lunes, 5 de noviembre de 2018

SPQR por Mary Beard

Empeñado en buscar información sobre una época complicada, he tomado la decisión de leer todo lo que pueda sobre el tema, a saber, el siglo segundo antes de Cristo en el sur de la península ibérica.

Como la temática da para toda una vida, he preguntado al dios google y aparecen una serie de textos, de autores clásicos y contemporáneos. Uno de ellos es el de Mary Beard, por el que he empezado y me alegro mucho de ello.

Un estudio de análisis del mundo romano, con gran cantidad de detalles. Y nada mas comenzar una magnifica declaración: "nadie podría leerse toda la información y textos que hay sobre la roma clásica, es imposible". Tampoco es que yo fuese a intentarlo. Pero encuentro fascinante que un historiador explique la realidad de la Historia. Problemas con las traducciones, muchas dudas con las cifras de todo, tanto económicas, como de personas, habitantes, soldados, muertos en batalla y un largo ect. Ademas el libro trata de dilucidar como se transformo toda una sociedad, prácticamente el mundo (una pequeña exageración), en un plazo de tiempo muy, muy breve en relación a la época.

Bajo mi punto de vista, una narración brillante, en un tema que normalmente es muy árido, difícil. Y para rematar pequeños detalles de información interesantes. Por ejemplo:“En 171 a. C., por ejemplo, el Senado tuvo que hacer frente a una delegación procedente de Hispania que representaba a más de cuatro mil hombres que eran hijos de soldados romanos y mujeres hispanas. Como no existía ningún derecho formal de matrimonio entre romanos y nativos hispanos, aquellos hombres eran, dicho con nuestras palabras, apátridas. Es evidente que no eran los únicos que tenían este problema. Cuando tiempo después fue enviado Emiliano como revulsivo para hacerse cargo del mando del ejército en Hispania, dicen que expulsó a dos mil «prostitutas» del campamento de los romanos (sospecho que las mujeres se habrían definido a sí mismas de manera distinta). Sin embargo, en cuanto al asunto presentado al Senado, los descendientes implicados tuvieron el valor de pedir a los romanos una ciudad que pudieran considerar suya, y presumiblemente cierta clarificación sobre su posición legal. Fueron asentados en la ciudad de Carteia, en el extremo sur de Hispania, que —con el habitual don de la improvisación de los romanos— recibió el estatus de colonia latina y fue definida como «colonia de ex esclavos». Ignoramos por completo cuántas horas de debate necesitaron los senadores para decidir que la disparatada combinación de“ex esclavo» y «latino» era la mejor alternativa disponible para el estatus civil de aquellos hijos de soldados romanos técnicamente ilegítimos. Pero esto, sin duda, nos los muestra dirimiendo asuntos relativos a lo que significaba (en parte) ser romano fuera de Italia.”


Pasaje de: Mary Beard. “SPQR”.

Espero que pueda encontrar diferentes libros sobre la época que me interesa tan buenos como este.

martes, 30 de octubre de 2018

Cuento del regreso ANTONIO MUÑOZ MOLINA


Un hombre de mediana edad vuelve a su tierra natal después de una larga ausencia; un muchacho abandona la seguridad de su casa y la protección excesiva de su madre para viajar por el mundo en busca del padre ausente al que no recuerda; una mujer espera el regreso del marido que se marchó hace mucho tiempo aunque no sabe si está vivo o si ha muerto. El cuento de Ulises no es el más antiguo de todos, pero es tal vez el que se ha contado y se cuenta más veces, el cuento de nunca acabar de la imaginación humana. Más antiguo todavía, y en cierto modo emparentado con él, es el cuento del héroe que viaja para enfrentarse al monstruo cuya sombra maléfica se proyecta sobre el mundo; viaja armado pero frágil, resuelto pero también lleno de incertidumbre, y en su victoria después de un combate en el que está a punto de sucumbir hay siempre algo muy precario, porque ha vencido al monstruo pero no erradicado su linaje, y la amenaza, al cabo de un tiempo, habrá surgido otra vez.

En un libro extraordinario y también algo delirante, The seven basic plots, Christopher Booker compara el primero de todos los relatos de ficción de los que tenemos noticia con uno de los más recientes, y concluye que los dos, a pesar de diferencias superficiales, son idénticos. El Poema de Gilgamesh fue escrito sobre tablillas de barro en la ciudad de Nínive hace unos cinco mil años; la película James Bond contra el doctor No se estrenó en 1962. El monstruo Humbaba y el doctor No habitan en remotas cuevas subterráneas. Antes del viaje, Gilgamesh se provee para el combate con armas especiales, un gran arco y un hacha: el trámite de las armas de última tecnología es uno que se repite siempre en las películas de James Bond. El valor solitario del héroe salva al mundo. Que el doctor No, a diferencia del monstruo Humbaba, amenace al mundo con bombas atómicas es sólo un matiz de su ambición apocalíptica: el sobrecogimiento que la historia despertaría en un espectador de cine en 1962 no era muy distinto del que experimentaban cinco mil años atrás los habitantes de Nínive cuando escucharan el canto o el recitado monótono del poema de Gilgamesh.

Necesitamos historias de ficción para entender el mundo. Más allá de las vaguedades que suelen improvisar los escritores acerca del valor de la literatura está la evidencia científica de que la mente humana sólo puede dar sentido al flujo caótico de la experiencia sometiéndolo a la disciplina de modelos narrativos estables. Después de casi cuarenta años leyendo novelas, tratados de mitología, colecciones de cuentos populares, viejos folletines por entregas, y viendo películas y series de televisión, Christopher Booker escribió un tomo de setecientas páginas de letra diminuta enumerando y analizando los siete relatos que todos nos pasamos la vida escuchando y contando: la victoria sobre el monstruo, la exaltación del postergado, la búsqueda, el viaje y su regreso, la comedia, en la que las cosas parece que acabarán mal y acaban bien, la tragedia, en la que lo que pudo acabar bien acaba desastrosamente, el renacer. Probablemente, escribiendo tanto de arquetipos, eligió el siete para ajustarse a un arquetipo numérico. El cuento de la búsqueda difícilmente se puede separar del cuento del viaje, y los dos se enredan con el de la victoria sobre el monstruo. Y todos están contenidos en la leyenda magnífica de Ulises.

En un libro recién aparecido, The return of Ulysses, la profesora británica Edith Hall examina la presencia incesante del héroe en la imaginación occidental, el regreso continuo del viajero extraviado que tarda tanto en volver, que naufraga, que sufre la hostilidad vengativa de los dioses, que conoce la tentación de la animalidad en la bruja Circe y de la ternura hospitalaria en la ninfa Calypso, que ve a una muchacha bañándose en una playa y no sabe si es una mujer o una diosa, que pide a sus compañeros que lo aten al mástil de su barco para oír la canción de las sirenas y no ser arrastrado a la muerte por su hechizo, que se conmueve al ver a lo lejos el humo que sube de la chimenea de su casa: que cuando vuelve por fin ha cambiado tanto que nadie lo reconoce salvo el perro que husmea su olor al cabo de veinte años. Uniendo dos virtudes que entre nosotros parecen tristemente incompatibles, la erudición rigurosa y el gusto de contar, Edith Hall emprende ella misma un viaje de viajes, que la lleva de Virgilio y de Dante a 2001, una odisea espacial, a Primo Levi, a Monteverdi y esa ópera tan delicada como una fantasía de Mozart, Il ritorno di Ulisse in patria, al Ulises de Joyce, a la novela que sólo hace tres años dedicó Margaret Atwood a la misteriosa Penélope. Leyendo el libro, apropiadamente, a la orilla del mar, uno confirma una antigua sospecha: no es que la Odisea haya sido una obra literaria más o menos influyente, sino que no hay historia que pueda o merezca contarse que no esté incluida en la Odisea. Como el paisaje marítimo que miro mientras estoy leyendo, imaginando las cóncavas naves griegas, los elementos de la historia de Ulises varían siempre y permanecen siempre idénticos, como un cuento que nadie cuenta con las mismas palabras y sin embargo nunca cambia.

La vida se le pasa a uno leyendo la Odisea, aunque no lo sepa, aunque no haya abierto nunca ese libro, o ningún otro libro. Mucho antes de saber de su existencia yo vi maravillado, en uno de aquellos cines de verano que se parecen tanto en el recuerdo al paraíso terrenal, Las aventuras de Ulises, en aquel tecnicolor que emocionaba tanto a Terenci Moix, con Kirk Douglas y la esplendorosa Silvana Mangano, y quizás me entusiasmó más aún porque para mí era una película de aventuras y porque en mi tierra de secano interior sólo había visto los mares del cine, las tempestades falsas de los estudios de Hollywood. Tampoco sabía, cuando me sumergí como nunca antes en el misterio de una novela y de un personaje literario, que el capitán Nemo o Nadie de Julio Verne se llamaba así en recuerdo del nombre que se da a sí mismo Ulises para escapar de Polifemo. Hubo un verano de hace unos años en el que terminé de leer la Odisea en un tren que me llevaba a la sierra de Madrid, sobrecogido por la brutalidad de su final sanguinario, y otro mucho más cercano en el que leí por primera vez el Ulises de Joyce con tanta felicidad que después de la última página regresé sin pausa a la primera para empezar de nuevo. Pero cuando más compañía me hizo Ulises fue en un campamento militar de Vitoria, en un noviembre helado de desconsuelo cuartelario en el que me consolaba por las noches aprendiéndome sonetos de Borges. El único que todavía recuerdo entero de memoria es el que invoca el final de la Odisea: "Ya la espada de hierro ha ejecutado / la debida labor de la venganza...". Una historia no duraría tanto si no ayudara de verdad a resistir, a vivir.



El País, Babelia 30/08/2008

sábado, 6 de octubre de 2018

El lector vampiro Javier Cercas


26 JUL 2009

En 1991, Saul Bellow, que fue el último escritor serio que escribió la palabra alma sin que se le escapara la risa, declaró lo siguiente: "En mi juventud, la literatura formaba parte integrante de la vida; se absorbía, se asimilaba en el organismo. No se era conocedor, esteta, amante de la literatura. No, con la literatura daba uno forma a su vida, era algo que se ingería, que pasaba a ser parte de la propia sustancia, que constituía la senda de la liberación y la libertad plena". Luego Bellow concluía: "Creo que el ambiente de entusiasmo y amor por la literatura, ampliamente extendido en los años veinte, empezó a desaparecer en el decenio de los treinta". En 1996, la novelista Cynthia Ozick discrepó levemente de estas palabras de Bellow: "Todo ferviente lector elegirá probablemente el momento de su propia juventud como la edad de oro en que la literatura se entreteje con la urdimbre del mundo". Es posible que Ozick tenga razón; es posible que, a su modo, Bellow también la tenga. Sea como sea, lo que importa es que ninguno de los dos habla del lector común; sin darle ese nombre, ambos hablan del lector vampiro.

¿Qué es un lector vampiro? Bellow lo explica bien: no es el lector que lee para matar el rato o para divertirse, ni siquiera para hacerse sabio; todo eso es estupendo, pero el lector vampiro no lee para nada de eso: lee para sobrevivir. De hecho, podría incluso decirse que, propiamente, el lector vampiro no lee libros: los apalea, los acuchilla, les arranca las entrañas, les chupa la sangre, les roba el alma; no quiere leer los libros: quiere ser los libros, que los libros leídos pasen a formar parte, como dice Bellow, "de la propia sustancia". Esta atroz carnicería suele ser un espectáculo aterrador, y por eso el lector vampiro procura llevarla a cabo sin testigos, como si se tratara del acto más íntimo de su vida íntima; y por eso, también, el lector vampiro suele ser un mal reseñista de libros -está demasiado absorto devorando las vísceras del libro para opinar sobre él-, pero no necesariamente un mal crítico, aunque, como el libro ha pasado a ser sangre de su sangre, casi siempre sea muy difícil distinguir si lo que dice lo dice del libro o lo dice de sí mismo. En suma: este tipo de lector sólo lee en realidad para salvarse, ese verbo que desde hace 50 años es imposible escribir sin que se le escape a uno la risa.

¿Cuándo nace un lector vampiro? ¿Cómo nace? Mi impresión es que el lector vampiro nace en la adolescencia, que es la última etapa de la vida en que uno cree que puede salvarse; en cuanto al cómo, las historias son muy variadas, pero tienen un común denominador: casi todas son ridículas. Aunque me da mucha vergüenza hacerlo, contaré la mía, con la esperanza de que mi ejemplo anime a otros congéneres a salir del armario. En aquella época, yo tenía 14 o 15 años y era, dentro de mis posibilidades, una persona normal; también era un lector alegre y confiado. Por desgracia, aquel verano me enamoré, y al volver a casa después de las vacaciones sólo tenía ganas de colgarme del cimborrio de la catedral de Gerona; fue un momento serio, que intenté capear echando mano del libro más serio que encontré en mi casa, con tan mala fortuna que el elegido resultó ser San Manuel Bueno, mártir, de don Miguel de Unamuno. Se trata, como recordarán, de una novela mal escrita y confusísima, que sin embargo leí como si me fuera la vida en ello y con la que me armé tal lío que en un par de días dejé de ser católico y me entregué al alcohol, el tabaco y el desenfreno; no contento con ello, en los meses que siguieron leí todos los libros de don Miguel, lo que acabó de sumirme en un estado de frenético descontrol moral del que todavía no he emergido. Ésta es mi trágica historia; la de mis congéneres, me temo, no es muy distinta. Por supuesto, luego leímos libros mejores que los de don Miguel, pero el mal ya estaba hecho; además, el pobre don Miguel no tiene ninguna culpa: si no hubiera sido él, hubiera sido otro, porque cuando uno le chupa la sangre a un libro ya sólo quiere chupar sangre de libro. ¿Fue un error? Puede ser. O al menos eso es lo que piensan esos modernos que se precian de no leer novelas y saltan de alegría cada vez que oyen hablar del final del libro impreso y se ríen a carcajadas con la trampa en que caímos los chicos de provincias de los setenta, que según ellos nos entregamos a la literatura porque no podíamos entregarnos a las cosas grandes -a la política, a la guerra, a la televisión, al cine, al periodismo- y que, también según ellos, nos creímos que la literatura servía para ser más alto, más rubio y mejor, y aquí seguimos, bajitos, morenos y empeorando. Bellow pensaba que la literatura dejó de contar hacia los años treinta; Ozick piensa que todavía cuenta, aunque ya no cuenta como contó; yo, francamente, no sé qué pensar. Pero lo que sí sé es que hay por ahí todavía lectores vampiro, gentes capaces de apostarse enteras en cada frase y de jugarse el tipo en cada página, porque sienten todavía que la literatura es el mejor modo de que todo esto se vuelva más rico, más complejo, más intenso y más real; gentes nocturnas que sobreviven sorbiendo sangre ajena, tan seguras como todo el mundo de que no se salvarán, pero más dispuestas que casi todo el mundo a vender caro su pellejo. Aunque se les escape la risa.


El Pais Semanal Número 1.723, Domingo 26 de julio de 2009


El Club de la lucha de Chuck Palahniuk, 1996


Definitivamente, la fiebre por la lectura se ha apoderado de mi con fuerza. He vuelto a leer. Y mucho. Y además con el lujo de solventar alguna pequeña duda. Después de 30 años. Paciencia es una palabra que cobra significado a mi lado.

En su estreno, en 1999, disfruté lo mío con El Club de la lucha, la película, dirigida por David Fincher. Una buena película. Mi duda, quedaba en paso de la novela al cine. La larga lista de desmanes al trasvasar literatura al cine, no me hacia presagiar nada bueno. Aún así nunca he sentido una necesidad de buscar el libro, había buena vibraciones en la narración fílmica, también era la primera novela de un escritor desconocido y una historia bastante dura.

La espera ha sido larga, pero no hay pena. Ha sido una adaptación modélica, a una novela breve (me la leí en pocas horas). Con tantos años a sus espaldas hay bastante información sobre su autor y el libro, y se puede analizar en perspectiva lo que parece una especie de ayuda simbiótica entre la novela y la película. Acabaron triunfando el autor del libro y la película de El Club de la lucha, aunque ésta, a la hora de su venta en dvd, al parecer dictaminaron los estudios de cine que había sido un fracaso en taquilla, ya que solo recaudó 100 millones de dólares, vaya por Dios.

domingo, 30 de septiembre de 2018

Maneras de morir Por Javier Cercas


En su último libro, Diario de lecturas, Alberto Manguel acomete un experimento original: a lo largo de un año relee doce libros que le han gustado -uno por mes- y anota sus impresiones acerca de ellos. El resultado es al mismo tiempo inesperado y previsible: lo inesperado no es que Manguel lea con la pasión, perspicacia y sabiduría de siempre, ni que estos libros ya leídos -algunos clásicos indiscutibles de la literatura, otros menos conocidos-le sorprendan tanto o más que la primera vez que los leyó, sino que su lectura refleje la experiencia individual de quien los lee y el caos social y político en el que vive, igual que, inversamente, ese caos colectivo y esa experiencia personal reflejan e iluminan con una luz nueva las viejas palabras de los libros. Pero, como digo, esto era también previsible: después de todo, leer no es una experiencia separada de la vida, sino una experiencia como cualquier otra, a veces más intensa, verdadera y perturbadora que cualquier otra. Leemos por placer, pero también para vivir más. La literatura ilumina la vida, la vuelve más compleja, la ensancha; lo contrario también es cierto: la vida ensancha, ilumina y vuelve más compleja la literatura.

Uno de los libros que relee Manguel es El desierto de los tártaros, la novela de Dino Buzzati. En un determinado momento, después de copiar las palabras finales de la novela -en las que el narrador insta al protagonista a tener el valor de marchar al encuentro de la muerte "como un soldado", para que su existencia equivocada acabe bien-, Manguel declara: "En la hora de la muerte, esas son las frases que me gustaría recordar". Lo suscribo. Pero mientras leía las palabras de Manguel no pude dejar de pensar que el final de El desierto de los tártaros -uno de los más hermosos que conozco- es el reverso exacto del final de El proceso -uno de los más atroces que conozco-, la novela de Franz Kafka, con quien tantas veces se ha comparado a Buzzati. Mucha gente ha leído El proceso; menos, sospecho, El desierto de los tártaros. Se trata de una fábula en la que un joven teniente llamado Giovanni Drogo es destinado a una remota fortaleza asediada por el desierto y por la amenaza de los tártaros que lo habitan. Sediento de gloria y de batallas, Drogo espera en vano la llegada de los tártaros, pero en esa espera se le va la vida. Este planteamiento es transparentemente kafkiano: la mayoría de los relatos y novelas de Kafka no son más que la historia de un minucioso e infinito aplazamiento (el K. de El proceso nunca llega a ser procesado, ni siquiera a averiguar de qué se le acusa; el agrimensor de El castillo nunca es recibido en el castillo). La resolución de la novela, en cambio, no puede ser menos kafkiana. Porque al final de El desierto de los tártaros los tártaros llegan, pero la enfermedad y la vejez le impiden a Drogo satisfacer su sueño postergado de enfrentarse a ellos; lejos del combate y de la gloria, solo y anónimo en la habitación en penumbra de una posada, Drogo siente que se acerca el fin, y comprende que esa es la verdadera batalla, la que siempre había estado esperando sin saberlo; entonces se incorpora un poco y se arregla un poco la guerrera, para recibir a la muerte como un hombre valiente. El final de El proceso, repito, es el reverso exacto de éste. Una noche, dos hombres con levita y sombrero de copa, pálidos y corteses, van a buscar a su casa al protagonista. K. ignora quiénes son, pero -exhausto después de pasarse días y días perdido en un laberinto de covachuelas absurdas y oficinas inhóspitas, tratando en vano de averiguar cuál es el delito del que se le acusa los sigue sin protestar. Los dos hombres lo llevan a una cantera, y allí le clavan un cuchillo en el corazón. Antes de morir, K. ve cómo aquellos dos hombres, mejilla contra mejilla, le miran morir y piensa, "como si la vergüenza debiera sobrevivirlo", que está muriendo como un perro. No hay muerte más noble y más limpia que la de Drogo, que muere comprendiendo y asumiendo su destino, y muere a solas; no hay muerte más abyecta que la de K., que muere sin saber por qué muere, observado obscenamente por sus verdugos.

Los libros iluminan la vida, pero la vida también ilumina los libros; esa luz es a menudo atroz. Yo he leído el libro de Alberto Manguel y he recordado los finales opuestos de los de Kafka y Buzzatti justo en los días en que los periódicos y las televisiones se llenaban de jóvenes y alegres americanos torturando iraquíes, y también de militantes de Al Qaeda degollando a un muchacho americano. No sé si se ha reparado en el hecho de que, a la atrocidad perfecta de la tortura y el asesinato, se suma en esas imágenes el hecho de que el asesinato y la tortura sean públicos, de que los sonrientes verdugos no hayan olvidado infligir a sus víctimas la humillación última de convertir su dolor en espectáculo de masas, no hayan querido concederles la gracia mínima de morir como hombres y no como perros. Buzzatti nos consuela, pero Kafka tenía razón y no hay que engañarse: a las víctimas, la vergüenza las sobrevivirá; no a los verdugos. •

El Pais Semanal Número 1.446. Domingo 13 de junio de 2004

miércoles, 26 de septiembre de 2018

LAS ENCICLOPEDIAS Por Antonio Muñoz Molina



No soy partidario de acumular muchos libros, pero sí me gusta tener siempre al alcance de la mano algunas enciclopedias, sólidas hileras de tomos alineados por orden alfabético, con una firmeza de cosas constructivas, de ladrillos o cimientos, de sacos terreros de palabras y sabiduría protegiendo de la intemperie la hospitalidad de mi casa, la quietud de mi cuarto de trabajo. Tal vez no me gustarían tanto las enciclopedias si no hubiera estudiado de niño con la Enciclopedia Alvarez, que ahora, en su edición facsimilar, ha resultado ser un sorprendente best seller, y que a mí entonces me parecía el resumen colosal de todos los conocimientos posibles en el mundo, contenidos y apretados en un solo volumen, en aquel libro tan impresionante para nuestra mirada infantil cuando nos lo entregaban la primera vez, recién comprado en la papelería, intacto, a principios de curso, como un símbolo entre propicio y aterrador de que ya habíamos pasado de la cartilla y de las primeras letras a otras disciplinas más graves del aprendizaje.

En un solo libro se contenía todo el saber, la historia sagrada y las ciencias naturales, la gramática y la historia de España, la aritmética y la geometría, las vidas de los santos y las efemérides siniestras del calendario franquista: años después, con parecido asombro de totalidad, encontré en la biblioteca pública los volúmenes de lomo negro con letras doradas de la Enciclopedia Universal Ilustrada, el Espasa, que es al reino de los libros lo que la gran ballena azul al de los animales, la criatura más inmensa, la tentativa más desaforada de resumir el mundo entero en las palabras, de organizado alfabéticamente, en un delirio imposible de exactitud, en un sueño de clasificación y explicación que tiene toda la nobleza de los grandes proyectos ilustrados, toda la metódica locura de los eruditos inventados por Flaubert o por Borges. Abriendo al azar cualquier volumen de una gran enciclopedia puede encontrarse literalmente cualquier cosa. Yo me puse a hojear hace poco el tomo cuarenta del Espasa y me quedé horas leyendo sin ningún motivo el artículo oro, donde me enteré de todas las propiedades físicas de ese metal, de la historia de su extracción desde el Paleolítico, de la producción de oro clasificada por países a lo largo de todo el siglo XIX, así como de una relación de las mayores pepitas encontradas en el mundo, una de las cuales, de 76 kilos, se hundió para siempre en el mar cuando viajaba hacia España en un navío del siglo XVI.

En las enciclopedias está todo. Juan José Millas, que es gran devoto de ellas, recomienda siempre que se busque en el Espasa el artículo muerte: páginas y páginas de letra diminuta en las que se examinan todas las acepciones y todas las posibilidades del hecho de morir, tan horribles en su severidad teológica y en su detallismo médico como un largo informe forense. Borges decía que una gran parte de su literatura no habría existido sin la Enciclopedia Británica. Yo la consulto siempre, a veces para obtener algún dato que me hace falta en mi trabajo, pero sobre todo por el simple gusto de encontrar cosas, historias de países y mapas de ciudades, relatos de exploraciones, biografías de gente desconocida para mí, de oscuras celebridades menores que habrían desaparecido definitivamente en el olvido si no fuera por la hospitalidad generosa de las enciclopedias. El Espasa, la Enciclopedia Británica, el Gran Larousse, le permiten a uno la sensación a la vez tranquilizadora e inquietante de poseer al alcance de la mano un resumen del universo: todas las cosas, todas las palabras, todas las vidas, parecen estar ahí, delante de nosotros, dóciles a nuestra mano y a nuestra mirada, clasificadas, detenidas, salvadas de la confusión y el desorden de la realidad exterior.

Pero ahora otra enciclopedia ha venido a agregarse a las queridas enciclopedias del pasado, tan anacrónicas en el fondo, tan monumentos dinosáuricos de la edad de la imprenta. A través de la misma pantalla donde escribo estas palabras ingresaré si quiero en ella dentro de unos minutos, con sólo teclear unas claves de acceso: no está en el papel, no ocupa, como las otras, un pesado lugar en el espacio, no tiene orden ni clasificación posible, se renueva y se agita a cada momento, está en cualquier parte y en ninguna parte, me permitirá viajar en décimas de segundo a cualquiera de las ciudades cuyas fotos he visto en las otras enciclopedias, conversar con un desconocido en el otro extremo del mundo, comprarme un libro en Hong Kong, reservar una habitación de hotel en Brasilia, leer las páginas deportivas de un diario de Sidney. Adicto a las enciclopedias, inevitablemente me dejo atrapar por la enciclopedia y la malla infinita de Internet, pero también me doy cuenta del riesgo de su hechizo, que es el mismo, en el fondo, de las palabras impresas, de las imágenes planas del cine. Apago el ordenador, algo mareado, salgo a la calle, y el primer golpe del aire frío y el sol de la mañana me despejan, me despiertan, me abren los ojos a la hermosa enciclopedia instantánea de la vida real.


El Pais Semanal Número 1.118. Domingo 4 de marzo de 1998




sábado, 25 de agosto de 2018

El cuento de nunca acabar

Los recursos para mantener la atención del espectador enlazan las series con mecanismos de las narraciones del pasado

JOSÉ ANTONIO MILLÁN
3 ENE 2016

El protagonista de The Walking Dead descubre que el presunto refugio contra los zombis en realidad es una trampa, que encierra a todos sus compañeros, y se acaba la temporada. La primera ministra en la serie danesa Borgen concluye unas difíciles conversaciones de paz cuando le avisan de que su hija está en el hospital, y se acaba el episodio. El protagonista de la cuarta parte de Las vampiras, película dividida en 10 partes (1915-1916), proclama —en un cartel, porque es cine mudo—: “¡Hay un traidor entre nosotros!”, y se termina la entrega. En uno de los 80 capítulos del serial radiofónico Ama Rosa (1959), el médico le dice a la madre que debe dar en adopción a su hijo recién nacido, y suena la sintonía musical del final. Pero también Don Quijote está a punto de batirse en duelo con un vizcaíno, ambos tienen las espadas en alto, y se cierra el capítulo.

El truco de detener una narración en el punto culminante es muy antiguo y no lo inventaron ni los guionistas de las series televisivas del siglo XXI, ni los autores de seriales radiofónicos del franquismo, ni siquiera los novelistas del Siglo de Oro. Se remonta al siglo IX, o antes. Los anónimos compiladores de las Las mil y una noches hacen que Sherezade, condenada a muerte tras una noche con el rey, como todas sus esposas, obtenga un día más de vida interrumpiendo su relato. Ante eso el rey sólo puede concluir: “¡Por Alá! No la mataré hasta que haya oído la continuación de su historia”.

El deseo de saber qué va a ocurrir tras un final de suspense puede ser muy poderoso. En la obra de Valle-Inclán Luces de bohemia, una chica llega a una librería y pregunta: “¿Ha salido esta mañana entrega de El hijo de la difunta? ¿Sabe usted si al fin se casa Alfredo?”. La niña aclara: “Es doña Loreta la del coronel quien lo pregunta”. Y el librero contesta: “Niña, dile a esa señora que es un secreto lo que hacen los personajes de las novelas. Sobre todo en punto de muertes y casamientos… Estaría bueno que se divulgase el misterio. Pues no habría novela”. En efecto: el deseo de saber qué pasa es el resorte que mantiene la fidelidad de quienes siguen una narración, sobre todo cuando ésta se interrumpe, como en los folletones o novelas por entregas. Es famoso el caso de cómo los seguidores americanos de la novela de Dickens The Old Curiosity Shop preguntaban desde los muelles a los pasajeros del barco que traía de Inglaterra las nuevas entregas: “¿Ha muerto la pequeña Nell?”.

Uno de los recursos que utilizan las ficciones es anunciar anticipadamente lo que va a ocurrir. Esto se usa incluso en las narraciones largas como el Quijote: “Salió a plaza la maldad con tanto artificio hasta allí cubierta, y a Anselmo le costó la vida su impertinente curiosidad”. Este anuncio, nada menos que de la muerte del protagonista, cierra uno de los capítulos de la novelita ‘El curioso impertinente’, contenida dentro del Quijote. Pero este anticipo es también frecuente en las series televisivas, cuando al término de un episodio se nos alerta: “Próximamente…”, y asistimos a unos flases del siguiente.

La operación simétrica es resumir lo que ya ha sucedido, lo que se llama recap (de recapitulación) en la jerga de las series de televisión. Típicamente, al comienzo de un episodio nos avisan “Previously in…”. Pero de nuevo este recurso lo usan muchas narraciones: “Dejamos en la primera parte desta historia al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote con las espadas altas y desnudas”. Anticipos y recaps son las puntadas con que los narradores cosen la atención de su público entre episodios.

Los autores de novelas populares de siglos pasados, al igual que los productores de series de televisión actuales, tenían interés en que la obra durara lo más posible. Los escritores cobraban por página, lo que explica que El conde de Montecristo tuviera 139 entregas como folletón en un diario. Cuando una narración o una serie triunfan, no es extraño que sus responsables quieran tomar las riendas del negocio: eso hizo Alejandro Dumas cuando fundó un diario para publicar sus propias obras… o Julianna Margulies, protagonista de The Good Wife, convertida en su productora desde la tercera temporada.

Aunque hay series televisivas que se conciben como cerradas (True Detective), lo más normal es que la continuación quede abierta, como pasa en la española El Ministerio del Tiempo. De esta manera, si hay éxito, siempre se puede prolongar. Pero lo mismo ocurría en las novelas: cuando apareció el Quijote en 1605, Cervantes no tenía posiblemente la idea de continuarlo, pero por si acaso acabó anunciando: “Don Quijote la tercera vez que salió de su casa fue a Zaragoza”. Quien llevó a Zaragoza al caballero no fue Cervantes, sino el avispado autor que se ocultaba bajo el nombre de Avellaneda en la continuación apócrifa. Escaldado por ese robo, Cervantes decidió, al final de su segunda parte, matar a su protagonista. Y no sólo eso, sino que levanta acta legal de lo ocurrido: “Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio cómo don Quijote de La Mancha había pasado desta presente vida, para quitar la ocasión de que algún otro autor le resucitase falsamente y hiciese inacabables historias de sus hazañas”.

Pero el público puede realmente pedir que las historias sean inacabables. Arthur Conan Doyle mató a su famoso personaje Sherlock Holmes en The Final Problem: “Debo conservar mi mente para mejores cosas”, le escribió a su madre, “Aunque eso signifique que tenga que enterrar mi billetero con él”. Sin embargo los lectores no lo aceptaron, y el autor debió publicar otra narración, El perro de los Baskerville, cuya acción transcurría antes de la muerte novelesca de Holmes, y después otra cuyo punto de partida era que en realidad el detective no había muerto…

Las series televisivas matan también a sus personajes, normalmente a final de temporada. La razón, de peso, es que a los personajes los encarnan actores, cuyos contratos habrá que renovar, y puede que entre medias su popularidad haya crecido, y su caché también. Posiblemente por eso, hacia el final de la tercera temporada de Juego de tronos tiene lugar una matanza que acaba con varios de los principales protagonistas de la serie. Pero también hay a veces soluciones creativas: el actor Harrison Ford dudaba si continuar en La guerra de las galaxias tras su contrato para El Imperio contraataca. El productor, George Lucas (que por cierto se había inspirado para su saga en las series de la época del cine mudo), decidió poner a su personaje, Han Solo, en animación suspendida: de ese modo, si Ford se arrepentía, siempre podría reaparecer en la siguiente entrega, que es lo que de hecho ocurrió.

En el futuro, cuando los actores negocien la cesión de su imagen virtual a las productoras, estas podrán hacer uso de sus interpretaciones ilimitadamente y sólo morirán cuando sus creadores lo decidan, porque el favor del público les haya abandonado…

José Antonio Millán es lingüista.


El Pais, Domingo 3 de enero de 2016


viernes, 24 de agosto de 2018

Kaputt Mundi por Ben Pastor

Roma caput mundi regit orbis frena rotundi
“Roma, cabeza del mundo, sujeta las riendas del orbe”
(Sello imperial)



Kaputt  Mundi Ben Pastor, 2002
Traducción: Ana Herrera Ferrer


Llevaba mucho tiempo sin el ansia de leer. Ansia, casi desesperación, por leer. Devorar páginas con muchos elementos interesantes. Pero empecemos por el principio.

Con los miles de libros que se publican cada año, se me hace difícil buscar entre la vorágine de publicaciones. Así pues, buscando apoyo en algunos folletos publicitarios sobre libros, aún queda alguno, intento discernir algún autor o libro que me interese.

Una vez localizados algunos candidatos posibles, y tras su adquisición, comienzo a leer. Estamos en verano y los días son largos.

Y entonces ocurre: Kaputt Mundi escrito por Ben Pastor

Novela policíaca ambientada en la Segunda Guerra Mundial, el protagonista hauptmann (capitán) Martin Bora milita en el ejercito alemán, y en plena guerra, se implica completamente en resolver asesinatos, aparentemente sin conexión con la guerra, asesinatos digamos, civiles.

Avanzando en la lectura me asombro ante personajes solidos, tramas diferenciadas, y una ambientación más solida aún. Y conste que me quedo corto calificando de solida la ambientación. Es fácil creer que estas entre los personajes, que vives con ellos. Son muchos los detalles que permiten implicarse en una época del pasado.

Es curioso, que a pesar de la seriedad, y la profundidad de la información, de la enormidad de datos que alimenta la novela, se lee con fluidez.

Por supuesto, maravillado ante “una” novela, descubro con alegría que hay muchas mas novelas de protagonista Martin Bora, y aunque repite un esquema regular, el cambio de escenarios por Europa, que Bora sea un espía, aparte de militar de carrera y muchas otras cosas, hace que disfrute una y otra vez.

Hay algo que quiero comentar, tal vez sea una tontería, pero en las tramas de las novelas de Bora aparecen regularmente destellos de España y de los españoles, sobre todo de los que han perdido la guerra civil.

Ben pastor es el seudónimo de María Verbena Volpi, una profesora de arqueología italiana, casada con un militar. A mi juicio, haciendo un trabajo excelente.


martes, 17 de julio de 2018

Gilgamesh

"Y tú, Gilgamesh, tú que llegaste aquí tras un viaje muy largo y peligroso, regresa a casa tranquilo y con el alma serena, y no te obstines en recuperar la fuerza de tus primeros años, porque la planta de tus latidos, la flor de la vida, el remedio contra la angustia no existen. La vida se nos escapa entre los dedos, rey de Uruk, y lo único que puedes hacer es vivirla".

viernes, 6 de julio de 2018

Ciencia-ficción jurásica

Un español inventó la máquina del tiempo antes que H.G. Wells. Puede parecer increíble, pero es así. Internet permite ahora recuperar estas y otras historias fantásticas de hace un siglo.



Don Sidulfo García, zaragozano solterón, astilló una idea revolucionaria de se cráneo después que su sobrina y su criada rechazaran sus propuestas eróticas. ¡El anacronópete! ¡Una máquina del tiempo! La idea que desollaría la historia, que inventaría un mundo nuevo (con sobrinas y criadas sumisas, por supuesto). En 1887, el escritor madrileño Enrique Gaspar concibió la primera máquina del tiempo de la literatura de ciencia-ficción, ocho años antes de la mítica The time machine, del ingles H.G. Wells.

¿El anacronópete? Incluso es complicado de vocalizar. La novela andaba desaparecida, gravitando en la memoria de algunos lectores centenarios. Hace dos años la Asociación Española de Fantasía y Ciencia Ficción (AEFCF), escarbó en los rincones de bibliotecas privadas hasta que encontró la milagrosa máquina. En la exploración, tres clásicos españoles más esperaban ser desenterrados de los musgosos anaqueles: El último héroe (1913), El secreto de Lord Kitchener (1914) y El amor dentro de 200 años (1932).




Una idea peligrosa

 Sindulfo había diseñado una nave cuadrúpeda –ensartada por cronómetros y barómetros- que se abastecía de electricidad. El ovni lucía cuatro cucharas gigantes atadas en los ángulos con el fin de arrancar la costra de gérmenes atmosféricos que, según el hidalgo, forman el tiempo. El mecanismo era sencillo: sobrevolar la Tierra en sentido contrario hasta llegar al pasado. “Es una obra que tiene la ingenuidad de cualquier novela de principios de siglo. Si hay que viajar en globo a Venus se viaja y no se plantea como se va respirar”, explica Javier Romero (32 años), portavoz de la AEFCF.

 Ingenuidad que se conserva fresca. Las cuatro ficciones acaban de ser editadas en disquetes por la asociación después de una meticulosa labor: escanear los únicos libros que se conservan. “Son los textos que no se había vuelto a publicar desde su primera edición (aunque el Circulo de Lectores ha lanzado hace poco la obra de Gaspar) y lo que buscamos es que se conozcan”, agrega Romero. Las novelas estás libres de derechos de autor y la AEFCF las ofrece gratuitamente a quienes contacten con ellos a través de la Red.

La novela El anacronópete vendió en su momento 10.000 ejemplares, un best seller para la época. El culebrón de un vejete que invertía la herencia de su esposa (muda) en un artefacto exótico realmente destinado a seducir a su rolliza sobrina, entre otros fines, enganchó a los lectores.



Mentes calenturientas

 El tono de las novelas es más visceral que científico. En El último héroe (1913), su autor, Roque de Santillana (agobiado por la inminente guerra), crea un Superman con poder para pulverizar Ejércitos, no con rayos X, sino con un pedazo de minicañon nuclear. En El secreto de Lord Kitchener (1914), de Domingo Cirici, la guerra es un hecho, pero tiene un sorpresivo invitado: España. El país recibe la unción por solicitud encarecida de una tal miss Pankurst, una especie de Thatcher primigenia.

“Pronto correréis como gallinas, ¡oh, cobardes germanos!, cuando pisen vuestros talones los bravos soldados de España, los descendientes de aquella raza invencible y generosa que fue asombro del mundo”. Los ingleses (azuzados por la aviación alemana), de repente se confesaban admiradores de los vecinos del sur al punto de publicarlo en sus periódicos.

“De la novela de Cirici se editaron unos doce mil ejemplares en España y cuarenta mil en Alemania”, asegura Agustín Jauregitzar (66 años), propietario de la rarísima biblioteca (5.000 libros de ciencia-ficción), donde dormían las curiosidades literarias ahora recuperadas. En aquel enjambre de alucinaciones y visiones científicas, la prehistoria española del género posee unos saurios considerables. “Un manuscrito español de 1541 tiene el mérito de ser el primero en hablar de un viaje a la Luna. Lo escribió un cura, Juan Maldonado. Desde esa fecha hasta comienzos del siglo XX existen unos cuarenta libros reseñables”, comenta Jaurengitzar mientras nos enseña su colección.

Y si hay que destacar rarezas, las utopías del militar anarquista Alfonso Martínez Rizo, sugieren un plus febril. En la novela 1945 el advenimiento del comunismo libertario, el puntilloso escritor advierte sobre la “caída de la burguesía” y por tanto del pudor. En El amor dentro de 200 años (1932) su visión erótico festiva del mundo alcanza el clímax. Amor y sexo fácil, instintivo salvaje, sin tantas antesalas chorras. ¡Vaya abuelito! Y luego dicen que en el pasado no cultivaban sanos pensamientos. Texto: Juanjo Robledo Ilustración: Javier Olivares



El País, Viernes 16 de Marzo de 2001

jueves, 5 de julio de 2018

AZNAR EN VENUS


"Desengáñese, señor Aznar. En el universo podrá haber muchas humanidades, pero ninguna recibió de Dios un alma semejante a la nuestra. Estas criaturas de silicio no son hombres. Son bestias, monstruos, !lo que usted quiera¿, pero nunca hijos de Dios". Abominables bestias grises, cerebros electrónicos, hombres de Venus... Nadie parece suficiente enemigo para el genio y brío de un Aznar. Por lo menos, los integrantes de la saga homónima, una estirpe privilegiada que, en cada generación, aporta a la humanidad un gran estadista, un genio militar o, ya puestos, un Papa. Ficción, por supuesto, nacida de la pluma de un tal George H. White, cuya impronta anglosajona esconde un nombre español, el del valenciano Pascual Enguínados Usach.



La saga de los Aznar, galardonada con el premio a la mejor serie europea de ciencia ficción en la Eurocon de Bruselas (1978), constituye una de las primeras muestras de la moderna ciencia ficción... ibérica. Nacida a la sombra de la influyente ciencia ficción anglosajona, la saga se inicia en 1953 con Hombres de Venus, ópera prima que muestra las desventuras de ese héroe atípico, un temerario Aznar, de nombre compuesto... Miguel Ángel, teniente piloto de las Fuerzas Aereas Norteamericanas y más español que la bandera. En opinión de Carlos Saiz Cidoncha y Pedro A. García Bilbao, autores de Viajes de los Aznar (1997), exhaustiva aproximación a esta serie mítica, Aznar es una mezcla de Apolo clásico, Arnold Schwarzenegger y latin lover. Todo un personaje. A lo largo de 33 títulos, que vieron la luz hasta 1958, posteriormente revisados y ampliados con 24 nuevas entregas entre 1974 y 1978, Miguel Ángel Aznar y su estirpe se expanden por el sistema solar hasta conquistar una porción apreciable de la Galaxia. Una Galaxia ibérica, como si dijéramos, donde abundan los apellidos castellanos, y cuya lengua oficial, en todo planeta humano habitado es...el español. Anda que no. Planetas, dicho sea de paso, donde impera un cristianismo sin mácula y muchos otros valores patrios.
Pese a los innumerables errores científicos de la primera entrega de la saga, que el propio Enguídanos (o White) intentó maquillar en la segunda época, la serie goza de una entrañable frescura y originalidad. Así, y a diferencia de lo que se venía haciendo allende los mares, la saga de los Aznar presenta un universo moderadamente fiel a la relatividad einsteniana.



Nada de imperios galácticos (ingobernables por las limitaciones de la velocidad de la luz), ni siquiera el manido recurso del hiperespacio. El lento proceso de expansión de la raza humana por la Galaxia viene acompañado por la creación, cual reinos taifas, de diversos centros de poder. El autogobierno se limita a los dominios de un sistema planetario sin existir ligazón alguna con el gobierno central. Una curiosa Galaxia de las autonomías gobernada por los Aznar... Pero no toda la obra de Enguídanos resulta compatible con la relatividad: Ragol singular planeta errante, surca el espacio a 400.000 kilómetros por segundo, más rápido que la luz. Pero es el autoplaneta Valera, con su capital, Nuevo Madrid, la que ilustra a la perfección un problema inherente a los vuelos relativistas. El desplazamiento a velocidades muy próximas a la de la luz comporta el conocido efecto de dilatación del tiempo: dentro de la nave el tiempo se lentifica, mientras que en el exterior el tiempo transcurre más rápidamente. En un viaje de muchos años-luz, esa diferencia de tiempo relegaría la avanzada tecnología de una nave de asalto al olvido. En cambio, en la saga, el autoplaneta Valera constituye siempre la avanzadilla tecnológica, con un sorprendente armamento que incluye rayos Z, bombas verdas y... luz sólida (sic)
Ya lo saben, el futuro de la Galaxia es español. Como se entere José María... Texto: Jordi José/Manuel Moreno


 El Pais de las Tentaciones 27 de diciembre de 2001




Pulp Life (Vida Mostrenca)



1 El 19 de diciembre de 1986, la actriz Susan Cabot murió después de que su propio hijo le propinara una gran paliza. Con una biografía en la que confluyen abusos infantiles, desengaños amorosos y vaivenes profesionales, la Cabot ha pasado a la historia del cine de culto por su encuentro con el rey de la serie B Roger Corman. De su relación surgieron Carnival rock, Sorority girl, La guerra de los satélites, Viking women and the sea serpent - todas ellas de 1957-, La ley de las armas (1958) y el que sería el mejor trabajo de la actriz, La mujer insecto (1960). Fijémonos en cómo riman vida y arte: en La mujer insecto, la Cabot encarnaba a una cosmetóloga que se inyectaba jalea real en las venas para conseguir la juventud eterna. Inevitablemente, por pura lógica del género, acaba convirtiéndose en un monstruo. Timothy Cabot, el hijo y verdugo de esta fugaz estrella, nació el 27 de enero de 1967 en Washington, tras un parto que requirió una cesárea de emergencia para liberar el ovillado intestino de la madre. prematuro y aquejado de ictericia, el bebé estuvo hospitalizado durante sus dos primeros meses y medio de existencia. Años después, los médicos determinaron que los periódicos ataques del niño estaban causados por una hipoglucemia aguda. Pero lo peor estaba por llegar. En 1970, ese hijo de padre desconocido, que Susan Cabot atribuía, alternativamente, a un aristócrata inglés o a un agente de la CIA o del FBI - aunque el abogado de la familia consideraba fruto del affaire entre la actriz y el rey Hussein de Jordania-, vio cómo su vida se transformaba en una película de serie B. Los médicos le diagnosticaron enanismo y propiciaron su conversión en cobaya para experimentar una nueva hormona de crecimiento extraída de la pituitaria de cadáveres humanos. Susan Cabot sobreprotegió al hijo hasta extremos rayanos en lo malsano, aislándolo de ese mundo real que sabía hostil. La hormona experimental obró milagros: Timothy logró superar en cuatro pulgadas la altura de la madre. Pero la Cabot, cada vez más desequilibrada, dejó de suministrar correctamente la medicación a su hijo, que acabó convirtiendose en un monstruo. Conclusión: la vida y la serie B son vasos comunicantes. Las películas de monstruos son un espejo. No nos hace falta ser Susan Cabot para poder entender nuestra vida a través de la serie B (o Z). Todas nuestras vida son, cada día más, vidas pulp.



2 Esta historia sirve como referente al soberbio relato de Rodrigo Fresán Historias con monstruos , del volumen colectivo Invasores de Marte (Mondadori, Almanaque de invierno, Reservoir Books). El volumen es lo más parecido a una versión fin-de-milenio de esos pulp magacines que fertilizaron el imaginario colectivo americano de los cincuenta con hiperbólicas invasiones extraterrestres, surreales mutaciones y surtidas derivaciones del terror atómico. También podría interpretarse Invasores de Marte como un episodio de la serie La dimensión desconocida hecho libro: Javier Calvo -el Rod Sterling particular de esta operación, que abre el volumen con un texto sobre la mutación autorreflexiva de la ficción de género -lanza a un puñado de escritores en lengua hispana a la Realidad Paralela de la literatura de terror y ficción científica, en cuyo seno acabarán descubriendo que los trucos serie B sirven para lo mismo que la narración - o la poesía - sin adjetivos: para entender cosas. Tras la estimulante sucesión de delirios -del vampirismo republicano a los combates en clave manga-, el libro se cierra con un ensayo-espectáculo de Eloy Fernández Porta que amplifica el alcance del juego, vinculándolo a las últimas derivaciones del postmodernismo literario. Mi consejo: déjense abducir por este sobrecogedor expediente x del mercado editorial.

Texto: Jordi Costa Ilustración: Darío Adanti.


El Pais de las Tentaciones

martes, 10 de abril de 2018

Utopia Por Javier Cercas

Una escena. Transcurre en el café Arcos, en Praga, a finales de 1909. Dos jóvenes que se han conocido por azar conversan sentados a una mesa. El primero tiene veintiséis años: es tímido, es checo, es doctor en Derecho por la Universidad Alemana y trabaja en una compañía italiana de seguros, pero sobre todo es escritor; el segundo tiene veinte años y también es artista, un artista fracasado que se gana la vida pintando tarjetas postales y vive semiclandestinamente en Praga porque, además de ser un artista, también es un desertor austríaco. Los dos jóvenes conversan; mejor dicho: el pintor habla y el escritor escucha. Los ojos del pintor escupen fuego; su boca, la utopía atroz de un mundo convertido en una inmensa colonia penitenciaria. El escritor, que es escritor porque sabe escuchar, sigue escuchando, atónito, y mientras lo hace piensa que las palabras preparan el camino de las cosas, son precursoras de actos venideros, chispas de incendios futuros. Piensa: "Si estas palabras pueden ser dichas, entonces es que pueden ser realizadas". Ya lo han adivinado: el escritor se llama Franz Kafka; el pintor, Adolf Hitler. Ya lo han adivinado: la escena no es real, aunque sí verosímil: la inventó Ricardo Piglia para su novela Respiración artificial.

Una ficción. Se titula 'El país de los ciegos' y su autor es H. G. Wells; se publicó en 1901. En el territorio más inhóspito de los Andes ecuatoriales hay un valle angosto y confinado cuyos habitantes, que han permanecido aislados del mundo durante generaciones, son ciegos: los niños nacen ciegos; los últimos viejos que han gozado de la vista han muerto; todo el mundo ha perdido la memoria de lo que significa ver; las casas no tienen ventanas ni luz ni colores. Un día, accidentalmente, llega a ese lugar imposible un hombre procedente del mundo exterior. Al principio, el hombre piensa que ese valle es el paraíso, porque en él reina una armonía perfecta; luego piensa: "En el país de los ciegos, el tuerto es el rey". Pronto advierte que se equivoca: advierte que en ese país no rigen las reglas del exterior, que los ciegos han instaurado sus propias reglas, que él no domina esas reglas, que los ciegos lo consideran un ser inferior e idiotizado y que por eso él es allí un hombre perdido e inútil, tan inútil y tan perdido como un ciego en el mundo exterior. El paraíso se convierte en infierno: una utopía atroz.

Una realidad. Leí el cuento de Wells en la adolescencia, y me gustó tanto que en cuanto tuve oportunidad lo traduje al castellano. Durante muchos años pensé que -dado que si unas palabras pueden ser dichas, entonces es que pueden ser realizadas, dado que en cierto modo el lenguaje crea la realidad- en alguna parte había o había habido o habría un lugar como el de Wells, puesto que, si algo ha podido ser imaginado, es que existe o ha existido o existirá (tal vez incluso la máquina del tiempo de Wells es teóricamente posible, al menos si aceptáramos que Einstein enseña que si viajáramos más deprisa que la luz, veríamos el futuro). Ahora he averiguado que si no existió un país de los ciegos, existió por lo menos un país de los sordos. Lo cuenta el neurólogo Oliver Sacks en Veo una voz, un ensayo apasionante sobre la sordera. En la isla de Martha's Vineyard, en Massachusetts, hubo, desde la llegada de los primeros colonos sordos en 1690, y a lo largo de doscientos cincuenta años, una forma de sordera hereditaria producida por un gen recesivo debido a la endogamia. A mediados del siglo XIX, casi todas las familias de la isla estaban afectadas, y en algunos pueblos el número de sordos había llegado a ser de uno de cada cuatro. Por ello, toda la comunidad aprendía a hablar por señas, y había un intercambio libre y pleno entre oyentes y sordos; de hecho, a los sordos apenas se los consideraba sordos, y desde luego no se les consideraba en absoluto impedidos. Cuando Sacks conoció la existencia del país de los sordos, viajó, un poco incrédulo, a visitarlo. Más incrédulo aún, comprobó que, aunque el último sordo había muerto en 1952, el lenguaje de señas seguía vivo en la isla, y no sólo para ocasiones especiales (contar chistes verdes, hablar en la iglesia), sino en la comunicación habitual, sin duda porque se trata de un lenguaje tan rico y eficaz como el hablado. Sacks conversó con una anciana que mientras dormía trazaba sobre la colcha fragmentos de signos, como si estuviera tejiendo; no tejía: soñaba por señas.

Una idea. Italo Calvino afirma que 'El país de los ciegos' es un apólogo moral y político, "una meditación sobre la diversidad cultural y sobre la relatividad de toda pretensión de considerarse superior". Lo primero es cierto: el viajero llegado del exterior no tiene más remedio que aceptar la insensata visión del mundo a la que su incapacidad obliga a los ciegos; lo segundo, obviamente, también. Me pregunto si la increíble pero real comunidad de Martha's Vineyard no es también una suerte de apólogo, una esperanzada afirmación de que, por asombroso que parezca (pero quizá todo lo que puede imaginarse existe o ha existido o existirá), el paraíso no siempre es una utopía atroz. •


El Pais Semanal Número 1.428. Domingo 8 de febrero de 2004


miércoles, 28 de febrero de 2018

Cuando Sherlock Holmes derrotó a Conan Doyle

Dos nuevos libros recuerdan la relación del escritor escocés con un personaje más poderoso que su creador

GUILLERMO ALTARES

26 FEB 2018



Manuscritos de Arthur Conan Doyle, exhibidos en Christie's en Londres. FIONA HANSON GETTY

Sherlock Holmes nació porque un médico escocés de cabecera, que no ganaba casi ni para encender el gas, tenía la consulta siempre vacía. Aquel doctor se llamaba Arthur Conan Doyle y había encontrado un modelo para su detective en uno de sus profesores de la Facultad, Joseph Bell. Pocos personajes han tenido un impacto tan tremendo en la sociedad que les vio nacer como Holmes y pocos han logrado prolongar su sombra de forma tan profunda sobre el futuro. De hecho, cuando su autor, que quería seguir otros caminos literarios, tuvo la peregrina idea de matarlo en las cataratas de Reichenbach, no le quedó más remedio que resucitarlo al poco tiempo ante la furia de sus lectores. El propio Conan Doyle escribe en un artículo recuperado ahora dentro del volumen que recoge sus textos de no ficción, Mis libros. Ensayos sobre lectura y escritura: “Que Sherlock Holmes es para mucha gente cualquier cosa menos un personaje de ficción lo demuestran todas las cartas que he recibido dirigidas a él y en las que formulan peticiones”. Un banco situado en la famosa dirección de 221B Baker Street, que no existía en la época en que fue creado el personaje porque la calle era más corta, tuvo que contratar a alguien para responder todas las misivas dirigidas al detective.


El periodista estadounidense Michael Sims reconstruye en su estupendo libro Arthur y Sherlock la creación del detective y de su compañero John Watson en 1887. El surgimiento de un personaje tan perdurable siempre tiene un componente casual, incluso en su nombre —pensó en llamarlo Sherrington Hope—, aunque también tiene algo de inevitable. Sims revela la fascinación de Conan Doyle por su viejo profesor de medicina, que impresionaba a sus alumnos con su capacidad deductiva, pero su personaje también refleja la época que le tocó vivir, el enorme interés por la ciencia que estaba cambiando por completo el mundo durante la Revolución Industrial, así como la invención de la novela policiaca por parte de Poe, entre otros autores. El triunfo de Sherlock Holmes también refleja el profundo cambio que ha vivido el mundo editorial en un siglo y medio: el personaje sólo cuajó cuando comenzó a ser editado por la revista Strand, no en los libros (se trata del equivalente decimonónico de las series).

Al final, el estudio de Sims representa una reflexión sobre el poder y el misterio de los personajes de ficción. Conan Doyle fue, sin duda alguna, un escritor de enorme talento, pero siempre inferior al de su mayor creación. De hecho, el autor del detective más listo del mundo llegó a creer en las hadas. No es extraño que, en un momento dado, decidiese matarlo para seguir adelante. Su derrota demuestra hasta qué punto su personaje fue siempre mucho más importante que él.

Arthur y Sherlock.
Conan Doyle y la creación de Holmes
Michael Sims
Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona. Alpha Decay, 2018
375 páginas. 24,90 euros-

Mis libros. Ensayos sobre lectura y escritura
Arthur Conan Doyle
Traducción de Jon Bilbao
Páginas de Espuma, 2017
304 páginas. 25 euros.


El Pais Babelia

viernes, 12 de enero de 2018

Paradójica escritura Por Jose María Gueldenzu

Todo escritor ha sido antes un feliz lector, pero llega un día en el que algo le hace cambiar de actitud, un día en el que la pasión cambia de dirección. Ya no le basta con leer, ahora le asalta la idea de escribir, quiere participar de ese mundo asombroso de la ficción como creador. Cuando esto sucede, es habitual que la decisión proceda de la fascinación por un autor a por una literatura. En mi caso, la revelación se produjo cuando leí El hombre que fue Jueves, el momento único en que me dije: “Yo quiero hacer esto”, el comienzo de una vocación.

El hombre que fue Jueves es una fábula llena de ingenio y de propuestas audaces, que trata del mal y la libertad de elección y despereza la imaginación de cualquier lector. Cuenta la existencia de una tremenda conspiración anarquista de alcance mundial que amenaza a la civilización occidental. El grupo de conspiradores se caracteriza por ser tan ruidoso como misterioso: se reúne a la vista de la gente. En él se introduce con habilidad Gabriel Syme, verdadero héroe caballeresco, bajo el nombre de Jueves, dispuesto a salvar a la humanidad en peligro. Poco a poco va desenmascarando a cada conspirador (tantos como días de la semana) corriendo toda clase de aventuras a cual más sorprendente hasta llegar al número uno, a Domingo. Tras una loca persecución le da alcance y el poeta descubre el verdadero sentido de la conspiración y regresa al punto de partida, donde una joven pelirroja se entretiene cortando lilas mientras llega la hora del almuerzo.

A Chesterton se le aplica un método de escritura: la paradoja (que para él es el modo de reconocer la verdad). Junto al ingenio que supone ese ejercicio, lo que cautiva verdaderamente de él es su jovialidad, su alegría de procedencia mediaval, el modo en que disfruta escribiendo y discutiendo, el uso del contraste (más que el de la paradoja), su formidable vitalidad y sentido del humor y su bendita tendencia a la exageración. Todo ello, en un hombre que se convirtió al catolicismo porque era “la religión que menos creencias absurdas exigía” y porque “cuando uno deja de creer en Dios enseguida se pone a creer en cualquier cosa”. De hecho, se admiraba de que la Iglesia de Roma, “que tanto debía de saber sobre el bien, supiera tanto sobre el mal”: esta reflexión ilustra a la perfección su estilo expresivo. Chesterton combina a la perfección su conservadurismo, su inteligencia, su peculiar modernidad y la paradoja, que explica también la aparición frecuente, pero no aplastante, de lo sobrenatural, del milagro incluso; pero un milagro que viene siempre a mostrar el sentido natural de las cosas como, por ejemplo, que “lo más increíble de los milagros es que existan”.

En sus historias el humor legítima siempre lo inverosímil –como vio muy bien Alfonso Reyes- y el simbolismo permite al autor saltar fantásticamente del suceso humilde al comentario trascendental. Así sucede con la proclamación unilateral de independencia (y más cosas, claro) de un barrio de Londres en El Napoleón de Notting Hill, en el discurso apologético de La esfera y la cruz, en la invención de las profesiones más absurdas y coherentes en El club de los negocios raros o en el canto a la alegría de la vida en La taberna errante, donde encontraremos la impagable Hostería de El Ahorcado Alegre. Y, con su toque sobrenatural y su sentido común, la figura admirable del Padre Brown y sus intrigantes y profundos relatos de misterio, que contienen el milagro de su escritura.


El Pais, Babelia Nº 1.358, Sábado 2 de diciembre de 2017

martes, 9 de enero de 2018

La grandeza de lo mínimo Por Javier Cercas


El protagonista de '1984', la parábola de George Orwell, tiene un trabajo atroz que realiza en una polvorienta covachuela del Ministerio de la Verdad: colabora en la confección de un "Informe transitorio" destinado a completar una edición del Diccionario de neolengua, aunque ni siquiera él parece saber con exactitud sobre qué está informando. "Era algo que tenía que ver con la pregunta de si las comas se deberían colocar dentro o fuera de los paréntesis". El detalle subraya hasta el delirio la opinión que el arte de la puntuación le merece al común de los mortales: se trata de una minucia inútil y exasperantemente anodina que sólo sirve para torturar a protagonistas de pesadillas kafkianas. No hay duda de que la escuela española comparte ese veredicto: la prueba es que consagra horas y horas a enseñarles a los niños la comparativamente sencilla ortografía del castellano y apenas dedica tiempo a enseñarles a puntuar un texto, en parte (es de suponer) porque los mismos maestros no saben puntuarlo y nadie se ha molestado en mostrarles la importancia de esa operación. La importancia, sin embargo, es grande, por la sencilla razón de que a menudo la puntuación de una frase es su sentido: puntuarla de una manera u otra equivale a darle uno u otro sentido. Así de simple. Así de trascendental. Cuentan que al emperador Carlos V le dieron a firmar una sentencia de muerte que rezaba: "Perdón imposible, que cumpla su condena". El emperador leyó la sentencia y, víctima de un súbito acceso de magnanimidad, antes de firmarla la corrigió: "Perdón, imposible que cumpla su condena". El movimiento de una coma salvó la vida de un hombre. Tomo la anécdota de un libro que a su vez toma de ella su título, Perdón imposible, en el que José Antonio Millán realiza una reflexión útil, sensata y divertida sobre el arte de la puntuación. Otro ejemplo aducido por Millán. En 1984, el periodista Néstor Lujan escribía en un artículo para La Vanguardia a propósito de las devastaciones de la Revolución Francesa: "En una zona de la Vendée tan sólo, el 40% de la población fue asesinada y el 52% de la riqueza se destruyó". No obstante, la frase finalmente publicada decía lo siguiente: "En una zona de la Vendée, tan sólo el 40% de la población fue asesinada y el 52% de la riqueza se destruyó". El desplazamiento accidental de una coma provocó que Lujan pasara de ser un hombre compasivo que lamenta la destrucción ocasionada por la violencia a ser un sádico que lamenta que la violencia no fuera todavía mayor de lo que fue.

Minucias, dirán ustedes. No digo que no: al fin y al cabo, cada uno tiene sus obsesiones de chiflado, y una de las mías es la puntuación, una obsesión nacida de la certeza de que la puntuación es el sentido y el sentido es la sintaxis y la sintaxis es la sindéresis y la sindéresis el termómetro de la decencia; es decir: de la certeza de que quien sabe poner bien un punto y coma no puede ser un completo bellaco. Claro que sobre las minucias hay mucho que decir. Lichtemberg, por ejemplo, decía que la tendencia humana a interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas. Y es verdad: padecemos el vicio incorregible de no pensar más que en los grandes asuntos, pero muchas de las mejores cosas que le han ocurrido a la humanidad se las debemos a chiflados que se han dedicado a fijarse en minucias tales como una manzana cayéndose de un árbol. El filólogo es el chiflado de la sintaxis; el científico, de las comas; el artista, de la sindéresis. Su labor es minuciosa, oscura, a veces polvorienta y exasperante, pero casi nunca anodina; a ella le debemos grandes cosas. Lo más importante que ha ocurrido en este año de celebración del cuarto centenario del Quijote es la publicación de la edición del Quijote de Francisco Rico. Acaso víctima de un acceso imperial de celos o de gremialismo, un relevante novelista ha tratado de ironizar, no sé si con mucho éxito, a cuenta del hecho de que se haya empezado a conocer la edición de Rico como el Quijote de Rico. Pero la realidad que hubiera debido conocer el novelista antes de ensayar su gracia dudosa es que es tan justo hablar del Quijote de Rico como del de Riquer, del de Rodríguez Marín o del de cualquier otro de los filólogos que editaron el Quijote; la razón es simple: a juzgar por los manuscritos que nos han llegado de Cervantes, éste -como la mayoría de sus contemporáneos- no usaba la coma, ni el punto y coma, ni los dos puntos, ni siquiera dividía sus textos en párrafos, de manera que es al filólogo que edita su texto a quien le compete la responsabilidad de colocar comas, puntos y comas y dos puntos, así como la de distribuir el texto en párrafos. Lo cual significa que es el editor quien tiene la misión de interpretar para nosotros el texto de Cervantes. Dicho con más claridad: cuando leemos el Quijote estamos en realidad leyendo la interpretación del editor del Quijote. Es decir: estamos leyendo también al editor del Quijote. Así de simple. Así de trascendental. Para esta ignorancia del novelista gracioso si que es imposible el perdón. Como mucho, y si la misericordia alcanza, podría conmutársele la pena por un castigo de muchos años de estudio en el Ministerio de la Verdad, dedicados a averiguar si el punto y coma se coloca antes o después del paréntesis. •


El Pais Semanal Nº 1.491. Domingo 24 de abril de 2005

jueves, 4 de enero de 2018

Las maravillas de Alicia

Respondona, curiosa, resuelta, divertida, la joven heroína de Lewis Carroll ha cumplido 150 años y mantiene intacto su encanto. De la A a la Z, una hoja de ruta para disfrutar de su particular mundo.
POR ANDREA AGUILAR


Ilustración de John Tenniel de la primera edición de Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, publicado originalmente en 1865.


A.
 Aburrimiento. Eso es lo que siente la protagonista al comienzo de su aventura. Su hermana lee un libro sin dibujos ni diálogos, ¿y cuál es el propósito de un libro sin dibujos ni diálogos?, se pregunta Alicia. Su lógica es perfectamente válida a la hora de enfrentarse a este libro: nada de introducciones ni de los sesudos ensayos que a menudo preceden las ediciones de esta historia. Como dice el Grifo (una criatura que es mitad león, mitad dragón): ¡las aventuras primero!

B.
Buenos. Ni buenos ni malos, ni lobos malvados, ni hadas madrinas, en el mundo en el que Alicia cae de golpe no hay nada de esto, hay personajes simpáticos y antipáticos, mucho excéntrico, algún triste y más de un tirano.

C.
Conejo Blanco. Va vestido con librea, lleva prisa y corre de un lado a otro. Alicia, la niña aburrida, decide seguirle y acaba colándose por la madriguera. El Conejo hace breves apariciones a lo largo del
libro: corre por el hall con el abanico mágico y los guantes, intenta expulsar a la agigantada Alicia de su casa y no falta a la cita del partido de croquet.

D.
Dina. Este es el nombre de la gata de Alicia, y ella, algo incauta, confiesa echarla de menos y lo menciona delante del ratón. Inquieta ante el silencio del roedor, piensa que es "un ratón francés", y al tratar de hablar este idioma se le escapa una frase sobre Dina y provoca su furia y desprecio. No deja de acordarse de la gata, pero aprende la lección y en adelante se muerde la lengua siempre que el nombre le viene a la cabeza.

E.
Enigmas. Adivinanzas, acertijos, trabalenguas, en el País de las Maravillas hay mucho de todo esto y la lógica que Alicia intenta usar en sus conversaciones no parece funcionar, pero resulta graciosa. ¿Decir lo que uno piensa es lo mismo que pensar lo que uno dice?

F.
Flamenco. Su cuello largo y su pico convierten a esta ave en un perfecto mazo de croquet, al menos así es como juegan la reina de corazones y su corte el partido al que Alicia es invitada. Esto hace especialmente complicado pasar las bolas (en este caso, puercoespines) por los aros. El flamenco a menudo gira el cuello en lugar de golpear y, si Alicia se despista, sale corriendo.

G.
Ganadores. Después de un chapuzón en el agua salada de las lágrimas, todos convienen, incluida Alicia, que hay que secarse. Se organiza una carrera en círculo sin duración definida y, cuando esta termina, están de acuerdo en que todos son ganadores. ¿Los premios? Unas chucherías que ella lleva en el bolsillo y un dedal que Alicia recibe con mucha pompa.




 Sobre estas líneas, ilustración de John Tenniel titulada Alicia se hace grande, incluida en la edición del libro de 1891. En la pagina siguiente, Alicia de puntillas mira a la oruga en un dibujo original de John Tenniel de 1865.

H. 
Historias. Como toda buena trama, la de Alicia está llena de historias dentro de historias. Está el cuento de la Falsa Tortuga (muy llorona) que la reina se empeña en que escuche (pero que Alicia no llega nunca a entender), o ese otro relato que el Lirón narra sobre las tres niñas que viven en un pozo y sacan del fondo todas las palabras que empiezan por eme. Alicia evidentemente se queja porque no comprende cómo se vive en el fondo de un pozo.

I. 
Infancia. Es el territorio que explora e interpreta Alicia. Pero, ¿es este un libro de adultos disfrazado de clásico infantil? La discusión ha perseguido a Alicia casi desde su nacimiento; antes de publicar un borrador ampliado, Carroll se lo dio al escritor George McDonald: él y su hijo quedaron fascinados. Como apuntó Virginia Woolf, con Alicia todos nos volvemos niños. Ahora una exposición en el Victoria and Albert Museum of Childhood recorre su influencia en la moda infantil.

J. 
Jardín. El precioso jardín que se atisba desde el agujero de una cerradura es lo que tienta a la inquieta Alicia y adonde quiere llegar. Tendrá que cambiar de tamaño varias veces, acordarse de coger la llave antes de encoger para poder meterse por la puerta y demás engorrosos aprendizajes. Cuando finalmente llega, ahí están los jardineros que se equivocaron al sembrar las rosas blancas y tratan de pintarlas de rojo.

K. 
Kilómetros. Aproximadamente tres kilómetros río arriba es la distancia que recorrieron la verdadera Alice Liddell y sus hermanas en la barca mientras remaban Charles Lutwidge Dodgson (Lewis Carroll) y Robinson Duckworth. Fue allí, y durante el picnic posterior, cuando, a petición de las niñas, surgió la primera versión oral del cuento.

L. 
Lágrimas. Le caen sin parar a Alicia cuando se vuelve giganta, llora aunque no quiere y se repite a sí misma que no debe hacerlo. Y su orgullosa intuición no la engaña porque luego, convertida en una Alicia diminuta, tendrá que nadar en ese mar que ha creado con su llanto.

M. 
Merienda. Al tratarse de una niña inglesa, consiste en un té, bastante loco por cierto, que comparte con el Sombrero, el Lirón y la Liebre de Marzo.

N.
Nonsense. Es el arte de las bromas con el lenguaje, una figura literaria de la que Carroll era un maestro, y su Alicia, el mejor ejemplo.

O. 
Oruga. Fuma en pipa y está plácidamente tumbada sobre una seta (por eso fascinó en los setenta); encaja en la categoría de personaje impertinente. La oruga no está para contemplaciones, no entiende a qué vienen los nervios de Alicia. ¿Qué hay de malo en cambiar de tamaño?

P. 
Prohibición. El libro fue prohibido en China en 1931 porque los animales no deben hablar.

Q. 
Quejica. Como todos los niños, Alicia no se salva de esto y la acusan varias veces de serlo.




FOTOGRAFÍA DE GETTY

R. 
Reina de Corazones. Caprichosa, voluble, iracunda y autoritaria, esta reina es capaz de mandar la decapitación de una cabeza (la del Gato de Cheshire) sin cuerpo.

S. 
Subterráneo. En la versión manuscrita del libro de Carroll para la verdadera Alice Liddell, el mundo de Alicia no era maravilloso, sino "subterráneo". El metro de Londres en esos años ya estaba en construcción y Julio Verne situó su novela en el centro de la tierra apenas dos años después de que naciera Alicia.

T. 
Tortuga. La Falsa Tortuga existía realmente en tiempo de Carroll, era la "falsa sopa de tortuga" que se preparaba con huesos.

U. 
Universal. Alicia ha sido traducida a 174 idiomas, incluido el esperanto.

V. 
Victoriana. La reina Victoria fue una fan total del libro y le pidió a Carroll que le dedicara su siguiente obra. Tuvo que conformarse con un tratado de matemáticas.

W. 
Wonderland. Traducido como País de las Maravillas, wonder es también duda y pregunta, y land, tierra. ¿Territorio de preguntas?

X. 
éxito. La recepción de la crítica fue tibia, pero el éxito con los lectores abrumador. En 1903 se hizo la primera adaptación al cine.

Y. 
Yacía Alicia en el regazo de su hermana cuando despierta.

Z. 
Zampabollos. Aquí radica el problema de Alicia, no hay tarta a la que se resista y cada bocado implica un cambio de tamaño. No han faltado las interpretaciones gastronómicas-psicológicas del libro

• Al tratarse de una niña inglesa, la eñe y la elle están excluidas de su abecedario.

El Pais Semanal