sábado, 16 de junio de 2012

DIARIO ACCIDENTAL DE UN DIRECTOR ASESINADO







Habíamos perdido un xilófono en la aduana de Madrid y un músico histérico rondaba por las oficinas, explicando a todos los que querían oír, que no eran muchos, una teoría estética profunda; teníamos una rotura en la red de cañerias de los bares que daban al rio Piles, una secretaria estaba histérica porque en nuestras oficinas nadie respetaba las reglas del papel reciclado; un escritor inglés cancelaba en el último minuto porque su esposa había sufrido un ataque cardíaco, y teníamos una mesa redonda volando, un periodista danés se quejaba de nuestro reumático fax, el tendido eléctrico tenía una baja de tensión en la zona final y una cosa llamada "tronco" funcionaba a medias, con lo cual el feriante propietario quería meterle un navajazo a alguien. Revisé las notas en la agenda. Tenía tres entrevistas con periodistas franceses y un académico griego y había logrado comprometerme para la comida con tres grupos diferentes. Un largo entrenamiento en el don de la ubicuidad me permitía sortear el asunto comiendo sopa con unos, truchas con otros y arroz con leche con los terceros si lograba sentarlos en el mismo restaurante, piso por medio.

Bostecé queriendo comerme la atmósfera húmeda de Gijón, que entraba en la oficina.



-Señor director, ¿ya habló usted con el satélite?- me preguntó una dulce anciana propietaria de un puesto de algodón de azucar. Las apariencias engañaban. La dulce ancianita había tratado de sacarle los ojos al dueño de una churrería por cuestión de ubicación en el recinto. Lo del satélite era una historia mejor aún. Una vez se me ocurrió comentar en voz alta que para tener pronósticos del tiempo con 72 horas me comunicaba con Heathrow. La leyenda de que hablaba con "el satélite" comenzó a circular entre el personal. Lo que me inquietaba últimamente es que algunos pensaban que hablaba con "el satélite" para decirles qué tiempo queríamos, no para preguntarlo.

- Tendremos cielo cubierto, pero sin lluvia, según el satélite- dije muy serio-. Lo mejor, para que nadie vaya a la playa y todos vengan pa´acá.

La anciana confirmó la sabiduría de mis augurios y me besó.

Son los momentos en los que no cambiaría nada en el mundo por dirigir un festival tan loco como éste. Bonilla, mi asistente personal, de fiera clava, bigote y apariencia stanilista me recordó que teníamos que preparar la operación de pintada de un mural con un centenar de niños saharauis para la tarde. Y como quien no quiere la cosa, dijo:

- Tienes en la puerta esperándote 50 negros, coño.

Bonilla es lo más lejano a lo políticamente correcto que hay sobre el planeta, de tal manera que los 50 negros podrían ser los delegados del sindicato metalúrgico de Mieres que querían hacer algún acto reivindicativo en la Semana Negra, mis amigos comiqueros argentinos, o un grupo de baile folclórico andaluz, lo mismo daba.

-Jefe, ¿tú francés?

-No, colega, yo mexicano.

-Hablar francés.

- No, hablar español, italiano, o inglés, francés, no.

-Nosotros, Senegal, un metro.

Parecía claro que no quería comparar su estatura con mi metro sesenta y ocho, sino que querían un metro para cada uno en el recinto para vender artesanías. Pero el espacio del festival estaba saturado y teníamos una invasión de vendedores ilegales venidos de medio planeta. Los miré y me miraban. Si les decía que no, no iba a poder mirarme en el espejo los restantes dias de mi vida. Si les decía que sí, fomentaba la entrada de vendedores ilegales, los del mercadillo de artesanías de 200 metros me iban a matar, la policía nacional me iba a linchar por fomentar la presencia de extranjeros ilegales en el festival, había que encontrar una forma de cubrir la zona por si llovía a pesar de mis relaciones con el satélite...

- Vale, un metro para cada uno. ¿Donde?- me pregunté a mi mismo.

Y comenzaron a hablar al mismo tiempo, señalando al rio, la puerta de nuestras oficinas, la carpa de los encuentros literarios, el puente que teníamos que mantener despejado para permitir el flujo de las multitudes- Tras dos horas de árduas negociaciones pacté cederles un centenar de metros al otro lado del río. Eso era el principio de la historia. A lo largo de las primeras horas de la tarde comenzaron a aparecer vendedores de globos gitanos, grupos de música folk andina y un vendedor de gominolas que quería colocar su tenderete frente a una de nuestras mejores exposiciones de fotoperiodismo. Los 50 metros de los senegaleses se habían convertido en 200, y cantaban mientras levantaban tenderetes, aparecían estatuas de jirafas talladas en madera y mujeres vestidas con colores verdes y rosas brillantes. El rumor de que el director del festival era "pan comido" corría por el ambiente.

II

La charla de Jerome Charyn había sido brillante, había deslizado la idea de que sólo la novela negra podría encontrar la clave de las ciudades múltiples que se sobreponen en clave de violencia al final del milenio. Salía frotándome las manos de la carpa del encuentro cuando el director del teatro me tomó del brazo, arrastró y dijo:

-Te toca morirte.


III

El francotirador colocado en lo alto del puente disparó. Aparecieron actores vestidos de policias que contestaron el fuego, sonó un segundo disparo, me llevé la mano al pecho y un condón lleno de sangre de pollo saltó manchando la camisa, me dejé caer al suelo.

Alguien, sin ningún respeto por las jerarquías me enchufó en las narices una máscara de oxigeno, y alguien con menos respeto aún estuvo a punto de hacerme vomitar una fabada con un masaje al corazón. Curiosamente, el absurdo de la situación, la distancia de los ojos cerrados, el pegoste de sangre de pollo circulando por la camisa, los gritos, me producen una situación de distanciamiento.

Y de repente la muerte estaba allí, no un juego, nada de teatro, la sensación de que ibas, de que se había acabado el paso por la tierra, de que uno se muere así, a lo tonto.

Los camilleros empujaban a velocidad fórmula uno entre la multitud y a través de los ojos cerrados adivinaba las caras entre sorprendidas, complices, asustadas o gozosas del personal.

Depositaron la camilla al lado de la ambulancia y por el rabillo del ojo contemplé el circulo de miradas bloqueadas por camilleros y actores. El senegalés, salido de la nada, me susurró al oido:

-Jefe, si das metro más...

Sonrío discretamente, el muerto vuelve a la vida.

-Mamá, el muerto se está riendo, no se vale- dice un niño. 


Texto: Paco Ignacio Taibo II Ilustración: Javier Olivares

El Pais 10 de julio de 1998

viernes, 15 de junio de 2012

LA REVOLUCIÓN DE PENGUIN El primer sello de bolsillo que marcó el camino a seguir SERGIO VILA-SANJUÁN


Pionero absoluto del libro de bolsillo, el sello fundado por Allen Lane inventó el nuevo formato, cambió el panorama editorial y marcó el camino a seguir por sus colegas y competidores de todo el mundo



Si un sello simboliza como ningún otro la revolución del libro del bolsillo en el siglo XX, ese es Penguin Books. Consiguió crear un mercado para obras de calidad a bajo precio, ampliando el público lector al tiempo que implantaba un sistema de trabajo, y una estética, enormemente influyentes en todo el mundo. Su impulsor, sir Allen Lane (1902-1970), ha  pasado  a  la  historia  como  uno  de  esos  editores que justificaron el calificativo acuñado por Frederic Warburg: “un oficio de caballeros”.
Muy joven, Lane hizo una rápida carrera en la editorial dirigida por su tío John, The Bodley Head. La leyenda cuenta que tras un fin de semana en casa de Agatha Christie en Devon, fue al quiosco
de la estación en busca de lectura para el trayecto de retorno, y solo encontró revistas populares y
malas reediciones de novelas victorianas. Fue entonces cuando decidió dar su paso adelante.
En realidad llevaba tiempo pensando que era momento de que los libros se pusieran a competir
en igualdad de condiciones con los diarios y revistas. Si uno compraba por poco dinero la prensa en
la estación de tren, o en los estancos y tiendas de comestibles de la época, ¿por qué no podía hacer lo
mismo con una buena novela?
Lane y su colaborador V. K. Krishna Menon pusieron en marcha Penguin Books, como un sello
de The Bodley Head, en verano de 1935, con los títulos  Adiós a las armas  de  Ernest  Hemingway,
El misterioso caso de Styles de Agatha Christie y Ariel de André Maurois, a los que siguieron otros
de Compton Mackenzie, Vita Sackville-West, Liam O’Flaherty o Dashiell Hammet, todos ellos publicados previamente por otros sellos en tapa dura. Se vendían al precio de seis peniques, que era lo que costaba entonces un paquete de tabaco. La secretaria de Lane propuso usar un pingüino para el logotipo, y el editor envió un dibujante al zoo de Londres para captar del natural una silueta del mamífero.
A pesar de la buena salida inicial, los accionistas de The Bodley Head no veían claro el proyecto, así
que en 1936 Penguin se independizó, instalando sus oficinas en la cripta de una antigua iglesia en la londinense Marylebone Road. Uno de sus primeros éxitos fue convencer a los grandes almacenes Woolworth de que distribuyeran su producción. En menos de un año habían vendido tres millones de ejemplares.
Muy pronto la editorial se expande: en 1937 lanza Pelican Books, un sello de ensayo y pensamiento, que se abre con la Guía del socialismo y el capitalismo para la mujer inteligente, de Bernard Shaw. Con Pelican los responsables de Penguin se animaron a publicar directamente obras originales, y en este momento crucial de la historia europea, contribuyeron a concienciar al público inglés de los peligros del nazismo.

DECISIONES EN LA MESA
Muchas decisiones de aquella época fueron tomadas, según cuenta Jeremy Lewis en  Penguin special. The life and times of Allen Lane, en el restaurante Barcelona de Beak Street. Lane se reunía allí
una vez por semana con sus editores para valorar propuestas y decidir, en un ambiente informal y sin
interrupciones, qué publicaban. Los originales se amontonaban sobre la mesa y el vino corría. Los enviados por candidatos a quienes se quería favorecer se dejaban en la parte de abajo de la pila, “en el sobreentendido de que cuantas más botellas hubieran caído, más favorable resultaría la decisión”.
En 1945 apareció Penguin Classics, con una nueva traducción al inglés de la Odisea, a la que siguieron cientos de títulos, desde los griegos hasta la literatura victoriana. Se les sumó una colección
de arte, dirigida por Kenneth Clarke; otra de arquitectura, dirigida por Nikolaus Pevsner; Penguin
Education, Penguin Poets, Penguin Plays, Penguin Handbooks y otras muchas hasta un centenar de
líneas, tanto de recuperaciones como de títulos originales, dando al sello una extensión inigualada.
El aspecto gráfico fue determinante. Phil Baines, en  Penguin by design. A cover story 1935-2005, ha repasado las cubiertas de la casa: las encontramos monocromas y policromas, de aire bauhausiano y neoclásicas, austeras como lápidas —durante mucho tiempo Allen se negó a colocar ilustraciones— o con la gracia hortera de los años 70… No todas cuentan con el famoso pingüino. Baines rescata series de libros infantiles, de clásicos o de obras teatrales en las que brilla por su ausencia.
La leyenda cuenta que Lane preguntó una vez quien era el mejor tipógrafo del mundo y mandó a
sus colaboradores a ficharlo como fuera. Residía en Suiza, se llamaba Jan Tschichold y estableció unas reglas de composición que se mantuvieron vigentes durante décadas.

EL CASO LADY CHATTERLEY
Un hito en la trayectoria de la casa —y en la historia de la edición inglesa— fue el llamado “juicio
de lady Chatterley”. A lo largo del siglo XX, Gran Bretaña había mantenido a raya la libertad de expresión en materia sexual con una legislación muy dura que databa de 1868. En los años cincuenta la
actitud censora se recrudeció: decenas de miles de ejemplares de libros considerados obscenos fueron
confiscados y destruidos, sin grandes distinciones entre la mera pornografía y las obras subidas de
tono de autores importantes. D.H. Lawrence era uno de los más perseguidos, y de muchos de sus
libros solo podían leerse ediciones censuradas. Penguin tenía en catálogo varias de sus obras, y en
1960 Allen Lane decidió lanzar una edición íntegra de El amante de Lady Chatterley, aprovechando el
30 aniversario de su muerte.
El editor y sus colaboradores confiaban en que, en caso de conflicto, les sería favorable la recientemente aprobada  Obscene Publication Act. Esta normativa estipulaba que ante una sospecha de obscenidad la obra debía ser estudiada “en su integridad” (y no atendiendo solo a los pasajes
“fuertes”). Y que si testigos expertos conseguían establecer que presentaba un valor de bien público “en el interés de la ciencia, literatura, arte o enseñanza”, podría publicarse. Los propios editores pusieron en manos de Scotland Yard una primera versión restringida, de unas decenas de
ejemplares (de este modo, si perdían, el quebranto económico sería mínimo), desencadenando el
proceso.
La batalla movilizó al mundo intelectual británico, y figuras como Bertrand Russell, Huxley, Kingsley Amis o Stephen Spender se manifestaron a favor de la publicación íntegra (tan solo Enid Blyton se
negó a hacerlo). El veredicto del jurado fue favorable. Penguin lanzó una primera edición  paperback de 300.000 ejemplares, que alcanzaría sucesivas reediciones hasta los tres millones.

VIDA DESPUÉS DE LANE
La  influencia de Penguin ha sido fundamental en el panorama editorial contemporáneo. Sellos  como
Anchor Books en EE.UU. o Alianza Editorial en España son impensables sin su precedente.
Desde 1961 la compañía Penguin cotizaba en la bolsa de Londres (a las acciones las llamaron “chatterleys”). Sir Allen Lane perdió paulatinamente peso en su interior, aunque seguía siendo una figura social, que figuró varios años en la lista de “ingleses más elegantes” de los años sesenta y disfrutaba de sus vacaciones de verano en la costa española, en su mansión El Fénix.
Sometida a distintos vaivenes financieros, la editorial fue adquirida por la multinacional Pearson en 1970, apenas seis semanas después de la muerte de su fundador. Entre 1978 y 1996 otro editor carismático, Peter Mayer, estuvo al frente de Penguin, remodelándola de arriba abajo.
Hoy,  además  de  la  británica ,  la  división  internacional de Penguin abarca compañías en Canadá, India, Sudáfrica y Arabia. Da trabajo a 4.000 trabajadores y factura 786 millones de libras al
año. Contradice así al propio sir Allen, quien en 1969 estipulaba: “La edición es un negocio muy
personal. Son muy pocas las editoriales que sobreviven a su creador manteniendo un carácter
reconocible”.

articulo de la revista Mercurio Marzo 2012

domingo, 10 de junio de 2012

La Isla del Tesoro por Robert Louis Stevenson


Ilustración de Javier Olivares


"Mientras yo permanecía indeciso, del fondo de la bodega salió un hombre que enseguida supuse era John Silver. Su pierna izquierda aparecía amputada a la altura del muslo y apoyaba el sobaco del mismo lado en una muleta que manejaba con enorme soltura, moviendose a base de contínuos saltitos, como un pájaro. Era un hombre muy alto y fornido, de rostro ancho, caso abotargado, pero vivo y risueño".

La resistencia erótica del libro por Manuel Rivas

LA CUARTA PÁGINA

Preguntarse por el futuro del libro es también, y sobre todo, preguntarse qué pasará con el ecosistema del libro: con las librerías y las bibliotecas, sobre todo las públicas. Sin librerías y bibliotecas, no existe la ciudad
MANUEL RIVAS 
El Pais 10 JUN 2012 



Ilustración de EVA VÁZQUEZ

El libro siempre ha sido algo eléctrico. Y el acto de leer, electrizante. ¡Por fin a solas, con el libro deseado! Abrirlo y que te abra. ¿No oyen la crepitación? ¿No siente el estremecimiento, la quemadura incluso? Con razón, Clarice Lispector tituló a ese encuentro “la felicidad clandestina”.

Ese roce erótico es lo que percibimos en la iconografía de la lectura. Suelen ser cuadros que hoy vemos con una inquieta melancolía. Como el de la lectora que retrata Edward Hopper, con una maleta al lado, en una especie de habitación nómada. La mirada se nos vuelve táctil. La mujer tiene una cita. Un amor en verdad libre. ¡Un libro, claro!

Hay un momento extraordinario en Las uvas de la ira, de John Steinbeck, en el capítulo XIV, en el que se describe una metamorfosis de los pronombres personales cuando se ventila la vida, cuando se ponen en vilo: “La noche cae. El pequeño está resfriado. Toma, coge esta manta. Es de lana. Era la manta de mi madre, cógela para el bebé. Esto es lo que hay que bombardear. Éste es el principio: del yo al nosotros”.

¿Por qué hay que bombardearlo? ¿Qué tiene de peligroso? Ha nacido una cuarta persona, un pasaje entre lo singular y lo plural. En la oscuridad, se entrelazan soledades. Quien murmura, insurgente, es el cuarto pronombre.

Leer es escribir, y escribir es leer. Es un viaje radicalmente individual, hacia dentro, en lucha laboriosa contra la propia estupidez, como lo describió Rodolfo Walsh, otro “piel roja” de las letras. Un viaje hacia el otro lado del espejo, hacia el reverso enigmático. Allí donde Gregor Samsa se descubre diferente. La habitación de La metamorfosis es la cámara oscura de la humanidad. Como ojo de cerradura, como obturador, la luz entra y sale por la boca de la literatura. Lo que mueve esa boca, lo que empuja esa puerta hacia fuera, es la pulsión del deseo. La energía alternativa de re-existir. La obra de Kafka lleva al límite la dramática simultaneidad del andar literario: se abre un paso para llegar a lo inaccesible, pero en la frontera reina Terminus, ese intratable dios que exige su tributo de sangre.

El libro tiene forma de arca y maneras de barca. La construcción de Noé sería un mamotreto o rollo bajo el brazo. La memoria, que rema de espaldas, como un proceso de rescate, un desplazamiento que “sueña hacia adelante”. Y ese es el viaje de la Odisea: la memoria como invención y descubrimiento. Para saciar el hambre, en la Odisea, los compañeros de Ulises no respetan el juramento y matan las vacas del Sol (el tiempo, la memoria). Pero los pellejos, la carnaza, los restos, siguen mugiendo. Todos los libros donde murmura la boca de la literatura tienen algo de neogriegos. Vladimir y Estragón, en Esperando a Godot, se preguntan para qué hablan las “voces muertas”:

Lo que ocurrirá, lo que debe ocurrir, es una re-existencia del libro, con nuevas calidades estéticas
Estragón: Hablan de su vida.

Vladimir: Haber vivido no es bastante para ellas.

Estragón: No es bastante.

No, no es bastante. Es una necesidad. Oír los murmullos de las voces muertas. Oír las “voces bajas” de los vivos. En Pedro Páramo, Juan Rulfo identifica el lugar: “Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida”. Ese es el espacio donde se abre la boca de la literatura. Un local universal. Un hogar nómada, donde no existe centro ni periferia. Una aldea en forma de redoma de cristal donde se posa y apoya la esfera terrestre.

Rebelarse contra la injusticia, eso que hace hablar a la asna de Balaam, es lo más humano. Y otro rasgo que de verdad define al ser humano es la condición de “contador de historias”. Paul Celan decía que lo que más asemejaba a un texto poético era el acto de dar la mano. El regalo humano con plenitud, la sensación de que realmente estás recibiendo algo diferente, una parte del otro, algo que llevaba en su cámara oscura, es cuando recibes una historia desde “lo desconocido”. Una especie de confidencia cósmica. Un primer cuento o ese primer poema que es una canción de cuna. No hay ningún regalo, ningún cacharro, comparable para la criatura humana.

En el Talmud se dice que Dios inventó al ser humano para oírle contar cuentos. La verdad es que la divinidad única, si lo comparamos con la promiscuidad del Olimpo, debe tener sus inconvenientes. El gran momento narrativo de Dios es el Génesis. Con ese maravilloso encadenamiento de flash-back: “Pasó una tarde, pasó una mañana...”. Luego, como es sabido, se aburrió. Y ya Voltaire advertía que el único género imperdonable es el del aburrimiento.

Pero la literatura no solo es necesaria para entretener a Dios y de paso a los humanos. Si hay algo en común en todos los cuentos tradicionales, esos cuentos que llamamos infantiles y que en realidad son del género de narrativa criminal, es que tratan del miedo. Más en concreto, del peor de los miedos. El miedo al abandono. Para esclarecer el fondo muchas cosas que pasan hoy, la reforma (liquidación) laboral, por ejemplo, sería más recomendable leer Los músicos de Bremen que los informes económicos con que nos abruman los burócratas.

La atmósfera apocalíptica afecta muy directamente al libro y al periódico de papel, las dos criaturas predilectas de la era Gutenberg. La imprenta significó la gran revolución histórica en la democratización de la cultura. Por eso fue también tan perseguida. Para el apocalíptico consecuente, el fin de esa era coincide con el declive de una civilización. Vivimos una especie de melancolía ilustrada, tan desposeída de humor como de esperanza. Yo soy un pesimista esperanzado. Conviene ser algo optimista incluso en la rendición, porque así, desde la derrota de la cultura, podemos provocar un efecto boomerang imprevisible, como nos sugiere Stanislaw Lec en uno de sus pensamientos despeinados: “Cuando al rendirse al enemigo levantaron los brazos, resultaron tan amenazadores que el enemigo huyó por piernas”.

Lo importante es no dejar de ejercer el derecho a soñar. Preguntarnos qué hace y dónde está el “contador de historias”. Qué teme. Cuanto más nos despojemos del derecho a soñar, y de “soñar hacia adelante”, más sombra seremos. Un rebaño de sombras.

Existe también un optimismo estúpido, como una especie de superstición de la tecnología. Que toda innovación técnica, por una especie de automatismo, va a suponer un desarrollo cultural. Volvamos a despeinarnos con Lec: si un caníbal utiliza tenedor y cuchillo para comer, ¿eso es progreso? No sólo creo que son compatibles, el libro electrónico y el de papel. Lo que ocurrirá, lo que debe ocurrir, es una re-existencia del libro, con nuevas calidades estéticas. Crear el códice accesible, el códice de bolsillo. Al fin, el libro de papel es mucho más eléctrico que el electrónico.


Preguntarse por el futuro del libro es también, y sobre todo, preguntarse qué pasará con el ecosistema del libro. Con las librerías y las bibliotecas. En especial con las redes de bibliotecas públicas. Sin librerías y bibliotecas, no existe la ciudad. En psicogeografía, hay el lugar y el no lugar. El lugar es una unidad de emoción y memoria. Podríamos ser más precisos y hablar del tercer lugar. El lugar donde a la memoria y la emoción se suma el encuentro. Hoy es difícil señalar un lugar donde se dé mayor diversidad, mayor mezcla entre gente de diferentes generaciones, clases sociales, géneros, orígenes, ideologías, creencias o estéticas que en una biblioteca pública. Se habla mucho de los bajos índices de lectura en España, pero se habla poco de la gran revolución vivida en muchas ciudades, grandes y pequeñas, al crear, y con bajo coste, redes de bibliotecas públicas. No hay ninguna entidad, ni siquiera deportiva, que en proporción tenga tantos asociados como las bibliotecas públicas.

Algunas instituciones, por desgracia, ya han recortado los gastos en el suministro de libros a las bibliotecas. Esto sí que es fundir los plomos de la “civilización”.

Cuando el urbanismo humanista, avanzado, imaginó la ciudad como una ciudad-jardín, tenía la forma de círculos concéntricos, en los que cada círculo era un anillo verde. En el centro estaban los servicios públicos. Y desde luego, como una célula madre, la biblioteca. En la ciudad pluricéntrica, la biblioteca (concebida ya como un taller plural de artes) debería ocupar los lugares de referencia, la primera marca en las coordenadas humanas de la ciudad. El lugar sentipensante, de resistencia y re-existencia.

En ese sentido ecológico, el lugar de lo necesario coincide con el deseo. Un espacio donde una ley no establecida dice: no dominar. El lugar erótico, donde puedan encontrarse Anna Karenina y uno que dice ser Ulises, mientras Falstaff murmura: “Nadie sabe lo que puede pasar si viene junio un poco caliente”.

El Editor



Ilustración de Fernando Vicente para la sección literaria de El Pais, Babelia.

jueves, 7 de junio de 2012

Borges en acción (Un homenaje narrativo) por Carlos Fuentes



Regreso a menudo a un barrio de la ciudad de México donde existe una avenida que parece seguir las curvas de una vieja pista de carreras, ahora un jardín de senderos que se bifurcan y que, desde mi infancia, ha sido el más misterioso parque de la ciudad: el parque de la colonia Hi­pódromo, un jardín circular de anchos paseos donde aún se pueden escuchar los rumores de cascos fantasmales, pero también los de pies leja­nos que se apresuran sobre caminos húmedos y sombríos que parecen conducir de un apartado lugar a otro.

Acaso ésta sea una sensación nutrida por el re­cuerdo de la migración europea a las habitaciones deterioradamente elegantes de la colonia Hipó­dromo, hacinadas en estilos que van de la belle époque parisiense al art nouveau barcelonés, a los cuarentas humphreybogart, a Las Vegas contempo­ráneo.

Muchos fugitivos judíos de la Europa hitleria­na que vinieron a México se instalaron primero en esta parte de la ciudad (más tarde volvieron a emigrar, a Polanco). El cosmopolitismo un tanto estropeado del barrio es acentuado por un café Viena donde se puede (o se podía) consumir sa­cher torte y café con schlag. Hay muchos delica­tessen kosher, cervecerías alemanas y una libre­ría internacional donde se puede (o se podía) leer el último número de Die Zeit o comprar una edición de bolsillo de Einaudi con un título de Italo Calvino o, si fuese necesario, de Italo Svevo.

El antiguo hipódromo ha sido anexado por una avenida circular y sinuosa: Amsterdam, llena de árboles viejos y hermosos que parecen sobrevivir al pernicioso asalto del smog, como si hubiesen sido pintados en un paisaje holandés, y residen­cias pequeñas y apretadas las unas contra las otras, como si se abrazaran para no caer de cabe­za a un inexistente canal.

Fue allí, caminando del café a la librería hace unos años, donde vi por primera vez al ciego. Lo vi: caminaba ayudándose con un bastón blanco, y esto, por supuesto, lo delató, ya que su paso no podía ser más seguro. Salió de la librería y señaló en una cierta dirección con el bastón. Miré sus ojos. Me mesmerizaron: este hombre, literalmen­te, parecía estar mirando hacia adentro de sí, como si esto fuese lo único importante en materia de vista, y mirar hacia afuera, un asunto totalmen­te frívolo. Sus ojos me asustaron debido a su pro­fundidad interior, y sin embargo eran ojos ama­bles debido a su abandono inocente en una calle citadina.

No pude impedirme. Le seguí, seguí su cabeza descubierta y su melena blanca agitada por los vientos aztecas, donde los huesos pulverizados de Moctezuma y Cortés forman parte de nuestro coti­diano asma nacional. Pero cuando el ciego entró en la avenida de Amsterdam no pude evitar el sen­timiento de que algo más allá de la vista —interna o externa— lo conducía hacia su lugar de cita. Ha­bía un temblor creciente en sus manos y su cabe­llera se movía con algo más que el simple movi­miento. Empecé a sentir un frío intempestivo, de­seé una bufanda y el ciego se levantó las solapas.

Un niño que no tendría más de 10 años dormía junto a un árbol en el camellón de la avenida. Vi que el viejo se dirigía rectamente a él. Era uno de los niños infinitamente tristes que uno encuentra durmiendo o llorando en las calles de México; su destino es crecer y tragar fuego en intersecciones concurridas durante la perpetua rush hour urbana a cambio de unas cuantas monedas.

Me interpuse entre el viejo ciego y el niño dor­mido.

Él se detuvo. Pero no me vio; estoy seguro de ello.

Husmeó, sintió, gruñó como una dócil bestia. Entonces cambió de rumbo y el niño continuó durmiendo.

El ciego caminó de prisa hasta detenerse frente a una pequeña casa de estuco, pero en el estilo ho­landés, con altos techos de dos aguas y celosías de madera cerradas firmemente sobre los emploma­dos de las ventanas.

El minucioso arquitecto holandés de esta casita a lo Hansel y Gretel había tallado, por supuesto, dos corazones en la madera y ahora vi al viejo acercarse a ellos como si pudiese ver dentro de la casa, como podía ver (de ello estoy cierto) dentro de sí mismo. Iba a darle la espalda; si no estaba ciego, era un hombre ordinario, un voyeur quizá, paseándose con un bastón blanco para disfrazar su vicio.

Entonces el viejo extendió un brazo hacia mí. Seguramente había escuchado mis pasos, como suele suceder con los ciegos, porque al detenerme me dijo:

—No, no se detenga, venga y ayúdeme. Dígame qué cosa ve. Por favor.

¿Cómo iba a rechazar su súplica? Como lo dije ya, el hombre parecía sumamente inocente, aun pueril, mirando ciegamente al mundo, y sólo peli­groso —cuán peligroso, me faltaba descubrirlo aún— cuando miraba dentro de sí. Me necesitaba a mi para mirar más allá de esos corazones holan­deses y decirle, un poco en contra de mi voluntad, que había allí una chimenea encendida —¿estába­mos en la ciudad de México en mayo?— y luego, y luego, un gran sillón, una poltrona vieja, ¿quién está sentado allí?, alguien que nos da la espalda, le dije al ciego; no, ahora muestra una mano, una mano pálida y huesuda, hay un libro en esa mano, un pequeño volumen empastado, un libro que ¡lo ha arrojado al fuego!, exclamé.

El ciego se convirtió en una verdadera furia al escuchar esto: me tomó de las solapas, casi me ahogó, gritó: "No le permita hacer eso, no le per­mita quemar el libro, quemará al mundo, nos que­mará a mí y a usted también, nos matará", gritó con una agonía tal que me obligó a golpear con fuerza contra la puerta de la casa, sólo para en­contrarme con que la puerta se abría, crujiendo débilmente al sentir el peso de mis puños.

Había un pequeño vestíbulo, oloroso a moho y paraguas olvidados, luego la sala, luego mi mano rescatando el volumen y el ciego detrás de mí, sin aliento, murmurando palabras antiguas que yo no podía entender, y frente a nosotros, asombrado, sentado en su poltrona y envuelto en sus ropas eclesiásticas de terciopelo intensamente rojo, su cabeza cubierta por un casquete con dos orejas de tela colgando como las de un perro basset, un hombre de facciones infinitamente delicadas, su larga y delgada nariz, sus labios rectos y descarna­dos, su profunda mirada, a la vez alegre, desilusio­nada, asombrada, clemente, mirándonos con fije­za, y sus palabras:
Cierren la puerta, por favor. Detesto las co­rrientes de aire.
Pero el ciego no le hizo caso; se abalanzó sobre mis manos oliendo las páginas quemadas. Tocó el libro rescatado, tocó sus márgenes ligeramente chamuscados y se volvió contra el elegante caba­llero sentado frente al fuego.
¡Necio! ¿Por qué hiciste esto?
Míralo por ti mismo —contestó nuestro invo­luntario anfitrión—. El libro está en blanco. Es un libro ciego, ¿qué, no ves? No hay palabras en él. ¿Es tan sólo un hermoso cuaderno de dibujo? Yo no soy un dibujante. Bastantes retratos me han hecho. ¿Podría acaso competir con Holbein en di­bujarme a mí mismo o en dibujarte a ti?
Nos miró sin respeto, detestándonos irónica­mente.
Pero ¿por qué destruir el libro? —dije impul­sivamente.
Porque, mi amigo, yo creo que toda la sabidu­ría del mundo está contenida en 32 volúmenes —contestó el hombre delgado y espiritual—. Cuando se viaja tanto como yo, de mi Rotterdam nativo a Basilea, a Roma, a París, a Hertfordshire, es preciso ser muy selectivo por lo que hace a lectu­ras. Yo he refinado mis apetitos literarios hasta limitarlos a 32 volúmenes. No existe nada más que valga la pena saber. ¿Para qué viajar con exceso de equipaje? ¿Cuál es el uso de un libro vacío, un libro de páginas en blanco, sin escritura alguna, invisible?
El viejo, simplemente, hojeó con tristeza el vo­lumen quemado. Pero, al hacerlo, el libro, por un momento, pareció agarrar fuego otra vez. No: simplemente, milagrosamente, lo que ocurrió es que, al correr el aire por esas páginas, aparecieronpalabras en una de ellas, la primera página. Y esas palabras eran un título. El ciego dijo en voz alta, deteniéndose en esa página inicial: El Aleph.
Y procedió a contarnos la siguiente historia, mientras el caballero vestido a la usanza del siglo XVI acercaba sus manos temblorosas al fuego y yo empecé a sentirme tan frío como él:
"Hace muchos años Buenos Aires se estaba de­rritiendo en el calor del verano cuando yo visité una casa a la cual me ataban ciertas razones. Aho­ra la ocupaba un conocido mío, Carlos Argentino Daneri, que se llamaba a sí mismo poeta. Su auda­cia era tal que llegó a blasonar su primer volumen de versos con una fajilla que proclamaba Daneri, rival de Borges. Dejen que les diga: no creo que yo publique jamás un libro que diga Borges, rival de Daneri. Esto servirá para indicarles con qué falta de simpatía personal llegué a la casa de la calle de Garay; pero, también, qué poderosas eran mis ra­zones personales para ir allí a pesar de quien ac­tualmente ocupaba la casa".
"Carlos Argentino Daneri, como la mayoría de los latinoamericanos, pudo ser Colón o Quijote. Quijote descubre mundos nuevos. Colón los descri­be. Apenas hube entrado a la casa de Garay por razones totalmente ajenas a su desagradable pre­sencia, que Daneri, mi putativo rival literario, me asaltó con una descripción del poema en el que trabajaba. No pasó más de un minuto sin que yo me diera cuenta de que este hombre no era un poeta, sino un agrimensor; estaba enamorado del espacio, simplemente porque abundaba; el espa­cio, para él, era exacto, milimétrico y realista".
"Daneri se proponía versificar toda la redondez del planeta: en 1941, cuando lo visité, ya había despachado unas hectáreas del Estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las princi­pales casas de comercio de la parroquia de la Con­cepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Al­vear en la calle del Once de Septiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no le­jos del acreditado acuario de Brighton".
"No pude soportar esto; aún mi pasión por en­trar a la casa de la calle de Garay, mi memoria de la mujer que allí murió una candente mañana de fe­brero (recordad, mis amigos del Norte, que el vera­no austral sucede durante vuestros meses de invier­no) después de una imperiosa agonía que no se re­bajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo. Esta memoria mía no podía tolerar el asalto de Daneri a la inteligencia literaria: ¡de manera que éste era mi rival, no sólo en cuestión literaria, sino también, quién sabe (los caminos de la carne son tan misteriosos como los caminos del Señor), para obtener el afecto de su prima hermana, ah cousin, cousine, carnes contiguas, ah tentación, tentación, tu nombre es incesto, ah, también los imaginé uni­dos en la carne en tanto que yo sólo había sido su platónico, solitario pretendiente!: hui, dando un portazo contra la nariz de Daneri, quien me imagi­nó consumido por la envidia literaria ante sus mi­nuciosas descripciones del hinterland australiano (¡qué redundancia!) y de sus ridículas sustituciones de azules por azulinos, azulencos y hasta azulillos —bah, qué más daba, que pensara lo que quisie­ra—. Hui de la casa de Garay citándome en silen­cio a Hamlet: 'Oh Dios, podría estar encerrado en una nuez y considerarme rey del infinito espacio".
"Un rey del infinito espacio: Beatriz Viterbo, mi solitario amor, había muerto en 1929; para 1941, su primo estaba describiendo una refinería mexi­cana como si fuera la torre proustiana de Martin­ville; pero pocos días después, el propio Carlos Argentino, más ansioso que enojado, me telefo­nea: iba a perder su casa —isu casa, la casa de Beatriz, el pícaro se atrevió a llamarla suya, suya, zuya, quizá zuya!—, ¡la vieja casa iba a ser demoli­da por sus vecinos y propietarios, Zunino y Zun­gri, para ampliar una confitería".

"Debo admitir que compartí su angustia. Bea­triz había muerto: ahora ambos íbamos a perder el espacio donde una vez Beatriz se sentó, con un pequinés en el regazo, sonriendo, la mano en el mentón... Pero el temible Daneri no estaba pen­sando en la prima Beatriz: temía perder algo, dijo con su voz agitada, el aleph en el sótano, debajo del comedor, lo descubrió allí de niño, era suyo, suyo, zuyo, no podía terminar sin él su poema: era el lugar donde están, sin confundirse, todos los lu­gares del orbe, vistos desde todos los ángulos...".
"Colgué y corrí a ver al enloquecido Daneri. Su locura me llenó de maligna felicidad, pero en ella reconocí, por contraste, lo que buscaba: la prima Beatriz era una mujer, una niña, de una clarivi­dencia casi implacable, pero había en ella negli­gencias, distracciones, desdenes y verdaderas crueldades. Tenía la locura del genio y del dolor; su primo, solamente la locura de la vanidad y la orgullosa estupidez. Podía sentir desprecio hacia la locura de él y amor hacia la locura de ella, pero lo que me hizo correr a su casa —está bien, suya, zuya, zí— fue el presentimiento de que el lugar de encuentro de la locura y de este extravagante aleph, este lugar de todos los lugares, se llamaba la muerte y que de ella se encontraba excluido el idiota Daneri porque, eterno adolescente, creía que jamás moriría, en tanto que ella, ella estaba muerta, de tal suerte que ella podía estar, debía estar, en un lugar donde él no la pudiese ver, pero yo, que la amaba, sí".
"Yo podría verla porque yo la amaba".
"Me apresuro. Daneri me recibió después de hacerme esperar un largo rato en la sala, me con­dujo al sótano, tomó una bolsa de lona y la acomo­dó a guisa de almohada, me ordenó que me recos­tara en un sitio preciso y a oscuras y así vería al aleph. Pero si no lo veía, me dijo, mi incapacidad no invalidaría su experiencia, lo cual, por cierto, él había traspuesto a su épico poema descriptivo de la tierra. Pero añadió con burla que desde allí yo podría 'entablar un diálogo con todas las imáge­nes de Beatriz".
"De manera que me había visto mientras espe­raba en la sala a que me recibiera. Me había visto besando el retrato de Beatriz en la sala, murmu­rando palabras imbéciles de amor, 'Beatriz, Bea­triz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges...".
"Ahora yo estaba solo, en la oscuridad, frente a una ceguera llamada el aleph y temiendo que Da­neri, para defender su delirio, para no saber que estaba loco, tenía que matarme apenas concluyese esa comedia. Había caído en su trampa, había, ha­bía... Había encontrado mi propia desesperación como escritor. Vi el aleph. Pero lo que vieron mis ojos fue simultáneo; lo que puedo transcribir es sucesivo, porque el lenguaje lo es. Vi un diámetro de dos a tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño, cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas... Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las mu­chedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmedia­tos escrutándose en mí como en un espejo...; vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua...; vi todas las hormigas que hay en la tie­rra...; vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, preci­sas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argenti­no...; vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo; vi la circulación de mi oscura sangre...".
"Me detuve. No la vi a ella como la recordaba. Me levanté. Carlos Argentino me esperaba en lo alto de la escalera. Ansioso, me preguntó: `¿Lo vis­te todo bien?'. 'No', le contesté. 'No. No vi nada'. De manera que él no estaba loco. De manera que él no era admirable. De manera que él no me mató. De manera que él la había poseído y yo no".
"Salí de la casa, y sólo entonces, en la calle, vi lo que el aleph me negó: la imagen espectral —pues no pudo ser cierta, sino apenas la reverberación de mis ojos deslumbrados en la noche ardiente—de una mujer alta, frágil, muy ligeramente inclina­da; había en su andar una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis...".
El narrador invidente se detuvo un instante y luego añadió:
"Había visto cuanto negaba los laboriosos es­fuerzos de Daneri y viéndolo entendí que también él, estúpido como era, era un escritor que debía confrontar las estaciones del descontento tratan­do de arrancar el lenguaje del orden de la sucesión para trasladarlo al orden de la simultaneidad, donde es posible contemplar la propia creación como una pintura. Pero Daneri no sabía cómo aplicar esto a su propia escritura de libro de teléfo­no, alfabética, consultable como las páginas ama­rillas y, como ellas, ilegibles".
"Así que regresé a casa con tristeza, pero deci­dido a derivar la lección del aleph".
"Aquí está. Siempre la traigo conmigo, pues es mi propia Biblia. Es una sencilla taxinomia: una clasificación que es una selección, que es una re­presentación. Carlos Argentino fue derrotado por el espacio. Yo quería derrotar el espacio. De ma­nera que escribí: 'En las remotas páginas de cierta enciclopedia china está escrito que los animales se dividen en: a) pertenecientes al emperador; b) em­balsamados; e) amaestrados; d) lechones; e) sire­nas; j) fabulosos; g) perros sueltos; h) incluidos en esta clasificación; i) que se agitan como locos; j) innumerables; k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello; 1) etcétera; m) que acaban de romper el jarrón; n) que de lejos parecen moscas".
Mientras el ciego que llamaba al narrador de su historia Borges siguió su enumeración, o, p, q, etcé­tera, yo, que en él había fijado mi mirada, me pre­guntaba dónde terminaría, e incluso si terminaría del todo, como si la enfermedad de Carlos Argen­tino lo hubiese contagiado: la manía por la exten­sión disfrazada ahora de enumeración.
No había observado lo que el hombre del cas­quete me pidió ahora que notara en el hogar en­cendido frente a él. Cambié mi mirada hipnótica del ciego que tan patéticamente evocaba el acto de ver al mundo al hombre sereno que tiraba de mi saco y, sin decir palabra, me pedía mirar hacia la chimenea. De nuevo se formaban letras en el fue­go, una U, luego una Q, seguida de una B, ahora de una A y finalmente de una R, UQBAR; éste fue el nombre que pasó luminoso por la punta de las llamas, UQBAR, UQBAR, cuando el lector, re­pentinamente, cesó su enumeración y dijo:
—El espacio no es sino un signo que nos remite a un significado y un significado que nos vuelve a remitir a un signo: la Tierra y el Aleph. Una vez que esta significancia ha sido entendida en toda su in-significancia, el escritor permite que florezca una orquídea envenenada entre la tierra y el aleph: la historia personal de Beatriz Viterbo. Y la histo­ria es tiempo.
Permaneció callado durante un momento y lue­go dijo:
—Hemos dejado al mundo atrás.
Ello ocurrió cuando el hombre vestido de rojo tomó mi mano y las paredes que nos rodeaban de­saparecieron, y el ciego junto con ellas, quedando sólo el cotorro viejo holandés y yo tomados de las manos y rodeados por un nombre que también se había vuelto invisible, UQBAR, un nombre en busca de un espacio.
El caballero sereno, a quien yo empezaba a ver como un sereno loco, sacó su propio librito de en­tre sus ropajes —él y yo, ustedes me entienden, suspendidos allí, en un mundo de vidrio, sin fron­teras— y capturó la palabra invisible UQBAR en su libro. Miré de reojo el título en el lomo: Moriae encomium. Pero las páginas del libro estaban tan vacías como las del volumen que este mismo hom­bre quiso quemar y que el ciego me instó 1 salvar: El elogio de la locura. Ese título encontró el espacio de un libro y alrededor de nosotros comenzó a crecer un paisaje, como si éste pudiese ser un nue­vo espacio naciendo poco a poco para reemplazar los íntimos insomnios de piedra del aleph, para re­emplazar el nombre UQBAR movedizo como el humo dentro de las páginas del Elogio de la locura.
Mas qué íbamos a pensar este loco sereno y yo —les pregunto humildemente esta noche— de un lugar que latía como una bomba de tiempo, pues nada más podíamos escuchar aquí, nada se veía, nada se olía, sólo se escuchaba el tic toc y nada —nada— como origen del sonido.
Y sin embargo, mientras mirábamos sobrecogi­dos por la sensación de flotar en el puro vacío, an­clados sólo en las medidas del sonido, las cosas empezaron a existir, las cosas empezaron a ser.
El hombre a mi lado comenzó a temblar violen­tamente, luego quiso besarme en los labios; yo di un paso atrás (¿hacia dónde?, no había de qué agarrarse) con una mueca de asco heterosexual y comprensivo temor a la mononucleosis; quizá este hombre se imaginaba en Inglaterra, pues en ver­dad decía:
No, no, no me juzgue mal; mi primer entu­siasmo, sabe usted, fue Inglaterra, ir de Holanda a Inglaterra: viajar, siempre viajé mucho, pero sólo en Inglaterra mi entusiasmo de estar allí era salu­dado con besos. Los ingleses te saludan con besos, te dicen adiós con besos, todo allí está lleno de besos: bienvenido, besitos Erasmo, adiós, besitos Erasmo, kiss-kiss ... Pero ahora estamos llegando, mi amigo, a un país, un país está apareciendo... ¡Mire!
Lo dijo como si en verdad un mundo estuviese naciendo, respondiendo a la frase de partida, bas­tante intimidante, del ciego:
Hemos dejado al mundo atrás.
Pero yo no podía ver de nuevo al mundo. Miré al hombre llamado Erasmo, quien a su vez miraba fijamente al vacío; pero al hacerlo, un objeto, y luego otro, aparecieron: primero una cazuela gi­gantesca, y acto seguido un par de zapatillas gas­tadas; luego un medallón con el rostro de una mu­jer y, poco a poco, los contornos de un muro, pero sólo el objeto, ven ustedes, el objeto solo, pero no el espacio que debió rodearlo y sostenerlo.
Yo hice lo mismo, pero nada ocurrió. Yo no te­nía el poder de invocar mágicamente, mirando el espacio, objetos salidos de la nada. Derrotado por mi incompetencia, me dejé caer en una especie de memoria reconfortante: recordé. Recordé una mu­ñeca china llamada Li Po que mi tía soltera llama­da Mila había tenido siempre encima de un almo­hadón de su cama en la vieja casa familiar de Ve­racruz: y al recordar esto, Li Po, la muñeca china, reapareció de nuevo en su cama, rodeada de enor­mes cojines afestonados con listones azules y fun­das de crochet; yo había recordado y le pregunté a mi compañero en el valle del mundo de Uqbar, que desaparecía velozmente:
Dime la verdad: ¿sólo estás recordando estas cosas?
Me miró sin sorpresa y me contestó: sí, sólo es­toy recordando.
Lo demás era sólo ese latir omnipresente que ahora, mientras él y yo recordábamos ciertos ob­jetos, comenzó a describir movimientos visibles, tictoc, movimientos circulares inseguros de sí mis­mos y disparándose en espirales, boomboom, un pulso del instante, pero también un jalón peor que el de la gravedad hacia un punto de retorno, una vasta puerta invisible abriéndose sobre un tiempo pasado que nos decía, por su propia fuerza de atracción, que también podíamos forzar una aper­tura sobre el tiempo futuro, bang whimper, whimper bang.
El tiempo era una aduana invisible, construida en el centro del presente.
El hombre Erasmo hojeó velozmente su libro: ahora las letras estaban todas allí, de vuelta en el libro, pero eran ilegibles porque estaban yuxta­puestas, capas de escritura descansando sobre ca­pas precedentes, un palimsesto que parecía crecer de la misma manera que crece el tiempo: recor­dando y deseando.
Las cosas que veíamos sólo estaban allí porque las recordábamos, ni siquiera porque las deseába­mos. Pero el ojo de Erasmo se posó en una pala­bra dentro de esa jungla de palabras de su fabrica­ción: su escritura más todas las lecturas a las que su escritura había sido sometida, reunidas todas al cabo en una sola palabra, y la señaló con un dedo solitario y la dijo en voz alta: TLON, T/L/O/ N. Me aseguró que él nunca había escrito o leído esa palabra antes, nunca, y permaneció sin hablar durante un tiempo que a mí me pareció muy largo.
Simplemente estamos duplicando las cosas —dijo al cabo—. La única cosa nueva en este libro es el nombre del tiempo desde el cual estamos mi­rando el otro lugar, UQBAR. Esto debe ser TLON, porque estamos buscando a UQBAR, que no tiene espacio, desde otro país que tampoco lo tiene. Pero mira alrededor: no hay espacio aquí, pero sí hay todo lo que hace posible al espacio: una realidad temporal y puramente serial. El espa­cio no existe en el tiempo puro, donde estamos no­sotros, mi amigo. Pero los objetos del espacio sí existen, porque los mantiene la memoria, que es un hecho temporal.
Todo esto me pareció muy interesante y yo ha­bría aceptado la teoría con la cual Erasmo racio­nalizaba nuestra situación si en ese momento cada objeto en este tiempo (de acuerdo: el tiempo sin espacio que decidimos llamar TLON) no se hubiese convertido en tres cosas, cada cosa otras tres, me entienden, ante nuestra propia vista, cuando el ciego pasó enfrente de nosotros, apresu­rado, como el conejo de Alicia, y nosotros lo se­guimos con idéntica premura, dejando de lado una nevisca y una lluvia de rosas y un río caliente y un bosque desnudo hasta entrar en una biblioteca, sí, una biblioteca que simplemente era un espejo, o un espejo, quizá, que parecía una biblioteca y en esta conjunción de ambos —espejo y biblioteca—vimos los dos mundos precedentes, UQBAR y TLON, reproducidos constantemente mediante imágenes y palabras en un diálogo silencioso.
Bienvenidos. Han llegado a Orbis Tertius —murmuró el ciego con un gesto inseguro de la mano, como si hojease las páginas de un libro en el aire—. Desde aquí pueden ustedes ver lo que no pudieron ver mientras estaban allí.
Esto, sencillamente, no era cierto: no vimos nada. Pero entendimos que Orbis Tertius no era, por este motivo, TLON o UQBAR: simplemente, los escondía.
Esto es lo que el ciego no sabía, pero nosotros sí. Y si esto era cierto, entonces UQBAR también escondía a TLON y Orbis Tertius, y TLON escon­día a Orbis Tertius y a UQBAR. ¿Cómo pudo esca­par este hecho a la atención del poeta ciego? Eras­mo se lo explicó metódicamente y el invidente le contestó:
Tienes razón. Pero en los otros dos países na­die pensó en unir un espejo y una biblioteca, de tal manera que sólo desde aquí podemos percibir la existencia reproductiva de los otros dos mundos mediante las imágenes y las palabras.
Nos ofreció un té sumamente débil, destilado de viejas hojas de libros y calentado tibiamente con el vapor moribundo de los reflejos de la luna sobre un vidrio mientras nos hablaba de tierras involu­cradas, tierras mutuamente imbricadas, nuevos mundos que podrían existir tanto en el tiempo como en el lenguaje, aunque no en el espacio. Estos Mundos Nuevos sólo pueden ser mantenidos me­diante la forma original de la imaginación, o sea, el mito. Sólo el mito, nos aseguró, permite la circula­ción verbal y temporal de los mundos involucra­dos, pues estos mundos —su voz se volvió más pálida que el té a medida que se alejaba nueva­mente de nosotros hacia un jardín detrás de la bi­blioteca-espejo— nunca nos dicen su nombre ver­dadero, de la misma manera que este jardín —el ciego desapareció en una oscuridad impenetrable— no es exactamente lo que parece ser...
—¡Esto ya lo sé! —exclamó con cierto enojo Erasmo cuando el ciego desapareció—. Vaya, si yo prácticamente inventé la teoría de la ilusión de las apariencias. Estaba tan preocupado en descu­brir la ironía detrás de los dogmas de la fe o de la razón: todo debía ser dual, varios, diferente, y ahora llega este advenedizo y...
En su irritación, Erasmo estaba hojeando de nuevo su volumen del Elogio de la locura, un volu­men de tacto lujoso, con su empastado de cabriti­llo y su impresión pesada, casi en relieve, como si el latín, ahora, sólo pudiese ser tocado para ser leído, como el sistema Braille para los ciegos: en­tonces sus ojos estaban llenos, ya no de maravilla, sino de irritación al ver que, una vez más, las pági­nas de su libro aparecieron vacías, totalmente blancas, sin la cicatriz siquiera de una letra ante­rior, mientras hojeaba las páginas rápidamente, como si fuesen barajas.
Estábamos en el centro de un jardín. Habíamos seguido los pasos del ciego, sin sentirlo o sin que­rerlo, mientras conversábamos. Era un jardín de senderos que se bifurcan: un verdadero laberinto.
¿Qué se puede hacer en un laberinto? Permane­cer inmóvil o tratar de salir. No sabíamos qué ha­cer. Inicié un poco de conversación plana, como, oiga, don Erasmo, ¿estoy en lo correcto al deducir que esa triple tierra que acabamos de abandonar es imposible en el espacio pero más que posible en el tiempo y el lenguaje?
¿Cuáles tres tierras?, preguntó Erasmo, girando sobre sus talones, irritado por nuestra falta de orientación. Yo no podía contestarle porque yo tampoco podía recordar ya. Había olvidado. Hice un esfuerzo. Antes de... antes del... nosotros... él y yo... un fuego en el sótano... una mujer inclina­da, elegante... ¿muerta, de verdad?... huesos, una fotografía... No, desde luego estábamos perdidos en el jardín de los senderos que se bifurcan y aquí es donde nuestra historia empezó.
Antes no había ocurrido nada, reí nerviosamen­te y el orgulloso Erasmo se encogió de hombros: nada. Esta idea nos aterró y corrimos a lo largo del espacio del laberinto, mientras que las páginas de otro libro, éste escrito en caracteres chinos, ya­cían como hojas muertas a nuestros pies, en ver­dad como las pistas de la búsqueda de tesoros de nuestra infancia, y Erasmo y yo nos apresuramos a encontrar la salida del laberinto de cercos y ro­sales, más opresivos porque el cielo de Magritte, sin nubes, abría sus ventanas muy arriba de nues­tras cabezas, que si hubiésemos sido capturados en las mazmorras circulares de un grabado del Pi­ranesi.
En los rincones abruptos del laberinto, debo de­cir ahora, pudimos distinguir escenas bien conoci­das de la historia del Nuevo Mundo: Colón de­sembarca, Vespucio nombra, Cortés conquista, Pizarro asesina, Almagro mina el desierto, Bolívar ara el mar, Moctezuma lapidado, Las Casas de­nuncia, Atahualpa muere, Tupac Amaru se rebela, Aleijadinho esculpe, sor Juana escribe, todo lo vi­mos, y todo nos vio, escudriñándonos desde monstruosas flores con rostros, á la Cocteau, has­ta regresar a la escena original, Colón desembarca dentro de la cápsula espinosa de una rosa y yo miré, deteniéndome, jadeando, a Erasmo, como si quisiera recriminarle a él y a sus socios literarios por haber inventado el mito de la edad de oro en el Nuevo Mundo, abandonándonos luego a nuestra violencia épica, pero sin rama dorada en nuestras manos, sino una cruz y una espada y nuestros ojos inyectados de sangre: perdidos en el laberinto de la edad de oro, la selva de la utopía.
Pero como el detective en La carta robada, de Poe, el caballero de Rotterdam que ahora vivía en la avenida de Amsterdam, tan falto de aire como yo después de esta correría, hizo lo único que, ob­viamente, podía hacer: recogió una de las hojas que, presumiblemente, el escritor ciego había ido
regando a su zaga, y en ella el políglota holandés leyó y tradujo en voz alta para mi beneficio:
"Leyó con precisión dos versiones del mismo capítulo épico".
El holandés, que obviamente sufría de una cier­ta fijación oral, besó repetidas veces esta página, me miró con simpatía, sí, pero también con algo semejante a una compasión que yo no reclamaba con urgencia, y me dijo:
Ven, amigo mío del Nuevo Mundo. No me acuses de nada. La historia no se cerró. La épica puede tener otra conclusión. Este escritor en fuga nos está ofreciendo dos, y ¿por qué no tres, seis, nueve, infinitas lecturas del mismo texto? ¿Ahora entiendes? No sólo un pasado único y fatal, pero tampoco un solo radiante futuro utópico, no, sino los tiempos, infinitamente moldeables, pre-figura­bles, re-creables, pero, también, retroactivamente diversificables, de la libertad...
Bah, volví a encogerme de hombros, lleno de hubris hispano-azteca, este ciego debe ser argenti­no, pues constantemente está inventando lo que no tiene.
Erasmo me miró sin comprenderme.
Perdóname. No pretendo saber... pero...
—Quiero decir —y lo dije abruptamente— que los mexicanos descendemos de los aztecas y los argentinos descienden de los barcos.
¿Argentinos? —inquirió Erasmo—. ¿Y eso qué es?
—Sí, ya sabes, la riqueza infinita de vacas y tri­gales, pero la pobreza de la tradición inmediata. Puesto que no se tiene la arquitectura de Floren­cia, para no hablar de la de Oaxaca, hay que cons­truirse un...
TLON... UQBAR... Orbis Tertius —murmu­
ró muy despacio el holandés y me cortó la respira­ción, arrojándome de regreso al recuerdo, hacién­dome sentir que los nombres son los príncipes del arte de la memoria. Pero insistí, sin arredrarme:
—Puesto que no se tiene a Dante ni la lírica ná­huatl y Oxford y la Sorbona quedan muy lejos, hay que construirse...
La Biblioteca de Babel —dijo como en un trance el holandés, continuando de esta mane­ra—: Borgia, Borja, Burgos, ¿cómo diablos dijo que se llamaba? ¿Dónde he leído antes ese nom­bre? ¿Dónde fue oscuramente mencionado, mero paréntesis bibliográfico, dónde? ¿Dónde? —repi­tió, y se detuvo.
Se detuvo porque en este preciso instante se abrió frente a nosotros una rejecilla, derrotando la fatal monotonía del laberinto y abriendo un espa­cio tan vasto que parecía el retrato mismo del ho­rizonte: era igualmente monstruoso.
—Estamos en la pampa —le informé a mi ami­go holandés, con la ventaja de mis mapas escola­res mexicanos en la memoria—. Hemos salido del laberinto.
Ya lo había deducido —dijo Erasmo, miran­do con tristeza hacia la llanura ilimitada que re­pentinamente se convirtió en un cuadro vertigino­so de guerra que nos envolvió temiblemente con su proximidad amenazante de sangre y tripas ver­tidas: un hombre cayó desde un caballo en nues­tros brazos y el holandés y yo, envueltos en el ru­mor de cascos de caballos y estallidos ácidos de artillería y brillantes duelos a la luz de los sables, abrazamos al oficial caído que murmuró sin fuerzas:
Soy un cobarde. No me dejen morir. Por fa­vor, necesito una segunda oportunidad para de­mostrar mi valentía en esta batalla.
—Continúa —dije idiotamente—, sí, la batalla continúa.
—Se repetirá —me observó, su frente congela­da de sangre y odio, y se volteó hacia el extraño holandés envuelto en capas de terciopelo—. Cuenten lo que ocurrió. Díganles que esta vez Pe­dro Damián fue valiente.
No habló más. Su silencio fue tal que no pudi­mos opinar si estaba muerto o vivo. El campo de batalla huyó de nosotros: su fervor destructivo se movió hacia el Oeste, llevándose el ancho hori­zonte, y sólo quedó un pequeño rancho en ruinas punteando su aislamiento, junto con la soledad del ombú.
Hacia la choza cargamos el cuerpo inerte. Un gaucho viejo abrió la puerta de la tapera llena de humo. Nos miró como si no estuviésemos allí. Sólo tenía ojos para el hombre que se llamó a sí mismo Pedro Damián. Le pedimos al gaucho que nos ayudara.
—Está tan pesado, tan inerte. ¿Está vivo o muerto?
Pónganlo allí nomás —dijo el gaucho, seña­lando hacia una estera sobre el piso de tierra. Nos invitó a beber un mate que se estaba cociendo en el fuego afuera y regresó a la tapera. Erasmo y yo, como seres civilizados, bebimos tranquilamente nuestro té y, considerando el destino de este Pe­dro Damián, nos preguntamos si, en efecto, los ac­tos son nuestros únicos símbolos. No, dijo el hu­manista holandés, quizá no lo son. ¿Están cons­cientes Aquiles o Héctor de ser símbolos? ¡Por su­puesto que no!, exclamó retóricamente, como si se dirigiese a una clase de estudiantes poco brillan­tes. Pero en ese momento nuestra cortesía fue des­truida por un grito terrible desde dentro del ran­chito arruinado.
Corrimos adentro. Allí estaba el gaucho, mante­niendo un cuchillo en alto, en seguida clavándolo una y otra vez en el cuerpo, que gritaba y se retor­cía, del hombre que habíamos salvado, Pedro Da­mián, todo ello seguido de una ocurrencia atroz: el largo cuchillo del hombre asesinado, al sucumbir éste, continuó luchando por su cuenta contra la navaja del gaucho, quien al cabo la soltó y sólo continuó el acto de asesinar a su víctima, las mis­mas acciones pero con manos vacías, aunque apretadas, pues sólo los cuchillos combatían aho­ra entre sí, como si se hubiesen odiado desde que fueron forjados, antes de que el gaucho conociese siquiera a su víctima Pedro Damián, a quien aho­ra se dirigió, temeroso acaso de que siguiese vivo, quizá temeroso del odio sangriento de los dos cu­chillos autónomos, gritando, haciendo caso omiso de nuestra presencia:
—¡Maté una vez a mi padre! ¿Por qué tuvieron que venir aquí y obligarme a repetir lo que ya hice hace 40 años? Malditos sean, ni siquiera los co­nozco, ¡malditos! ¿Por qué me dieron una segunda oportunidad? ¡Yo, Tadeo Isidoro Cruz, los maldi­go, quienquiera que sean!
Entonces, al caer los dos cuchillos centelleantes sobre el polvo de la pampa, el hombre que se lla­maba Tadeo Isidoro Cruz, como si ya no se pro­pusiera decir otra cosa hasta que él también mu­riese, se sentó junto al fuego moribundo de su ta-pera y repitió sin fin:
—Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que un hombre sabe para siempre quién es.
Sabe quién es... sabe quién es...
Quién es...
Lo miramos intensamente mirando el fuego de la choza sentado en una silla que era sólo una ca­lavera de toro, mientras los muros, imperceptible­mente, ganaban en espesura, se reintegraban en un sótano reconocible donde las paredes dejaban de ser transparentes y reaparecían simplemente porque ahora las mirábamos de vuelta, como si siempre hubiesen estado allí. La ilusión se hizo fuerte en nuestros espíritus. Erasmo tomó mi mano y yo, para entonces profundamente sospe­choso de sus intenciones, la retiré de su posesión; pero me equivoqué: Erasmo no pensaba en mí, y el fuego insano de su mirada sólo reflejaba su deses­perada búsqueda del volumen in-octavo del Elogio de la locura.
Al hallarlo, lo apretó contra su pecho con una especie de alabanza erótica:
—Éste es mi espacio —dijo con hambre, rien­do—, por lo menos el espacio de un libro.
Intenté, sin convicción, unirme a su alegría. Pero ahora, en este sótano, enfrentábamos la figu­ra astrosa de un hombre, emaciado y miserable, con cabellera y barba luengas, semejante al conde de Montecristo después de una estancia de 10 años en el castillo de If. Yacía en el sótano, incons­ciente de nuestra presencia, sin una vela, sin un libro, gruñendo de cuando en cuando, tocando li­geramente las cosas, detenido, en verdad, en la postura de Adán recibiendo la vida, en la capilla Sixtina, de las manos de Yavé.
Pero no fue Dios, sino una extraña Diosa quien finalmente descendió los peldaños del sótano, portando una cazuela de lechuga desmayada y un platillo de agua: un platillo, no un vaso, ni siquiera una taza.
El prisionero —¿qué otra cosa podía ser?— se la bebió en cuatro patas, en seguida tomó la lechu­ga entre sus... ¿sus patas?, y la devoró.
La mujer había descendido, frágil y ligeramente inclinada. Se sentó frente al hombre y comió un gran pastel azucarado. Le dijo al hombre pos­trado:
—Georgie, todavía no podés salir. El dictador sigue en el poder. Debés ser paciente. Diez años no son nada, ¿me entendés?
El negó vigorosamente.
No, Jorge, no... Pedro... no Georgie... Sal­vadores... Pedro Salvadores es mi nombre... tú lo sabes... ¿por qué insistes...?
Calma, Georgie Boy, calma, tanta oscuridad puede volver loco a un hombre, lo sé. Pero decime, ¿preferirías una noche súbita y un cuchillo buscan­do tu garganta?
—No, no —dijo él—. Aunque a veces sueño con eso, a veces sí.
Yo no sé en qué cosas soñás, little boy Geor­ge. Pero todo ocurre en este sótano, no lo vayas a olvidar.
—¿Puedo...? —dijo el hombre, extendiendo la mano.
—No —contestó ella—, no, ya no. S os un co­barde, lo sé —ahora sonrió cruelmente—. Yo no te obligo a estar aquí encerrado. Tú tenés mie­do, recordalo, tú tenés miedo de salir de aquí.
¿Miedo? —repitió él—. No, no puedo verte. Está tan oscuro. No puedo verte otra vez. Qui­siera...
Nosotros sí que la vimos mientras subía, incli­nada, por la escalera, cantando Karma-Kamaleón: sí que la vimos, negligente, distraída, desdeñosa, bella, con ese rasgo de crueldad mezclada con cla­rividencia.
Beatriz —logró decir el ciego cuando la puer­ta del sótano se cerró condenándolo, una vez más, al sueño oscuro del que nunca podría escapar: sí, todo lo que soñara ocurriría desde ahora en este sótano. Al principio pudo haber sido un hombre perseguido, un hombre en peligro; más tarde, aho­ra que lo vimos, era más como un animal pacífico en su madriguera, o quizá, aún, una especie de... de deidad opaca.
Erasmo y yo ascendimos fuera del sótano y nos hallamos de vuelta en el reconfortante salón ho­landés donde el fuego de la chimenea agonizaba. Él se frotó las manos y se dirigió a su pequeño anaquel de 32 libros. Escogió uno de ellos, lo aca­rició y lo abrió, asintiendo con la cabeza.
Sí. Sabes, mi amigo, ese jardín de senderos que se bifurcan está mencionado en este libro. Pero el nombre del libro —mira aquí— o el nom­bre del jardín nunca son mencionados. ¿Sabes por qué?
Sí —contesté—. Ambos estaban en otra parte.
No, no en otra parte. Eran otra cosa. ¿Qué?
Resentí este examen y decidí no contestarle. Su eterna actitud inquisitiva, su curiosidad disfraza­da de vocación superior: este académico del chis­me, el hombre renacentista y su afiebrado huma­nismo, Erasmo de Rotterdam, ¡cómo no!
No lo sé, y, francamente, me importa una pu­ritita...
Levantó su mano fina, de huesos largos, su mano Holbein, transparente y de venas que pare­cían de cera y de tinta: la mano de Erasmo, pidién­dome que aguardara y escuchara:
Dime, ¿dónde nos perdimos'de verdad? ¿En el laberinto o en la pampa?
La pregunta me sorprendió:
—Caramba, pues pensándolo bien, en la pam­pa. En el laberinto —dudé un poco— esperaba es­tar perdido. Pero tienes razón, era tan simétrico, con sus ángulos rectos y su diseño voluntarioso: se trataba de que nos perdiéramos.
—De tal modo que no nos perdimos —dijo el holandés—. El laberinto es previsible. Pero la pampa no. Porque la línea recta es el verdadero laberinto.
—Quieres decir, Erasmo, que cuanto hemos visto significa otra cosa: el laberinto es simple, la línea recta es el verdadero misterio...
—Y el nombre verdadero del jardín, del Edén, de El Dorado, es el Tiempo —me interrumpió Erasmo—: no se vayan impacientemente sin en­tender esto, ustedes sobre todo, ustedes del Nue­vo Mundo: poseen ustedes algo más que una fata­lidad épica; poseen una oportunidad mítica. Ven, mira este libro, otro de mis pequeños tesoros...
El libro que me ofreció estaba forrado de vellu­da piel de vaca, como una edición de Don Segundo Sombra que mi padre poseía cuando yo era muy joven. Pero ésta no era la celebrada novela de Güiraldes. Era nada menos que Don Quijote, sólo que en vez del esperado nombre autorial —Miguel de Cervantes Saavedra— o, como una broma, el de uno de los múltiples subautores y hasta plagia­rios —Cide Hamete Benengeli, Avellaneda—, leí un nombre para mí desconocido: Pierre Menard.
Las huesudas manos del holandés abrieron el libro:
"En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...".
¡Pero éste es el libro de Cervantes! —ex­clamé.


No —dijo Erasmo—, el texto es el mismo. pero la intención es distinta.
¿Cuál es la intención? —dije con impaciencia —Confrontar el misterioso deber de reconstrui literalmente una obra espontánea —dijo Erasmo.
No entiendo —respondí socráticamente. Erasmo no suspiró. De hecho se mostraba su mamente serio y pertinaz.
Nunca sabremos si cuanto hemos visto e cierto —dijo entonces—. Pero si lo es, entonce este hombre de Buenos Aires, este Jorge Luis Ba rroquez, o Borgheese, o lo que sea, a quien la mu jer Beatriz Viterbo (si de verdad es ella) rehusó e nombre Pedro Salvadores y en seguida el lector a cual pudo mencionar simplemente porque se sa- bía leído por él, también podrían ser concebido como el autor de todo lo que ha sido jamás escritc
"Su nombre —Burgos-Menard-Cervantes-Sai vadores— es sólo un accidente", afirmó vigorosa mente el holandés. "La suma de todos los espacio sólo puede ser leída por un hombre que es mucho hombres, pero sólo pudo ser escrita por un escri tor que es todos los escritores y su obra, en conso. nancía con este principio, sólo puede ser una obre una vasta narrativa en la que el espacio ha sid visto y derrotado en y por el aleph de la literatura: un Tiempo sin fin, multiforme y multicultural, qu asume todo su Espacio".
"Míralo, míralo", continuó Erasmo, y yo pens que iba a regresar a su chimenea, pero sólo acari ció los libros con los largos dedos, no deseab cancelar el espacio físico en favor del espacio finte lectual, sino permitir que éste abriese sus puerta a la historia y al tiempo: admitir a lo que ocurri en el espacio, venció al espacio como mera exter sión pero le otorgó, en cambio, el triunfo de la ir tención, pues el espacio sólo es memorable cuan do en él ocurre el tiempo.
Dio un grito sofocado y me urgió aprovechar n oportunidad, nuestra oportunidad: una segund oportunidad para nuestra terrible historia, un oportunidad para refabricar el tiempo, admitiend sus surtidores policulturales; oh qué gran oport nidad nos ha dado este Borgia o Borja o Georg Burke o Boy George o como se llame, no satisfe cho con nuestra modernidad o con nuestro pass do o con la promesa de nuestro futuro, a menaque incluyan toda la riqueza de nuestro presente cultural, y el presente de todos nuestros pasados: nuestra modernidad es todo lo que hemos sido, todo.
Ésta es nuestra segunda historia y Burgos o Borja o Berkeley ha escrito su introducción. De­bemos re-escribir nuestro Corán, nuestro Zohar y nuestra Cábala; también debemos reescribir nues­tro Bill of Righths y nuestro Código Napoleón. Debemos vivirlos y para ello, antes, al mismo tiempo, más tarde, no importa, debemos reasimi­lar nuestros viejos mitos, nuestras épicas y utopías renacentistas, nuestra hambre colonial del barro­co y nuestra desolada —lo miré, desapareciendo de nuevo en la cueva de su tiempo— nuestra deso­lada ironía erasmiana.
Así fue: ahora él había muerto para mí, estaba de regreso en la cueva, habiendo escapado de ella; esta casa de la avenida de Amsterdam no era sino una cueva a la cual él regresaba para decirle a to­dos —lo recordé ahora, delgado y argumentativo, un auténtico metiche de la verdad—, diciéndole a todos los que permanecieron aquí que el mundo de afuera estaba hecho de realidades, no de sombras.
No quise ver lo que ellas le hicieron. Las escu­ché —escuché a las sombras, al alejarme lenta­mente— gritándole que mentía, que las sombras eran lo único que existía. Y él, de lejos, murmuró: "Están locos y capturados para siempre en el error".
Miré hacia atrás sólo una vez más. Erasmo es­taba sepultado en la oscuridad de su caverna. Pero Borges se balanceaba sobre una cuerda floja, vestido de harapos, mas con una sombrilla multi­color detenida en alto y el libro abierto en la otra mano.
Abandoné la oscuridad repentina de la casa ho­landesa y volví a pisar la banqueta de la avenida de Amsterdam y a enfrentar la resolana, los olo­res, tortillas quemadas, gasolina quemada, ráfa­gas de hueso muerto portado por el smog, ropave­jeros, dulces, pirulíes, afiladores, claxons insultan­tes, tantararantán, los árboles moribundos de la ciudad de México y un niño que continuaba dor­mido, soñando, quizá, al pie de un árbol.
Sentí compasión al verlo. ¿Debería despertarle,regalarle algunos cientos de pesos, invitarle a comer­se un pastel en el bonito café vienés de la esquina?
Sin embargo, antes de decidirme, temblé por un instante en medio de las ruinas circulares de mi ciudad. Pensé en Borges y por ello pensé: ¿qué tal si este niño no está durmiendo, sino que es soña­do? ¿Qué tal si el niño no es sino el hijo de un hom­bre que lo soñó: un fantasma que desconoce su nombre? ¿No sería espantoso si el niño desperta­ra, su sueño interrumpido por mi filantropía necia, toma, toma unos cuantos pesos, cómete un pastel de chocolate, niño, sólo para descubrir que no era un niño, sino la proyección del sueño del otro?
Vi al ciego caer de su cuerda floja en el instante en que el niño despertase.
Vi al viejo filósofo capturado para siempre en la oscuridad de su cueva —de su sótano— de su aleph —de su libro— si el niño despertaba.
El cuentista y el filósofo: los dos, en la vigilia del niño, quedarían condenados a la conciencia de que ellos también, aterrados y humillados, no eran hombres, sino la proyección de un sueño ajeno: ellos, Borges y Erasmo, nada sino sueños de un niño mexicano soñado por ellos, dormido junto a un árbol en la avenida de Amsterdam.
Temí lo que ahora sabía: un mundo perfecto, un mundo necesario, es como un sueño. Una vez que ocurre, una vez que es dicho o escrito, nada puede añadírsele y lo que describe desaparece para siem­pre: el palacio, el desierto, el espejo, la biblioteca, el compás, pasan. Cuando son idénticos a su pala­bra desaparecen para siempre. Sueñan para siem­pre: mueren para siempre. Jamás debemos encon­trar la identificación exacta de las palabras con las cosas; un misterio, un divorcio, una disonancia son necesarios para que se vuelva a escribir un poema a fin de cerrar la separación un poco más, pero sin alcanzar jamás la unión perfecta.
Decidí despertar al niño.
Lo sacudí del hombro, soñando ya con café y pasteles.
Pero cuando el niño despertó, deseé no haberlo hecho.
Al abrirse sus ojos, yo deseé, en verdad, haber dejado las cosas por la paz.
Yo se lo juro a ustedes: nunca intenté despertar­me a mí mismo y ver lo que ahora estoy viendo.

Carlos Fuentes publicado para el Pais en el verano de 1992

martes, 5 de junio de 2012

La metamorfosis. Frank Kafka



Ilustracion de Javier Olivares

"Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana, tras un sueño agitado, se encontró en la cama transformado en un horrible insecto. Yacía tumbado sobre el espantoso caparazón quitinoso de su espalda y, al incorporarse, vió la convexidad de su vientre oscuro, surcado por curvas durezas cuyo relieve estaba a punto de hacer caer al suelo la colcha"

lunes, 4 de junio de 2012

El Lector






Ilustración de Fernando Vicente para El Pais

La Historia de Lisey de Stephen King








Titulo original: Lisey´s story
Primera edición: mayo de 2007

Random House Mondadori, S.A.


Stephen King ya no es un autor, un escritor al uso, es algo así como una institución, un anatema de la edición editorial como una maquinaria completa, estructurada, funcional, cualquier cosa menos literatura, al menos aparentemente. En una entrevista reciente, King explicaba que con el proceso tan maquinal, sus editores podrían ocultar su muerte inmediata durante un año, y otra cosa que ya imaginaba es que le sorprende más que le paguen desorbitantes cantidades de dinero por hacer algo que haría gratis. Y es que es lo que pasa, el autor con más libros en circulación en el mundo ha tomado drogas, las ha dejado, ha sufrido accidentes graves, problemas familiares, de todo, pero escribe de forma tan sencilla como si respirase. Evidentemente, no todo lo que escribe es bueno, pero a pesar del tiempo transcurrido sigue alternando novelas excelentes.


La Historia de Lisey, a pesar de ser un relato de características muy parecidas a más de una de sus novelas, en la que nos suenan muchos elementos, consigue que funcione, consigue hacerla real, sentir que late como algo que podría pasar. Stephen King narra, traza una realidad donde los personajes se van poniendo en pie y la historia se va haciendo hueco de una forma suave, casi sin querer quieres saber más, quieres conocer ese lugar adonde va el escritor, quieres conocerlo todo, nos sorprende la niñez del escritor, al final no queda otra y, al menos yo, acabo rindiendo pleitesía a uno de los más grandes escritores.

No puedo dejar de agradecer a mi amigo (una palabra que tal vez se queda un poco corta o falta de una definición más completa) que me nutra de la maravillosa palabra escrita.


 


El Roto


Viñeta de El Roto del 4 de junio de 2012