viernes, 30 de diciembre de 2022

Marlowe y compañía

Henning Mankell ha decidido jubilar en El hombre inquieto a Wallander, a quien encarna Kenneth Branagh en una serie sobre el detective en la BBC.

No todos los crímenes son novela negra y policiaca de calidad. Entre la abundante oferta del género destacan los siete libros creados por Chandler sobre el detective Philip Marlowe, en un solo volumen, Mankell, Connelly, Bosch, Nesbo y Holt; además de algunos españoles

Por Rosa Mora

TENGO 42 AÑOS y mi independencia me ha echado a perder”, dice Philip Marlowe en El largo adiós (1953), la mejor novela del mítico detective privado creado por Raymond Chandler.

En ella aparecen todos los grandes temas que preocuparon al escritor. La decadencia de la sociedad, la corrupción de las clases privilegiadas y de las fuerzas legales en connivencia con el gansterismo, la injusticia social que todo ello provoca. El alcohol, algo que Chandler, con una marcada tendencia a la autodestrucción, vivió de manera terrible. Marlowe mide un 1,85, pesa cerca de 90 kilos, fuma en pipa y bebe, no tanto como su creador, desde luego, preferentemente bourbon y gimlet. Vive y trabaja en Los Ángeles (California). Cobra tarifas modestas. No se ocupa de divorcios. Tiene un humor devastador. Es insobornable. Se le contrata pero no se le compra. En un mundo que no le gusta, lucha por mantenerse libre y atenerse a sus propios principios.

Es un caballero. En El largo adiós, se topa con Terry Lennox, un héroe de la I Guerra Mundial, alcoholizado. Borracho, caído en el suelo, lo recoge, lo lleva a comer hamburguesas, luego, en su casa, le prepara huevos revueltos, café con un poco de whisky. Sabía que le daría problemas. La escena se repite. Incluso va a la cárcel por él. Ése es Marlowe. Escéptico, pero mucho menos cínico que Sam Spade (el detective de Dashiell Hammett, uno de sus maestros). Tiene un humor devastador.

Raymond Chandler (Chicago, 1888-La Jolla, California, 1959) empezó a escribir relatos y novelas cortas para pulps como Black Mask o Dime Detective, publicaciones baratas de gran tirada. Los investigadores que creó, como Mallory o Dalmas, muestran ya los rasgos de Marlowe, que nació, hace 70 años, en la primera novela del escritor, El sueño eterno (1939). Todo Marlowe reúne los siete libros sobre el detective y algún relato. Adiós muñeca (1940), La Ventana alta (1942), La dama del lago (1943). Aquí interrumpió el ciclo, para trabajar en Hollywood, y lo reemprendió seis años después con La hermana pequeña (1949), El largo adiós y Playback (1958).

Las primeras novelas “canibalizan”, como el autor ha explicado, algunos de sus relatos. Poco a poco abandona, o mejor, supera el estilo hard boiled (duro y en ebullición) de los pulp, el realismo puro y duro. Es más subjetivo, con una visión más romántica, a veces lírica. Marlowe narra las historias en primera persona, a partir de la descripción de los hechos y de los diálogos. Es un héroe irrepetible, que creó una escuela impresionante. Dejó el listón muy alto.

Stieg Larsson no es, no debería ser, el único autor de 2009 en España. La moda sueca, la nórdica, causa destrozos. Y no es sólo eso, la avalancha de novelas negrocriminales satura el mercado y puede despistar al lector, porque buenos autores los hay. Como Henning Mankell que ha decidido jubilar a Wallander. El hombre inquieto es la última protagonizada por el policía. La quinta mujer, que se publicó en España en 2000, fue una revelación, innovadora. Mankell nos obligó a consultar el atlas, ¿dónde está Escania?, ¿e Ystad? ¿Está muy lejos Malmö? Tras ocho novelas y un libro de relatos hemos visto cómo ha desmontado nuestras ideas preconcebidas de la Suecia del bienestar. Su retiro no es una sorpresa, ya lo había anunciado en dos libros anteriores. En La Pirámide reconstruye la vida de Wallander antes de ser policía en Ystad. En Antes de que hiele introduce a Linda Wallander como policía siguiendo los pasos de su padre. El hombre inquieto es una historia de despedida. Mankell repasa todas las novelas de la serie. Linda es una puerta abierta al futuro. Ya veremos. No hay que olvidar el simpático truco de Conan Doyle, que mató a Sherlock Holmes en una pelea a muerte con el malvado Moriarty en El problema final y que luego lo resucitó tan campante.

Y otro que se jubila es John Rebus, el policía Ian Rankin, a los 60 años. Real como la vida misma. Esto no pasaba con Marlowe ni Spade, pero en nuestro tiempo los investigadores desaparecen antes que sus creadores. No es agradable perder a amigos literarios. Como Mankell, el escritor escocés también lo anunció. En La música del adiós. Con Puertas abiertas ha dado un giro radical. Un multimillonario aburrido, un banquero asqueado y un profesor de arte deciden dar un golpe en la National Gallery de Edimburgo. Más en la línea del Dortmunder de Donald Westlake que en la de Rebus. Lo que no ha variado es su Edim- burgo, la ciudad maravillosa que se ve y la oculta y peligrosa.

Harry Bosch no se jubila por ahora, aunque no es el protagonista de El veredicto, en la que Michael Connelly recupera al abogado Mickey Haller. Sólo le vemos a través de sus ojos. Es un thriller legal bien armado que desmenuza un proceso judicial. La única verdad es que todos mienten: la policía, los abogados, los testigos, los acusados e incluso los jueces.

De entre los nórdicos, tres: el noruego Jo Nesbo, con Némesis protagonizada por el policía alcohólico Harry Hole. Es duro y quiere parecerlo, pero tiene un punto romántico que recuerda a Marlowe. La también noruega Anne Holt, con La diosa ciega. El argumento tiene peso: la dificultad de la policía para encontrar pruebas y poder sentar en el banquillo a importantes abogados por tráfico de drogas. A quienes les ha gustado La mujer de verde del islandés Arnaldur Indridason, aún apreciarán más una novela anterior, Las marismas, ahora reeditada. También trata de un crimen cometido en el pasado cuyas consecuencias llegan al presente. Empieza con una violación cometida hace 40 años. 


Todo Marlowe. Raymond Chandler. Varios traductores. RBA. Barcelona, 2009. 1.391 páginas. 35 euros. El hombre inquieto/L’home inquiet. Henning Mankell. Carmen Montes Cano al español. Tus- quets, 2009. 484/435 páginas. 20 euros. Puertas abiertas. Ian Rankin. Traducción de Francisco Martín Arribas. RBA. Barcelona, 2009. 316 páginas. 17 euros. El veredicto. Michael Connelly. Roca Editorial. Barcelona, 2009. 435 páginas. 21 euros. Némesis/Nèmesi. RBA/Proa. Barcelona, 2009. 448/496 páginas. 17/18 euros. La diosa ciega. Anne Holt. Traducción de M. Puertas y C. Gómez Baggethun. Roca. Barcelona, 2009. 330 páginas. 21 euros. Las marismas. Arnaldur Indridason. Traducción de Kristin Arnadóttir. RBA. Barcelona, 2009. 287 páginas. 16 euros.


Sorpresas

EL POETA CARLOS ZANÓN (Barcelona, 1966) ha sorprendido con una novela sin concesiones, Tarde, mal y nunca, sobre la Barcelona de la crisis, de los barrios saturados de inmigración, donde no existe el pasado ni el futuro, donde los jóvenes viven colgados de la droga y del alcohol. Es todo menos políticamente correcta. Las palabras interculturalidad, integración y tolerancia no existen.

Impar rojo es la segunda novela de Óscar Urra (Madrid, 1970) protagoniza- da por el detective privado Julio Cabria, un auténtico huelebraguetas. Un asesino en serie mata a sus víctimas y les deja un naipe encima. Recuerda el caso real del asesino del naipe que en 2003 mató en Madrid a seis personas, pero es mucho más. Por ejemplo, la mafia ha llegado a la capital, tampoco faltan las corruptelas de los curas.

Elia Barceló (Alicante, 1957) ha escrito una novela de difícil clasificación, Las largas sombras, que cuenta el reencuentro de siete amigas 30 años después. Dos hechos inconfesables del pasado las separó, un suicidio o un asesinato las vuelve a poner en el ojo del huracán. Es el retrato psicológico de unas mujeres que arrastran un secreto y un relato de las miserias y esperanzas del tardofranquismo. ¿Y qué decir de Juan Madrid (Málaga, 1947) y de sus Cuentos completos? Que es un placer leerlos. Reúne toda su narrativa breve, desde Un trabajo fácil, Jungla, Crónicas del Madrid oscuro y Malos tiempos hasta los inéditos Vidas criminales.

Tarde, mal y nunca. Carlos Zanón. Saymon Ediciones. Barcelona, 2009. 280 páginas. 14,50 euros. Impar y rojo. Carlos Urra. Salto de Página. Madrid, 2009. 215 páginas. 17 euros. Las largas sombras. Elia Barceló. Ámbar. Barcelona, 2009. 251 páginas. 17 euros. Cuentos completos. Juan Madrid. Ediciones B. Barcelona, 2009. 787 páginas. 22 euros.


El Pais. Babelia nº946. Sábado 9 de enero de 2010

miércoles, 28 de diciembre de 2022

El regalo de Hoboken al mundo por Manuel Rodríguez Rivero

SILLÓN DE OREJAS 


E N LA COLUMNA necrológica que escribió cuando falleció La Voz, el maestro Vicent sostenía que “millones” de personas debían su existencia a Frank Sinatra. Quizás —venía a decir— sus respectivos millones de progenitores no se habrían amado con la suficiente intensidad fecundadora si aquella voz de “terciopelo raído” no hubiera excitado su libido. Quiero pensar que en mi caso pudo ser también así. Mi madre ha sido siempre una moderna, de manera que en su momento debió de ser lo más parecido (versión España años cuarenta) a una de aquellas bobby soxer que vibraban con las canciones de Sinatra y no se cansaban de ver Levando anclas, el estupendo musical de George Sidney. En Hoboken, la ciudad donde el cantante nació y desde la que se obtienen las mejores vistas de Manhattan (conviene acudir al atardecer, cuando el reflejo de la luz sobre el Hudson transforma los rascacielos en abstractos volúmenes de Morandi), existe un parque dedicado a su recuerdo en el que se proclama orgullosamente: In Memory of Francis Albert Sinatra, Hoboken’s Gift to the World. A mí el tipo siempre me cayó bien. Sí, ya sé: sus vínculos con la Mafia, su machismo visceral, sus negocios dudosos, su compromiso con las políticas reaccionarias de los setenta, su reputación de “chico malo” y no siempre simpático, su cocaína. Pero durante la mayor parte de su vida estuvo con los demócratas: hizo campaña por Roosevelt cuando eso era importante, se acercó a la izquierda (a la de verdad) en los cuarenta, apoyó a Kennedy. Y no puedo olvidar que, cuando estuvo por primera vez en España (en el rodaje de Orgullo y pasión, 1957), se despidió del país dejando escrito en la ventana de su habitación una contundente sentencia de perspicacia wittgensteiniana: “Franco es una rata”. Y, sobre todo, ahí siguen sus canciones. A mí me gustan más las jazzy —con Count Basie, por ejemplo, o con Antonio Carlos Jobim—, pero también llevo under my skin incluso las que antes me parecían empalagosamente sentimentales. Acerca de ese artista singular y de cómo se planteaba su trabajo trata El sonido de Sinatra (Alba), de Charles L. Granata, un estupendo volumen ilustrado en el que se pasa revista a más de cincuenta años de la trayectoria profesional del que quizás ha sido el más grande intérprete de música popular norteamericana. El regalo de Hoboken al mundo. Y al que tal vez (tengo que preguntarle a mi madre) yo también deba la vida.

Joyceana

EL MARTES ME regalé, como Joyce manda, sandwiches de gorgonzola y una botella de burdeos para celebrar una vez más la nada épica jornada dublinesa de Leopold Bloom. Recordé que hasta hace quince años la ciudad que vio nacer a uno de sus hijos literarios más ilustres (tiene muchos otros: Swift, Goldsmith, Stoker, Wilde, Yeats, Shaw, Synge, O’Casey, Beckett...) no se preocupaba demasiado de su memoria, lo que quizás no hubiera sorprendido a quien siempre se encontró más cómodo en el exilio. Fue cuando las autoridades del ramo se cayeron del guindo y descubrieron que Joyce podía convertir- se en un icono turístico cuando comenzaron a surgir en diversos rincones de la ciudad recordatorios de su peripecia vital. Y ya se sabe que, como descubrió el obispo Berkeley —un dublinés de adopción—, esse est percipi (ser es ser percibido). El centenario (en 2004) del Bloomsday convirtió Dublín en una sobresaturada Meca cuyos peregrinos —una abigarrada mezcla políglota de devotos y curiosos— recorrían obedientemente las estaciones del vía crucis joyceano prescritas en los folletos turísticos. Ahora to- do ha cambiado: los forofos pueden recurrir a la versión oral (en inglés) de Ulises (22 cedés publicados por Naxos) y convertirla en una especie de hilo musical que les acompañe en sus tareas domésticas. Y los que aspiren a nota cuentan ahora con la versión (abreviada en 4 cedés) de Finnegans Wake que acaba de publicar el mismo sello; supongo que Julián Ríos ya habrá encargado su ejemplar. En todo caso, les recuerdo a mis improbables lectores (especialmente a los todavía más improbables que aún no hayan leído Ulises) que en este momento somos uno de los países que cuenta con más traducciones de esa novela fundacional: además de la catalana de Joaquim Mallofré, están disponibles las castellanas de Salas Subirats, José María Valverde y la conjunta de Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas. De modo que no hagan caso a quienes les digan que es un bodrio (probablemente no la han leído) y déjense capturar por su torrente de modernidad, imaginación e inteligencia narrativa. Claro que no les voy a decir que se lee como La mano de Fátima. Afortunadamente.




Ilustración de Max.


Despedida

EL FINAL DE la feria me pilló encerrado en un armario (Millás me enseñó a amarlos) con un hilo de nailon atado a los genitales y a la garganta, de manera que no pude acudir a la clausura. Antes había leído el atinado comentario de Borja Hermoso en el que se preguntaba si los periódicos no se habían pasado tres pueblos cubriendo generosa- mente, y durante diecisiete días seguidos, lo que —incluso en boca de sus organizadores— no era sino un mercado local (“de venta pura y dura”), en el que los aspectos culturales eran objetivo secundario. Otra cosa sería si, por ejemplo, la feria-mercado estuviera acompañada de un programa cultural diseñado con ambición, y cuyos patrocinios y financiaciones se recabaran con tiempo. Vender libros es estupendo, desde luego, igual que dar la oportunidad para ese buscado encuentro de público y autores, pero también lo es vender otras cosas muy nobles a las que los periódicos no dedican tanta tinta tantos días seguidos. Lo que me hace sospechar que, a veces, la información sobre la feria funciona como antes lo hacían las resurrecciones estivales del monstruo del lago Ness. Incluso en su aspecto de certamen “de venta pura y dura” la feria no acaba de generar suficiente información de interés como para propiciar análisis y debates en los diarios. La que se refiere a cifras reales de ventas, ranking de títulos más vendidos, precios medios, fondo real disponible, etcétera, es casi inexistente o puramente conjetural, como efecto secundario de esa especie de absurdo pacto de silencio instituido para que nadie se sienta vejado. Ahora, para acallar las críticas, nos revelan que este año las ventas han sido superiores a las del año pasado, lo que también es estupendo. Pero en el llamado “balance de la Feria del Libro de Madrid” sólo se nos proporcionan, a modo de limosna, los escasos datos de un “muestreo” realizado por la comisión organizadora: increíble. En fin, esperemos que para el año que viene los responsables tomen nota. Y los periódicos también. Mientras tanto, una vez desatado y fuera del armario, continúo con la lectura de la estupenda —y devastadora— novela de Ivy Compton-Burnett Una casa y su dueño, que mi adorada editora Silvia Querini acaba de rescatar para Lumen (en 1964 se publicó con diferente traducción en Plaza & Janés). No se la pierdan: está en las buenas librerías (aunque no hayan tenido caseta en la feria). 



El Pais. Babelia nº 917. Sábado 20 de junio de 2009


sábado, 24 de diciembre de 2022

Leyendas literarias por Javier Reverte

LOS RÍOS HAN SIDO siempre los amables compañeros de viaje

de los hombres en esta tierra hostil y la literatura ha crecido en sus orillas como crecen, pongamos por caso, los huertos y los palmerales en las riberas del Nilo. Más aún: la literatura ha cobrado tanto peso en algunos escenarios fluviales que, a estas alturas, inconcebible nombrar, por ejemplo, el Misisipi sin hablar de Mark Twain, o el Drina sin mentar a Ivo Andric. Algunos escritores han despojado casi de su carácter de accidente geográfico a los ríos para transformarlos en leyenda literaria. Cuando llegué al río Congo, en 1998, en mi bolsa viajaba Corazón de Tinieblas, de Joseph Conrad (la traducción del título, más exacta que las que se suelen usar, se la debo a Mario Muchnik). No hubo mejor compañero de navegación que la inquietante novela del escritor anglopolaco, una narración en la que los recovecos insondables del alma humana se enredan con las lianas de la selva, sobre el paisaje de un río atroz en donde la civilización ha sido capaz de imponerse al primitivismo y la barbarie. Marlow, el narrador vagabundo álter ego de Conrad, describía así el escenario: “Una corriente vacía, un gran silencio, una selva impenetrable. No había ninguna alegría en la luz del sol. Sentí un peso intolerable, la presencia invisible de la corrupción victoriosa, las tinieblas... Y hay en todo ello una fascinación, la fascinación de lo terrible”. En ese paisaje abominable, un personaje antes civilizado, Kurtz, sufre la destrucción de sus principios y de su propia naturaleza de nombre inteligente. “¡El horror!”, es su grito final, poco antes de morir. Y Marlow lo juzga así: “Su mente seguía siendo perfectamente lúcida, pero su alma estaba loca...”.


Baño de elefantes en el río Congo, que recorre Marlow en la novela de Conrad. Foto: George Rodger / Magnum

Recuerdo mis días a bordo de Akongo-Mohela, el transbordador en el que remontaba las aguas del río entre Kinshasa y Kisangani, como una mezcla de pesadilla y fascinación, tal era el grado de peligro que los pasajeros corríamos, con partidas de soldados incontroladas en las selvas y el río, y tanta la belleza que nos rodeaba. En el río Congo percibí esa extraña e inexplicable comunión entre el horror y la belleza que ha fascinado a tantos escritores, entre ellos al propio Conrad, y que resume muy bien en sus Elegías del Duino el poeta Rilke: “Todo ángel es terrible”. Nunca hubo un río tan literario como el Congo de Conrad. Navegar el Congo casi me cuesta perder la vida, a manos de un grupo de soldados drogados y borrachos. Pero no olvidaré nunca una naturaleza que hoy sigue tal cual la describía Marlow: “Remontar aquel río era como volver a los inicios de la Creación, cuando la vegetación estalló sobre la faz de la Tierra y los árboles se convirtieron en reyes”.

Casi me mata también, a causa de una grave malaria, otro río hermoso y perverso: el Amazonas. Aquí la belleza se humilla ante la atrocidad: estremecen la miseria de los habitantes de sus orillas, el genocidio disfrazado de avance de civilización que sufren sus etnias indígenas, la codiciosa y pertinaz agresión sobre su naturaleza, la historia de una explotación que pesa sobre sus gentes desde los días en que comenzó a extenderse la recolección del caucho y la malignidad de un “hábitat” fecundo en la propagación de temibles enfermedades letales para el hombre. El Amazonas no es un río para disfrutar ni la Amazonía un marco apropiado para una literatura amable. La mejor novela que, en mi opinión, se ha escrito sobre el universo amazónico es, por el contra- rio, de signo trágico: La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera. Cuando yo recorrí el río recordaba, casi como si las llevara clavadas en la memoria, las palabras con que Arturo Cova, protagonista de la narración, comienza su relato: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. Y es cierto que allí sientes la Violencia —con mayúscula— como si fuera la esencia singular de la vida amazónica. El Amazonas me dictó un libro cargado de melancolía y miedo que no pude titular de otra manera que El río de la desolación.

¡Qué distintos el Congo y el Amazonas a ese Yukón que corre entre Canadá y Alaska para desembocar en el mar de Bering! En el verano, el aire es limpio, los días luminosos y las noches frescas. Remar sobre sus aguas supone una inyección de entusiasmo, un chute de vitalidad. Pero ¡ojo con sus terribles inviernos! Jack London recorrió aquellas latitudes cuando era casi un chaval, un jovencísimo minero en busca de fortuna, a finales del siglo XIX. Años después, dedicó sus mejores narraciones a recrear el universo del Yukón de los días del Gold Rush, la carrera del oro. En una de ellas escribía: “La Naturaleza tiene muchas artimañas para convencer al hombre de su finitud: el incesante fluir de las mareas, la furia de la tormenta, la sacudida del terremoto, el largo retumbar de la artillería del cielo... Pero la más estremecedora y terrible de todas es la pasividad del silencio blanco. Cesa todo movimiento, el aire se despeja, los cielos se vuelven de latón; el más pequeño susurro parece un sacrilegio y el hombre se torna tímido, asustado del sonido de su propia voz. El temor a la muerte, a Dios y al Universo se apodera de él; y también su esperanza en la resurrección y la vida”. De nuevo la literatura... Y así, cuando recorres aquellos espacios de naturaleza virgen, puedes evocar el verbo vigoroso de London mezclando en tu corazón y en tus oídos el aullido del lobo con los ladridos eufóricos del perro Buck, o el sonido de los pasos de Malemute Kid en los bosques primigenios con el grito agudo del águila de cabeza blanca. Escuchas la llamada de lo salvaje en territorios en los que, toda- vía hoy, un hombre puede disfrutar de la soledad sin otra presencia humana que la suya en más de cien kilómetros a la redonda.

Hace unos años escribí en uno de mis libros: “Yo creo en el alma singular de los ríos. En cierto modo, nos hablan, y no siempre lo que nos dicen posee un significado benigno. Lo he sentido en todo momento cuando los he navegado. Los ríos han estado, en un par de ocasiones, a punto de matarme y luego, con cierto desdén o algo de generosidad, me han perdonado la vida. Pero también me han enseñado mucho sobre los hombres y sobre mi mismo”. Recorrerlos es una buena razón para escribir y, al tiempo, no es una mala manera de disfrutar de la vida mientras vamos a dar a ese mar de Jorge Manrique “que es el morir”. 

Javier Reverte (Madrid, 1944) es autor de El río de la luz. Un viaje por Alaska y Canadá. Plaza & Janés. Barcelona, 2009. 544 páginas. 22,90 euros.


El Pais. Babelia nº 94. Sábado 2 de enero 2010


sábado, 17 de diciembre de 2022

Vendiendo vidas

Donde reina la existencia de desórdenes y escisiones, el diario impone la unidad. Cuatro propuestas a la medida de sus autores

Los tormentos del trabajo creativo, de Leonard Pasternak. FINE ARTS IMAGES/HERITAGE IMAGES/GETTY IMAGES

Por Anna Caballé

Tomo el título del último volumen de la obra en marcha Salón de pasos perdidos, de Andrés Trapiello, titulado Quasi una fantasía, cuando su autor evoca la novela Fortunata y Jacinta y recoge una observación de Galdós sobre una mujer que pide limosna, enajenando su propia vida por unas monedas: "Ese "vendiendo vidas"...¿quién lo supera?", se pregunta Trapiello. Tal vez un día él con esa frase de título a una de sus entregas diarísticas, a caballo entre la temporalidad de la experiencia y la elaboración literaria. En todo caso, leer un diario es insertarse en una luz de algún modo crepuscular donde la voz que absorbe el texto es a la vez la de un tiempo que se deshace, que esparce sus momentos en vez de mantenerlos unidos o, en todo caso, ignorados en el interior de su autor. Un movimiento contradictorio: el diarista, retirado al calor de su propio mundo, siente la necesidad de reconquistar lo vivido o sentirlo a través de la escritura, pero escribe con un fondo de muerte y desaparición. "Trato de mantener el diario para hacer que cada día dure más", anota Virginia Woolf en su Diario de 1931, última entrega de las editadas hasta ahora por Tres Hermanas a cargo de Olivia de Miguel, su mayor experta en España. Pero en los diarios hay un fondo también de complicidad, cuando se piensa en una posible publicación de las anotaciones, como ahora ocurre tan a menudo. Esa complicidad resulta evidente en el atractivo diario de Milena Busquets, Las palabras justas. Su autora parece cómodamente instalada en la interpretación minimalista que hace del género y que le funciona como un guante. Su estilo ha madurado, afortunadamente, desde También esto pasará, y al deseo de reconfiguración de la vida emocional (en relación con su madre, la editora Esther Tusquets) de aquel primer libro le ha sucedido un modo de abordar los problemas personales basado en una inteligente y un tanto petulante despreocupación. Quien escribe su diario a lo largo de un año (¿2020?) es una mujer que va al psiquiatra, adora calzarse unas bailarinas, vive sin reparos pendiente del amor -"O estás enamorado y eres correspondido o estás solo, no hay más categorías"- su modelo literario es Jules Renard, declina en masculino y puede cambiar de perfume cada dos días si la domina la inquietud. ¿Cuál es, en este caso, la articulación entre clase social y vida emocional o anímica? Porque Busquets asume sin complejos sus privilegios de clase -la primera entrada, un 6 de enero, le sirve de declaración de principios: "Lo único que hay hoy para desayunar son los marrons glacés que me han traido los Reyes"- o una feminidad desafiante que le permitirá, sin duda, llegar a diferentes tipos de lectores, asentando su escritura en un yo solo a medias lastimado, que cae y se levanta con facilidad. Un yo que parece dejarse llevar por el deseo, pero recogiéndolo a su vez y dándole un lenguaje. ¿Las palabras justas?

Muy distinto es el publicado por el periodista, escritor y crítico Manuel Rico, Diarios completos (1985-2008), donde su autor, sobre todo en una primera etapa -años ochenta y noventa-, se proyecta fundamentalmente como un escritor en ciernes que duda entre el compromiso político y la vocación literaria. ¿Acaso son actividades incompatibles? Pero esta era una discusión muy propia de la época. La política se abrió en la Transición para los jóvenes como una posibilidad real de cambio de las trasnochadas estructuras franquistas. Fue una experiencia colectiva irrepetible de la que Rico da cuenta con un marcado interés por el nuevo mundo literario que iba insinuándose: "Leo incansablemente", anota en 1986.

El eje de los diarios de Rico es Madrid, como el de Milena Busquets es Barcelona, y el torbellino de una ciudad que en los ochenta vivía en plena transformación sociocultural y política. Fueron los años de la Movida, pero también de las drogas, los años del sida y de la práctica pérdida de una generación de jóvenes que por un momento se creyeron dioses, la semilla de una nueva sociedad que quedaría truncada, como antes, y por diferentes razones, habían sucumbido aquellos otros jóvenes, republicanos, que volvieron a España, años después, envejecidos, reivindicando su memoria de vencidos. Sin embargo, en la segunda etapa de sus diarios -se abren de nuevo en 2000- Rico da un mayor espacio a su vida personal y a los territorios que le han ido acompañando, espacios íntimos que han asistido, en una comunicación muda, a su crecimiento personal: el campo de Cartagena, Sanlúcar de Barrameda, su casa de Gargantilla del Lozoya. Los años de militancia quedaron atrás: "Vi a Macario Barja, el líder de CC.OO de la construcción en los últimos años del franquismo, esperando la llegada del autobús bajo la marquesina de una parada en el barrio de Vallecas. Vi a un hombre envejecido, a un anciano encorvado, y solo en los rasgos afilados de sus pómulos pude recobrar a uno de los mitos de mis primeros años de militancia comunista". El espacio de una ciudad, Zaragoza, será a su vez el eje de anotaciones de un diarista de largo recorrido, Julio José Ordovás, en su libro El peatón sentimental, escrito con la vocación de organizar su memoria ciudadana en torno al anverso y el reverso de una misma realidad: en el anverso está la ciudad con su clima áspero, su niebla, su calor sofocante, sus calles por las que la urbe se desangra lentamente. En el reverso no deja de estar presente la biografía de su autor. Es decir, que la presencia vívida de la ciudad tiene lugar sobre un fondo de ausencia y de memoria. Y algo de eso leemos también en Los cuadernos de Miquelrius, del periodista y también escritor José Julio Perlado (Madrid, 1936). Un ejercicio literario más bien indefinible, entre la anotación puntual propia de un diario, la evocación inconexa de la memoria personal y las referencias a una vida intelectual que ha permitido al autor trabar relación con personalidades de fuste: Fellini, Ezra Pound, Cortázar, Hemingway, Baroja...

Diarios en definitiva dispares los que se recogen aquí. El diarista es el inventor de sus problemas, de sus intereses, de su sensibilidad, y en este sentido dispone de un enorme poder unificador. Donde reinaba la vida con todos sus contrarios, desórdenes y escisiones, el diario impone la unidad de una escritura concebida a la medida de cada cual. Y en esta medida, tan singular, los lectores apreciamos el abrazo de un hombre (Busquets), la pulsión literaria (Rico), la caída de la noche sobre la ciudad (Ordovás) o el disfrute de una jornada solitaria (Perlado). Apreciamos el esfuerzo por combatir, de una forma conmovedoramente humana, el paso del tiempo.


LECTURAS


Las palabras justas

Milena Busquets
Anagrama, 2022
134 páginas
16,90 euros


Diarios completos
Manuel Rico
Punto de Vista, 2022
439 páginas
23,90 euros

El peatón sentimental
Julio José Ordovás
Xordica, 2022
101 páginas
11,95 euros


Los cuadernos de Miquelrius
José Julio Perlado
Funambulista, 2022
336 páginas
18 euros



El Pais. Babelia nº 1.598  Sábado 9 de julio de 2022

lunes, 12 de diciembre de 2022

Pioneras de lo imposible

 Por Laura Fernández

Catherine Lucille Moore fue primero una niña con una imaginación desbordante y luego una empleada de banco con el mismo exacto tipo de imaginación. Así que de día trabajaba en el banco en cuestión -había nacido en 1911, en Indianápolis, y la Gran Depresión la había apartado de la universidad: su familia necesitaba el dinero para mantenerse a flote- y de noche escribía relatos de ciencia ficción. Corría la década de los treinta, el mundo era un pequeño amasijo entre guerras y la llamada pulp fiction vivía su primera y tímida edad dorada. Se temía al futuro y se buscaba una salida que, a la vez, fuese un refugio del presente. La revista Weird Tales publicó su primer relato en 1933. El protagonista, un capitán de nave espacial, acabaría inspirando al mismísimo Han Solo. A H. P. Lovecraft, no demasiado amigo de la ficción espacial, le encantó hasta el punto de escribir sobre él. Aunque no lo firmó como Catherine Lucille, sino como C.L. Moore.





La escritora Judith Merril, uno de cuyos relatos forma parte del volumen Mundos alternos. REG INNELL (TORONTO STAR/GETTY IMAGES)

Aunque, como se apresura a dejar claro Lisa Yaszek, profesora de Estudios de Ciencia Ficción en el prestigioso Instituto de Tecnología de Georgia, no ocultó su nombre porque fuese mujer y en esa época se esperase que únicamente los hombres escribiesen género fantástico, sino porque no quería que nadie en el banco supiese a qué dedicaba las noches. Temía que la despidiesen, com quizá habría temido su futuro marido, el clásico Henry Kuttner. Como dijo Leigh Brackett -una de las fundadoras del wéstern como género y guionista de Star Wars-, "los editores están comprando historias". No importaba quien las escribiese, sino que fuesen buenas, como recuerda en este Mundos alternos, primer tomo de ¡El futuro es mujer!, apasionante antología a cargo de Yaszek que reúne los mejores relatos de un puñado de escritoras norteamericanas imprescindibles para entender la forma en que se ha desarrollado lo fantástico ahí fuera a lo largo del siglo XX.

No es "Shambleau" el relato de Moore que se incluye en esta primera entrega (de tres) de tan ambicioso y necesario proyecto -el de un mapa que señale los lugares en los que todo empezó a cambiar en el género- sino "El beso del dios negro", un oscurísimo cuento fantástico de corte mediaval -caballeros, duelos de espadas- que deviene de un extraño- aquello que se ha dado en llamar weird- demoledor- ¿Por qué? La protagonista, la feroz Jirel de Joiry, es casi un animal salvaje y a la vez una hermosísima mujer capaz de hundirle los dientes en el cuello al más sanguinario espadachín con el que se cruce, dando cuenta de su bestialidad y de su insumisión. La sorpresa que genera -se oculta bajo una cota de malla- puede estar guiñándole un ojo a la sorpresa que su propia obra generó en la época. De ella se dice que fue la primera -sin distinción hombre/mujer- en dar profundidad a los personajes pulp. "El beso del dios negro" es de 1934.

Además de Moore, en Mundos alternos hay relatos de Judith Merril, Zenna Henderson, Joanna Russ, Doris Pitkin Buck, Wilmar H. Shiras y Mildred Clingerman; esto es, relatos publicados entre finales de los años cuarenta y finales de los sesenta por, sí, las principales voces del momento. Pioneras de lo imposible, reconfiguraron roles y ensayaron modelos de conducta y relaciones de poder que de ninguna forma podían darse en el mundo que había al otro lado de la página ¿y si...? tecnológico masculino por la exploración de otros mundos en los que todo era distinto y, sobre todo, posible. Así, fueron ellas las primeras que imaginaron, por ejemplo, una batalla con alienígenas que los humanos perdían -fue Leslie F. Stone, la creadora de la primera astronauta y también del primer héroe negro de la ciencia ficción -y a alienígenas no monstruosos que no querían destruir ni saquear la Tierra.

Como dejó dicho Judith Merril -de quien puede leerse el clásico "Que solo una madre", un escalofriante relato de aparente cotidianidad: érase una vez un mundo en extremo contaminado nuclearmente y el bebé mutante y parlante de la protagonista-, "virtualmente, la literatura de género era el único vehículo de disidencia polñitica". Se refería a su época, a la Guerra Fría. Pero cuando se es el otro, cuando no se ostenta el poder, cuando no se dirige -o se protagoniza- en el mundo en el que se vive, la época es lo de menos. Joanna Russ -de la que aquí se incluye "Salvaje", la historia de Alyx, una rebelde solitaria que lleva desde niña enfrentándose al poder de una sociedad desarticulada y tenebrosamente mágica -colocó a la mujer en el centro, batallando por la atención merecida, en la explosión de la tercera ola feminista, convirtiéndose en figura fundamental de la misma.

Como bien apunta Yaszek, y es más que evidente en relatos como el de Doris Pitkin Buck -"El nacimiento de un jardinero", o la manera en que un matrimonio deprimente puede entrelazar sus mentes sin otro fin que el de salir del asfixiante agujero de lo esperable-, las escritoras de género crearon una nueva especie de ficción que no utilizó lo posible para fabular sobre las amenazas de lo tecnológico, la deshumanización o el miedo al otro (imperialmente), sino para imaginarse universos en los que su existencia era otra, expandida, superior, justa, y, como dijo Alice Mary Norton -autora que firmó a menudo como André Norton-, preguntarse por qué el ser humano actúa. Su regreso ahora, y de esta forma, juntas, es un pequeño milagro.





El Pais. Babelia nº 1.608, sábado 17 de septiembre de 2022


miércoles, 7 de diciembre de 2022

Rodríguez Rivero, en su sillón por Antonio Muñoz Molina

Ahora que Manuel Rodríguez Rivero se ha despedido con tanta elegancia de estas páginas me doy cuenta de cómo voy a echarlo de menos y de la impaciencia con que voy a esperar que siga escribiendo, aunque no solo eso, que siga transitando por el mundo o los mundos del libro como lo viene haciendo desde que lo conozco, dejando pistas como las migas de un cuento. Era el siglo pasado, los ya remotos ochenta. En esos años Víctor García de la Concha organizaba unas jornadas literarias en Verines, en Asturias, e invitaba a ellas con preferencia a escritores jóvenes, a periodistas y críticos, casi todos bastante desconocidos todavía, para el público y también para nosotros mismos. Entre idas y venidas en autobús por prados asturianos, entre mesas redondas y tranoches borrosos de palabras, de alcohol y tabaco (casi nadie se sobrepone a su época), se iba urdiendo una nueva mundanidad literaria, cuyo rasgo principal era el modo rotundo en que se marcaba la distancia hacia el pasado inmediato, el de los veteranos y los viejos, marcados, algunos de ellos injustamente, con la sombra del franquismo, de la autarquía cultural, de la ranciedad estética.

Manuel Rodríguez Rivero, retratado por Max

En aquella atmósfera de principiantes y de aficionados, Manuel Rodríguez Rivero ya ostentaba esa presencia solvente que sigue manteniendo, esa disposición observadora hacia los escritores y sus libros, y también hacia el mundo del libro en sí, su parte de industria y de negocio, sus entramados de editoriales, distribuidoras, libreros, críticos, lectores. Todo el que es joven piensa que es menos joven de lo que en realidad es y que los mayores no son tan viejos como él imagina. Rodríguez Rivero, que tiene solo unos años más que yo, me parecía más adulto de lo que yo era, con más conocimientos y más experiencia, aunque también con una cordialidad inmediata y un sentido del humor que empezó a revelarse muy pronto. Venía de una cultura universitaria antifranquista muy empapada de marxismo y psicoanálisis, y muy propensa a las consignas y a los anatemas, lo mismo en la política que en la literatura. Era una cultura impermeable a cualquier apreciación estética no mediada por las imposiciones ideológicas y produjo pocos talentos literarios o críticos, pero sí eficaces comisarios políticos, y un prestigio general de la frialdad de corazón y el desdén. Rodríguez Rivero se desembarazó de aquellos dogmas impulsado por su amor incondicional y ferviente a la literatura y por un espíritu instintivo de irreverencia que se alimentaba sobre todo del placer de vivir, de estar en el mundo, de viajar y leer, de hablar de libros o discos o películas o puros chismes con una amplitud de miras y una falta de prejuicios que, aunque ahora no lo parezca son atributos fundamentales de la literatura.

El conocimiento y la experiencia empezó a adquirirlos Rodríguez Rivero desde que era muy joven, y por eso a algunos nos parecía ya algo mayor. Me lo imagino de niño como un gafotas lector de novelas de aventuras, y en la universidad, como uno de aquellos memoriones que llevaban, llevábamos, libros y revistas bajo el brazo, y que en cierto momento quedamos deslumbrados por un horizonte de posibilidades literarias que se dilató de golpe ante nosotros con el final de la dictadura, aunque él había sido uno de aquellos pioneros que estaban al tanto de lo que aparecía en Europa, en América Latina, en Estados Unidos, y tardará mucho en llegar aquí. Esa actitud de búsqueda, de avizoramiento de lo nuevo, no ha dejado de mantenerla nunca, y le ha sido tan útil en su trabajo crítico como en el de editor y consejero y asesor de editores. Cuando volví a verlo, después de aquel encuentro en Asturias, fue en un despacho desbordado de libros y papeles en Alfaguara, en el antiguo edificio que había sido de Aguilar en la calle de Juan Bravo, en una época en la que las editoriales aún tenían las oficinas en calles transitables de las ciudades y no en periferias de aridez corporativa. Rodríguez Rivera dirigía Alfaguara al alimón con Luis Suñen, que compartía con él la idea del oficio como una militancia por la literatura, heredada del ejemplo de Jaime Salinas, maestro de los dos. Rodrígo Rivero y Suñén impulsaron algo que ya estaba sucediendo, para sorpresa de todos, que fue el encuentro inusitado entre la nueva literatura española y el público lector, que se amplió de golpe con la plena efervescencia de la democracia. Esa multiplicación de los lectores despertó también intereses empresariales que ponían la cuenta de resultados por encima de las consideraciones literarias, y que sustituían el tono casero y algo menestral de los antiguos editores por los extraños lenguajes del marketing y el management y la crudeza del rendimiento inmediato.

Rodríguez Rivero dejó de ser editor, pero continuó ejerciendo de otro modo ese mismo oficio, asesorando, diseñando colecciones, sugiriendo títulos que descubría en su omnisciencia lectora, que incluía viajes por su cuenta a las ferias de Londres o de Fráncfort, por las que se paseaba como se pasea ahora por la Feria de Madrid, con algo de Sherlock Holmes y Doctor Watson de los enigmas del comercio del libro, como un Inspector General de la Literatura en viaje de incógnito. Tiene tantos libros que una vez se le derrumbó en casa toda una pared de estanterías y estuvo a punto de sepultarlo, lo cual habría sido una muerte meritoria en acto de servicio. Cuando está en Nueva York frecuenta las librerías casi con tanto fervor como ciertos establecimientos de comida rápida a los que tiene particular afición. Como le interesa todo, lo mismo un cómic de Tarzán que una novela de Maigret o una edición crítica de Finnegans Wake, y como su erudición está siempre aligerada de humorismo, sus observaciones son igual de valiosas para lectores inquietos, para editores en busca de títulos, para escritores que buscan dilatar el ámbito de su sensibilidad literaria. La palabra "prescriptor" tiene una resonancia impositiva que me la vuelve antipática: pero hacen falta personas con conocimiento y gusto avezado que nos orienten en nuestras inclinaciones lectoras, y que no sean mercenarias ni cínicas ni quieran imponernos el gato por liebre de un catecismo ideológico disfrazado de literatura. Luego cada cual elige o encuentra aquello que más le gusta y que le colma. No necesitamos prescriptores que nos den instrucciones y nos dicten consignas, sino lectores como nosotros que nos sugieran pistas hacia lo inesperado y lo desconocido. Queremos seguir como en el sendero de un cuento el rastro de las lecturas de Rodríguez Rivero.


El Pais. Babelia nº 1.608, sábado 17 de septiembre de 2022

sábado, 3 de diciembre de 2022

La travesía de leer por Maruja Torres

ILUSTRACIÓN DE JOSÉ LUIS AGREDA

PERDONEN QUE NO ME LEVANTE

Por Maruja Torres

Nunca he visto París como lo vi, o, mejor dicho, lo sentí, la primera vez, en mi juventud. Del mismo modo, aunque nunca he dejado de leer, con esa ansia incontrolada que tenemos los autodidactos, siempre temerosos de no saber llenar los agujeros negros de nuestra incultura; aunque nunca he dejado de leer, pasando de un género a otro, de un autor a otro, aceptando consejos, mendigando recomendaciones para nuevos descubrimientos; aunque nunca he dejado de leer libros desde que a los ocho o nueve años abrí un volumen que contenía una versión reducida de Oliver Twist..., jamás he recuperado el temblor extraordinario que me poseyó durante mis lecturas de adolescente ni la pasión incomparable de compartir con otros mis hallazgos, de vibrar junto a un amigo o amiga, hermanos elegidos para saborear el deleite de lecturas deslumbrantes. No he vuelto a hablar de libros hasta el amanecer, sentada en un banco, en una plaza pública, ajena al paso de las horas, a la humedad y al aire, absorta en la doble enajenación de perseguir, al mismo tiempo, el misterio de la existencia y los afanes de otros por explicárnoslo a través de la literatura.

Aquellas travesías arrebatadas, cuajadas de voces ajenas, se amansaron con los años hasta convertirse en placer: la serena aceptación de la consciencia y la belleza como compañeras de un camino que sólo contiene certezas sobre la incertidumbre.

Pero la vida otorga extraños regalos. A mí me ha obsequiado, desde hace unas semanas, con un insomnio del que no deseo salir, porque, por primera vez, en lugar de impacientarme, de hacer que me debata en la esterilidad del cansancio mal asumido, me ha devuelto de lleno a aquella vorágine iniciática de la lectura sentida desde la médula. Tomé el primer libro para ver si conseguía conciliar el sueño, y poco a poco me deslicé hacia el interior del libro mismo, y detesté que la luz del día irrumpiera en mi dormitorio para devolverme a mis obligaciones; pero no, cual solía ocurrir, porque me hallaba demasiado fatigada para entregarme a la

acción. No, esta vez odié, sigo odiando la llegada del día y de lo cotidiano porque me arranca de la lectura. Y cumplo con las acciones que me son requeridas con el pensamiento puesto en la vigilia de la noche que viene, de la noche que espera, de mis libros elegidos y desperdigados en mi cama, arracimados en torno a las almohadas, mezclados con las sábanas como los animales de peluche de una niña. He vuelto a leer como si los libros acabaran de inventarse.

Quizá el secreto de todo, incluido el de la insospechada prolongación del insomnio, se encuentre en el verbo que acabo de conjugar en el párrafo anterior: he vuelto. Porque, meses atrás, cuando andaba yo analizando el tema de la culpa para una posible futura novela, alguien me recomendó que volviera a leer Lord Jim. Joseph Conrad fue una de mis lecturas preferidas, aunque no exhaustivas, de los años primeros. Tenía de él y de las obras suyas que pasaron por mis manos un recuerdo inevitablemente ligado al exotismo y la aventura, un olor a brea y, de fondo, un oscuro murmullo de fronda selvática. Le había leído cuando yo misma me disponía a partir hacia el destino que se ofrecía vagamente a mi juventud, y no había sabido ver en sus páginas más que aquello que se identificaba con mis propias inquietudes: la necesidad de zarpar. En este segundo encuentro hallé a otro Conrad, el de mi madurez, que leo desde el conocimiento de que el viaje fue circular y me condujo a la única orilla, aquella que ninguno de nosotros abandona, aunque mientras cree hacerlo, mientras se busca, uno se va tornando hondo.

Así que las noches insomnes me han devuelto a Victoria, a El negro del 'Narcissus', a El corazón de las tinieblas, a El agente secreto, y me han obligado a abrir por primera vez Romance, y las narraciones cortas, y los escritos de Conrad sobre vida y literatura, y las obras que creó con Ford Madox Ford... Entre tanto, de día, actúo y ni siquiera sueño, salvo cuando dispongo de un rato para visitar, que voy de una librería a otra, eso sí. •