miércoles, 31 de agosto de 2016

La orilla de la poesía


La revista 'Litoral' cumple 90 años al socaire de los grandes nombres del verso

GUILLERMO BUSUTIL
Málaga 26 AGO 2016



El primer número de la revista 'Litoral'.

Navegar la poesía al abordaje de la vanguardia. Con ese propósito Manuel Altolaguirre y Emilio Prados se enrolaron en la aventura de una revista como barco que cumple 90 años. La Imprenta Sur de Málaga fue su astillero. Entre vigas blancas y azules, cartas marinas, salvavidas, música de Falla y sus compadres de la Institución Libre de Enseñanza se emborracharon de versos junto con un aprendiz manco y tipos tan duros como Elzeviriano, Baskerville y Bodoni. El primer número zarpó en 1926 con un pez azul mediterráneo de Manuel Ángeles Ortiz, saltando la ola en la portada en la que poco después García Lorca enmarcó uno de sus primeros dibujos: un marinero con una rosa en el corazón y la palabra amor escrita en la gorra. Litoral, el nombre bautizado por Alberti, empezaba a ser la nave va del 27. Tiempo después su tercer director, Lorenzo Saval, creó el sello personal de tatuarlos en collage en cada número impreso.

Trasatlánticos, clípers, veleros, cargados con seductores intrépidos, sirenas de Degas y fauna Noé de todo pelaje. Barcos en la ensenada de una taza de café o navegando de bolina en mares imposibles, pero todavía no toca llegar a esa parte de la singladura de Litoral. Desde el comienzo, el cuaderno de bitácora estuvo claro: textos inéditos, monográficos, ilustraciones de Juan Gris, Benjamín Palencia, Bores y Dalí entre otros contemporáneos, y suplementos como Tiempo, de Prados o Perfil del aire, de Luis Cernuda. Siete números en un año de éxito —en el que se decía que los poetas del 27 escribían en Madrid y publicaban en Málaga—, que terminó encallando en un proyecto surrealista de José María Hinojosa, incorporado a la dirección en 1928 y también por la dispersión de los amigos bajo los vientos de la II República y sus aventuras personales.

Emilio Prados.

La guerra no entiende de poesía. Su única vanguardia es el campo de batalla y, al igual que muchos de los intelectuales y artistas del desgarro, la revista se convirtió en su exilio mexicano en una conciencia cultural que emprende en 1944 una nueva travesía. Otra vez al timón Prados y Altolaguirre, junto con Francisco Giner de los Ríos y Juan Rejano. A bordo, las voces del destierro: Max Aub y León Felipe. Un soplo de viento que duró poco entre la amargura del ostracismo y aquella España de los sargazos. Hubo que esperar a 1968 para que José María Amado, también poeta y discípulo de Bergamín, pusiese en marcha la antigua Monopole de la Imprenta Sur y Litoral renaciese a toda proa con homenajes a Alberti y a Machado, con textos de Aleixandre y Miguel Hernández, y de la nueva marinería de la generación del 50: Valente, Caballero Bonald, Félix Grande, Molina Foix. Los nombres de la posguerra, la ética y lo social, la poesía de Ángel González y de Gil de Biedma, cuyos ecos de renovación siguen vigentes.


Manuel Altolaguirre.


Relación epistolar

A veces, un grumete alcanza el grado de capitán. Le sucedió al joven chileno Lorenzo Saval, el sobrino nieto de Emilio Prados que entró en la revista de la mano del pintor Darío Carmona para atender la relación epistolar con los suscriptores en 1975. En las oficinas de Torremolinos aprendió pronto a hacer un mundo de cada revista, y no tardó mucho Amado en aprobar que lo sustituyese en el puente de mando. Lo primero que hizo fue encargarse de crear las portadas como una forma de identidad. Así nacieron los barcos, todos los barcos, además de sus aviadoras a pecho descubierto, sus faros de islas a la deriva, los ángeles Shelley en descapotables azules y otras criaturas y fabulaciones que también han sido portadas de libros y escenografías para las giras de Serrat, de Miguel Ríos y de Sabina. Las atrayentes sirenas de su travesía que nunca lo demoran de seguir marinando, al socaire de su compañera María José Amado, firme el pairo de Litoral contra las olas de una financiación siempre tormentosa. César Vallejo, María Zambrano, Felipe Benítez Reyes, Luis Alberto de Cuenca, Antonio Jiménez Millán, García Montero, Juan Cruz, Luis Landero, Maruja Mallo, Eugenio Granell, Enrique Brinkmann, Juan Béjar, pintores, fotógrafos y narradores, bajo las portadas en collage del capitán Saval, surcando las aguas del cine, del arte epistolar, de la ciencia, de la ciudad, de los museos, del arte de volar o de escribir la luz. Libros náuticos, reconocidos en 2005 con la Medalla de Bellas Artes. El último es el monográfico del verano dedicado a Rafael Pérez Estrada. Un homenaje al brillante e inclasificable autor malagueño, mientras en la sala de máquinas se prepara la celebración en otoño del 90 cumpleaños en un tren Litoral.

RAFAEL PÉREZ ESTRADA Y LA CONCIENCIA DE LA LIBERTAD EN EL ACTO CREATIVO

Fabulador Cunqueiro y gentleman Cavafis con corbata y un pájaro acomodado como pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, impecablemente azul. Así era Rafael Pérez Estrada. El mago, como le nombra Antonio Soler en varias de sus novelas, que desató las reglas de los géneros literarios como un proceso de revolución consustancial al mismo escritor, según señala el poeta y coordinador del número Ruiz Noguera, al comienzo de las 300 páginas con recuerdos de amigos, textos y dibujos inéditos del candidato eterno al Nacional de Poesía y en sus últimos años al Príncipe de Asturias.

Nunca los consiguió. Su obra transgredía las etiquetas, las fronteras, incluso las coordenadas de su propio mundo dionisíaco, barroco y plástico. Bestiario de Livermoore, Diario de un tiempo difícil, El ladrón de atardeceres, El muchacho amarillo, son algunos de los libros en los que este maestro origami de la palabra, histriónico y brillante, la convierte en aforismos, en microrrelatos, en espejismos de un poema. Pérez Estrada siempre defendió que la excelencia literaria está en el lenguaje y que el acto creativo es una conciencia de la libertad, una actitud estética y juego con la vida. A los 16 años de la muerte de este escritor mediterráneo de vocación, Litoral fletó este barco a la hora inglesa del mar. El horizonte de tiempo que se divisa en la calle malagueña que lleva su nombre.


domingo, 21 de agosto de 2016

A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas por Juan José Millás

LECTURA Y VIDA

Juan José Millás firma esta serie, que se basa en los beneficios innumerables de la lectura y resulta un muy gozoso grito de viva a la literatura

JUAN JOSÉ MILLÁS
21 AGO 2016


A veces me llaman profesores de enseñanza media para que acuda a sus centros de trabajo e intente convencer a sus alumnos de que lean.

-¿De que lean qué? -pregunto.

-Cualquier cosa -dicen-. Novelas, por ejemplo.

A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas. Las leía debajo de las sábanas, sujetando con los dientes la linterna con la que mi padre nos miraba la garganta cuando teníamos anginas. Mi padre no era médico: nos veía la garganta por vicio. Tampoco yo era un lector profesional. Me asomaba a la boca de los libros por una inclinación morbosa. Jamás pensé que esa actividad formara parte de mi educación, aunque más tarde comprendería que se empieza a leer por las mismas razones por las que se empieza a escribir: para comprender el mundo.

Iremos por partes, pero permítanme de entrada la afirmación de que el lector, como el escritor, nace del conflicto. Sin conflicto no hay escritura ni lectura. Leemos y escribimos porque algo no funciona entre el mundo y nosotros. El conflicto no desaparece al leer o al escribir, pero se atenúa de manera notable. Decía Blanchot que la página del libro (del libro literario, quiero decir, de la novela, del poema, del buen ensayo) tiene dos caras; en una se mira el escritor y en la otra el lector, aunque los dos buscan lo mismo: un espejo que les devuelva de sí y de la realidad una imagen menos fragmentada que aquella que sufren a diario. Tanto el uno como el otro, tanto el escritor como el lector, son bichos raros, personas difíciles que sufren desacuerdos graves con lo que les rodea. Y esos dos bichos raros se encuentran ahí, en el libro, que es también un lugar oscuro, un callejón, diríamos, allí es donde se encuentran.

El libro ha tenido siempre algo de callejón frecuentado por personas huidizas con tendencia, como decíamos, a la clandestinidad. Por eso, uno de los factores que más daño ha hecho a la lectura es el consenso respecto a sus virtudes. Cuando yo era pequeño, cuando yo era joven, la lectura no estaba muy bien vista. Los niños y los adolescentes lectores dábamos un poco de miedo a nuestros padres, a nuestros profesores. Ese miedo de los otros nos confirmaba que estábamos en el buen camino. Por haber, había incluso una lista, una bendita lista de libros prohibidos por el Vaticano, que eran, lógicamente, los que con más ansia buscábamos. Hoy, en cambio, todo el mundo asegura que leer es bueno. Lo dicen los padres, lo predican los profesores y lo corroboraría, si tuviéramos la oportunidad de preguntarle, el ministro del Interior. Con franqueza, si yo fuera adolescente, ni me acercaría a una actividad ensalzada por mis padres, por mis profesores y por el ministro del Interior. Me entregaría a los videojuegos, que producen aún mucha inquietud en las personas de orden.

Pero decía que me llaman a veces de los institutos de enseñanza media y yo acudo, no siempre con el mismo ánimo, para explicar a los jóvenes que la lectura es ya una de las pocas actividades transgresoras en una sociedad en la que prácticamente todo está permitido. O, peor aún, en una sociedad que es muy permisiva con lo que se debería prohibir y muy prohibitiva con lo que debería permitir. Les explico que los lunes por la mañana, cuando salgo a pasear por el parque cercano a mi domicilio, veo indefectiblemente rotos los cristales de una o dos marquesinas de autobús y tres o cuatro papeleras arrancadas de sus soportes. Son destrozos llevados a cabo durante el fin de semana por jóvenes que no son capaces de expresar su malestar de otro modo. Odian el sistema y apedrean por tanto los símbolos externos de ese sistema practicando un modo de delincuencia atenuada que les compensa momentáneamente del dolor de vivir en un mundo sin salida, sin horizonte moral o laboral, en un mundo loco.

Intento explicarles que lo que ellos toman como un acto de rebelión fortalece al sistema hasta extremos que no podrían ni imaginar. La sociedad, les explico, puede prescindir de otras personas, pero no de los delincuentes. "El delincuente -decía Octavio Paz en un ensayo de juventud -confirma la ley en el momento mismo de transgredirla". Les explico que cuando beben cuatro cervezas y arrancan de raíz ese semáforo con el que yo tropiezo el lunes por la mañana, están haciendo gratis algo por lo que les deberían pagar. Estoy convencido, les digo, de que si un día, de la noche a la mañana, desaparecieran los delincuentes, el Ministerio del Interior no tardaría ni 48 horas en convocar oposiciones para cubrir urgentemente todas esas vacantes.

El joven, pues, que el sábado por la noche se emborracha y que al amanecer, antes de regresar a casa, llena de silicona la ranura de un cajero automático para no irse a dormir sin haber contribuido a la liquidación del sistema, no sabe hasta qué punto está contribuyendo a reproducir lo que detesta. Ese chico no es peligroso; en realidad, es un funcionario que trabaja gratis para el sistema. Destroza el mobiliario urbano con el mismo gesto de rutina con el que el funcionario de Hacienda nos dice que volvamos mañana.

Cuando digo esto en institutos difíciles, aunque también en los de clase media, los chicos se quedan lógicamente sorprendidos. Les explico a continuación, porque así lo creo, que el joven verdaderamente peligroso es aquel que un viernes o un sábado por la noche se queda en casa leyendo Madame Bovary. Por lo general, no saben quién es Madame Bovary, pero he comprobado les suena bien, por lo que no suelo cambiar de título.

Ese individuo que se queda a leer Madame Bovary, les aseguro, es una bomba. ¿Por qué?, noto que me preguntan con la mirada. Porque la realidad, les explico, está hecha de palabras, de modo que quien domina las palabras domina la realidad. Ellos dudan, claro, porque miran a su alrededor y no acaban de ver la relación entre la realidad y las palabras. Entonces les recuerdo el cuento aquel de Andersen, El rey desnudo, o El traje nuevo del emperador, según la traducción. Todos ustedes lo conocen. No me digan que no les resulta sorprendente el éxito de ese relato si consideramos que se narra en él la historia de un pueblo que ve vestido a un señor que va desnudo. Parece una historia inviable por inverosímil, pero lleva años cautivando a niños y a mayores de todas las nacionalidades. ¿Por qué?, me pregunto en voz alta delante de los alumnos a los que intento convencer de las bondades de la lectura. Pues porque lo que ocurre en ese cuento, respondo tras unos segundos de tensión teatral, es lo que nos ocurre cada día desde la noche a la mañana a todos y cada uno de nosotros: que salimos a la calle y vemos lo que nos dicen que veamos. Si la orden de ese día es ver al Rey vestido, lo veremos vestido, aunque vaya en pelotas. En otras palabras, vemos lo que esperamos ver. Y esto es así de simple y así de espectacular. Las palabras son generadoras de realidad. Y la ausencia de palabras también. Por eso invito siempre a los alumnos a preguntarse hasta qué punto es real la realidad.


El Pais, domingo 21 de agosto de 2016

viernes, 12 de agosto de 2016

DONDE TODO PUEDE PASAR / y 6

Lo que no puede suceder
MARTA FERNÁNDEZ


Luis Tinoco


Para responder todas mis preguntas sobre la librería, tendría que haber pensado en el nombre que mí tío le dio. La Casa de Asterión. Pero no acostumbramos a reparar en lo evidente. Del mismo modo que nunca me planteé qué significa realmente ese Rodrigo que me pusieron mis padres y con el que me identifico a fuerza de repetición.

La Casa de Asterión parecía un buen nombre para aquel laberinto de estanterías. Desde él mostrador, cualquiera apostaría a que trazaban caminos paralelos, líneas constantes llenas de libros donde nadie se podía desorientar. Pero su aparente simetría no era más que una trampa para letraheridos incautos. En alguna ocasión lo fueron para mí. Recuerdo haber perdido la noción del espacio cuando era niño. Y sentirme sin rumbo. Como cuando soltabas la mano de tu madre entre la multitud. Pero en aquel universo que se medía por lomos no tuve miedo jamás. Tantas veces deseé quedarme allí y que nadie, me encontrara, cambiar el colegio por las andanzas que me esperaban en el universo de las letras. "Todas las partes de la librería están muchas veces. Cualquier lugar es otro lugar". Lo repetía el tío que no se perdía jamás.

Llegaba su voz desde lejos. El aviso inminente de que íbamos a cerrar. Y luego aparecía aquel hombre siempre entumecido que había pasado demasiado tiempo enroscado en la caracola de sus lecturas. Sus pasos marcaban mi cuenta atrás: me apresuraba para leer el párrafo que sería el último
 porque así lo marcaba su reloj.

Ya adulto, dueño de mi laberinto, heredero único de la Casa de Asterión, me gusta todavía dejarme caer entre las estanterías. Con la indolencia de la infancia. Con un libro entre las piernas y los huesos doloridos recordándome cuánto tiempo llevo al otro lado de la página. Conozco este espacio como conozco mi cuerpo. Y sin embargo, como cuando des-cubrimos un lunar que nos ha pasado inadvertido, alguna vez me sorprende un título que nunca había visto. Es un prodigio menor. Apenas una anécdota en un lugar en el que entraban clientes que decían llamarse William Blake. O Mr. Stevenson. O Daniel Defoe. Todos llegaron como en su día había venido Bradbury. Todos preguntaron por libros de los que nadie había tenido noticia. Todos se los llevaron. Excepto Flaubert, que miró en silencio un modesto ejemplar titulado Diario de un niño epiléptico y lo dejó. Dijo que no tenía fuerzas para volverlo a leer.

Pasaron los años y pasaron los lectores. Seguí abandonando libros a medio acabar en las estanterías por el placer de abrirlos días después y comprobar si todo estaba como lo dejé. Bajaba al sótano cuando me sentía aventurero y un día de indescriptible felicidad aparecí en Pageant Book & Print Shop, aquella librería que ya solo existía en mi escena preferida de Hannah y sus hermanas. Bueno, y visto lo visto, también al otro lado de las escaleras de mi almacén.

Pero parecía que nunca iba a encontrar lo único que buscaba. La explicación de lo que pasaba
allí. Si la verdad que descifraba el mundo estaba en los libros, en mis estanterías también tenía que estar la clave secreta de la librería. Las reglas del juego. La verdad que mi tío calló. Esa que no podía enseñarme. Esa que yo tenía que descubrir. Esa que suponía comprender quién era realmente yo. Un empolloncito construido de las palabras de otros. Un semillero de historias que ni siquiera habían salido de mi imaginación. Un invitado a la portentosa fiesta de las ficciones, que se asombraba por todo y no se sorprendía jamás. Como si los muchos milagros me hubieran acolchado la inquietud.

No me extrañó ver un volumen que no conocía en una estantería de libros técnicos que no solía frecuentar. Tapas rojas. Un manual de instrucciones encuadernado en plástico con anillas engorrosas y un título críptico: JLB. Jotaelebé. Jotaelebé. Nada más. Lo abrí con el peso sobre el esternón que anticipa la catástrofe. "Está usted en el cerebro de Borges. En la circunvalación de las historias que desechó". Y entonces entendí. Me sentí como el monstruo que era. Como la versión primigenia y textual del Minotauro o del pobre Asterión. El sueño de otro. Objeto de la imaginación de un ser superior. Sin más destino que el que alguien escribe. O el que alguien deja de escribir. Mi tío jamás podría habérmelo desvelado. Aunque supongo que era lo que quería decir cuando me advertía de que todo lo que puede suceder está en la librería. Y lo que no puede suceder, también. Pero no podía contarme que lo que no puede suceder era él. Que soy yo.


El Pais

sábado, 6 de agosto de 2016

Inventario universal capitulo 5


Todas las librerías son el mismo sitio: las neuronas conectadas del cerebro del mundo, la clave para descifrar los misterios, la inteligencia secreta del planeta

MARTA FERNÁNDEZ

5 AGO 2016


LUIS TINOCO


Nunca entraba al almacén. Sentía una especie de temor ancestral. Un pánico callado, recóndito, infantil. El recuerdo de aquel día que mi tío bajó y desapareció. Me tuve que quedar al frente del mostrador. No se me dio mal. No puedo recordar la cara de los clientes pero sí que el primer libro que vendí fue 62 modelos para armar,aquella edición con el plano de París en la portada. El tío me felicitó cuando ocho horas después salió del sótano entre desconcertado y feliz. Jamás me explicó qué había hecho. Le bastó una frase: inventario universal.

La puerta del almacén ni siquiera era amenazante. Casi daba pena de lo vulgar. Con aquel pomo sin cerradura. Esperé que gimiera al abrirla. Pero no. Hasta las escaleras eran tan cotidianas como las de cualquier trastero. Un poco más oscuras, quizá. Bajé sin saber muy bien qué encontrar. Y en efecto no había nada en aquel espacio perfectamente cuadrangular, demasiado pequeño, desnudo. Nada. ¿Qué había hecho mi tío tanto tiempo en ese submundo? Subí de vuelta entre el desencanto y el alivio cuando tropecé. Uno de los escalones era más alto que los demás, pero no lo había advertido al bajar. El miedo que nos pone en alerta, pensé. Pero al llegar a la puerta descubrí que no era la misma. Estaba pintada de un rojo denso y apagado. Y pesaba más. Mucho más. Al abrirla se hizo la luz.

Los clientes pasaban de un lado a otro, ejecutando contorsionismos imposibles para cederse el sitio. Parejas que reían. Niños maravillados. Grupos enteros de japoneses fotografiándose en cada rincón. Hablaban en todo lo que se podía hablar. Aquello no era mi librería. Aquello era Babel. Aunque las estanterías que retaban al horror vacui tenían algo familiar. No me costó conocer el lugar: Shakespeare and Company. Ese pedazo de paraíso que de algún modo había ido a parar a París. Recorrí las habitaciones para certificar que de verdad estaba allí. Que no era una ilusión. Hice la cola preceptiva para presentarle mis respetos a la cama de los Tumbleweed. Me senté en la pequeña sala de la ventana y resoplé como si hubiera venido de muy lejos. Porque así era, aunque solo había necesitado un tramo de escaleras para viajar.

En algún momento me levanté y comencé a vagar entre los turistas y los curiosos. Shakespeare and Company era uno de los lugares donde se escribía mi felicidad. Era la promesa de todo. Era la librería a la que siempre quise que se pareciera la mía. El ideal. Comprendí entre aquellos estantes que había algo que las conectaba. Algo indefinible. Tan escurridizo como ese pálpito que te revela con quién te vas a llevar bien. Hasta que en el último de los rincones de aquel otro laberinto vi una estantería familiar. La alumbraba otra bombilla parpadeante que parecía espantar las visitas. Nadie se acercaba a aquella esquina sin aparente encanto y casi sin luz.

Y allí estaban, como en mi propia librería: los libros que no se habían escrito. Una colección de comedias ligeras de Faulkner. Una novela negra de Tom Wolfe. Un tratado sobre la buena educación de Laurence Sterne. Y como si esperara en la letra N, vi el manual de ajedrez de Nabokov. El que me había fascinado de pequeño. Jugadas poéticas de ajedrez para infantes expatriados. No sé en qué momento lo saqué con la intención de llevármelo. Como quien recupera un muñeco de la infancia entre la quincalla de un mercadillo. Tan solo tuve que retirarlo, darme la vuelta y salir. Volver a la puerta por la que había entrado. Con el miedo duplicado de que me pillaran y de que las escaleras por las que había llegado no estuvieran ya. Pero estaban. Al menos la magia de las librerías respetaba su propia lógica singular. Fue al bajar, al tropezar de nuevo con el escalón irregular, cuando entendí lo que había pasado.

Todas las librerías son el mismo sitio: las neuronas conectadas del cerebro del mundo, el centro de la poca sabiduría que somos capaces de alcanzar, la clave para descifrar todos los misterios, la inteligencia secreta del planeta. Por eso los que tenemos la fiebre de la palabra nos sentimos en casa entre sus estanterías. El país da igual. Son todas el mismo lugar. Son la patria. Son la razón. En todas aguarda el mismo hechizo: el de la lectura, el del saber, el del reír, el del asombro. Entre todas quizá tienen la explicación de la humanidad. Lo decía mi tío sin explicarse del todo: “Nuestra librería es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo”.

Lo es.

jueves, 4 de agosto de 2016

El libro que no escribí capitulo 4


Las librerías no son solo libros. Son gente. Centenares de voces que esperan en los estantes. Y cuando sacas uno y lo abres estás mirando a alguien

MARTA FERNÁNDEZ

4 AGO 2016


LUIS TINOCO

Todo lo que puede suceder en el mundo está en esta librería. Y lo que no puede suceder, también. Mi tío parece hablarme desde un lugar lejano. Como si su voz se hubiera quedado pegada en aquellos estantes que tan bien conocía. Es mi cerebro, claro. Que quiere calmarse. Que le busca para tranquilizarse. O quizá le busca para echarle en cara que no me contara los secretos que guardaban los pasillos de su laberinto. ¿Qué quieres? Lo preguntaría con su tono de medio gallego. Se habría reído después.

Quizá fue por coquetear con los recuerdos pero con mi ridícula linterna a cuestas, intentando salir del vientre de la ballena de papel, evitando el golpe en el pie que nos espera paciente en una esquina, se me vino a la cabeza un libro de la infancia. Jugadas poéticas de ajedrez para infantes expatriados de Vladímir Nabokov. Habría sido la lectura favorita de un Luzhin por crecer. Era uno de esos tomazos que invitan a colarte en sus páginas: formato gigante para un crío de seis años, ilustraciones abigarradas y aquellas explicaciones sobre los peones y los caballos y las defensas que te hacían parecer un genio rusito cuando tu madre sacaba el tablero y nadie necesitaba contarte cómo enrocar.

Ahora me daba cuenta de que jamás había vuelto a verlo. Nunca en otra edición. Nunca en otra librería. Aquella rareza solo estaba entre los ejemplares de mi tío. Podía apostar algo a que me esperaba en la estantería de donde ahora huía para atender la llamada de la puerta. Donde estaban los libros que nunca se publicaron. Y estuve a punto de volver a buscarlo. Habría hecho bien. Me habría ahorrado una sorpresa más.

Me llamó la atención el pelo tan blanco del cliente que acababa de llamar. Era lo único que mis ojos pudieron distinguir al salir del pasadizo de estantes. Un penacho rebelde como hecho de un fulgor a contraluz. Luego identifiqué las gafas negras. La sonrisa de turista feliz con una buena American Express. La voz cavernosa y divertida. Aquel abuelo risueño y gesticulante hablaba en inglés.

-Vengo a por el libro que no escribí.

Lo peor es que no me pareció raro lo que decía. Era más inquietante que aquel señor de manitas regordetas y cadencia algo asfixiada me recordara tanto a Ray Badbury. Tanto como para no plantearme si era él. Porque era él. Aunque había muerto en 2012. Y entonces lo cuadré. El fin de la Literatura explicado en el último libro que se escribió, RB. Me pareció todo de una lógica irrefutable. Como si fuera lo más normal que un autor muerto entrara a las doce del mediodía a pedir un libro que jamás se había publicado. Como si no le extrañara a nadie que estuviera en mi estantería del fondo. Como si a mí me pareciera tan normal que Bradbury (repito, Brad-bu-ry) supiera que el libro estaba allí.

-Me lo contó tu tío cuando me llevé el otro. Aquella fabulita criptomedieval de mis veinte años. Pones cara de sorpresa. Veo que el viejo no te enseñó los secretos de este lugar. Seguro que tampoco te contó lo del almacén. Verás, las librerías no son solo libros. Son gente. Centenares de voces que esperan en los estantes. Y cuando sacas uno y lo abres estás mirando a alguien. Al autor. Y en cierta manera te conviertes en él. Y en cierta manera también te descubres a ti mismo. Así que ve y busca mi novela, que me quiero convertir en mí cuando tenía veinte años. Quiero sentir ese pálpito de la vida, esa furia arrebatada sobre la máquina. Quiero volver a ser por un momento aquel joven que empezaba a escribir.

Me emocionó lo que decía. Porque le entendí. Y me sentí agradecido porque me hubiera permitido mirar dentro de la cabeza de dónde habían salido Crónicas marcianas o Fahrenheit. No dejé que me pagara. Tampoco habría sabido qué cobrar. El libro era más suyo que mío. Le pareció bien, pero cuando se despedía me pidió que vendiera mucho. Como si fueras un soldado del ejército de la palabra, dijo. Solo así podrás evitar aquello que escribí. Ya sabes, que no hace falta quemar libros para destruir la cultura. Basta con que nadie los lea. Que los lean es tu misión.

Cuando se fue, volví a la estantería de los prodigios buscando el manual de ajedrez de Nabokov. Pero no estaba. Me pregunté si también habría pasado por allí reclamando su obra el viejo Vladímir.


El Pais

La estantería de los prodigios Capitulo 3


Por un momento pensé que si yo era el lector del fin de la Literatura y me largaba, el apocalipsis tendría que esperar. Y el demonio también

MARTA FERNÁNDEZ

3 AGO 2016


LUIS TINOCO

Lo más extraño es que siguieran llegando cartas. Los viejos clientes del tío escribían con su caligrafía de otro tiempo, con sus máquinas gastadas, con sus circunloquios imposibles. Tan imposibles que la mayoría de las veces no podía entender lo que pedían. Mencionaban títulos de los que no había oído hablar. El más esforzado de todos era un tal Óscar Agustín Alejandro, que a pesar de tener tres nombres firmaba con un cuarto. Al principio le contestaba dando muchas explicaciones. Casi pidiendo disculpas por no conocer mi trabajo tan bien como debía. No tengo noticia del ejemplar que me menciona. No hay referencias de ese título en particular. Cansado de mis respuestas sin respuesta, en una de sus cartas dejó el dibujo de un mapa. Minucioso y casi infantil. O algunas cosas habían cambiado mucho o hacía demasiado que aquel hombre no venía desde el delta donde se había retirado, decía que a crear. En su plano había menos estanterías, aunque a él solo le importaba una en el último rincón. Sostenía que en los confines de mi trastienda esperaban los libros que no habían llegado a existir.


Si algo así era posible, Óscar Agustín Alejandro, también conocido como OAA, tenía que referirse a aquella estantería que quedaba retranqueada antes de llegar a la puerta del almacén. En una esquina que una bombilla siempre parpadeante apenas alcanzaba a iluminar. En ese recodo recóndito del mundo, la librería respiraba como un animal mitológico. Y yo temblaba dentro como un maldito Jonás. El mapa del tesoro me había llevado hasta el lugar por el que había pasado tantas veces sin fijarme. Las letras de los lomos, desvaídas. Un poco más de polvo de lo normal. La bombilla como el gato de Schrödinger, que ni se fundía ni terminaba de alumbrar. El escrupuloso orden alfabético. Uno tras otro, me esperaban títulos que no había visto jamás.

Encontré una novela amorosa de Charles Dickens y una obrita de teatro de Jean Austen. Un guion cinematográfico de Zelda y Scott. El verdadero tratado de apicultura de Sherlock Holmes. Una colección de relatos eróticos de Lewis Carroll firmada con su nombre real. Un poemario de Keynes. El libreto que Da Ponte nunca llegó a terminar sobre cómo Cherubino se convierte en Don Giovanni. El ensayo sobre la risa de Aristóteles por el que el padre Jorge mató. La poesía completa de David John Moore Cornwell.

Y una serie de títulos que resultaban inquietantes porque era imposible determinar si pertenecían a la ficción o a la realidad. Vi una biografía de un presidente de Estados Unidos apellidado Bieber. Un atlas de los Desiertos del Norte, en el que se explicaba que todo el hemisferio había sido arrasado por algo llamado La Plaga de la Conectividad. Un catálogo de las novelas prohibidas por la Liga de la Corrección Textual. La historia ilustrada del último cine que funcionó en el país. Dos tomos sobre las nuevas relaciones sin relación.

Me atormentaba no poder distinguir si eran textos que habían quedado en estado larvario en alguna imaginación o eran historias verdaderas que estaban por escribirse. Hasta que en el último estante, en la esquina más oculta, en la base misma de la librería leí el título que más impresionó: el fin de la Literatura explicado en el último libro que se escribió, RB. Descansaba amenazante, agazapado en aquel ángulo sombrío donde hasta la luz de la linterna se quería morir. Parecía la piedra fundamental sobre la que se había construido lo demás. Temí retirarlo con la absurda creencia de que si sacaba aquella pieza se derrumbaría el mundo. Se caerían sobre mi cabeza todos y cada uno de los libros, de los estantes, de los mitos y las arañas. Y tan solo me atreví a pasar la mano por el lomo como un aprendiz de nigromante que acariciara por primera vez una bola de cristal.

Pero fui cobarde. Preferí no saber. Porque creí que ignorando podría evitar. Evitar que se acabara la Literatura. Como si eso fuera posible. O como si no supiera que la única forma de conjurar el destino es conocerlo. Conocer la historia para no repetirla. La que había pasado y la que estaba por pasar.

Y cuando mis dedos empezaron a coquetear con la idea de sacar el libro, sonó la campanilla de la puerta. Me levanté como si el diablo me hubiera pillado curioseando en su diario. Porque cuando Satán te sorprende pecando es mejor disimular. Lo pensé como excusa para dejar aquel libro donde estaba: en la base del mundo. Por un momento pensé que si yo era el lector del fin de la Literatura y me largaba, el apocalipsis tendría que esperar. Y el demonio también. Al menos, por hoy.


El Pais

martes, 2 de agosto de 2016

Lo que hacen los libros. Capítulo 2


Viven solos, sin necesidad de que los leas. Crees que los posees, pero no es verdad. Cuando los cierras, siguen con el sortilegio de sus palabras

MARTA FERNÁNDEZ

2 AGO 2016


LUIS TINOCO


Los libros no nos esperan. Su furia incontenible siempre rebasa las ganas de su lector. No son inocentes. Ni podrás domarlos aunque creas que lo haces. No los llevarás en la maleta. Ellos te llevarán a ti. Los libros viven solos, sin necesidad de que los leas. Crees que los posees, pero no es verdad. Y cuando ya no estés, cuando no te asistan las palabras, tus libros quedarán, mirándote callados, desde el verdadero lado de la inmortalidad.

Algunos de los ejemplares de esta librería llevan más tiempo en el planeta que tú, que yo. Y aquí seguirán. Poderosos y necesarios. Quieres que aguarden latentes. Pero no. Nunca son dóciles. Hasta el más ingenuo de los títulos puede alumbrarte con una nueva idea. ¿Y de verdad consideras que ese fragmento del mundo convertido en páginas es un objeto más? No, no lo es.

Por eso cuando los cierras, cuando te das la vuelta y los dejas en la mesilla, los libros siguen con el sortilegio de sus palabras. Las historias no se quedan quietas jamás. Te irás a dormir o al trabajo o la escuela o a buscar el amor. Con la inocencia egocéntrica de que los capítulos no pueden avanzar sin ti. Con el error, tantas veces perpetuado, de que la Literatura necesita un lector. Pero no es así. Porque allá, dentro de sus tapas, en su universo cuadrangular, la vida sigue. Y se enamora mil veces Bovary. Y va sumando indicios el Padre Brown. Y Drácula chupa la sangre de doncellas de las que no has oído hablar. Y se disparan los cañones de la fragata Surprise.

Hay quien sospecha que la única manera de hacer que no avancen es dejar entre sus páginas un marcador. Como una frontera de papel que impide a las tramas seguir cuando no estamos nosotros. Me lo contó un librero que de tan anciano parecía inmortal. Uno que tenía a la vuelta de Corrientes una librería que sonaba como un galeón con todos los mares en sus cuadernas. Decía que por eso nos costaba tanto recuperar el curso cuando no poníamos una señal: no porque perdiéramos la memoria del último párrafo, sino porque de una noche para otra, las palabras habían pasado horas jugando y nunca se volvían a colocar igual. No es nuestra mala cabeza la que borra la última frase; es que la última frase ya no vuelve a estar.

Por supuesto, no creí nada. Mi joven personalidad estaba construida sobre un escepticismo todavía intacto. Era un chaval cuando mi tío me contó aquella historia que parecía una más de sus ensoñaciones. Un delirio de su fe por la literatura. Es la vida, Rodrigo, es la vida, decía. Ya lo comprenderás.

Por alguna razón, nunca hice la prueba. Hasta ahora. Dejé en la mesilla de noche La Odisea sin ningún dique entre sus páginas. Sin marcar. Al despertarme, eufórico, un tanto inquieto, busqué. Y dormía Ulises con una sirena sobre su pecho. Exhausto y feliz. Los mechones de la muchacha enredados en sus dedos de navegante, como solo lo había estado durante mucho tiempo el agua del mar. Cerré el libro asustado. Y dudé si dejar al héroe disfrutar de aquella carne que no tenía que haberle pertenecido o devolverle a su mástil, a su viaje y a su realidad. Y, al final, puse la marca. Unas páginas antes. Como si me hubiera inventado una máquina del tiempo textual.

Durante toda la semana me he dedicado a juguetear. Dejo libros a medio leer y los sepulto en las estanterías, para que vivan sus aventuras en la intimidad. Más allá de la indiscreta mirada del lector. He vuelto a abrir alguno y he encontrado a los personajes despeinados, algunos a medio vestir, con sonrisas que no procedían y complicidades recién estrenadas. Me produce un secreto placer saber que los libros existen más allá de mí. Que no me necesitan. Es un homenaje a mi tío, lector y voyeur.

Tú eres apenas un crío, y como todos los niños crees que el mundo gira para ti. Y que los libros son porque tú los lees. Pero un día comprenderás y recordarás lo que te cuento. Y ahora vete a por Ana Karenina. Vamos a darle a esa pobre infeliz una segunda oportunidad.Le traje la novela y la leyó. Y la dejó sin marcar. Solo años más tarde comprendí aquello que mi tío me contó. Lo que los libros hacen cuando no miramos. Lo que haría cualquiera. Vivir.


El Pais


Lo que hacen los libros. Capítulo 1


Los guiones habían cambiado. Ana Karenina no moría, el tío de Hamlet resultaba ser su verdadero padre, Alonso Quijano se quedaba con Dulcinea...

MARTA FERNÁNDEZ

1 AGO 2016


LUIS TINOCO

Recuerda que todo lo que puede suceder en el mundo está en esta librería. Y lo que no puede suceder, también. Lo decía mi tío con la certeza del que sabe que la vida no da para todas las lecturas, pero que quien lee multiplica su existencia por la infinidad de los mundos impresos. Había puesto en mis manos lo único que tenía: aquel pasadizo oscuro, aquel laberinto construido estantería a estantería, historia a historia, título a título. Me había enseñado los secretos del oficio. De él había aprendido cuánto se podía pedir por una primera edición. Cuánto se podía pagar. Cómo cotizaba el moho. Y que allá enfrente, a cuatro horas de ferri, al otro lado del Río de la Plata, había todavía tesoros por descubrir. Cuando, ya viejo, rendido y fatigado, comprendió que me había contado todo lo que necesitaba saber me dio las llaves de La Casa de Asterión. Aunque a mi tío se le olvidó mencionar que podía encontrarme con clientes como aquel.

¿Qué es esta mierda de Ana Karenina? El tipo que acababa de entrar tiró el libro contra el mostrador por no arrojármelo a la cara. Pero el golpe, que dejaría el lomo herido para siempre, me dolió igual. Era una edición de los primeros cincuenta, de Aguilar, con una cenefa escarlata en los cortes. Lo recogí como a un pájaro caído del nido mientras le preguntaba si no le había gustado la traducción.

¿La traducción? ¿Pero qué coño me está diciendo de la traducción? Esta Ana Karenina no muere al final. ¿Cómo que no muere al final? Y busqué en las últimas páginas un desenlace que nunca llegaba y un tren no entraba en la estación. Para cuando me di cuenta, el lector se había llevado su indignación y su dinero y solo me había dejado la inquietud estupefacta de quien empezaba a sospechar que, en efecto, en una librería todo puede pasar.

Me agarré a aquella edición inesperada de Karenina como un náufrago torpe a un flotador. Y me lancé entre los corredores de estantes. Sin saber muy bien qué buscaba, pero con la certeza de lo que no quería encontrar. Lo que encontré.

Abrí con cierta prudencia una edición inglesa de Moby Dick. Tapa roja. Guardas decoradas. Y aunque a Ismael le seguían llamado Ismael, en mitad de la narración la ballena blanca agonizaba sobre la grasienta cubierta del Pequod. No puede ser. Desvalido y desconcertado, creí que había perdido la capacidad de leer. O de recordar. No sé si temí la traición de mi memoria o me temí a mí mismo. O si me asustó el abismo de no poder leer de nuevo las historias que amé. Pero asfixiado por la rebelión de unos libros que se negaban a ser como siempre fueron, tuve que salir de allí.

Cerré la librería. Y ya en la calle, clavé los ojos furtivos en el suelo, para evitar cruzar la mirada con un cliente que se dirigía decidido hacia mí. A saber qué contará el Vonnegut que se llevó. Crucé sin importarme el tráfico. Hasta llegar al refugio del bar de Eliseo. Me miró con la cara de un profesor que pilla escapándose a un escolar.

¿Qué haces aquí a esta hora? Se lo expliqué como pude. Como se explica lo extraordinario. Es decir, mal. Que los libros habían cambiado. Que no moría Ana Karenina, que el tío de Hamlet resultaba ser su verdadero padre, que Alonso Quijano se quedaba con Dulcinea en Barataria, que a Bartleby le daba por trabajar.

Pues claro, contestó con una tranquilidad que me admiró. ¿Qué esperabas? ¿Qué creías que era la cooperación del lector? ¿El texto abierto? ¿Tanto doctorado para no saber que Umberto Eco hablaba de algo estrictamente real?

Bien. No solo habían cambiado los libros. Había cambiado el mundo. Eliseo ahora era experto en semiótica. Me hablaba de recepción, de interpretación, de cómo el texto muta con cada lectura y con cada lector. Y me lo decía como una verdad incontrovertible. Y así me explicó que hay libros que se pueden leer toda la vida y libros que no se deben releer. Que no nos podemos bañar dos veces en el mismo río ni empaparnos dos veces en las mismas páginas. Y como un tonto, le creí.

Por eso yo no leo nunca, dijo como si nada, mientras pasaba una bayeta por la barra. Para no encariñarme. Porque nunca puedes volver a aquel primer momento. Esto me lo enseñó tu tío. Esto y lo que los libros hacen cuando no miramos.

Lo-que-los-libros-hacen-cuando-no-miramos. Lo repetí sin creer lo que me estaba diciendo. Pero con la vaga certeza de que algo debía pasar. Quizá mi tío no me había enseñado todo. Quizá había obviado lo que no se podía creer.

El Pais