martes, 26 de diciembre de 2023

La novela negra histórica más actual que nunca

El género divierte, enseña y engancha. El mundo editorial vive el auge de ficciones híbridas que buscan lo mejor de dos géneros muy populares entre los lectores.


Sean Connery y Christian Slater en un momento de El nombre de la Rosa

Juan Carlos Galindo. Madrid

La última semana de la pasada Feria del Libro de Madrid, en junio, empezó a circular entre los lectores que paseaban por El Retiro una pregunta: ¿quién era Lorenzo G. Acebedo, el misterioso autor de La taberna de Silos? Firmada con pseudónimo, la novela era la mezcla ideal entre el género negro y el histórico y, en virtud de un anacrónico, pero eficaz, boca a boca, los ejemplares volaban de la caseta de la editorial Tusquets. Meses después, el misterio de la autoría sigue sin resolver, pero el éxito de esa historia de libros, asesinatos y vino en el siglo XIII prueba la vitalidad de un híbrido que se ha convertido en la última apuesta del mundo editorial para el género más popular entre los lectores.

Es imposible hablar de novela negra histórica sin referirnos a El nombre de la rosa de Umberto Eco, pero ahí están también Philip Kerr con su serie de Bernie Gunther (en la Alemania nazi) o la treintena de novelas de Anne Perry protagonizadas por Thomas y Charlotte Pitt. ¿Por qué entonces este resurgir, ¿donde está la clave del éxito? "Este género, tan difícil de escribir, proporciona al lector la posibilidad de agudizar su ingenio y aprender sobre una época. Y son historias con un nivel de sofisticación muy grande", explica María Fasce, editora de Alfaguara Negra, un sello que ha prestado especial atención a esta tendencia. También está el hambre editorial, el deseo de imponer una moda sobre otra (nórdico, doméstico, enigma, etcétera), de aprovechar el dinamismo y la amplitud del género.

Un asiduo a este híbrido gracias, sobre todo, a la serie de Victor Ros, es Jerónimo Tristante, quien acaba de ganar el VI Premio de Novela Policía Nacional con Pamfleten (Algaida). La novela cuenta la caza de un asesino de mujeres en el Flandes de 1576, bajo el dominio de los Tercios. Si hablamos de galardones, parte del impulso actual se debe a otro, el Planeta, que en 2021 ganó La bestia, de Carmen Mola. Al margen del ruido montado alrededor de la autoría (se descubrió entonces quiénes eran los tres escritores detrás del pseudónimo), queda una novela con los ingredientes que funcionan en este mezcla. El trío llegó al género, sin embargo, de una manera curiosa. "Nos pilló la pandemia: estábamos encerrados en casa y no sabíamos cómo íbamos a salir, ni siquiera si íbamos a salir. Estábamos escribiendo lo que fueron Las madres (cuarta entrega de la serie iniciada por La novia gitana) y teníamos un problema: se iba a quedar antigua antes de que saliera. Por eso elegimos meternos en el thriller histórico", relata Jorge Díaz, uno de los tres componentes del grupo. Ahora han vuelto con Infierno (Planeta), novela negra, histórica en la Cuba esclavista y folletín, todo en uno. "Tienen que funcionar los dos campos: la parte thriller, los crímenes, el intentar saber quién es el asesino, y después la parte histórica. Si te falla una, la novela se te queda coja", analiza Díaz.

Transitaban los Mola un camino que ha tenido en los últimos años grandes exponentes como el francés Hervé Le Corre (Bajo las llamas o Después de la guerra, ambas de Resevoir Books, pasan por ser dos de los mejores thrillers históricos de la década) o Niklas Natt och Dag con su poderosa trilogía criminal en la Suecia de finales del siglo XVIII iniciada con la deslumbrante 1793 (Salamandra). No hay época que se escape a la revisión y así tenemos, por ejemplo, la violenta y épica El derecho de los lobos (Alfaguara Negra) de Stefano De Bellis y Edgardo Fiorillo, ambientada en la Roma de Cicerón. Sin olvidar el fértil campo de la época nazi sobre todo con Jean-Christophe Grangé y Muerte en el Tercer Reich (Destino) y Fabiano Massini, autor de obras como El ángel de Múnich (sobre el asesinato de una sobrina de Hitler) o la reciente Los niños de Winton, ambas de Alfaguara.

En estas obras se observan con claridad dos elementos esenciales de este género híbrido. Por un lado, mezclar personajes históricos con algunos de ficción; por otro, poner luz sobre un hecho no tan conocido y aprovechar su potencia narrativa. Es lo que hace habitualmente Juan Ramón Biedma, que vuelve a utilizar ese recurso en Crisanta (Alianza), una novela de crímenes y fantasmas en la Sevilla de la Guerra Civil. "La novela histórica ha de tener una intención: desvelar, explorar, abrir un debate sobre una zona oscura. En Crisanta la idea de base era dar a conocer una ciudad en retaguardia en el 36 y cómo convivía el terror con la vida cotidiana. Son momentos que van quedando en el olvido y son atractivos para ponerles luz", explica.

También en Sevilla se ambienta La Babilonia, 1580 (Alfaguara), de Susana Martín Gijón, que añade un toque de crítica social muy presente en sus novelas anteriores (sobre todo en la trilogía de Camino Vargas). Gran aficionada como lectora al género histórico, en la construcción de esta historia se ha encontrado con un reto común: "La novela negra ha de ir rápido y ágil y en la histórica, para sumergirte, hay que ser más descriptivo y eso hay que equilibrarlo. Fue un proceso que al principio no fluyó: tropiezas a cada momento con todo lo que implica el contexto histórico. Ya cuando conoces bien la realidad, cuando sientes que estás ahí, todo fluye. Es mucho más exigente y costoso".

Problema de primer orden

La documentación es un problema de primer orden en este tipo de libros. Díaz lo explica así: "El mayor error es meter demasiada investigación, intentar sacar todo lo que has aprendido. Descubres millones de cosas, pero tienen que medirte, hay cosas que te dan pena dejarte en el tintero, pero la novela tiene que funcionar. Tienes que conseguir que tengan la sensación de estar descubriendo algo, pero sin apabullar. La gente tiene ganas de terminar y decir: "Me lo he pasado bien, pero he aprendido". Massini, al hablar de su investigación sobre el entorno familiar de Hitler, lo exponía así para EL PAIS en 2020: "El ángel de Múnich encierra en sus páginas una novela histórica, un posible crimen pasional, un misterio de puerta cerrada y un procedimental clásico. El caso es demasiado misterioso, demasiado sorprendente, demasiado esencial, demasiado delicado, demasiado todo. Mi idea era: busquemos la manera de meter todo esto en una novela de 400 páginas, intensa y rápida. Al final fracasé: son 500 y tuve que dejar cosas fuera. Podría haber escrito 1.000 y se habrían quedado elementos por contar". Biedma, por su parte, destaca otro elemento clave: "Más importante que la documentación es la selección. Ahora, con la digitalización, la documentación no está tan lejos de la gente, es mucho más accesible. Lo importante es hacer la criba para que se aleje de lo habitual, ser original".

Esta mezcla de géneros tiene otro atractivo: puede aportar claves sobre la convulsa actualidad. El autor peruano Santiago Roncagliolo lo resume así: "Creo que el pasado forma parte del presente. Y me gusta explorar cómo nos marca, nos duele y nos dibuja. Siempre escribo de alguna forma thrillers, psicológicos o políticos. Exploro las figuras que nos dan miedo: terroristas, abusadores. Esta vez, me interesaba la idea de la bruja: la emisaria de Satán. En su viaje a las colonias de América, esa figura encarnó el poder patriarcal y el miedo a la diferencia que aún subsisten en el mundo hispano. Quería mostrar cuándo empezamos a ser lo que somos". El escritor se ha apartado un poco de sus inmersiones con recursos de thriller a la historia reciente de su país (Abril rojo o Pena máxima) para irse hasta un siglo XVII poblado de hechos extraordinarios, brujas y monjas con espíritu aventurero en la divertida y original El año en que nació el demonio (Seix Barral).

Sin embargo, para explicar el éxito del género, quizás haya que ir a lo más sencillo: gusta y entretiene con calidad. Así lo ve Juan Cerezo, editor de la aplaudida La taberna de Silos. "En esta novela hay disfrute de la vida que no le quita los toques de erudición que nos gustan".


El Pais. Cultura. Sábado 23 de diciembre de 2023

sábado, 16 de diciembre de 2023

Sucedáneos Por Javier Cercas

Palos de ciego


ILUSTRACION DE MONTSE BERNAL


Dice Marcel Proust que un aspirante a escritor que frecuenta a un escritor consagrado con la esperanza de contagiarse de su talento es como un enfermo que sale cada noche a cenar con su médico con la esperanza de curarse de su enfermedad. Proust habla por experiencia, pero hace veinte años, cuando aspiraba a ser escritor y hasta fingía que lo era, yo aún no había leído a Proust -lo intenté, pero cada vez que lo hacía me entraba sueño-, así que al llegar por primera vez a París, como no conocía a ningún escritor consagrado, lo primero que hice fue presentarme en Shakespeare and Company, una librería americana situada en la Rue de la Bûcherie, frente a la Notre Dame, justo al otro lado del Sena. ¿Raro? En ab-soluto. Porque durante los años veinte y treinta esa librería fue el catalizador de un puñado de escritores formidables que, armados de un talento descomunal y una ambición inaudita, cambiaron para siempre el curso de la literatura -y por tanto del mundo- en el siglo pasado, convirtiéndose así en el espejo ineludible en que se mira cualquier aspirante a escritor.

El alma de la librería se llamaba Sylvia Beach, una americana valiente, laboriosa, sacrificada e inteligente que protegió a decenas de escritores y artistas, convirtió su local en el centro de la mejor literatura internacional de entreguerras y concibió y ejecutó la tarea insensata de publicar la novela más rigurosa e irreverente de que haya noticia, Ulysses, de James Joyce, para lo cual hubo de luchar contra viento y marea, buscando suscriptores, escribiendo cientos de cartas, contratando mecanógrafos y corrigiendo pruebas, además de hacerse cargo de las muchas necesidades de la familia del escritor, que se comportó con ella como la mayor sanguijuela de la historia de la literatura y premió su devoción cambiándola en cuanto pudo por la primera mecenas que prometió pagarle mejor que ella. Claro que no todo el mundo fue tan ingrato como aquel irlandés dipsomaníaco y genial, sino que casi todos los grandes escritores que la frecuentaron (Ezra Pound y T. S. Eliot y Scott Fitzgerald y Gertrud Stein y Paul Valéry y Samuel Beckett) la recordaron siempre con afecto, y a finales de los años cincuenta, cuando evocaba su feliz juventud parisina desde la decepción suicida de su vejez, Ernest Hemingway escribió: "No he conocido a nadie que fuera más amable conmigo". De forma que no es extraño que años antes, exactamente el sábado 26 de agosto de 1944, al día siguiente de que los alemanes rindieran París, lo primero que hiciera Hemingway en la euforia de la liberación fuera llegarse hasta el número 12 de la Rue de l'Odeon, levantar en brazos a Sylvia y darle varias vueltas en el aire mientras la besaba y la gente llenaba la calle y las ventanas aplaudiendo. Para entonces, sin embargo, Shakespeare and Company ya no existía: había cerrado sus puertas en diciembre de 1941, cuando un oficial nazi había amenazado a Sylvia con confiscar todos sus libros si no le vendía el único ejemplar que poseía de Finnegans Wake, el último libro de Joyce. Sylvia padeció la cárcel, y al terminar la guerra algunos amigos trataron de convencerla para que abriera de nuevo la librería, pero ya no le alcanzaron las fuerzas. Murió en París, en octubre de 1962, poco más de un año después de que Hemingway se quitara la vida en su casa de Ketchum, Idaho.

Pero yo no sabía nada de esto cuando entre por primera vez en Shakespeare and Company; ni siquiera sabía que aquélla no era exactamente la librería de Sylvia, sino sólo un remedo o sucedáneo de la original, de manera que, mientras recorría sus rincones destartalados y oía hablar en inglés, en el piso de arriba, a unos jóvenes de mi edad que en seguida se ponían a escribir en unas mesas desvencijadas que suponía idénticas a las de la librería de Sylvia, yo estaba seguro de recorrer los lugares que cincuenta años atrás recorrían Joyce y Pound y Eliot, y de que me estaba contagiando del tamaño descomunal de su ambición y su talento. No era así: yo también hablo por experiencia. O eso es lo que pienso ahora, en esta mañana helada de enero en que casi por costumbre busco el abrigo de la librería. Lo pienso ahora, veinte años después, cuando ya he leído a Proust y sé que nada bueno se contagia y que hay que tener mucho cuidado con lo que se finge ser, porque es lo que casi siempre se acaba siendo. Lo pienso mientras subo las escaleras que conducen al piso de arriba y oigo unas voces americanas y juveniles, idénticas a las que alborotaban la librería la primera vez que estuve en ella, y entonces me pregunto qué habrá sido de ellos, qué habrá sido de aquellos veinteañeros que hace veinte años iban a cambiar la literatura -y por tanto el mundo, me pregunto cuándo habrán comprendido que todo no es sino remedo y sucedáneo y que nunca podrían ser ni Joyce ni Pound ni Eliot, porque a lo máximo que podían aspirar es a ser ellos mismos. Entonces pienso otra vez en Sylvia, en Sylvia Beach, y, para no preguntarme qué ha sido de mí, me pregunto qué habrá sido de ellos. •

EL PAIS SEMANAL

jueves, 14 de diciembre de 2023

Arte y entretenimiento por Javier Cercas

Palos de ciego

EN UN ARTÍCULO redondo publicado por este diario, donde refuta un par de falacias muy arraigadas en nuestro tiempo, Javier Rodríguez Marcos anota: "Ninguna gran obra deja el código en que fue creada igual que lo encontró. Tal vez sea la gran diferencia entre arte y entretenimiento". Lleva razón: una razón que incita a la reflexión.

Hablo de literatura, que es lo que más cerca me pilla. En nuestra lengua, sólo existen tres escritores que hayan cambiado de raíz el código literario de su tiempo: Garcilaso lo hizo a principios del siglo XVI, adaptando al castellano la música italiana de Petrarca; Rubén Darío lo hizo a finales del XIX, adaptando la música francesa de Verlaine; Borges lo hizo a mediados del XX, adaptando la música inglesa de una serie de prosistas, en teoría más bien menores, de la era victoriana. Los tres son revolucionarios netos, que renuevan de raíz la lengua literaria y las convenciones de su época; eso no significa, sin embargo, que sean los únicos grandes artistas de nuestra lengua, ni siquiera, necesariamente, los más grandes. A principios del siglo XVII, Quevedo y Góngora seguían escribiendo en el mismo código acuñado 100 años atrás por Garcilaso, dóciles todavía a sus reglas y convenciones (aunque tensándolas hasta la hipérbole: ese énfasis suele conocerse como Barroco); pese a ello, todos convenimos en que no son poetas inferiores a Garcilaso, y puede argumentarse sin riesgo que son superiores, aunque no cambiaron el código literario hasta el punto en que aquél lo hizo, ni fueron, por tanto, tan revolucionarios como él. (La literatura no padece la superstición tecnológica de la vanguardia, según la cual lo mejor es siempre lo nuevo: a mediados del siglo XV, en España la vanguardia eran las coplas de arte mayor de Juan de Mena, mientras que las de pie quebrado de Jorge Manrique eran la retaguardia, pero los versos que éste dedicó a la muerte de su padre siguen conmoviéndonos, mientras que el Laberinto de Fortuna es poco más que arqueología). Por supuesto, el Quijote cambió los códigos de la narrativa occidental, pero eso sólo empezó a vislumbrarse siglo y medio después de su publicación, cuando una serie de escritores ingleses (y algún francés) comprendió que ese libro no era sólo entretenimiento, que es lo que había sido hasta entonces. Sorpresa, sorpresa: hay obras que en el momento de su aparición son acogidas como mero entretenimiento, inmunes a cualquier innovación, y que el porvenir convierte en arte verdadero: el teatro de Shakespeare, que ni siquiera fue publicado con seriedad en vida del autor, es otro ejemplo; o el cine de John Ford, hasta mediados del siglo XX considerado un mero proveedor de la industria de Hollywood y no lo que ahora sabemos que fue: uno de los más grandes artistas del siglo pasado. Lo contrario también es cierto: escritores hoy irrelevantes fueron en su momento juzgados esenciales, según ocurría a principios del siglo XX con Anatole France, a quien no por nada Marcel Proust —para nosotros un escritor fundamental, para su época un frívolo incurable— erigió en modelo de Bergotte, el artista por excelencia de En busca del tiempo perdido. La posteridad es imprevisible: posee la capacidad de transmutar en arte lo que para nosotros es entretenimiento, y en entretenimiento lo que para nosotros es arte. Una sola cosa es segura: la expresión "obra maestra aburrida" constituye un oximoron; el arte de verdad puede ser difícil, incluso hermético —ni Cervantes ni Shakespeare lo son, desde luego, ni Garcilaso ni Rubén ni Borges, ni siquiera Proust; Góngora sí, a veces-, pero nunca es aburrido; al contrario: es entretenidísimo, absorbente. Por supuesto, además, es muchas otras cosas, entre ellas una forma de conocimiento, es decir, una forma de vivir más; pero, si no es entretenido, no es arte.

Así que es verdad: arte y entretenimiento son cosas distintas; pero no contradictorias: aunque puede haber entretenimiento sin arte, no puede haber arte sin entretenimiento. También es verdad que los artistas auténticos son pocos, muy pocos, pero arte y aburrimiento son incompatibles. El aburrimiento no es arte: sólo es aburrimiento.

El Pais Semanal nº2413. 25 de diciembre de 2022