jueves, 19 de enero de 2023

El febril cronista de la infamia. Por Carlos Boyero

DIOSES Y MONSTRUOS 

La imaginación de James Ellroy puede resucitar a los muertos sin peligro de que las querellas le cierren la boca. Sangre vagabunda, novela obsesiva y salvaje, es un coherente festín donde el escritor expresa lo máximo con lo mínimo

L A PRUDENCIA de salvaguardar la imagen que deseas poseer de un artista que te ha regalado cosas impagables, el temor al desencanto, a constatar que una obra que te fascina puede haber sido creada por alguien que sólo te provoca sensaciones desagradables en la distancia corta, me aconseja siempre rehuir el conocimiento en la vida real de artistas que pertenecen a mi particular mitología.

No siempre lo consigues. Las circunstancias o la excesiva curiosidad muy de vez en cuando te colocan enfrente de tus leyendas. También puede ocurrir que su presencia, su personalidad y sus palabras no te decepcionen en ese encuentro, que en esa relación forzosamente epidérmica el ser humano te parezca estar a la altura de su obra.

Hace doce años una editorial me propuso presentar, junto a mi amiga Rosa María Mateo, las turbadoras memorias de James Ellroy, Mis rincones oscuros, y extrañamente acepté. Con cierta dosis de morbo por averiguar si el creador de un universo tan compulsivo como salvaje en el que la corrupción es la regla común, habitado por una violencia que abomina de las coartadas morales, en el que todos los personajes dan miedo aunque en ese fango colectivo algunos de ellos estén en posesión de un código que no se rige por los valores comunes sino por una ética individualista e inquebrantable, guardaba cierto parecido con las volcánicas criaturas de sus perversas ficciones. Anda cerca. Su presencia física era intimidante, la gestualidad arrogantemente seca y cáustica su lengua, no regalaba sonrisas ni intentaba caer bien a nadie, soltaba barbaridades con naturalidad, sin huellas de pose o deseo de escandalizar. Manifestaba sin complejos no haber leído nunca a Hammett y su desdén por Chandler. Sin embargo, Thomas Harris, glorioso inventor de Hannibal Lecter y poco más (aunque El dragón rojo sea una novela que devoras sin esfuerzo), le parecía el maestro actual de la negrura. Podías disentir de casi todo su discurso, pero lo verdaderamente antipático era su actitud de feroz converso con la nicotina, el alcohol y otras adictivas sustancias. No se limitaba a expresar verbalmente su odio. También exigía que no se fumara en los restaurantes donde compartíamos cena. Y echando furtivo humo en el lavabo o en la puta calle recordabas que Ellroy había pasado la mitad de su atormentada existencia consumiendo con voraz desesperación todas las cosas que ahora anatemizaba con el odioso fervor del que finalmente ha visto la luz.

Afortunadamente para la literatura, esa aversión hacia todo lo que distorsiona el cerebro y transforma la conducta no le ha impedido al sobrio Ellroy crear una prosa demoledora y relacionada permanentemente con el vértigo, extraer pavoroso realismo de argumentos, sentimientos y violencia que rozan el delirio, retratar con genialidad la cara oscura de su país, encontrar un lirismo perturbador en conductas y profesiones abominables, ser el inimitable baluarte de la incorrección política y vital, construir con capacidad de hipnosis tramas diabólicas y personajes que están más allá del bien y del mal.




Farol de Wilshire Boulevard (1950), de la exposición Los Ángeles de Julius Shulman, en Sala Canal de Isabel II (Madrid).

Las seis primeras novelas de Ellroy apuntaban poderosas maneras. Percibías que no mamaba de nadie, que su estilo y su universo eran tan genuinos como eléctricos. Pero la perfección, la sensación de que no necesitas mirar la firma para saber quién es el autor, también de que estás ante un clásico, llega con el maravilloso cuarteto de Los Án- geles, con la envolvente descripción de la década de los cincuenta en esa ciénaga orgullosamente amoral en la que policías, políticos y gánsteres se disputan el pastel con idéntica y tenebrosa metodología. La Dalia Negra, El gran desierto, LA Confidential y Jazz blanco son de esas novelas que vas releer siempre con perdurable fascinación.

Pero a Ellroy esa escritura debería de parecerle demasiado exuberante, psicológica, explicativa. Consecuentemente, en la posterior trilogía que integran América, Seis de los grandes y la recién publicada Sangre vagabunda, depura su estilo hasta hacerlo conceptual. Le sirve para introducirte con aliento brutal en la historia de un país a través de los crímenes más trascendentes (los hermanos Kennedy, Luther King) y de las maquiavélicas conjuras de los múltiples asesinos. Su imaginación puede resucitar a los muertos sin peligro de que las querellas le cierren la boca. Y nadie sale bien parado en esta implacable radiografía. Todo desprende olor a metástasis, a fiebre colectiva, a ilimitado escepticismo sobre la honradez y la transparencia de los que protagonizan la Historia.

Puedo entender que aquellos lectores que se inicien en Ellroy con las casi 800 páginas de Sangre vagabunda se sientan desconcertados por esa prosa dura y saturados de violencia. Para sus ancestrales admiradores, esta novela obsesiva y salvaje es un coherente festín, la facultad de expresar lo máximo con lo mínimo. Pero despierta una temible duda. ¿De qué va a escribir este mago rabioso a partir de ahora? ¿De qué forma? Suena a punto final. 

Sangre vagabunda. James Ellroy. Traducción de Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté. Ediciones B. Barcelona, 2010. 944 páginas. 25 euros. www.facebook.com/pages/James-Ellroy/.


El Pais. Babelia nº 956. Sábado 20 de marzo de 2010


lunes, 16 de enero de 2023

¿Quién teme al ensayo feroz? por Manuel Rodríguez Rivero

SILLÓN DE OREJAS 


ME LLEGAN rumores (persistentes) de que algunas editoriales independientes de no-ficción estarían más que dispuestas a aceptar ofertas de compra. Unas porque el negocio no marcha bien y otras porque los accionistas manifiestan síntomas de cansancio. Claro que los posibles compradores ya no son los que cabría esperar. Los grandes grupos intentan rebajar el nivel de sus colecciones de ensayo para orientarlas a públicos más amplios o, abiertamente, de “cejas medias”. Y, a veces, más allá: el éxito de los best sellers de “autoayuda espiritual” en la estela del increíblemente banal y estupefaciente El secreto (Urano), de Rhonda Byrne, que, a 22 euros la pieza, lleva más de 130 semanas en las listas españolas de superventas, se ha mimetizado en una enorme cantidad de secuelas que han contaminado catálogos de editoriales que antes buscaban su hueco publicando ensayos de divulgación media/alta. Los objetivos económicos que los managers corporativos fijan a sus editores son en muchos casos incompatibles con una línea rigurosa y atenta a cuánto de nuevo se publica en el terreno de la no-ficción. Un repaso a los catálogos presentes y pasados de ciertos sellos históricos confirma ese cambio de tendencia, que ha implicado la dimisión o despido más o menos pactado de responsables comprometidos con el antiguo enfoque. En otros casos, las sucesivas remodelaciones en la dirección (que, a veces, permanece incomprensiblemente vacante, como si no supieran qué hacer con el sello) o los bruscos cambios de línea han convertido antiguos catálogos de referencia en abigarrados cajones de sastre donde puede encontrarse de todo menos un “estilo de la casa” coherente, algo de lo que hoy sólo pueden presumir muy pocos y consolidados sellos. Los ensayos más especializados o minoritarios, de los que vender por encima de los 1.500 ejemplares se considera un éxito, y reeditar un milagro, son hoy la presa de los pequeños editores de vanguardia, que pueden permitirse adquirirlos con anticipos sensiblemente más baratos y con perspectivas de beneficios más realistas y acordes con su tamaño. Desde hace un tiempo, el terreno abandonado o descuidado por los grandes grupos está siendo intensivamente explorado por otros de talla mediana o por editoriales independientes, que son las que podrían adquirir sellos en horas bajas. De manera que no es improbable que en los próximos meses asistamos no sólo a significativas compras por parte de editoriales in- dependientes (al estilo de la adquisición de Castalia por Edhasa), sino a fusiones de más amplio alcance y a trasvases de “capital humano” de unos sellos a otros. Que sea para mejor.


Ilustración de Max.

Salter

HE PASADO unos días absorto en la lectura de Quemar los días (Salamandra), las memorias de James Salter (Nueva York, 1925), un autor del que siempre preferí los cuentos (Anochecer, El Aleph; La última noche, Salamandra) a las novelas. Quizás por ello enseguida me sentí absorbido por estas “reminiscencias” (que es como se ha traducido acertadamente el platónico subtítulo Recollection) casi sincopadas que, como sus libros de relatos, van directamente a lo esencial.

De nuevo la prosa precisa, contundente y desnuda (aprendida en Hemingway, pero también en Chéjov), presente en sus grandes relatos (inolvidable el que da título a La última noche), de nuevo la atracción por la acción, entendida desde un punto de vista inequívocamente “masculino”, y por el amor (y el sexo) como conquista —conozco a muy pocas mujeres que se sientan cómo- das leyendo Juego y distracción (El Aleph), su novela más erótica—, de nuevo la voluntad de contar las cosas con rigor literario para que puedan extraerse de ellas significados, digamos, profundos: ejemplares. Sólo que en Quemar los días el foco es la propia vida (o su elaborada destilación) de Salter: la juventud neoyorquina, el paso por West Point, la larga carrera como piloto de caza, el exilio en Europa (en la vieja tradición de “inocentes en el extranjero”), la pasión de la escritura, las lecturas, el amor, la búsqueda de sexo. Unas memorias que se leen como un libro de cuentos y que, al final, dejan al lector tan huérfano como cuando se acaba una gran novela.


Sectorial

EN REALIDAD, no hay (casi) nada que no pueda arreglarse en torno a una mesa bien provista. Y menos aún si las mesas son varias y en ellas se despliegan hábilmente las artes exquisitas de la persuasión (Baltasar Gracián estaría orgulloso de la vigencia de su Oráculo manual). Finalmente, los almuerzos selectivos “para informar” convocados por algunos conspicuos editores madrileños y auspiciados desde la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE) dieron resultado: la candidatura (única) a la junta directiva de la Asociación de Editores de Madrid (AEM) se parece mucho a la que convocantes (que pagaron los almuerzos) y auspiciadores podrían haber soñado. Tras un annus horríbilis institucional (con insultos y denuncias y amenazas y conspiraciones) como no se recordaba, y con el negocio tocado por la crisis, la lista única madrileña es como una promesa de pelillos a la mar, restañamiento de heridas, y a trabajar duro que aquí no ha pasado nada. Aparentemente se trata de una lista de consenso entre tres grandes de Madrid —Anaya, SM y Santillana— y uno de Barcelona (Planeta, que pone su pica en la AEM por Espasa interpuesta), integrada también por independientes de prestigio. El presidente será don Javier Cortés (Grupo SM), uno de los convocantes de los mencionados ágapes, aunque mis topos me aseguran —lo cortés no quita lo valiente— que hubo otros que declinaron “cortésmente” la invitación a presidir la AEM. Sea como sea, lo cierto es que, desaparecido el “factor humano” (por relevo generacional o dimisión o jubilación o adiós, ahí os quedáis) que, según los ahora triunfadores, impedía cualquier posibilidad de acuerdo, las cosas podrían cambiar. Para empezar, supongo que lo primero que hará la nueva junta será retirar la demanda contra el procedimiento de elección del presidente de la FGEE, algo que amenazó con judicializar la crisis (¡lagarto, lagarto!). Vista la composición de la candidatura lo que me llama la atención es la insuficiente presencia de pequeños-pequeños, “bibliodiversos” y caras nuevas, lo que, si no se corrige en las correspondientes comisiones, podría ocasionar tensiones y alejar a los editores más jóvenes de las instituciones. Y más vale que, con la que está cayendo, grandes y pequeños tengan una voz única ante las Administraciones. Una cosa es que la política del libro del señor Zapatero sea (por este orden) tacañísima, renuente y escasamente imaginativa (ya podría informarse el Presidente, transferencias aparte, de cómo se lo montan en el Centre du Livre et de la Lecture de Sarko- zy), y otra que los editores y los libreros (que se juegan mucho) sigan contemplándose el ombligo con asuntos de menor cuantía. Y, encima, sin el incentivo de los almuerzos “informativos”. 


El Pais. Babelia nº 951, sábado 13 de febrero de 2010




sábado, 14 de enero de 2023

Llaman a rancho por Manuel Rodríguez Rivero

SILLÓN DE OREJAS 




Ilustración de Max.


PROBABLEMENTE me la gane con este comentario, de manera que ya tengo mi burka king size planchadito y listo para salir por pies y de incógnito. Si, después de esto, me llamaran por teléfono para invitarme a mi decapitación, lo único que deseo reiterarles a mis improbables lectores es que ha sido un placer estar con ustedes y con Max durante tantas semanas. Y, ahora, a lo que iba. Miren: a mí la que se ha montado con lo del anuncio del cierre temporal de El Bulli me parece una pasada. Hubo un momento, tras tanto ditirambo y lamentación, y con la noticia aventada urbi et orbi desde la primera del Financial Times, que lo único que faltaba es que el Ministerio de Cultura (Gobierno de España) decretara tres jornadas de luto oficial con la bandera a media asta en todos los Institutos Cervantes. Ya sé que razono como un plebeyo, y que resulta más improbable (aunque no imposible) encontrarme a mí en El Bulli que a Isabel Preysler en un transbordo de la línea 1 (Valdecarros-Pinar de Chamartín) del metro de Madrid. Ten- go en cuenta también mi proverbial re- sentimiento, mi incapacidad para sumer- girme en las “experiencias religiosas” a cargo de “sumos sacerdotes” doblados en “alquimistas” de la alta gastronomía. Tampoco excluyo que —a pesar de mi lectura de Foucault (véase Las palabras y las cosas, Siglo XXI, capítulo sobre ‘Las Meninas’)— no haya comprendido nunca los vínculos secretos que unen la obra maestra de Velázquez con el santuario de Ferran Adrià. No ignoro que el taller del genial artista (me refiero al cocinero, no al pintor) recibe anualmente visitas de peregrinos de todo el mundo que acuden a Cala Montjoi (“meca gastronómica en una escondida cala”, según una edición antigua de la Michelin) a cumplir con el imperativo de comer allí al menos una vez en la vida (¿he escrito “comer”?: ¿acaso todavía puede llamarse así a una experiencia que se acerca a la Gesamtkunstwerk, la obra de arte total por la que suspiraba Richard Wagner?). Leo en la declaración de principios implícita en la “síntesis de la cocina de El Bulli” (www.elbulli.com) que en ella no se excluyen “la descontextualización, la ironía, el espectáculo, la performance”, lo que me hace pensar que, una vez más, me he quedado en el desván de la historia a cuenta de, pongamos, tan sólo 200 euros el cubierto (¡ajj!, qué asco: hablo de dinero). Intento sumergirme, para comprender, en las notas y dibujos de Adrià que ha publicado la revista Matador (letra M), aunque no consigo —¡ay de mí— que esos bocetos (por los que, seguramente, pujarán los museos del mundo) me ayuden a descifrar el significado de la obra adrianesca en la misma medida en que los cuadernos de Klee o Dubuffet me iluminan la de esos dos artistas. Pero, aun siendo consciente de mi (quizás congénita, y en todo caso psicoanalizable) incapacidad de comprender, me veo obligado a insistir: lo de la cobertura mediática del cierre temporal (“para reinventarse”) del templo de la gastronomía molecular me ha parecido una pasada. Por lo demás, y mientras aguardo el (seguramente) merecido castigo, me consuelo (re)leyendo el fascinante Oberman de Senancour en la nueva edición publicada por KRK, que ha utilizado la traducción que Ricardo Baeza realizó para la (aún hoy) increíble colección Universal de Espasa-Calpe (1930). Espero que, cuando acabe el capítulo que ahora me ocupa, ya habrá logrado su temperatura ideal la sutil espuma de Kentucky fried chicken acompañada de mousse de botifarra amb mongetes (y reducción de panceta al jerez) que me he preparado hace un rato. Seguro que es una fiesta para los sentidos.

Flechazo

MURIÓ EL narrador de los baby-boomers y me ha dejado esta tristeza. He leído tantos obituarios en la prensa internacional y doméstica que, al final, todas las glosas se me antojan la misma, como si se tratara de aquella frase mecanografiada hasta el infinito en la que el escritor (bloqueado) protagonista de El resplandor (Kubrick, 1980) desvelaba su locura: “All work and no play makes Jack a dull boy”, traducida, por cierto, en la versión española como “no por mucho madrugar amanece más temprano”, un proverbio que le habría encantado al viejo recluso de Cornish. A Salinger lo descubrí en un mal momento: me había quedado a la vez sin chica y sin (mi mejor) amigo, y el mundo era un erial cuesta arriba. Pero en ‘Un día perfecto para el pez banana’, la primera historia de Nueve cuentos, descubrí que la literatura (incluso la más triste) podía desmentir mi sombría percepción. Fue un flechazo: no descansé hasta conseguir todo lo que había publicado, recurriendo incluso a traducciones al francés. Tardé en leer las “obras completas” de J. D. Salinger poco más de una semana (lo que no resultó nada difícil, dada su brevedad), apagando de madrugada la luz de la mesilla de noche con mis ojos ardiendo como hogueras en la oscuridad del mundo. Luego sufrí aquel largo silencio repleto de prohibiciones y pleitos en el que el escritor (también) llegó a la excelencia. Incluso consiguió relativizar la importancia del diseño en sus libros: la prohibición absoluta de fotos, notas biográficas, y demás paratextos editoriales convierte sus ediciones (Alianza, Edhasa) en auténticas excepciones, monstruosidades que nunca encajan del todo en las colecciones en que están incluidas. Salinger fue un ejemplo a contracorriente: deseaba tanto que le leyeran sin las servidumbres de la celebridad, que al final decidió escribir sólo para sí mismo (es verdad que podía permitírselo). Con su trayectoria, nadie habría imaginado que, hacia 1941, poco antes de su ligue con Oona O’Neill (la que luego sería esposa de Charlot), Salinger estuvo trabajando como animador social en una compañía de cruceros caribeños del tipo “vacaciones en el mar”. Me divierte imaginar las actividades que propondría a los pasajeros.

Espíritus

ME FASCINAN esas fotografías antiguas en las que, por error, casualidad o maldición, aparecen de modo imprevisto imágenes como desvaídas y sutiles, aparentemente extrañas a las que enfocaba el objetivo. Quizás se trate de espíritus, etéreos ectoplasmas que se incorporan a la escena sin haber sido explícitamente invitados, como mesmerizados por una técnica capaz de convocarlos sin ansiedad ni esperanza. Un estupendo relato de Julio Cortázar, ‘Las babas del diablo’, incluido en Las armas secretas (Cuentos Completos, Alfaguara), readaptado por Tonino Guerra y Michelangelo Antonio- ni como base del guión de la película Blow Up (1966), se ocupa también de ese misterio de lo que no estaba (en el escenario) pero aparece en la foto para pasmo y espanto de su autor. He pensado en el cuento y la película mientras hacía calas lectoras en Fotografía y espíritu (Alianza Forma), un libro de John Harvey que se ocupa de esas presencias sutiles e inquietantes, interrogándolas desde perspectivas tan diferentes como la ciencia, el arte, la religión o la historia de la fotografía. Tras la lectura, mi álbum de fotos familiar ya no me resulta tranquilizador. 

El Pais. Babelia nº 950, Sábado 6 de febrero de 2010

Perdido en Islandia por Javier Cercas

PALOSDECIEGO


Fui a Islandia con la idea de conjurar el miedo a la tristeza inminente del otoño y sus mañanas de luz hosca y sus tardes que se acortan angustiosamente. Por supuesto, casi todo lo que sabía de Islandia lo sabía por Julio Verne, que viajó con la imaginación a aquel confín del mundo habitado para narrar el viaje al centro de la Tierra del profesor Otto Lindembrock y su intrépido sobrino Axel, que se hundieron en el cráter del volcán Sneffels y al cabo de muchos días inciertos reaparecieron en la isla de Strómboli, en Sicilia, lejos de la brumosa y helada aridez de Islandia. Sabía o creía saber por Verne que el aspecto de Reikiavik, la capital, y sus alrededores era singularmente triste, y recordaba al joven Axel paseando por aquel lugar sin árboles ni vegetación ni más edificaciones que cabanas de barro y turba, ni más habitantes que mujeres de cara triste y resignada y hombres robustos y pesados e igualmente tristes, "una especie de alemanes rubios de mirada pensativa, que se sienten algo marginados de la humanidad, pobres exiliados relegados a esta tierra de hielo, de quienes la naturaleza debió de hacer esquimales, puesto que los condenaba a vivir en el límite del círculo polar". Sabía esto, pero también sabía -y no por Verne- que Islandia es el único país del mundo sin ejército ni marina ni desempleo, un país donde el vicio nacional es la lectura, con uno de los niveles de instrucción más elevados del mundo y donde hace más de mil años, cuando fundaron el parlamento más antiguo del que hay noticia, decidieron que, en vez de dirimir sus diferencias a guantazos, lo harían mediante el diálogo, un instrumento menos expeditivo, pero algo más civilizado; así que me dije que un país que tenía todas esas cosas no podía ser del todo malo, sino más bien un antídoto seguro contra la larguísima tristeza del otoño. También me dije que todo el mundo sabe que Verne apenas viajó, y que su sombría Islandia es tan imaginaria como el profesor Lindembrock y su sobrino Axel.

Apenas aterricé en el aeropuerto de Keflavik comprendí que esto último era verdad. Aunque no del todo. Es verdad que los islandeses son hombres robustos y pesados como alemanes rubios de mirada pensativa, pero no que sean tristes; las islandesas tampoco lo son. Al contrario: unos y otras irradiaban, en el final del verano polar, una alegría y una vitalidad desenfrenadas, y una avidez explosiva de comida, bebida y conversación, como si estuvieran haciendo acopio de reservas para afrontar con valentía la tristeza de las noches casi eternas del invierno islandés. Es verdad que el país es helado y árido, aunque no brumoso, y que casi carece árboles, pero también es verdad que, cuando uno se adentra en su territorio inmenso, deshabitado y silencioso, y se empapa de su paisaje de rocas volcánicas, prados verdísimos y cielos de un azul imposible bajo los que brotan cráteres de volcanes apagados y cataratas descomunales y bruscos geiseres y rebaños de caballos enanos y extrañas ovejas lanudas, uno tiene la impresión de haberse perdido en una alucinación o una pesadilla primigenia y benigna. Por lo demás, Reikiavik es una mínima y hermosa capital, y los políticos que gobiernan la isla, gente tan grata que ni siquiera interrumpen las fiestas para soltar discursos. Fue uno de ellos quien una tarde, durante un cóctel, me contó la leyenda de los Escondidos. Según ella, Adán y Eva tuvieron muchos hijos, y un día Dios le pidió a la pareja que se los mostrara, pero a Eva, que no daba abasto con las tareas de la casa, le dio mucha vergüenza mostrarle a sus hijos sucios, y sólo le mostró a los limpios. Entonces Dios la castigó, obligándola a que los hijos que no le había mostrado permaneciesen para siempre escondidos. Así siguen: viven aquí, entre nosotros, pero nadie los ve o sólo se los ve muy de vez en cuando y por error, como si fueran una humanidad paralela a la nuestra, oculta y armoniosa, de forma que cuando algún viajero desaparece en la inmensidad desierta de Islandia -lo que no es infrecuente-, los islandeses aseguran que está felizmente viviendo con los Escondidos.

Esa misma noche, tras el cóctel, les conté la leyenda a Siri Husvedt y Paul Auster, una pareja de novelistas tan guapos que no parecen novelistas. Les gustó. Nos hicimos amigos. Lo celebramos con la cena más larga, más cara y más chiflada que recuerdo. A la mañana siguiente, mientras desayunábamos con una resaca de pronóstico reservado, Auster me cantó una canción popular norteamericana, una canción de bebedor con resaca que, en traducción libre, dice así: "Enfermo, sobrio y lamentándote / Arruinado, estragado y triste / Pero piensa en lo feliz que fuiste". Días después llegué a casa con la misma sensación que si hubiera viajado desde Islandia hasta Sicilia por debajo de la tierra, dispuesto a afrontar con la intrepidez y el coraje del profesor Lindembrok y su sobrino Axel la tristeza inacabable y gris y angustiosa del otoño. Llegué diciéndome que, si algún día desaparezco -lo que no es imposible-, que no me busquen en Islandia, porque allí estaré, perdido y feliz y en armonía con los Escondidos. Llegué pensando que llegaba sobrio, arruinado y triste. Llegué pensando: "Pero piensa en lo feliz que fuiste". 




ILUSTRACIÓN DE MONTSE BERNAL

viernes, 13 de enero de 2023

¡Agárrame ese vampiro! por Manuel Rodríguez Rivero

SILLÓN DE OREJAS 


EN EL MUNDO del libro las modas se repiten más que el ajo, o por usar un símil acorde con estas páginas culturales, que los invitados de los Institutos Cervantes. Un editor consigue pescar un éxito de ventas y, de inmediato, la misma charca se llena de anzuelos lanzados por la competencia, a ver si pica otro. Sobre todo ahora, cuando el planeta libresco suspira por el advenimiento de un nuevo Dan Brown, o una nueva J. K. Rowling, o un nuevo Larsson (no caerá esa breva, y perdonen la irreverencia post mórtem) que traiga la alegría a este decaído y vomitivo (lo digo por las constantes devoluciones) clima posnavideño. La moda que se repite y se amplifica en este Zeitgeist ceniciento es (sin olvidar la de las novelas históricas y “negras”) la de las narraciones de terror. Los catálogos de las editoriales norteamericanas y británicas rebosan de zombis, vampiros y paisajes posapocalípticos, pero el libro-salvador por el que todos apuestan es, sin duda, The Passage, de Justin Cronin, primera parte de una trilogía vampírica cuyos derechos cinematográficos han sido adquiridos para una película que podría dirigir Ridley Scott. Ballantine, una marca de Random House (propiedad a su vez de Bertelsmann, una de las cinco mayores corporaciones globales de “contenidos”, id est, de ideología dominante, sección entretenimiento), compró los derechos de la trilogía por algo más de 3,5 millones de dólares, de manera que se esforzarán en rentabilizar la inversión. Su autor tiene 47 años, se graduó en Harvard, estudió escritura creativa en los prestigiosos talleres de la Universidad de Iowa, y obtuvo un Pulitzer por su primer libro de relatos, del que consiguió vender poco más de 3.000 ejemplares. Pero se conoce que Cronin quería menos prestigio y más público, una tentación demasiado humana (quizás, de seguir vivo, hasta mi venerado Juan Benet se habría decidido a introducir un vampiro en Región). ¿El argumento? Miren, a mí me suena no sólo a déjà vu (pienso en el clásico de Richard Matheson, Soy leyenda), sino también a déjà vu (las películas 28 días después, de Danny Boyle, y la secuela 28 semanas después, de Juan Carlos Fresnadillo). Juzguen ustedes mismos: tras una apocalíptica epidemia vírica que ha causado millones de víctimas, los difuntos se transforman en vampiros; pero resulta que hay una niña inmune en la que se refugian las esperanzas de la sufriente Humanidad... Ignoro cómo con eso (nada que ver con Tolstói, como ven) se ha construido una novela de 720 páginas que ya cuenta con el ditirámbico espaldarazo de Stephen King. Por cierto, el libro no se publicará en EE UU y Reino Unido hasta junio. Si no pueden aguantar hasta entonces su apetito de vampiros les aconsejo que vayan abriendo boca con la muy entretenida Un lugar incierto (Siruela, a la venta el 15 de febrero), de Fred Vargas, cuya trama se inicia con el hallazgo de diecisiete pares de zapatos con sus respectivos pies (cortados) dentro. En cuanto a zombis literarios autóctonos, Plaza & Janés acaba de publicar Los días oscuros, de Manel Loureiro, segunda entrega de la saga Apocalipsis Z (la pri- mera fue publicada por Dolmen y logró cierto succés d’estime entre los aficionados); les confieso que no la he leído, pero debo reconocer que las ilustraciones del folleto promocional dan bastante asquito.




Ilustración de Max.


Crepúsculos

ACABO DE terminar la falsa novela / falsas memorias (dos negaciones afirman, pero aquí no sé bien qué) de Joaquín Leguina (La luz crepuscular, Alfaguara). Al autor ya le envidiaba que se hubiera atrevido a escribir un relato (creo que no llegó a publicarlo, lo leí en manuscrito) sobre un célebre adulterio literario, con un avión descapotable de por medio gracias al cual la protagonista volvía a casa bastante bronceada. Desde ahora le envidio también esta “novela” en la que la vida profesional y la pública (que no la “sentimental y familiar” de su protagonista: menudo truco) son trasunto de la del autor. Leguina cuenta la historia de su personaje, Ángel Egus- quiza, con mucha (y variada) miga (profesional, política, erótica), en la que no es siempre sencillo (¿y para qué hacerlo?) separar autobiografía y ficción. La primera parte (infancia, juventud) me ha interesado menos que el posterior (y oblicuo) retrato de grupo de una generación que hizo y deshizo en la Transición y más tarde, durante la primera etapa socialista, cuando Marx ya no era lo que fue, la alta cultura (ópera incluida) estaba de moda, y había quien vivía la política (no el autor) como si fuera una fiesta movible. Leguina, que mandó mucho, aprendió mucho: del poder, de la lealtad, de los amigos. Y todo viene “trasuntado” (en tercera y primera persona) en esta historia protagonizada por ese señor Egusquiza, a la vez Hyde y Jekyll (y golem) de Leguina. En cuanto al morbo, bueno, también lo hay, pero no he encontrado mucho que no estuviera ya en Conocer gente (Aguilar, 2005), sus (verdaderas) memorias políticas. Y, además, sus dardos a lo de ahora tampoco son de anatema, a pesar de que los medios le inciten a lanzarlos a cambio de hacerle al libro la campaña de promoción. El (para mí) mejor presidente que ha tenido la CAM (vaya, otra vez estas siglas) nunca ha disimulado sus antipatías. En un momento clave, prefirió a Bono, que no es precisamente un ultraizquierdista, y ha criticado a menudo lo que llama “ocurrencias” (y a veces lo parecen) del señor de la Moncloa y sus chicas y chicos. En fin, ahí tienen un libro entretenido, entre la autobiografía fingida y la novela (que siempre finge, aunque cuente la verdad). Léanlo, sobre todo si ya han cumplido los cincuenta, hipócritas y crepusculares lectores, mis semejantes, mis hermanos.

Soles

TRES LIBROS hay en el año que relumbran más que el sol. En ellos depositan sus esperanzas nuestros libreros, que ya están un poco hartos de que (casi) lo único que se mueva en la larga cuesta de enero sean las ediciones de bolsillo. Tres libros de los tres (más) grandes grupos van a competir por un buen share en nuestro chuchurrío mercado: en épocas de vacas gordas se venderían todos, pero ahora el gasto se ha hecho selectivo. En febrero dispara Planeta, con Venganza en Sevilla, de Matilde Asensi, una novela de intriga histórica (¿les suena?) ambientada en la capital del Guadalquivir durante el seiscientos. Y en marzo lo hará la competencia: Plaza & Janés (Random House) se descuelga con Dime quién soy, de Julia Navarro, una narración con telón de fondo histórico (¡sorpresa!) protagonizada por una mujer (burguesa y revolucionaria, esposa y amante, espía y asesina: lo tiene todo) cuya peripecia atraviesa casi todas las tormentas del siglo XX. En el mismo mes se pondrá a la venta El asedio (Alfaguara, Grupo Santillana), de Arturo Pérez-Reverte, trepidante novela ambientada en el Cádiz asediado de la Guerra de la Independencia. Tres libros con historia para salir de una vez de esta crisis histórica. O no. 


El Pais. Babelia nº 949, sábado 30 de enero de 2010



jueves, 12 de enero de 2023

A favor del amor (loco) por Manuel Rodríguez Rivero

SILLÓN DE OREJAS 


LO QUE SON las cosas. Llevaba una larga temporada sin ver buen cine y, de repente, dos obras maestras en una tarde. La primera es una novedad absoluta de la que ya habrán recibido opiniones más expertas que la mía, de modo que me voy a limitar a aconsejarles que, si se atreven a enfrentarse a una muy estimulante (y provocadora) muestra de ese (raro) cine contemporáneo que trata al espectador como a un adulto y no le enjuga las babas, ni le regala anteojos 3-D para que alucine (en el cine) con vertiginosos efectos especiales, no se pierdan La cinta blanca, para mi gusto la obra más austera, compleja y acabada de Michael Haneke. La segunda no era la primera vez que la veía. Se trata de Aelita, reina de Marte (1924), la película de Yakov Protazanov que introdujo la ciencia-ficción en la cinematografía soviética. Quería revisitar la estupenda secuencia en que Aelita, que ha estado estudiando las costumbres terráqueas a través de un potentísimo telescopio, le pide al ingeniero Tos, recién llegado a su planeta, “toca mis labios con tus la- bios, como hacéis en la Tierra”, antes de fundirse con él en un romántico beso (todo ello en medio de un increíble decorado constructivista, diseñado, igual que el vestuario de los marcianos, por los geniales Alexandra Ekser e Isaac Rabinovich). Me acordé de la escena impulsado por la lectura del sugerente y polémico ensayo de Cristina Nehring A favor del amor (Lumen), con el que vengo dialogando desde hace unos días. Del mismo modo que en la película de Protazanov se encuentran referencias más o menos oblicuas al debate acerca del amor entre los revolucionarios proletarios (ecos del influyente libro de Alexandra Kollontai acerca de la nueva moral sexual, que tanto irritó al puritano Lenin), el ensayo de Nehring polemiza con cierta tradición feminista proclive a demonizar el amor-pasión como instrumento secular de dominación masculina. Nehring critica el descrédito que, desde ciertos sectores del feminismo, ha venido afectando a la obra de autoras (como Mary Wollstonecraft, Edna St.Vincent Millay o Simone de Beauvoir, por sólo citar algunas) cuyas credenciales artísticas, literarias o filosóficas se han visto “mancilladas” por la “turbulencia” de sus biografías eróticas, especialmente si eran de carácter heterosexual. Algo que no les ha sucedido, en cambio, a sus colegas masculinos, para los que haber vivido (y padecido) una gran pasión no ha puesto en entredicho su prestigio intelectual. En una época en que, según la autora, el amor se ha trivializado (tras domesticarse y medicalizarse), el romanticismo “se ha convertido en un deporte recreativo”, y hasta en la tele pueden verse anuncios de asépticos y nada com- prometidos juguetes sexuales, el libro de Nehring apuesta por las relaciones maduras entre iguales en un nuevo entendimiento de la pasión erótica. En cuanto a Aelita, una de mis heroínas románticas favoritas, su historia se disuelve al final en el sueño de su amante. Claro que antes se había puesto al frente de una revolución para crear la Unión de Repúblicas Socialistas Marcianas. Una auténtica reina. Y, encima, constructivista.




Ilustración de Max.

Intolerancias

EN NUESTRO último y enervante clima social de falta de respeto a las opiniones ajenas, uno se arriesga a ser calificado de homófobo simplemente por atreverse a expresar su vergüenza (cinematográfica) an- te productos como El cónsul de Sodomade catalanófobo por afirmar que la propuesta del alcalde de Vic (no es el único edil nacionalista con ramalazo xenófobo) no hubiera desentonado en la Alemania de los treinta; de islamófobo por sugerir que la deseable integración de los inmigrantes musulmanes debe pasar por un necesario esfuerzo de adaptación a las normas culturales del país que les acoge; de liberticida por atreverse a opinar que los autores de obras literarias, musicales, cinematográficas, etcétera, tienen derecho a que se les garantice el cobro de los haberes que les corresponda por el uso público de sus obras, y que quienes se lucren con ellas fraudulentamente deberían ser tratados como piratas. De manera que, estando así las cosas, no me extraña nada que comiencen a alzarse voces airadas, aquí y en los alrededores de Wall Street, contra los que —con la que todavía está cayendo— se atreven a “satanizar” los desmesurados ingresos de ciertos trabajadores privilegiados (y a menudo chantajistas) o los bonus millonarios que perciben esos emprendedores ejecutivos y brokers cuyas ingenierías especulativas han estado a punto (una vez más) de llevarnos a la catástrofe. Se trata de los mismos ultraliberales que, durante el tiempo de un suspiro, se resignaron (aprovechándose de ello) al más bien tímido revival del pensamiento de Keynes o que disimulaban su enojo cuando alguien citaba en su presencia al archisatán Marx. Para los interesados en la génesis y desarrollo de cualquier forma de intolerancia —de las que este país ha suministrado estupendas muestras desde que existe como tal— recomiendo el documentadísimo estudio de Javier Domínguez-Arribas El enemigo judeo-masónico en la propaganda franquista (1936-1945), publicado por Marcial Pons, un instructivo recorrido por la fabricación e implementación arbitraria e irracional (en 1936 judíos y masones eran dos colectivos minoritarios y, además, tenían bastante poco que ver) del mito de aquel “enemigo” siamés de España que tanto juego dio en la definitiva consolidación del Nuevo Estado franquista, tras la brutal laminación física y moral de toda oposición (incluso de la imaginaria).

Haití

EL PRIMER AUTOR haitiano que leí, en mi lejana época universitaria, fue René Depestre (1926). Un conocido traductor, entonces amigo, me pasó una antología de poesía francófona de la “negritud”, donde lo descubrí de modo felizmente desordenado junto al senegalés Léopold Sedar Senghor y al martiniqués Aimé Césaire. Depestre era comunista, y sus versos vibraban a la vez con el grito de la rebelión antiimperialista y el de la hambrienta pasión erótica. Después, mi contacto literario con Haití se redujo casi completamente y durante años a una estupenda novela del cubano Alejo Carpentier, El reino de este mundo (1949; El siglo de las luces, de 1962, no trata específicamente de Haití) y a un magnífico relato de la alemana Anna Seghers (Las bodas de Haití). Hace años, cuando la revista Granta la incluyó entre los “20 mejores jóvenes escritores americanos”, des- cubrí a Edwige Danticat (inmigrante desde muy joven en Estados Unidos), de quien Ediciones del Bronce publicó en su momento su primera novela, Palabras, ojos, memoria. Muchos días después de la terrible catástrofe natural (mucho más letal e intolerable por razones políticas) el caos sigue impidiendo la distribución eficaz de las ayudas. De nuevo, la historia de la literatura cabe en una botella de agua y una caja de víveres.


El Pais. Babelia nº 948. Sábado 23 de enero de 2010


martes, 10 de enero de 2023

Libros que no acabé de leer por Santiago Gamboa

EXISTEN DIFERENTES Y MUY VARIADAS razones para no acabar un libro. Desde la muy salvaje de perderlo o que nos sea sustraído durante su lectura, como me pasó con Viaje al fin de la noche, de Céline, en una pensión de Lisboa, hasta el que dejamos de lado voluntariamente, con pleno conocimiento de causa. La razón más extraña que conozco le pasó a un viejo colega: tuvo que dejar inacabada Plataforma, de Houellebecq, porque se le quemó, ¿y cómo se puede quemar un libro? Pues sí, dormía en un balcón, el libro cayó al primer piso sobre una estufa y se convirtió en ceniza.

También puede uno dejar un libro por considerar que ya se acabó, aun cuando falten por leer cien páginas, como me pasa con frecuencia, la última vez con América, de James Ellroy. Estos libros, por lo general llenos de retruécanos, lo muestran todo en la primera mitad y el resto ya es sólo seguir y seguir, entre episodios similares y frases ingeniosas, pero sin un motivo preciso. Los hay también de extrema densidad que se resisten a ser leídos de un tirón, y entonces uno los deja por un tiempo y vuelve y avanza otro poco, y los deja de nuevo; esto me pasa con novelas como La decisión de Sofía, de William Styron, que voy leyendo hace como diez años y nunca termino, o con El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov, que leo en dosis pequeñas, y sobre todo con las obras de Osvaldo Lamborghini, que son tan salvajes, duras y atroces que sólo puedo avanzar una página o página y media al mes, máximo. ¿Para qué sentir urgencia de acabarlas en los libros si, al fin y al cabo, en la vida las historias no tienen principio ni fin?, como recuerda Graham Greene al principio de El fin del romance

Tampoco es necesario acabar de leer ciertos libros. Uno lee un poco y ya se da cuenta de qué es lo que hay dentro. Como en la cocina: con un plato de sopa basta, no es necesario tomarse la olla entera para disfrutarla a fondo. Esto me pasa con las extraordinarias narraciones de Philipe Sollers, uno de mis autores favoritos del que jamás he terminado un libro. Más que una historia, lo que hay es precisamente un sabor, una temperatura especial o un estado de ánimo, y uno recurre a él para eso, para tomarse un plato. Da lo mismo leer ciento veinte o doscientas páginas, el sabor es el mismo. Igual me ocurre con Thomas Bernhard. Su dureza con la vida, su malestar al borde del cabreo con todo lo humano, contienen ese sabor áspero que por un tiempo nos hace ver el mundo con frialdad, como si se tratara de un gigantesco hormiguero. Son novelas sin historia. No es una prosa que corre en sentido horizontal y por ello no es necesario leerlas hasta el final para estar en ellas.

Releo y noto que no me he referido a los libros malos. En mi experiencia de lector hay dos tipos de libros malos: los que son, por decirlo así, intrínsecamente malos e insuficientes, y los que lo son de un modo correcto, con una estructura bien apuntalada. Hay libros malos que están muy bien escritos y éstos a la larga son los peores, pues suelen tener muchos lectores que creen que la lectura fácil es la verdadera literatura. Los editores los llaman “literatura comercial de calidad”. Estos libros, más que no acabarlos, lo que se debe hacer es jamás empezarlos.

Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es autor de Necrópolis, V Premio de Novela La Otra Orilla. La Otra Orilla. Barcelona, 2009. 464 páginas. 20 euros.


El Pais. Babelia nº 948. Sábado 23 de enero de 2010



jueves, 5 de enero de 2023

Éstos son mis diplomas por Manuel Rodríguez Rivero

SILLÓN DE OREJAS

SEÑALANDO A LA AUDIENCIA con un gesto nervioso y circular que quería abarcar tanto a los que se encontraban en el estudio como a los millones que seguían el programa desde otros lugares, doña Belén Esteban le espetó a un sobrepasado Jaime Peñafiel (que le reprochaba su vulgaridad y su falta de educación): “Yo soy una chica de barrio y éstos son mis diplomas”. O dicho de otro modo: es el público quien me confiere credibilidad y prestigio. Mientras estudiaba la lista de “los libros del año” publicada por Babelia (y en la que me llama la atención alguna ausencia), he recordado esa réplica de la bien asesorada (al fin y al cabo cobra 300.000 euros al año; repito: 300.000) “princesa del pueblo” al periodista “amigo del Rey”. Me explico: los “diplomas” de Larsson son también sus ventas. Y, aunque Larsson sí apareció en el palmarés babélico de 2008, a la inmensa mayoría de “críticos y periodistas” que contestamos la encuesta no se nos ocurrió que la última entrega del sueco —una de las más celebradas por la “audiencia”— pudiera ser incluida en la lista de los libros “mejores”: la fractura entre la opinión “especializada” y el público que lee y compra libros, y hace posible que el negocio continúe, sigue dando motivos para pensar (por cierto, ¿qué significa hoy “mejor” aplicado a un libro?). En todo caso, y apostillando el análisis de Winston Manrique, me llama la atención el pobre resultado obtenido por la novela como género (5/20) y el ascenso del ensayo (7/20) en sus más variadas e híbridas manifestaciones. Editorialmente, la palma de la representación se la llevan los grandes grupos (14/20): seis de los libros pertenecen a Random House, cinco a Planeta y tres a Santillana. Y me resulta estimulante la presencia de pequeños sellos independientes: Bartleby, con dos títulos, y Linteo, Libros del Asteroide, Alfabia y Atalanta, con uno cada uno. Y ahora una pregunta inocente a mis (improbables) lectores: ¿no han notado nada raro? Yo sí: entre los 20 “del año” no aparece ni un solo título publicado por alguna de las tres editoriales (independientes, pero medianas) más prestigiosas y con más “tirón” en los suplementos literarios: Anagrama, Tusquets y Acantilado. En cuanto a la señora Esteban (Peñafiel le negaría el tratamiento: trasunto bufo de la lucha de clases entre patricios y plebeyos), ya hace tiempo que vengo echando de menos una buena “mitología” (en sentido barthesiano) sobre ella a cargo de algún “semioclasta” de esos que saben sacarle toda la punta a nuestros mitos contemporáneos: esos que, a menudo, a la vez nos mesmerizan y nos repelen. Así somos. Y así zapeamos.

Ilustración de Max.


Tabletas

EL SEMANARIO LivresHebdo ha publicado un artículo sobre la proliferación de aparatos lectores de libros electrónicos al que ha titulado sintomáticamente “lectoras como si llovieran”. La palabra que utiliza es liseuse que, según el imprescindible Robert es una lectora (como lectrice), que lee mucho, una lectora empedernida, como si dijéramos. Me gusta el nombre. En todo caso, lo cierto es que en el mercado (y no sólo en el francés), llueven los lectores electrónicos: si nos descuidamos pronto habrá tantos modelos que los establecimientos que los vendan tendrán que habilitar mesas de novedades para exponerlos (con sus correspondientes cerrojos de seguridad, supongo). Me dicen que Papá Noel ha repartido bastantes por la Piel de Toro; y es previsible que sus Majestades los Reyes Magos —más apegados a la lectura de cielos y libros tradicionales— repartan aún más. Las cifras de ventas —empezando por el pionero Kindle, de Amazon— siguen estando absurdamente censuradas, pero algunos analistas sospechan que en Estados Unidos se han triplicado. En Europa las co- sas van más pausadamente, pero las llamadas plataformas de distribución de libros electrónicos (entre ellas la constituida por los tres grandes: Random, Planeta y Santillana) están ampliando sus catálogos a buen ritmo. Otra cosa es la —en general— mediocre información que ofrecen sobre sus libros, que todavía está a años luz de la que se puede obtener en Amazon o en los paratextos de los libros tradicionales. En cuanto a qué lector electrónico es más recomendable, lo mejor es que se dejen aconsejar por alguien solvente (y, tranquilos: Díaz Ferrán no fabrica ninguno). En todo caso, las tecnologías (y los precios) van a cambiar tan rápido que puede ser prudente esperar un poco: Apple sacará su tableta (me gusta este nombre: un homenaje a los “libros” de escritura cuneiforme) en primavera, y en febrero aparecerá en Estados Unidos el Edge (de enTourage Systems), un multifunción con dos pantallas que podrá usarse como agenda, lector multimedia y de e-books. En todo caso, son multitud los signos que indican que el libro electrónico ya forma parte de nuestro paisaje cotidiano. Se me ocurren dos ejemplos de muy distinta índole: KLM (nada que ver con Air Comet) ofrecerá pronto a sus pasajeros de preferente una tableta lectora con libros y revistas en diferentes idiomas; y conozco a quien ya se ha bajado de eMule la versión pirata de una novela de Larsson. El comercio y la piratería: viejos como el mundo.

Superstición

YA HE DICHO QUE con la edad —y el descrédito de los grandes discursos, a los que de joven era tan aficionado— me vuelvo supersticioso. Evito pasar bajo escaleras, se me eriza el vello cuando me cruzo con un gato negro, agarro un crucifijo y me echo al cuello, como remedio apotropaico, una ristra de ajos cada vez que oigo declaraciones de Díaz Ferrán (¿empresario español de la década?), etcétera. Últimamente —quizás se deba a que, en estas fechas tan señaladas, estoy bebiendo demasiada malta de las Highlands— tiendo a ver por doquier signos ominosos que presagian destinos funestos (y no me refiero al fiasco de Copenhague). Uno de los últimos en hacerme temblar ha sido el título del primer ciclo de conferencias programado para el próximo año por la Fundación March: Catástrofes. Los ponentes, todos ellos de gran prestigio, hablarán de volcanes, pes- tes, pandemias, terremotos y diluvios (no hay nada, por ahora, sobre Díaz Ferrán). Pero a mí, que ese ciclo sobre catástrofes sea el primero del año de la institución que dirige Javier Gomá me parece altamente intranquilizador. Al fin y al cabo, los títulos también pueden tener, además de su peculiar “ejemplaridad pública” (parafraseando el título del ensayo de Gomá, uno de los libros “mejores del año”), valor sintomático como atisbo de Zeitgeist. En todo caso, yo tampoco elegiría Air Comet para viajar, no sé si me explico. Y ya me acabo, qu’il fait Freud, como dice mi amigo Suñén. 

 

El Pais. Babelia nº945 Sábado 2 de enero de 2010

lunes, 2 de enero de 2023

Mientras nieva sobre los tilos por Manuel Rodríguez Rivero

SILLÓN DE OREJAS 

AGUA DEL TIEMPO Y MAR de la memoria: recuerdo el verso de José Emilio Pacheco incluido en Como la lluvia (Visor), un poemario-estufa para llevar a todas partes. Me viene a la memoria mientras camino aterido y tragando nieve por la antigua Stalinallee berlinesa, la faraónica avenida diseñada por Herman Henselmann a mayor gloria de aquel a quien el cortesano Henri Barbusse ditirambizó como “hombre de cabeza de sabio, rostro de obrero y traje de soldado”. Berlín es y ha sido muchas cosas. Fue, por ejemplo, en palabras del populista Jruschov, el testículo de Occidente: “Cuando quiero que Occidente grite, le doy un apretón”, explicaba con su peculiar gracejo tardoestalinista. La capital alemana es una de esas atalayas desde las que se puede sentir especialmente la condenada futilidad de toda idea finalista de la historia. Berlín es hoy una ciudad-testigo empecinada en la imposible tarea de abolir el olvido: ni siquiera el barniz antigraffiti que protege del vandalismo pictórico los 2.711 bloques de hormigón del Memorial del Holocausto impide que la nieve se pose dulcemente sobre ellos y lime sus contornos, hasta convertir el conjunto en una especie de colina espectral y melancólica, pero en absoluto reminiscente del espanto.

Encuentro, sin embargo, respuesta a una pregunta no formulada en la modestísima tumba de Herbert Marcuse —otro huésped del Purgatorio—, muy cerca de la de Hegel y medio sepultada por la nieve en el cementerio de Dorotheenstädtische: bajo el nombre y las fechas (1898-1979), sólo una consigna —Weitermachen!— que invita a seguir, a continuar. Y qué remedio, me digo. El bus de dos pisos que me conduce de vuelta se detiene en un semáforo; mi ventana ha quedado a la misma altura de la de una vivienda berlinesa tras la que alguien lee, al abrigo de la nieve, quizás la enésima novela sobre la ciudad: la increíble Berlin Alexanderplatz, de Döblin (1929); o Adiós a Berlín, de Isherwood; o El Inocente, de MacEwan; El saltador del muro, de Schneider; o la impostada y aburrida (tras dos horas de lectura, la encesto en la papelera de un solo tiro) Violetas de marzo, de Kerr. Esta nieve me está congelando el alma.


Ilustración de Max


Ventas

ACUDO A MI ronda anual de rebajas en los grandes almacenes. Menos mal que, por ley, para saldar una edición es necesario que pasen dos años desde su fecha de publicación. Imagínense, con la que está cayendo de devoluciones, si cada cual pudiera saldar lo que le viniera en gana. En todo caso, en los baratillos encuentro más de lo mismo: el rebufo multitudinario e indiscriminado de la llamada “novela de intriga histórica” y de la llamada “novela negra” se enseñorea de las mesas de los saldos, acompañando a libros de imágenes y de gran formato que no encontraron lectores en su momento y estaban ocupando el carísimo espacio de los almacenes. En cuanto a los libros de ahora mismo: según las listas más fiables que manejan los editores, y que se basan en complejas encuestas a pie de caja (y no en rutinarias consultas telefónicas a un conjunto de librerías pretendidamente significativas), el ranking de superventas de diciembre está dominado (con pequeñas variaciones en el puesto que cada cual ocupa) por cinco ficciones y un libro académico, si descontamos, claro, el best seller anual que nunca aparece en las listas: el Calendario Zaragozano. Las ficciones son El símbolo perdido (Dan Brown), Contra el viento (Ángeles Caso), Invisible (Paul Auster), La noche de los tiempos (Muñoz Molina), Caín (Saramago) y la última entrega de la saga infantil de Geronimo Stilton. Cinco han sido publicadas por sellos de grandes grupos (cuatro de Planeta y uno de Santillana), y sólo una por una editorial independiente (Anagrama). El precio medio de esos superventas es de 20,70 euros. La sorpresa corre a cargo del libro académico: la Nueva Gramática de la Lengua Española (publicada por Espasa a 120 euros) ha conseguido vender en torno a.15.000 ejemplares, convirtiéndose en el segundo libro que más factura después del de Dan Brown. Ya ven: parece que aún importa el idioma de Cervantes y Yuri Herrera (por cierto, la Gramática se vende peor en las comunidades autónomas con otras lenguas oficiales). En cuanto al Calendario Zaragozano (1,50 euros), fundado por el “célebre as- trónomo” don Mariano Castillo y Ocsiero, jamás comprenderé su éxito, dados sus constantes brindis meteorológicos al cielo. Lean lo que el libelo (en el sentido de “libro pequeño”) pontificaba acerca de los primeros días de enero: “Buen tiempo de invierno, aunque demasiado seco, con cielos despejados y nieblas generalizadas”. Eso sí, gracias al librillo me entero de que hoy celebramos el día de san Fulgencio, patrón de Plasencia, Murcia y Cartagena. Brindaré por el obispo visigodo con un buen vaso de Johnnie Walker enfriado con la misma nieve que ha acabado con los cactus de mi ventana.

Judt

SI TUVIERA que recomendar un solo libro acerca de la historia contemporánea de Europa, lo tendría muy claro: Postguerra, de Tony Judt (Taurus). El manual, que recibió el Pulitzer en 2006, consagró a Judt (Londres, 1948) como eminente historiador entre el gran público, aunque ya era suficientemente conocido desde su polémico libro Pasado Imperfecto (Taurus), en el que se analizaba con dureza el papel de la elite intelectual francesa en el periodo de la inmediata posguerra. En 2008, poco después de la publicación de su estupendo último libro, Sobre el olvidado siglo XX (Taurus), a Judt le fue diagnosticada una esclerosis lateral amiotrófica: en pocas semanas perdió toda movilidad muscular desde el cuello hasta los pies (incluyendo el diafragma). Desde entonces Judt permanece monitorizado en una silla de ruedas a la que sólo abandona durante el precario y atormentado sueño nocturno. Pero Judt ha seguido trabajando: ahora su objeto no es la historia, sino él mismo y su devastadora, monstruosa, enfermedad. Como no puede escribir, dicta a sus enfermeras lo que ha pensado y recordado durante las interminables horas de insomnio y postración. Entre otras cosas, piensa sobre lo que significa “ser una persona que sólo es un cerebro”. El domingo pasado The Observer publicaba uno de esos textos —Night— en el que con extraordinaria lucidez y sin pizca de autocompasión, describía un infierno del que sólo le res- catará la muerte. El artículo, absolutamente estremecedor, nos habla de la voluntad de vivir y de la maravilla (lo de la miseria es más evidente) que es el hombre (Sófocles tenía razón). Este texto, junto con otros compuestos en los últimos meses, aparecerá como libro en la editorial New York Review of Books. Ojalá algún editor español también se decida a publicarlo. 


El Pais. Babelia nº 947. Sábado 16 de Enero de 2010


domingo, 1 de enero de 2023

Fragancias para 2010 por Manuel Rodríguez Rivero

SILLÓN DE OREJAS 


PROPÓSITOS PARA EL nuevo año: habida cuenta de que los importantes ganan sueldos no muy inferiores a los 300.000 euros anuales (como Belén Esteban, la “princesa del pueblo” de Berluscinco; como Gérard Mortier, que aterriza en el Teatro Real pisando callos y corcheas; como los controladores aéreos, tan solidarios cuando llegan fechas señaladas), decido ponerme las pilas para incrementar mis ingresos. Lo único que se me ocurre es crear un perfume: si consigo que Max me ayude con el logo, para las próximas navidades podré comercializar mi Eau de Rodríguez, una original fragancia que olerá a letra impresa, a libro conservado en bodega o desván, a pegamento rancio de encuadernación fatigada. La idea me la dio Ana Rosa Quintana amadrinando una fragancia propia a la que ha tenido el buen gusto de no denominar Sabor a hiel, según el título de aquella novela suya (bueno, no sólo) en la que los envidiosos detectaron algunos párrafos muy parecidos a otros de Danielle Steel y Ángeles Mastretta, y con la que Planeta vendió casi 100.000 ejemplares. Quién sabe, quizás me forre: estoy convencido de que a medida que el lector electrónico se vaya convirtiendo en un artículo tan imprescindible como el cepillo de dientes, la gente sentirá la nostalgia de los aromas (nada asépticos) del libro pretecnológico. Mientras tanto, trato de recapitular los acontecimientos que me parecen más significativos de la última década de la historia en que el papel fue el soporte por excelencia de la cultura escrita. Me refiero a la década en que Google comenzó a implementar su idea democrática de la Biblioteca Universal (¡al alcance de una tecla!) y los editores temieron que se les acababa el negocio; la década en que descubrimos lo fácil que es comprar libros online y los libreros se mosquearon; la década en que Harry Potter, el niño mago, revolucionó modos y costumbres del comercio del libro; la década, en fin, en que lo escrito perdió materialidad y comenzó a llegar a la diminuta biblioteca portátil a través del ciberespacio. Sí: quizás los historiadores culturales (los Lucien Febvre, los Henri-Jean Martin, los Roger Chartier y los Robert Darnton de dentro de unos años) lleguen a calificar la primera década de este milenio como aquella en que tuvo lugar la revolución neolítica del libro. Bienvenidos al vertiginoso futuro. Y no se acomplejen: a mí tampoco me llega la camisa al cuerpo.

Ilustración de Max.


Humillación

ME ARMO DE voluntad y termino de leer The Humbling (La humillación, Mondadori, a la venta el 12 de febrero), la penúltima novela de Philip Roth, cuyos derechos cinematográficos ya ha adquirido Al Pacino; Némesis, la última por ahora, se pondrá a la venta en Estados Unidos dentro de unos meses. A sus 76 años, Roth tiene prisa. Sus editores, su agente (Wylie, claro) y sus amigos deben de haberle aconsejado que no baje el ritmo. A otros —incluso más jóvenes, como Margaret Drabble, que ha decidido no volver a escribir novelas— la sospecha de que su carrera literaria podría manifestar síntomas de agotamiento no les hace huir hacia delante, sino pararse a pensar; incluso les reactiva aquel “detector de mierda” que, según Hemingway, constituye una de las herramientas esenciales del buen escritor. A Roth el detector parece fallarle. Su libro, que ha recibido al lado de críticas muy severas algunos ditirambos para mí incomprensibles, me resulta redundante, repetitivo, previsible, tedioso. Ni siquiera estoy seguro de que pueda calificarse de novela. Desde hace años vengo repitiendo que si hay un escritor estadounidense que se merece el Nobel es Philip Roth, pero estoy convencido de que al autor de obras maestras como El lamento de Portnoy o Pastoral Americana (por citar sólo dos) no le conviene publicar muchas novelas como ésta: sería terrible que alguien (más joven) empezara a leerlo por la última y creyera que “esto” es Philip Roth. De nuevo, el argumento se desarrolla en torno a un varón profesionalmente agotado —ahora es un actor— que entra en la vejez rebosante de deseos y fantasías sexuales. Ya sé que muchos grandes escritores escriben siempre el mismo libro; lo malo es cuando lo repiten. Sobre todo si la repetición está trufada de tópicos antiguos e inaceptables desarrollados en una historia absurda, lo que no excluye (sería imposible) que aquí y allá se encuentren destellos y maneras del grandísimo escritor. Hace un par de semanas el Sunday Telegraph concedía a Roth el título de “viejo verde del año” (Dirty Old Man of the Year): la idea de que un añoso actor amarga- do pueda seducir —con su sentido implícito de “curar” o “liberar”— a una esplendorosa lesbiana mucho más joven que él les ha parecido demasiado. Y qué quieren que les diga: a mí también.

Resurrecciones

LARGO PASEO por el corazón de la grandeur. Dejo atrás la Place de la Révolution (luego de la Concorde) —donde la guillotina funcionó ininterrumpidamente del 10 de mayo de 1793 al 13 de junio de 1794— y, tras vagar por los muelles del Louvre, y cruzar el frágil Pont des Arts (en cuyo pretil de hierro la Maga solía inclinarse sobre el Sena en la Rayuela de mi juventud), llego a ese prodigioso oasis que conforman en Saint Germain des Près La Hune y L’écume des pages, mis dos librerías trasnochadoras preferidas. En sus mesas me llama la atención la proliferación de libros que reivindican el marxismo, tras varias décadas de revisionismo neo-liberal protagonizadas por los filósofos (y su prolífica descendencia) que ocuparon el centro del escenario mediático francés tras Mayo de 1968. Según el discutible, pero interesante, Les intellectuels contre la gauche. L’idéologie antitotalitaire en France (1968-1981), de Michael Christofferson (Agone), aquel trabajo ideológico ha contribuido poderosamente a retrasar el nacimiento de una auténtica alternativa de izquierdas. No creo que sea el único motivo. En la misma mesa de novedades tropiezo estupefacto con la reedición de dos clásicos manuales de adoctrinamiento comunista: Le marxisme (1a edición: 1948), de Henri Lefebvre, que circuló profusamente en los años sesen- ta y setenta, y el célebre (y mucho más estalinista) Principes élémentaires de philosophie, que recoge las lecciones de “materialismo histórico” de Georges Politzer (a quien la Gestapo torturó y fusiló en 1942) en la Universidad Obrera. También en ellos —y en su dogmatismo— pueden encontrarse razones para el descrédito de cierta izquierda religiosa y culpable de anteojeras. Al lado de ellos, otros libros, vino nuevo en odres viejos, ofrecen alternativas antitotalitarias a la miseria moral e ideológica de los actuales hacedores de crisis. Cuando salgo, la terraza del Flore sigue abarrotada de turistas. 


El Pais. Babelia nº 946. Sábado 9 de Enero 2010