domingo, 22 de septiembre de 2013

H.G.WELLS. EL RUMOR DEL FUTURO


FÉLIX J. PALMA

H. G. Wells oía el rumor del futuro como quien escucha el mar a través de una caracola. De otro modo, no puede entenderse que de una única mente surgieran cuatro de las obras fundacionales de la ciencia ficción. Si observamos atentamente la singladura de dicho género, que él instauró –probablemente sin pretenderlo, escribiendo sencillamente lo que le venía en gana–, no podemos evitar reparar en que gran parte de las obras que lo jalonan se han abandonado a la inercia de La máquina del Tiempo, La isla del doctor Moreau, El hombre invisible y La Guerra de los Mundos, novelas que Wells escribió de corrido en un lapso de cuatro años, entre prisas, desvelos y contratiempos varios, pero sobre todo ajeno a la condición de clásicos que portaban sus genes.

La máquina del tiempo, la primera de ellas, fue escrita en 1895, y aparte de ser la novela que obraría el milagro de convertirlo en escritor, permitiéndole al fin vivir de la literatura, también tiene el honor de ser la primera ficción en la que se aplicó la ciencia a los viajes temporales. en las escasas historias que se habían publicado hasta el momento sobre el asunto, se viajaba siempre en un estado de ensueño o alucinación, como en Un cuento de Navidad, de Charles Dickens, o en Un cuento de las montañas escabrosas, de Edgar Allan Poe, o sencillamente mediante la simple fantasía, como en El reloj que marchaba hacia atrás, de Edward Page Mitchell, considerado el primer relato sobre el tema. adelantándose veinticuatro años a la Teoría de la Relatividad de Einstein, Wells invitó a los lectores a contemplar el tiempo como una cuarta dimensión, por la que uno podía desplazarse igual que por el espacio, despertando en toda Inglaterra el anhelo de viajar a través de la corriente temporal.

H.G. Wells.
No es difícil imaginarse a los caballeros de entonces cerrando su novela convencidos de que la ciencia, que a finales del siglo XIX se encontraba en su esplendor, acabaría fabricando más temprano que tarde un artilugio como el que Wells describía, que les permitiría sustituir las aburridas excursiones campestres por excitantes viajes al remoto pasado o al ignoto futuro. Un invento semejante, en definitiva, les llevaría a rebasar los límites impuestos por su condición mortal, a adentrarse en el vedado mañana, ese territorio todavía por construir que hollarían sus hijos, nietos y demás descendencia.

Un año después, tras escribir La visita maravillosa, una novela que narra la relación entre un ángel despeñado del cielo y el vicario del pequeño pueblo en el que cae, y cuyo argumento palidece ante el resto de su producción, el autor de Bromley publica La isla del doctor Moreau. La obra esta protagonizada por el científico al que alude su título, que reina en un islote perdido entregado a la demencial tarea de transformar bestias salvajes en hombres, en un intento por sortear el curso lento y natural de las evoluciones, y que junto al Griffin de El hombre invisible, otro científico poseído por sus obsesiones, instauran la figura del mad doctor, que tanto juego dará en la literatura fantástica posterior.

Por si esto fuera poco, una noche de primavera de 1897, Wells contempló el cielo poblado de estrellas, y sintió que algo, tal vez una inteligencia superior a la humana, le devolvía la mirada. ese fue el germen de la conocida La guerra de los mundos, novela en la que, en otro de sus alardes de originalidad, Wells dio la vuelta a la situación: si hasta entonces las obras de viajes estelares presentaban al hombre como el sumo conquistador del cosmos, colonizando planetas merced a su impresionante tecnología, en su novela eran nuestros vecinos marcianos quienes invadían con terrible facilidad nuestro hogar, hasta que las bacterias segaban sus sueños de conquista.

Esa fue la última novela de ciencia ficción que escribió Wells, quien terminó por acatar los consejos de W. E. Henley, su editor, que no cesaba de instarle a usar su innegable talento en novelas más ambiciosas que le granjearan el sitio que merecía en la historia de la literatura. Siguiendo la estela de Dickens, Wells se olvidó de la fantasía y se aplicó a escribir novelas como Kips, historia de un alma simple o Ann Verónica, y un sin fin de obras de carácter enciclopédico, como El perfil de la historia. Por ninguna de ellas, sin embargo, es recordado, pues Wells ha pasado a la historia por sus novelas de ciencia ficción, esas historias que nos hacen soñar, viajar a mundos lejanos propulsados por la imaginación, que es, por mal que le pese a Henley, lo que cualquier lector desea por encima de todo.

Revista Mercurio nº124 Octubre 2010

sábado, 21 de septiembre de 2013

Leyendas de la transgresión por Carlos Boyero


Que cada uno elija su pirata, su filibustero, su corsario favorito: “¡Guardémonos de condenar a estos vagabundos idealistas extraviados por caminos tortuosos! Merecen nuestro reconocimiento”, escribe Laurent Maréchaux en su libro Fuera de la ley

UNA PERSONA que conoce demasiado bien mis filias y mitomanías, las leyendas con causa o sin ella que me fascinan ancestralmente, los personajes que por vocación o por las circunstancias, por los tempranos accidentes de su vida o por decisión desesperada, eligieron la acción y los consecuentes peligros de moverse en el límite, me regala un libro que desconocía, primorosamente editado, poblado por litografías, mapas, pinturas, ilustraciones, fotografías de época, documentos, viejas portadas de libros y pasquines que desprenden sabor y olor. Un libro cuya fuerza visual es tan atrayente como las historias que cuenta. Se titula Fuera de la ley, lo firma Laurent Maréchaux, y viene encabezado por esta cita de Prosper Mérimée: “Soy de aquellos que disfrutan con los bandidos. No es que me guste encontrármelos en mi camino, pero muy a mi pesar, la energía de estos hombres que luchan contra toda la sociedad me suscita una admiración que me avergüenza”.

Borges también se ocupó de esa magnética fauna en Historia universal de la infamia. Lo hizo con imaginación y prosa memorables, con sarcasmo e inquietud, con definiciones que puedes saborear una y otra vez. Maréchaux no posee ese deslumbrante estilo. Tiende a la hagiografía y a la idealización de gente en cuyas legendarias señas de identidad figura inevitablemente el reverso tenebroso y el derramamiento de sangre. Da igual. ¿Quién se puede resistir a una temática cuyo contenido está dedicado a ‘Los Robin de los Bosques y el cobijo entre los arboles’, ‘La vela negra y la evasión de alta mar’, ‘Los ases del gatillo y la nostalgia de los espacios abiertos’, ‘Los diablos del desierto, entre la península Arábiga y el Cuerno de África’, ‘Los insumisos, los anarquistas y los revolucionarios’ y ‘Golfos de ciudad y bandas del extrarradio’? Es negociable compartir el incondicional entusiasmo de Maréchaux hacia la tribu de los supuestos rebeldes, pero su fe y los panfletarios argumentos con los que construye su loa rebosan datos, entusiasmo y sinceridad. Los defiende así: “¡Guardémonos de condenar a estos vagabundos idealistas extraviados por caminos tortuosos! Merecen nuestro reconocimiento. Sin ellos, los mapas del mundo tendrían menos color, los derechos y los impuestos serían inhumanos, la democracia iniciada en Libertalia o en la isla de la Tortuga carecería de imaginación y la búsqueda permanente de un mundo mejor se habría convertido en una locura anticuada. Mientras la llama de la revolución vacila y la desesperación nos acecha, es muy importante que conservemos su leyenda y honremos su recuerdo. Emprendamos el galope para, sable en ristre, seguir sus pasos”.



Pierre Loutrel, Pierrot el Loco, en el libro Fuera de la ley (Blume), de Laurent Maréchaux. Foto: Préfecture de Police


Además, los protagonistas de cada uno de estos apasionantes gremios son muy eclécticos. La agrupación que hace Maréchaux responde más a la heterodoxia que al capricho. Entre los que buscaron cobijo entre los arboles, entre los eternamente proscritos, puede juntar al arquero de Sherwood con un poeta tan excelso como François Villon, impenitente ladrón, asesino ocasional, eterno desterrado, siempre al borde del cadalso, borracho y putero, capaz de escribir entre palo y palo un poema tan hermoso como La balada de los ahorcados. Entre los forajidos de los bosques, aunque éste no practicara la violencia sino la desobediencia civil, también les acompaña Henry Thoreau, aquel anarquista pacífico y convencido de que “la ley nunca liberará a los hombres, son los hombres los que deben liberar a la ley”.

Que cada uno elija su pirata, su filibustero, su corsario favorito. El que más miedo me da es un individuo de apariencia aterradora, de corazón y barba negra, llamado Edward Teach. Es muy elocuente sobre los principios de tan arriesgada profesión la existencialista declaración de uno de ellos. “Hoy vivos, mañana muertos, qué nos importa acumular riquezas o ahorrar. Sólo contamos con el día que vivimos y nunca con el que nos queda por vivir”. El que peor me cae es Francis Drake. No concibo a un pirata al servicio de una reina. Cuentan que fue el primer marinero que volvió con vida de una vuelta al mundo, que nadie conocía los secretos del mar como el mayor ladrón del universo. Pero insisto. Un corsario legitimado y bendecido por el poder supremo es forzosamente un traidor a su clase, un funcionario distinguido.

El que más me fascina entre los ases del gatillo (la definición es simplista y barata) se llama Doc Holliday. Tuberculoso y perdedor, culto y brutal, alguien que en el momento de su muerte exige que graben en su tumba: “En toda mi vida, jamás me han matado”, alguien que tiene muy clara su condición al afirmar: “Lo que cuenta en toda esta historia es el hecho de doblegarse o no”. También me conmueve la soledad de Calamity Jane. Y me resulta mucho más simpático Butch Cassidy que sus perseguidores de la Pinkerton, esa implacable guardia pretoriana de los banqueros, las minas de carbón y el ferrocarril.

Pero los más turbios y complejos son aquellos ilustrados occidentales que se convirtieron en los diablos del desierto. Me refiero a un traficante de armas y de esclavos llamado Rimbaud, el niño terrible que abandona precozmente el barco borracho y la temporada en el infierno que parió su prodigiosa imaginación para vivir en primera persona infiernos reales. O Richard Burton, explorador de las fuentes del Nilo, infiel que se las ingenia para entrar en La Meca, transgresor de todas las prohibiciones. O el militar inglés, conocido como Lawrence de Arabia, que logró algo tan insólito como que los habitantes del desierto le consideraran suyo, el guerrero que tomó Damasco, el autor de ese libro tan incalificable como brillante titulado Los siete pilares de la sabiduría. Un visionario muy lúcido al declarar: “Los que sueñan despiertos son gente peligrosa, ya que pueden vivir su sueño con los ojos abiertos para hacerlo realidad. Es lo que yo hago”.

Y, cómo no, también se rinde homenaje a Bakunin, al anarquista que nunca podría ganar, al convencido de que “la revolución tiene siempre tres cuartos de fantasía y un cuarto de realidad. No creo en las constituciones ni en las leyes. Nos hace falta otra cosa: pasiones y vida”. Y te despides de Fuera de la ley con pena. También con la inequívoca sensación de que vas a volver con frecuencia a sus páginas. Es un libro raro, muy bonito, con alma.

Fuera de la ley. Piratas anarquistas, insumisos, ases del gatillo y otros rebeldes. Laurent Maréchaux. Traducción de Josep Maria Florit ya Clara Melús. Cristina Rodríguez Fischer, coord. Blume. Barcelona, 2009. 240 páginas. 39,90 euros.

El Pais Babelia 06.02.2010

viernes, 20 de septiembre de 2013

Una orgía perpetua Por Antonio Muñoz Molina

Julio Cortázar (Bruselas, 1914-París, 1984). Foto: Carlos Bosch



HABRÍA QUE SABER por qué caminos improbables llegan a nosotros desde muy lejos las influencias que van a determinar nuestra vocación, nuestra manera de mirar el mundo. En Úbeda, cuando estaba en el último año del instituto, un amigo con el que compartía el amor por la música pop y por la literatura me dio a leer por primera vez un cuento de Julio Cortázar.

Me hizo una impresión tan fuerte que al cabo de tantos años y después de haber leído tanto los cuentos de Cortázar y de haber dejado de leerlos me sigo acordando de éste: era La isla a mediodía. Me sorprendió con la sugestión de lo raro, de lo inusitadamente nuevo. Estaba escrito en una lengua que era la mía, y que sin embargo tenía una flexibilidad, una música desconocida, entre lo coloquial y lo abstracto, muy ajena a la de los escritores españoles a los que yo leía por entonces, y por supuesto a las traducciones de novelas extranjeras de las que me alimentaba, dependiendo de las disponibilidades limitadas de la biblioteca pública y de mis compras en el Círculo de Lectores, cuyos viajantes llamaban a la puerta cada tres meses trayendo el tesoro inusitado de sus catálogos y sus encargos, un poco a la manera en que los gitanos de la tribu de Melquíades aparecían cada cierto tiempo en Macondo para mostrar las novedades del mundo exterior.

Cuesta ahora revivir en toda su plenitud el impacto que tuvo para muchos españoles jóvenes el primer encuentro con la literatura moderna de América Latina. Estaba escrita en nuestro idioma y sin embargo era desmedida y exótica, en el sentido más noble de la palabra, porque nos abría la imaginación a continentes tan asombrosos como los que siglos atrás habían intentado contar los cronistas de Indias. Llegaba como un vendaval de innovación y ruptura, pero a la vez poseía todo el hechizo de los relatos primitivos, toda la fuerza de las novelas in- mensas del siglo XIX. Por los laberintos de Cien años de soledad uno se perdía como por las historias entreveradas del Quijote o de Las mil y una noches o El Decamerón. En algunos suplementos literarios que llegaban de Madrid con varios días de retraso se hablaba de experimentos confusos e incitantes en la literatura, de novelas escritas sin puntos ni comas ni personajes ni tramas que debían de ser tan prestigiosamente indescifrables como algunos discos de Frank Zappa llegados también a nuestra provincia cualquiera sabe por qué caminos. Estaba claro que en aquel cuento de Julio Cortázar había algo muy nuevo que uno no sabía lo que era, igual que en los diálogos entreverados de otra novela también llegada por entonces, La casa verde, pero esa parte de extrañeza no entorpecía la lectura ni enturbiaba la historia, sino que las hacía aún más incitantes. Con la pedantería propia de la adolescencia, durante varios años yo me empeñé en demostrarme a mí mismo que era un lector intrépido y un aspirante a novelista de vanguardia, sometiéndome a las audacias narrativas españolas más celebradas por la crítica de entonces: Oficio de tinieblas 5, de Cela; Heautontimoroumenos, de J. Leiva o Leyva; Juan sin tierra, de Juan Goytisolo. Ni la más ardiente hipocresía con uno mismo atenuaba la modorra, la desoladora apatía. ¿No habría otra manera menos árida de convertirse uno en escritor de su tiempo?

Por no hablar de otra presión, la ideológica. Agazapado en su provincia, uno no sólo aspiraba a irrumpir en Madrid como novelista o en su defecto como autor teatral de vanguardia, sino además a derribar la dictadura del general Franco y a ser posible construir el socialismo, para lo cual hacía falta someterse a un régimen punitivo de lecturas de manuales marxistas y seminarios llamados de formación en los que la densidad de los conceptos a dilucidar era aún más impenetrable que el humo del tabaco negro en aquellas habitaciones que tenían algo de catacumbas para los devotos de una religión perseguida. El régimen de Franco no dejó de ser sanguinario hasta el último día, y quienes regresaban a la luz después de haber sido torturados en las comisarías conservaban una palidez y un extravío en la mirada como de muertos en vida, pero los escaparates de las librerías estaban inundados de clásicos del marxismo y de manuales revolucionarios que nosotros leíamos, subrayábamos, analizábamos hasta la extenuación, contagiándonos de una retórica como de hormigón armado, llena de palabras abstractas y de reiteraciones machaconas, de “en tanto en cuanto” y de infraestructuras y superestructuras y correlaciones de fuerzas y análisis concretos de las situaciones concretas y contradicciones de primer nivel y segundo nivel.

Después de rumiar aquellos resecos piensos verbales no era muy fácil que a uno le quedara paladar ni oído para el idioma, y menos aún sutileza para percibir los matices de la vida real, que es el reverso de las caricaturas doctrinarias que aspiran a reducir a los seres humanos a muñecos de cartón. Antes de llegar a la universidad y atragantarme voluntariosamente de ideología yo había escrito con una felicidad irresponsable, imitando sin escrúpulo cualquier modelo con el que me entusiasmara, escribiendo dramas poéticos a la manera de Lorca y poemas de amor a la manera de Bécquer y luego a la de Pablo Neruda, piezas de teatro del absurdo copiadas de Beckett y de Ionesco, de teatro de agitación copiadas de Brecht y de Peter Weiss, arranques de novelas fastuosamente planeadas que nunca pasaban de la primera página.

Y de pronto aquel caudal absurdo que había fluido tan sin esfuerzo y con resultados tan abundantes como deplorables quedó interrumpido. Escribir había sido un juego y ahora era, opresivamente, una misión y un tormento. El doble cepo de la ortodoxia ideológica y la coacción vanguardista me paralizaba. La literatura tenía que ser un arma en la lucha contra la dictadura y contra el capitalismo; la literatura tenía que romper con las convenciones burguesas del costumbrismo y el realismo, con la utillería decrépita de los personajes, de los argumentos, hasta de la sintaxis, todo tan muerto como la pintura figurativa después del triunfo irrevocable de la abstracción, o como la música melódica desacreditada por la atonalidad. A uno tenía que remorderle la conciencia por haber leído alguna vez con emoción a Galdós o a Miguel Delibes.

Un cuento de Julio Cortázar me había despertado a la literatura contemporánea cuando tenía 17 años. Yo creo que fue un cuento de Borges el que me sacudió del sopor ideológico y estético unos años después, el que empezó a educarme en la forma de escritura que iba a ser ya siempre la mía. Leí El Aleph y mi idea de la lengua literaria española y de la ficción cambiaron para siempre. Era posible contar con ironía y verdad, con transparencia y ternura, y a la vez subvertir las mismas normas del relato que tan cuidadosamente se estaban respetando. Después vinieron Rulfo y Bioy, Carpentier, Onetti, Manuel Puig, Vargas Llosa, Donoso, Idea Vilariño, Bryce, Roberto Piglia, José Emilio Pacheco, Reynaldo Arenas, tantos más, una orgía perpetua, la vuelta al día en los ochenta mundos de una literatura que no se acaba nunca.

El Pais Babelia 28.11.2009

jueves, 19 de septiembre de 2013

Borrador de un sueño Por Antonio Muñoz Molina



Vladímir Nabokov (San Petersburgo, 1899-Montreux, 1977) y su hijo Dmitri, en 1968. Foto: Philippe Halsman / Magnum

E N LAUSANA, en la habitación del hospital en el que iba a morirse, entre el letargo de la fiebre y de las medicinas, Vladímir Nabokov soñaba completa una novela y a veces creía que ya había terminado de escribirla, y que se la leía en voz alta a un grupo de oyentes. Sus sueños habían sido siempre muy vívidos. El detallismo de su imaginación visual se hace transparente en una escritura que elude con una especie de liviana maestría la dificultad de las palabras para contar con precisión la realidad física, las vaguedades y las abstracciones del lenguaje. Según su biógrafo, Brian Boyd, Nabokov “visualizaba una novela en su mente, completa de principio a fin, antes de ponerse a escribirla”. Pero en Lausana, en la primavera y a principios del verano de 1977, su imaginación de novelista y de entomólogo era invadida por los malos sueños que anticipaban la muerte, y en sus momentos de lucidez comprendería que la novela vislumbrada con tanta claridad ya no iba a llegar a existir. El cuerpo hinchado y dolorido por la enfermedad era su prisión. Había contraído una infección hospitalaria que le inflamaba los bronquios, que le provocaba dolores insoportables en los dedos de los pies.

Un año antes, después de una primera estancia en el hospital, había contado el sueño de la lectura en voz alta de la novela completa: en el interior de un jardín de altos muros, para una audiencia que incluía pájaros y gatos y a sus abuelos muertos hacía muchísimos años. El despertar desbarataba la felicidad y el alivio de haber terminado de escribir. En la vida diurna, la novela era un mazo descabalado de fichas de cartulina, idénticas a las que había usado desde el comienzo de su vida de profesor en Estados Unidos: las fichas en las que se apuntaban notas y referencias bibliográficas, las que servían para catalogarlo todo en una época muy anterior a la de las computadoras. A lápiz, con su letra pulcra, inclinada y picuda, Nabokov subdividía la escritura de cada una de sus novelas en el espacio breve y muy reglamentario de las fichas, y en cada una completaba un fragmento tan cerrado sobre sí mismo como un poema. El tamaño de la cartulina, su tenue rayado, parecen excluir la posibilidad del arrebato y del abandono, de desarreglo efusivo y estético que Nabokov tanto detestaba: en cada ficha hay un principio y un fin, y la provisionalidad de lo escrito a lápiz añade un nuevo escrúpulo de control. Una palabra que no fuera justa podría ser borrada sin rastro, sin el melodrama de las tachaduras de tinta sobre un papel más frágil que la cartulina y por lo tanto más propicio a ser desgarrado o estrujado (es- trujando hojas de papel y tirándolas a la papelera después de arrancarlas de la máquina de escribir me imaginaba yo cuando era muy joven a los escritores).

Un título, The Original of Laura , y ciento treinta y ocho fichas escritas a lápiz era lo que quedó de la novela que Vladímir Nabokov había soñado y estuvo escribiendo hasta poco antes de morir. A su mujer, Vera, le había hecho prometerle que destruiría el manuscrito si a él no le daba tiem-po a terminarlo. Pero quién borra voluntariamente un rastro de la persona amada después de haberla perdido. Vera Nabokov no se decidió a cumplir la promesa hecha a su marido y cuando ella también murió, en 1991, las fichas estaban guardadas en la caja fuerte de un banco. El tiempo acentuaba la leyenda. Que en alguna parte estuviera preservada una novela inédita de Nabokov de la que nadie sabía nada confirmaba la duración de su presencia después de la muerte. Lolita, Pnin, Pálido fuego, Sebastian Knight, Habla, memoria habitan en la imaginación de los lectores más allá de la materialidad del estilo y de las páginas escritas, en un reino propio que nos parece invulnerable al olvido, esperándonos siempre con toda su intacta verdad en cuanto abrimos de nuevo uno de esos libros.

Y sin embargo cuando vi en las librerías hará unos dos meses un recio volumen con el nombre de Vladímir Nabokov y el bello título de la novela con la que seguía soñando poco antes de morir no me sentí tentado de hojearlo, ni leí las reseñas que iban apareciendo. Me retenía algo que yo no sabía lo que era, un desagrado, una especie de pudor. El libro ha llegado a mi casa como un regalo, y ya no he tenido más remedio que abrirlo. Los editores lo han titulado “una novela en fragmentos”: es verdad que son fragmentos, pero no que sea una novela. Más de treinta años después de la muerte de su padre Dmitri Nabokov ha recuperado las fichas de la cámara acorazada del banco suizo en el que estaban guardadas, y uno comprende que permanecieran en un sitio así: el sitio del dinero, no el de la literatura. Cada página del libro contiene el facsímil de una de las fichas, y su transcripción. Para completar el aire de reliquia, las fichas pueden ser desprendidas de las páginas, y organizadas en el orden que uno quiera darles, como tal vez habría hecho Nabokov.

El efecto, entre obsceno y lujoso, es de tristeza. Dmitri Nabokov invoca ejemplos clásicos de lo que llamó Milan Kundera testamentos traicionados: los herederos de Virgilio no quemando la Eneida, Max Brod preservando contra la voluntad expresa de Kafka los manuscritos de sus novelas inéditas. Pero en The Original of Laura sólo hay ruinas, aunque de vez en cuando brille entre ellas el oro puro de un tesoro perdido. La hermosa novela ya construida en la imaginación de Nabokov resulta ser una serie de ráfagas inconexas, como los sueños mal recordados después de una noche de fiebre. La reiteración de lo familiar confirma la evidencia de un derrumbamiento. Hay una mujer de veinticuatro años tan delgada que su espalda parece la de un niño que se está bañando, y sus pechos los de una niña de doce; hay un padrastro sórdido que ronda a la niña cuando la madre no está: su nombre es Hubert H. Hubert; hay un hombre muy gordo que huele mal y es humillado sexualmente por esa mujer muy delgada que se llama Flora y sobre la que alguien escribirá una novela llamándola Laura; hay unos hombros que emergen de un vestido sin tirantes y son tan blancos como el empeine revelado por unas babuchas de terciopelo negro. En una sola ficha cabe la horrenda tristeza de un encuentro sexual fracasado: la mujer muy joven sentada de espaldas sobre el regazo del marido gordo, mirando distraída hacia algo mientras salta rítmicamente sobre él para acabar cuanto antes, sin que se encuentren nunca las miradas, “como sapos, como tortugas”. Un hombre embotado y enfermo imagina la dulzura de morir o de ir borrándose poco a poco a sí mismo como se borra una figura sobre una pizarra. De pronto una sola línea inconexa alude a un paraíso: Los toldos color naranja en los veranos del sur. Pero quizás Nabokov ya no soñaba una novela sino el borrador de una pesadilla.

The Original of Laura. Vladímir Nabokov. Prefacio de Dmitri Nabokov. Knopf. 2009.

El Pais Babelia 30.01.2010


Portada Babelia nº949



Ilustración de Fernando Vicente