viernes, 29 de abril de 2022

El valor de las cuatro plumas

El faro del fin del mundo/ Jacinto Antón

Me llega un ejemplar de Las cuatro plumas con una pluma blanca dentro: glups. Se empieza así y acabas en Sudán teniendo que dar prueba de valor contra los feroces derviches y fuzzy-wuzzies del Mahdi. Añádase que la pluma la envía Arturo Pérez-Reverte: glups, glups.

La novela de A.E.W. Mason sobre el joven victoriano Harry Feversham, que se raja de ir con su regimiento (el North Surrey) en 1882 a salvar al General Gordon en Jartum, y por ello sus amigos oficiales y su novia le entregan plumas (poco sutil manera de llamarte gallina) y luego ha de redimirse laboriosamente convirtiéndose en un héroe, es uno de mis libros de cabecera. Lo tengo junto a Lord Jim, de Conrad, la otra gran novela sobre la cobardía y su expiación, publicada sólo dos años antes (1900) que la de Mason. Jim va por mar y Harry por tierra, lo que demuestra que se puede tener miedo en todas partes. En ambas narraciones, significativamente, se menciona a Hamlet, que, es sabido, tenía problemas para pasar a la acción (de ahí los monólogos).

Cuando tengo un momento de desfallecimiento y pusilanimidad, algo habitual, abro al azar mi vieja edición de bolsillo de Las cuatro plumas (Plaza & Janés, 1986), baqueteada como si hubiera estado en las mazmorras de Omdurman, y leo pasajes que me consuelan: “Esa fue siempre la desdicha que yo tenía: cualquier peligro que pudiese encontrarse, cualquier riesgo a correr…yo los preveía”.

El nuevo ejemplar de Las cuatro plumas resulta ser una bonita edición que han realizado al alimón Edhasa, la editorial que dirige Daniel Fernández, y Zenda, la revista y editorial que impulsa Pérez –Reverte, y es el inicio de una colaboración bajo el sello Zenda-Edhasa. Se han unido de esta manera para publicar grandes novelas de aventuras precisamente, con prólogos de Pérez-Reverte y cubiertas dibujadas por el gran Augusto Ferrer-Dalmau, célebre pintor de soldados y batallas.

En su prólogo, Pérez-Reverte escribe que la novela es de las que lo marcaron y que resume como casi ninguna el mundo de las aventuras coloniales clásicas británicas. Arturo evoca el estimulante escenario de la novela, “con sus revólveres Webley, sus guerreras rojas, sus salacots blancos o caquis y aquella inquebrantable disciplina heroica frente a la adversidad”.

Fotograma de la película Las cuatro plumas (2002) con Heath Ledger y Kate Hudson


Me he vuelto a sumergir en la novela aferrado a la pluma. Habrá que devolverla, me digo, lo que requiere algún acto de coraje. Ahora mismo, la verdad, no tengo ninguno a mano.

En la novela, Harry sólo devuelve en realidad tres plumas, pues la de Castleton se la puede ahorrar al haber muerto el tipo al deshacerse el cuadro británico en Tamai. La pluma de Willughby la redime recuperando en territorio hostil unas cartas escondidas de Gordon que no tienen ningún valor ya, pues cuando las encuentra, el general hace tiempo que ha sido alancado y decapitado, lo que te hace meditar qué mal está el correo en Jartúm, el cabronazo al que se le ocurrió la jocosa idea de enviar las plumas, se la devuelve al oficial al liberarlo de la siniestra prisión de Omdurman donde Feversham se ha hecho encarcelar él mismo para rescatarlo. En el interín, el protagonista lo pasa fatal; las míl y una: hasta le hacen comer el hígado crudo de un camello cubierto de sal y pimienta.

La novela es mucho más rica, romántica, pausada y profunda que las muchas películas que se han hecho sobre ella, con muchos vericuetos y saltos temporales. Durrance, el que se queda ciego por mal uso del salacot, no tiene nada que ver con las plumas y se limita a levantarle la novia a su amigo (¡) Feversham. En el libro juega un papel fundamental el aliado negro Abu Fatma, que es excriado del general Gordon (el puesto no tenía mucho futuro).

Al igual que sucede con todas las buenas novelas, cada lectura de Las cuatro plumas permite encontrar algo nuevo. En la última, me ha recordado a mi padre y su reacción al saber que yo jugaba secretamente al rugby. Ha sido en la escena en la que le revelan al estricto general Feversham las hazañas sudanesas que prueban que su hijo no es ningún cobarde. Se lo explica el ciego Durrance, que, claro, no puede ver como reacciona el viejo. Pero nosotros sí: el correoso padre (ay, los padres con tantas expectativas) se tapa los ojos, emocionado. “El orgullo le prohibía demostrar que era capaz de una debilidad tan natural como el sentir alegría al saber que Harry había redimido su honor”. Honor, orgullo, coraje, lo que se puede llegar a hacer por esas palabras, y el peso que tiene una pluma atada al destino de un hombre.

El Pais 12.04.2022

domingo, 24 de abril de 2022

Día del libro, ¿mala señal?

Copio y pego el boletín de publicidad que manda El Pais de su sección de literatura, Babelia. Bueno, parte de ella. No he podido resistirme. 

Ayer fue el día del libro, pero eso tan solo es algo puntual, publicitario, para mi todos los días son el día del libro.

EL PAÍS

Babelia

SÁBADO, 23 DE ABRIL DE 2022



JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS

Día del libro, ¿mala señal?

Muy buenas, hoy es el día del libro, ese maravilloso invento que nos hace olvidar que Hitler también escribió uno.

Por misterios dignos de terminar en un best seller, los libros conservan un prestigio que no tienen equivalentes suyos como las canciones o las películas. Y, sin embargo, parece más sencillo escribir que componer música (por mala que sea) o dirigir cine. Es más fácil oír en el Macba: “Esto lo pinta cualquiera” que en la librería del Macba: “Esto lo escribe cualquiera”.

Lichtenberg, que era paisano de Hitler y mucho mejor persona que él pero solo un poco menos malicioso, lo dijo así (en traducción de Juan Villoro): “Un libro es como un espejo: si un mono se asoma a él no puede ver reflejado a un apóstol. Carecemos de palabras para hablar con los tontos de sabiduría. Ya es sabio quien entiende a un sabio”.

Creo que me estoy metiendo en un jardín. Salgo.

Muy buenas, hoy es el día del libro, ese maravilloso objeto que nos hace recordar que Cervantes escribió uno. De hecho, hoy celebramos ese invento porque se supone que él, como Shakespeare y el Inca Garcilaso, murió un 23 de abril. Pero resulta que no, o eso nos dijo hace años Francisco Rico, el mayor experto en su obra: Cervantes murió el 22 de abril de 1616 pero inscribieron su fallecimiento el 23. De ahí la confusión. Rico lo aclaró en este periódico en 2015, pero ya dijo Einstein que es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. ¡No dejes que la Historia te estropee una buena efeméride! Pero no sufran, todo se arreglará. Para eso está la lectura. Para descubrir la verdad y ser más críticos, libres, felices y cervantinos.

Me he vuelto a liar.

En fin, hoy es el día del libro y coincide con el Babelia semanal (o viceversa, no seamos presuntuosos).

Además del número que les presentaré unas líneas más abajo, tenemos varias listas con sugerencias de títulos por si aún no han decidido qué regalar o regalarse.

Lichtenberg se despide de ustedes (hasta la semana que viene)

Terminemos con tres aforismos de nuestro invitado de honor: Lichtenberg (traducidos de nuevo por Juan Villoro). Así se llevan algo bueno de esta newsletter (o boletín).

“Leer equivale a tomar prestado; inventar, a saldar cuentas”.

“Las reglas de la gramática son meras convenciones humanas; por eso cuando el diablo se le aparece a los poseídos habla un mal latín”.

“El simio más perfecto no puede dibujar un simio. Solo el hombre puede hacerlo. Pero también sólo él lo considera una ventaja”.

Feliz día del libro. ¿Buena señal? No olviden que "los días internacionales de" se dedican solo a especies frágiles o en vías de extinción. No existe el Día Internacional del Tráfico de Armas: ya tiene 365 al año.

Esto es todo por hoy. Gracias por leernos. Más Babelia, todo Babelia.




domingo, 17 de abril de 2022

Absorbente por Juan José Millás

 El Pais 15 de abril de 2022


El tipo que va a mi lado, en el tren, habla por teléfono con alguien. Dice: “Puede ser por una de esas cosas o por las dos a la vez; ven a verme mañana y lo estudiamos”. Cuelga. Yo sigo leyendo, pero no me concentro. Imagino que es médico y que alguien le ha preguntado por un síntoma que podría tener dos orígenes. Repaso mis síntomas y sus orígenes sin dejar de leer de manera mecánica. Al poco, el hombre se vuelve y me pregunta si leer es divertido. Le digo que quizá “divertido” no sea la palabra correcta. Nos observamos con un punto de asombro. “No leo nunca”, confiesa al fin con inocencia.

Llevo en la cartera un libro que acabo de comprar en la librería de la estación (El peligro d estar cuerda, de Rosa Montero). Era mi repuesto por si me cansaba del viejo ensayo de Blanchot sobre Kafka que comencé a releer hace un par de días, pero le presto el título de Montero a mi vecino de asiento para que él mismo compruebe si se divierte o no. Durante el resto del viaje (casi tres horas) no levanta la vista del volumen. Cuando llegamos a Málaga, me pide que se lo venda. Le digo que se lo regalo, pero insiste en pagarme. Se lo dejo en 20 euros, aunque me ha costado 20,90, para no andar con calderilla. Le pregunto si le ha divertido y dice que no. “Me ha parecido absorbente”, añade.

Al día siguiente, de vuelta a casa, vuelvo a comprar el libro en la estación con los 20 euros que recibí por el mío. Me sorprende que con ese billete se pueda comprar dos veces el mismo libro. ¿Nos ha salido gratis uno de los dos? Leo más de la mitad en el trayecto de vuelta porque avanza deprisa. Casi lamento llegar a Madrid porque he cogido la postura perfecta y mis ojos recorren las páginas con la ligereza con la que un patinador va de un extremo a otro de la pista de hielo. El libro no divierte, en efecto, pero absorbe y cautiva.