sábado, 11 de enero de 2020

La magia vivificante de las novelas


Marta Rebón

ILUSTRACIÓN DE DIEGO MIR

Al abrir un libro nos sumergimos en diferentes historias hasta olvidarnos de la nuestra. Otras veces llegamos a descubrir cosas de nosotros mismos a través de sus personajes. Una buena lectura puede ser el mejor refugio donde aliviar nuestra alma y un antídoto contra las adversidades.
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LE HAN DEJADO, el mundo ya no es maravilloso. Como en un permanente jet lag, no atina a conectar con la realidad que le envuelve. Decía Freud que las palabras y la magia fueron al principio una misma cosa. ¿Es por eso que seguimos buscando refugio en los libros cuando la vida se nos antoja una broma estúpida? Usted, pasajero en horas bajas, abre una novela y en sus páginas encuentra algo parecido a un bote salvavidas, un alivio balsámico al desasosiego.

Los lectores voraces saben bien que las bibliotecas y las librerías son un botiquín eficaz para el alma, como ya se afirmaba en la Antigüedad. La ficción y la poesía, sostiene la novelista Jeanette Winterson, son medicinas que curan la ruptura que la realidad provoca en nuestra imaginación. Conforme al tópico horaciano dulce et utile, nos enseñan deleitando. El eco de las palabras, su ritmo, y las imágenes con una gran carga emocional inundan y activan los recovecos de nuestra conciencia. Cuando leemos un texto literario inteligente y seductor, el mundo se vuelve más habitable.

La biblioterapia es posible gracias al choque de identificación que se produce en el lector cuando se ve reflejado en la historia.

Entre las bondades de leer ficción, la primera, por obvia que parezca, es llegar a conocernos mejor. Proust, a quien hoy pocos negarán sus aptitudes para la ciencia cognitiva, afirmaba que cada lector, cuando lee, es el propio lector de sí mismo. Añadía que la obra del escritor no es más que una suerte de instrumento óptico que este ofrece al otro para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no habría podido ver por sí mismo. Adentrarse en el universo de las novelas es vivir múltiples vidas. Con un libro entre las manos se abre ante nosotros un terreno para experimentar un sinfín de circunstancias. La biblioterapia es posible gracias al choque de identificación que se produce en el lector cuando se ve reflejado en la historia. Empatizamos con otra gente, otras maneras de pensar. La lectura, además, es una aventura intelectual trepidante. Para el Nobel de Literatura André Gide, leer a un escritor no era solo hacerse una idea de lo que decía, sino irse de viaje con él.

Leer nos sitúa en un espacio intermedio: a la vez que dejamos en suspenso nuestro yo, nos vincula con nuestra esencia más íntima, un bien valioso para mantener cierto equilibrio en estos tiempos de distracción. La lectura, decía María Zambrano, nos brinda un silencio que es un antídoto para el ruido que nos rodea. Nos procura un estado placentero similar al de la meditación y nos aporta los mismos beneficios que la relajación profunda. Al abrir un libro conquistamos nuevas perspectivas, pues la ficción comparte con la vida su esencia ambigua y polifacética. Dado que solo podemos leer un número limitado de títulos, ¿qué es lo que buscamos?, ¿obras que reafirmen nuestras creencias, o bien que hagan que estas se tambaleen? Kafka lo tenía muy claro, solo deberíamos adentrarnos en las obras que muerdan y pinchen: “Un libro tiene que ser un hacha que abra un agujero en el mar helado de nuestro interior”.

Reseñas de biblioterapia

Manual de remedios literarios. Cómo curarnos con libros, de Ella Berthoud y Susan Elderkin (editorial Siruela). Un original y divertido libro sobre biblioterapia que habla del poder curativo de la palabra escrita.

La lectura como plegaria, de Joan-Carles Mèlich (Fragmenta). Una reflexión sobre la lectura y la escritura en 262 fragmentos filosóficos.

Por qué leer los clásicos, de Italo Calvino (Siruela). El escritor nos recuerda que los clásicos nunca terminan de sorprender y resistir al tiempo.

Poema, de Rafael Argullol (Acantilado). Un breviario contemporáneo erudito y sensible de reflexiones sobre la condición humana y el discurrir del mundo.

El intérprete del dolor, de Jhumpa Lahiri (Salamandra). La escritora indaga sobre las barreras que deben salvar personajes de diferentes culturas en su búsqueda de la felicidad.

La muerte de Iván Ilich, de Lev Tolstói (Nórdica). Una luminosa novela que en realidad es un poema capaz de reconciliarnos con nuestra condición mortal.

Pequeño fracaso, de Gary Shteyngart (Libros del Asteroide). Después de mudarse con su familia a Nueva York, el niño judío ruso Ígor se transforma en Gary, un personaje que narra la experiencia de vivir a caballo entre dos países que son enemigos.

Canción dulce, de Leila Slimani (Cabaret Voltaire). Disecciona las circunstancias de un crimen y arroja luz sobre las contradicciones de la sociedad actual.



El Pais Semanal Nº 2.134 20/09/2017

Primera página

Luisgé Martín


Manuscrito de la novela inédita de Roberto Bolaño, 'El espíritu de la ciencia-ficción'. BEA UHART

El mercado literario apuesta por los manuscritos iniciáticos de autores consagrados, como Roberto Bolaño o Truman Capote.


JUSTO ANTES de su muerte, en 1984, Julio Cortázar quiso recuperar dos novelas de su prehistoria literaria: El examen y Divertimento. Habían sido escritas en 1949 y 1950, respectivamente, pero no fueron publicadas hasta 1986. A Roberto Bolaño se le quedaron en el cajón varios textos primerizos. En 2011 se lanzó Los sinsabores del verdadero policía, una novela que había comenzado a escribir en los años ochenta, y a finales de 2016 lo hará El espíritu de la ciencia-ficción, fechada en 1984. También acaban de llegar a las librerías los Relatos tempranos, de Truman Capote, muerto hace más de 30 años. Con voluntad expresa de los autores o sin ella, el mercado está lleno de manuscritos iniciáticos recuperados tardíamente.

Algunos autores no destruyen nada. Conservan aún los bocetos de novelas que esbozaron a los 16 años y que eran, en buena medida, ejercicios imitativos de los escritores a los que admiraban. Otros, en cambio, tienen siempre presta la hoguera para arrojar lo que no les convence. Ernesto Sábato, célebre por su autoexigencia, decía que siempre había sido “destructivo” consigo mismo. “He quemado las tres cuartas partes de lo que he escrito”, aseguraba.

La editorial Turpial decidió hace unos años crear una colección llamada Ópera Prima, en la que tuvieran cabida obras primerizas de autores jóvenes y, al mismo tiempo, textos inéditos y antiguos de otros consagrados. En esa colección publicó Lorenzo Silva Historia de una piltrafa, recopilación de cuentos de su primera juventud. “La valentía de Lorenzo nos sirvió de enganche para otros compañeros, pero no es tan fácil que un autor asentado quiera publicar una primera obra. La colección genera entusiasmo casi en la misma medida que temor”, cuenta Iñaki Martínez, director editorial de Turpial.

Ricardo Menéndez Salmón, ganador del último Premio Biblioteca Breve de novela, ejemplifica ese dilema: “Mientras estudiaba Filosofía escribí una novela titulada La reconstrucción. No la he vuelto a leer completa desde entonces. Antes de publicarla debería hacerlo, para descubrir si mi prosa ha resistido mínimamente un viaje tan largo. Pero si fuera así, no tendría ningún reparo. Como muestra de los lugares y obsesiones de los que procede de forma seminal una escritura, seguramente sea impagable”.

También permanece inédita la primera novela de Eduardo Mendi­cutti, Tatuaje, con la que ganó en 1973 el famoso Premio Sésamo. “Era muy loca: drogas, homosexualidad, nihilismo gaditano. La censura desaconsejó su lanzamiento y el editor se echó atrás. Tardé mucho en reponerme del disgusto. Luego no he querido publicarla en serio, pero si se tratase de hacer bromas, tal vez me lo pensara”.

Nadie sabe si resulta positivo para la historia de la literatura –y para la reputación de un autor– recobrar textos germinales, imperfectos. Algunos prefieren, muy al contrario, extirparlos de su bibliografía: Rafael Chirbes, por ejemplo, prohibió que se reeditara En la lucha final, su segunda novela. Como dijo Borges, “que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”.


El Pais Semanal Nº 2.082 20/09/2016

martes, 7 de enero de 2020

El escritor misterioso

Manuel Rivas

Y si lo que dijo aquel hombre excéntrico, contador de cuentos, era algo más que una revolución, ¿qué era lo que escribía en el suelo con tanto empeño? No lo sabemos.


JESUCRISTO TUVO que ser un extraordinario narrador oral, aunque sabemos, de acuerdo con el Evangelio de San Juan, que el hijo del carpintero también sabía escribir. Pero solo hay un episodio conocido en el que, en efecto, Cristo aparece escribiendo. Es una escena difícilmente superable, y no solo en la historia de la escritura, sino en lo que podríamos llamar la “historia del corazón”. Una multitud lleva ante él a una mujer acusada de adulterio. Lo interpelan: “En la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?”. Él no responde. Lo tendría muy fácil si quisiera ganarse el favor de tal público. ¿Qué hace?: “Inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo”.

Así que ahí tenemos a una masa deseando ensañarse con una “culpable”, y un profeta raro, que no incita a la turba. Al contrario, levanta la cabeza y se dirige no a la masa, sino a la conciencia de cada uno: “El que de vosotros esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Eso es todo cuanto sabemos sobre sexualidad y pecado en el pensamiento de Jesús. Y es mucho. Tal vez no hay ningún aforismo que diga más con tan pocas palabras. Sin embargo, durante siglos y siglos, los aparatos eclesiásticos han bombardeado las mentes y el deseo con una sulfamida de miedo y culpa. La propia imaginación, el “pensamiento impuro”, era sometida a castigo.

Y si lo que dijo aquel hombre excéntrico, contador de cuentos, era algo más que una revolución, ¿qué era lo que escribía en el suelo con tanta dedicación? No lo sabemos. Es una zona de misterio, de elusión, que demuestra una gran sagacidad técnica por parte del evangelista narrador. En este sentido, el estilo de Juan se parece al de Hemingway. Como el relato es abierto, creo que lo que Cristo escribía con un dedo en el suelo era el nombre de la mujer.

Me piden una lista de libros preferidos. Y caigo como un pardillo en la tentación de hacer eso que llaman un canon. No tardo en arrepentirme, pero la lista ya está enviada. Y oigo a Witold Gombrowicz comentar socarrón: “Pucha con el pollo, ¡no aparece Ferdydurke ni Transatlántico!”. Siento la ausencia de Cien años de soledad como cien escrúpulos lastimando en los zapatos En busca del tiempo perdido. A propósito de soledad, retumba en el maldito canon la falta de Una soledad demasiado ruidosa, de Bohumil Hrabal. Y hay que ser huevón para no poner en lo más alto la poesía de Emily Dickinson, Poemas humanos de César Vallejo o el Réquiem de Ana Ajmatova. Y desagradecido con Orhan Pamuk que te llevó más allá del placer en El museo de la inocencia. Y malandro por no citar a Torga o Saramago. “Tus palabras se parecen a la verdad y la verdad tal vez es un pecado”, dice un personaje de ­Jacques Roumain, el escritor haitiano, en Gobernadores del rocío. Nada, ni rastro. Ni del Cuaderno de un retorno al país natal de Aimé Césaire. El pinche pendejo se fumó Palinuro de México, de Fernando del Paso. ¿Y qué fue de Los detectives salvajes y 2666 de Roberto Bolaño? Ni noticia de Flannery O’Connor, autora de relatos intachables como La buena gente del campo, o la vivísima Louise Erdrich. No hablemos de los clásicos-clásicos: “Entonces ve allá abajo”, dice Creonte a Antígona sobre los muertos, “y, si tienes que amar, ámalos a ellos”. El capullo que soy pasó de ellos, con la excepción de La Odisea, qué descubrimiento, qué ojo. Eso sí, el retorcido no le dio cancha al Ulises de Joyce. Y a los grandes maestros rusos y franceses, ni bola. Ni a Charles Dickens, ahora que está de moda la distopía de Tiempos difíciles. Como diría mi colega Guixán: “¿Qué culpa tienen ellos de lo que escribes tú?”. Y esa boludez de no mentar a Borges. Es como ignorar a Dios, dispensando. Aunque Borges no era un dios monoteísta. Él diría, citando a Bernard Shaw, “God is in the making” (Dios está haciéndose).

Ahora que lo pienso, lo más acertado habría sido hacer la lista a la manera que recomendaba Blanco White: “¡Copien el Índice de libros prohibidos!”.


El Pais Semanal Nº 2.128 8/07/2017

Solo el sonido de las hojas

Jorge Carrion

LUPE DE LA VALLINA




TELÉFONOS NO, por favor”. Esta nueva librería londinense se llama Librería –en español– y te exige amablemente que te desconectes un rato. Su interior de estanterías amarillas y techos dorados es especular, hipnótico, sin wifi y sin cafetería. Pero la cafeína se consigue con sólo cruzar la calle. Estamos frente al Second Home –un espacio de coworking y restaurante cuyo diseño podría ser lo mismo de los años sesenta que del futuro–, que se ha convertido en el refugio de moda de los profesionales jóvenes que, en esta burbuja inmobiliaria que llamamos Londres, deben compartir oficina.

Estamos muy cerca del Whitechapel de Jack el Destripador, de restaurantes paquistaníes y de descampados con grafitis y de barberías: no puede ser más fuerte el olor a gentrificación (qué poco huele en comparación la palabra aburguesamiento).

“Vivimos un momento cultural muy interesante, en el cual nosotros optamos por lo tangible: el libro, que no es sólo un deseo, sino también un objeto”, dice Sally Davis como si recitara una lección bien aprendida. Seguro que fue la primera de su clase. Bajo esas gafas enormes y ese flequillo moderno se encuentra una antigua periodista del Financial Times y una lectora omnívora, directora ahora de este “santuario de la atención, de la concentración y del descubrimiento”. Los libros no están clasificados por editorial o por género, sino por temas: Madres, madonnas y putas; Tiempo y espacio; Tecnología y artesanía; o Primera persona.

Además ofrecen selecciones de comisarios invitados, como David Rowan –editor de Wired– o la escritora Jeanette Winterson, autora de ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? “Una librería es una criatura que evoluciona”, sentencia Davis, que inauguró la suya el pasado mes de febrero.

El diseño lo firma el estudio de arquitectura español Selgascano, que se inspiró para ese techo de espejo que duplica los anaqueles hasta el infinito en La biblioteca de Babel, el cuento de Borges. No sé si conocerán su librería hermana, igual de bella, cinco veces más grande: la que aparece si atraviesas esa superficie especular que nos envuelve y nos multiplica. Se llama Ulises, fue diseñada por Sebastián Grey y se encuentra en Santiago de Chile. Su cielo también te refleja y te eleva hacia la estratosfera bibliográfica.

Me vibra el móvil. Disimulo. El zumbido me baja por la pierna y me ancla al suelo, tras tantos minutos en las nubes. “¿Qué hacéis si alguien utiliza su móvil?”, le pregunto, sonrojado, de camino a la salida. “Pues le explicamos nuestra filosofía y le pedimos amablemente que lo apague: la gente está deseando que le den permiso para estar presente”. Pese a la vibración y al miedo a ser pillado in fraganti, como siempre, me compro un libro. Davis estampa en la primera página de The Meaning of the Library (el sentido de la biblioteca) el sello de Librería. “Como hacen en Shakespeare and Company”, le digo. “Sí, sí, lo copié de allí”.

El Pais Semanal Nº2.083 28/09/2016


sábado, 4 de enero de 2020

Ana Jessen, la sanadora de libros

Belen Cebrian Echarri


SOFÍA MORO

2 MAY 2016

Lleva años dedicándose a curar las heridas que el paso del tiempo provoca sobre las páginas de papel. Un trabajo manual y delicado que, gracias al mecenazgo, resucita joyas centenarias de la memoria escrita.


MIRA, ¿lo ves?”. Ana Jessen señala con el índice un diminuto punto negro apenas visible entre la costura de dos páginas de un libro. “Es un huevo. Y si no se quitara, el bicho en el que se convertiría devoraría el papel”. Podría ser un pececillo de plata o una cucaracha, los más comunes. Apenas unos milímetros de vida que terminarían con la existencia de un ejemplar del siglo XVI, una preciosa Biblia hebrea de 1528 que Jessen (Madrid, 1955) sostiene en sus manos y a la que hace un somero chequeo: “Portada renacentista sobre tabla. No hay que desmontarlo. Solo limpiar, injertar piel y restaurar los broches que cierran el libro”. Proviene del monasterio de Leyre, en Navarra, que, además de la sepultura de los primeros monarcas del reino de Pamplona, acoge una biblioteca ahora en reconstrucción. Es el último proyecto de esta restauradora, una sanadora de libros dedicada desde hace años a buscar mecenazgo para curar los males de los códices. “Los peores”, comenta, “los insectos y roedores, y el mal uso”.

Este, como el resto de los trabajos que tiene en marcha, es un proyecto llave en mano: se pone en contacto con las bibliotecas y, obtenido el permiso, busca financiación por un monto global que incluye su trabajo, los materiales, los seguros y los impuestos. Así, ha conseguido ya 480.000 euros de fundaciones y Administraciones, y ha devuelto la vida, entre otros, a más de 400 libros de la biblioteca de San Millán de la Cogolla, cuna del castellano.

“Allí empezó esta historia”, dice Ana Jessen en su taller madrileño. Habla sentada en su mesa de trabajo mientras con un bisturí rasca sin parar (“chifla”, en su jerga técnica) la mugrienta piel de una cubierta. “Preparo los bordes para hacer un injerto”, dice sin levantar la vista. “Yo era restauradora de la Biblioteca Nacional y fui a visitar el monasterio de Yuso con unos amigos. Me llamó la atención el estado de deterioro que tenían los libros. Me reuní con los agustinos recoletos que dirigen la biblioteca, me puse a buscar fondos y los conseguí pronto. Entonces [2001] eran muy buenos tiempos y no había crisis”. A restaurar los libros de San Millán han contribuido cinco instituciones, entre ellas las fundaciones más importantes. Es su proyecto más antiguo, y el más grande. Y, como el resto, aún está en marcha. “En San Millán”, dice, “hay 10.000 volúmenes”.




Material de trabajo y detalle de una de las minuciosas operaciones de restauración. / SOFÍA MORO

Los libros llegan a su taller en transportes especializados en obras de arte. Previamente se han asegurado y ella misma los ha envuelto en papel de seda y burbujas. Lo primero que hace al recibirlos es observarlos página a página y anotar sus males. Según sean estos, así serán los remedios. El que tiene delante deja ver sin ningún pudor sus más de 400 años. Es una piltrafa cuyas tapas necesitan un nuevo cartón neutro, sin acidez; restaurar la cubierta, coser los nervios vistos con cordel o piel de zumaque (piel de cabra de color natural); poner los tiros, que son papeles-barrera contra hongos que sirven también como contrapeso de la cubierta para que el libro no se quede abierto, y, por último, rematar la decoración perdida.

Ha vuelto a rascar la mugrienta piel. Solo se detiene de vez en cuando para frotar el bisturí con un afilador de viejo barbero –“lo prefiero a la piedra”– o mostrar alguno de sus trabajos. “Este es una joya, aunque no es muy antiguo, de la primera mitad del XVIII. Es de la Universidad de Cádiz. Y mira este otro: estaba tan deformado que el lomo, en vez de cóncavo, era convexo, así que hubo que meter cuadernillo a cuadernillo en cámaras de humectación, prensarlo y coserlo”. Una labor que puede durar hasta dos meses.

Jessen pasa la palma de la mano por las grandes hojas. En realidad, las acaricia. Las ha limpiado y remendado, y ahora las mima. Cuida su cuerpo e intenta no tocar el alma, lo que transmitieron en su día, que es lo que pretende conservar. “Siempre hay que dejar ver qué está restaurado y qué es original, y la estética de la restauración siempre tiene que ir en consonancia con el libro”. Por eso no utiliza blanqueadores de papel y rastrea los mercados de Londres y París en busca de los mejores curtidos. Y por eso también deja las anotaciones y dedicatorias que los libros tienen. “Forman parte de su historia”, dice. No recuerda ninguna que la haya sorprendido y tampoco siente especial curiosidad. “Si acaso, miro algunas de la generación del 98 o del 27 en los ejemplares de la Residencia de Estudiantes”, cuya biblioteca también contribuye a conservar. Un viaje de varios siglos para esta profesional que trabaja sola mientras escucha a Mozart y que en su mayor parte, casi el 80%, aplica sus terapias a libros que pertenecen al Patrimonio Nacional.


El Pais Semanal Nº 2.066 1/05/2016

viernes, 3 de enero de 2020

¿Por qué Jack Reed escribió la mejor crónica de la Revolución Rusa?


Martín Caparrós

John Reed, en un retrato de 1920, el año de su muerte. GETTY

25 OCT 2017

El periodista John Reed estaba allí en 1917 cuando la revolución bolchevique le dio una forma nueva al mundo. Este norteamericano contó, en el libro 'Diez días que conmovieron al mundo', un relato inolvidable sobre lo acaecido. Tanto le impactó que se quedó en Moscú, donde falleció tres años después.

HABLAN DE LA CRÓNICA, insisten en la crónica, dan la tabarra con la crónica. Y lo dicen como si hubiera empezado antes de ayer, cuando empezó mucho antes de ayer. Herodoto, César, Ibn Battuta, Álvar Núñez, Sterne o Stendhal —por ejemplo— son cronistas bastante extraordinarios. Pero a ninguno le tocó contar algo tan decisivo como a John Silas Reed.

Lo llamaron John pero lo llamaban Jack; había nacido el 22 de octubre de 1887 en una mansión de Portland, Oregón, rodeado de sirvientes chinos y niñeras inglesas, el hijo de la hija de un empresario millonario. Le pagaron los gustos: cuando cumplió 18 años lo mandaron a Harvard y allí —alto, guapo, simpático— entró en todos los clubes, practicó todos los deportes, escribió en todas las revistas. Pero también fue a reuniones del pequeño grupo socialista, y ese detalle le cambió la vida.

Por eso, cuando se graduó, en lugar de irse a Europa como un ­dandi, se fue empleado en un barco ganadero; por eso, cuando volvió, se instaló en el Village de Nueva York y reporteó para revistas iracundas y escribió poemas. Y se mezcló con huelgas de trabajadores y lo arrestaron cuatro o cinco veces y viajó a contar la revolución mexicana y se casó con Louise Bryant, una escritora feminista, y mantuvieron una pareja casi abierta y él volvió a ­Europa a ver la guerra y escribió que era una pelea de capitalistas donde morían obreros y cuando su país entró en ella se opuso con vehemencia y lo pagó en repudios y maltratos. Pero nada de eso sería memorable si no hubiera tenido la astucia de entender dónde valía la pena estar: allí suele estar la diferencia.

(Jack Reed era un hombre en busca de un destino; a mí me cuesta no pensarle la cara bonita de Warren Beatty, que, a principios de los ochentas, dirigió y protagonizó una película sobre su vida, Reds, que ganó tres Oscar, que se rodó en España —y en la que trabajé como extra, un campesino ruso que cantaba a los gritos La Internacional).

Allí vio los hechos, habló con los protagonistas, entendió los mecanismos, escribió un libro inolvidable. .

En agosto de 1917 Reed y Bryant viajaron a San Petersburgo —que entonces ya se llamaba Petrogrado— para ver de cerca el movimiento que había tumbado al zar seis meses antes. Todo era confusión, todo esperanza —y pretendían contarlo. Reed estaba allí en octubre de 1917, cuando la revolución bolchevique le dio una forma nueva al mundo. Allí vio los hechos, habló con los protagonistas, entendió los mecanismos, escribió un libro inolvidable.

Lo tituló Ten Days that Shook the World —“Diez días que conmovieron al mundo”— y sigue siendo un modelo, y sigue siendo el mejor relato sobre ese intento tan exitoso que después falló con tal estruendo. No era, por supuesto, neutral: el periodismo nunca lo es, no puede serlo. Fue hace justo un siglo —y ni el tiempo ni las revoluciones nos han convencido todavía de que cien años son sólo una convención, que da lo mismo. Fue hace justo un siglo, y ese dato menor sirve para volver a la pregunta del millón: que cómo fue que tan buenas intenciones dieron tan malos resultados.

Jack Reed nunca llegó a preguntárselo. Había cumplido 30 años en medio del triunfo bolchevique, pero no llegó a cumplir 33: cinco días antes, el 17 de octubre de 1920, se murió en un hospital de Moscú y lo enterraron —honor de los honores— en el Kremlin. Dejó su reportaje para mostrarnos, entre otras cosas, que ni en periodismo ni en política hacemos nada nuevo. En política ni siquiera lo creemos; en periodismo a veces sí, y lo llamamos crónica. Herodoto se ríe como loco en un mesón de Halicarnaso.


El Pais Semanal Nº 2.143 22/10/2017


La vida del excéntrico millonario que fascinó a Hemingway y Scott Fitzgerald

Fernando Iwasaki


Richard Halliburton, retratado a su llegada a Los Ángeles junto a dos admiradoras.  GETTY
30 NOV 2017

Richard Halliburton, un rico y caprichoso explorador estadounidense de comienzos del siglo XX, viajaba para comprobar que lo que había leído en los libros era real



EN EL VERANO del año 2000 adquirí en una librería de lance de Bath un libro de viajes titulado New Worlds to Conquer (Bobbs-Merrill Company. Indianápolis, 1929), escrito por un tal Richard Halliburton. Lo compré porque se trataba de un ambicioso viaje por América Latina que incluía una pintoresca estancia en Lima y Cuzco y porque —para qué vamos a negarlo— me pareció reconocer a mi abuela en las fotos de un capítulo titulado ‘Lima ­Nights’, donde encima aparecía citada por su nombre de pila (¡miedo me dio!). Sin embargo, leído entonces y repasado ahora, me alegro de haberlo adquirido, porque años después descubrí que Richard Halliburton (1900-1939) fue un rico y caprichoso explorador norteamericano cuyas aventuras fascinaron a ilustres contemporáneos como Hemingway y Scott Fitzgerald. La aureola romántica de Halliburton no se apagó ni siquiera después de su muerte, pues desapareció en el Pacífico mientras navegaba en un junco chino y su épica de niño rico malogrado conmovió a Susan Sontag, Paul Theroux y sospecho que también a mi abuela.

New Worlds to Conquer fue un viaje fastuoso que comenzó en México, siguió por Guatemala y continuó por Panamá —­donde, como buen sportman, atravesó a nado el canal— hasta que recaló en Perú. Después de conocer Machu ­Picchu, Halliburton visitó la isla chilena de Juan Fernández en busca del rastro del náufrago escocés Alexander Selkirk, luego pasó a Buenos Aires y enderezó el rumbo a las cataratas del Iguazú, atravesó la selva amazónica hasta Río de Janeiro y ahí embarcó hacia el presidio de la Isla del Diablo en la Guyana francesa, porque había decidido vivir unos meses como Robinson Crusoe. El libro consiente una lectura intertextual, pues son reconocibles las citas de Prescott, Ricardo Palma, el Inca Garcilaso, Voltaire, Cunninghame Graham y Daniel Defoe, entre otros autores que salpimentan la lectura de sus capítulos. Es decir, que Richard Halliburton viajaba para contrastar lo que había descubierto en los libros.

Así, en The Royal Road to Romance (1925) recorrió Sevilla, Granada, El Cairo, Cachemira y Tokio; en The Glorious Adventure (1927) atravesó el Egeo para reconstruir la Odisea, y en The Flying Carpet (1932) contrató a un aviador para hacer fotografías aéreas desde Sevilla hasta Damasco, pasando por Gibraltar, Fez, Argel, El Cairo y Petra. Halliburton fue un entusiasta de las cámaras, pues sus libros tienen bellas ilustraciones tomadas por él mismo o por artistas contratados ex profeso, como su paisano Ewing Galloway o el cuzqueño Martín Chambi. De hecho, Halliburton fue muy escrupuloso con los derechos de los fotógrafos, precisamente para hacer valer el copyright de sus propias instantáneas.

Halliburton no fue un gran cronista, pero en sus libros reconocemos en agraz las virtudes y defectos de posteriores artistas de la crónica como Bruce Chatwin, a quien le reprocharon incluir ficciones en sus libros de viajes. ¿Quién no ha leído que la muralla china es visible desde la Luna? Eso no lo dijo ningún astronauta, sino Richard Halliburton en Second Book of Marvels (1938). ¡Así se cameló a mi abuela! 


El Pais Semanal Nº 2.148 26/11/2017

¿Puede un libro desbancar a una obra de arte?


Ángela Molina


BETTMAN (CORBIS)


El volumen podría en un futuro no muy lejano equipararse a la obra de arte como pieza codiciada por el coleccionismo.



El arte contemporáneo, ese universo plano rodeado por un océano de ferias, bienales y agentes provocadores, ha perdido su sinrazón de ser. Ha dejado de ser un enigma para convertirse en lo previsible, un bulbo truncado, el tulipán que satisface constantemente los deseos. Frente a la flor del turbante, la rosa es el laberinto, el libro que posee el gran secreto del mundo. Museos contra bibliotecas. Así la describió Borges en El golem: “El nombre es arquetipo de la cosa y en las letras de rosa está la rosa”.

No está lejos el día en que el libro, con su tallo/lomo y sus pétalos/hojas, sustituya a la obra de arte como lugar de los deseos de todo coleccionista. En 1994, Bill Gates pagó 25,9 millones de euros (50 millones de hoy) por el Código Leicester de Leonardo (también conocido como Códex Hammer, 1506-1508) en la subasta de Christie’ s Nueva York. Hacía tiempo que el dueño de Microsoft buscaba poseer esa joya de 72 páginas donde el genio florentino explica e ilustra las constantes de nuestro planeta como si fuera una fábula para niños: ¿Por qué el cielo es azul y la luna luminosa?, ¿cuáles son las propiedades del agua?, ¿por qué se encuentran fósiles en las montañas? Para preservar su enigma, Leonardo escribió su enciclopedia al revés, de derecha a izquierda, con ayuda de un espejo. Más Borges.

El Código Leicester viajará el próximo otoño a los Ufizzi de Florencia, en una de las muchas exposiciones del Año Leonardo que servirán para enmarcar el quinto centenario de la muerte del polímata renacentista, el 2 de mayo de 1519. Por primera vez, un libro brillará más que la Mona Lisa, el cuadro más famoso y fotografiado del mundo. ¿Es eso posible? ¿Se puede desprogramar la obsolescencia en el galopante negocio del arte y los museos, donde muy pronto una réplica perfecta de la pintura, la Gioconda.2, sustituirá a la original en las salas del Louvre?

El pasado mes de marzo, la Feria del Libro Antiguo de Nueva York, una de las más importantes del mundo en su especialidad, llegó a su 59ª edición en esa peculiar fortaleza militar del Upper Manhattan que es el Armory. Tras sus pequeños despachos de relojero se veía a los libreros excitar el entusiasmo y la curiosidad de los coleccionistas con ejemplares genuinos: poemas ilustrados, tratados de medicina, libros-esculturas, cartas manuscritas, fotografías, incunables, cartografías. Personajes del mundo de la moda, actores, escritores, incluso artistas plásticos, merodeaban por los stands en busca de rarezas: los poemas de Liberté de Paul Éluard ilustrados por Fernand Léger, la traducción de Mallarmé para El cuervo, de Poe, con dibujos de Manet, los 10 libros de Arquitectura de Vitrubio con diseños de Palladio (1550) y la joya de la corona, la primera edición del libro de Copérnico donde argumenta que es el Sol, y no la Tierra, el centro del universo. Su precio: dos millones de dólares.

Otros ejemplares parecían más fetiches que libros: la primera edición americana de Las Aventuras de Oliver Twist que perteneció a Charles Chaplin, o el original mecanografiado y anotado de la primera versión de Tristana de Buñuel (una versión censurada por el gobierno francés en 1963) con su pluma Cartier de oro. Y rarezas sobre rarezas, el maravilloso tratado sobre las deformidades de animales y plantas (Historia Natural de los Monstruos) de Ulisse Aldrovandi (S. XVI), las cartas y textos manuscritos del Marqués de Sade a su esposa o las hoy muy oportunas primera ediciones de los textos fundacionales del feminismo, de Anne Bradstreet, Mary Wollstonecraft, Jane Marcet y Ednah Dow Cheney. Entre las “piezas de museo”, un documento fuente para los estudiosos del Holocausto, la carta autografiada y firmada por Martin Lutero al preboste de San Nicolás en Berlín, Georg Buchholzer (1543), donde le anima a seguir predicando contra los judíos a los que califica de “pueblo diabólico”. El precio de este escrito fundacional del antisemitismo en Alemania es de 450.000 dólares, pero su valor es incalculable para entender la dimensión histórica de la peor y más ignominiosa catástrofe humana de los últimos siglos. Belleza no es sólo verdad, también la búsqueda de ella.

Cinco siglos después, ya sabemos por qué sonríe la Mona Lisa. Rosas vencen a tulipanes.



El Pais Semanal Nº 2.167 08/04/2018

El síndrome de Alicia en el País de las Maravillas


Luisgé Martín

Arriba, una ilustración de 1865 de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll. DE ÁLBUM / GRANGER

22 DIC 2016

Un extraño trastorno que altera la percepción del tamaño de las cosas explora los bordes del arte.


GABRIEL GARCÍA Márquez, el gran genio del realismo mágico, decía siempre que él no tenía tanta imaginación como se le atribuía: las cosas que pasan en Macondo eran las mismas cosas que sucedían en Aracataca, su pueblo. “Dicen que yo he inventado el realismo mágico, pero sólo soy el notario de la realidad. Incluso hay cosas reales que tengo que desechar porque sé que no se pueden creer”.

Parece que otro de los grandes imaginadores de la literatura universal, Lewis Carroll, tampoco inventaba nada. Padecía una enfermedad neurológica –conocida en su honor como síndrome de Alicia en el País de las Maravillas– que desfigura la percepción del tamaño de las cosas. El individuo afectado ve los objetos más pequeños de lo que son en realidad (micropsia) o más grandes (macropsia), igual que le pasaba a Alicia en uno de los episodios más famosos del célebre libro.

El individuo afectado ve los objetos más pequeños de lo que son en realidad (micropsia) o más grandes (macropsia), igual que le pasaba a Alicia en uno de los episodios más famosos del célebre libro.

Jorge Ferrer tiene nueve años y sufre el síndrome. El trastorno no es continuado, sino esporádico: su percepción es normal hasta que en un determinado momento se altera, y entonces empieza a padecer las alucinaciones. El trastorno comenzó en forma de pesadillas terribles en las que el niño, en estado de sonambulismo, vislumbraba a alguien que le perseguía a través de un bosque. Días después, le anunció a su madre que la veía muy pequeña: fijaba la mirada en un punto de su cuerpo y notaba cómo la figura se alejaba hasta casi desaparecer. A partir de entonces, intermitentemente, la perturbación sensorial retorna. De repente pide ayuda para trocear la comida porque el plato se ha empequeñecido mucho o ve al acostarse cómo el techo de la habitación se aleja. La distorsión no es sólo visual: cuando entra en esos estados, oye las voces susurrantes de sus padres como si fueran gritos formidables.

¿Es la literatura un registro estético de las anomalías y anormalidades humanas? El filósofo y psicólogo William James –hermano de Henry James– recordaba en su libro Las variedades de la experiencia religiosa cómo el materialismo científico había tratado de dar explicación médica a algunos de los comportamientos humanos más extraños: santa Teresa habría padecido de histeria en sus percepciones místicas, y san Pablo, a causa de una lesión en la corteza occipital, habría sufrido al caerse del caballo su famosa conversión, trascendental para el cristianismo. Van Gogh, que pintaba los colores distorsionados, dejó escrito que “el arte existe para consolar a los que están rotos por la vida”.

Parece que Lewis Carroll era pedófilo, como sugieren varias biografías, y sufría micropsia y macropsia. Fue diagnosticado de epilepsia y luchó toda su vida contra la tartamudez. Pero supo transformar esos trastornos neurológicos y emocionales en una gran obra, que más de siglo y medio después sigue siendo uno de los textos capitales de la literatura infantil y de la fantástica.

Jorge Ferrer, que siempre tuvo cierta afición artística, ha comenzado a dibujar figuras extrañas, desproporcionadas, desde los primeros síntomas del síndrome. Él, como García Márquez, no tiene la sensación de ser creativo, de deformar la realidad con su invención. Sólo copia lo que su cerebro ve. ¿Se despertó Kafka un día convertido en cucaracha? ¿Tomó Stevenson droga que le convertía por las noches en Mr. Hyde? Nunca lo sabremos con certeza, pero el valor simbólico de sus obras no cambiaría.


El Pais Semanal Nº 2.099 18/12/2016

DFW


Javier Cercas

18 DIC 2016

David Foster Wallace fue tal vez el escritor más talentoso de mi generación. Su genio resulta más visible en sus crónicas y ensayos.


HAY ESCRITORES que importan más por lo que vislumbran o prefiguran que por lo que escriben. También hay escritores que, casi siempre a causa de una muerte trágica y prematura, se erigen en iconos de un tiempo, en sujetos de una leyenda y objetos de un culto acrítico que a menudo provoca en el lector resabiado la sospecha natural de que, como escritores, son puros bluff. Ambas descripciones se ajustan con exactitud al destino de David Foster Wallace; salvo que DFW fue cualquier cosa menos un bluff.

La editorial Random House vuelve a publicar La broma infinita, la novela emblemática de DFW, y la más extensa: 1.200 páginas. La leí hace 20 años, cuando se publicó por vez primera, pero en todo este tiempo he pensado que la leí mal, porque los comentarios que de ella me llegaban no respondían a mi recuerdo; ahora que he vuelto a leerla he comprendido que eran los comentaristas los que apenas habían leído la novela. Suele ocurrir con libros tan exigentes: si uno se concede el privilegio de leer los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido hasta llegar al último, que quizá es el mejor, puede terminar con la sospecha razonable de que la mayor parte de los que hablan de esa novela única lo hacen casi sin haberla leído. El tema de La broma infinita es la adicción; es decir: nuestro anhelo infinito de esclavitud. DFW sentía que esa tara definía la Norteamérica actual, una sociedad tiranizada por la frivolidad de los medios y la industria del entretenimiento, y rendida al imperativo de la satisfacción inmediata; puede ser, pero es más probable que el pánico a la libertad sea una flaqueza inherente al ser humano.

Me pregunto si alguien lo ha dicho mejor que Dostoievski, un escritor al que DFW admiraba por encima de todos: “No hay para el hombre preocupación más constante que la de buscar cuanto antes, siendo libre, ante quién inclinarse”. En La broma infinita, el símbolo de esta sed de servidumbre es una película, titulada La broma infinita, que anula la voluntad de sus espectadores, quienes en cuanto la ven ya sólo quieren dedicar su vida a verla: esa película ausente, de cuyo contenido casi no sabemos nada, es el punto ciego de la novela, la oscuridad central que la ilumina por entero y la dota de todo su sentido. Borges le reprochó al Ulises su proceder acumulativo: su incapacidad para seleccionar lo relevante y descartar lo superfluo; dirigida a la obra de Joyce, la objeción me parece injusta, pero no dirigida a la de DFW. Ésta contiene fragmentos deslumbrantes, pero es víctima de uno de los peores peligros que acechan a un escritor –la facilidad– y de una de las más dañinas supersticiones americanas –la de la Gran Novela: la de la Novela Grande–; así que es difícil no darle la razón a Michiko Kakutani, quien comparó La broma infinita con las esculturas inacabadas de Miguel Ángel: la obra de un genio, aunque no sea una obra genial. En realidad, el genio de DFW resulta más visible en sus crónicas y ensayos. Es ahí donde DFW, que fue un escritor encarnizadamente posmoderno, libra un combate titánico y desesperado contra la ironía cínica, sarcástica y nihilista del posmodernismo, lo que le condujo a abogar por una especie de literatura pedagógica. Nunca la practicó, por fortuna –era demasiado buen escritor para hacerlo–, pero esa lucha agónica le convirtió en heraldo de una literatura nueva, que nunca llegó a ver.

DFW nació en 1962 en Nueva York, pero gran parte de su vida transcurrió en Urbana, Illinois, donde residían sus padres. Allí viví yo dos años a fines de los ochenta, mientras DFW peleaba contra una depresión protegido por el “Fondo Mr. y Mrs. Wallace para Niños Desnortados”, como lo llamaba el escritor. Por eso he pensado a veces que no es imposible que alguna noche de entonces, en alguna casa de aquella pequeña ciudad universitaria donde todos los veinteañeros nos conocíamos y todos asistíamos a todas las fiestas y todos hablábamos con todos, me cruzase con DFW y conversásemos con una cerveza en la mano. Quién sabe. Era tal vez el escritor más talentoso de mi generación, y el 12 de septiembre de 2008 se ahorcó en el patio de su casa de Claremont, California.


El Pais Semanal Nº 2.099 18/12/2016

miércoles, 1 de enero de 2020

El lector, leído


Eva Pérez Cuesta

ANDRÉ KERTÉSZ / LEER

3 DIC 2016

El objetivo de André Kertész retrata la intimidad que brindan los libros.


ESTE ES UN LIBRO que no leerá. Los que leen son sus propios protagonistas: hombres, mujeres y niños enfrascados en algún mundo mágico, alguna juiciosa reflexión, quizás algún revelador ensayo. Fotografiados por el singular André Kertész (1894-1985), cuya mirada se posó en las muchas realidades sociales del tumultuoso siglo XX, los sujetos que pueblan las páginas de la primera edición en castellano de Leer (Periférica & Errata Naturae) escriben en imágenes la historia de una pasión sin fondo, un modo compartido de acercarse al mundo. Iniciada en la Hungría natal del fotoperiodista, la serie se prolonga entre 1915 y 1970, de París a Nueva York, de Buenos Aires a Kioto. Inmersos en sus relatos, los personajes narran el suyo propio a través del recuerdo de estos instantes robados.


ANDRÉ KERTÉSZ / LEER

El estupor cultural

Manuel Rivas

13 NOV 2016

LA POLÍTICA en España está sobrevalorada. Para desastre, desastre, el cultural.

Una amiga librera, Begoña, me cuenta que tomó plena conciencia de lo que significa “estupor” al intentar describir la expresión de una persona que entre­abrió la puerta, asomó la cabeza y por un instante su cara quedó atrapada entre grandes signos de interrogación y exclamación. Balbuceó una disculpa que no llegó a cuajar, tiró de la puerta y Begoña vio por la cristalera que se escabullía hacia la calle como quien se libera de un cepo. Era el rostro de una persona que iba a entrar en el lugar equivocado. Pero para alcanzar el estupor era necesaria otra condición: el lugar equivocado era una librería.

Cada vez que se dan a conocer los datos del barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) sobre los hábitos culturales en España, la gente que intenta explicarlos parece también sumida en un estado de estupor. Atrapada entre signos de interrogación y exclamación, a la manera gráfica en que se expresa la estupefacción en las viñetas de cómic. La última entrega del CIS podría figurar como apéndice cultural del Apocalipsis. Más del 36% de los españoles declaran que no leen nunca un libro. De cada 10 personas, 7 no han entrado en una biblioteca ni por equivocación.

Volviendo al estupor, solo hay un detalle “nuevo” en la última encuesta: la sinceridad en el desastre. El 42% de los que no leen nunca un libro declaran que no lo hacen porque no les gusta o no les interesa. Un defecto de las encuestas es que no reflejan el matiz. Puede darse el caso de que a una persona no le guste el libro como objeto paralelepípedo, pero que le encante lo que lee. Recuerdo una discusión en un bar en la que uno de los implicados intentó resolver la disputa buscando la verdad en un libro. Fue a casa y volvió con el volumen de una enciclopedia. Sonreía, triunfador. Hasta que el contrincante dijo: “¡Ahí viene un burro con un libro en la mano!”. Me temo que la encuesta cultural va en el mismo sentido, pero sin ninguna ironía. Uno de cada tres españoles no ha digerido ningún libro ni está dispuesto a probarlo. Sería un error pensar que es un asunto de edad. Hay una peligrosa tendencia a cargar las taras típicas en los más viejos. Se emplea con demasiada ligereza viejo como sinónimo de retrógrado o ignorante. Hay una especie de gerontofobia en el ambiente.

La mayoría de los viejos que conozco, empezando por los que no saben leer, tienen un respeto por los libros. E identifican la cultura con una cierta redención. Por el contrario, amigas profesoras y bibliotecarias me comentan que suelen ser jóvenes los que muestran, sin complejos, un rechazo primario a los libros y a la lectura. Traten de lo que traten. No es una enfermedad, pero a la larga puede ser una peste. En los últimos tiempos ha habido leyes educativas que conspiran contra la lectura. El desastre cultural no tiene una sola causa, pero sí que se intoxica el medio ambiente con la subestimación de lo que se ha dado en llamar humanidades. Hay incluso voces públicas que asocian la libertad con un curioso derecho a la ignorancia: ¿Para qué aprender cosas inútiles, como lenguas muertas o filosofía?

En la lista de gastos de los golfos detentadores de las llamadas tarjetas black había casi todo tipo de productos y caprichos. Lo que no hay en el escándalo es ningún desliz cultural. Toda esta gente con estudios, con mucho máster en el historial, no tuvo nunca la tentación de un libro, ni siquiera de serie negra o policial.

Es verdad que una mayoría de gente en el mundo no lee libros. Nos queda el teatro, la música, la danza o el cine. Pero también en esas artes los datos en España son demoledores. Lo más inquietante es que van a peor. Hay quien pide autocrítica: tal vez lo que se ofrezca no resulte atractivo. No comparto esa visión. Si en algún lado hay crítica y autocrítica, a veces descarnada, es en el mundo cultural. La primera causa del desastre es la desatención, el abandono, cuando no la hostilidad. Hay una prueba inmediata: cines y teatros se llenan los días en que no rige el ivaicidio.

Tal vez hace falta una nueva heroicidad frente al estado de estupor. Ya hay jóvenes y viejos que la practican. Mantener vivo un grupo de teatro o danza. Compartir un sótano sórdido donde nacen canciones que cambian el paisaje. Abrir una librería. Al fin y al cabo, algunos entramos, la primera vez, por equivocación.


El Pais Semanal Nº 2.094 13/11/2016