viernes, 7 de julio de 2017

LeerComerDormir

Leer, lo que se dice leer, hace tiempo que no es una prioridad. Por desgracia, claro. Algo que debería ser primordial, un pilar de la eterna función del aprendizaje.

Y el comentario es pertinente porque he revisado unos cuantos libros, autores que debería haber profundizado en su lectura, o por lo menos leer mas.

Al menos la motivación de buscar información me lleva a indagar entre los libros de mi pobre biblioteca (demasiados traslados), y sorprendido, encuentro mucho caos, mucha información y muchos autores que hace años hice la firme promesa de leer (ja!) y alguno hubo, pero de la mayoría como del hecho de leer de forma intensa e interesada me olvidé.

Así que tengo pendiente a Alejo Carpentier y Guerra del Tiempo, a Antonio Escohotado y Las drogas, aunque en mi defensa diré que me leí muy gratamente sorprendido su premiado ensayo sobre el Caos, a Juan Rulfo, imperdonable, A Uwe Schultz con La fiesta, y seguro que la lista se ira agrandando, si soy capaz de mantener el ritmo. Pero no apuesten por ello.



domingo, 2 de julio de 2017

Mientras escribo por Stephen King

Avispas, polillas y las lecturas de niño enfermo han proporcionado suficiente material para sus novelas al rey del terror, el escritor norteamericano Stephen King. Ahora publica en España 'Mientras escribo', una obra sobre el lenguaje en la que explica su pasión por contar historias y sus libros favoritos. En este extracto del primer capítulo, King recuerda su infancia.




'Mientras escribo'
El último libro del escritor norteamericano Stephen King (Maine, 1947), 'Mientras escribo', en el que King revela su pasión por el lenguaje, sale a la venta el próximo jueves 8 de marzo, publicado por la editorial Plaza & Janes.

1
Mi primer recuerdo Soy yo imaginándome como otra persona, ni más ni menos que el forzudo del circo de los hermanos Ringling. Fue en casa de mis tíos Ethelyn y Oren, en Durham, población del Estado de Maine. Mi tía se acuerda con bastante claridad, y dice que tenía dos años y medio o tres.
Había encontrado un bloque de cemento en un rincón del garaje y, tras conseguir levantarlo, lo transportaba lentamente por el garaje, viéndome vestido con una camiseta de piel de animal (probablemente leopardo) y llevando el bloque por la pista central. El público, nutrido, guardaba silencio. Un foco azulado seguía mi admirable recorrido. Las caras de asombro hablaban por sí mismas: nunca habían visto a un niño tan fuerte. "¡Y sólo tiene dos años!", murmuraba alguien, incrédulo.

Lo que no sabía yo era que el bloque de cemento albergaba un pequeño avispero en su parte inferior. Quizá una de las avispas se molestara por el cambio de ubicación, porque salió volando y me picó en la oreja. Nunca me había dolido nada tanto en mi corta vida, pero el dolor sólo gozó de unos segundos de protagonismo. Cuando solté el bloque de cemento y se me cayó en un pie descalzo, machacándome los dedos, me olvidé completamente de la avispa. No sé si me llevaron al médico. Mi tía Ethelyn tampoco se acuerda (el tío Oren, a quien debía de pertenecer el Bloque Malvado, lleva muerto casi veinte años), pero sí de la picadura, los dedos rotos y mi reacción. "¡Cómo gritabas, Stephen! Está claro que en cuestión de voz tenías un buen día".

2
Un año después, aproximadamente, estábamos mi madre, mi hermano y yo en West De Pere (Wisconsin). Ignoro por qué. En Wisconsin vivía otra hermana de mi madre, Cal (que durante la Segunda Guerra Mundial había sido belleza oficial del WAAC, el cuerpo auxiliar femenino del ejército), con un marido simpático y muy aficionado a la cerveza. Es posible que mamá hubiera cambiado de domicilio para estar cerca de ellos. Si es así, no recuerdo haber visto mucho a los Weimer. Ni mucho ni poco, la verdad. Mi madre trabajaba, pero tampoco recuerdo en qué. Me suena una panadería, pero creo que fue más tarde, al instalarse en Connecticut para estar cerca de su hermana Lois y el marido de ésta (Fred, que no destacaba ni en cuestión de cervezas ni de simpatía, y cuyo mayor orgullo, cosa extraña, era ir en descapotable con la capota... ¡puesta!).

La época de Wisconsin coincidió con una interminable sucesión de niñeras. No sé si se marchaban porque David y yo éramos demasiado traviesos, porque encontraban trabajos mejor pagados o porque mi madre les exigía más de lo que estaban dispuestas a dar. Sólo sé que hubo muchas, aunque sólo me acuerdo bien de una: Eula, o puede que Beulah. Era una verdadera mole adolescente que se reía mucho. Yo sólo tenía cuatro años, pero no dejé de observar que Eula-Beulah tenía un sentido del humor estupendo; por desgracia, además de estupendo era peligroso: cada estallido de júbilo, con su aparato de palmadas, meneos de culo y movimientos espasmódicos de la cabeza, parecía ocultar la amenaza de un trueno. Cada vez que veo filmaciones con cámara oculta de alguna niñera que le arrea un tortazo al niño que le han con-fiado, me vuelven a la memoria los días de Eula-Beulah.
¿Y mi hermano David? ¿Recibía un tratamiento igual de duro?

No lo sé. No aparece en ninguna de las imágenes. Imagino que estaría menos expuesto al peligroso soplo de Huracán Eula-Beulah, porque ya tenía seis años y debía de estar en primero de básica, a salvo de la artillería durante muchas horas.

He aquí una escena típica: Eula-Beulah hablando por teléfono, riendo y haciéndome gestos de que me acercara. Cuando me tenía a tiro, me abrazaba, me hacía cosquillas y, a carcajada limpia, me empujaba la cabeza con tanta fuerza que me tiraba al suelo. Después seguía haciéndome cosquillas con sus pies descalzos, hasta que volvíamos a reírnos.

Eula-Beulah era propensa a los pedos, en su variedad sonora y olorosa. En ocasiones, avecinándose uno, me tiraba en el sofá, me ponía el culo en la cara (con falda de lana interpuesta) y disparaba, gritando eufórica: "¡Bum!" Era como quedar sepultado por fuegos artificiales a base de metano. Recuerdo la oscuridad, la sensación de asfixia y las risas; porque, sin dejar de ser horrible, la experiencia tenía su lado divertido. Puede decirse que Eula-Beulah me fogueó para la crítica literaria. Después de haber tenido encima a una niñera de noventa kilos tirándote pedos en la cara y gritando "¡Bum!", el Village Voice da muy poco miedo.

No sé cómo acabaron las demás, pero a Eula-Beulah la des-pidieron. Fue por los huevos. Un día me hizo un huevo frito para desayunar. Yo me lo comí y pedí otro. Eula-Beulah me frió el segundo, y luego me preguntó si quería más. Miraba como diciendo: seguro que no atreves a comerte otro, Stevie. Yo le pedí el tercero, claro. Y otro. Y otro. Creo que me quedé en siete, es el número que tengo en la memoria. Es posible que se acabaran los huevos o que me echara a llorar. Quizá Eula-Beulah se asustó. No lo sé, pero calculo que fue una suerte dejar el juego en siete. Para un niño de cuatro años, siete huevos son muchos huevos.

Al principio me encontraba bien, pero de repente me retorcí por el suelo. Eula-Beulah rió, me dio un topetón en la cabeza y me encerró en él armario. ¡Bum! Si hubiera elegido el lavabo quizá no la hubieran despedido, pero eligió el armario. A mí no me importó. Estaba oscuro, pero olía al perfume de mi madre, Coty, y por debajo de la puerta se colaba una franja de luz que me tranquilizaba.
Me puse a cuatro patas y me arrastré hasta el fondo, los abrigos y vestidos de mamá rozándome la espalda. Luego empecé a soltar una batería de eructos que me quemaban la garganta. No recuerdo ningún dolor de estómago, pero debí de tenerlo porque al abrir la boca para soltar otro eructo lo que salió fue vómito. En los zapatos de mi madre. Eula-Beulah estaba sentenciada. Cuando volvió mi madre del trabajo, la niñera dormía como un tronco en el sofá y el pequeño Stevie estaba encerrado en el armario, igual de dormido que ella y con huevos fritos medio digeridos secándosele en el pelo.

3
Nuestra estancia en West De Pere no fue ni larga ni muy lucida. Nos echaron del piso, un tercero, porque un vecino vio a mi hermano de seis años en el tejado y avisó a la policía. No sé dónde estaba mi madre ni la niñera de la semana; sólo sé que yo estaba en el cuarto de baño, descalzo y subido a la estufa, vigilando a mi hermano para ver si se caía del tejado o conseguía volver sano y salvo al lavabo. Lo consiguió. Ahora tiene 55 años y vive en Nueva Hampshire.

4
A los cinco o seis años le pregunté a mi madre si había visto morir a alguien. Contestó que sí, que una vez de vista y otra de oídas. Yo le pregunté cómo se podía oír morir a alguien, y me explicó que se trataba de una niña que se había ahogado delante de Prout's Neck, en los años veinte. Al parecer nadó demasiado lejos y, no pudiendo volver, pidió ayuda a gritos. Varios hombres intentaron rescatarla, pero la corriente tenía una resaca muy fuerte y no consiguieron llegar. Al final tuvieron que quedarse todos en la playa, turistas y gente del pueblo (entre ellos, la adolescente que sería mi madre), esperando una lancha de rescate que ni siquiera llegó y oyendo gritar a la niña hasta que se quedó sin fuerzas y se hundió. Según dijo mi madre, el cadáver apareció en Nueva Hampshire. Le pregunté la edad de la niña, y me dijo que 14 años. Después me leyó un tebeo y me acostó. Otro día me contó la muerte que había visto, la de un marinero que se tiró a la calle desde el tejado del hotel Graymore de Portland (Maine): "Reventó", dijo mi madre como si fuera lo más normal del mundo, y tras una pausa añadió: "Lo salpicó todo de un líquido verde. Todavía me acuerdo". Yo también, mamá.

5
La mayor parte de los nueve meses que deberían haber sido mi primer año de colegio los pasé en la cama. Mis problemas empezaron con el sarampión (un caso normalísimo), y poco a poco fueron complicándose. Tuve varias recaídas de una enfermedad cuyo nombre entendí mal, creyendo que se llamaba garganta rayada. Me pasaba el día en la cama bebiendo agua fría e imaginando que tenía el cuello con rayas rojas y blancas (es probable que no me equivocara demasiado).

Después me pasó a los oídos, y un día mi madre (que no tenía carné) llamó un taxi y me llevó a un médico demasiado importante para visitar a domicilio, un especialista en oídos. (No sé por qué, pero me quedé con la palabra otiologo). A mí me daba igual que fuera especialista en oídos o en culos. Tenía cuarenta de fiebre y no podía tragar sin que se me encendiesen de dolor los lados de la cara, como un jukebox.

El doctor me examinó los oídos, dedicando (creo) casi todo el tiempo al izquierdo. Después me hizo tumbar en la mesa de la consulta. La enfermera dijo que me incorporara un poco y colocó un trozo grande de tela absorbente (tal vez un pañal) a la altura de la cabeza, para tenerlo apoyado contra la mejilla cuando volviera a acostarme. Debería haberme dado cuenta de que olía algo a podrido en Dinamarca. Es posible que lo hiciera. No digo que no.

Olía mucho a alcohol. Se oyó un ruido metálico, el del médico abriendo el esterilizador. Viéndole en la mano la jeringa (que parecía igual de larga que la regla de mi plumier), me puse tenso. El doctor sonrió para tranquilizarme y soltó la mentira que debería llevar a la cárcel a todos los médicos (con sentencia doble si el paciente es un niño): "Tranquilo, Stevie, que no duele".

Me lo creí. Entonces me metió la aguja en la oreja y perforó el tímpano. Fue un dolor como no he vuelto a sentir nunca. Lo más parecido fue el mes de recuperación después de que me atropellara una camioneta en el verano de 1999: un sufrimiento más prolongado, pero menos intenso. El pinchazo en el tímpano era un dolor inhumano. Grité. Entonces oí algo dentro de la cabeza, como un beso muy fuerte, y me salió líquido de la oreja. Era como llorar por el agujero equivocado, y eso que en los otros no faltaban precisamente lágrimas. Levanté la cara, que estaba chorreando, y miré al médico y a la enfermera con incredulidad. Luego me fijé en la tela, que la enfermera había puesto en el tercio superior de la mesa. Tenía una mancha muy grande de líquido. Y otra cosa: hilitos de pus amarillo.
"Listo", dijo el especialista de oídos, dándome una palmada en el hombro. "Has sido muy valiente, Stevie. Ahora ya está".

A la semana siguiente, mi madre pidió otro taxi, volvimos al médico de los oídos y tuve que estirarme otra vez de lado con el recuadro de tela absorbente debajo de la cabeza. El especialista volvió a hacer que oliera a alcohol (olor que sigo asociando, supongo que como mucha gente, al dolor, la enfermedad y el miedo), acompañándolo con la aparición de la larga jeringuilla. Volvió a asegurarme que no dolería, y yo a creérmelo; no del todo, pero lo bastante para no moverme cuando me metieron la aguja en la oreja.

Y sí, sí que dolió. La verdad es que casi tanto como la primera vez. El ruido interior de succión fue más intenso, esta vez era un beso de gigantes.

"Listo", dijo la enfermera del especialista en oídos, cuando ya estaba la jeringa fuera y yo llorando en un charco de pus aguado. "Venga, que tampoco duele tanto. ¿A que no quieres quedarte sordo? Además, ya está".

Me lo creí durante unos cinco días, a cuyo término vino otro taxi. Volvimos al especialista, y recuerdo que el taxista le decía a mi madre que, o se callaba el crío, o nos bajábamos.

Se repitió la escena: yo en la mesa con el pañal debajo de la cabeza, y mi madre en la sala de espera con una revista que no debía de poder leer (al menos es lo que me gusta imaginar). De nuevo el olor penetrante del alcohol, y el doctor acercándose con una aguja que parecía igual de larga que mi regla. Otra vez la sonrisa y las garantías de que esta vez seguro que no dolería.

Desde que me agujerearon varias veces el tímpano a los seis años, uno de mis principios más sólidos ha sido el siguiente: al primer engaño, la vergüenza es del que engaña; al segundo, del engañado, y al tercero, de los dos. Al verme acostado por tercera vez en la mesa del especialista en oídos, me retorcí, chillé, di patadas y opuse toda la resistencia posible. Cada vez que la aguja se acercaba, yo la apartaba con la mano. Al final, la enfermera salió a la sala de espera, avisó a mi madre y entre las dos consiguieron sujetarme para que el médico pudiera meter la aguja. Yo pegué un grito tan largo y bestial que todavía lo oigo. De hecho, creo que en algún receso profundo de mi cabeza sigue resonando aquel último grito.

6
Poco después (hacia enero o febrero de 1954, si acierto en la secuencia), un mes gris y frío, volvió el taxi. En esta ocasión el especialista no era el de oídos, sino uno del cuello. Mi madre volvió a sentarse en la sala de espera, yo a acostarme en la mesa con una enfermera rondando, y la consulta volvió a oler a alcohol, aroma que aún hoy conserva su capacidad de duplicar mi frecuencia cardiaca en cinco segundos.

La diferencia es que esta vez no hizo su aparición ninguna aguja, sino una esponjilla para limpiarme la boca. Picaba y tenía un sabor asqueroso, pero era pan comido en comparación con la descomunal aguja del médico de los oídos. El del cuello se puso en la cabeza un artilugio muy interesante, con correa para sujetarlo. Tenía un espejo en medio y una luz fortísima que parecía el tercer ojo. Dedicó un buen rato a inspeccionarme la garganta, pidiéndome que abriera tanto la boca que casi me descoyunta la mandíbula, pero como no había agujas me cayó simpatiquísimo. Después me dejó cerrar la boca y llamó a mi madre: "Es un problema de amígdalas", dijo. "Parece que las haya arañado un gato. Habrá que extirparlas".

Transcurrido un tiempo que no sé concretar, tengo el recuerdo de ir en camilla debajo de unas luces muy vivas. Un hombre con mascarilla blanca se inclina sobre mí. Estaba de pie en la cabecera de la mesa donde estaba yo tendido (1953 y 1954 fueron mis años de tumbarme en mesas), y parecía que estuviera al revés.

"Stephen", dijo, "¿me oyes?". Contesté que sí. "Pues respira hondo", dijo él. "Cuando despiertes podrás comer todo el helado que quieras".

Luego me aplicó un aparato a la cara. Mi memoria lo presenta con aspecto de motor fueraborda. Yo respiré hondo y se puso todo negro. Al despertar, efectivamente, me dejaron comer todo el helado que quisiera; lo gracioso es que no me apetecía. Me notaba la garganta hinchada y gruesa, aunque, bueno, siempre era mejor que la aguja en la oreja. ¿Que es necesario sacarme las amígdalas? Adelante. ¿Ponerme una jaula en la pierna? También. Pero que Dios me libre del otiólogo.

7
El mismo año, mi hermano David pasó a cuarto de básica y a mí me sacaron del colegio. Mi madre y el colegio estuvieron de acuerdo en que me había perdido demasiados meses del primer curso. Ya empezaría en otoño desde cero, salud mediante.

Pasé la mayor parte del año en cama o sin poder salir de casa. Me leí aproximadamente seis toneladas de tebeos, di el salto a Tom Swift y Dave Dawson (un aviador, héroe de la Segunda Guerra Mundial, que siempre "arañaba altura") y progresé hasta Jack London y sus relatos escalofriantes sobre animales. A partir de cierto punto empecé a escribir mis propios cuentos. La imitación precedió a la creación: copiaba en la libreta tebeos de Combat Casey sin cambiar ni una coma, y si me parecía oportuno añadía descripciones de cosecha propia. Era capaz de escribir: "Estaban acampados en las jolinas". Todavía tardé uno o dos años en descubrir que jolines y colinas eran palabras diferentes. Me acuerdo de que en la misma época creía que una puta era una mujer altísima. Un hijo de puta tenía condiciones para jugar al baloncesto. A los seis años, todavía están revueltas casi todas las bolas del bingo.

Un día le enseñé a mi madre uno de mis híbridos, y le encantó. Recuerdo una sonrisa un poco sorprendida, como si le pareciera increíble tener un hijo tan listo. ¡Caray, si prácticamente era un superdotado! Yo nunca le había visto poner aquella cara (al menos por mí), y me entusiasmó.

Me preguntó si me lo había inventado, y no tuve más remedio que reconocer que había copiado la mayor parte de un tebeo. La cara de decepción que puso mi madre hundió mi gozo en un pozo. Me devolvió la libreta y dijo: "Escribe tú uno, Stevie. Los tebeos de Combat Casey no valen nada. Se pasa el día partiéndole la cara a la gente. Escribe uno tú".

8
Recuerdo haber acogido la idea con la sensación abrumadora de que abría mil posibilidades, como si me hubieran dejado entrar en un edificio muy grande y con muchas puertas cerradas, dándome permiso para abrir la que quisiera. Pensaba (y sigo pensando) que había tantas puertas que no bastaba una vida para abrirlas todas.

Acabé por escribir un cuento sobre cuatro animales mágicos que iban en un coche viejo ayudando a los niños. El jefe, y conductor del automóvil, era un gran conejo blanco. El cuento constaba de cuatro páginas escritas a lápiz con mucho trabajo, y, que yo recuerde, no describía ningún salto desde el tejado del hotel Graymore. Después de acabarlo se lo di a mi madre, y ella se sentó en el salón, dejó en el suelo su libro de bolsillo y se leyó el cuento entero. Vi que le gustaba porque se reía donde había que reírse, pero no supe sí lo hacía por amor a su hijo, para que estuviera contento, o porque el cuento era bueno.

"¿Éste no es copiado?", preguntó al acabar. Dije que no. Ella comentó que merecía publicarse. Desde entonces no me han dicho nada que me haya hecho tan feliz. Escribí otros cuatro cuentos sobre el conejo blanco y sus amigos. Mi madre me los pagaba a 25 centavos y se los mandaba a sus cuatro hermanas, que a mi juicio le tenían cierta lástima. Claro, ellas aún estaban casadas. No las habían abandonado. Cierto que el tío Fred no tenía mucho sentido del humor y estaba obsesionado con el capó de su coche, y que el tío Oren bebía un poco demasiado y tenía teorías ligeramente sospechosas sobre el dominio del mundo por los judíos, pero al menos estaban en casa. En cambio, Ruth, abandonada por Don, se había quedado sola con un bebé. Quería demostrar que al menos era un bebé con talento.

Cuatro cuentos. A 25 centavos cada uno. Fue el primer dólar que gané en la profesión.

9
Nos mudamos a Stratford, en Connecticut. Entonces yo ya iba a segundo y suspiraba por la hija adolescente de los vecinos, que era una monada. De día ni me miraba, pero de noche, cuando me dormía, huíamos constantemente del mundo cruel de la realidad. Mi nueva profesora era la señora Taylor, una mujer muy amable, con el pelo gris, a lo Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein, y ojos saltones. Decía mi madre: "Siempre que hablo con la señora Taylor me dan ganas de aguantarle los ojos para que no se le caigan".

Nuestro nuevo piso, otro tercero, estaba en West Broad Street. A una manzana, bastante cerca de Teddy's Market y enfrente de Burrets Building Materials, había un terreno enorme que hacía pendiente, un verdadero bosque con un depósito de chatarra al fondo y una vía de tren cortándolo en dos. Es uno de los lugares adonde siempre regresa mi imaginación, una presencia recurrente en mis novelas y cuentos, aunque le cambie el nombre. Los niños de It lo llaman "los Barrets". Nosotros lo llamábamos "la selva". La primera vez que lo exploramos Dave y yo fue al poco tiempo de mudarnos. Era verano y hacía calor. En plena exploración de los misterios verdes de aquel terreno de juego, nuevo y fresco, me acometieron unas ganas irreprimibles de ir de vientre.
"Dave", dije, "vamos a casa que tengo que empujar" (era el nombre que le habíamos puesto a aquella actividad). Dave no quiso saber nada. "Hazlo en el bosque", dijo.

Nuestro domicilio estaba a media hora o más, y Dave no tenía ninguna intención de renunciar a un intervalo tan esplendoroso sólo porque su hermano pequeño tuviera que cagar.
"¡No puedo!", repuse, indignado por la idea. "¡No hay papel!".
"Da igual. Limpíate con hojas. Es lo que hacen los vaqueros y los indios".

De todos modos, ya debía de ser demasiado tarde para volver a casa. Mi impresión es que no me quedaba alternativa. Además, me encantaba la idea de cagar como los vaqueros. Ni corto ni perezoso, adopté el papel de Hopalong Cassidy de cuclillas entre los arbustos y con la pistola en la mano para que no me pillaran des¬prevenido en un momento tan íntimo. Acto seguido hice mis necesidades y, siguiendo las indicaciones de mi hermano, me limpié el culo escrupulosamente con puñados de hojas lustrosas y verdes. Resultaron ser ortigas.

A los dos días lo tenía todo rojo como un tomate, desde detrás de las rodillas hasta los omóplatos. Mi pene se salvó, pero mis testículos se convirtieron en dos semáforos. Tenía la sensación de que me escocía el trasero hasta la caja torácica, pero lo peor era la mano que había usado para limpiarme: se hinchó como la de Mickey Mouse después de haberle dado un martillazo el pato Donald, y en la unión de los dedos aparecieron ampollas gigantescas. Al abrirse dejaron círculos rosados de carne. Me pasé seis semanas tomando baños de asiento en agua tibia con almidón; sintiéndome deprimido, humillado y estúpido, y oyendo reír a mi madre y a mi hermano al otro lado de la puerta mientras escuchaban la radio y jugaban a las cartas.

10
Dave era muy buen hermano, pero demasiado listo para alguien de 10 años. Siempre le metía en líos su cerebro, y llegó el día (probablemente después de mi limpieza de culo con ortigas) en que se dio cuenta de que el hermanito Stevie solía dejarse arrastrar al ojo del huracán cuando soplaban vientos problemáticos. Dave no era acusica ni cobarde, y nunca me pidió cargar con toda la culpa de sus meteduras de pata (que solían ser brillantes), pero en varias ocasiones sí me pidió compartirla. Creo que es la razón de que pasáramos los dos un mal rato cuando Dave construyó una presa en el arroyo de la selva e inundó el tramo inferior de West Broad Street. La idea de repartir las culpas también explica que compartiéramos el riesgo de matarnos durante la ejecución de su trabajo, potencialmente letal, para la clase de ciencias.
Debió de ser en 1958. Yo iba a la Center Graminar School, y Dave, a Stratford Júnior High. Mamá tenía un empleo en la lavandería de Stratford, donde era la única mujer blanca que trabajaba en el rodillo, que es lo que hacía (meter sábanas en el rodillo) cuando Dave construyó su proyecto científico. Mi hermano mayor no era un niño que se contentara con dibujar esquemas o fabricarse una casa del futuro con piezas de plástico y cilindros de papel de váter pintados. Dave apuntaba a las estrellas. Su proyecto de aquel año era el superelectroimán de Dave. Mi hermano era muy aficionado a todo lo súper y a todo lo que contuviera su nombre, preferencia que culminó con la revista Dave's Rag.

La primera prueba del super-electroimán no fue muy súper; de hecho, es posible que no funcionara, aunque no estoy seguro. Lo que puedo asegurar es que procedía de un libro, no de la mente de Dave. La idea era la siguiente: imantar un clavo grande frotándolo con un imán normal. Según el libro, la carga magnética conferida al clavo sería débil, pero suficiente para recoger unas cuantas limaduras de metal. Después de hacer el experimento, había que enrollar hilo de cobre al clavo y unir las puntas del hilo a los polos de una batería. El libro aseguraba que la electricidad aumentaría el magnetismo, para poder coger más limaduras.

Pero Dave no estaba dispuesto a limitarse a algo tan ridículo como unos trocitos de metal. Él quería levantar Buick, vagones de tren y hasta aviones de carga. Quería mover el mundo en su órbita.
¡Bum! ¡Súper!

Cada uno tenía asignado un papel en la creación del super-electroimán. El mío sería probarlo.
La nueva versión del experimento hecha por Dave se saltaba la humilde batería a favor del enchufe. Mi hermano cortó el cable de una lámpara vieja que alguien había dejado en la acera con el resto de la basura, lo peló hasta el enchufe y enrolló el cable pelado en el clavo. Luego se sentó en el suelo de la cocina de nuestro piso de West Broad Street, me hizo entrega del super-electroimán y me pidió que lo enchufara en cumplimiento de mi parte.

Yo (dicho sea en mi defensa) vacilé, pero al final el entusiasmo obsesivo de Dave fue imposible de contrarrestar y enchufé el cable. No se apreció ningún magnetismo, pero el dispositivo tuvo otro efecto: hacer saltar todas las luces y aparatos eléctricos del piso, todas las luces y aparatos eléctricos del edificio y todas las luces y aparatos eléctricos del edificio de al lado (en cuya planta baja vivía la chica de mis sueños). En el transformador de la calle explotó algo, y acudieron varios policías. Dave y yo pasamos una hora horrible mirando por la ventana del dormitorio de nuestra madre, que era la única que daba a la calle (las demás ofrecían hermosas vistas del patio trasero, pelado y sembrado de cagarros, donde el único ser vivo era un perro sarnoso que se llamaba Roop-Roop). Al marcharse la poli llegaron los técnicos en camioneta. Uno, que llevaba zapatos de clavos, se subió al poste que había entre los dos edificios para inspeccionar el transformador. En otras circunstancias, el espectáculo habría absorbido toda nuestra atención, pero ese día no. Ese día sólo pensábamos en cuando viniera nuestra madre y nos metiera en el reformatorio. Al final volvió la luz y se marchó la camioneta. No nos pillaron, y sobrevivimos. Dave decidió que era mejor cambiar el super-electroimán por un superplaneador. Me dijo que me correspondía pilotar el primer vuelo. ¿A que sería emocionante? •

El Pais Semanal