martes, 19 de abril de 2016

Vestigios

Debe de haber sido así. O acaso un poco diferente, da igual. O acaso nada de eso y también da igual. ¿Quien va a interesarse en sacar algo en limpio, en preguntarme? Sea como fuere es de noche, era de noche. Estaba sentado en el balcón, frente a la playa. Distinguía, dentro, el parloteo, voces, risas, discusiones, risas de nuevo, palabras que no entendí que querían decir.
Resulta curioso que me acuerde más del silencio que de mi familia. Había un silencio.
Dos silencios. El silencio de las calles en verano al mediodía o cuando paseaba solitario por los bosques cercanos no importaba en que fecha. Los arboles murmuraban secretos ¿Anunciandome que? Anunciandome quien sabe qué.
Por ejemplo el silencio de la noche. Maravilloso, plácido, cálido, reparador. Mostrando la parte oculta del día, acechando como un gato.
Me gustaban los gatos, por ser sólidos estando quietos y líquidos al moverse, lazos de sombra escapando entre los jardines. No puedo decir: debe de haber sido así. Es obvio que fue así.
Después del viento. En septiembre con las primeras lluvias o antes de las primeras lluvias, anunciando el otoño. Los viejos aseguraban que antiguamente se oían los lobos, su paso corto en el bosque donde el Sol no entraba. El viento blandía en la ventana. Antes de cenar me bañaba. El pelo castaño de mi madre. Sus ojos oscuros.
Nunca se nos acercó ningún lobo.
Después el viento, después diciembre, la noche sigue imperturbable, la playa sigue imperturbable. Dentro, el parloteo, voces, risas, discusiones, risas de nuevo, palabras que no entendía que querían decir.
Debe de haber así. O acaso un poco diferente, que más da.
08/07/01

sábado, 16 de abril de 2016

DAHMALOCH

¡Siempre su curiosidad! No puede evitar el acudir a una llamada misteriosa. Es el único que puede ayudarme.

¡Nada! Demasiadas coincidencias o ninguna. Apenas desembarco en un pequeño puerto mexicano y una niña me entrega este papel lleno de una escritura que solo tres o cuatros personas en la tierra pueden descifrar y yo, sin saber quien me llama corro a meterme en un desierto pedregoso. Las gentes de la tribu lo llaman Dahma Loch

Entonces nunca de lo contó. Jamás supiste quien fue tu verdadero padre.

Las celosías de las paredes se abrieron, hacía mucho frío y estaba oscuro. La escalinata lóbrega y húmeda penetraba bajo el canal como si fuese la entrada al averno, justo a la izquierda tras una delgada y fina celosía aguarda Scott, tan solo tenía que romperla y llamarlo, pero a aquellas alturas sabía que no lo haría, igual que la persona o personas que lo invitaban a bajar.

Caminaba despacio adelantando las manos, pues no veía sino contornos y sombras más o menos difusas. El pasadizo continuaba recto tras bajar cuarenta escalones, todo el lugar rezumaba humedad.

Tras andar unos cincuenta metros supo, intuyó más que ver, que acababa de entrar en una sala grande y alta. Permaneció quieto esperando

- ¡Siempre su curiosidad! No puede evitar acudir a una llamada misteriosa
Era una voz ronca que resonaba entre arcos y columnas.
- Las reuniones solo se celebran una vez al año ¿Qué es tan urgente? ¿qué hace el aquí? Hay peligro.


lunes, 11 de abril de 2016

El crepúsculo y el viento

Levantó los ojos hacia el cielo y el azul y la claridad le inundaron de una profunda tranquilidad. El camino polvoriento bajo el sol de mediodía, continuaba durante varios kilómetros, a ambos lados del camino, terrenos abiertos brillaban con el fuego del verano.

El rumor de las alas fue lo primero que escuchó, después llegaron el griterío de las gaviotas sobre la arena ardiente, eran como un manto blanco que se agitaba.

Un día caluroso, algo cansado se echó sobre la arena. A través de la ropa podía sentir su ardiente calor.

No es un ermitaño, claro, pero tal vez sean demasiadas horas de soledad. Trenes y mercados, calles y cafés abarrotados de gentes que pululan pero siempre fue una elección, no casualidad.

Y prefiere pensar que sobre las olas de los vientos azotando las alas, el mir, ave fantástica surca feroz esas densas masas esponjosas, totalmente claras y límpidas. Mir, único, majestuoso, negro y plateado, se agita en un grito desgarrado, para después seguir con más frenesí su alocado vuelo.

De las alas del místico animal se desprende un fino polvo plateado que lo cubre todo y con él, cae la noche, majestuosa, con un baile de estrellas brillando con destellos multicolor junto a una luna enorme.

Por fin declina la luz del día, se esconde en la sombras de la noche. Se levanta, apenas consciente de la fantasía, del sueño, y apenas recuerda a las agitándose.

Al levantarse sacude la arena de su ropa. Sabe que la única cuestión que aún no ha aprendido a dominar es la posibilidad de su propia locura.


jueves, 7 de abril de 2016

Literatura: instrucciones de uso


En la era de los 140 caracteres y las series de televisión, las narraciones literarias mantienen, sin embargo, su prestigio. Su utilidad escapa al entretenimiento

RODRIGO FRESÁN
7 FEB 2016


Marilyn Monroe leyendo 'Ulysses' de James Joyce, en un parque de Long Island en 1955.


Dos momentos estelares (y no estrictamente literarios) en la historia de la literatura:

1) En una de las últimas entradas de su diario, en 1982, un agonizante John Cheever casi concluye: "Voy a escribir lo último que tengo que decir, y creo que lo hago pensando en el éxodo… Diré que no poseemos más conciencia que la literatura; que su función como conciencia es la de informarnos de nuestra incapacidad de aprehender el horrendo peligro de la fuerza nuclear. La literatura ha sido la salvación de los condenados; la literatura, la literatura ha inspirado y guiado a los amantes, vencido a la desesperación, y tal vez en este caso pueda salvar al mundo".

2) En 1995, dentro de un auto estacionado en Sunset Boulevard, el actor Hugh Grant es sorprendido por la policía en "actitud sospechosa" y con la cabeza de una prostituta, de nombre Divine Brown, entre sus piernas. El escándalo es mayúscu­lo: Grant —por entonces— es el inglés favorito de los norte­americanos y un chico encantador y tan gracioso para hijas y madres y tías. El actor se ve obligado a hacer una gira/vía crucis por todos los talk-shows televisivos de mañana y noche en EE UU y allí mostrarse arrepentido y tan encantador y tartamudeante como siempre. La estrategia funciona pero, además, deja un instante perfecto, histórico: cuando uno de los presentadores le pregunta al actor si ha pensado en recibir "ayuda psicológica", Grant se muestra sorprendido y pregunta para qué. El periodista le explica: "Para superar tus problemas". A lo que Gran sonríe —una de esas sonrisas de Hugh— y diagnostica: "Ah… Pero es que para esas cosas nosotros, en Gran Bretaña, tenemos las novelas".

Sin llegar a tales extremos de utilidad —la salvación de una carrera actoral o de todo el planeta—, está claro que la literatura, desde el principio de los tiempos, siempre ha servido para mucho más que la tan simple como compleja distracción y ancestral divertimento de que nos cuenten una buena historia.

Ya el esclavo de Nerón y filósofo estoico Epicteto afirmaba que la lectura equivalía al entrenamiento de un atleta antes de entrar al estadio de la vida, y que su propósito final era el de alcanzar la paz suprema. Pero la lectura de ficciones sirve, además, ya desde la infancia, como herramienta para fortalecer el pensamiento abstracto, para comprender la percepción del paso del tiempo y estimular la imaginación, para entender el curso narrativo de todas las cosas, para aprender a diferenciar entre lo ficticio y lo verídico y lo posible e imposible (sin tener que renunciar a nada), para que se cuestionen o se potencien nuestras ideas y creencias, para la comprensión de conceptos como destino y éxito y fracaso y, finalmente, para evadirnos de la prisión de nuestros días en busca de mil y una noches y paisajes y experiencias, que difícilmente podríamos explorar o vivir desde nuestros dormitorios y oficinas. Lo dice Jojen en uno de los grandes éxitos editoriales de los últimos tiempos, la saga Juego de tronos, de George R. R. Martin: "Un lector vive cientos de vidas antes de morir. El hombre que no lee vive solo una". Y, sí, no es posible vivir una vida que no puede imaginarse.

Así, la literatura es un catálogo de posibles existencias que nos ayudarán a formar y conformar la nuestra. Y lo dicho por Jojen —ya que estamos— también es aplicable a la idea de leer nada más que Juego de tronos. O de sentirse exculpado de todo repitiendo eso de que las series de televisión son la nueva gran literatura sin antes haber pasado por Shakespeare o Dante o Cervantes o Tolstói o Dickens o Nabokov o Borges y siguen las firmas. Y nunca olvidaré las palabras de aquel cuyo nombre no diré pero que, orgulloso, me lanzó un "yo no leo ficción, porque no me gusta que me cuenten mentiras". Que en paz descanse aunque siga vivo, o eso crea él.

El no leer, en cambio, no tiene ninguna ventaja y sí demasiados efectos residuales. Y ese virtual fin de la soledad que es la de pasarte la vida emitiendo y recibiendo ráfagas de más o menos 140 caracteres (y palabras abreviadas y emoticonos y selfies acerca de asuntos por lo general poco trascendentes) no es buen consejo ni consejero. Mirar no es lo mismo que ver y, mucho menos, que leer. Y, sí, no son tiempos fáciles para el asunto: cada vez se paladea menos materia noble, los best-sellers están peor hechos con cada superventas que pasa, y el supuesto oasis del libro electrónico resultó ser un espejismo: allí dentro más allá de esa novedad tonto-mesiánica à la Marvel Comics que permitía sostener toda una biblioteca con una sola mano y de la excitación supuestamente ético-contracultural de la descarga ilegal, el fenómeno probó ser —como tantos otros de aquí y ahora— un triunfo de la forma sobre el fondo, y del envase por encima del contenido. Así, el e-book —a diferencia de tantos otros ciberproductos y muy lejos de aquellos volúmenes absolutos y tralfamadoreanos iluminados por Kurt Vonnegut— no tenía mucho más que evolucionar y no se volverá a hablar demasiado del soporte hasta que alguien desarrolle un modelo en el que, cada vez que llegas al final de un capítulo, se te exija resumen y apreciación crítica de lo que te ha contado y que, de no estar tú a la altura de lo que te demanda, ese libro se acueste con tu mujer, robe el cariño de tus hijos y hable con tu jefe para que te deje en la calle. Seguro que tendrá mucho éxito y que muchos soñarán con comprarse uno lo más rápidamente posible entre iPhone y iPhone.

Mientras tanto y hasta entonces, abundan los tan amenos como ominosos ensayos —el pionero Elegías a Gutenberg, de Sven Birkerts, y el más reciente Superficiales, de Nicholas Carr— donde se advierte de que vivimos en la "edad de la distracción" donde impera aquel "demasiado de nada" al que le cantaba Bob Dylan, y se predice el fin del don de la lectura. Y, por lo tanto, también de la escritura que alguna supo conformar la gran literatura decimonónica y consagró a la novela como forma sublime y contenedora de todas las cosas de este mundo y del infinito y más allá anterior a Google. Una magia sin truco que hace de nuestras bibliotecas una suerte de bioteca: una biografía alternativa y corriendo paralela a nuestro pasajero paso por aquí.

Y aun así, el misterio permanece: no dejan de formarse y fundarse clubes de lectura y talleres literarios y editoriales de todo tamaño, abundan los jóvenes que fantasean con trabajar a cambio de cama y mística en la librería parisiense Shakespeare & Co., la ciencia inexacta de la literatura ha entrado como materia en carreras para tecnócratas feroces ('Liderato a través de la ficción' y 'Libros y dinero: Gatsby & Co.' son algunas de las ofertas a considerar en programas de estudio en los que se advierte, de entrada, que "se evitará considerar al capitalista como villano"), se publican manuales de autoayuda basados en el Ulysses de James Joy­ce (con foto de Marilyn Monroe leyendo la magnum opus del irlandés en su portada y hasta un comentario de la intensidad del orgasmo alcanzado por Molly Bloom en sus últimas páginas), se confeccionan libros de arte y gastronomía a partir de cuadros y platillos degustados chez Marcel Proust, Franz Kafka es el anfitrión perfecto para una guía de Praga, y Blanes ya cuenta con una "ruta Bolaño". Y hasta hay médicos que practican la biblioterapia: leer para curarse y, previa cita, se identifica el mal y se diagnostica la mejor lectura para su erradicación. (Cabe preguntarse si se recomendará la obra de infelices y suicidas y depresivos y enfermos geniales, que son unos cuantos de los de ahí dentro).

También, por supuesto, por suerte, todavía hay suficientes especímenes de esos a los que tan solo les gusta leer a secas y a solas. Y se conforman con semejante inmensidad oceánica sin añadidos ni trucos ni distracciones. Y gracias por la gracia.

Según me contó un entre sorprendido y desconsolado John Banville hace unos días, una reciente encuesta de la BBC determinó que un 60% de los consultados consideraban la de escritor como la mejor de todas las profesiones posible. Sin importarles que en Reino Unido un escritor promedio y a tiempo completo gane como mucho unas 11.000 libras al año y que esta cifra que en 2005 le tocaba al 40% del gremio ahora le llegue tan solo al 11%. Es verdad, los británicos aún no se ven en el trance de optar entre pensión y royalties. Pero todo se andará. "¿Quiénes son todas esas personas? ¿De dónde han salido? Pobres ilusos, no saben lo que les espera…", se lamentaba Banville, a quien ahora no le va nada mal, pero al que no le fue muy bien durante tanto tiempo. "Tal vez han sido seducidos por esa vida glamurosa y tan sexy del narrador Noah Solloway en la serie de televisión The Affair", le dije. Banville no la había visto.

¿Leer puede hacerte más feliz?, se preguntaba un ensayo de hace unos meses en la revista The New Yorker. Su autora, la narradora y antropóloga social Ceridwen Dovey, aseguraba que sí. Yo, que ya lo sabía, en cambio, prefiero amenazar con un no leer seguro que te hace más tonto. Mucho más tonto de lo que piensas. Más que eso que estás pensando.

Y de acuerdo: tal vez la literatura no sirva para salvar al mundo; pero sí que te ahorrará unos cuantos billetes de esos que gastas acostado en un diván recitándole a un casi desconocido el cuento de la nunca muy bien redactada novela de tu vida.

Rodrigo Fresán es periodista y escritor. Su última novela es La parte inventada (2014).


El Pais, revista Ideas, domingo 6 de marzo de 2016

domingo, 3 de abril de 2016

La Última de Eduardo Mendoza: MI SUFRIDA BIBLIOTECA

Tengo la costumbre de deshacerme de los libros que he leído. Y también de los que todavía no he leído, si veo que tienen mal pronóstico. El origen de esta costumbre, que muchas personas encuentran bárbara y desalmada, no es intelectual. Durante una larga etapa de mi vida combiné la movilidad con una relativa escasez de medios, con lo que me vi forzado a ir dejando atrás objetos estimados pero no de primera necesidad. Las primeras víctimas de esta emergencia siempre fueron la vajilla y los libros; la vajilla, por su fragilidad; los libros, por su volumen; en ambos casos, por la pesadez de embalar y meter en cajas cosas de tamaños y formas difíciles de acoplar. Total, que acababa tirando platos, vasos y tazas de muy escaso valor, y pilas de libros de un valor material aún más escaso, aunque quizá de un mayor valor sentimental. Pero lo bueno de los apuros es que el sentimentalismo desaparece cuando la necesidad aprieta. Fuera libros. A la tercera o cuarta masacre me di cuenta de que rara vez necesitaba los libros que había tirado y de que, si los necesitaba, los podía volver a comprar. Aparentemente, un gasto doble. En realidad, un considerable ahorro si entra en el cálculo el coste del espacio y el mobiliario. Si el libro que quería recuperar estaba descatalogado, lo encontraba online, en librerías de segunda mano o, a las malas, en alguna biblioteca pública. Y si todo esto fallaba, siempre me quedaba la solución de encogerme de hombros y pasar a otra cosa. La vida esta llena de frustraciones y renuncias y no poder releer un libro, habiendo tantos, no es un gran tormento.
La práctica me enseñó que los sentimientos, como al parecer ocurre con las prolongaciones del cuerpo humano, se recomponen. En mis sucesivas viviendas no había libros, pero procuraba que no faltaran las flores, otro artículo entrañable que, a diferencia de los libros, lleva incorporada la fugacidad. Más tarde, cuando alcancé cierto grado de estabilidad, acumulé algunos libros, pero no perdí la higiénica costumbre de desprenderme de la mayoría. Una pared limpia no parece menos acogedora que una pared cubierta de estanterías. Y por lo que se refiere a la utilidad de la biblioteca personal, lo considero nulo o poco menos. He visto bibliotecas personales especializadas, arduamente construidas a lo largo de toda una vida, que luego alguna institución pública se aviene a heredar de mala gana. Salvo estos casos contados, una biblioteca personal es un mapa confuso del peregrinaje intelectual de su dueño: cambios bruscos de gustos e intereses, propósitos abandonados, palos de ciego y una buena dosis de azar. A lo sumo, testimonio de una cierta solidez de criterio, de amplitud de miras, de cultura general. Antiguamente, el que nacía en una casa provista de una biblioteca, tenía a su alcance un territorio por explorar. La biografía de algunas personas de mérito incluye el episodio de descubrimientos venturosos. Pero como pasa también en otros aspectos del desarrollo juvenil, lo que uno tiene en casa suscita menos interés de lo que hay en casa del vecino. En mi caso, recuerdo haber sentido curiosidad por los libros que veía en bibliotecas ajenas, pero no en la que habían hecho mis padres. Quizás sí que soy un desalmado. La gente normal tiene apego por sus libros, como por sus amigos. Yo también, pero a mi modo. Por más afecto que les tenga, no me gustaría convivir con ellos. Prefiero perderlos de vista, reencontrarlos, comparar lo que el paso del tiempo ha cambiado en cada uno. Hay algo morboso en releer un libro que lleva años envejeciendo ante mis ojos. Prefiero volver a comprarlo, nuevo, con el papel blanco, bien encuadernado, sin una mota de polvo, como la primera vez que lo leí. Hasta entonces, todos los libros que he leído, siguen en mi memoria. La inmensa mayoría aparentemente olvidados. No importa. Soy lo que ellos me aportaron en su momento. Y también pueden reaparecer de repente, con una claridad deslumbrante, como si los acabara de leer.

Revista ICON nº26 abril 2016