miércoles, 26 de febrero de 2014

JUEGO DE NIÑOS



Siento el mundo muy lejano. Un péndulo que de vez en cuando me visita. Oigo voces, vagamente recuerdo lo sucedido. Han salvado mi vida y siento palabras afiladas borboteando. Los calmantes sumergen la invisible consciencia pero mantienen cerradas las heridas. Sigo vivo, sumergido en un baño químico.
No sé los motivos de mi asesino, tan solo recuerdo uno o dos detalles siniestros. El final de mi trabajo me llevó a la biblioteca pública. Leí un par de horas. Fui el último en salir. Llovía . Bajo el brazo los libros y el miedo a mojarlos me hizo correr. Tres calles más abajo, sentado bajo un balcón, un viejo flotaba en su gabardina. Me detuve con recelo. Al guarecerme junto a él, sentí su mirada muy fría. Sus palabras se confundían con la lluvia y el paso de un tranvía. Hablaba de un juego, y de no vacilar, de los pies en el suelo, del porqué los niños siempre juegan y algo acerca de las estrellas. Mientras hablaba, palmeaba un libro blanco entre las rodillas. Ese fue el fin del verano.

Al marcharme, noté, insistente pensamiento, a un hombre junto a un escaparate, vigilando. Un autobús recogió al viejo e iluminó por un instante la calle. Allí alumbró a un extraño de facciones imprecisas pero de amplia sonrisa. Siempre la sonrisa.

En un día turbio de principio de otoño el timbre de la puerta me despertó. Un sábado, a dos semanas de empezar el curso. Yolanda me ayudó mucho durante el verano. Vivía conmigo. Sonó una segunda vez. Tal vez el casero.
El hombre en la puerta, mayor que yo, ancho de espaldas. Sonrió, siempre la sonrisa, dijo que tenía una carta para mí. Justo antes de disparar.

Sigo en coma, protegido del exterior. Suspensión vital lo llaman. Juego a ladear la cabeza, con gesto inocente. Inventando que la muerte no existe, que no me importa mirarme en el espejo. Presiento que se quiebra el vidrio que me sostiene. Me hundo. Noto los calmantes. El silencio. Un sollozo de paz. Estoy limpio de recuerdos, tan solo un par de detalles siniestros.

La oscuridad me reclama, con voz dulce y sonora. Si me someto me promete descanso. No más espejos. Dado el primer paso lo demás desaparece. Los dientes del tiburón me invitan a huir de la vida. Su mirada es profunda, como los ojos del viejo, como el cielo nocturno donde besé a Yolanda.

Tengo frío, sensaciones nuevas. Tengo frío y floto y busco la salida y emerjo en otro lugar donde el pensamiento existe.

Veo una serpiente, entro en su boca y sus colmillos son de mármol helado. Un latido de viento resuena tras la niebla de su aliento. Recorro el sendero de su esqueleto. Lejos queda mi cuerpo y mi pasado. Tan solo la serpiente y yo. Y el silencio.

Sin cuerpo, sin peso, un viento  lleva una hoja caída. De vez en cuando oigo sus risas y yo soy presa del huracán. Criaturas con alas y sonrisa de niña encantada. Columnas altas y blancas, en simbiosis con el aire. Música volátil que no resiste ningún reproche.

- Sí, sí, sí- dice una voz de flauta
- Sí, lo quiero- acentúa otra
- Sí, lo busco- se burla una tercera

Las nubes son territorios cambiantes. La ciudad un órgano, un corazón de viento. Gano peso para quedarme. Estoy limpio de recuerdos y detalles.

Pisadas sonoras brotan del bosque, en la distancia. Mi mente ve estrellas que recuperan imágenes.

Aprende a jugar y conocerás el vuelo.



viernes, 21 de febrero de 2014

En lo más crudo del crudo invierno

En lo más frío del frío invierno,
El viento gélido me hizo suspirar,
la tierra era como el hierro,
y el agua parecía piedra.

Nieve que cae sobre la nieve del campo.
Nieve sobre nieve sobre nieve;
En lo más frío del frío invierno,
hace mucho, mucho tiempo.

Anonimo





martes, 18 de febrero de 2014

La factoría de la nostalgia por Antonio Muñoz Molina

IDA Y VUELTA

El blanco y negro de fotografías y documentales puede volver memorable cualquier episodio pasado
ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Fred McDarrah retrató a Bob Dylan sentado al sol en un banco de Sheridan Square, en 1965. La foto se exhibe en la galería Steven Kasher.

Cualquier cosa, bien macerada y caramelizada por el tiempo, puede manufacturarse en forma de nostalgia. El blanco y negro de las fotografías y los documentales puede volver memorable cualquier episodio del pasado, por muy mediocre, superfluo, incluso deleznable que fuera. En sus fotos de los años cincuenta, de los primeros sesenta, nuestros padres parecen jóvenes actores de cine.

“Existe en la naturaleza humana una fuerte propensión a devaluar las ventajas y a magnificar los males del tiempo presente”, dice Gibbon. Nueva York es ahora una ciudad más limpia, más segura y más próspera que hace treinta o cuarenta años, pero cuando uno habla con personas que recuerdan el tiempo de los atracos en el metro, los apuñalamientos en Central Park, los campamentos de mendigos, drogadictos y traficantes en Tompkins Square o en Washington Square, junto al alivio de que todo aquello pasara hay con frecuencia un tono de nostalgia. Un amigo me contaba que uno no podía permitirse el lujo de ir abstraído por la calle: había que estar siempre alerta, como con un radar siempre moviéndose para detectar signos de peligro, y eso hacía que uno viviera más pegado a lo real, mucho más despierto que ahora, cuando las aceras están pobladas casi exclusivamente por sonámbulos que hablan gesticulando por sus teléfonos de manos libres o miran absortos y teclean en la pantalla de los iphones. “Había que andar de una cierta manera”, me dijo mi amigo, “para que se supiera que uno no era un turista, que no estaba perdido ni era una presa fácil; había que andar rápido, mirando al frente, y al mismo tiempo vigilando de soslayo a un lado y a otro, aunque con la precaución de que la mirada no chocara con la de quien no debía”. Un volumen entero de las memorias de Edmund White, City Boy, está dedicado a la época de libertad desaforada que conocieron los homosexuales de Nueva York precisamente en los mismos años en los que la ciudad se hundía en la catástrofe, cuando el Gobierno federal se negaba a salvarla de la quiebra y no había dinero ni para limpiar la basura. Entre el motín de Stonewall en 1969 y la irrupción del sida como una epidemia medieval en los primeros ochenta, la Nueva York que recuerda White fue una fiesta de promiscuidad y desahogo que no acababa nunca.

Existe en la naturaleza humana una  propensión a devaluar las ventajas y a magnificar los males del presente”, dice Gibbon
También era la ciudad de las bocas de metro cegadas por escombros como tumbas egipcias y el de los trenes tachonados completamente con manchas, figuras y garabatos de grafitis. Casi cualquiera que ya no sea joven tiene un recuerdo muy vivo de la pesadilla y el peligro de aventurarse en el metro. Había asientos arrancados, cristales escarchados por pedradas, charcos de líquidos alarmantes, restos de comida, gente trastornada de mirada retadora. En verano no había aire acondicionado y en los túneles y en los trenes el calor adquiría una cualidad cenagosa. Y, para muchas de las personas a las que les he preguntado, una parte grande del suplicio del metro eran los grafitis: su proliferación angustiosa, la claustrofobia de que no hubiera un espacio, dentro o fuera de los trenes, no ocupado y saturado por ellos. De lejos, cuando se veía desde la calle un tren emergiendo de un túnel por un paso elevado o atravesando uno de los puentes sobre el East River, había a veces un efecto inesperado de belleza, una complicación de colorido barroco.

Nadie que yo conozca prefiere el metro de aquellos años al de ahora, pero la nostalgia es una planta capaz de arraigar en los suelos más inhóspitos. El Museo de la Ciudad acaba de inaugurar una gran exposición dedicada a lo que ahora resulta que fue la edad de oro del grafiti. En ella no hay vagones de verdad cubiertos de policromías, pero sí fotos apaisadas y muy bien enmarcadas de aquellos trenes desfilando como convoyes de color entre edificios desmoronados, a través de barriadas que parecen ciudades en las que nunca comenzó la reconstrucción de una posguerra. En una magnífica galería de Chelsea especializada en fotos, Steven Kasher, se repiten imágenes parecidas de trenes, tomadas en los últimos setenta y primeros ochenta por Henry Chalfant. En ellas los vagones forman frisos que ocupan todo el espacio. En cualquier parte destaca sin dificultad el talento. En la exposición del Museo de la Ciudad deslumbran artistas callejeros que trasmutaban la prisa y el peligro en virtudes estéticas: Daze, Dondi, Futura, Lee Quiñones, Lady Pink; y en esa atmósfera se comprende mejor la capacidad de aprender y absorber y darle la vuelta en beneficio propio a toda aquella imaginería que tuvieron Keith Haring y Jean-Michel Basquiat, sobre todo Basquiat.

Gente joven con talento podía buscarse la vida en una ciudad que era pobre y peligrosa, pero también barata y con oportunidades
En la Nueva York opulenta y socialmente escindida de ahora la nostalgia es una mercancía y también un indicio de la incomodidad que despierta en la gente la omnipotencia obscena del dinero. En Steven Kasher la sala principal la ocupa estos días una selección de las fotos que Fred McDarrah hizo en los sesenta y los setenta para el Village Voice. Aquí la nostalgia es en blanco y negro. McDarrah iba por las calles, los cafés, los apartamentos destartalados del Village, como un minutero ambulante que retrató a los mayores de la generación que se estaba extinguiendo y a los más jóvenes y más de la siguiente, los que empezaban a brillar y los que estaban perdiendo brillo, los expresionistas abstractos con sus blusas y pantalones manchados y su fatiga de viejos pintores de brocha gorda y los jóvenes pop con sus caras aniñadas de estudiantes precoces, los poetas beat y los mendigos, los que miraban sabiendo desde muy jóvenes lo que querían y los que prometían mucho y no llegaron a nada. Retrató a Dustin Hoffman con veinte años y con cara de comer mal y casi no dormir, a Bob Dylan sentado al sol como un indigente en un banco de Sheridan Square, a Norman Mailer como un león en una jaula llena de montones de periódicos, con el cigarrillo y la máquina de escribir que entonces parecían las herramientas naturales de un novelista, a Jack Kerouac recitando poemas en la sala de estar de un apartamento lamentable, a Robert Mapplethorpe con un corte de pelo y una cara chupada y una mirada fulgurante que le hacían muy parecido a Camarón de la Isla, a Mark Rothko como un gordo viejo y demolido, muy solo entre los invitados a una fiesta. Parece que no hubo protesta contra la guerra de Vietnam o a favor de los derechos de las mujeres o los homosexuales a la que Fred McDarrah no acudiera con su cámara.

Gente rara y muy joven con mucho talento o solo con un talento fantasioso para la extravagancia podía buscarse la vida en una ciudad que era pobre y peligrosa, pero también era barata y estaba llena de oportunidades. Ahora que hay sucursales de bancos o de Starbucks en casi cada esquina, y que sobre las terrazas de los vecindarios destartalados de entonces se levantan torres de vidrio para oligarcas rusos y chinos y escualos financieros de Wall Street, la nostalgia tiene una médula de protesta política.



www.antoniomuñozmolina.es

El Pais Babelia 15.02.14

sábado, 15 de febrero de 2014

LA VENGANZA DE SHERLOCK HOLMES


Una gorra con visera, una pipa y un fiel acompañante llamado Watson, una aventura de misterio que comenzó en 1887 y que ha conseguido inmortalizar un personaje, Sherlock Holmes. Un detective casto y sagaz que logró convertirse en más real que su propio creador, Arthur Conan Doyle. La Fundación Caixa de Pensions inauguró a finales de abril una exposición titulada 100 años de Sherlock Holmes . 


 El popular detective, según un dibujo de Frederic Dorr Steele publicado en 1903 en la revista Collier's;


Texto: Rafael Conté

En octubre de 1893, en el Strand Magazine, Arthur Conan Doyle, que todavía no era sir, asesinaba a sangre fría a su mejor personaje, el detective Sherlock Holmes, que apenas contaba —no en la ficción, sino en su existencia real— cinco años de edad. Fue en El problema final, en un definitivo enfrentamiento con su gran enemigo, el doctor Moriarty, cuando Conan Doyle, que ya estaba hasta las narices de la celebridad de un personaje en el que no creía demasiado, decidió su desaparición de una vez por todas. Este empeño estaba destinado al fracaso desde el principio, a pesar de que su autor declarase paladinamente sus intenciones: "Ya no puedo revivirlo otra vez, al menos durante algunos años. Tengo tal sobredosis de él que parece como si hubiera comido demasiado páté de foie-gras, de tal manera que hasta la mera evocación de su nombre me provoca náuseas".

Arthur Ignacio Conan Doyle había nacido en 1859 en Edimburgo, un 22 de mayo, segundo hijo —tuvo cinco hermanas— del matrimonio de un arquitecto de origen francés llegado de Irlanda y de una hija de un profesor, también irlandés, del Trinity College de Dublín. Mary Foley, la madre, era una apasionada de los estudios genealógicos, y llegó a establecer que la familia de su marido descendía de la rama de los Plantagenets. Arthur Conan Doyle, médico, escritor y espiritista, no tenía más remedio que ser francófilo, claro está.

La imagen de este Sherlock Holmes que no tuvo más remedio que asesinar se la inspiró intelectualmente un abstracto detective francés imaginado por un norteamericano extraviado en los fantasmas de su dipsomanía, Edgar Allan Poe, ese gran poeta y analista del terror que, además, tuvo que triunfar en Francia antes que en su propio país. Pero Conan Doyle no amaba hablar de estos temas, y atacó injustamente a Auguste Dupin, el teórico detective de Edgar Allan Poe: "No tiene cara", vino a decir, "ni sangre", como si no fuera real, porque se limitaba a pensar en lugar de vivir. Conan Doyle también leía a Walter Scott, y a Julio Verne, y a Émile Gaboriau —otro



Edición española de la primera novela sobre Sherlock Holmes, Estudio en rojo, que data de 1919.


Sir Arthur Conan Doyle. 


 Un pub londinense de visita obligada, en cuya primera planta se ha reconstruido el estudio del detective tal y como lo describió su creador.




modelo, el del detective monsieur Le-cocq—, a Macauley y Fenelon antes de ampliar estudios en un colegio de jesuítas alemán y en casa de un tío abuelo materno en París. Pero fue en la facultad de Medicina de Edimburgo cuando descubrió físicamente a sus dos modelos: el profesor Joseph Bell, impávido y observador, que inspiró a Sherlock Holmes, y al profesor Rutherford, que desembocaría en el aventurero Challenger.

Sus primeras novelas —cortas, históricas y realistas— fueron escritas al terminar sus estudios y mientras viajaba por tierras africanas, embarcado como médico. De hecho, tuvo que esperar hasta 1887 para cobrar 25 libras esterlinas —de anticipo, pues jamás vería un penique más de esa publicación— por la primera novela de Sherlock Holmes, Estudio en rojo, que aparecería en un almanaque de Navidad, el Beeton's Christmas Annual. Se había casado, había nacido su primera hija, y la segunda aventura de Holmes tardaría tres años en aparecer, en febrero de 1890, en una gran revista norteamericana, bajo el título de El signo de los cuatro.

Al año siguiente, en las páginas de Strand Magazine, Sherlock Holmes iniciaba una imparable carrera que ni siquiera su propio autor pudo frenar. Conan Doyle quería ser un escritor de verdad, serio y a ser posible histórico, pero las aventuras de su detective le impusieron su propia ley. El público reaccionó violentamente cuando Holmes desapareció en las gargantas suizas de Reichenbach, y hasta la propia madre del escritor expresó paladinamente su consternación. De nada valió que Conan Doyle publicara novelas históricas, como La compañía blanca, o de aventuras, como Las hazañas del brigadier Gerard; de boxeo, como Rodnay Stone, El mundo perdido —con el profesor Challenger— o La ciudad del abismo, con el también profesor Maracot. Sherlock seguía clamando por volver a la vida, todavía más que su propio público, y en 1901 Conan Doyle no tuvo otra solución que publicar El perro de los Baskerville para contentar a unos lectores cada vez más soliviantados. De todas maneras, guardó las apariencias y presentó su excepcional relato como si fuera un episodio anterior extraído de unas memorias anteriores de su personaje, que seguía muerto y bien muerto.






Un autor anónimo publicó en 1908 las aventuras del detective lord Jackson, discípulo del inmortal Sherlock Holmes.

Otra reconstrucción del estudio de Holmes puede verse en el Chateau de Lucens (Suiza), sede de la Fundación Conan Doyle. 

De izquierda a derecha, la edición española de dos de las novelas del detective de Baker Street, y
una edición de 1957 de los relatos de Sherlock Holmes ilustrada por Tom Gill.

Nada que hacer. Viajó publicó muchas más cosas, enviudó después de enamorarse de otra mujer, fue a la guerra de los boers como periodista, hizo fotografía y reportajes, hasta que al final tuvo que resucitar definitivamente a su héroe, al mismo tiempo que se empeñaba en emprender una nueva carrera de místico, teósofo y espiritista. Como si hubiera sido conjurado alrededor de una mesa camilla y con las innumerables manos de sus fervientes lectores entrelazadas de una vez por todas, Sherlock Holmes resucitaría de una vez por todas en 1903, una vez más en la misma revista, emprendiendo su definitiva carrera, que ya nadie pudo detener, ni siquiera la muerte de su propio autor. Tras haber sido ennoblecido con el título de sir, combatido en diversos errores judiciales, casado por segunda vez y padre de nuevo, dos veces candidato frustrado al Parlamento, fallecería en 1930, rodeado de honores internacionales, tras haber sido elegido presidente del Congreso Internacional de Espiritismo.

De todas formas, el centenario de su personaje, ese extraño detective de perfil que sigue siendo Sherlock Holmes, se ha celebrado con mucha mayor repercusión que el de su propio autor, como si la criatura engendrada, por teórica que fuese, tomara la correspondiente venganza sobre quien lo engendró. Conan Doyle no pudo asesinar a Sherlock Holmes, pero es este último quien parece haber borrado el nombre de su propio padre de la faz de la historia. El resto de sus grandes empeños y realizaciones, desde sus aventuras históricas hasta sus pesadillas espiritistas, sólo subsisten como recuerdos anejos a esa memoria implacable que destiló para siempre un detective tan delgado como universal.

Pues, además, Sherlock Holmes se resiste a morir, y todavía sobrevive un siglo después. No solamente múltiples escritores han tomado el relevo —comenzando por el propio hijo del autor, Adrián Conan Doyle, que lo biografió en colaboración con otro gran escritor del género, John Dickson Carr—, hasta llegar casi a nuestros días, a través de nombres que se benefician de este conjuro, sino que pasó a la escena teatral, al cine y a la televisión, y hasta a los dibujos animados. Escritores como Umberto Eco, Graham Greene, Cabrera Infante o Anthony Burgess nos han ilustrado más sobre el personaje que sobre su creador. Los rostros de actores hoy olvidados o que se recuerdan por haberlo encarnado, como los de William Gillette —que tuvo como meritorio a un tal Charles Chaplin en el reparto—, Eille Norwodd —que interpretó 47 películas y entusiasmó al propio Conan Doyle—, Arthur Wontner, John Barrymore, Raymond Massey, y el más típico de todos, Basil Rathbone, Peter Cushing o Christopher Lee, sin hablar de quienes le parodiaron, como Buster Keaton o Stan Laurel, ya han pasado a la pequeña mitología, tan difusa como evaporada, del inconsciente colectivo.

 Cartel anunciador de la película Elemental, Dr. Freud, dirigida por Herbert Ross.

 Una reproducción de The Strand Magazine, revista en la que Conan Doyle publicó las aventuras y pesquisas de su personaje.

El detective y su inseparable compañero, en una colección de cromos
aparecida en los años veinte


 Franklin Delano Roosevelt llegó a suponer que Holmes era norteamericano, y múltiples asociaciones privadas, desde la Baker Street Irregulars hasta la Sherlock Holmes Society of Australia, periódicos y boletines —como The Sherlock Holmes Journal, The Baker Street Journal o The Baker Street Miscellanea—, siguen honrando su nombre y reconstruyendo una y otra vez el imaginario despacho de una casa no menos imaginaria que todos buscan y que nadie encuentra, excepto en su propia imaginación, en el falso número 221 B de Baker Street. El pasado mes de abril, una solemne peregrinación salió de Londres con destino al castillo de Lucens, en Suiza, con sus peregrinos ataviados con típicos vestidos Victorianos, para reconstruir el frustrado asesinato de los abismos de Reichenbach.

Holmes era eficaz, lógico, implacable y activo; corría detrás de la aventura, pero también tocaba el violín y frecuentaba la cocaína, y hasta la heroína si llegaba el caso. Era tremendamente casto —y no ha habido pocas especulaciones al respecto—, pero también se sentía fascinado por alguna mujer que representara el mal, como Irene Adler. Sólo tuvo éxito merced a la necesidad de aventura que soñaba una sociedad tan inmóvil y perversa como la victoriana, y que sigue siendo un modelo de alguna manera, pero también porque nos enseñó que la lógica podía llegar a los mayores extremos para controlar la necesidad de la aventura. No; Sherlock Holmes no es don Quijote, ni don Juan, ni Fausto, ni la Celestina. Nunca sintió los celos de Ótelo ni las dudas de Hamlet, pero se ganó el derecho a vivir merced a nuestras necesidades más elementales. Lo que siempre es una manera de llegar humildemente hasta el cielo de nuestra amenazada cultura, en el que, al fin y al cabo, también nos reconocemos. ■


 Reproducción de la revista literaria que en 1902 publicó por primera vez en España los relatos de Sherlock Holmes.

Basil Rathbone y Nigel Bruce, caracterizados de Holmes y Watson en el filme Perla maldita, de Roy William Neill.




El Pais Semanal Mayo de 1987

lunes, 10 de febrero de 2014

El regreso de "El Halcón Maltés"

Dashiell Hammett inventó en los años veinte la novela negra. Sesenta años después, el autor de la Cosecha Roja, El halcón maltés y La llave de cristal resucita con dos relatos inéditos que el País Semanal publica en exclusiva. El juez que ríe el último, ríe mejor y Sombra en la noche forman parte de un libro que próximamente editará Debate. El creador de Sam Spade sigue en la brecha.






El creador de Sam Spade
Texto; Javier Coma

Dashiell Hammett tenía 23 artos y trabajaba en la agencia de detectives Pinkerton cuando fue enviado por sus superiores a Montana para romper una huelga en la compañía minera Anaconda Copper, El héroe de los obreros se llamaba Frank Little, y los dirigentes de la Anaconda creían que con su eliminación se resolvería el problema. Así que un representante de esta empresa le ofreció a Hammett 5.000 dólares, suma muy alta en 1917, para que matara al líder sindical. El agente de la Pinkerton se negó; 14 años después dialogaría con l.illian Hellman en torno a lo mucho que significó aquella oferta para su toma de conciencia social y política. Y aún tuvo mayor repercusión en sus nuevas actitudes el hecho de que su negativa no impidió el asesinato.

Había cambiado, para Hammett, la visión del mundo. Al entrar en guerra Estados Unidos, se apresuró a presentarse en las oficinas de alistamiento. Se le dio el destino de conductor de ambulancias en un campamento de Maryland, su región natal. Al cabo de pocos meses, en octubre de 1918, contrajo una enfermedad que degeneraría en tuberculosis, inició, de este modo, un período de hospitalizaciones intermitentes. Durante el otoño de 1921 vivió sus primero contactos con Hollywood a causa de su participación en las investigaciones sobre el célebre caso Arbuckle. Una starlet había muerto en una fiesta organizada por el actor Roscoe Fatty Arbuckle, y, pese resultó absuelto, quedó profesionalmente marginado. Hammett descubrió que no era culpable, pero el publico y la Prensa le condenaron, y a raíz del caso se inauguró en Hollywood un organismo de autocensura.

La permanencia de Hammett en la Pinkerton concluiría con anterioridad a la sentencia absolutori a de Arbuckle. El agente logró la captura de un famoso atracador, Gloomy Gus Schaefer, y presentó su dimión. Comenzaba su carrera literaria.

Desde finales de 1922, Hammett escribió muchos relatos para diferentes revistas. Fue Black Mask la que le brindó la posibilidad de pasar a la novela larga. Su primera experiencia en este ámbito consistiría en obra en dos partes (El gran golpe / Dinero sangriento) que apareció en 1927. El protagonista, un detective de la agencia Continental, había ya surgido en numerosas narraciones cortas y era la sublimación de Hammett como investigador. A lo largo segunda novela extensa con el agente de la Continental, Cosecha roja (publicada, por entregas, de noviembre de 1927 a febrero de 1928), Hammett materializó su revancha personal: el personaje básico actuaba, frente a una policía y una clase alta corruptas, con la independencia y el sentido de la ética que su creador no había podido desarrollar en la Pinkerton.

Nacía, de esta matrera, un enfoque realista de la temática criminal en la ficción literaria, con dos componentes decisivos. Uno residía en el cultivo del behaviorismo, es decir, en la narración de los hechos a través de los comportamientos físicos y de los diálogos, con una prosa enriquecida por la precisión y la esencialidad de términos y frases. El otro era la visión crítica de los acontecimientos y de su entorno, revestida, con frecuencia, de una ambigüedad que intensificaba la densidad de los significados.

Le llegó el reconocimiento una vez que sus novelas El halcón maltes y La llave de cristal obtuvieran, como Cosecha roja, edición en libro. Con El halcón maltes hacía su irrupción el duro detective privado Sam Spade, al que Humphrey Bogart otorgaría rasgos cinematográficos-sumamente míticos una década más tarde. La llave de cristal sería su obra máxima desde el punto de vista del estilo y su definitiva aproximación a las creencias políticas que presidirían su existencia posterior.

Hollywood le acogió con los brazos abiertos en 1930, al igual que Lillian Hellman. La popularidad y el prestigio de Hammett se extendían ¡rtcluso a Francia, donde Malraux y Gide iniciaron el perenne culto a su persona y a su obra.

Tras diversos trabajos de signo preferentemente alimenticio, Hammett volcó sus energías en la defensa de todo aquello en que había llegado a creer. Encauzó su creatividad en la colaboración, relativamente anónima, con Hellman, cuya primera obra teatral se estrenó una vez que Hammett hubiera clausurado, de hecho, su carrera particular como escritor, en 1934. Y, como eje fundamental de la futura existencia hammettiana, arrancó entonces la decidida actividad política del autor de Cosecha roja.

Parece ser que a mediados de 1937 contribuyó a la formación de un sector del partido comunista en Hollywood. En aquel año y en los dos siguientes, fue miembro de la junta directiva de la Screen Writers Guild, asociación de escritores cinematográficos con carácter netamente izquierdista. También en 1937 contribuyó a financiar el filme de Joris Ivens, con texto de Hemingway, The Spanish Earth, favorable al bando republicano.

Por aquel entonces fue elegido presidente del Motion Picture Artists Committee, organización creada para el apoyo a causas antifascistas que defendió la lucha contra la insurrección, franquista, y cuya vicepresidencia estuvo ostentada por la actriz Sylvia Siduey. Terminada la guerra española, Hammett participó en organizaciones que ayudaban a los refugiados en Francia y a los exiliados a otros países, junto con Chaplin, Greta Garbo, Clark Gable, Bette Davis, James Cagney, y un espectacular etc. Presidió en 1940 un comité en pro de los derechos de los electores, en 1941 la liga de escritores americanos, con Erskine Caldwell contó vicepresidente. Y después del ataque japonés a Pearl Harbor logró enrolarse de nuevo, pese a su avanzada edad (48 años) en las fuerzas armadas, donde permanecería tres años.
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A su retorno a la vida civil asumió un cargo dé administrador en una organización de ayuda a refugiados antifascistas, fue presidente de dos célebres congresos a favor de los derechos civiles, luchó por la ruptura de relaciones con el régimen franquista, contribuyó económicamente a una campaña en contra de la intervención en Corea y a otra para evitar el triunfo electoral de un senador racista. En 1947 se había enfrentado al Comité de Actividades Antiamericanas; fue citado a declarar ante los cazadores de brujas en 1951 y sentenciado a seis meses de cárcel, lo que no impidió una nueva citación y un interrogatorio a cargo del propio Joseph MeCarthy en 1953. Sus ingresos habían sido confiscados y su salud, frágil desde muchos años atrás, era ya muy quebradiza. Le quedaban pocos años de vida, hasta la fecha trágica del 10 de enero de 1961.
Desde los años treinta Hammett era un hombre surgido de sus propias novelas. Un halcón de cristal en el seno de una gran cosecha roja. ■


JUEZ QUE RÍE ULTIMO, RÍE MEJOR
Lo malo de este país es que los tribunales lo dominan todo! —estalló inesperadamente Viejo Covey, recalcando sus palabras con repetidos golpes de su nudoso índice sobre el diario que estaba leyendo—. ¿Y qué decir de las leyes? ¡La justicia es un cachondeo! ¡Hay juzgados, y magistrados, pero lo que llaman administración de justicia no es más que un arma para frenar las iniciativas..., para reprimir la originalidad y el progreso!

Vi con dificultad que la sección del matutino en que se concentraba la cólera del anciano contenía un artículo sobre una decisión del Tribunal Supremo, decisión relacionada con problemas laborales en el Oeste. Sabía que Viejo Covey no estaba personalmente interesado en ninguna de las partes en litigio. Tenía tanto interés por el capital como por el trabajo, muy poco. Hacía ocho años —desde aquel día en que un predicador callejero apartó a Peñazo Covey de la delincuencia para convertirlo simplemente en John Covey y, más adelante, en Viejo Covey— que subsistía gracias a la generosidad de su yerno.

Por consiguiente, su interés por el caso era puramente académico. Sin duda, su actitud estaba influida por las experiencias que había tenido con la administración de justicia, algo más que superficiales, y supuse que un recuerdo profundamente amargo habría desencadenado ese estallido.

Lié otro cigarrillo y llevé afablemente a Covey por el camino de la argumentación que, como sabía, era la senda más directa para llegar al interior de esa mente curtida por los años y deseosa de llevar la contraria.

—Los togados trabajan duramente —dije tratando de despertar los recuerdos de sus tiempos de juventud y rebeldía—. Las leyes son complicadas y desconcertantes y no es fácil adaptarlas para su aplicación a cada caso concreto. En mi opinión, la mayoría de los jueces actúa correctamente.
—¿Hablas en serio? —el viejo sinvergüenza me miró con sorna—. ¡Si es así, hijo, no sabes nada de nada! ¡Sé tantas historias de los que llamas togados y de sus métodos que, si te las contara, se te pondrían los pelos de punta!

Volqué todo mi escepticismo en una sonrisa, seguro de que ya lo tenía.
—Ves las cosas desde tu perspectiva y en aquella época estabas del lado de los malos —repliqué—No estoy diciendo que los jueces sean infalibles, al fin y al cabo son humanos, pero jamás supe de un caso del que pueda decirse que un juez manipuló las leyes para...

Mis palabras surtieron efecto. Viejo Covey maldijo, bufó y me miró irritado. Sonreí para reafirmar mis falsas dudas y por fin soltó la historia:

—Hace algunos años Azotes Rork y yo estábamos juntos, cada uno con su arma y con un par de grandes pañuelos para ocultar nuestras jetas si era necesario. Apuntábamos a locales de mala muerte abiertos toda la noche y nos iba muy bien. Hubo noches en que dimos hasta un par de golpes. Entrábamos por separado a las tres o cuatro de la madrugada, simulábamos no conocernos y aguantábamos bebiendo café con buñuelos hasta quedar a solas con el tipo que atendía la barra. Entonces le apuntábamos, cogíamos la recaudación y poníamos pies en polvorosa. Entiéndeme, no eran grandes botines, sino ingresos regulares y seguros.

Trabajamos así varios meses y entonces se me ocurrió un nuevo truco..., ¡una pera en dulce! Azotes al principio no lo entendió ..., era un currante muy poco imaginativo. Pero le doy el coñazo hasta que cede y acepta probarlo.

¿Conoces a Azotes Rork? Supongo que no. Es un buen tipo, lo que Agrio Pine solía llamar "un buen compinche", pero no era una flor que valiera la pena mirar. Una vez vi en el periódico la caricatura de un ladrón de los que aparecieron durante una oleada de delitos, única ocasión en que contemplé una cara parecida a la de Azotes. Un buen tipo, pero debíamos movernos con cuidado porque los matones solían distinguirnos por la jeta que tenía. A mí nunca nadie me había tomado por un cordero, pero, comparado con Azotes, yo tenía pinta de santo.

Hasta entonces, los matones nos habían jodido, pero de acuerdo con mi nuevo plan se iban a cambiar las tornas.
Por aquel entonces estábamos en el Medio Oeste. Fuimos a la siguiente ciudad de nuestra lista, echamos un vistazo y pusimos manos a la obra. Habíamos escondido las armas bajo una pila de piedras, cerca del bosque.

Asaltamos un drugstore. Hay dos chiquillos simpáticos. Me planto delante de uno, con la mano en el bolsillo del abrigo, y Azotes hace lo propio con el otro.

"Vamos", les decimos.
Sin pestañear, uno de los chavales abre la caja, saca hasta el último centavo y entrega la pasta a Azotes.
"Echaros detrás de la barra y no os deis prisa por levantaros", aconsejamos.
Nos obedecen y Azotes y yo salimos y seguimos con nuestros asuntos.

Al día siguiente asaltamos dos tiendas más y pusimos rumbo a la nueva ciudad. En cada población dábamos dos golpes, de acuerdo con el plan. Todo iba bien. Como guardábamos un as bajo la manga, podíamos correr riesgos que en otra situación habrían sido temerarios. Podíamos dar dos o tres golpes por día sin necesidad de esperar a que se calmara el avispero creado por el anterior.

¡Las cosechas eran buenas en aquellos días!
Una tarde, en otra ciudad, asaltamos un taller mecánico, una casa de empeños y una zapatería. Nos cogieron.

Los tipos que nos pescaron estaban preparados para cazar osos. Pero, aparte de correr hasta que nos dimos cuenta de que era inútil, les seguimos con toda docilidad. Cuando nos cachearon, encontraron el dinero de las faenas del día y nada más. El resto estaba oculto en un sitio secreto, donde seguiría hasta que fuéramos a buscarlo. Nuestras armas dormían bajo una pila de piedras, a tres Estados de distancia. Ya no las usábamos.

Los tíos a los que habíamos asaltado esa tarde vinieron a visitarnos y nos identificaron en el acto. Uno de ellos comentó que era imposible olvidar nuestras jetas. Aguantamos y mantuvimos el pico cerrado. Sabíamos dónde estábamos y permanecimos en calma.

Dos días después nos proporcionaron un abogado. Nos tocó un chaval cuyo diploma era lo bastante nuevo como para no tener una mota de polvo, pero nos pareció que no nos dejaría en la estacada. No hacía falta que supiera demasiado de leyes. Lo encajamos y nos tomamos con calma la vida entre rejas.

Días después nos trasladaron al juzgado. Dejamos que todo siguiera su curso sin quejarnos mientras esperábamos el momento. Entonces nuestro chaval se levanta y suelta la carta marcada.
Sus clientes —dice, refiriéndose a Azotes y a mí— están dispuestos a declararse culpables de mendicidad, y no hay motivos para retenerlos por robo. Necesitaban fondos, entraron en tres establecimientos comerciales y pidieron dinero. No iban armados. Las pruebas indican que no amenazaron a nadie. Los motivos que impulsaron a los tenderos a entregar el contenido de las diversas cajas —dice el chaval— no tienen nada que ver con el caso. Las pruebas eran concluyentes. Sus clientes pidieron dinero y se les dio. Mendicidad, sin duda, de modo que sus clientes Podían sufrir condenas de 30 días en la cárcel del distrito, según la ley de vagos y maleantes. ¡Pero de robo, ni hablar!

¡Hijo, la que se armó! El togado estaba a punto de reventar. Era un paleto grandullón y borrachín, de cara colorada y gafas. Se puso violeta y las gafas se le deslizaron por la nariz tres veces en cinco minutos. El fiscal del distrito bailó una danza de guerra, incluidos chillidos y todo lo que se te ocurra. ¡Pero los teníamos!

Viejo Covey se interrumpió. En sus ojos brillaba una fe ciega. Esperé a que siguiera con la historia, si es que tenía algo más que narrar. Como continuó callado, les aguijoneé:
—Lo que me has contado no prueba nada. Nadie utilizó la justicia como arma.
—Espera, hijo, espera —prometió—. Lo verás antes de que haya terminado... Llamaron a declarar a los testigos por segunda vez, pero no había nada que hacer. Ninguno había visto armas ni podía decir que le habíamos amenazado. Se refirieron a nuestro aspecto, pero ser feo no es delito.

Cerraron la tienda por ese día y nos llevaron a la cárcel. Fuimos tan contentos, como te puedes imaginar. Teníamos el mundo por montera y estábamos convencidos de que todo nos sonreía. Nos traía sin cuidado pasar 30, incluso 60 días en la cárcel del distrito según la ley de vagos y maleantes. Ya los habíamos pasado y habíamos sobrevivido.

Estábamos contentos..., pero nuestra alegría se basaba en la ignorancia y la ingenuidad. Creíamos que, a pesar de todo, en el juzgado se impartía justicia, lo justo era lo justo y todo transcurría de acuerdo con las leyes. Antes habíamos tenido muchos problemas, pero esto era distinto..., ahora la justicia estaba de nuestra parte y confiábamos en que seguiría acompañándonos. Sin embargo...
Resumiendo, varios días después nos llevaron nuevamente al juzgado. En cuanto eché una ojeada al togado y al fiscal del distrito, un escalofrío me recorrió la espalda. Tenían luces malas en los ojos, como si fueran un par de críos que han colocado chinchetas en una silla y esperan que alguien se siente. Pensé que tal vez habrían organizado las cosas para que nos cayeran dos, tres, incluso seis meses. ¡Pero no sospeché ni la mitad de lo que ocurría!

Dime, ¿has oído el chismorreo ese sobre lo lentos que son los juzgados, no? Pues puedo asegurarte que nada en el mundo funcionó más rápido que aquél en esa mañana. Antes de que pudiéramos sentarnos, todo empezó a echar humo.

Nuestro joven abogado se levanta constantemente e intenta colocar su bocadillo. ¡No tiene suerte! Cada vez que abre la boca, el togado se le echa encima y le obliga a cerrar el pico, incluso le amenaza con expulsarlo de la sala y multarlo si no se calla.

El hombre al que habíamos asaltado en el taller mecánico era el propietario, pero los de la casa de empeños y de la zapatería sólo eran empleados. Dejaron fuera de juego al del taller, pero hicieron subir a los otros dos al banquillo de los acusados, les culparon de robo, les obligaron a declararse culpables, les condenaron a cinco años y suspendieron las condenas antes de que alguien pudiera decir esta boca es mía.

En respuesta a las protestas de nuestro abogado, el togado dijo: "Si sus representados se limitaron a pedir dinero y estos hombres se lo dieron, entonces estos dos son culpables de robo, pues el dinero pertenecía a sus patrones. En consecuencia, el tribunal tiene que considerarlos culpables de robo y condenarlos a cinco años en la prisión estatal. Sin embargo, las pruebas tienden a demostrar que esos hombres actuaron movidos por el irresistible deseo de ayudar a sus congéneres, que se vieron impulsados a robar el dinero a raíz de un irrefrenable impulso caritativo. Por consiguiente, el tribunal se considera justificado para ejercer el privilegio legal de indulgencia y para suspender sus condenas".

Azotes y yo no comprendíamos lo que nos estaban haciendo, pero nuestro portavoz sí, y cuando logré verlo supe que todo tomaba muy mal cariz. Parecía que se estaba ahogando.
Aunque el resto del trabajo sucio llevó más tiempo, no hubo quien lo parara. El buitre del juez modificó las acusaciones contra nosotros para darles el carácter de "recepción de propiedades robadas", que en ese Estado se considera delito grave. Nos condenaron por dos acusaciones y nos cayeron 10 años a cada uno, sin remisión.

¿Pensó el viejo buitre togado en que el tribunal ejerciese el privilegio legal de indulgencia para suspender nuestras condenas? ¡Ni por asomo! ¡Azotes y yo acabamos entre rejas! ■



SOMBRA EN LA NOCHE

Un sedán con los faros apagados estaba parado en el arcén, más arriba del puente de Piney Falls. Cuando lo adelanté, una chica asomó la cabeza por la ventanilla y dijo:
—Por favor.
Aunque su tono era apremiante, no contenía la suficiente energía como para volverlo desesperado o perentorio.
Frené y puse la marcha atrás. Mientras hacía esta maniobra, un tipo se apeó del coche. A pesar de la débil luz vi que se trataba de un joven corpulento. Señaló en la dirección que yo llevaba y dijo:
—Amigo, sigue tu camino.
—Por favor, ¿quieres llevarme a la ciudad? —preguntó la chica. Tuve la sensación de que intentaba abrir la portezuela del sedán. El sombrero le cubría un ojo.
—Encantado —respondí.
El joven que estaba en la carretera dio un paso hacia mí, repitió el ademán y ordenó:
—Eh, tú, esfúmate.
Bajé del coche. El hombre de la carretera echó a andar hacia mí, cuando del interior del sedán surgió una voz masculina áspera y admonitoria.
—Tranquilo, Tony, tranquilo. Es Jack Bye.
La portezuela del sedán se abrió y la chica se apeó de un salto.
—¡Ah! —exclamó Tony e, inseguro, arrastró los pies por la carretera. Al ver que la chica se dirigía a mi coche, gritó indignado—: oye, no puedes largarte con...
La chica ya estaba en mi dos plazas, y murmuró:
—Buenas noches.
Tony me hizo frente, meneó testarudamente la cabeza y empezó a decir:
—Que me cuelguen antes de permitir que...
Le sacudí. Fue un buen golpe porque le di duro, pero estoy convencido de que podría haberse levantado si hubiese querido. Le concedí unos segundos y pregunté al tipo del sedán, al que seguí sin ver:
—¿Te parece bien?
—Tony se recuperará —respondió deprisa—. Le cuidaré.
—Muy amable de tu parte.
Subí a mi coche y me senté junto a la chica. Empezaba a llover y comprendí que no me libraría de calarme hasta los huesos. En dirección a la ciudad nos adelantó un cupé en el que viajaban un hombre y una mujer. Cruzamos el puente detrás de ellos.
—Has sido realmente amable —declaró la chica—. La verdad es que no corría el menor peligro, pero fue..., fue muy desagradable.
—No son peligrosos, pero pueden volverse... muy desagradables —coincidí.
—¿Los conoces?
—No.
—Pues ellos te conocen a ti. Son Tony Forrest y Fred Barnes —no dije nada. La chica añadió—: te tienen miedo.
—Soy un desesperado.
La chica rió.
—Y esta noche has sido muy amable. No me habría largado sola con ninguno, aunque pensé que con los dos... —se subió el cuello del abrigo—. Me estoy mojando.
Volví a parar y busqué la cortinilla correspondiente al lado del acompañante.
—De modo que te llamas Jack Bye —dijo mientras colocaba la cortinilla.
—Y tú eres Helen Warner.
—¿Cómo lo sabes? —se acomodó el sombrero.
—Te tengo vista —terminé de colocar la cortinilla y volví a montar en mi dos plazas.
—¿Sabías quién era cuando te llamé? —preguntó en cuanto volvimos a rodar por la carretera.
—Sí.
—Hice mal en salir con ellos en esas condiciones.
—Estás temblando.
—Hace frío.
Añadí que, lamentablemente, mi petaca estaba vacía.
Habíamos entrado en el extremo oeste de Hellman Avenue. Según el reloj de la fachada de la joyería de la esquina de Laurel Street eran las 10.04. Un policía con impermeable negro estaba recostado contra el reloj. Yo no sabía lo suficiente sobre perfumes como para distinguir el que llevaba la chica.
—Estoy aterida —declaró—. ¿Por qué no paramos en algún sitio a tomar una copa?
—¿Estás segura de que es lo que quieres?
Mi tono debió de desconcertarla, pues giró rápidamente la cabeza para mirarme bajo la tenue luz.
—Me encantaría, a menos que tengas prisa —respondió.
—Voy bien de tiempo. Podemos ir a Mack's. Sólo queda a tres o cuatro calles, pero... es un local para negros.
La chica rió.
—Lo único que espero es que no me envenenen.
—No lo harán. ¿Estás segura de que quieres ir?
—No tengo la menor duda —exageró sus temblores—. Estoy helada, y es temprano.
Toots Mack nos abrió la puerta. Por la amabilidad con que inclinó su cabeza negra, calva y redonda, y por el modo en que nos dio las buenas noches, supe que lamentaba que no hubiésemos ido a otro bar, pero sus sentimientos me traían sin cuidado. Dije con demasiada exaltación:
—Hola, Toots. ¿Cómo te trata la noche?
Sólo había unos pocos parroquianos. Ocupamos una mesa en el rincón más alejado del piano. Súbitamente la chica clavó la mirada en mí, y sus ojos tan azules se tornaron muy redondos.
—En el coche me pareció que veías —comenté.
—¿Cómo te hiciste esa cicatriz? —me interrumpió y se sentó.
—¿Ésta? —me toqué la mejilla con la mano—. Fue hace un par de años, en una pelotera. Deberías ver la que tengo en el pecho.
—Algún día iremos a nadar —añadió alegremente—. Siéntate de una vez y no hagas que espere más esa copa.
—¿Estás segura...?
Se puso a tararear y siguió el ritmo tamborileando con los dedos sobre la mesa.
—Quiero una copa, quiero una copa, quiero una copa —su boca pequeña, de labios llenos, se curvaba hacia arriba, sin ensancharse, cada vez que sonreía.
Pedimos nuestros tragos. Hablamos demasiado rápido. Hicimos chistes y reímos aunque no tuvieran gracia. Hicimos preguntas —entre ellas, el nombre del per¬fume que llevaba— y prestamos demasiada o ninguna atención a las respuestas. Cuando creía que no lo veíamos, Toots nos miraba severamente desde detrás de la barra. Todo era bastante malo.
Tomamos otra copa y propuse:
—Bueno, vámonos.
La chica estuvo bien, pues no se mostró impaciente por irse ni por quedarse. Las puntas de su cabello rubio ceniza se curvaban alrededor del ala del sombrero, a la altura de la nuca.
Al llegar a la puerta dije:
—Mira, en la esquina hay una parada de taxis. Supongo que no te molestará que no te acompañe a casa.
Me cogió del brazo.
—Claro que me molesta. Por favor... —la acera estaba mal iluminada. Su rostro parecía el de una niña. Apartó la mano de mi brazo—. Pero si prefieres...
—Creo que lo prefiero.
La chica añadió lentamente:
—Jack Bye, me caes bien y te agradezco mucho que...
—Está bien, no te preocupes —la interrumpí, nos dimos la mano y yo volví a entrar en el despacho clandestino de bebidas.
Toots seguía detrás de la barra. Se acercó y dijo, meneando la cabeza con pesar:
—No deberías hacerme estas cosas.
—Lo sé y lo lamento.
—No deberías hacértelas a ti mismo —acotó con la misma tristeza—. Chico, no estamos en Harlem, y si el viejo juez Warner se entera de que su hija sale contigo y viene aquí, puede ponernos las cosas difíciles a los dos. Me gustas, pero debes recordar que por muy clara que sea tu piel, o por mucho que hayas ido a la universidad, no dejas de ser negro.
—¿Y qué cono crees que quiero ser? —repliqué—. ¿Un chino? ■

El Pais Semanal

viernes, 7 de febrero de 2014

Los libros nunca tienen prisa



La imprenta soliviantó a los amantes de los manuscritos y el papel, a los devotos del pergamino..
Fernando Báez rastrea 5.000 años de convivencia de formatos en su nuevo ensayo.

“Me preocupa que la iniciativa digital la lleven corporaciones para las que el libro es una parte mínima de sus intereses”, afirma el historiador venezolano.
JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS 17 ENE 2014


Aboubakar Yaro, jefe de conservación de la Biblioteca de Djenne (Malí), delante de algunos manuscritos sobre madera del Corán. / JOE PENNEY (REUTERS)

"Allí donde queman libros, acaban quemando hombres”. En 2004 Fernando Báez (San Félix, Venezuela, 1963) publicó un ensayo que se abría con esa cita de Heinrich Heine, y su figura quedó asociada para siempre con la del estudioso de la quema, censura y mutilación de escritos y bibliotecas. Aquel volumen que ahora cumple una década, Historia universal de la destrucción de libros (Destino) se abría y cerraba en Mesopotamia. Se abría en la región de Sumer, al sur de Irak, hace aproximadamente 5.300 años y se cerraba en Bagdad en 2003 durante el saqueo de la Biblioteca Nacional iraquí que siguió a la ocupación estadounidense. La ONU envió allí a Fernando Báez para que comprobara el resultado del pillaje y su informe no le hizo la menor gracia al Gobierno de Estados Unidos.

En la librería Rafael Alberti de Madrid, Báez cuenta que desde aquel momento se encuentra con problemas de tanto en tanto cuando viaja. Esta vez el “problema” fueron las 17 horas que pasó retenido en el aeropuerto de Barajas respondiendo preguntas sobre su trabajo —muy volcado ahora en la lucha contra la censura y el espionaje masivo— y releyendo — “parece de película mala, ¿verdad?”— 1984, de Orwell.

El historiador venía de El Cairo, donde vive desde hace cuatro años y donde ha escrito su nueva obra, Los primeros libros de la humanidad. El mundo antes de la imprenta y el libro electrónico (Fórcola), un ensayo que él quiere ver como la cara optimista del que lo consagró mundialmente: “Si en el de la destrucción conté una versión pesimista, en este quería explicar que el libro es una tecnología de la memoria que evoluciona muy lentamente, algo especialmente útil ahora que hay tanta prisa con el libro electrónico”. El resultado es tanto un tratado de historia como un relato de viajes. Los viajes le llevaron de Biblos a Pekín y de Tombuctú a Damasco. La historia, a comprobar que todas las épocas padecen lo que él llama el síndrome de Trithemius, una suerte de “ortodoxia de la nostalgia” que lleva a recelar de cualquier cambio que afecte al formato de los libros. Evocado por Álex de la Iglesia en El día de la bestia, Johannes Trithemius fue un monje que —además de inventar la esteganografía, “precedente de la criptografía que permite que Snowden ande por el mundo con un montón de documentos encriptados”— en la segunda mitad del siglo XV hizo una encendida defensa del manuscrito frente a la imprenta, que empezaba a arrancar en Europa. Según Trithemius, el invento de Gutenberg estaba condenado al fracaso. “El libro impreso”, escribió, “está hecho de papel, y como papel que es desaparecerá rápidamente. Pero el escriba que escribe con pergaminos hará que el texto dure”. Según el monje, añade Báez, “estaba demostrado que la escritura manuscrita es la que produce una lectura más plácida y garantiza un mayor respeto y cuidado en la edición de los textos. Justo lo que se dice ahora a favor del papel y en contra el libro digital, ¿no?”.

 

Fernado Báez, en la librería madrileña Rafael Alberti © Álvaro García / EL PAÍS

Según el historiador venezolano, mirar al pasado permite comprobar que la evolución de los formatos es muy lenta y que unos y otros pueden convivir durante siglos: “La escritura empezó en torno al año 5.000 antes de Cristo en tablillas de arcilla, pero esas tablillas se mantuvieron hasta el siglo I después de Cristo. ¡Estamos hablando de cuatro milenios de continuidad de un formato! Por otro lado, el papiro es casi simultáneo a la escritura en arcilla y todavía se usó en los códices: los había de pergamino, pero también de papiro. Y hablamos del siglo IV después de Cristo. El síndrome de Trithemius debería quedar atrás, pero también las prisas de los apóstoles del libro electrónico”.
Contra esas prisas Báez subraya el espejismo que supone extender al mundo entero la realidad de Occidente: “Hay una brecha digital enorme. La globalización termina cuando me bajo del avión en el aeropuerto de Bamako. Allí las únicas tabletas son las que llevan los turistas”. Además, insiste, no hay que perder de vista la idea de que el libro es sagrado para algunas religiones, algo que genera indirectamente un interés que va más allá del contenido y se convierte en fetichismo por el objeto: “Los celulares no son sagrados ni las neveras ni los coches, pero el libro lo es para muchos pueblos, por más que nos cueste entenderlo como occidentales laicos; 4.000 millones de creyentes en un planeta que tiene 7.700 millones de habitantes son una mayoría y no una minoría. En Pakistán hay un lugar para almacenar los Coranes arruinados de tanto usarlos y en la sinagoga de El Cairo hay una especie de cementerio de libros porque la gente cree que tirar una Biblia trae mala suerte. Libros sagrados aparte, no hay que olvidar la influencia social de títulos como El origen de las especies, el Manifiesto comunista o La cabaña del tío Tom. Cambiaron el mundo”.
A todo ello, dice, hay que añadir que la “aportación digital” está todavía por ir más allá del mero almacenamiento de títulos. “Dónde meter tanto libro ha sido un problema desde siempre. Ya Séneca se quejaba de que tenía 1.000 volúmenes en su biblioteca. Mientras en una tablilla caben 200 caracteres cuneiformes, con cinco petabytes —Megaupload, la web de descargas, llegó a almacenar 25 petabytes de archivos— puede descargarse todo lo que se ha escrito en la historia de la humanidad. Es un paso de gigante, cierto, pero la aparición de la imprenta impulsó tres elementos clave: la difusión de la ciencia, la reforma protestante y el redescubrimiento de los clásicos en el Renacimiento. ¿Ha hecho algo comparable la edición digital? Todavía no. Es muy pronto”. ¿La autoedición? “Por ahora parece más una estrategia de captación de clientes que de creación de lectores a largo plazo, que es lo importante”.

"La cuestión es si el libro digital consigue más y mejores lectores.
Hoy por hoy, lo dudo"
Fernando Báez dice que la esperanza con la que él mismo recibió al principio la relación entre Internet y el libro se ha ido tiñendo de desconfianza. “La cuestión es si el libro electrónico consigue más y mejores lectores. Hoy por hoy, lo dudo”. Más dudas: “El enorme predominio digital anglosajón en un planeta en el que hay desequilibrios muy poderosos. También me preocupa que la iniciativa sobre dispositivos, formatos y precios la lleven grandes corporaciones para las que la edición es una parte mínima de sus intereses. Por un lado hacen entretenimiento, por otro perfumes, armas, lo que sea. Sus propósitos son muy distintos de los del editor y del librero tradicionales. Y lo peor: todo se hace sin legislaciones actualizadas, a la espera, recurriendo al famoso ‘que inventen ellos…’. Deberíamos participar más en todo lo que tiene que ver con el libro digital, no se puede dejar en unas pocas manos. ¿Podrá mi hijo heredar mi biblioteca? ¿Podrán los formatos actuales leerse en el futuro o pasará como con tantos programas informáticos? ¿Está garantizada la privacidad de la lectura? Esas son mis dudas. Se puede hacer el perfil de un lector a partir de los libros que descarga, de las páginas que lee, de las frases que subraya, y eso que, por supuesto, nos parece magnífico para hacer estadísticas de lectura ya sabemos cómo puede acabar”.
Según el historiador, no hay que “magnificar ni degradar” el libro digital. Le molesta, eso sí, que se imponga el discurso de la urgencia: “La transición va a ser más lenta de lo que dicen algunos. La identidad de los pueblos se basa en la memoria y el libro, repito, es una tecnología de la memoria que se ha ido perfeccionando con los siglos y con la contribución de muchas culturas. Tendremos que ver los efectos del libro digital no en la élite, sino a nivel popular. Es temprano para hacer exaltaciones extremas”.

Los primeros libros de la humanidad. El mundo antes de la imprenta y el mundo electrónico. Fernando Báez. Fórcola. Madrid, 2013. 622 páginas. 29,50 euros




Tecnología de papel


Por Alberto Manguel

SOMOS DISTRAÍDOS: SOLO vemos lo que es nuevo o lo que tememos pueda desaparecer. Lo cotidiano, lo familiar, no lo notamos. Nos acostumbramos a aquello que más usamos y no reparamos en ello. Es así que gracias quizás a la tecnología electrónica nos hemos dado cuenta de la importancia del libro. La aparición de textos virtuales, fugaces y multitudinarios, nos ha hecho pensar por fin en esos objetos de papel y tinta que jalonan tan necesaria y discretamente nuestra vida. No de otra manera sucedió con los manuscritos después de la invención de la imprenta. En las primeras décadas después de Gutenberg, entre los bestsellers más populares estaban los manuales de caligrafía y las colecciones epistolares para servir de modelo a los que casi por primera vez se daban cuenta de que sabían manejar una pluma.

Hoy miles de libros sobre el libro atiborran nuestras bibliotecas concretas y virtuales. Hay un dibujo de Sempé que ilustra el fenómeno: un hombre contempla la vitrina de una librería en la que se exponen docenas de volúmenes con títulos como El fin del libro, No leeremos más, El ocaso de lo impreso. Lo cierto es que la muerte anunciada del libro no ha ocurrido y probablemente no ocurra nunca. Ciertos expertos tecnológicos llamados futurólogos que, empleados por las grandes industrias de la electrónica, alientan la creación de bibliotecas que deliberadamente excluyen libros impresos, quieren convencernos de que tecnologías diversas (el manuscrito, la imprenta, la electrónica) no pueden compartir un mismo anaquel, y que por lo tanto debemos elegir. ¿Por qué? En el transcurso de nuestras historias, los seres humanos hemos inventado unos pocos objetos perfectos, como la soga, la rueda, el cuchillo, que esencialmente no pueden ser mejorados. Entre estos se encuentra el libro, y no necesitamos resignarnos a perderlo.

Fernando Báez, notable historiador y opositor de la censura bibliotecaria, ha decidido ofrecer a los prematuros nostalgiosos un docto tomo de más de seiscientas páginas, que narra minuciosamente los diversos primeros capítulos de la historia del libro. En Mesopotamia, India, China, Japón, el mundo árabe, el mundo judío, la Europa cristiana, la América precolombina, Báez sabiamente persigue los rastros de las primeras encarnaciones librescas, desde las tablillas de arcilla a los quipus incas, desde los rollos de papiro a los multitudinarios conos budistas. Su investigación se detiene en los umbrales de la era de Gutenberg; quizás en un próximo tomo se decida a explorar fantasmagórica cartografía del libro en nuestra época.

Báez no es tan solo un investigador académico. Decidido a hallar respuestas a ciertas preguntas bibliófllas —¿cómo son las preservadas bibliotecas del desierto de Malí?, ¿por qué Biblos da su nombre al libro y a la Biblia?, ¿qué formas puede tomar un texto supuestamente invariable como el Corán?, ¿cómo sobreviven los libros en medio de catástrofes guerreras?—, Báez viajó a Líbano para conocer la cuna del alfabeto; subió a las sísmicas montañas Chiltan, en Pakistán, para visitar la comunidad islámica de Quetta; entró en Irak para ver un Corán escrito con la sangre de Sadam Husein; oyó en Pekín que la imprenta (el papel, la tinta, la tipografía móvil) son inventos chinos; visitó las bibliotecas de Tombuctú donde, según su guía, "fue salvada la cultura de Occidente". Su propósito, Báez confiesa, "más que de explorar la travesía del conocimiento" ha sido el de "redescubrir el itinerario del libro desde Oriente a Occidente". En este entretenido y sabio volumen, Báez ha querido escribir "la crónica casi perdida de cómo antes de la imprenta transcurrieron 5.000 años durante los cuales el libro fue hecho a mano", dice Báez, "como parte de una poderosa tradición para salvar a la humanidad del olvido de su propio pasado".


A través de la historia de este instrumento contra el olvido, Báez logra contarnos no solo el pasado tecnológico de nuestras comunicaciones sino también el de nuestras ideas, ya que un instrumento y su uso reflejan necesariamente la filosofía de su utilizador. Quien maneja una tablilla de arcilla no piensa en el texto que grabará (o leerá) en ella de la misma manera que aquel que inscribe en tinta letras sobre un pergamino, y el escriba que copia (o lee) un texto en un rollo de papiro no juzga ese texto como aquel que hace surgir frases en una pantalla. Esta es una verdad que todo lector intuitivamente conoce.

Un relato medieval citado por Báez, Vida de Adán y Eva, ilustra perfectamente esta distinción esencial. Eva, sabiendo que va a morir, pide a su hijo Set que escriba su vida en "tablas de piedra y tablas de barro bruñido", para que "cuando el Señor juzgue a vuestra raza por el agua, las tablas de barro se disolverán, pero las tablas de piedra resistirán. En cambio, cuando el Señor juzgue a vuestra raza por el fuego, las tablas de piedra se disolverán, pero las tablas de barro bruñido se cocerán y permanecerán". Sea este el epitafio de censores y futurólogos. •

El Pais Babelia 18.01.14

Miente, borra, olvida

Miente, borra, olvida.
Disfraza tu rostro de máscaras. Las heridas son marcas sobre las que trazar una nueva historia. Silencia las palabras de tu pasado. En la quietud de la noche oye al viento reclamar el laberinto que te posee. Encontrarás a tu vuelta un destino escrito en la arena. Origen.


jueves, 6 de febrero de 2014

CICLO TRES CENTENARIOS conferencias CENTRO CULTURAL SAN PEDRO




En 2014 se cumple el centenario de tres grandes escritores de lengua española: el mexicano Octavio Paz y los argentinos Bioy Casares y Julio Cortázar.

Octavio Paz (México, 30 de marzo de 1914 -21 de abril de 1998) ha sido uno de los mayores poetas y ensayistas del siglo XX. Una figura dinamizadora de la cultura. Entre sus obras de poesía hay que mencionar "Piedra de sol"(1955) y "El mono gramático" (1972). Su obra reflexiva ha influido dentro y fuera de nuestra lengua y abarca el ensayo literario, político, pictórico y filosófico. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1990.

Bioy Casares (Buenos Aires, 15 de septiembre 1914 - 08 de marzo de 1999) asombró con una pequeña novela perfecta, "La invención de Morel" (1940). Sin duda se trata de un novelista notable pero sobre todo de un cuentista de una sutileza esencial, capaz de hacernos ver lo cotidiano en toda su complejidad con una prosa sin énfasis. Una de sus obras mayores es "El héroe de las mujeres" (1978). Ajeno al realismo maravilloso, fue un gran lector de la tradición literaria inglesa, algo que compartió con su amigo Jorge Luís Borges, sobre quien llevó a cabo un diario testimonial asombroso "Borges", publicado postumamente. Recibió el Premio Cervantes en 1990.

Julio Cortázar (Bélgica, 26 de agosto de 1914 - París, 13 de marzo de 1984) fue uno de los cuentistas mayores de la lengua. Alguien que renovó el género y lo dotó de una complejidad sutil, heredera de lo mejor de la imaginación de vanguardia pero con procedimientos realistas. "Rayuela" (1963), sin duda su novela más conocida, se convirtió en una suerte de rito de paso; una obra llena de seducción, no ajena a la teoría misma de la novela.







Juan Malpartida Ortega (Marbella, 1956) Es poeta, novelista y crítico literario. Actualmente reside en Madrid, donde es director de Cuadernos Hispanoamericanos, revista en la que ha trabajado durante más de veinte años. Colaborador semanal de crítica literaria del suplemento Cultural del Diario ABC y de la revista Letras Libres. Entre sus premios destacan: Premio Anthropos de Poesía (1989), Premio Bartolomeu March (2003), Premio de Poesía Fray Luís de León (2011) y Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural (2012). Ha escrito novelas como "Reloj de viento" (2008), ensayos como "Al vuelo de la página" (2011) y poemarios como "A un mar futuro" (2012).
Conferencia: "Vida y obra de Octavio Paz"
Jueves, 6 de febrero 2014.20,00 horas

Pedro Molina Temboury (Málaga, 1955) Es un profesor de instituto, escritor y guionista español afincado en Madrid, especializado en poesía y literatura de viajes. Entre sus cargos más recientes, fue Director de comunicación, cultura y programas de la Sociedad Estatal para Exposiciones Internacionales (SEEI), Pabellón de España en Expo Zaragoza 2008 y Pabellón de España en Expo Shanghai 2010 (2007-2010); Responsable de Comunicación de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo - AECID (2011) y Director del Centro Cultural de España en Sao Paulo (2011-2013). Por su último poemario "Islas, islas"obtuvo el Vil Premio de Poesía Javier Egea 2011. Entre sus guiones destacan los documentales de viaje "Yangtsé: La Nueva China y el Viejo Río, (1998)", "El legado del emperador amarillo: Medicina tradicional china, (1998)"y "El Laberinto del Tíbet", Premio Ondas 2001 a la mejor serie documental española del año.
Conferencia:"Adolfo Bioy Casares, la imaginación razonada"
Jueves,13 de febrero 2014.20,00 horas

Fernando Rodríguez Lafuente (Madrid, 1955) Doctor en Filología por la Universidad Complutense de Madrid, donde también ha sido profesor de Teoría de la Literatura y Crítica Literaria y es actualmente profesor de Literatura Española e Hispanoamericana. Actualmente es Subdirector del diario ABC y Director de ABC Cultural. También es Director del Máster de Cultura Contemporánea en el Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset, Secretario de redacción de Revista de Occidente y Director de la Cátedra Archivos de Literatura Latinoamericana de la UNESCO. Obtuvo el Premio Bibliodiversidad 2007, otorgado por la Comisión de Editores Independientes, gremio en el que están representadas más de 40 editoriales independientes: Siruela, Castalia, Trotta, Huerga y Fierro, entre otras. Entre su obra publicada, destacamos: "La apoteosis de lo neutro", "El universo de Alfred Hitchcock" y "El universo de Clint Eastwood".
Conferencia: "Julio Cortázar. La realidad al revés" Jueves, 20 de febrero 2014. 20,00 horas