alivio: lo duro fue marcharse de vacaciones.

No lo digo para consolarles: lo digo porque es verdad.
Me lo van a contar a mí. Como casi todos los hombres, yo también detesto la playa; como casi todas las mujeres, mi mujer la adora. Sin embargo, dado que la mitad de mis novias anteriores me abandonaron por esa discrepancia de gustos, durante los primeros años de matrimonio conseguí ocultarle el hecho a mi mujer. Cuando lo descubrió, me amenazó con separarse si no acudía al psicoanalista, convencida de que yo padecía un trauma infantil de niño rico (nunca fui un niño rico, por supuesto, pero eso también conseguí ocultárselo a mi mujer, porque la otra mitad de mis novias anteriores me abandonaron cuando descubrieron que yo no era el heredero de una inmensa fortuna). La visita al psicoanalista no sirvió para nada: en cuanto le conté que siempre había soñado con matar a mi madre y tirarme a mi padre, a él se le escapó la risa, de modo que no me quedó más remedio que dar por terminada la terapia. Así que, como tengo una personalidad muy fuerte, cada año veraneamos en la playa. El trayecto hasta el pueblo junto al mar suele ser muy grato, aunque siempre tomo la precaución de llevar en el coche un pastel de cumpleaños, en previsión de que fecha tan señalada me sorprenda en medio de un atasco. Luego, durante los dos primeros días en el pueblo, me desgañito proclamando ante quien quiera escucharlo mi felicidad por estar empezando por fin a disfrutar, en compañía de mi familia, de un mes de merecido descanso, pero al tercer día la realidad se impone: incapaz de pasarme todo el día sin hacer absolutamente nada, como si yo fuera un personaje de Bergman, la depresión me tumba en la cama en medio de horribles tormentos psicológicos, enfermo de culpa por no estar trabajando, por no saber pasarme el día sin hacer absolutamente nada, por no saber disfrutar de la compañía de la familia y por no saber disfrutar de un mes de merecido descanso. Pero la depresión pasa y todo se estabiliza. Es entonces cuando hay que afrontar el peligro. No me refiero a las insolaciones, ni a esos perritos tan simpáticos que siembran la arena de zurullos pestilentes, ni a la salmonelosis asesina que acecha debajo de cada ensaladilla, ni siquiera al suplicio de estar rodeado por todas partes de una maravillosa legión de tetas y culos desnudos, mientras uno suda tinta ungiendo que el espectáculo no le afecta en lo más mínimo y se retuerce las manos para no aplaudir. No: no me refiero a eso; me refiero a los verdaderos peligros. Por ejemplo: su hijo. Si le da la perra de que quiere montarse en una moto acuática y un joven de apariencia inofensiva se ofrece a darle un paseo en ella, por nada del mundo lo permita: el joven puede pertenecer a una banda de delincuentes que secuestra a niños, cruza con ellos el Mediterráneo y los vende como esclavos en cualquier playa del Peloponeso. Otro ejemplo: su mujer. Si le da por colocar su toalla cada mañana junto a la de un tipo de piel bronceada, musculatura de atleta, tanga ínfimo, sonrisa de anuncio y conversación de intelectual, prepárese: le veo durante el resto del año pasando los días de turbio en turbio, haciendo abdominales en el gimnasio y tomando rayos UVA, y las noches de claro en claro viendo Cuéntame qué te pasó y leyendo libros sobre la guerra civil para poder conversar luego con su mujer acerca de la alarmante falta de memoria histórica que aqueja a este país. Y, por favor, ni se les ocurra pensar que, si en vez de pasarlas en la playa, pasan sus vacaciones de viaje, o en la montaña, o simplemente en su casa, la cosa mejora. Ni hablar. ¿Se han preguntado alguna vez por qué razón, según todas las estadísticas, el momento en que más matrimonios se rompen y más violencia doméstica se da es precisamente durante las vacaciones?

Así que, si han logrado sobrevivir a éstas sin mayores estragos, regocíjense. La normalidad ha vuelto: vuelve el trabajo feliz, el trato a sus horas con la familia, las mujeres tranquilizadoramente vestidas, el odio reconfortante a los colegas; vuelve, en fin, la nunca bien ponderada rutina de siempre. Insisto: no lo digo por consolarles. Pero tampoco se lo vayan a tomar a la tremenda: si en el curso del año les ataca en algún momento el pánico a las próximas vacaciones, ni se les ocurra comprar una pistola. Recuerden que los domingos tienen que seguir leyendo esta columna.

El Pais Semanal nº1406 Domingo 7 de septiembre de 2003