martes, 8 de noviembre de 2016

UNA FIESTA SECRETA Por Antonio Muñoz Molina


ESCRIBIR ES UN TRABAJO ARDUO QUE DE VEZ EN CUANDO,
si uno tiene paciencia y además tiene suerte, se transforma en otra cosa, un arrebato, una especie de trance del que si se habla debe hacerse con tiento, porque es un campo sembrado de malentendidos. Para los antiguos no había la menor duda: la poesía era el fruto de una posesión. Que tal posesión se manifestara en versos perfectamente medidos y en un lenguaje hecho en gran parte de fórmulas no tenía nada de contradictorio. La poesía estaba unida a la música, y también al recitado en voz alta y al canto, lo cual la conectaba más directamente aún con los dioses, metáforas ellos mismos de la naturaleza y de la condición humana. Borrados los saberes humanísticos en la educación contemporánea, las etimologías preservan indicaciones objetivas: en la raíz de la palabra «entusiasmo» está la idea de la posesión por un dios. En la cultura griega arcaica, los dos oficios humanos que conectan de algún modo con la divinidad, el de bardo y el de adivino, llevan consigo la ceguera. Porque ven lo que nadie más puede ver Homero y Tiresias no pueden ver lo que los demás ven con sus ojos. El bardo y el adivino son variantes de la figura del chamán, que a cualquier persona en su juicio la pone en guardia, porque nos recuerda, sobre todo a los que ya tenemos cierta edad, aquellos delirios ineptos de los años setenta, hechos de una mezcla entre la lectura de los libros de Carlos Castañeda y el consumo de porros de hachís con fondo de rock sinfónico, o peor todavía, de rock sinfónico andaluz. Curiosamente en el romo lenguaje de la droga de entonces afloró la metáfora inmemorial de la ceguera, en una variante que se refería a un estado de máximo colocón, por seguir con el vocabulario de entonces: alguien «pillaba un ciego» o «llevaba un ciego», pero ese presunto estado de conciencia alterada tenía mucho más de tosca modorra con propensión al muermo y a la risa floja que de lucidez visionaria. En mi experiencia, la cosa no dio nunca mucho de sí. A uno le daba a veces por escribir en ese estado y llenaba páginas y páginas, con un fervor parecido al de los espejismos de lucidez de las conversaciones de borrachos. Pero a la mañana siguiente los grandes hallazgos de la noche anterior apenas se descifraban, porque en medio del arrebato no estaba uno para cuidar la letra, y cuando lograba entenderse algo de lo que se había escrito con tal sensación de trance, se comprobaba que era una tontería.

No hay atajos para escribir, al menos que yo sepa, ni más sustancias favorables que las segregadas en abundancia por el propio cerebro. Durante bastantes años yo estuve seguro de que entre la nicotina y la escritura existía una relación necesaria, sin duda por la influencia del cine, que tanto daño ha hecho a las imaginaciones noveleras, sobre todo en esas décadas gloriosas de su alianza criminal con los fabricantes de cigarrillos, cuando no había periodista o escritor de película que no golpeara heroicamente a deshoras la máquina de escribir envuelto en una niebla de tabaco tan espesa como la que rodeaba a los detectives y a los gánsteres, y cuando las mujeres más hermosas entreabrían los labios antes de besar expulsando un hilo de humo. Besar aquellas bocas perfectas habría sido como lamer un cenicero sucio. Una noche de entonces, la época remota de las cartas tangibles y las cabinas de teléfonos, salí a las tres o a las cuatro buscando por los callejones del Albaicín de Granada una cabina para despertar a mi novia, ebrio de alegría y tabaco, y decirle que acababa de terminar la novela en la que había estado trabajando como un galeote los últimos meses. Por el camino creo que no dejé de toser. A la mañana siguiente, cuando desperté bastante tarde, la resaca de tabaco era más poderosa que el alivio de no tener que seguir escribiendo.

Hay que tener cuidado hablando de rapto en un país como España, donde el desprecio por los trabajos intelectuales está todavía más extendido que la autoindulgencia entre quienes se dedican a ellos. Escribir algo que valga la pena requiere no solo mucha perseverancia, sino también algo más primitivo, cabezonería pura, una determinación de hacer eso y solo eso a lo largo de mucho tiempo, o de reservar en la propia conciencia un espacio privado en el que el acto de escribir posee la primacía absoluta. Aunque uno haga otras cosas, se gane la vida como pueda, cuide a su familia, salga a cenar con sus amigos, etc., hay un momento en que lo que hace puede ser descrito con uno de los efectos del amor, según Lope de Vega: «dar la vida y el alma a un desengaño». Lo importante es la primera parte: dar la vida y el alma. El desengaño también, muchas veces, pero la literatura, lo mismo que el amor, también nos puede dar mucho más de lo que le habíamos pedido, de lo que habíamos sabido imaginar, que casi siempre es poco, porque la imaginación del deseo, contra lo que parece, es bastante pobre.

Es verdad que sin el trabajo no hay nada: pero es igual de verdad que el trabajo no es nada si además no sucede, de tarde en tarde, lo inaudito, si el esfuerzo no da paso a una especie de incontrolado abandono, si el que escribe no se deja llevar sin saber hacia dónde, como si uno mismo asistiera al acto de escribir. Hablo de ese momento que para mí está en el origen de cada una de las novelas que he escrito, y que en mi experiencia viene casi siempre después de un largo desaliento, de un miedo tremendo a haberse equivocado, a haber perdido ese secreto valioso que estuvo siempre en la médula de la vocación: la pura alegría de inventar y al mismo tiempo de encontrar el modo de contar lo que se va inventando, de hallar conexiones inusitadas entre materiales que parecían ajenos entre sí, de darse cuenta de que una brizna de recuerdo resulta ser un rasgo definitivo para un personaje o una historia. Pero es como si la historia ya existiera, y se alimentara ávidamente ella sola lo mismo de recuerdos que de fantasías, mezclándolos sin escrúpulo en una especie de magma cuyo resultado es la ficción. Es un regalo, porque uno podía no haberlo recibido. Paul McCartney soñó «Yesterday» y Coleridge Kubla Khan, y Wagner el breve preludio en el que está contenido como un árbol en una semilla toda la proliferación del Anillo del Nibelungo. Pero solo porque eran ellos y porque habían velado y trabajado tanto les fue posible que esos hallazgos les sucedieran. ¿Cuántas horas, al parecer estériles, había trabajado Proust en los materiales de una novela autobiográfica que no iba a ninguna parte, cuando tuvo el arrebato que empezó a convertirlo todo en La recherche? Juan Carlos Onetti iba un día por el pasillo de su apartamento de Buenos Aires y vio en su imaginación el mundo entero de Santa María.

No hay escritor que no sepa que esa fiesta secreta es el único premio que se puede desear. 


revista Jot Down Smart. El Pais número 14,, noviembre 2016,

domingo, 23 de octubre de 2016

EL VIEJO Y EL MAR (1952) Ernest Hemingway


Destruido, pero no derrotado
Por Manuel Vicent

Un día en La Habana, a un moreno jabao, llamado Mayedo, marinero con pinta de intelectual, que faenaba la cherna con palangre en la corriente del Golfo, le pregunté ante un ron con hierbabuena si Hemingway sabía de qué hablaba cuando escribió El Viejo y el Mar. Había leído el libro dos veces y me dijo que sí, que ese libro era verdadero. Según su criterio, las cacerías de Hemingway en África tenían el aire de los safaris que proporcionan las agencias de viajes, pero, al parecer, los pescadores de Cojímar le enseñaron a no mentir y la leyenda que corría en ese pueblo acerca de un viejo que peleó inútilmente en medio de la soledad del mar en su pequeño bote con un gran pez le inspiró esta obra maestra de la literatura contemporánea.

El moreno Mayedo también me dijo que lo más profundo del relato parte de una licencia literaria. Un pez aguja, tan pronto se siente trincado por las agallas, sale a la superficie a ver qué ha sucedido y enseguida presenta pelea. Hemingway decide que el pez permanezca un día entero, incluyendo la noche, en el abismo sin manifestar su presencia a flor de agua para que el viejo pescador, unido a él con el sedal, pueda imaginarlo y hacerlo introspectivo mediante una lucha tenaz hasta incorporarlo a su espíritu. Cuando escribió este relato de unas 28.000 palabras, Hemingway pasaba por un mal momento. La crítica había vilipendiado hasta la crueldad el romanticismo hueco de su última novela A través del río y entre los árboles. Hasta entonces sus personajes se habían movido en el vacío y carecían de pasado, opinaba Faulkner, pero este borracho del Sur, al leer el cuento de ese pescador, dijo que, de pronto, Hemingway había encontrado a Dios. «Ahí está el gran pez: Dios hizo el gran pez que tiene que ser capturado; Dios hizo al viejo que tiene que capturar al gran pez; Dios hizo a los tiburones que tienen que comerse al pez, y Dios los ama a todos ellos.» Debajo de este amor estaba la agonía, la nobleza, el esfuerzo, el cálculo y el combate contra el destino. El hombre no está hecho para la derrota —se dijo el viejo pescador en medio de la lucha—. El hombre puede ser destruido, pero no derrotado. El primer borrador de este relato, concebido como un capítulo del gran libro que Hemingway pretendía escribir sobre el mar, estuvo listo el 1 de abril de 1951. Leland Hayward, quien acabaría, como productor, llevando a la pantalla esta historia con Spencer Tracy de protagonista, durante una visita a Finca Vigía, residencia de Hemingway en las afueras de La Habana, convenció al escritor para que la publicara aparte. El cuento apareció primero en la revista Life el 1 de septiembre de 1952 en una sola entrega y una semana después fue publicado en forma de libro por Scribner's. Se convirtió en un éxito inmediato. El Nobel llegó poco después. Sucedió en la corriente del Golfo, pero cualquier mar, el de China, el Mediterráneo o el Indico, pudo haber servido de alveolo a esta pasión que también es universal. El espíritu de un hombre que, lejos de ceder a la adversidad, se mide ante ella y alcanza la victoria en medio de la derrota. La historia verdadera de El Viejo y el Mar corría en boca de los pescadores en la barra del bar res¬taurante La Terraza y de otras bodegas de Cojímar.

De hecho, Hemingway ya la había recogido 16 años antes en su crónica En las aguas azules. Para reelaborar el personaje de Santiago ahora le sirvió de modelo un viejo pescador, llamado Gregorio, que le acompañaba en sus jornadas de pesca en el yate Pilar, desde cuya borda a veces el escritor airado disparaba con el rifle contra los tiburones. No obstante, el protagonista de la historia tuvo que pelear con los remos contra los escualos dentusos hasta que le devoraron el gran pez que había capturado y con cada dentellada se lle-vaban también parte de su alma. El genio de Hemingway para el relato corto hizo todo lo demás. Aunque el malvado Borges dijo que Hemingway se suicidó el día en que, por fin, se dio cuenta de que era un mal escritor, la tensión con que cada palabra tira de la acción en esta historia sencilla y profunda hace evidente que El Viejo y el Mar es una obra maestra de la literatura universal. Con ella todo Hemingway queda redimido.
© 2002, Manuel Vicent


Publicado en Una invitación a la lectura, Diario El Pais, S.L., Madrid 2002


jueves, 8 de septiembre de 2016

Solo el sonido de las hojas

Sin móviles y pensada como un santuario de la concentración. Así es la última librería de moda en Londres.

JORGE CARRIÓN

Sally Davis, que trabajó como periodista en Financial Times, abrió el pasado mes de febrero Librería, un espacio que opta por "lo tangible: el libro, que no solo es un deseo, sino también un objeto".

TELÉFONOS NO, por favor". Esta nueva librería londinense se llama Librería -en español- y te exige amablemente que te desconectes un rato. Su interior de estanterías amarillas y techos dorados es especular, hipnótico, sin wifi y sin cafetería. Pero la cafeína se consigue con sólo cruzar la calle. Estamos frente al Second Home -un espacio de coworking y restaurante cuyo diseño podría ser lo mismo de los años sesenta que del futuro-, que se ha convertido en el refugio de moda de los profesionales jóvenes que, en esta burbuja inmobiliaria que llamamos Londres, deben compartir oficina.

Estamos muy cerca del Whitechapel de Jack el Destripador, de restaurantes paquistaníes y de descampados con grafitis y de barberías: no puede ser más fuerte el olor a gentrificación (qué poco huele en comparación la palabra aburguesamiento).

"Vivimos un momento cultural muy interesante, en el cual nosotros optamos por lo tangible: el libro, que no es sólo un deseo, sino también un objeto", dice Sally Davis como si recitara una lección bien aprendida. Seguro que fue la primera de su clase. Bajo esas gafas enormes y ese flequillo moderno se encuentra una antigua periodista del Financial Times y una lectora omnívora, directora ahora de este "santuario de la atención, de la concentración y del descubrimiento". Los libros no están clasificados por editorial o por género, sino por temas: Madres, madonnas y putas; Tiempo y espacio; Tecnología y artesanía; o Primera persona.

Además ofrecen selecciones de comisarios invitados, como David Rowan -editor de Wired- o la escritora Jeanette Winterson, autora de ¿ Por qué ser feliz cuando puedes ser normal? "Una librería es una criatura que evoluciona" sentencia Davis, que inauguró la suya el pasado mes de febrero.
El diseño lo firma el estudio de arquitectura español Selgascano, que se inspiró para ese techo de espejo que duplica los anaqueles hasta el infinito en La biblioteca de Babel, el cuento de Borges. No sé si conocerán su librería hermana, igual de bella, cinco veces más grande: la que aparece si atraviesas esa superficie especular que nos envuelve y nos multiplica. Se llama Ulises, fue diseñada por Sebastián Grey y se encuentra en Santiago de Chile. Su cielo también te refleja y te eleva hacia la estratosfera bibliográfica.

Me vibra el móvil. Disimulo. El zumbido me baja por la pierna y me ancla al suelo, tras tantos minutos en las nubes. "¿Qué hacéis si alguien utiliza su móvil?" le pregunto, sonrojado, de camino a la salida. "Pues le explicamos nuestra filosofía y le pedimos amablemente que lo apague: la gente está deseando que le den permiso para estar presente". Pese a la vibración y al miedo a ser pillado in fraganti, como siempre, me compro un libro. Davis estampa en la primera página de The Meaning of the Library (el sentido de la librería) el sello de Librería. "Como hacen en Shakespeare and Company", le digo. "Sí, sí, lo copié de allí". -EPS


El Pais Semanal nº2.083 / Domingo 28 de agosto de 2016



sábado, 3 de septiembre de 2016

El último laberinto

He comentado en más de una ocasión, que heredo blogs igual que heredas los libros de un lejano pariente fallecido. Aunque comienzo a preocuparme un poco. Mi querido colega, de quien heredé este lugar mágico, ha desaparecido de internet, en blogger consta como Sin identidad. Nada grave, ni de lo que preocuparse, pero sintomático.

Sigo pensando que los blogs y páginas que mantengo, son como islotes en medio del Pacífico con volcán incluido, y las entradas y comentarios son como mensajes en una botella lanzados al mar, sin saber si alguien los leerá. Ya saben, romántico incurable que es uno.

Pero, oh, eterna y maldita conjunción adversativa, pero, años de trabajo, o de algo más agradable que el trabajo, podría desaparecer en un instante. Google, la empresa que gestiona mis sueños e ilusiones, la empresa que comienza a parecerse a un Dios, un demiurgo ajeno al bien y al mal. Un ser omnipotente y omnímodo, que puede caer tan rápido como creció.

Esperemos que me equivoque. Me gustaría estar por aquí el máximo tiempo posible.

miércoles, 31 de agosto de 2016

La orilla de la poesía


La revista 'Litoral' cumple 90 años al socaire de los grandes nombres del verso

GUILLERMO BUSUTIL
Málaga 26 AGO 2016



El primer número de la revista 'Litoral'.

Navegar la poesía al abordaje de la vanguardia. Con ese propósito Manuel Altolaguirre y Emilio Prados se enrolaron en la aventura de una revista como barco que cumple 90 años. La Imprenta Sur de Málaga fue su astillero. Entre vigas blancas y azules, cartas marinas, salvavidas, música de Falla y sus compadres de la Institución Libre de Enseñanza se emborracharon de versos junto con un aprendiz manco y tipos tan duros como Elzeviriano, Baskerville y Bodoni. El primer número zarpó en 1926 con un pez azul mediterráneo de Manuel Ángeles Ortiz, saltando la ola en la portada en la que poco después García Lorca enmarcó uno de sus primeros dibujos: un marinero con una rosa en el corazón y la palabra amor escrita en la gorra. Litoral, el nombre bautizado por Alberti, empezaba a ser la nave va del 27. Tiempo después su tercer director, Lorenzo Saval, creó el sello personal de tatuarlos en collage en cada número impreso.

Trasatlánticos, clípers, veleros, cargados con seductores intrépidos, sirenas de Degas y fauna Noé de todo pelaje. Barcos en la ensenada de una taza de café o navegando de bolina en mares imposibles, pero todavía no toca llegar a esa parte de la singladura de Litoral. Desde el comienzo, el cuaderno de bitácora estuvo claro: textos inéditos, monográficos, ilustraciones de Juan Gris, Benjamín Palencia, Bores y Dalí entre otros contemporáneos, y suplementos como Tiempo, de Prados o Perfil del aire, de Luis Cernuda. Siete números en un año de éxito —en el que se decía que los poetas del 27 escribían en Madrid y publicaban en Málaga—, que terminó encallando en un proyecto surrealista de José María Hinojosa, incorporado a la dirección en 1928 y también por la dispersión de los amigos bajo los vientos de la II República y sus aventuras personales.

Emilio Prados.

La guerra no entiende de poesía. Su única vanguardia es el campo de batalla y, al igual que muchos de los intelectuales y artistas del desgarro, la revista se convirtió en su exilio mexicano en una conciencia cultural que emprende en 1944 una nueva travesía. Otra vez al timón Prados y Altolaguirre, junto con Francisco Giner de los Ríos y Juan Rejano. A bordo, las voces del destierro: Max Aub y León Felipe. Un soplo de viento que duró poco entre la amargura del ostracismo y aquella España de los sargazos. Hubo que esperar a 1968 para que José María Amado, también poeta y discípulo de Bergamín, pusiese en marcha la antigua Monopole de la Imprenta Sur y Litoral renaciese a toda proa con homenajes a Alberti y a Machado, con textos de Aleixandre y Miguel Hernández, y de la nueva marinería de la generación del 50: Valente, Caballero Bonald, Félix Grande, Molina Foix. Los nombres de la posguerra, la ética y lo social, la poesía de Ángel González y de Gil de Biedma, cuyos ecos de renovación siguen vigentes.


Manuel Altolaguirre.


Relación epistolar

A veces, un grumete alcanza el grado de capitán. Le sucedió al joven chileno Lorenzo Saval, el sobrino nieto de Emilio Prados que entró en la revista de la mano del pintor Darío Carmona para atender la relación epistolar con los suscriptores en 1975. En las oficinas de Torremolinos aprendió pronto a hacer un mundo de cada revista, y no tardó mucho Amado en aprobar que lo sustituyese en el puente de mando. Lo primero que hizo fue encargarse de crear las portadas como una forma de identidad. Así nacieron los barcos, todos los barcos, además de sus aviadoras a pecho descubierto, sus faros de islas a la deriva, los ángeles Shelley en descapotables azules y otras criaturas y fabulaciones que también han sido portadas de libros y escenografías para las giras de Serrat, de Miguel Ríos y de Sabina. Las atrayentes sirenas de su travesía que nunca lo demoran de seguir marinando, al socaire de su compañera María José Amado, firme el pairo de Litoral contra las olas de una financiación siempre tormentosa. César Vallejo, María Zambrano, Felipe Benítez Reyes, Luis Alberto de Cuenca, Antonio Jiménez Millán, García Montero, Juan Cruz, Luis Landero, Maruja Mallo, Eugenio Granell, Enrique Brinkmann, Juan Béjar, pintores, fotógrafos y narradores, bajo las portadas en collage del capitán Saval, surcando las aguas del cine, del arte epistolar, de la ciencia, de la ciudad, de los museos, del arte de volar o de escribir la luz. Libros náuticos, reconocidos en 2005 con la Medalla de Bellas Artes. El último es el monográfico del verano dedicado a Rafael Pérez Estrada. Un homenaje al brillante e inclasificable autor malagueño, mientras en la sala de máquinas se prepara la celebración en otoño del 90 cumpleaños en un tren Litoral.

RAFAEL PÉREZ ESTRADA Y LA CONCIENCIA DE LA LIBERTAD EN EL ACTO CREATIVO

Fabulador Cunqueiro y gentleman Cavafis con corbata y un pájaro acomodado como pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, impecablemente azul. Así era Rafael Pérez Estrada. El mago, como le nombra Antonio Soler en varias de sus novelas, que desató las reglas de los géneros literarios como un proceso de revolución consustancial al mismo escritor, según señala el poeta y coordinador del número Ruiz Noguera, al comienzo de las 300 páginas con recuerdos de amigos, textos y dibujos inéditos del candidato eterno al Nacional de Poesía y en sus últimos años al Príncipe de Asturias.

Nunca los consiguió. Su obra transgredía las etiquetas, las fronteras, incluso las coordenadas de su propio mundo dionisíaco, barroco y plástico. Bestiario de Livermoore, Diario de un tiempo difícil, El ladrón de atardeceres, El muchacho amarillo, son algunos de los libros en los que este maestro origami de la palabra, histriónico y brillante, la convierte en aforismos, en microrrelatos, en espejismos de un poema. Pérez Estrada siempre defendió que la excelencia literaria está en el lenguaje y que el acto creativo es una conciencia de la libertad, una actitud estética y juego con la vida. A los 16 años de la muerte de este escritor mediterráneo de vocación, Litoral fletó este barco a la hora inglesa del mar. El horizonte de tiempo que se divisa en la calle malagueña que lleva su nombre.


domingo, 21 de agosto de 2016

A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas por Juan José Millás

LECTURA Y VIDA

Juan José Millás firma esta serie, que se basa en los beneficios innumerables de la lectura y resulta un muy gozoso grito de viva a la literatura

JUAN JOSÉ MILLÁS
21 AGO 2016


A veces me llaman profesores de enseñanza media para que acuda a sus centros de trabajo e intente convencer a sus alumnos de que lean.

-¿De que lean qué? -pregunto.

-Cualquier cosa -dicen-. Novelas, por ejemplo.

A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas. Las leía debajo de las sábanas, sujetando con los dientes la linterna con la que mi padre nos miraba la garganta cuando teníamos anginas. Mi padre no era médico: nos veía la garganta por vicio. Tampoco yo era un lector profesional. Me asomaba a la boca de los libros por una inclinación morbosa. Jamás pensé que esa actividad formara parte de mi educación, aunque más tarde comprendería que se empieza a leer por las mismas razones por las que se empieza a escribir: para comprender el mundo.

Iremos por partes, pero permítanme de entrada la afirmación de que el lector, como el escritor, nace del conflicto. Sin conflicto no hay escritura ni lectura. Leemos y escribimos porque algo no funciona entre el mundo y nosotros. El conflicto no desaparece al leer o al escribir, pero se atenúa de manera notable. Decía Blanchot que la página del libro (del libro literario, quiero decir, de la novela, del poema, del buen ensayo) tiene dos caras; en una se mira el escritor y en la otra el lector, aunque los dos buscan lo mismo: un espejo que les devuelva de sí y de la realidad una imagen menos fragmentada que aquella que sufren a diario. Tanto el uno como el otro, tanto el escritor como el lector, son bichos raros, personas difíciles que sufren desacuerdos graves con lo que les rodea. Y esos dos bichos raros se encuentran ahí, en el libro, que es también un lugar oscuro, un callejón, diríamos, allí es donde se encuentran.

El libro ha tenido siempre algo de callejón frecuentado por personas huidizas con tendencia, como decíamos, a la clandestinidad. Por eso, uno de los factores que más daño ha hecho a la lectura es el consenso respecto a sus virtudes. Cuando yo era pequeño, cuando yo era joven, la lectura no estaba muy bien vista. Los niños y los adolescentes lectores dábamos un poco de miedo a nuestros padres, a nuestros profesores. Ese miedo de los otros nos confirmaba que estábamos en el buen camino. Por haber, había incluso una lista, una bendita lista de libros prohibidos por el Vaticano, que eran, lógicamente, los que con más ansia buscábamos. Hoy, en cambio, todo el mundo asegura que leer es bueno. Lo dicen los padres, lo predican los profesores y lo corroboraría, si tuviéramos la oportunidad de preguntarle, el ministro del Interior. Con franqueza, si yo fuera adolescente, ni me acercaría a una actividad ensalzada por mis padres, por mis profesores y por el ministro del Interior. Me entregaría a los videojuegos, que producen aún mucha inquietud en las personas de orden.

Pero decía que me llaman a veces de los institutos de enseñanza media y yo acudo, no siempre con el mismo ánimo, para explicar a los jóvenes que la lectura es ya una de las pocas actividades transgresoras en una sociedad en la que prácticamente todo está permitido. O, peor aún, en una sociedad que es muy permisiva con lo que se debería prohibir y muy prohibitiva con lo que debería permitir. Les explico que los lunes por la mañana, cuando salgo a pasear por el parque cercano a mi domicilio, veo indefectiblemente rotos los cristales de una o dos marquesinas de autobús y tres o cuatro papeleras arrancadas de sus soportes. Son destrozos llevados a cabo durante el fin de semana por jóvenes que no son capaces de expresar su malestar de otro modo. Odian el sistema y apedrean por tanto los símbolos externos de ese sistema practicando un modo de delincuencia atenuada que les compensa momentáneamente del dolor de vivir en un mundo sin salida, sin horizonte moral o laboral, en un mundo loco.

Intento explicarles que lo que ellos toman como un acto de rebelión fortalece al sistema hasta extremos que no podrían ni imaginar. La sociedad, les explico, puede prescindir de otras personas, pero no de los delincuentes. "El delincuente -decía Octavio Paz en un ensayo de juventud -confirma la ley en el momento mismo de transgredirla". Les explico que cuando beben cuatro cervezas y arrancan de raíz ese semáforo con el que yo tropiezo el lunes por la mañana, están haciendo gratis algo por lo que les deberían pagar. Estoy convencido, les digo, de que si un día, de la noche a la mañana, desaparecieran los delincuentes, el Ministerio del Interior no tardaría ni 48 horas en convocar oposiciones para cubrir urgentemente todas esas vacantes.

El joven, pues, que el sábado por la noche se emborracha y que al amanecer, antes de regresar a casa, llena de silicona la ranura de un cajero automático para no irse a dormir sin haber contribuido a la liquidación del sistema, no sabe hasta qué punto está contribuyendo a reproducir lo que detesta. Ese chico no es peligroso; en realidad, es un funcionario que trabaja gratis para el sistema. Destroza el mobiliario urbano con el mismo gesto de rutina con el que el funcionario de Hacienda nos dice que volvamos mañana.

Cuando digo esto en institutos difíciles, aunque también en los de clase media, los chicos se quedan lógicamente sorprendidos. Les explico a continuación, porque así lo creo, que el joven verdaderamente peligroso es aquel que un viernes o un sábado por la noche se queda en casa leyendo Madame Bovary. Por lo general, no saben quién es Madame Bovary, pero he comprobado les suena bien, por lo que no suelo cambiar de título.

Ese individuo que se queda a leer Madame Bovary, les aseguro, es una bomba. ¿Por qué?, noto que me preguntan con la mirada. Porque la realidad, les explico, está hecha de palabras, de modo que quien domina las palabras domina la realidad. Ellos dudan, claro, porque miran a su alrededor y no acaban de ver la relación entre la realidad y las palabras. Entonces les recuerdo el cuento aquel de Andersen, El rey desnudo, o El traje nuevo del emperador, según la traducción. Todos ustedes lo conocen. No me digan que no les resulta sorprendente el éxito de ese relato si consideramos que se narra en él la historia de un pueblo que ve vestido a un señor que va desnudo. Parece una historia inviable por inverosímil, pero lleva años cautivando a niños y a mayores de todas las nacionalidades. ¿Por qué?, me pregunto en voz alta delante de los alumnos a los que intento convencer de las bondades de la lectura. Pues porque lo que ocurre en ese cuento, respondo tras unos segundos de tensión teatral, es lo que nos ocurre cada día desde la noche a la mañana a todos y cada uno de nosotros: que salimos a la calle y vemos lo que nos dicen que veamos. Si la orden de ese día es ver al Rey vestido, lo veremos vestido, aunque vaya en pelotas. En otras palabras, vemos lo que esperamos ver. Y esto es así de simple y así de espectacular. Las palabras son generadoras de realidad. Y la ausencia de palabras también. Por eso invito siempre a los alumnos a preguntarse hasta qué punto es real la realidad.


El Pais, domingo 21 de agosto de 2016

viernes, 12 de agosto de 2016

DONDE TODO PUEDE PASAR / y 6

Lo que no puede suceder
MARTA FERNÁNDEZ


Luis Tinoco


Para responder todas mis preguntas sobre la librería, tendría que haber pensado en el nombre que mí tío le dio. La Casa de Asterión. Pero no acostumbramos a reparar en lo evidente. Del mismo modo que nunca me planteé qué significa realmente ese Rodrigo que me pusieron mis padres y con el que me identifico a fuerza de repetición.

La Casa de Asterión parecía un buen nombre para aquel laberinto de estanterías. Desde él mostrador, cualquiera apostaría a que trazaban caminos paralelos, líneas constantes llenas de libros donde nadie se podía desorientar. Pero su aparente simetría no era más que una trampa para letraheridos incautos. En alguna ocasión lo fueron para mí. Recuerdo haber perdido la noción del espacio cuando era niño. Y sentirme sin rumbo. Como cuando soltabas la mano de tu madre entre la multitud. Pero en aquel universo que se medía por lomos no tuve miedo jamás. Tantas veces deseé quedarme allí y que nadie, me encontrara, cambiar el colegio por las andanzas que me esperaban en el universo de las letras. "Todas las partes de la librería están muchas veces. Cualquier lugar es otro lugar". Lo repetía el tío que no se perdía jamás.

Llegaba su voz desde lejos. El aviso inminente de que íbamos a cerrar. Y luego aparecía aquel hombre siempre entumecido que había pasado demasiado tiempo enroscado en la caracola de sus lecturas. Sus pasos marcaban mi cuenta atrás: me apresuraba para leer el párrafo que sería el último
 porque así lo marcaba su reloj.

Ya adulto, dueño de mi laberinto, heredero único de la Casa de Asterión, me gusta todavía dejarme caer entre las estanterías. Con la indolencia de la infancia. Con un libro entre las piernas y los huesos doloridos recordándome cuánto tiempo llevo al otro lado de la página. Conozco este espacio como conozco mi cuerpo. Y sin embargo, como cuando des-cubrimos un lunar que nos ha pasado inadvertido, alguna vez me sorprende un título que nunca había visto. Es un prodigio menor. Apenas una anécdota en un lugar en el que entraban clientes que decían llamarse William Blake. O Mr. Stevenson. O Daniel Defoe. Todos llegaron como en su día había venido Bradbury. Todos preguntaron por libros de los que nadie había tenido noticia. Todos se los llevaron. Excepto Flaubert, que miró en silencio un modesto ejemplar titulado Diario de un niño epiléptico y lo dejó. Dijo que no tenía fuerzas para volverlo a leer.

Pasaron los años y pasaron los lectores. Seguí abandonando libros a medio acabar en las estanterías por el placer de abrirlos días después y comprobar si todo estaba como lo dejé. Bajaba al sótano cuando me sentía aventurero y un día de indescriptible felicidad aparecí en Pageant Book & Print Shop, aquella librería que ya solo existía en mi escena preferida de Hannah y sus hermanas. Bueno, y visto lo visto, también al otro lado de las escaleras de mi almacén.

Pero parecía que nunca iba a encontrar lo único que buscaba. La explicación de lo que pasaba
allí. Si la verdad que descifraba el mundo estaba en los libros, en mis estanterías también tenía que estar la clave secreta de la librería. Las reglas del juego. La verdad que mi tío calló. Esa que no podía enseñarme. Esa que yo tenía que descubrir. Esa que suponía comprender quién era realmente yo. Un empolloncito construido de las palabras de otros. Un semillero de historias que ni siquiera habían salido de mi imaginación. Un invitado a la portentosa fiesta de las ficciones, que se asombraba por todo y no se sorprendía jamás. Como si los muchos milagros me hubieran acolchado la inquietud.

No me extrañó ver un volumen que no conocía en una estantería de libros técnicos que no solía frecuentar. Tapas rojas. Un manual de instrucciones encuadernado en plástico con anillas engorrosas y un título críptico: JLB. Jotaelebé. Jotaelebé. Nada más. Lo abrí con el peso sobre el esternón que anticipa la catástrofe. "Está usted en el cerebro de Borges. En la circunvalación de las historias que desechó". Y entonces entendí. Me sentí como el monstruo que era. Como la versión primigenia y textual del Minotauro o del pobre Asterión. El sueño de otro. Objeto de la imaginación de un ser superior. Sin más destino que el que alguien escribe. O el que alguien deja de escribir. Mi tío jamás podría habérmelo desvelado. Aunque supongo que era lo que quería decir cuando me advertía de que todo lo que puede suceder está en la librería. Y lo que no puede suceder, también. Pero no podía contarme que lo que no puede suceder era él. Que soy yo.


El Pais

sábado, 6 de agosto de 2016

Inventario universal capitulo 5


Todas las librerías son el mismo sitio: las neuronas conectadas del cerebro del mundo, la clave para descifrar los misterios, la inteligencia secreta del planeta

MARTA FERNÁNDEZ

5 AGO 2016


LUIS TINOCO


Nunca entraba al almacén. Sentía una especie de temor ancestral. Un pánico callado, recóndito, infantil. El recuerdo de aquel día que mi tío bajó y desapareció. Me tuve que quedar al frente del mostrador. No se me dio mal. No puedo recordar la cara de los clientes pero sí que el primer libro que vendí fue 62 modelos para armar,aquella edición con el plano de París en la portada. El tío me felicitó cuando ocho horas después salió del sótano entre desconcertado y feliz. Jamás me explicó qué había hecho. Le bastó una frase: inventario universal.

La puerta del almacén ni siquiera era amenazante. Casi daba pena de lo vulgar. Con aquel pomo sin cerradura. Esperé que gimiera al abrirla. Pero no. Hasta las escaleras eran tan cotidianas como las de cualquier trastero. Un poco más oscuras, quizá. Bajé sin saber muy bien qué encontrar. Y en efecto no había nada en aquel espacio perfectamente cuadrangular, demasiado pequeño, desnudo. Nada. ¿Qué había hecho mi tío tanto tiempo en ese submundo? Subí de vuelta entre el desencanto y el alivio cuando tropecé. Uno de los escalones era más alto que los demás, pero no lo había advertido al bajar. El miedo que nos pone en alerta, pensé. Pero al llegar a la puerta descubrí que no era la misma. Estaba pintada de un rojo denso y apagado. Y pesaba más. Mucho más. Al abrirla se hizo la luz.

Los clientes pasaban de un lado a otro, ejecutando contorsionismos imposibles para cederse el sitio. Parejas que reían. Niños maravillados. Grupos enteros de japoneses fotografiándose en cada rincón. Hablaban en todo lo que se podía hablar. Aquello no era mi librería. Aquello era Babel. Aunque las estanterías que retaban al horror vacui tenían algo familiar. No me costó conocer el lugar: Shakespeare and Company. Ese pedazo de paraíso que de algún modo había ido a parar a París. Recorrí las habitaciones para certificar que de verdad estaba allí. Que no era una ilusión. Hice la cola preceptiva para presentarle mis respetos a la cama de los Tumbleweed. Me senté en la pequeña sala de la ventana y resoplé como si hubiera venido de muy lejos. Porque así era, aunque solo había necesitado un tramo de escaleras para viajar.

En algún momento me levanté y comencé a vagar entre los turistas y los curiosos. Shakespeare and Company era uno de los lugares donde se escribía mi felicidad. Era la promesa de todo. Era la librería a la que siempre quise que se pareciera la mía. El ideal. Comprendí entre aquellos estantes que había algo que las conectaba. Algo indefinible. Tan escurridizo como ese pálpito que te revela con quién te vas a llevar bien. Hasta que en el último de los rincones de aquel otro laberinto vi una estantería familiar. La alumbraba otra bombilla parpadeante que parecía espantar las visitas. Nadie se acercaba a aquella esquina sin aparente encanto y casi sin luz.

Y allí estaban, como en mi propia librería: los libros que no se habían escrito. Una colección de comedias ligeras de Faulkner. Una novela negra de Tom Wolfe. Un tratado sobre la buena educación de Laurence Sterne. Y como si esperara en la letra N, vi el manual de ajedrez de Nabokov. El que me había fascinado de pequeño. Jugadas poéticas de ajedrez para infantes expatriados. No sé en qué momento lo saqué con la intención de llevármelo. Como quien recupera un muñeco de la infancia entre la quincalla de un mercadillo. Tan solo tuve que retirarlo, darme la vuelta y salir. Volver a la puerta por la que había entrado. Con el miedo duplicado de que me pillaran y de que las escaleras por las que había llegado no estuvieran ya. Pero estaban. Al menos la magia de las librerías respetaba su propia lógica singular. Fue al bajar, al tropezar de nuevo con el escalón irregular, cuando entendí lo que había pasado.

Todas las librerías son el mismo sitio: las neuronas conectadas del cerebro del mundo, el centro de la poca sabiduría que somos capaces de alcanzar, la clave para descifrar todos los misterios, la inteligencia secreta del planeta. Por eso los que tenemos la fiebre de la palabra nos sentimos en casa entre sus estanterías. El país da igual. Son todas el mismo lugar. Son la patria. Son la razón. En todas aguarda el mismo hechizo: el de la lectura, el del saber, el del reír, el del asombro. Entre todas quizá tienen la explicación de la humanidad. Lo decía mi tío sin explicarse del todo: “Nuestra librería es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo”.

Lo es.

jueves, 4 de agosto de 2016

El libro que no escribí capitulo 4


Las librerías no son solo libros. Son gente. Centenares de voces que esperan en los estantes. Y cuando sacas uno y lo abres estás mirando a alguien

MARTA FERNÁNDEZ

4 AGO 2016


LUIS TINOCO

Todo lo que puede suceder en el mundo está en esta librería. Y lo que no puede suceder, también. Mi tío parece hablarme desde un lugar lejano. Como si su voz se hubiera quedado pegada en aquellos estantes que tan bien conocía. Es mi cerebro, claro. Que quiere calmarse. Que le busca para tranquilizarse. O quizá le busca para echarle en cara que no me contara los secretos que guardaban los pasillos de su laberinto. ¿Qué quieres? Lo preguntaría con su tono de medio gallego. Se habría reído después.

Quizá fue por coquetear con los recuerdos pero con mi ridícula linterna a cuestas, intentando salir del vientre de la ballena de papel, evitando el golpe en el pie que nos espera paciente en una esquina, se me vino a la cabeza un libro de la infancia. Jugadas poéticas de ajedrez para infantes expatriados de Vladímir Nabokov. Habría sido la lectura favorita de un Luzhin por crecer. Era uno de esos tomazos que invitan a colarte en sus páginas: formato gigante para un crío de seis años, ilustraciones abigarradas y aquellas explicaciones sobre los peones y los caballos y las defensas que te hacían parecer un genio rusito cuando tu madre sacaba el tablero y nadie necesitaba contarte cómo enrocar.

Ahora me daba cuenta de que jamás había vuelto a verlo. Nunca en otra edición. Nunca en otra librería. Aquella rareza solo estaba entre los ejemplares de mi tío. Podía apostar algo a que me esperaba en la estantería de donde ahora huía para atender la llamada de la puerta. Donde estaban los libros que nunca se publicaron. Y estuve a punto de volver a buscarlo. Habría hecho bien. Me habría ahorrado una sorpresa más.

Me llamó la atención el pelo tan blanco del cliente que acababa de llamar. Era lo único que mis ojos pudieron distinguir al salir del pasadizo de estantes. Un penacho rebelde como hecho de un fulgor a contraluz. Luego identifiqué las gafas negras. La sonrisa de turista feliz con una buena American Express. La voz cavernosa y divertida. Aquel abuelo risueño y gesticulante hablaba en inglés.

-Vengo a por el libro que no escribí.

Lo peor es que no me pareció raro lo que decía. Era más inquietante que aquel señor de manitas regordetas y cadencia algo asfixiada me recordara tanto a Ray Badbury. Tanto como para no plantearme si era él. Porque era él. Aunque había muerto en 2012. Y entonces lo cuadré. El fin de la Literatura explicado en el último libro que se escribió, RB. Me pareció todo de una lógica irrefutable. Como si fuera lo más normal que un autor muerto entrara a las doce del mediodía a pedir un libro que jamás se había publicado. Como si no le extrañara a nadie que estuviera en mi estantería del fondo. Como si a mí me pareciera tan normal que Bradbury (repito, Brad-bu-ry) supiera que el libro estaba allí.

-Me lo contó tu tío cuando me llevé el otro. Aquella fabulita criptomedieval de mis veinte años. Pones cara de sorpresa. Veo que el viejo no te enseñó los secretos de este lugar. Seguro que tampoco te contó lo del almacén. Verás, las librerías no son solo libros. Son gente. Centenares de voces que esperan en los estantes. Y cuando sacas uno y lo abres estás mirando a alguien. Al autor. Y en cierta manera te conviertes en él. Y en cierta manera también te descubres a ti mismo. Así que ve y busca mi novela, que me quiero convertir en mí cuando tenía veinte años. Quiero sentir ese pálpito de la vida, esa furia arrebatada sobre la máquina. Quiero volver a ser por un momento aquel joven que empezaba a escribir.

Me emocionó lo que decía. Porque le entendí. Y me sentí agradecido porque me hubiera permitido mirar dentro de la cabeza de dónde habían salido Crónicas marcianas o Fahrenheit. No dejé que me pagara. Tampoco habría sabido qué cobrar. El libro era más suyo que mío. Le pareció bien, pero cuando se despedía me pidió que vendiera mucho. Como si fueras un soldado del ejército de la palabra, dijo. Solo así podrás evitar aquello que escribí. Ya sabes, que no hace falta quemar libros para destruir la cultura. Basta con que nadie los lea. Que los lean es tu misión.

Cuando se fue, volví a la estantería de los prodigios buscando el manual de ajedrez de Nabokov. Pero no estaba. Me pregunté si también habría pasado por allí reclamando su obra el viejo Vladímir.


El Pais

La estantería de los prodigios Capitulo 3


Por un momento pensé que si yo era el lector del fin de la Literatura y me largaba, el apocalipsis tendría que esperar. Y el demonio también

MARTA FERNÁNDEZ

3 AGO 2016


LUIS TINOCO

Lo más extraño es que siguieran llegando cartas. Los viejos clientes del tío escribían con su caligrafía de otro tiempo, con sus máquinas gastadas, con sus circunloquios imposibles. Tan imposibles que la mayoría de las veces no podía entender lo que pedían. Mencionaban títulos de los que no había oído hablar. El más esforzado de todos era un tal Óscar Agustín Alejandro, que a pesar de tener tres nombres firmaba con un cuarto. Al principio le contestaba dando muchas explicaciones. Casi pidiendo disculpas por no conocer mi trabajo tan bien como debía. No tengo noticia del ejemplar que me menciona. No hay referencias de ese título en particular. Cansado de mis respuestas sin respuesta, en una de sus cartas dejó el dibujo de un mapa. Minucioso y casi infantil. O algunas cosas habían cambiado mucho o hacía demasiado que aquel hombre no venía desde el delta donde se había retirado, decía que a crear. En su plano había menos estanterías, aunque a él solo le importaba una en el último rincón. Sostenía que en los confines de mi trastienda esperaban los libros que no habían llegado a existir.


Si algo así era posible, Óscar Agustín Alejandro, también conocido como OAA, tenía que referirse a aquella estantería que quedaba retranqueada antes de llegar a la puerta del almacén. En una esquina que una bombilla siempre parpadeante apenas alcanzaba a iluminar. En ese recodo recóndito del mundo, la librería respiraba como un animal mitológico. Y yo temblaba dentro como un maldito Jonás. El mapa del tesoro me había llevado hasta el lugar por el que había pasado tantas veces sin fijarme. Las letras de los lomos, desvaídas. Un poco más de polvo de lo normal. La bombilla como el gato de Schrödinger, que ni se fundía ni terminaba de alumbrar. El escrupuloso orden alfabético. Uno tras otro, me esperaban títulos que no había visto jamás.

Encontré una novela amorosa de Charles Dickens y una obrita de teatro de Jean Austen. Un guion cinematográfico de Zelda y Scott. El verdadero tratado de apicultura de Sherlock Holmes. Una colección de relatos eróticos de Lewis Carroll firmada con su nombre real. Un poemario de Keynes. El libreto que Da Ponte nunca llegó a terminar sobre cómo Cherubino se convierte en Don Giovanni. El ensayo sobre la risa de Aristóteles por el que el padre Jorge mató. La poesía completa de David John Moore Cornwell.

Y una serie de títulos que resultaban inquietantes porque era imposible determinar si pertenecían a la ficción o a la realidad. Vi una biografía de un presidente de Estados Unidos apellidado Bieber. Un atlas de los Desiertos del Norte, en el que se explicaba que todo el hemisferio había sido arrasado por algo llamado La Plaga de la Conectividad. Un catálogo de las novelas prohibidas por la Liga de la Corrección Textual. La historia ilustrada del último cine que funcionó en el país. Dos tomos sobre las nuevas relaciones sin relación.

Me atormentaba no poder distinguir si eran textos que habían quedado en estado larvario en alguna imaginación o eran historias verdaderas que estaban por escribirse. Hasta que en el último estante, en la esquina más oculta, en la base misma de la librería leí el título que más impresionó: el fin de la Literatura explicado en el último libro que se escribió, RB. Descansaba amenazante, agazapado en aquel ángulo sombrío donde hasta la luz de la linterna se quería morir. Parecía la piedra fundamental sobre la que se había construido lo demás. Temí retirarlo con la absurda creencia de que si sacaba aquella pieza se derrumbaría el mundo. Se caerían sobre mi cabeza todos y cada uno de los libros, de los estantes, de los mitos y las arañas. Y tan solo me atreví a pasar la mano por el lomo como un aprendiz de nigromante que acariciara por primera vez una bola de cristal.

Pero fui cobarde. Preferí no saber. Porque creí que ignorando podría evitar. Evitar que se acabara la Literatura. Como si eso fuera posible. O como si no supiera que la única forma de conjurar el destino es conocerlo. Conocer la historia para no repetirla. La que había pasado y la que estaba por pasar.

Y cuando mis dedos empezaron a coquetear con la idea de sacar el libro, sonó la campanilla de la puerta. Me levanté como si el diablo me hubiera pillado curioseando en su diario. Porque cuando Satán te sorprende pecando es mejor disimular. Lo pensé como excusa para dejar aquel libro donde estaba: en la base del mundo. Por un momento pensé que si yo era el lector del fin de la Literatura y me largaba, el apocalipsis tendría que esperar. Y el demonio también. Al menos, por hoy.


El Pais

martes, 2 de agosto de 2016

Lo que hacen los libros. Capítulo 2


Viven solos, sin necesidad de que los leas. Crees que los posees, pero no es verdad. Cuando los cierras, siguen con el sortilegio de sus palabras

MARTA FERNÁNDEZ

2 AGO 2016


LUIS TINOCO


Los libros no nos esperan. Su furia incontenible siempre rebasa las ganas de su lector. No son inocentes. Ni podrás domarlos aunque creas que lo haces. No los llevarás en la maleta. Ellos te llevarán a ti. Los libros viven solos, sin necesidad de que los leas. Crees que los posees, pero no es verdad. Y cuando ya no estés, cuando no te asistan las palabras, tus libros quedarán, mirándote callados, desde el verdadero lado de la inmortalidad.

Algunos de los ejemplares de esta librería llevan más tiempo en el planeta que tú, que yo. Y aquí seguirán. Poderosos y necesarios. Quieres que aguarden latentes. Pero no. Nunca son dóciles. Hasta el más ingenuo de los títulos puede alumbrarte con una nueva idea. ¿Y de verdad consideras que ese fragmento del mundo convertido en páginas es un objeto más? No, no lo es.

Por eso cuando los cierras, cuando te das la vuelta y los dejas en la mesilla, los libros siguen con el sortilegio de sus palabras. Las historias no se quedan quietas jamás. Te irás a dormir o al trabajo o la escuela o a buscar el amor. Con la inocencia egocéntrica de que los capítulos no pueden avanzar sin ti. Con el error, tantas veces perpetuado, de que la Literatura necesita un lector. Pero no es así. Porque allá, dentro de sus tapas, en su universo cuadrangular, la vida sigue. Y se enamora mil veces Bovary. Y va sumando indicios el Padre Brown. Y Drácula chupa la sangre de doncellas de las que no has oído hablar. Y se disparan los cañones de la fragata Surprise.

Hay quien sospecha que la única manera de hacer que no avancen es dejar entre sus páginas un marcador. Como una frontera de papel que impide a las tramas seguir cuando no estamos nosotros. Me lo contó un librero que de tan anciano parecía inmortal. Uno que tenía a la vuelta de Corrientes una librería que sonaba como un galeón con todos los mares en sus cuadernas. Decía que por eso nos costaba tanto recuperar el curso cuando no poníamos una señal: no porque perdiéramos la memoria del último párrafo, sino porque de una noche para otra, las palabras habían pasado horas jugando y nunca se volvían a colocar igual. No es nuestra mala cabeza la que borra la última frase; es que la última frase ya no vuelve a estar.

Por supuesto, no creí nada. Mi joven personalidad estaba construida sobre un escepticismo todavía intacto. Era un chaval cuando mi tío me contó aquella historia que parecía una más de sus ensoñaciones. Un delirio de su fe por la literatura. Es la vida, Rodrigo, es la vida, decía. Ya lo comprenderás.

Por alguna razón, nunca hice la prueba. Hasta ahora. Dejé en la mesilla de noche La Odisea sin ningún dique entre sus páginas. Sin marcar. Al despertarme, eufórico, un tanto inquieto, busqué. Y dormía Ulises con una sirena sobre su pecho. Exhausto y feliz. Los mechones de la muchacha enredados en sus dedos de navegante, como solo lo había estado durante mucho tiempo el agua del mar. Cerré el libro asustado. Y dudé si dejar al héroe disfrutar de aquella carne que no tenía que haberle pertenecido o devolverle a su mástil, a su viaje y a su realidad. Y, al final, puse la marca. Unas páginas antes. Como si me hubiera inventado una máquina del tiempo textual.

Durante toda la semana me he dedicado a juguetear. Dejo libros a medio leer y los sepulto en las estanterías, para que vivan sus aventuras en la intimidad. Más allá de la indiscreta mirada del lector. He vuelto a abrir alguno y he encontrado a los personajes despeinados, algunos a medio vestir, con sonrisas que no procedían y complicidades recién estrenadas. Me produce un secreto placer saber que los libros existen más allá de mí. Que no me necesitan. Es un homenaje a mi tío, lector y voyeur.

Tú eres apenas un crío, y como todos los niños crees que el mundo gira para ti. Y que los libros son porque tú los lees. Pero un día comprenderás y recordarás lo que te cuento. Y ahora vete a por Ana Karenina. Vamos a darle a esa pobre infeliz una segunda oportunidad.Le traje la novela y la leyó. Y la dejó sin marcar. Solo años más tarde comprendí aquello que mi tío me contó. Lo que los libros hacen cuando no miramos. Lo que haría cualquiera. Vivir.


El Pais


Lo que hacen los libros. Capítulo 1


Los guiones habían cambiado. Ana Karenina no moría, el tío de Hamlet resultaba ser su verdadero padre, Alonso Quijano se quedaba con Dulcinea...

MARTA FERNÁNDEZ

1 AGO 2016


LUIS TINOCO

Recuerda que todo lo que puede suceder en el mundo está en esta librería. Y lo que no puede suceder, también. Lo decía mi tío con la certeza del que sabe que la vida no da para todas las lecturas, pero que quien lee multiplica su existencia por la infinidad de los mundos impresos. Había puesto en mis manos lo único que tenía: aquel pasadizo oscuro, aquel laberinto construido estantería a estantería, historia a historia, título a título. Me había enseñado los secretos del oficio. De él había aprendido cuánto se podía pedir por una primera edición. Cuánto se podía pagar. Cómo cotizaba el moho. Y que allá enfrente, a cuatro horas de ferri, al otro lado del Río de la Plata, había todavía tesoros por descubrir. Cuando, ya viejo, rendido y fatigado, comprendió que me había contado todo lo que necesitaba saber me dio las llaves de La Casa de Asterión. Aunque a mi tío se le olvidó mencionar que podía encontrarme con clientes como aquel.

¿Qué es esta mierda de Ana Karenina? El tipo que acababa de entrar tiró el libro contra el mostrador por no arrojármelo a la cara. Pero el golpe, que dejaría el lomo herido para siempre, me dolió igual. Era una edición de los primeros cincuenta, de Aguilar, con una cenefa escarlata en los cortes. Lo recogí como a un pájaro caído del nido mientras le preguntaba si no le había gustado la traducción.

¿La traducción? ¿Pero qué coño me está diciendo de la traducción? Esta Ana Karenina no muere al final. ¿Cómo que no muere al final? Y busqué en las últimas páginas un desenlace que nunca llegaba y un tren no entraba en la estación. Para cuando me di cuenta, el lector se había llevado su indignación y su dinero y solo me había dejado la inquietud estupefacta de quien empezaba a sospechar que, en efecto, en una librería todo puede pasar.

Me agarré a aquella edición inesperada de Karenina como un náufrago torpe a un flotador. Y me lancé entre los corredores de estantes. Sin saber muy bien qué buscaba, pero con la certeza de lo que no quería encontrar. Lo que encontré.

Abrí con cierta prudencia una edición inglesa de Moby Dick. Tapa roja. Guardas decoradas. Y aunque a Ismael le seguían llamado Ismael, en mitad de la narración la ballena blanca agonizaba sobre la grasienta cubierta del Pequod. No puede ser. Desvalido y desconcertado, creí que había perdido la capacidad de leer. O de recordar. No sé si temí la traición de mi memoria o me temí a mí mismo. O si me asustó el abismo de no poder leer de nuevo las historias que amé. Pero asfixiado por la rebelión de unos libros que se negaban a ser como siempre fueron, tuve que salir de allí.

Cerré la librería. Y ya en la calle, clavé los ojos furtivos en el suelo, para evitar cruzar la mirada con un cliente que se dirigía decidido hacia mí. A saber qué contará el Vonnegut que se llevó. Crucé sin importarme el tráfico. Hasta llegar al refugio del bar de Eliseo. Me miró con la cara de un profesor que pilla escapándose a un escolar.

¿Qué haces aquí a esta hora? Se lo expliqué como pude. Como se explica lo extraordinario. Es decir, mal. Que los libros habían cambiado. Que no moría Ana Karenina, que el tío de Hamlet resultaba ser su verdadero padre, que Alonso Quijano se quedaba con Dulcinea en Barataria, que a Bartleby le daba por trabajar.

Pues claro, contestó con una tranquilidad que me admiró. ¿Qué esperabas? ¿Qué creías que era la cooperación del lector? ¿El texto abierto? ¿Tanto doctorado para no saber que Umberto Eco hablaba de algo estrictamente real?

Bien. No solo habían cambiado los libros. Había cambiado el mundo. Eliseo ahora era experto en semiótica. Me hablaba de recepción, de interpretación, de cómo el texto muta con cada lectura y con cada lector. Y me lo decía como una verdad incontrovertible. Y así me explicó que hay libros que se pueden leer toda la vida y libros que no se deben releer. Que no nos podemos bañar dos veces en el mismo río ni empaparnos dos veces en las mismas páginas. Y como un tonto, le creí.

Por eso yo no leo nunca, dijo como si nada, mientras pasaba una bayeta por la barra. Para no encariñarme. Porque nunca puedes volver a aquel primer momento. Esto me lo enseñó tu tío. Esto y lo que los libros hacen cuando no miramos.

Lo-que-los-libros-hacen-cuando-no-miramos. Lo repetí sin creer lo que me estaba diciendo. Pero con la vaga certeza de que algo debía pasar. Quizá mi tío no me había enseñado todo. Quizá había obviado lo que no se podía creer.

El Pais

sábado, 30 de julio de 2016

Librerías en red


Nuevos proyectos resucitan la larga tradición de los circuitos que rodean la venta de libros

JORGE CARRION
10 JUL 2016



La librería Shakespeare & Co en París. GUEORGUI PINKHASSOV MAGNUM / CONTACTO

La alianza de librerías La Conspiración de la Pólvora también podría llamarse Los Tres Mosqueteros. Porque La Puerta de Tannhäuser (Plasencia), Letras Corsarias (Salamanca) e Intempestivos (Segovia) comenzaron a gritar a finales del año pasado aquello de “¡Todos para uno y uno para todos!” y no han parado de hacerlo hasta ganar este año el premio Nacional al Fomento de la Lectura. El rol de D’Artagnan lo va asumiendo mensualmente aquel escritor que se acerca a tierras castellanas para hablar de su último libro. Lo han hecho hasta la fecha Guille Galván, Marta Sanz, Alejandro Palomas, Alfonso Zapico, Mariano Peyrou y Sergio del Molino. Cada uno ha repetido la misma fórmula. Tres presentaciones en tres noches consecutivas. Más de cien asistentes de media. Repercusión tanto en las redes como en los medios tradicionales, convencidos de que se trata de un modo de enriquecer la vida cultural de las tres ciudades. Todo ello en el marco de una programación coherente que apuesta por la conexión del público lector con la nueva narrativa, literaria y gráfica.

La idea de librería siempre ha estado vinculada con la de circuito. En Roma y en las ciudades medievales todos los editores manufacturaban y vendían sus libros en calles cercanas. En los alrededores de Paul’s Churchyard se concentraban las librerías del Londres de Shakespeare, como lo harían en Charing Cross Road tres siglos más tarde. El Book Row, con sus casi cuarenta librerías de segunda mano, fue su equivalente durante décadas en Nueva York; mientras que en el París de entreguerras la Maison des Amis des Livres de Adrianne Monier y la Shakespeare and Co. de Silvia Beach miniaturizaron en una única calle minúscula la energía ambulatoria que nutre a los amantes de los libros. Las cerca de treinta librerías del barrio de Gracia, en Barcelona, reeditan ahora, con su mapa y con su web, ese tipo de topografía de la cooperación y del deseo. Puede uno pasar todo el día en esas telarañas del comercio, el intelecto y el paseo. Si otro tipo de comercios rehuye la competencia, el libresco sólo puede entenderse como zoco, colmena o red.

Pero el Premio Nacional al Fomento de la Lectura reconoce una variante mucho más reciente de esos circuitos urbanos. Una variante que encontramos, informal, en las rutas de promoción de los escritores norteamericanos: en la antología My Bookstore (editada por Richard Russo y Booksellers Across America, 2012), por ejemplo, varios de los autores se refieren a los mismos establecimientos de prestigio, en sus circuitos de costa a costa en Estados Unidos. Ahora, la unión de La Puerta de Tannhäuser, Letras Corsarias e Intempestivos sitúa a estos tres jóvenes establecimientos en el mapa de las grandes librerías españolas, donde tienen su estrellita roja aquellas que desde hace tiempo decidieron que los encuentros entre escritores y lectores formaban parte de su ADN, como las que han ganado desde el año 2000 el Premio Librería Cultural o como las pequeñas cadenas que se han convertido en referencias indiscutibles (Laie, La Central). No es casual que en la página www.libreriasdecalidad.com las más de veinte que han conseguido el sello de calidad aparezcan precisamente en un mapa.

Como dice Alessandro Baricco en Los bárbaros, los enlaces cibernéticos son “el sentido mismo de la red, su conquista definitiva”. Para nosotros una idea ya no es un territorio bien definido, sino más bien un recorrido, varios trayectos, una sucesión de saltos. Mucho antes que los buscadores, las rutas de la curiosidad y del saber —que en las ciudades unían las universidades, las bibliotecas y las librerías— prefiguraron esa forma tan contemporánea de relacionarnos, a ritmo de zapping, con la información y el conocimiento. Las mejores librerías entienden que el placer intelectual de nuestros días es físico y virtual, papel y pantalla. E imaginan espacios que generan el tipo de estímulos performativos, corporales, conversacionales, que necesitamos para que lo leído, visto o estudiado en soledad adquiera sus máximo sentido en compañía.

Jorge Carrión es autor, entre otras obras del ensayo Librerías (Anagrama).


El Pais, revista Ideas, domingo 10 de julio de 2016


miércoles, 13 de julio de 2016

La vida sin cuerpo


Las nuevas tecnologías sirven para facilitar la comunicación entre las personas, pero pueden terminar quitándole toda su complejidad y misterio hasta convertirla en un liso intercambio de palabras

JORDI SOLER



En su viaje poético entre la carne y el espíritu, Jaime Gil de Biedma llegó a una interesante ecuación a la hora de jerarquizar los elementos del amor: “Que sus misterios, como dijo el poeta, son del alma, pero un cuerpo es el libro en que se leen”. La idea no es original pero es bellísima, y tiene que ver con esa otra idea de raigambre presocrática que dice que el cuerpo también piensa, que el pensamiento tiene una dimensión física y que dividirnos en cuerpo y alma es una arbitrariedad pues somos, en realidad, una unidad que siente y piensa y que, abusando de los versos del poeta, el cuerpo es el libro en que se leen, no solo los misterios del amor, sino cualquier capítulo de la historia personal de cada uno.

La idea no es original, como digo, hasta el gran Bob Dylan la dice, a su manera, en una de sus canciones: “Si no crees que este dulce paraíso tiene un precio, recuérdame que te enseñe mis cicatrices”. Pensando en esto, y en aquel momento de la leyenda de Edipo Rey, que está en la misma frecuencia de la canción de Dylan, en que los personajes confirman su identidad observando las cicatrices de su cuerpo (Edipo quiere decir, en griego, “que tiene los tobillos perforados”), asistí antes de la pausa del verano a la Copa Barcelona, un torneo infantil de baloncesto en el que jugaba un equipo mexicano, de Oaxaca, contra uno francés, de Toulouse. Era un partido internacional, que jugaban niños de doce y trece años, en un polideportivo junto al mar, que tenía la particularidad de que la mayoría de los mexicanos jugaban sin zapatos, descalzos, frente a los niños franceses que iban equipados con unas Nike, diseñadas por especialistas en la dinámica del pie humano, específicamente para jugar al baloncesto. Contra todo pronóstico los niños del equipo mexicano ganaron el partido. ¿Cuál es el valor de ese calzado ultra sofisticado, diseñado específicamente para jugar al baloncesto, si te gana el partido un equipo de niños descalzos? Entre el pie descalzo de un equipo y el Nike del otro, hay un recorrido en el que deberíamos reflexionar: de tanto perfeccionar el zapato nos hemos olvidado del pie.

Los niños mexicanos pertenecen a una comunidad paupérrima de Oaxaca, son un equipo que gana todos los torneos internacionales, incluso en Estados Unidos que es la cuna del baloncesto, y van descalzos porque así aprendieron a jugar, los zapatos son un estorbo para ellos, son una prótesis que les resta velocidad, elasticidad y agarre en el momento de disputarse la pelota.

Esto no es, desde luego, una invitación a que nos quitemos los zapatos y nos echemos a andar descalzos por el mundo, más bien se trata de ver, en esos pies descalzos, lo que hemos perdido de vista al entregarnos al aditamento que nos facilita la vida, porque además resulta que, según han comprobado los especialistas en la materia, el confort que provee el calzado deportivo, no necesariamente colabora con los músculos y las articulaciones que están, naturalmente, hechos a la medida, a los movimientos y a los apoyos del pie descalzo.

Para poder llevar esta reflexión hasta el punto que desde esta línea veo todavía a lo lejos, estoy pasando por alto la gran enseñanza, muy estimulante para estos tiempos de crisis, que nos han regalado estos niños de Oaxaca, y es tan grande que no me queda más remedio que anotarla, antes de regresar a la reflexión oblicua, que es el verdadero objetivo de estos párrafos: estos niños paupérrimos, que estaban condenados a vivir en una de las zonas más pobres de Latinoamérica (con unos índices de pobreza que un europeo no puede, siquiera, imaginar) sin más armas que su esfuerzo y su deseo de salir adelante, han conseguido revertir el destino de generaciones y generaciones de niños, convirtiéndose en campeones internacionales de baloncesto. La decisión y la fortaleza de carácter de estos niños están representadas en sus pies descalzos; a pesar de que juegan todo el tiempo en canchas profesionales, no renuncian a su forma de ser, a su identidad, a su esencia y esto es, seguramente, uno de los fundamentos de su éxito.

Ahora regreso a la reflexión oblicua, a la cicatrices de Dylan y el rey Edipo, ¿cuál es el valor de ese calzado ultra sofisticado, diseñado específicamente para jugar al baloncesto, si te gana el partido un equipo de niños descalzos?, preguntaba más arriba, pensando en la serie de aditamentos que nos impone el mundo contemporáneo y que usamos quizá solo porque están ahí, no porque los necesitemos.

Cuando se escribe a mano se dejan en la hoja de papel un montón de elementos muy valiosos como, por ejemplo, la calidad del trazo, las dudas que ha tenido quién escribe, los pasos atrás, las correcciones, la forma en que va avanzando por la página el flujo de palabras y el dibujo final de la hoja completamente escrita; todos estos elementos nos hablan de la persona que escribe, son un relato paralelo de lo que el escritor nos va contando, y todo esto se pierde cuando se escribe directamente en el ordenador, que de inmediato establece un orden aparente en la pantalla, un texto cuya limpieza visual no siempre se corresponde con la calidad de lo que está escrito, y en cambio, cuando se escribe a mano, se tiene el efecto contrario: el desorden visual de la escritura en la hoja de papel, nos obliga a redoblar la atención sobre lo que se está diciendo.

Pero en el siglo XXI se escribe así, a través de un vehículo que nos uniforma, nos quita los rasgos distintivos, e inconfundibles, de la escritura de cada quién; nuestro teclado equivale a las Adidas que los niños de Oaxaca no se han querido poner, y si pensamos que la enorme mayoría de las comunicaciones interpersonales se hacen hoy desde un teclado (mail, SMS, whatsapp, hangouts, twitter y un largo etcétera), podremos hacernos una idea de todo lo que del otro nos perdemos, todo un flanco de la expresión escrita, ha sido amputado de la sociedad en favor de la expansión de las nuevas tecnologías.

Esta nueva vía de comunicación no ofrece matices, es demasiado transparente: transmite ideas desnudas sin los velos que ofrece el cuerpo que las dice y, por esto, empobrece las conversaciones; quien se comunica por chat, o por SMS, prescinde de eso que, cuando uno habla con otra persona dice también el cuerpo o, en su caso, dice la carta escrita a mano, que lleva en su caligrafía el rastro, el fantasma, la impronta de quien la ha escrito.


El Pais, sabado 27 de noviembre de 2014

martes, 19 de abril de 2016

Vestigios

Debe de haber sido así. O acaso un poco diferente, da igual. O acaso nada de eso y también da igual. ¿Quien va a interesarse en sacar algo en limpio, en preguntarme? Sea como fuere es de noche, era de noche. Estaba sentado en el balcón, frente a la playa. Distinguía, dentro, el parloteo, voces, risas, discusiones, risas de nuevo, palabras que no entendí que querían decir.
Resulta curioso que me acuerde más del silencio que de mi familia. Había un silencio.
Dos silencios. El silencio de las calles en verano al mediodía o cuando paseaba solitario por los bosques cercanos no importaba en que fecha. Los arboles murmuraban secretos ¿Anunciandome que? Anunciandome quien sabe qué.
Por ejemplo el silencio de la noche. Maravilloso, plácido, cálido, reparador. Mostrando la parte oculta del día, acechando como un gato.
Me gustaban los gatos, por ser sólidos estando quietos y líquidos al moverse, lazos de sombra escapando entre los jardines. No puedo decir: debe de haber sido así. Es obvio que fue así.
Después del viento. En septiembre con las primeras lluvias o antes de las primeras lluvias, anunciando el otoño. Los viejos aseguraban que antiguamente se oían los lobos, su paso corto en el bosque donde el Sol no entraba. El viento blandía en la ventana. Antes de cenar me bañaba. El pelo castaño de mi madre. Sus ojos oscuros.
Nunca se nos acercó ningún lobo.
Después el viento, después diciembre, la noche sigue imperturbable, la playa sigue imperturbable. Dentro, el parloteo, voces, risas, discusiones, risas de nuevo, palabras que no entendía que querían decir.
Debe de haber así. O acaso un poco diferente, que más da.
08/07/01

sábado, 16 de abril de 2016

DAHMALOCH

¡Siempre su curiosidad! No puede evitar el acudir a una llamada misteriosa. Es el único que puede ayudarme.

¡Nada! Demasiadas coincidencias o ninguna. Apenas desembarco en un pequeño puerto mexicano y una niña me entrega este papel lleno de una escritura que solo tres o cuatros personas en la tierra pueden descifrar y yo, sin saber quien me llama corro a meterme en un desierto pedregoso. Las gentes de la tribu lo llaman Dahma Loch

Entonces nunca de lo contó. Jamás supiste quien fue tu verdadero padre.

Las celosías de las paredes se abrieron, hacía mucho frío y estaba oscuro. La escalinata lóbrega y húmeda penetraba bajo el canal como si fuese la entrada al averno, justo a la izquierda tras una delgada y fina celosía aguarda Scott, tan solo tenía que romperla y llamarlo, pero a aquellas alturas sabía que no lo haría, igual que la persona o personas que lo invitaban a bajar.

Caminaba despacio adelantando las manos, pues no veía sino contornos y sombras más o menos difusas. El pasadizo continuaba recto tras bajar cuarenta escalones, todo el lugar rezumaba humedad.

Tras andar unos cincuenta metros supo, intuyó más que ver, que acababa de entrar en una sala grande y alta. Permaneció quieto esperando

- ¡Siempre su curiosidad! No puede evitar acudir a una llamada misteriosa
Era una voz ronca que resonaba entre arcos y columnas.
- Las reuniones solo se celebran una vez al año ¿Qué es tan urgente? ¿qué hace el aquí? Hay peligro.


lunes, 11 de abril de 2016

El crepúsculo y el viento

Levantó los ojos hacia el cielo y el azul y la claridad le inundaron de una profunda tranquilidad. El camino polvoriento bajo el sol de mediodía, continuaba durante varios kilómetros, a ambos lados del camino, terrenos abiertos brillaban con el fuego del verano.

El rumor de las alas fue lo primero que escuchó, después llegaron el griterío de las gaviotas sobre la arena ardiente, eran como un manto blanco que se agitaba.

Un día caluroso, algo cansado se echó sobre la arena. A través de la ropa podía sentir su ardiente calor.

No es un ermitaño, claro, pero tal vez sean demasiadas horas de soledad. Trenes y mercados, calles y cafés abarrotados de gentes que pululan pero siempre fue una elección, no casualidad.

Y prefiere pensar que sobre las olas de los vientos azotando las alas, el mir, ave fantástica surca feroz esas densas masas esponjosas, totalmente claras y límpidas. Mir, único, majestuoso, negro y plateado, se agita en un grito desgarrado, para después seguir con más frenesí su alocado vuelo.

De las alas del místico animal se desprende un fino polvo plateado que lo cubre todo y con él, cae la noche, majestuosa, con un baile de estrellas brillando con destellos multicolor junto a una luna enorme.

Por fin declina la luz del día, se esconde en la sombras de la noche. Se levanta, apenas consciente de la fantasía, del sueño, y apenas recuerda a las agitándose.

Al levantarse sacude la arena de su ropa. Sabe que la única cuestión que aún no ha aprendido a dominar es la posibilidad de su propia locura.


jueves, 7 de abril de 2016

Literatura: instrucciones de uso


En la era de los 140 caracteres y las series de televisión, las narraciones literarias mantienen, sin embargo, su prestigio. Su utilidad escapa al entretenimiento

RODRIGO FRESÁN
7 FEB 2016


Marilyn Monroe leyendo 'Ulysses' de James Joyce, en un parque de Long Island en 1955.


Dos momentos estelares (y no estrictamente literarios) en la historia de la literatura:

1) En una de las últimas entradas de su diario, en 1982, un agonizante John Cheever casi concluye: "Voy a escribir lo último que tengo que decir, y creo que lo hago pensando en el éxodo… Diré que no poseemos más conciencia que la literatura; que su función como conciencia es la de informarnos de nuestra incapacidad de aprehender el horrendo peligro de la fuerza nuclear. La literatura ha sido la salvación de los condenados; la literatura, la literatura ha inspirado y guiado a los amantes, vencido a la desesperación, y tal vez en este caso pueda salvar al mundo".

2) En 1995, dentro de un auto estacionado en Sunset Boulevard, el actor Hugh Grant es sorprendido por la policía en "actitud sospechosa" y con la cabeza de una prostituta, de nombre Divine Brown, entre sus piernas. El escándalo es mayúscu­lo: Grant —por entonces— es el inglés favorito de los norte­americanos y un chico encantador y tan gracioso para hijas y madres y tías. El actor se ve obligado a hacer una gira/vía crucis por todos los talk-shows televisivos de mañana y noche en EE UU y allí mostrarse arrepentido y tan encantador y tartamudeante como siempre. La estrategia funciona pero, además, deja un instante perfecto, histórico: cuando uno de los presentadores le pregunta al actor si ha pensado en recibir "ayuda psicológica", Grant se muestra sorprendido y pregunta para qué. El periodista le explica: "Para superar tus problemas". A lo que Gran sonríe —una de esas sonrisas de Hugh— y diagnostica: "Ah… Pero es que para esas cosas nosotros, en Gran Bretaña, tenemos las novelas".

Sin llegar a tales extremos de utilidad —la salvación de una carrera actoral o de todo el planeta—, está claro que la literatura, desde el principio de los tiempos, siempre ha servido para mucho más que la tan simple como compleja distracción y ancestral divertimento de que nos cuenten una buena historia.

Ya el esclavo de Nerón y filósofo estoico Epicteto afirmaba que la lectura equivalía al entrenamiento de un atleta antes de entrar al estadio de la vida, y que su propósito final era el de alcanzar la paz suprema. Pero la lectura de ficciones sirve, además, ya desde la infancia, como herramienta para fortalecer el pensamiento abstracto, para comprender la percepción del paso del tiempo y estimular la imaginación, para entender el curso narrativo de todas las cosas, para aprender a diferenciar entre lo ficticio y lo verídico y lo posible e imposible (sin tener que renunciar a nada), para que se cuestionen o se potencien nuestras ideas y creencias, para la comprensión de conceptos como destino y éxito y fracaso y, finalmente, para evadirnos de la prisión de nuestros días en busca de mil y una noches y paisajes y experiencias, que difícilmente podríamos explorar o vivir desde nuestros dormitorios y oficinas. Lo dice Jojen en uno de los grandes éxitos editoriales de los últimos tiempos, la saga Juego de tronos, de George R. R. Martin: "Un lector vive cientos de vidas antes de morir. El hombre que no lee vive solo una". Y, sí, no es posible vivir una vida que no puede imaginarse.

Así, la literatura es un catálogo de posibles existencias que nos ayudarán a formar y conformar la nuestra. Y lo dicho por Jojen —ya que estamos— también es aplicable a la idea de leer nada más que Juego de tronos. O de sentirse exculpado de todo repitiendo eso de que las series de televisión son la nueva gran literatura sin antes haber pasado por Shakespeare o Dante o Cervantes o Tolstói o Dickens o Nabokov o Borges y siguen las firmas. Y nunca olvidaré las palabras de aquel cuyo nombre no diré pero que, orgulloso, me lanzó un "yo no leo ficción, porque no me gusta que me cuenten mentiras". Que en paz descanse aunque siga vivo, o eso crea él.

El no leer, en cambio, no tiene ninguna ventaja y sí demasiados efectos residuales. Y ese virtual fin de la soledad que es la de pasarte la vida emitiendo y recibiendo ráfagas de más o menos 140 caracteres (y palabras abreviadas y emoticonos y selfies acerca de asuntos por lo general poco trascendentes) no es buen consejo ni consejero. Mirar no es lo mismo que ver y, mucho menos, que leer. Y, sí, no son tiempos fáciles para el asunto: cada vez se paladea menos materia noble, los best-sellers están peor hechos con cada superventas que pasa, y el supuesto oasis del libro electrónico resultó ser un espejismo: allí dentro más allá de esa novedad tonto-mesiánica à la Marvel Comics que permitía sostener toda una biblioteca con una sola mano y de la excitación supuestamente ético-contracultural de la descarga ilegal, el fenómeno probó ser —como tantos otros de aquí y ahora— un triunfo de la forma sobre el fondo, y del envase por encima del contenido. Así, el e-book —a diferencia de tantos otros ciberproductos y muy lejos de aquellos volúmenes absolutos y tralfamadoreanos iluminados por Kurt Vonnegut— no tenía mucho más que evolucionar y no se volverá a hablar demasiado del soporte hasta que alguien desarrolle un modelo en el que, cada vez que llegas al final de un capítulo, se te exija resumen y apreciación crítica de lo que te ha contado y que, de no estar tú a la altura de lo que te demanda, ese libro se acueste con tu mujer, robe el cariño de tus hijos y hable con tu jefe para que te deje en la calle. Seguro que tendrá mucho éxito y que muchos soñarán con comprarse uno lo más rápidamente posible entre iPhone y iPhone.

Mientras tanto y hasta entonces, abundan los tan amenos como ominosos ensayos —el pionero Elegías a Gutenberg, de Sven Birkerts, y el más reciente Superficiales, de Nicholas Carr— donde se advierte de que vivimos en la "edad de la distracción" donde impera aquel "demasiado de nada" al que le cantaba Bob Dylan, y se predice el fin del don de la lectura. Y, por lo tanto, también de la escritura que alguna supo conformar la gran literatura decimonónica y consagró a la novela como forma sublime y contenedora de todas las cosas de este mundo y del infinito y más allá anterior a Google. Una magia sin truco que hace de nuestras bibliotecas una suerte de bioteca: una biografía alternativa y corriendo paralela a nuestro pasajero paso por aquí.

Y aun así, el misterio permanece: no dejan de formarse y fundarse clubes de lectura y talleres literarios y editoriales de todo tamaño, abundan los jóvenes que fantasean con trabajar a cambio de cama y mística en la librería parisiense Shakespeare & Co., la ciencia inexacta de la literatura ha entrado como materia en carreras para tecnócratas feroces ('Liderato a través de la ficción' y 'Libros y dinero: Gatsby & Co.' son algunas de las ofertas a considerar en programas de estudio en los que se advierte, de entrada, que "se evitará considerar al capitalista como villano"), se publican manuales de autoayuda basados en el Ulysses de James Joy­ce (con foto de Marilyn Monroe leyendo la magnum opus del irlandés en su portada y hasta un comentario de la intensidad del orgasmo alcanzado por Molly Bloom en sus últimas páginas), se confeccionan libros de arte y gastronomía a partir de cuadros y platillos degustados chez Marcel Proust, Franz Kafka es el anfitrión perfecto para una guía de Praga, y Blanes ya cuenta con una "ruta Bolaño". Y hasta hay médicos que practican la biblioterapia: leer para curarse y, previa cita, se identifica el mal y se diagnostica la mejor lectura para su erradicación. (Cabe preguntarse si se recomendará la obra de infelices y suicidas y depresivos y enfermos geniales, que son unos cuantos de los de ahí dentro).

También, por supuesto, por suerte, todavía hay suficientes especímenes de esos a los que tan solo les gusta leer a secas y a solas. Y se conforman con semejante inmensidad oceánica sin añadidos ni trucos ni distracciones. Y gracias por la gracia.

Según me contó un entre sorprendido y desconsolado John Banville hace unos días, una reciente encuesta de la BBC determinó que un 60% de los consultados consideraban la de escritor como la mejor de todas las profesiones posible. Sin importarles que en Reino Unido un escritor promedio y a tiempo completo gane como mucho unas 11.000 libras al año y que esta cifra que en 2005 le tocaba al 40% del gremio ahora le llegue tan solo al 11%. Es verdad, los británicos aún no se ven en el trance de optar entre pensión y royalties. Pero todo se andará. "¿Quiénes son todas esas personas? ¿De dónde han salido? Pobres ilusos, no saben lo que les espera…", se lamentaba Banville, a quien ahora no le va nada mal, pero al que no le fue muy bien durante tanto tiempo. "Tal vez han sido seducidos por esa vida glamurosa y tan sexy del narrador Noah Solloway en la serie de televisión The Affair", le dije. Banville no la había visto.

¿Leer puede hacerte más feliz?, se preguntaba un ensayo de hace unos meses en la revista The New Yorker. Su autora, la narradora y antropóloga social Ceridwen Dovey, aseguraba que sí. Yo, que ya lo sabía, en cambio, prefiero amenazar con un no leer seguro que te hace más tonto. Mucho más tonto de lo que piensas. Más que eso que estás pensando.

Y de acuerdo: tal vez la literatura no sirva para salvar al mundo; pero sí que te ahorrará unos cuantos billetes de esos que gastas acostado en un diván recitándole a un casi desconocido el cuento de la nunca muy bien redactada novela de tu vida.

Rodrigo Fresán es periodista y escritor. Su última novela es La parte inventada (2014).


El Pais, revista Ideas, domingo 6 de marzo de 2016

domingo, 3 de abril de 2016

La Última de Eduardo Mendoza: MI SUFRIDA BIBLIOTECA

Tengo la costumbre de deshacerme de los libros que he leído. Y también de los que todavía no he leído, si veo que tienen mal pronóstico. El origen de esta costumbre, que muchas personas encuentran bárbara y desalmada, no es intelectual. Durante una larga etapa de mi vida combiné la movilidad con una relativa escasez de medios, con lo que me vi forzado a ir dejando atrás objetos estimados pero no de primera necesidad. Las primeras víctimas de esta emergencia siempre fueron la vajilla y los libros; la vajilla, por su fragilidad; los libros, por su volumen; en ambos casos, por la pesadez de embalar y meter en cajas cosas de tamaños y formas difíciles de acoplar. Total, que acababa tirando platos, vasos y tazas de muy escaso valor, y pilas de libros de un valor material aún más escaso, aunque quizá de un mayor valor sentimental. Pero lo bueno de los apuros es que el sentimentalismo desaparece cuando la necesidad aprieta. Fuera libros. A la tercera o cuarta masacre me di cuenta de que rara vez necesitaba los libros que había tirado y de que, si los necesitaba, los podía volver a comprar. Aparentemente, un gasto doble. En realidad, un considerable ahorro si entra en el cálculo el coste del espacio y el mobiliario. Si el libro que quería recuperar estaba descatalogado, lo encontraba online, en librerías de segunda mano o, a las malas, en alguna biblioteca pública. Y si todo esto fallaba, siempre me quedaba la solución de encogerme de hombros y pasar a otra cosa. La vida esta llena de frustraciones y renuncias y no poder releer un libro, habiendo tantos, no es un gran tormento.
La práctica me enseñó que los sentimientos, como al parecer ocurre con las prolongaciones del cuerpo humano, se recomponen. En mis sucesivas viviendas no había libros, pero procuraba que no faltaran las flores, otro artículo entrañable que, a diferencia de los libros, lleva incorporada la fugacidad. Más tarde, cuando alcancé cierto grado de estabilidad, acumulé algunos libros, pero no perdí la higiénica costumbre de desprenderme de la mayoría. Una pared limpia no parece menos acogedora que una pared cubierta de estanterías. Y por lo que se refiere a la utilidad de la biblioteca personal, lo considero nulo o poco menos. He visto bibliotecas personales especializadas, arduamente construidas a lo largo de toda una vida, que luego alguna institución pública se aviene a heredar de mala gana. Salvo estos casos contados, una biblioteca personal es un mapa confuso del peregrinaje intelectual de su dueño: cambios bruscos de gustos e intereses, propósitos abandonados, palos de ciego y una buena dosis de azar. A lo sumo, testimonio de una cierta solidez de criterio, de amplitud de miras, de cultura general. Antiguamente, el que nacía en una casa provista de una biblioteca, tenía a su alcance un territorio por explorar. La biografía de algunas personas de mérito incluye el episodio de descubrimientos venturosos. Pero como pasa también en otros aspectos del desarrollo juvenil, lo que uno tiene en casa suscita menos interés de lo que hay en casa del vecino. En mi caso, recuerdo haber sentido curiosidad por los libros que veía en bibliotecas ajenas, pero no en la que habían hecho mis padres. Quizás sí que soy un desalmado. La gente normal tiene apego por sus libros, como por sus amigos. Yo también, pero a mi modo. Por más afecto que les tenga, no me gustaría convivir con ellos. Prefiero perderlos de vista, reencontrarlos, comparar lo que el paso del tiempo ha cambiado en cada uno. Hay algo morboso en releer un libro que lleva años envejeciendo ante mis ojos. Prefiero volver a comprarlo, nuevo, con el papel blanco, bien encuadernado, sin una mota de polvo, como la primera vez que lo leí. Hasta entonces, todos los libros que he leído, siguen en mi memoria. La inmensa mayoría aparentemente olvidados. No importa. Soy lo que ellos me aportaron en su momento. Y también pueden reaparecer de repente, con una claridad deslumbrante, como si los acabara de leer.

Revista ICON nº26 abril 2016