jueves, 17 de septiembre de 2015

EL RUIDO Y LA FURIA (1929) de William Faulkner Por Antonio Muñoz Molina


Un libro imposible

A principios de la primavera de 1928 no parecía que William Faulkner tuviera mucho porvenir, ni literario ni de cualquier otra clase. Con más de treinta años, sin ninguna profesión conocida, vivía de trabajos esporádicos, acogido como un zángano en la casa familiar, aislado en su pueblo remoto y palurdo. Estaba comprometido para casarse con una mujer divorciada y con dos hijos, su amor recobrado de la adolescencia, pero nadie sabía —ni él mismo, desde luego— cómo pensaba mantener a su nueva familia. Por esa época había hecho algún trabajo como pintor de brocha gorda, e incluso había probado a destilar licor clandestino, con el que pensaba obtener algún beneficio. Después de un viaje a Memphis, en el que perdió jugando a la ruleta el poco dinero que llevaba, descubrió que su licor había desaparecido: parte robado, parte incautado por la policía, en plena Prohibición.

Había cobrado modestos adelantos con cargo a una novela en la que tenía puestas muchas esperanzas, la tercera que escribía, a la que le había dado el título magnífico de Flags in the dust (Banderas en el polvo). Pero la carta que recibió de su editor habría hundido a cualquiera: no sólo le devolvía
el manuscrito de la novela, que le parecía confusa y desordenada, sino que le sugería, casi por su bien, que no se la mostrara a ningún otro editor. Sin trabajo, sin porvenir, con su manuscrito rechazado, cualquier otro escritor, por vocación que tuviera, habría pensado en abandonar el oficio, o al menos en escribir algo más simple, más fácilmente comercial o aceptable para las editoriales. Lo que hizo fue sentarse de nuevo en su escritorio y empezar un libro no ya difícil, sino casi imposible: un libro, dijo luego, que escribiría no para los editores ni para los críticos o el público, sino exclusivamente para sí mismo, como si no hubiera nada ni nadie más en el mundo, como un suicida que no tiene nada que ganar ni perder.

Tenía un título, Twilight, e imaginaba al principio que se trataría de un relato corto. Aparte del título, tan poderoso de sugerencia, tenía una o dos imágenes, en apariencia nada relevantes: una niña y su hermano pequeño que se echan agua el uno al otro bañándose en un río; una niña que escala por la rama de un árbol para ver qué ocurre al otro lado de una ventana, mientras los otros niños, menos audaces que ella, la miran desde abajo, y ven bajo la falda sus pantaloncillos manchados de barro. A partir de la emoción poderosa de esas imágenes, sobrevividas, sobrevenidas de la infancia, del recuerdo de un día de invierno en que los niños de la casa tienen que quedarse en el jardín para que no vean la agonía y la muerte de su abuela, fue creciendo a lo largo de unos pocos meses de invención febril The sound and the fury, con una mezcla rara de cálculo y delirio, de memoria precisa e imaginación arrebatada. Tan sólo unos años antes, Joyce había intentado en el último capítulo de Ulises el reflejo sin mediaciones de puntuación, de pudor o de estilo, de una corriente de conciencia, del modo inconexo en que las palabras y los pensamientos fluyen de verdad en la mente de alguien, una mujer vulgar y carnosa, insatisfecha, mezquina, que se revuelve en el insomnio de su cama conyugal. Discípulo de Joyce, Faulkner da un paso más allá que el maestro, y además no lo hace al final de su libro, sino en el mismo principio, de modo que el lector ha de encontrarse de golpe con algo que no sabe lo que es, con una yuxtaposición de imágenes, palabras, hechos, que en apariencia no tienen sentido, porque están sucediendo en la conciencia de un retrasado mental, el cual no es capaz de ordenar lo que ve o lo que escucha en líneas de causa y efecto, y menos aún distinguir entre el presente y el recuerdo, entre el ahora mismo y las diversas secuencias del pasado. 

Desde el Lazarillo y el Quijote, la literatura de ficción traslada el eje del mundo a los márgenes menos respetados, al punto de vista del mendigo o del loco, del rechazado, de la mujer enajenada, del niño, del proscrito: Benjy, el primer protagonista de El ruido y la furia, no es sólo una mirada y una voz que trastornan los códigos de la novela, sino también un personaje de carne y hueso y absoluta inocencia, de sufrimiento y ternura. Una palabra que parece inocua, pronunciada por un jugador de golf que llama a su asistente —caddy— es el ábrete sésamo, el Rosebud que contiene el secreto de su vida, que provoca en su memoria trastornada las ondulaciones del desamparo y la añoranza. Al otro lado del libro, en la última de sus cuatro partes, está la correspondencia exacta con la figura de Benjy, el testimonio de Dilsey, la sirviente negra que lo ha visto todo y lo ha soportado todo, la que sostiene con su entereza y con su trabajo rudo y sin recompensa el edificio de una familia en ruinas. Y entre medias, en las dos secciones centrales, una escrita desde el interior de una conciencia volcada hacia el suicidio y la otra en una tercera persona de indiferencia casi clínica, se contraponen el haz y el envés de una familia, los caracteres adversos de dos hermanos que sólo tienen en común, aparte de la propensión familiar al desastre, la invocación obsesiva de la misma hermana ausente que surge y se esfuma en las fantasmagorías de la memoria rota de Benjy. 

Porque El ruido y la furia, que es una novela tan sombría, tan poblada por la confusión y el horror a los que hacen referencia los versos de Shakespeare de los que viene el título, también tiene una arquitectura exacta, hecha de simetrías y de contrapuntos, trazada con el rigor de un cuarteto de cuerda: para ser más precisos, uno de esos cuartetos de Bela Bartok en los que hay tempestades de disonancias y largas zonas de oscuridad que poco a poco revelan al oído atento la pureza y el sentido de su forma. Decía Cyril Connolly que literatura es aquello que ha de ser leído dos veces. Deslumbra encontrarse por primera vez con las páginas de El ruido y la furia, pero es en la segunda lectura cuando empieza a descubrirse de verdad toda la belleza, la intensidad y la audacia de este libro que Faulkner escribió pensando que tal vez no lo leería nunca nadie.

© 2002, Antonio Muñoz Molina

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Alicia maravillada

Los 150 años de 'Alicia en el país de las maravillas' reafirman su condición de voraz agujero negro rebosante de significados

RODRIGO FRESÁN 31 AGO 2015



Ilustración de Eva Vázquez

Los 150 años de Alice’s Adventures in Wonderland, de Lewis Carroll (conocida entre nosotros como Alicia en el país de las maravillas, donde el territorio asciende o desciende a nación), no hacen otra cosa que potenciar su condición de voraz agujero negro. Su luz no es la de una lejana estrella muerta, sino la de un Big Bang que no cesa. En las oníricas y pesadillescas idas y vueltas de Alicia al mundo subterráneo —y, seis años después, en su secuela espejada— se pone en evidencia una y otra vez que allí dentro todo entra; que no hay interpretación que no le quepa; y que su encanto y delirio son perfectamente asimilables por toda moda desde entonces y para siempre.

La niña inmensa o empequeñecida en perpetua batalla contra una monarca loca fue creada por el inglés y escritor y matemático y fotógrafo y diácono anglicano Charles Lutwidge Dodgson (alias Lewis Carroll) durante una excursión en bote entre Folly Bridge y Godstow, la "tarde dorada" del 4 de julio de 1862 (aunque los registros meteorológicos de la fecha reportan que era un día frío y lluvioso). Carroll la invocó para divertir a la muy fotogénica Alice Pleasance Liddell y hermanas. Se las contó en voz alta y clara; pero a la mañana siguiente ya estaba escribiéndola. Y la tuvo lista en 1864 para, en una hoy desaparecida versión más breve y de su puño y letra, obsequiársela a la niña de sus ojos antes de Navidad. Al poco tiempo, por motivos nunca aclarados —¿un beso robado?, ¿una desconcertante petición de matrimonio?—, los Liddell rompen toda relación con Carroll y destruyeron la correspondencia del visitante con su hija. A finales de 1865 —tres años después de esa primera línea en la que se nos informa que Alice estaba muy cansada y sin nada que hacer, y que le irritaba el libro que leía su hermana mayor porque no "tenía conversaciones ni ilustraciones"— ya todos sabían quién era la viajera soñadora de ese libro tan conversado e ilustrado.

La primera impresión fue algo tibia y bastante desconcertada (sin embargo, fueron unánimemente celebrados los grabados de John Tenniel). Pero para finales del siglo XIX, cuando Carroll muere célebre y adinerado, Alicia… ya era un clásico indiscutido aunque inclasificable y G. K. Chesterton celebraba su llamado a la anarquía en un paisaje reprimido y estrecho de miras y de miradas. "Me alegra que mis libros produzcan placer, pero no son una lectura muy saludable", diagnosticó en una carta el propio Carroll, acaso ya inquietado por todo el merchandising generado por su criatura, incluyendo toallas, modelos para armar, cuadros y postales, canciones de cuna.

Como todos los greatest hits de su género, Alicia… es un libro falsamente infantil ("No son libros infantiles, son libros que nos convierten en infantes", precisó Virginia Woolf en su introducción a la obra completa de Carroll). Un agujero sin fondo rebosante de significados y claves que van desde el juego de palabras, pasando por el problema ajedrecístico-matemático, hasta la sátira política más irreverente. Alicia…, también, está inevitablemente adelantada a sus tiempos y anticipa la interpretación freudiana, la visión surrealista y la alucinación psicodélica que llevaría a Carroll a ser uno entre tantos en la portada de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, de The Beatles (aparece junto a Marlene Dietrich y T. E. Lawrence), y a los Fab Four a alicificarse sin pudor ni disimulo en su visita a la Pepperland de Yellow Submarine.

Alicia… es, además, uno de los grandes fetiches de la era victoriana que insiste en un tema clave de la época: el descubrimiento de la infancia como territorio (recién por entonces los niños comienzan a ser niños tal como lo son hoy, abren sus puertas los grandes imperios jugueteros, la clase media impone la unidad familiar moderna alentada por una reina revolucionaria y planificadora social) y la obsesión por la eterna juventud y la exploración aventurera e imperial del mundo (es sabido que el capitán Scott se llevó ambas Alicias… al círculo polar ártico). Así, Alicia junto a Drácula, Dorian Grey, Ayesha, Peter Pan: figuras totémicas que de algún modo ya anuncian a todos esos traviesos dandy-rockers químicamente insomnes y sonámbulos que no hallan satisfacción alguna y que esperan morir antes de llegar a viejos. Seres casi míticos que no sólo se resisten a la supuesta hermosura de la arruga, sino que se rebelan contra la idea de dejar de jugar por verse obligados a irse a la cama.

Desde entonces a Alicia la honran —y la suceden y no la superan y la mantienen por siempre joven y locuaz— películas mudas y parlantes, dibujos animados, mangas y cómics (uno de los enemigos de Batman es el Sombrerero Loco), canciones y álbumes (títulos de Jefferson Airplane, Tom Waits, Marilyn Manson, Bill Evans, Bob Dylan, Chick Corea, videoclips de Aerosmith y Tom Petty y muchos otros se nutrieron de ella), parodias y secuelas (a destacar la de Hugh Munro, Saki), gastronomía experimental, musicales y ballets, fantasías steam-punk, videojuegos y juegos de rol, reescrituras nazis, apropiaciones de Salvador Dalí y pinturas de Balthus, estatua en el Central Park y parques temáticos, y guiños de James Joyce, André Breton, Jorge Luis Borges, Gilles Deleuze, Paul Auster, Agatha Christie, Jeff Noon y Vladímir Nabokov, quien la tradujo al ruso como Anya antes de —con modales muy carrollianos— dar a luz a su propia nínfula Lolita.

Los fuegos artificiales por el siglo y medio de edad ya han disparado toda una batería de homenajes (una exposición de manuscritos y fotografías en la Morgan Library de New York) y reediciones varias. Entre las que se cuenta una bonita pero innecesaria encarnación especialmente para la Vintage Classics por la ya histórica punki-modista Vivienne Westwood (quien aporta un prólogo feminista-ecológico-anticapitalista combativo un tanto fuera de lugar pero acorde con los disparates a continuación), así como una imprescindible nueva aproximación al fenómeno de la niña fenomenal.

En el recién aparecido The Story of Alice: Lewis Carroll and the Secret History of Wonderland (Belknap Harvard), Robert Douglas-Fairhurst (quien ya había deslumbrado a la altura de otro reciente centenario, en 2012, con su Becoming Dickens: The Invention of a Novelist, donde repasaba los preliminares del hombre que sería titán y especialista en la creación de otros niños en problemas) no deja naipe sin marcar, taza de té sin servir, gran huevo sin romper, sopa de tortuga falsa sin sorber o gato sin sonreír.

En su exhaustivo pero nunca extenuante estudio, Douglas-Fairhurst tiene el mérito de reordenar todo el material conocido hasta la fecha (desde posibles antecedentes hasta certeros descendientes, nutriéndose de la ya canónica biografía de Morton Cohen, de las ediciones anotadas de Martin Gardner o del análisis del fenómeno fandom a cargo de Will Brooker) y su método recuerda a esos personajes interrogadores que la niña rubia que se dice: "Cuando crezca escribiré un libro sobre mí" encuentra sentados sobre una gigantesca seta o encaramados en la rama de un árbol. En resumen: si hay que leer un solo libro sobre Carroll y Alice y Alicia…, aquí está y ojalá se traduzca pronto. Porque en él Douglas-Fairhurst se dedica a fundir y a confundir y finalmente a destilar el producto del encuentro entre Carroll y Liddell. Así, Alicia es un ser mixto, hecho de pedazos, frankenstiano. Una cruza de dos vidas verdaderas como territorio donde se alza un mundo imposible. Y uno de los atractivos de The Story of Alice es el análisis del impacto que produjo en los lectores el enterarse de que había una Alicia "verdadera". Semejante impacto, según Douglas-Fairhurst, resultó en una suerte de crack metaficcional y una fascinación con la exniña que tuvo, para la involuntaria heroína, un efecto entre fascinante y desgastador. La última foto que le toma Carroll, cumplidos sus 18 años, fechada el 25 de junio de 1870, muestra a una Alice de mirada hastiada y rictus amargo. Más tarde, Alice fue cortejada y perseguida en vano por el escritor enloquecido John Ruskin (adorado por Proust, autor de la muy extraña y vanguardista "biografía autodestructiva" Praeterita) y por Leopold, hijo del príncipe de Gales. Pero Alice —quien en 1880 se casó con el muy decente y muy opaco y muy adinerado Reginald Hargreaves— ya no era de nadie porque era de todos.

Los muchos retratos de una Alice en Nueva York, en 1932, de gira por el Nuevo Mundo por el centenario de Lewis Carroll y obligada —por problemas económicos— a repetir en conferencias, una y otra vez, su recuerdo alterado para la ocasión de su génesis ficticio en aquella tarde embotada, la revelan con rostro como de sonámbulo: una persona maravillada que ya ha sido abducida por su personaje maravilloso. Y que, a la hora de la necrológica, dos años después, sería glosada con un Muere Alicia, la del país de las maravillas. Alguien cuya parte más importante de su vida tuvo y tenía y tendría lugar entre páginas. Para entonces, los libros que ella ayudó a escribir ya son —junto con la Biblia y Shakespeare— los más citados de la lengua inglesa.

Poco antes de eso, Douglas-Fairhurst relata un momento terrible y, sí, formidable: el encuentro entre Wonderland y Neverland. El día en que Alice Liddell junto al inspirador de Peter Pan y sus malhadados —el editor Peter Llewelyn Davies— inauguran una librería en la londinense Oxford Street. Cuenta Douglas-Fairhurst que uno y otra se miran cómplices pero no se dicen gran cosa (aunque ese cruce de mitos haya generado toda una obra de teatro de John Logan estrenada en 2013). Una carta de Liddell a una amiga habla de "cansancio y nerviosismo" y poco más. Llewelyn Davies se arrojó a las vías del metro en 1960 y, sí, su obituario no se privó de titular El niño que nunca creció ha muerto.

Las sospechas de pedofilia que persiguieron a Carroll y a Barrie todas sus vidas y sus muertes —concluye Fairhurst— fueron infundadas. Puede que ambos se sintieran atraídos por niñas y niños; pero sus intenciones fueron siempre sentimentales, no sexuales. Y, siempre, muy fantasiosas. Lo que les enamoraba no eran los niños per se, sino el idioma y los actos de los niños. Si de algo cabe acusárseles es de haber corrompido y utilizado a pequeños para moldearlos y modelarlos como gigantes que pueden reducir su tamaño y nunca jamás ser adultos.

La reciente Alice de Tim Burton —de la que ya viene una secuela— consigue una última y perturbadora redención: allí, impresionado por su afán aventurero, lord Ascot toma a un agrandada Alicia como aprendiz de a bordo en el trazado de las rutas oceánicas hacia la exótica y maravillosa China. Allí, Alice transformada en loba feroz y entrepeneur colonialista y explotadora más que lista para librar las llamadas guerras del opio. Y allí, seguro, recordando a esa enorme oruga fumadora que la aconseja mediante las más difíciles de las preguntas (hay más de 150 interrogantes a lo largo de todo el libro) sin respuesta. Una de ellas es, por supuesto, "¿Quién eres?". A la que Alicia responde con un "¿Quién soy? No puedo explicar quién soy, porque yo no soy quien soy".

Y, leyendo a Alice, nosotros tampoco.

Para formular respuestas así es que se ha inventado esa gran pregunta que es la gran literatura de todos los tiempos y para todas las edades en tardes doradas.

Esa literatura que, desde niños, nos ordena Cómeme y Bébeme.

Y nosotros —lectores muy bien educados— obedecemos; pero sabiendo que allí abajo o al otro lado del espejo siempre podremos ser como queramos y hacer siempre lo que quisimos.


El Pais Babelia 31.08.2015

sábado, 29 de agosto de 2015

Bares vacíos: ‘El largo adiós’ y ‘El halcón maltés’



Por JUAN TALLÓN 


LUIS TINOCO


Me gustan los bares cuando los camareros acaban de abrirlos y aún no se han llenado de borrachos que gritan y no paran de ir al baño. Entré en uno al azar. Miré a través de la cristalera y deduje que el barman se aburría como una ostra. Necesitaba un trago y me refugié dentro, en una esquina de la barra. Olía a lejía en todo el local. Casi podía almorzarse con la peste. El camarero estaba solo, como en esos entierros a los que no acude nadie, salvo el muerto. Miraba el periódico sin atreverse a abrirlo, tal vez por miedo a que hablase de él. No me pasó desapercibido su rostro. Disimulaba mal su pasa-do. Había visto muchos como el suyo, y sabía cuándo estaba delante de una nariz que habían roto varias veces. Me preparó un gimlethorrible que no servía ni para limpiar lápidas. Lo bebí de un trago y pedí otro. Nunca he sido muy exigente con las bebidas y, en el fondo, soy un sentimental.

Encendí un cigarrillo. Lo fumé hasta la mitad y lo apagué. Fue una estupidez por mi parte; encendí otro. No era el mejor día para recortar en tabaco. Necesitaba poner en orden mis ideas. Me sentía muy contrariado. Hasta hacía unas horas tenía entre manos un trabajo fácil y bien pagado por el que no parecía que me fuesen a pegar un tiro. Pero las circunstancias habían cambiado. De pronto, estaba rodeado de mujeres bellísimas y de dos cadáveres.

El viejo general Guy Sternwood me iba a pagar decentemente por ayudarle a que un tal Gwynn Geiger, al que se suponía que una de las hijas del anciano debía mil dólares en deudas de juego, dejase de chantajearlo con molestas notas por debajo de la puerta. Pero antes de cruzarme con Geiger, y negociar alguna clase de acuerdo, alguien lo había asesinado casi delante de mis narices la tarde anterior, mientras lo vigilaba. Y eso no era lo peor. Al lado de su cadáver, en el salón de su casa, me había encontrado a una de las hijas de Sternwood, viva, completamente desnuda y drogada. Era un contratiempo, al que en unas horas se sumaría el asesinato del chófer del general.

Pedí un tercer gimlet. Ya no me pareció tan malo. Supuse que el siguiente sería probablemente el mejor gimlet de mi vida. “No está teniendo un buen día, señor”, señaló el camarero mientras posaba el vaso con una delicadeza inusual. Aparentaba saber de lo que hablaba. “Puede empeorar”, añadí.

Una pareja empujó la puerta del bar y se dirigió a una mesa del fondo. El barman se dio la vuelta, se ajustó la corbata ante el espejo y salió a atenderlos. Encendí otro cigarro y saqué la libreta que me había llevado de la casa de Geiger, aprovechando que a él ya no le importaba. Contenía una lista de cuatrocientos nombres y direcciones. Tal vez entre ellos estuviese el asesino.

Ya iba a pagar e irme cuando entró un tipo de cara huesuda por la puerta. Tardé una eternidad en reconocerlo. Antes se acercó a la barra y saludó al barman por su nombre. Este le preguntó qué quería beber. “Lo que haya”, propuso, y abandonó su sombrero en la barra. Luego sacó de la chaqueta una bolsita con tabaco de liar.

“Bacardi estará bien”, señalé desde la otra esquina. Se volvieron hacia mí. “Vaya, vaya, vaya. Así que Marlowe también ha caído hasta este agujero”. Esperó a tener su vaso lleno y vino a mi encuentro. Hacía al menos dos años que no coincidíamos. “Tienes cara de haber recibido una paliza”, observé. “Mejor todavía: acaban de matar a mi socio”, dijo. “¿Miles Archer seguía siendo tu socio?”. “Ya no”. “¿Alguna pista?”. “La policía cree que he sido yo”. “Te queda el consuelo de su viuda. Tal vez ahora puedas casarte con ella”. “Ella también cree que yo lo maté”. “Entonces aférrate a tu secretaria; siempre estará oscuramente enamorada de su jefe”, dije para animarlo. No añadió nada, pero hizo desaparecer el Bacardi de un trago y pidió otro y después uno más, casi sin poder evitarlo. Supuse que estaba envuelto en algo sucio de verdad. En nuestra profesión solo se bebe o porque apetece o porque es necesario. Yo pedí el cuarto gimlet antes de despedirme de Spade y salir a averiguar en qué clase de lío me había metido.

El Pais Sabado 8 agosto 2015


Al principio...

Al principio... pero claro que nunca vemos el principio. Llegamos a la mitad, cuando ya se han apagado las luces, e intentamos enterarnos de lo que ha pasado hasta entonces. Preguntamos a los vecinos: "¿Quien es él?¿quien es ella?¿ya se conocían de antes?"

Nos las arreglamos

En este caso, imaginemos que nuestro vecino sea alto, vestido con ropas viejas, como de monje, la cara oculta en la sombra de su capucha. Huele a tiempo y a polvo, sin ser desagradable,  y sostiene un libro en la mano. Cuando abre el libro (encuadernado en piel, sin duda, y cada palabra trazada meticulosamente a mano) oímos el clink del metal, y nos damos cuenta de que lleva el libro encadenado a la muñeca.

Da igual. Vemos gente aún más extraña en sueños; y las ficciones son solo sueños congelados, imágenes unidas con una estructura ilusoria. No hay que confias en ellas, no más que en la gente que las crea.

¿Soñamos?

Posiblemente.

Pero el hombre de los hábitos habla. Su voz es como el roce de viejos pergaminos de una biblioteca, entrada la noche, cuando la gente se ha ido a casa y los libros empiezan a leerse a si mismos. Nos esforzamos en escuchar: lo que ha pasado hasta entonces...

Neil Gaiman

domingo, 23 de agosto de 2015

sábado, 25 de julio de 2015

Género negro por Antonio Muñoz Molina


Hace muchos años que no vuelvo a aquellas novelas. El género policial, que me importó tanto en los primeros tiempos de mi vocación, se me ha vuelto lejano
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 24 JUL 2015

Una de las novedades de la cultura democrática que surgía en España desde mediados de los años setenta fue la relevancia de la literatura policial. Del espacio subordinado del género ascendió a una consideración idéntica o incluso superior a las formas más respetadas de la escritura narrativa. No sé ahora, pero entonces eso era una singularidad que no se repetía en otros países. En Europa, en Estados Unidos, con culturas literarias más asentadas que la nuestra, las fronteras de los géneros estaban muy marcadas. En una librería de París uno buscaba alfabéticamente a Georges Simenon más o menos entre Jorge Semprún y Claude Simon y no lo encontraba: el sitio de Simenon estaba en las estanterías dedicadas al género policial, no a la gran literatura, del mismo modo que en EE UU Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Patricia High­smith, para nosotros maestros insuperables, estaban y están relegados a la sección Murder & Crime, situada a una conveniente distancia física y cultural de la otra, Fiction & Literature.

En España casi todas las novelas de Chandler las publicaba Barral Editores en bolsillo, con las portadas negras y el lomo negro de las hojas, en imitación de la Serie Noire francesa, en la misma colección en la que aparecían grandes novelas literarias, libros de historia o de marxismo. Y a Dashiell Hammett muchos lo descubrimos en una colección igual de respetable, igual de decisiva en la formación de la cultura literaria del antifranquismo y la primera democracia, el Libro de Bolsillo, de Alianza, donde se notó siempre la influencia ilustrada de Javier Pradera. En Alianza se publicaban además, traídas desde la Emecé de Buenos Aires, las Selecciones del Séptimo Círculo, que habían dirigido durante años Borges y Bioy Casares. Esta era una colección de inclinaciones más británicas que americanas, con enigmas muchas veces tan cerebrales y geométricos como problemas de ajedrez. Pero en ella leí por primera vez La dama del lago, de Chandler, y algunos de los thrillers desquiciados y más bien paródicos de James Hadley Chase.


Uno de los grandes descubrimientos de entonces, en Alianza, fue El cartero siempre llama dos veces, de James Cain. Cain escribía con la limpia velocidad de Hammett, pero agregaba a sus historias un elemento de fatalidad trágica y fiebre sexual que las hacía aún más atractivas, aun cuando repitiera tantas veces el mismo esquema narrativo. Años después que a Cain descubrí a otro novelista que aprendió sin duda mucho de él, y que a mí acabó gustándome más, Cornell Woolrich, que firmaba a veces como William Irish. Unas pocas novelas de Woolrich son magníficas, y otras están demasiado hechas de estereotipos y de una prosa atropellada y barata. Pero sus cuentos, los mejores, que son muy numerosos, estallan como disparos, como descargas eléctricas, como poemas de perdición y soledad ambientados siempre en la Nueva York sórdida de la Gran Depresión, en cafeterías y cines abiertos toda la noche, en hoteles para desahuciados y borrachos. Los cuentos de Woolrich/Irish los publicó también Alianza, en volúmenes delgados que permitían deslizarlos como revólveres en el bolsillo de un chaquetón, con portadas de Daniel Gil, todas y cada una de ellas memorables.

La fiebre policial alcanzó su temperatura más alta cuando irrumpieron las colecciones de Libro Amigo de Bruguera, las más baratas y descuidadas, impresas de cualquier manera, en hojas que se volvían rápidamente amarillas, en libros que se descuadernaban según iba uno leyéndolos. La deuda que los lectores de mi generación y de alguna más tenemos con Bruguera no podríamos pagarla nunca: empezamos a leer con los tebeos de Pulgarcito y Mortadelo y Filemón, seguimos con la Colección Historia, nos hicimos adultos con sus traducciones de prácticamente toda la literatura universal, la mejor y la pésima, en una gran catarata que alimentó después durante décadas los cajones de los puestos callejeros de libros de segunda mano. En Bruguera, bajo la dirección de Juan Carlos Martini, los últimos años setenta y los primeros ochenta fueron la edad de oro y de papel barato de las novelas policiales y de espías. Allí estaban los grandes nombres americanos y británicos, y también otros argentinos, como Osvaldo Soriano. Durante una época, cada semana, aparecía en los quioscos la portada con ilustraciones truculentas y muy atractivas de la colección Club del Crimen: Ellery Queen, Patricia Highsmith, Wilkie Collins, Raymond Chandler, Agatha Christie, Mickey Spillane, todos mezclados.


Manuel Vázquez Montalbán tenía ya en marcha su serie de Pepe Carvalho, que se hizo muy popular precisamente en esos años. En los tanteos de la cultura literaria que se estaba haciendo entonces, tan improvisadamente y con las mismas carencias que la democracia misma, el género negro nos parecía tan atractivo por dos razones: la primera, una forma narrativa a la vez firme y flexible, que permitía organizar un relato con más rigor que la pura sucesión, y con una claridad y una fluidez que solían estar ausentes en las novelas de intención experimental más celebradas entonces; la segunda razón era muy propia de una época en la que de pronto había libertad para contar los abusos, los horrores, los escándalos de la realidad inmediata: la investigación policial, y más todavía la del detective privado, ofrecían una metáfora perfecta de la búsqueda de la verdad y la justicia en un mundo corrupto. Se acentuaba, sin duda exageradamente, la carga de denuncia social en las novelas de Chandler y Hammett, confirmada por la militancia de este último en el Partido Comunista de Estados Unidos, incluso por su relación sentimental con Lillian Hellman. Que Hellman resultara ser una embustera desacreditada y el PC americano una secta diminuta y estalinista no importaba mucho entonces.

Tampoco la dosis de fantasía masculina de saldo que había en una gran parte de esas novelas, y más aún en las películas que inspiraron y de las que se alimentaron. El detective como un tipo duro que en el fondo es un sentimental, un borrachín entrañable, un noble perdedor, marcado por un pasado oscuro; la heroína que es tan traicionera como tentadora, etcétera. A Raymond Chandler, según se lee en sus cartas, lo entristecía la sospecha de que era muy difícil escribir gran literatura teniendo que someterse a los límites tan estrechos del género, a los estereotipos y lugares comunes que no estaba permitido evitar, al menos entonces, cuando él escribía. Eso dejando a un lado un problema añadido para el que escribe y lee en español: los amaneramientos del lenguaje forzados por las traducciones, agravados en nuestro país por la prosa de garrafa del doblaje. ¿Qué falta hacía, por ejemplo, traducir Farewell, my Lovely, por Adiós, muñeca?

Hace muchos años que no vuelvo a aquellas novelas. El género policial, que me importó tanto en los primeros tiempos de mi vocación, se me ha vuelto lejano, lo cual probablemente me impide descubrir a buenos novelistas que estén cultivándolo ahora. De vez en cuando hago el propósito de regresar a novelas que fueron gloriosas de leer para mí: El largo adiós, por ejemplo, para saber de verdad cómo está escrita. Lo que no he perdido es una ilusión de entonces: inventar alguna vez una trama policial luminosa, rápida, perfecta, como algunas de Bioy Casares y Silvina Ocampo, como una fábula entresoñada de Chesterton.


El Pais Babelia 25.07.15

miércoles, 22 de julio de 2015

Heredero

Soy el Heredero, así con mayúscula, Heredero de los blogs perdidos. La verdad, participar en los blogs me desintoxica mucho y además disfruto con ello. De los cuatro blogs que alimento, más o menos regularmente, tan solo empece uno, los otros tres fueron en un momento dado, la desintoxicación y disfrute de un colega. Como siempre, el azar, cosas que pasan y casi desaparecen pero me parecían elementos curiosos, al menos, no hablemos ya del tema nostálgico-sentimental. De todo esto ya hace varios años, y aún seguimos por aquí.

Este blog, este formato digital, gratuito (importante detalle) se supone que es un taller de escritura, y yo no soy ningún profesor de escritura, ni de nada. Eso si, me gusta la lectura, y un millón de cosas más, y ese es uno de los problemas a la hora de enfrentarse a un diario-archivo como este. La coherencia y el orden no son uno de los factores principales, y bueno, tampoco es que sea el Señor del Caos pero siempre se intenta una senda, un camino y en el tema literario no acabo de tenerlo muy claro. Ya digo que en realidad esto desintoxica mucho y además entretiene, a ver que se me ocurre próximamente.

domingo, 12 de julio de 2015

En cuestión literaria, en Gijón tienen la Negra


Crónica del viaje con los escritores, de diversos registros, que abordaron el tren con el cual empezó ayer la Semana Negra, el festival más veterano del género

BERNA GONZÁLEZ HARBOUR Gijón 11 JUL 2015 -


El péndulo de la historia a veces juega a favor. ¿Recuerdan cuando la novela negra era un género menor, casi vergonzoso, y en ciertos ambientes comentarla parecía necesitar una buena excusa, como lo cómoda que había sido la hamaca? Difícil justificar que uno se había zampado Milleniumo que era adicto a Wallander. Lo propio era hacer como si hubiera pasado el verano leyendo a Victor Klemperer. Que tal vez.

Y está claro que Stieg Larsson no es Cervantes, ni Nooteboom, ni Le Clézio, pero que las miles de páginas que tejió no solo atrapan, sino que pintan con las herramientas del arte una imagen del mundo que no está en las guías ni en la prensa. Sino escondida.

Y eso ha sido lo interesante. De pronto, para conocer Grecia necesitamos leer a Markaris, para saber de Perú nos gustó Roncagliolo, para recorrer México nos sirvió el desasosegante Yuri Herrera, los países nórdicos perdieron su espejito mágico de la mano de Jo Nesbo o Henning Mankel; y la cocina y los criminales de Sicilia no tuvieron mejor escaparate que Camilleri. Y es entonces cuando empezamos a admitir que las mejores tragedias griegas o las obras maestras de Shakespeare nos contaban cosas parecidas. Con intriga, con dolor, con muerte y desesperación. Con calidad.

Hoy, la situación no solo ha dado un giro sensacional, sino que nada ni nadie parecen brillar sin aproximarse a la etiqueta negra, que contagia pompas de glamour a quien se acerque. Los focos del escenario se han girado hacia el universo negro y, si te sitúas a tiro, eres tendencia. Los últimos grandes en apuntarse han sido el premio Princesa de Asturias de las Letras, concedido a Leonardo Padura; el Planeta que ganó Jorge Zepeda Patterson; y los Goya, que llovieron sobre un producto canónico como Isla Mínima.

“Recuerdo cuando trajimos a Padura y vendió dos ejemplares, uno de ellos a la propia librera…”, cuenta Ángel de la Calle, director de Contenidos de la Semana Negra. “Y hoy es premio Princesa de Asturias”.

Estamos a bordo del tren negro, que lleva a decenas de autores a la cita más veterana y callejera del género: la Semana Negra de Gijón, que mantiene la chispa después del susto que supuso la victoria del Foro Asturias en una región de tradición roja, como manda el reglamento negro. Con menos presupuesto, pero las mismas ganas, arranca el festival, y bajo el foco no solo están los grandes autores del momento, sino una colección de estrellas que poco o nada tienen que ver con la sangre y las pistolas, pero sí con la diversidad que ha llegado hasta aquí: desde Sergio Ramírez y su enorme Sara, novela cargada de humor fino, habilidad y riqueza, hasta Gioconda Belli en recital poético con Luis García Montero; pasando por Luis Alberto de Cuenca, Antonio Muñoz Molina o Elvira Lindo.

Porque para que todo esto haya sido posible, cuenta De la Calle, no es que la novela negra se haya abierto a otros géneros o territorios, que también; es que los demás se abrieron al negro. Por eso están hoy aquí.

“Triunfa lo negro, sí, porque son tiempos negros, duros y complicados”, asegura el director. “La novela negra está ejerciendo de espejo del poder; el poder se mira en él y no le gusta lo que ve. Por eso triunfa”.

“Todo lo que tiene que ver con el mal, con el genoma conectado a la capacidad del hombre para hacer daño nos atrae, nos reconocemos en el mal, nos sentimos cómodos”, asegura el autor argentino Marcelo Luján. “Lo negro triunfa por lo noble y por lo innoble. Por el negocio, pero también porque hay muchos buenos escritores. La novela negra se ha convertido en algo que complementa el periodismo porque está dando literatura a la realidad”, asegura el también argentino Carlos Salem. “Esto consiste en cuestionar los límites de nuestras democracias”, dice el colombiano Gustavo Forero, autor de Desaparición, novela que narra la toma del Palacio de Justicia por el M-19, EN 1985. La misma Gioconda Belli, a bordo del tren negro que ayer viernes nos ha traído a Gijón, nos cuenta que también prepara una novela criminal. “Me interesa el aspecto psicológico de esa parte oscura del ser humano”.

La explosión negra también brilla en televisión, donde las series más exitosas también cumplen los cánones, desde Europa a Estados Unidos. Porque el fenómeno es tan global que no se vislumbra una marcha atrás.

Si el péndulo de la historia se anima a quedarse en el lado bueno del mal, hará justicia. Iluminará para siempre el inevitable lado oscuro que llevamos dentro, desde los tiempos del Antiguo Testamento a los de Shakespeare. O hasta hoy.


El Pais 11.07.15


Holmes tuvo a quién seguir


Él detective Heller fue en 1871 el boceto de Sherlock 16 años después. Historia de dos precursores del género

Por José María Guelbenzu

NARRATIVA. DEBIDO A LA afición generada por la novela criminal ha empezado a prestarse particular interés a sus orígenes y varios expertos andan a la caza de las primeras novelas que puedan considerarse como tales. Balzac, Dickens, Wilkie Collins Gaboriau o Poe encabezan las listas de precursores, pero los dos libros objeto de esta reseña son principales candidatos, cada uno por un motivo diferente.



Maximilien Heller
Traducción de Eva González dÉpoca Asturias, 2015 201 páginas 21,90 euros

Maximilien Heller, publicada en 1871, es una recuperación singular porque el lector va a encontrar en ella un claro antecedente del gran mito de la novela de crimen y misterio: Sherlock Holmes. Estamos ante un detective (Maximilien Heller) que actúa solo, opera por deducción, es un misántropo, de carácter enérgico, que se encuentra deprimido y utiliza él láudano como estimulante; para mayor coincidencia, su aventura la relata un médico que se convierte en su amigo. La novela participa, como no podía ser menos por la época, de las características del folletón; es decir: nuestro detective utiliza su inteligencia, dotes de observación y deducción, sí, pero corre aventuras y es un maestro del disfraz. No hace lo que los detectives de la edad de oro, que no se manchan las manos, sino, como Holmes, todo lo contrario: se introduce en barrios o casas ajenas, arriesga su vida... y sale triunfante. Es más: se enfrenta a un diabólico enemigo, el doctor Wickson, un misterioso y escurridizo individuo con fama de científico excepcional que en realidad dirige una banda de maleantes. ¿Será necesario mencionar aquí a Moriarty?

Las coincidencias son tan notables que cabe pensar que Conan Doyle conociera la novela, publicada 16 años antes de la aparición de Holmes; sin embargo, la verdad es que por mucho que fuera así, quien fija el mito es quien lo crea y define en sus características de manera definitiva, y esto corresponde a Conan Doyle. Lo que no quita para que los admiradores de la figura del detective disfruten con las aventuras de Maximilien Heller y se admiren de las coincidencias y diferencias. Lo cierto es que Heller es un boceto y no un retrato acabado; la técnica de Heller se basa en que la justicia va de lo desconocido a lo conocido (y juzga) mientras que él va de lo conocido a lo desconocido. Hay en la acción de la novela más peligro que misterio en las escenas clave, y menos deducción; las descripciones se apoyan más en la acción que en la reflexión. El final es feliz y moralista porque Heller es un clásico moralista, y Holmes, en cambio, es más ambiguo y, por tanto, más moderno.

El misterio de Notting Hill Charles Warren Adams
Traducción de Concha Cardeñoso Alba. Madrid, 2015 200 páginas 18,50 euros

El misterio de Notting Hill se considera la primera novela de detectives, es decir: detective en todo el sentido de la palabra, por tanto, dedicado de lleno a ello, lo que le aleja de su antecesor Dupin, un aficionado diletante. El señor Henderson, el detective de la novela, es en realidad un agente de seguros que, como tal, trata de desentrañar unas muertes en las que están en juego una herencia y un seguro de vida. Y hay que reconocer que, en efecto, su actuación es la de un verdadero investigador. La intriga se mantiene en la línea del mejor Wilkie Collins (con secuestros, desapariciones, usurpaciones de personalidad, venenos, hipnosis, hermanas perdidas...), pero carece de la dinámica de Collins, porque el autor se aplica con método y minuciosidad a establecer todos los datos de la investigación a riesgo de ser repetitivo (y a veces lo es), pero la construcción del misterio es digna del mejor policiaco.

Aquí, la aventura es sustituida por la lógica, que es la que abre el misterio con precisión de cirujano. De hecho, el lector va intuyendo la clave del relato a medida que se acerca a la resolución y sabe; lo que interesa en este caso no es "quién lo hizo" sirio "cómo se hizo" y qué va a suceder con .el criminal; y tanto en esto último como en el desarrollo basado exclusivamente en declaraciones de testigos, el relato puede considerarse un antecedente del primer gran novelista y creador de la detective story, R. Austin Freeman (1861-1939), cuyo personaje principal, el médico forense doctor Thorndyke, es el más notorio representante del detective que basa su investigación en la pura lógica deductiva, lejos de toda intuición, por lo que describe el crimen desde el principio e, incluso, no tiene miedo a dejar ver al asesino en su transcurso. De él parte lo que será la edad de oro de la novela policiaca inglesa y americana. •



El Pais, Babelia nº1.233, 11.07.15


sábado, 30 de mayo de 2015

De la tarea de escribir, del ingrato recuerdo y de la memoria infausta

No fue un gesto veloz. Tampoco una ilusión momentánea. Hay algo en la tarea del escritor que atrae. Transcribir en letras, actos y pasiones, pensamientos y sueños, tiene algo mágico. Según uno se va formando y aprende ciertos rudimentos, suele tener una aproximación a la literatura. Una cuestión milenaria.

La vida simbólica propia del hombre se proyecta en un lenguaje cultural cuya estrategia es fundamentalmente dialéctica. Dialogia de eros y logos, mito y razón, materia y espíritu: mediadas por el alma como seña de identidad transitiva del hombre  en el mundo.

Normalmente el paso del tiempo, el peso de los acontecimientos establece una selección natural de personas encauzados o no hacia las letras.
Ya digo, él no pertenecía al gesto veloz de la literatura, ni tampoco sentía la ilusión momentánea de algo nuevo. Formaba parte de algo nuevo. Formaba parte de su naturaleza como podría hacerlo sus cabellos rizados, o sus manos delicadas.

Según John Keats, para poder escribir “hay que hacerlo teniendo los pies en el jardín de la casa y tocando con un dedo las esferas del cielo”, y, de hecho, escribir es una tarea profundamente misteriosa que molesta en este mundo moderno.

Al leer sus escritos, los fragmentos de sus novelas, los relatos, acabado o no, sus ensayos, sus cartas, sus declamaciones sentimentales, sus poemas, al leer gran parte de lo que escribía sentía admiración sin límite.

Me descubría a mi mismo buscando los siguientes capítulos de diversas novelas, intrigado por una obra que tan solo estaba en su cabeza. Rimas y estrofas bellas, frágiles, tristes. Ensayos, cuentos. Sin ser un profesional de las letras, su implicación siempre es sincera. Y poco a poco formó su propio universo creativo. Artes gráficas y literarias pasan por sus ojos y se reinventan a través de sus manos. Procesos creativos que pueden tardar años, gestándose entre madrugadas y amaneceres de días distantes.

Como el ratón que roe el queso de la trampa
Babu pregunta:
¿a que sabe tu mente?



Ningún hombre sabe quien es,  ningún hombre es alguien. La frase que sigue es falsa. La frase que la precede es verdadera.

El alma está siempre en construcción: un arquitecto enloquecido la levanta sin planos.

LES LUTHIERS- MUCHAS GRACIAS DE NADA

Los discos de vinilos, con su gran tamaño, acompañaban la mayoría de la veces agradables sorpresas. Este texto acompañaba al disco.





Este disco contiene la grabación de algunos fragmentos un tanto inconexas de “Les Luthiers hacen Muchas Gracias de Nada” y es apenas un pálido reflejo de un espectáculo que en su versión teatral estaba constituido por muchos fragmentos un tanto inconexos.
Comienza con El Rey Enamorado, en el estilo de teatro isabelino, que haría sonreir satisfecho al mismísimo Shakespeare: jamás podría darse cuenta –ni él ni nadie- de que esta parodia trata de involucrarlo.
Sigue La Tanda, homenaje a nuestra tan vapuleada televisión, a su audacia que ya es coraje, a su fino manejo del absurdo y a sus muestras de humor, que se perciben a veces incluso en los programas cómicos.
Luego, y procedida de unos sabrosos -¿sabor a qué?- Consejos para Padres viene La Gallina dijo Eureka, con nuestro convencimiento de que los niños son el futuro, idea que también profesan aquellos que produciendo cierta música para niños se aseguran el futuro. Y que van modelando, con pueriles canciones para niños, el gusto de los que el día de mañana consumirán pueriles canciones para adultos.
La cara B se encuentra fácilmente dando vuelta al disco. Contiene exclusivamente Cartas de Color, una verdadera epopeya. Durante  meses estudiamos la real historia de los negros de Estados Unidos y nos documentamos sobre sus orígenes africanos. Y aún así decidimos poner en escena Cartas de Color. Básicamente, queríamos evitar una historia veraz pero aburrida y estamos seguros de haberlos logrado, sobre todo en la que se refiere a la veracidad ¡Había que vernos imitando las ceremonias tribales, las contorsiones rituales, el baile final! Parecíamos nacidos en el corazón de África, tal vez de padres belgas.
Una última aclaración. Sabemos que escuchar una grabación no es lo mismo que haber presenciado el espectáculo. Pero si el oyente de este disco hace un esfuerzo y trata de imaginarse los lujosos decorados, el suntuoso vestuario y nuestros deslumbrantes desplazamientos, podrá equipararse a quienes vieron Les Luthiers hacen Muchas Gracias de Nada: ellos también tenían que imaginarse todo eso.



sábado, 9 de mayo de 2015

Holmes, sweet Holmes por GUILLERMO CABRERA INFANTE


Cuando mi padre vino de Cuba a visitarnos en Londres el verano pasado no pidió más que dos cosas: ir a orar (es un decir) ante la tumba de Karl Marx y conocer la casa en que vivió Sherlock Holmes. "En el 221-B de Baker Street", dijo mi padre. Era obvio que, para él, viejo comunista (ha cumplido ya 85 años), la realidad de uno era la ficción del otro. Y viceversa. De hecho, ir en peregrinaje ante el busto enorme y macizo de Marx era infinitamente más fácil que visitar los predios del primer detective consultante. Es mil veces más posible creer en la asombrosa existencia actual de Holmes que en la tenue posibilidad de que Karl Marx haya existido una vez. Mi padre pidió ir al cementerio donde está la tumba de Marx, pero quiso visitar la casa de Holmes. Marx, finalmente, está enterrado en Highgate, pero Holmes vive todavía en alguna parte de Londres, de Inglaterra, del mundo: está hecho de la estofa del mito. Marx, como el Dios de Nietszche, ha muerto. Holmes vive.Sherlock Holmes es posiblemente el único personaje de ficción que se ha convertido en una persona con residencia fija. Es decir, es un ser humano con una vida real (esa palabra, sin embargo, es enemiga de los creyentes en Holmes), que vivió en Londres y habitó exactamente en el 221-B de Baker Street. Hay, sí, otro personaje que pasó de la ficción a la vida: don Quijote, y, prendido a él, su constant companion Sancho. No es casualidad que la pareja Victoriana de Holmes y Watson se parezca tanto al par castellano de dos siglos atrás. Holmes, alto y delgado, asalta a los gigantes del crimen y los convierte en molinos, en molinillos, mientras un Watson bajo y robusto recomienda prudencia como si fuera un agente de seguros. Holmes, adicto a las drogas y a la música. Quijote, adicto a los libros, otra droga, que toma sin diluir. Watson, realista y dado a la premonición de uno o dos desastres reales. Sancho, el de los refranes y las cautelas de Castilla. ¿A qué seguir? Lo importante es que en un lugar preciso de Londres del que todos dicen acordarse vivió el detective que hizo de su ocupación un oficio del siglo XIX y que convirtió esa palabra, detective, en sinónimo de la magia de la deducción. Conan Doyle, señalando a la fuente y origen a lo lejos (el doctor Bell, cirujano escocés), escamoteó al verdadero creador del método deductivo aplicado al crimen, C. Aguste Dupin, el ocioso caballero inventado por Edgar Poe. Holmes, además, dio origen al mito de que la policía, pública o privada, porque persigue al criminal, es más noble que el crimen. Holmes (que se burlaba de Scotland Yard ante la presencia del siempre confuso inspector Lestrade y la ennobleció como institución con la detección del crimen ingenioso por medio de otro ingenio aún más poderoso: la maquinaria de la ley) tenía, como lo vio bien Watson, mentalidad de delincuente. Por eso, gracias a eso, llegaba a la solución de cada crimen. Después venía la otra solución, la del alcaloide, la que hacía del tedio de Londres una fería en la niebla.

Watson, es importante anotarlo, era, según Holmes, atraetivo a las mujeres, y se casó por lo menos dos veces. Holmes era totalmente indiferente al sexo femenino, excepto cuando, caballero victoriano que era, la dama estaba en peligro, rodeada de crimen, o era, por el contrario, peligrosa, ella misma el crimen. La seductora americana Irene Adler fue su sola Némesis. Holmes, al alardear de que había sido derrotado por el crimen sólo cuatro veces, añadía: "Tres veces por hombres y una vez por una mujer". Para Holmes, Irene Adler, contralto aventurera nacida en Nueva Jersey (¿heredera de las máquinas de sumar o parienta del psiquiatra freudiano?), era la mujer. Lo fue siempre. Holmes, el misógino, se hizo missógino.

En la realidad de la ficción, Sherlock Holmes, vivió tanto como una persona cualquiera, pero el personaje se convirtió en inmortal mientras vivía. Conan Doyle ha durado menos. Así Holmes se ha transformado en un ente independiente, en un agente de la inmortalidad. Otros guardianes de la posteridad se han congregado para producir un volumen de obras, o tal vez una obra sola, que considera a Holmes como una criatura que existió una vez, con fecha de nacimiento y muerte, acompañado, en parte de su vida por una especie de manso amanuense o secretario sin secretos que recogió sus aventuras y describió exhaustivo su aspecto, afectos, manías, vicios y gestos y gestas en una saga única, el corpus (¿tal vez delicti?). Esa compañía casual o buscada se llamó el doctor John H. Watson, a quien el folclor siempre antecede un "elemental, mi querido", que es postizo. El pretendido autor de la biografia en historias sucesivas del detective consultante más famoso del mundo también existió, mientras Arthur Conan Doyle quedó reducido al papel de agente literario que buscaba acomodo a las historias de la vida real. De preferencia en el Strand Magazine y en otras revistas, americanas de ser posible.

Nosotros, los lectores de las aventuras de Sherlock Holmes, somos privilegiados conocedores de una biografía en serie. Estos eruditos y estudiosos de lo que también se conoce como el canon toman a Holmes absolutamente en serio, y a Watson, como absoluta broma. El resultado es que el admirado detective y su admirador segundo cobran nueva vida. Otra vida de hecho. No la vida bréve del Strand, sino la vis cómica de la anotación en serio de un códice codiciado por falaz. No es posible ya leer a Watson como una invención de Conan Doyle. Doyle se ha convertido a suvez en Conan el barbero que opera desde una silla giratoria en una barbería de Fleet Street y todo lo ve y todo lo anota, pero, lamentablemente, apuesta a los caballos en una cercana oficina de Ladbroke. Holmes queda aquí como el proveedor de las anotaciones no muy exactas del buen doctor, y Sherlock vive. ¡Vive!

Cuando le dije a m¡ padre que parte de una aventiara de Sherlock Holmes, Los planos de Bruce-Parrington, ocurría en el barrio: en el metro de Londres, en la estación de Glou.cester Road, ahí al lado, como, quien dice, saltó de alegría: "¡Quién lo hubiera visto!". Debí añadir que en un restaurante de, nuestra misma calle, que todavía existe, pero del cual, modestías que se pueden leer molestias a la hora de comer impiden revelar su nombre, cenó Holmes, que era todo menos un gourmet. En el cuento (o mejor recuento) de Watson es Holmes quien le envía una nota bene desde allí: "Estoy ceinando en el restaurante Goldini de Gloucester Road en Kensington". (Necesaria aclaración, pues hay varias Gloacester Road en. Londres, como saben los carteros y mis corresponsales extranjeros.) "Por favor, venga enseguida". (Holmes y Watson nunca, ni en la intimidad, se tutearon, aunque durmieron años bajo el mismo techo: caballeros victorianos que fueron.)

Oscar Hurtado, experto holmeslano en La Habana, me dejó saber que Sherlock Holmes nunca usó el metro. Error de lejanía: ahora lo usaba para medir al muerto y su matador. Holmes se desplazaba, es verdad, en coche (los llamados hansoms en Inglaterra) por Londres, pero tomaba el tren a menudo, y si una histona, como ésta, lo exigía, sabía sacar partido del underground. Watson no tomaba el metro, tomaba notas.

Cuando Watson llega por fin al restaurante, tarde y sin aliento, ocurre un intercambio que me concierne: hay humo. "¿Ha comido usted algo?", le pregunta Holmes solícito. "Entonces", agrega sin esperar la respuesta de Watson, "acompáñeme en el cafe con curasao. Pruebe uno de los cigarros del propietario. Son mucho menos venenosos de lo que se podría suponer". Hasta la iglesia de San Esteban, en mi esquina, da las once horas con una claridad que niega la niebla, la espesa niebla, la persistente niebla que percude las páginas del canon. Por esa época, otro victonano singular, Oscar Wilde, declaró que nadie había notado la niebla de Londres hasta que la pintó Whistler. Muerto Whistler, ya no hay niebla enLondres, y sólo se puede ver en las narraciones de Watson sobre su amigo el dulce y agrio Holmes: sweet and sour Sherlock.

"¿Qué le parece, Watson?", dijo Holmes refiriéndose a su caso.

"Una obra maestra".

Y así fue y así es: una obra maestra que mi máquina calca de las profusas notas del doctor John H. Watson, M. D. Mi máquina de escribir, esta IBM electrónica que hace de mis días idos con la letra y mis noches oscuras como la cinta de carbón que las describe, fue comprada, cosa curiosa, en Baker Street, calle comercial. Watson la habría encontrado extraña: una tiperrita automática. Holmes se habría intrigado con su mecanismo iriada elemental. Sobre todo, el detective habría examinado la. tecla de dele, esa que hace los errores delebles y las ideas indelebles. Es la tecla digital. Habría escrutado algunas cenizas exóticas y luego, aburrido, se habría preparado su coca-cola blanca.

No encontré nunca el verdadero 221-B de Baker Street. Lo busqué, por supuesto, donde no podía hallarlo. Debí regresar a las aventuras de Holmes para saber que se iniciaron, todas, en un apartamento, de la imaginación. Mi padre, casi inválido, a quien conduje por el laberinto de Londres, fue una parodia del protagonista de la primera obra de ficción detectivesca que es también un cnmen. En ella, la huella del crimen que busca el criminal que se ignora es su propia huella. De pronto, mi padre señaló a la esquina de la calle más famosa de Londres y gritó: "¡Allí! ¡Allí está! ¡El 221-B de Baker Street!". Pero el 221-B nunca existió. Fue la manera que tuvo Watson de quemar todas las pistas. Además mi padre es ciego. Fue por eso que mencioné a Edipo, el primer detective. Edipo, Eddy Poe. Ciegos que ven pistas que ciegan.


El Pais 11 ENE 1987

La Feria del Libro de Madrid 2015 ya tiene cartel




El cartel del artista madrileño Fernando Vicente da la salida a la 74 edición de la Feria del Libro de Madrid, una cita cultural que se celebrará en la capital del 29 de mayo al 14 de junio y que contará con 368 casetas y 471 expositores.

El cartel plasma el "amor por los libros" y representa, en palabras de su autor, "el flechazo que recibimos cuando la lectura nos atrapa y llegamos a pensar del libro que tenemos en la mano que alguien lo escribió para nosotros", según informa la organización de la feria en una nota. Además, Vicente (1963) ha querido plasmar "la alegría y el disfrute con los libros" a través del gesto de la protagonista de la ilustración.

domingo, 3 de mayo de 2015

Antipolicial absoluto

 'Crónica de una muerte anunciada' de García Márquez.

ANA MARÍA SHUA 11 ABR 2015

“Es mi mejor novela”, dijo en su momento Gabriel García Márquez, “la que mejor he podido controlar”. Sin embargo, sin el éxito escandaloso y merecido de Cien años de soledad tal vez no conoceríamos la felicidad que nos produce este libro. Es una historia terrible: ¿cómo es posible que tanta felicidad sea el producto de tanta desdicha? Esta es solo una de las preguntas que esta nota no intentará responder. Nada le estoy anticipando al lector si le informo que el protagonista, Santiago Nasar se despertó ese día a las 5.30 de la mañana, salió de su casa a las 6.05 y fue destazado como un cerdo una hora después. Nada importante estoy develando si le cuento que los asesinos fueron los hermanos Vicario.

Es que esta novela sobre un hecho policial es una suerte de anti-policial absoluto. Aquí no hay ningún misterio. Desde las primeras líneas, el destino de los personajes está trazado con cruel precisión. ¿Por qué seguimos leyendo, entonces?

Con El Otoño del Patriarca, una novela exagerada, desmadrada, García Márquez se propuso exacerbar sus recursos, llevarlos hasta las últimas consecuencias. En Crónica de una muerte anunciada se propone todo lo contrario. Control es la palabra que usa para presentarla y de eso se trata: ajuste, precisión. Nada de magia: todo sucede por arte de realidad.

Excepto la magia de su escritura.¿Por qué seguimos leyendo? Por muchas razones. Por ejemplo, porque el autor sigue sacando de la galera esa prosa inclemente, esa adjetivación de aquelarre tan fácil de imitar, y que sin embargo no existía hasta que Gabo la hizo brotar de los enredos de su corazón y las entretelas de su mente lúcida.

Crónica pivotea entre realidad y ficción. Lejos del informe periodístico, utiliza sin embargo sus recursos. El autor se divierte confundiendo al público con sus declaraciones: “Mi madre me pidió que nunca escribiera ese libro mientras estuvieran vivos algunos de sus protagonistas”. “Solo los nombres de mis familiares son verdaderos”. El crimen real sucedió en el año 1951 en el municipio de Sucre. García Márquez estaba allí. Treinta años tuvieron que pasar para que la novela, contada en primera persona, tomara forma y sentido.

¿Por qué seguimos leyendo? Porque nos invita a conocer un mundo asombroso, lleno de personajes geniales, estrafalarios. Ojalá pudiéramos estar allí, en ese lugar extraordinario. Pero si estuviéramos, ¿qué veríamos? Un pueblo tropical y soñoliento, que despierta de vez en cuando en tristes parrandas fogoneadas por el alcohol, donde un puñado de habitantes hartos de verse las caras viven en un aburrimiento infinito. El resto es magia literaria, y de la buena.

A lo largo de cinco capítulos, el narrador va y viene en el tiempo, hacia el pasado y hacia el futuro, sin salir nunca de esas dos horas fatídicas en las que todo el pueblo supo y nadie quiso o nadie pudo contarle a Santiago Nasar que los hermanos Vicario lo estaban esperando para matarlo. Como una baba de caracol, Santiago va dejando a su paso un rastro brillante de fatalidad. Y el lector lo sigue, fascinado.


El Pais, 11.04.15

Un viaje por el afán de los deseos y el milagro amoroso


'El amor en los tiempos del cólera’, de García Márquez

CLARA SANCHEZ 28 MAR 2015

Los realismos con apellidos (mágico para las mentes exuberantes, sucio para las contenidas) son fruto de nuestro esforzado, duro e inventivo siglo XX. Algo debimos de vivir y sentir los seres humanos en este tiempo que nos creó la necesidad de contarlo a través de esa imitación de nosotros mismos que llamamos novela. Y si estamos más o menos preparados para afrontar una visión cósmica y plural de la realidad es porque la genial narrativa del XX nos propuso un pensamiento fragmentado y la relatividad de nuestras almas. Supuso un intento en todas las direcciones posibles de atrapar lo que los tiempos traen, un intento de encontrar nuestro lugar en un mundo repentinamente nuevo, que nos obligaba a correr tras el tiempo para no quedarnos solos. Qué agradecidos estamos a la lucidez de un Kafka o un Camus, precedidos por supuesto del gran Stevenson y más atrás aún por Gogol, que nos empujaron a adaptarnos a nuestro sentimiento de extrañeza. Seguramente para alcanzar este grado de intuición fue necesario a veces cercar con una valla la incertidumbre y una vida descontrolada por la guerra, el fantasma de una economía tirana, las innovaciones revolucionarias y cierta libertad. Por eso hemos hecho nuestros los territorios cerrados de William Faulkner, Juan Rulfo o Gabriel García Márquez, que reconstruyen el mapa interior de nuestro desconcierto. Yoknapatawpha, Comala, Macondo.

Macondo es el nombre mítico unido a Gabriel García Márquez, cuyo asidero existencial y poético es el amor. Los propios títulos de algunas de sus novelas nos adelantan su interés por este sentimiento demoledor: Del amor y otros demonios, Diatriba de amor contra un hombre sentado: monólogo en un acto, El amor en los tiempos del cólera. El amor es el motor que mueve las aguas y hace temblar la tierra. Pero también es un refugio. En El amor en los tiempos del cólera aparece como un fin en el que refugiarse Florentino Ariza, cuya vida desde la más temprana juventud se convierte en un plano inclinado hacia su adorada Fermina Daza.

No todo el mundo tiene la suerte de contar con un objetivo, una predestinación, una constante sentimental en el grado más profundo, que dura nada menos que sesenta años. Florentino no se resigna, quiere culminar el pensamiento de Platón de que “el amor es la expresión del deseo de aquello que nos falta” completándolo en un viaje por el fabuloso río Magdalena, en Colombia, cuando Fermina y él ya tienen más de setenta años. Pero toda la complejidad de la novela, sus numerosos personajes, la sensualidad de los paisajes, la enfermedad y la muerte, son atraídos y tragados por el agujero negro del amor. Toda una educación sentimental en torno a la complicada escala de colores de la más intensa emoción humana, que nombramos con una sola palabra cuando necesitaríamos mil.

García Márquez nos adentra en el afán amoroso, como ellos por el río, durante quinientas páginas hasta que en la madurez los protagonistas logran sincronizar sus deseos en medio de un universo infinito e indescifrable. Todo un milagro. Y los lectores disfrutamos del placer de pasar por dichas páginas despacio, con la sensación de pisar tierra para, de pronto, tropezar con algo que brilla o que huele maravillosamente bien.

Transcurridos los años en que se encasilló a García Márquez en el realismo mágico y en el boom latinoamericano, es el momento de leerle con la misma gran libertad creativa con que él siempre escribió. Nos enseñó a no temer nuestra propia imaginación y compuso una voz literaria única: sobre un suelo llano que su calidad de periodista despojaba de cualquier floritura, el visionario, el poeta, dejaba caer aquí y allá el sentido más hermoso del mundo que nos ha tocado en suerte.

La historia extraordinaria de un hombre común


 ‘Relato de un náufrago’, de Gabriel García Márquez

JOSÉ OVEJERO 2 ABR 2015

Cambiar el estilo de una narración altera su significado. Cambiar el estilo es contar una nueva historia. Cuando el joven periodista García Márquez escribió por primera vez este relato, en 20 entregas publicadas diariamente por El Espectador,casi todos los colombianos creían conocer los hechos. La dictadura de Rojas Pinilla había creado y difundido del suceso un cuento épico: el destructor escorándose en alta mar azotado por la tempestad; dramático: los ocho hombres que caen al agua y desaparecen; heroico: el marinero capaz de sobrevivir en una balsa tras pasar 10 días sin comer ni beber. Música militar, fanfarrias, loas a la patria. El protagonista, Luis Alejandro Velasco, había repetido esa versión en numerosas entrevistas.

La historia que cuenta García Márquez, aunque con hechos parecidos, es otra: el destructor se escora demasiado no por la fuerza de los elementos sino porque la carga que lleva de contrabando está mal estibada. Además, el superviviente no es el héroe que han difundido los medios y la propaganda oficial: tiene miedo, está confuso, toma decisiones erróneas. Sobrevive más por casualidad que por su voluntad de hacerlo. El tono intimista y coloquial transforma la narración tanto como las nuevas informaciones. En ese tono no se puede contar algo que exalte el orgullo nacional.

Cuanto más feroces son los dictadores más necesitados están de una épica patriótica tras la que ocultar su violencia. Rojas Pinilla no se tomó bien que ridiculizasen la versión oficial. García Márquez encontró aconsejable abandonar el país y poco después El Espectador fue cerrado por las autoridades.

Así, el éxito de la nueva versión del naufragio se debió en parte a que, en el fondo y en el tono, dejaba al descubierto las mentiras del régimen. Pero si hoy sigue interesándonos, aunque desconozcamos el contexto político, es más bien por razones relacionadas con el estilo y con la habilidad narrativa. Vargas Llosa escribió que lo más difícil era describir los días casi idénticos y vacíos de Velasco en alta mar “sin incurrir en repeticiones o caer en la truculencia”. García Márquez lo consigue mediante un personaje que narra en primera persona y con naturalidad, también con cierta ingenuidad, lo que le ha sucedido, pasando de lo banal a lo trágico como quien sabe que la línea que los separa es a veces indistinguible, que en la vida real esas etiquetas no tienen sentido.

Sin embargo, detrás de esa naturalidad hay una cuidadosa composición: los sucesos que rompen la monotonía están perfectamente dosificados, también los momentos de esperanza y de desaliento. La lentitud se convierte en ritmo. Pero lo que da auténtica fuerza al libro es su peculiar uso del suspense. Un cronista cuenta historias cuyo final el público a menudo ya conoce, y por ello debe ser capaz de crear interés y tensión no ocultando el desenlace, sino a través de los detalles que llevan a él. Por eso el narrador de este relato anuncia con frecuencia lo que va a suceder antes de contarlo. Ahí está la semilla de un estilo y de aquella novela que comenzaba diciendo “El día que lo iban a matar...”. Pero eso es ya, literalmente, otra historia.

El Pais 3 abril 2015

viernes, 17 de abril de 2015

¡Mira quién lee!

La Biblioteca Pública de Nueva York realiza una lista con los libros que se citan en 'Mad Men' (y qué personajes los están leyendo) para que pueda hacerse un plan lector.

IVÁN THAYS 


Don Draper lee el 'Infierno' de Dante, en 'Mad Men'.

El primer día de abril apareció una noticia que entusiasmó a todos los seguidores de las series de televisión. El maestro del suspense, Stephen King, anunciaba desde su página que iba a escribir el primer capítulo de la nueva temporada de The Walking Dead. La noticia llegó tan lejos que Mr. King anunciaba que iba a matar a tres protagonistas (no es spoiler, aclaraba, con macabro humor). Un enlace en la página, sin embargo, resolvía de inmediato el misterio: era una broma de April´s Fool Day, la versión norteamericana de nuestro Día de los Inocentes.

Y seguimos con el mestizaje con las series de TV y la literatura, una mezcla que cada vez es más poderosa. Todos los que han visto Mad Men sabrán que intenta reconstruir los años 60 en Estados Unidos, y esa reconstrucción es tan detallista que no solo implica pañuelos en el bolsillo del terno, referencias a hechos históricos como la muerte de Kennedy o las peleas de Mohamed Alí, o gente fumando en interiores, sino que también se citan libros que estaban de moda en esos años (Don Draper leyendo Meditaciones en una emergencia de Frank O'Hara mientras todo se hunde, por ejemplo). Por ello, la Biblioteca Pública de Nueva York ha hecho una lista con los libros que se citan en Mad Men (y qué personajes los están leyendo) para que, el que lo desee, pueda hacerse un plan lector. Betty Draper lee a Mary McCarthy; Roger Sterling a David Ogilvy; Joan Harris lee El amante de Lady Chaterley, Pete Campbell a Thomas Pynchon (¡!) y Don Draper se quema bajo el sol de la detestable California e inaugura una temporada leyendo Infierno de Dante Aligheri, preparándose para el descenso en caída libre que le espera. Buenísimo.

Lima se prepara para su segundo Festival de la Palabra –por cierto, es el mismo nombre del Festival que hace cinco años inició Puerto Rico, debieron hacer un esfuerzo en ese tema para no confundir a los autores- organizado por el Centro Cultural de la PUCP. Esta vez el Festival no solo incluirá ponencias de escritores sino cine, teatro, música. Entre los invitados internacionales que visitarán la capital del Perú entre el 15 y el 19 de abril están Leonardo Padura, Juan Bonilla, Piedad Bonnett, Alejandro Zambra, Gabriela Cabezón, Mariana Enríquez y Fernanda García Lao. También se brindará un homenaje a Alonso Cueto.

Un blog imprescindible: Awesome People Reading. Y sí, la verdad es impresionante la cantidad de capturas de inusitados lectores que contiene la página. Cantantes, deportistas, actores, intelectuales, escritores, etc. Algunas fotos son verdaderas reliquias como la familia de Oscar Wilde leyendo, otras son hermosas obras de arte como la foto de Verónica Lake leyendo. Y desde luego, no puede faltar Marilyn Monroe, fan de tomarse fotos leyendo en todas las posiciones, aunque no sean las más cómodas.

El Pais. Babelia. 11.04.15

jueves, 2 de abril de 2015

Una cantera inagotable de ficción


FIETTA JARQUE 07/08/2010

Historiadores y escritores a partes iguales desconfían del fenómeno comercial de la novela histórica. Pero están de acuerdo en que la calidad en la escritura y el rigor deben ser lo esencial
Parece como si el deseo de viajar en el tiempo se viera hoy satisfecho simplemente a través de la ficción. Pero una ficción que recree al detalle la forma de vivir de otras épocas y en proximidad de personajes históricos en momentos determinantes de la aventura de su vida. El fenómeno de la novela histórica se mantiene al más alto nivel en España desde hace más de una década. Las mesas de novedades de este género no dejan de renovarse con obras de autores que se inician en la ficción amarrados fuertemente al andamiaje de la historia. Una afición que se extiende también a las series de televisión(Roma, Águila Roja, Los Tudor, Espartaco, sangre y arena, por citar algunos ejemplos). Y que cuenta con apasionados foros de aficionados como hislibris.com. Es una moda, ciertamente, y revisando o leyendo muchos de esos libros es evidente que la calidad de la escritura suele ser baja, mediocre. Pero hay algunas cosas en las que todos están de acuerdo.

"Historiadores y novelistas son como dos coches que se cruzan en la carretera en direcciones contrarias", dice Almudena Grandes
"En las librerías se encuentran muchas novelas históricas, entre las que hay buenas, malas y regulares. Esa mescolanza crea cierta prevención. Es algo que sucede también en otros géneros como la novela negra o la romántica, por eso me parece injusto que se considere todo un género como el histórico dentro del mismo prejuicio", reclama Santiago Posteguillo, quien no tiene inconveniente en que sus obras sean consideradas novela histórica, "siempre que se mantenga el sintagma de que el sustantivo es novela y el adjetivo es histórica", subraya este lingüista, autor de la trilogía de Escipión (Ediciones B). "Es esencial que la novela tenga una buena tensión dramática y un nivel de historicidad razonable", apunta. "No cabe duda de que la novela histórica cumple un papel de divulgación. Por eso es algo que los historiadores no deberían criticar, nosotros rellenamos un espacio para el conocimiento que muchos de ellos no practican".

El medievalista José Enrique Ruiz Domènec reconoce que lee más novela histórica de lo habitual en su profesión. "Últimamente hay mucho interés entre los historiadores por lo que se llama 'otros modos de comunicación del pasado", explica. Esos modos pasan por la ficción o simplemente por el estilo narrativo. "La afición por la historia despertó en Francia a mediados de los años setenta, cuando se empezaron a publicar y demandar libros de historia de uso colectivo. Incluso los historiadores más serios y prestigiosos (como Hobsbawm o Duby) se prestaron a ello llevados por su compromiso con la sociedad, y se convirtió en un fenómeno editorial. Eso los llevó a refinar y mejorar su escritura", apunta Ruiz Domènec. "Ese es el drama español. Todavía hay un divorcio entre los académicos y los divulgadores. Ese vacío en España lo ocupa la novela histórica".

"En la explosión de este fenómeno hay un antes y un después de El nombre de la rosa",señala Ruiz Domènec. "Eco la escribió cuando estaba en la cúspide y era el gurú universitario. Había educado conceptualmente a toda una generación cuando consideró que la mejor manera de acercarse a un público más amplio podría ser mediante un thriller como aquel. Una novela que tenía mucho de la novela negra de los años treinta y cuarenta, pero que servía para entender lo que sucedió en la Italia del siglo IV, como una metáfora política del siglo XX. Hay novelistas extraordinarios que han abordado la historia, desde Cortázar y García Márquez hasta Vargas Llosa y Pérez Reverte. Este último se documenta profundamente y usa esos elementos correctamente en su construcción de la novela. Yo recomiendo mucho Un día de cólera (Alfaguara) sobre el 2 de mayo a mis alumnos. (Posteriormente ha publicado otra, El asedio). En la microhistoria la novela se crece en el detalle".
Entre dramas de romanos, manuscritos medievales y biografías noveladas hay un periodo histórico que en España ha generado en los últimos años muchas recreaciones que mezclan ficción y realidad: la Guerra Civil. Después de terminar El corazón helado, ambientada  en esta contienda bélica, Almudena Grandes se ha embarcado en un proyecto de seis novelas ambientadas en la posguerra. La primera, Inés y la alegría(Tusquets), está a punto de aparecer. "Como la mayoría, yo creía que sabía mucho sobre la Guerra Civil, pero cuando estaba escribiendo Corazón helado me di cuenta de que no sabía nada", admite. La escritora hizo la carrera de Historia con especialidad en Prehistoria, aunque nunca pensó que volvería a ella. "Lo de estudiar Contemporánea me parecía una vulgaridad", recuerda. Pero la vida -y la literatura aún más- discurre por extraños caminos. Sus modelos para este proyecto son los Episodios nacionales, de Pérez Galdós, y también las seis novelas de El laberinto mágico, de Max Aub. "Mis seis novelas transcurren en el marco histórico de la posguerra. Los personajes reales interactúan con los míos. Al ir investigando se me despertó una tremenda avidez por la historia. Es otro mundo, como estudiar otro idioma".

La relación entre novela e historia, según Grandes, debe guardar tantas "lealtades como libertades". "Al no haber una versión oficial de la historia me formo mis propias hipótesis", dice. "Cuando escribes novelas se deben respetar ciertas coyunturas. Hay que ser leal con los hechos, mantener ese cordón umbilical, porque lo contrario es fraude. Lo que el novelista hace es interpretar, no inventar".
"Yo me llevo muy bien con los historiadores, me nutro de ellos", reconoce. "Aunque también puedo ser audaz. La historia de la Guerra Civil sigue estando en construcción. Se asentaba en los libros de los anglosajones y los franceses, pero ahora los historiadores de mi generación la han tomado por los cuernos y están escribiendo libros muy importantes. Las interpretaciones están cambiando", afirma. "Los historiadores y los novelistas son como dos coches que se cruzan en la carretera en direcciones contrarias".

Según Ruiz Domenec la novela histórica actual tiene auge porque hay muchas más y mejores formas de documentarse. "Hoy se hace mejor historia que antes", subraya. "Se han publicado muchos estudios excelentes en las últimas décadas, muchos más que en épocas anteriores. Por eso y por otras razones, la historia es la cantera de la novela".






domingo, 25 de enero de 2015

No pienses: ¡escribe!


Por Ricard Ruiz Garzón

HA VISITADO ESPAÑA la veinteañera estadounidense Anna Todd, cuya serie After se vende como "el mayor fenómeno editorial de la historia en la Red", y se nos han multiplicado las reflexiones más o menos serias sobre la plataforma Wattpad, las fanfactions o ficciones sobre personajes famosos y las nuevas formas de leer y escribir de los jóvenes: algunos, en línea con The New York Times, se preguntan si detrás del boom Todd no hay otra cosa que la versión digital de los decimonónicos folletines por entregas; otros, más agresivos, valoran si After podría ser tan sólo una suerte de Cincuenta sombras de Grey para adolescentes; más certeros aún, hay quienes señalan que el único fenómeno nuevo es la socialización, y también quienes, sarcásticos, aseguran que el auge de las fanfics "se nos está yendo de las manos". En cualquier caso, sabiendo que en Wattpad (35 millones de usuarios, uno de ellos en España) se cuelgan cada día 250.000 historias nuevas, y que son "cientos" los wattpaders que han pasado a publicar con éxito en papel, ¿nos conviene ignorar el hecho de que la de Toronto es ya la mayor red social narrativa del mundo? ¿Podemos levantar la ceja ante categorías como "hombre lobo" o "paranormal", y obviar que las fanfics, como subrayan los más ácidos, han salido del pozo y son ya cantera de talento? ¿Debemos, en fin, olvidar precedentes claros como Homero, como Sherlock Holmes, como los "sargazos" de Jean Rhys o como esa segunda parle del Lazarillo en la que el de Tormes se convertía... en atún? De acuerdo, la calidad brilla por su ausencia en muchos de estos subproductos (ahí está el terrible My Wattpad Love, leído por 7.350.000 personas), pero sabiendo que se trata de un fenómeno en ciernes, y que según algunos las fanfics —que son sólo una parte de la plataforma, la cual es a su vez, sólo una parte del fenómeno— podrían suponer el 33% del contenido sobre libros de la Red, ¿vamos a fijarnos en si un romance con el trasunto de un miembro de One Direction es tan malo como parece, y vamos a obviar el potencial de un medio así? Por muy gratis que sea la lectura en Wattpad, por mucho que sus lectores y lectoras prefieran la espontaneidad y el intercambio a la coherencia gramatical, por más que la identificación haya ganado la primera batalla a la originalidad..., ¿no es un síntoma que lanzamientos como el de After se apoyen antes en Facebook, Twitter, Tumblr, Youtube, Instagram y hasta en Spotify que en los medios tradicionales? ¿Que en torno a la serie se multipliquen los juegos y apps, que ya existan tutoriales y talleres para escribir a la manera Wattpad, que la comunidad tenga sus propios premios (los Wattys), es algo que podamos desdeñar sin entenderlo? Tal vez sí, tal vez no, el debate sigue abierto. Y mientras lo deciden, exploran y navegan, ahí va un elocuente titular: "Don't think; write!" es junto al hashtag #JustWriteIt uno de los principales mensajes de ánimo que se mueven en Wattpad. "No pienses: ¡escribe!". Da que pensar, paradójicamente... •


El Pais. Babelia. 24.01.15