miércoles, 31 de diciembre de 2014

El compromiso de narrar por Arturo Perez-Reverte


Escritor y miembro de la Real Academia Española, recientemente participó en un debate en el Fórum, junto con Pere Gimferrer y JoséSaramago, sobre si existe o no un compromiso moral del escritor con la sociedad. En este artículo, el autor de las novelas del capitán Alatriste explica suposición sobre ese debate y afirma que sólo es "un tipo que cuenta historias".

De izquierda a derecha, los escritores Pere Gimferrer, Sealtiel Alatriste, José Saramago y Arturo Pérez-Reverte, antes de participar en el Fórum de Barcelona, JOAN GUERRERO

Hace unos días, en el Forum de Barcelona, intervine en un debate con Pere Gimferrer y José Saramago sobre si existe, o no, un compromiso moral del escritor con la sociedad. El debate resultó animado, tuvo más repercusión mediática de la que esperábamos, y en días posteriores otros escritores españoles y extranjeros enriquecieron el asunto con interesantes puntos de vista. Ahora, tras escucharlos y leerlos a todos con respeto y consideración, debo insistir en lo que en su momento sostuve: cada vez que alguien habla del compromiso moral del escritor, siento un estallido de pánico y el irrefrenable deseo de salir corriendo. Que no me líen, pienso. Sólo soy un tipo que cuenta historias: un escritor de infantería que pasa de ocho a diez horas diarias dándole a la tecla. El compromiso moral se lo dejo a quienes tienen tiempo —y no saben cuánto los envidio— para esas cosas.

Antes de seguir adelante, una precisión. Hay escritores y novelistas, y no siempre eso significa lo mismo. No todo escritor es novelista. Yo escribo novela: imagino historias y las narro lo mejor que puedo. En ellas, por supuesto, hay una interpretación del mundo: el punto de vista. Pero no siempre se da una relación directa entre ese punto de vista literario, novelesco y mi punto de vista personal. Mi materia de trabajo es la ficción. Mi punto de vista ultimo, íntimo, es asunto mío y no tengo por qué explicárselo a nadie. Puedo hacerlo, o no. Pero nada me obliga. Lo que cuenta es la confrontación del lector con el texto que le ofrezco. Que él acepte las reglas del viejo contrato nunca escrito: esto es una ficción más o menos compleja, y de ti depende lo que hagas con ella. Yo sólo suministro materiales narrativos de cuyo carácter y efectos no me hago responsable. Respondo de la honradez profesional con que han sido estructurados, y ése es mi compromiso: contar una historia de forma eficaz. Pero cuando el lector pasa las páginas y proyecta en mi novela su mundo, su vida, sus lecturas anteriores, su ideología, eso ya no es cosa mía. Tanto si lo divierte durante unas horas como si cambia su vida, mi libro es ahora su libro. Escribí lo que quería porque me gusta escribir, porque así vivo otras vidas además de la mía, porque ajusto cuentas con el mundo, porque me pagan. Por lo que sea. Y me leen porque quieren. Que les aproveche. Mi responsabilidad termina en el momento en que entrego el mejor texto posible a mi editor. A partir de ahí, que cada palo aguante su vela.

No quiero ser referente moral de nadie. Admiro a quienes lo son sin pretenderlo, respeto a quienes lo procuran con merecimientos, y desprecio a quienes lo pretenden sin fundamento. Pero yo estoy fuera. Cuento lo que me apetece, lo que estimo conveniente contar, y lo hago sin sentarme cada día a trabajar con el pesado fardo de la responsabilidad moral sobre los hombros. Soy un leal mercenario de mí mismo, de mis gustos, de mis aficiones, de mis sueños, de mi imaginación, de mis amores y mis odios. Y eso, paradójicamente, me permite quizá ser más fiel a mí mismo, en mi obra, de lo que se puede ser cuando los compromisos son ajenos, exteriores.

Quiero decir con todo esto que lo del compromiso moral del escritor con la sociedad en la que vive y con la gente que lo lee me parece algo muy relativo. Difuso. Que exista, e incluso que sea necesario, no implica su obligatoriedad. Saramago, por ejemplo, con quien tuve el honor de compartir debate en Barcelona, es una referencia moral, ética, comprometida hasta la médula, imprescindible en el mundo actual. Pero sería espantoso un mundo literario poblado exclusivamente por saramagos. Creo que la literatura es mucho más compleja y mucho más ambigua; y palabras como ética, moral, compromiso, responsabilidad y todo eso, dignísimamente pronunciadas en muchos casos —que no siempre, como explicaré más adelante—, no son obligatorias. Hay perfectos hijos de puta que son extraordinarios y muy recomendables escritores. Y a un lector puede gustarle, divertirle o aprovecharle tanto leer a Saramago como a Gimferrer, o al hijo de puta. Todo es compatible en una biblioteca. En realidad eso es exactamente una biblioteca: saramagos, gimferrereres, revertes e hijos de puta interactuando en el lector para que éste genere su punto de vista. Su propia lucidez. Un escritor, un poeta, y sobre todo un novelista, escriben de lo que quieren y como quieren, y al lector corresponde aceptarlo o no. Es cuestión de talento, de oportunidad y de muchas otras cosas.

No siempre la literatura comprometida con los valores sociales al uso es mejor, más útil o con más influencia positiva que la que rechaza un compromiso ético concreto. Si miramos hacia atrás en la historia de la literatura, creo que pocas veces lo es. Aquí, digan lo que digan los que viven de poner etiquetas a lo que escriben otros, las únicas reglas son: sujeto, verbo y predicado. Y, por supuesto, tener algo que contar y poseer el talento y el oficio necesarios para contarlo bien. Un simple narrador de ficciones puede permitirse contradicciones novelescas según las necesidades de los personajes y las situaciones que describe. Adoptar hoy el punto de vista de un héroe y mañana el de un criminal, y tratar con idéntico vigor y objetividad ambos caracteres. Sin embargo, un escritor comprometido debe ser consecuente de cabo a rabo; y cuando bordea los límites está obligado a conceder un montón de entrevistas y a explicarse: no vayan a creer ustedes que tal, y que cual. Por Dios. Faltaría más. Lo que yo quise plantear fue esto, o lo otro. Explicaciones que, dicho sea de paso, rara vez suenan sinceras. Por eso sospecho siempre de los autores comprometidos que necesitan aclarar su obra personalmente. O que la aclaren sus compadres, o los de su editor, en el suplemento literario correspondiente. En novela, lo que no es capaz de descubrir el lector por sí solo —me refiero al lector contemporáneo y razonablemente culto—, no existe.

También me hace desconfiar del escritor comprometido el mundo en que vivimos, la demagogia, la estupidez y el imperio de lo socialmente correcto, que hacen posible lo que antes resultaba difícil: que estafadores profesionales, mangantes y cantamañanas se codeen sin rubor con auténticos maestros, y que la sociedad los convoque y aplauda a todos revueltos. En este patio de Monipodio, lo del escritor comprometido es un truco que funciona bien. Si la literatura, el acto de escribir, es también un acto de seducción del lector, resulta que, a veces, la incapacidad de seducir escribiendo crea escritores no literarios, sino sociales. A menudo, el presunto compromiso sirve para camuflar la ausencia de talento. Obsérvenlos. Están ahí, en la tele, en los periódicos, en la radio, en las mesas redondas, en los congresos sobre literatura o sobre lo que se tercie. Opinando de todo. El paisaje rebosa de escritores comprometidos de los que nadie ha leído una línea. Y a veces porque ni siquiera han escrito una línea

Otras veces la palabra compromiso camufla a quienes trincan del Estado o de organizaciones o entidades. Ahí está el México de toda la vida y sus escritores institucionales, orgánicos. España también los tuvo, claro. Y los sigue teniendo. Escritores vinculados a los diversos partidos políticos y grupos mediáticos, que además escriben o campan en ellos: radio, televisión y prensa. Tan orgánicos como los otros. Tampoco faltan en la Cataluña del Forum, claro. Ni faltaron en la anterior a éste. Todo lo contrario. Hay situaciones que favorecen la existencia de ese tipo de escritor mimado por el poder de turno, o viceversa. Las diferencias entre éstos y los otros están a la vista de cualquiera que se fije y tenga memoria. Y que lea. Son, por ejemplo —así no salimos de Barcelona—, las diferencias que hay entre Marsé y Porcel. Decidan ustedes mismos a qué tipo de compromiso corresponde cada cual.

Los autores mediáticos

En otros casos son los grupos de poder los que pretenden apropiarse de escritores con éxito, no por beneficiar al lector, sino por reforzar la posición propia. Se trata me¬nos de publicar libros que de utilizar mediáticamente al autor y a su público. Un día lo invitan a comer, lo llevan a lo alto de la montaña. Todo esto sería tuyo —le dicen— si escribiendo en mi editorial, o en mi periódico, o saliendo e mi tele, o asesorando a mi ministra, me adoraras. El paisaje abunda en ejemplos de cómo el pago del escritor por estar en la cima de esa colina se disfraza luego de compromiso político, social, moral. La foto ésta. La asistencia al acto aquél. Aunque a veces, por supuesto, se da una honrada coincidencia de intereses, o ideologías, y ese compromiso tiene la suerte, además de verse felizmente remunerado en distintas especies, de ser sincero. No siempre el compromiso es deliberado, claro. Aveces la sociedad adopta por su cuenta a determinados escritores y les atribuye lo que éstos nunca se plantearon. Ahí está el caso de dos grandes folletinistas franceses del siglo XIX: Feval y Sue. Mientras que el primero tenía una postura social combativa, que se adivina en buena parte de su obra, Sue escribió Los misterios de París ambientándola en los bajos fondos con la única intención de crear una obra folletinesca eficaz. Pero los lectores proyectaron en sus textos el propio punto de vista, atribuyéndoles una intención de denuncia social que no estaba allí, o que al menos no estaba de modo consciente en la intención del autor. Y la faena es que el pobre Sue tuvo que escribir, en adelante, incorporando a sus obras ese compromiso.

Precisión

Aquí quiero hacer una precisión. Cuando me preguntan cómo puedo escribir una novela cada dos años, o casi, siempre respondo que, como no voy nunca a conferencias ni a mesas redondas para hablar de la narrativa del próximo milenio ni del compromiso intelectual del escritor con los indios de la Amazonia, por ejemplo, tengo mucho tiempo libre para escribir. Y fui a la cita del Forum, no porque crea necesario marear en público la perdiz al respecto, sino porque aprecio mucho, tengo deudas pendientes y era para mí un honor y una satisfacción estar un rato con Saramago y Gimfererr, a los que admiro y respeto, y con Sealtiel Alatriste, que es mi amigo hace años —el respeto y la amistad tienen sus inconvenientes—. Y ya que fui para hablar, pues hablé. Pero lo del compromiso del escritor, insisto, como dije allí y repito ahora, me importa literalmente un carajo.

Quiero decir con todo esto lo que ya está claro: no creo en la sujeción del escritor en cuanto a obligación o actitudes públicas. Aplaudo a quien se compromete honradamente con un aspecto concreto de la vida, la sociedad o, la política; pero no me gusta que me lo exijan como si formara parte del oficio. Una cosa es mi punto de vista personal como español, hijo de una cultura occidental que tengo muy clara y que nació en la Biblia, en Grecia, en Roma, floreció en la latinidad medieval y en el Renacimiento, interactuó con el Islam, viajó a América en naves españolas para retornar felizmente mestiza, y cuajó, al cabo, en la Europa de la Ilustración y en los derechos del hombre. Ése es mi compromiso moral: mi cultura mediterránea, europea, occidental como verdadera patria. Lo que, a modo de telón de fondo, utilizo para situar mis historias. Y cuando escribo, a veces tengo un objetivo moral, o ético, y otras no. Así de simple. Así de fácil.

Lo repito: soy un novelista, y mi ideología es la coyuntural de los personajes en cada novela. Está en función de ella. La ideología personal y la literaria no tienen por qué coincidir. Es más: creo que, para el novelista que apunta a llegar a públicos muy diferentes, o que ya los tiene, esa coincidencia establece una limitación peligrosa. Los códigos éticos de mis lectores japoneses, por ejemplo, no coinciden con los de mis lectores israelíes, o polacos. Y no sólo se trata de eso. Cuando escribía La reina del Sur, la historia de una mujer que se dedica al narcotráfico como otros se dedican al comercio de café —y así es en realidad— no me planteaba en cada página la moralidad o inmoralidad de mi personaje. Habría sido artificial y estúpido. Entre otras cosas, yo quería contar esa historia desde dentro, no desde fuera; y ningún narco, ningún asesino, cuando miente, cuando roba, cuando mata, se dice: "Qué malvado soy". En Estados Unidos, un crítico me reprochó elegir a una perversa narcotraficante como protagonista de una novela. Y en España, otro de aquí me echó en cara que no aproveché para denunciar el narcotráfico, que —aseguraba iluminándonos el crítico— es una actividad muy reprobable, muy mala y muy nefasta. Miren qué abyecto es mi personaje, debía yo incorporar de vez en cuando, como muletilla, a lo largo de la trama. Y oigan. Esa palabra, denunciar, aplicada a la literatura, me produce escalofríos. ¿Qué pasaría si en vez de denunciar, o de utilizar una realidad útil como escenario riguroso para contar mi historia, yo fuese partidario del narcotráfico, y lo defendiese en mi novela? ¿Tendría por eso menos valor literario? ¿Merma la ambigüedad moral de Sam Spade el valor literario de El Halcón Maltes, o la infame condición del protagonista, Flashman, el atractivo de las divertidas novelas de G. M. Fraser?... En contra de lo que sostienen algunos imbéciles, tener una determinada ideología, tener la opuesta o incluso no tener ninguna, no te hace mejor o peor escritor.

Pese a lo que se dice en estos tiempos de manifiestos, de firmas y de tomas de postura públicas, negarse a participar en ellas junto ala crema de la intelectualidad profesional —dejando a las personas decentísimas aparte—, no es señal de desinterés o cobardía. Son ámbitos diferentes. Un escritor no es un intelectual comprometido por el hecho de darle a la tecla. Es sólo un escritor. En términos estrictamente literarios, Stefan Zweig es tan respetable como Heinrich Mann. Salvando las distancias, las calidades y las obras, insisto en que hay escritores que son, además, individuos a quienes preocupa la influencia moral de su prosa en la sociedad. Eso es bueno y respetable. Allá cada cual con su prosa. Pero es injusto exigir a los escritores que, por serlo, adopten compromisos que a veces, además, son coyunturales y suelen coincidir con las tendencias sociales de moda. El escritor puede aceptar el compromiso, o considerarlo un deber; pero también puede quedarse al margen, si le place. No debe ser juzgado por su ideología o sus actitudes públicas o privadas, sino por su literatura. Eso significa que no puede verse juzgado globalmente por nada en absoluto, pues quienes concretan esa palabra tan compleja y ambigua, literatura, son los lectores, uno por uno. Cada lector es un juicio particular. Incluso tratándose del mismo libro y del mismo autor, no hay dos libros iguales porque no hay dos lectores iguales. Sólo los manipuladores o los bobos trazan claras líneas divisorias entre esto y aquello.

Hay casos diáfanos, por supuesto. He mencionado a Saramago como referente moral, aunque él mismo rechaza ese compromiso como obligatorio. Saramago, le guste o no serlo, es un referente indiscutible. Pero es que él antes ya era así. Me refiero a antes del Nobel y antes incluso de su éxito literario, cuando casi nadie, excepto sus lectores de entonces, le hacía aún ni puñetero caso. Es el mismo hombre, y doy fe de ello. También referentes morales de muchas otras clases. Antes cité a Marsé: solitario, bronco, honrado e insobornable, uno de los dos últimos grandes escritores españoles vivos —el otro es Delibes—, sobre quien muchas veces me he preguntado, por cierto, si Barcelona y Cataluña, que tanto lo ignoran, lo merecen. Incluso el delicioso libro Fortuny de Gimferrer —por citar al otro participante en el debate del Forum— y muchos de sus poemas, son, en mi opinión, referentes éticos a través de una determinada estética. Y hasta una blasfemia, que cierta clase de lector condena, puede encerrar referentes morales. La lectura de Mein Kampf, por ejemplo, fue muy provechosa para mí. Como la de Sabino Arana. Lo son para cualquier lector lúcido que pretenda asomarse a las semillas del horror, o de la imbecilidad. Lo mismo puede decirse de muchos otros: Junger, Sade, Bukowski. ¿Deja de ser Madrid, de corte a checa una buena novela porque su autor sea Agustín de Foxá y escriba desde el bando vencedor en la guerra civil? ¿Son L F. Celine y su Viaje al fin de la noche menos recomendables en términos literarios que El talón de Hierro de Jack London o el Espartaco de Koestler?

Lo cierto, por otra parte, es que a veces, cuando hay muchas ventas de libros —o sea, éxito—, se da una influencia mayor; y eso impone algunas obligaciones éticas, como en el caso de Sue. En esas circunstancias, y aunque tampoco esté obligado a ello, el escritor debe cuidar más lo que dice, e incluso lo que escribe. Quiera o no quiera, es un referente. En mi caso, eso ocurre con las novelas del capitán Alatriste. Lo que empezó como una especie de guiño histórico casi privado —mi editor y yo estábamos seguros de que no íbamos a colocar ni diez mil ejemplares—, está ahora en los colegios: hay chicos entre doce y dieciséis años que se aproximan a la literatura y a la historia de España en el siglo XVII a través de esos libros. Que los leen, en algunos casos, como tarea escolar obligatoria. Esto me ha echado encima una responsabilidad que nunca busqué, y a la que procuro hacer frente de modo honorable cuando me enfrento a tan jóvenes lectores. Pero en el caso de las novelas de Alatriste, mi responsabilidad moral está limitada a esa obra en particular. A un soldado y espadachín que es un mercenario y un asesino a sueldo; pero cuyos peculiares códigos —paradójicamente, y para mi sorpresa—, se han convertido en referencia de interés para algunos lectores. Se trata, pues, de un compromiso limitado y específico. Si mañana decidiera escribir otra serie de novelas manejando personajes con valores diferentes, u opuestos, nadie tendría nada que reprocharme en absoluto.

El filtro ideológico

Todo lector, hasta el menos formado, tiene una ideología. No puede evitar que le guste más quien se acerca a ésta. Pero es un error juzgar a los escritores a través de ese filtro, o fuera de contexto. Incluso es un error juzgarlos fuera de si mismos, de su tiempo, de su biografía, de sus intenciones. Recordemos los juicios de Cervantes sobre los moriscos, el antijudaísmo de Quevedo, la seca profesionalidad militar de Díaz del Castillo, la objetiva crueldad medieval de los almogávares descrita en la prosa de Muntaner: Tuvimos que cambiar de lugar —cito de memoria— porque allí los habíamos matado a todos y quemado todo y ya no había de qué vivir... Vayan ustedes a pedirle un compromiso ético e intelectual a Muntaner, que cuenta lo que vio. Precisamente su grandeza es su fría objetividad; que no le tiemble el pulso ante lo que, en su tiempo, era corriente. Eso permite que el texto llegue intacto y fresco al lector de cualquier tiempo, y que, éste sí, aplicando los criterios, principios y éticas al uso, haga su particular lectura. Su propia digestión. Lo malo es que, ahora, hasta a los clásicos se les aplican contrastes y valores socialmente correctos que no tienen nada que ver con el momento en que fueron escritas las obras, perturbando así su carácter y sentido.

He rozado ahora un tema complejo, que no pretendo resolver porque mi oficio no es resolver ese tipo de cosas. Me refiero a si es bueno o malo conocer a fondo al autor de la obra. Porque otro fenómeno reciente, no siempre positivo, es la presencia continua del escritor en medios de comunicación: entrevistas, artículos. Eso tiene riesgos y ventajas. Más riesgos que otra cosa, pues —al menos a mí me pasa— suele producirse una decepción cuando conoces demasiado al escritor. A menudo, por la boca muere el pez. Si yo hubiese sabido lo que ahora sé de Mann, Proust, Zweig, Stendhal y otros, tal vez la impresión extraordinaria que me causaron en otro tiempo no hubiese sido la misma; mi limpia avidez juvenil se habría visto perturbada por sensaciones, asociaciones y juicios paralelos. Conocer al autor y sus motivos es bueno para descifrar el texto —como es el caso de Cervantes y de la mayor parte de los grandes clásicos—, pero sólo hasta cierto punto. A partir de ahí, la obra puede verse alterada o perjudicada en el acto lector. Conocer la biografía de Camus propicia, sin duda, una lectura más intensa y placentera de su obra. Pero también se dan casos opuestos. Recuerdo que me fascinó lo bien que un novelista español actual describía a un fascista, hasta que pude leer determinados juicios del escritor. Lo define tan bien, concluí, porque el propio escritor es un fascista. En otro orden de cosas, ciertos juicios y prejuicios de Nabokov, por ejemplo, me han empañado el retorno a obras suyas que adoré en su primera y casi inocente lectura. Por eso, con las reservas y salvedades razonables, creo que para el lector normal, y al menos en los primeros lances librescos, cuanto menos se conozca al autor, mucho mejor. Más amplio puede ser el significado. Más amplia su obra, pues estará más abierta a interpretación. Y eso, a mi juicio, es la verdadera literatura: la biblioteca universal, la red inmensa, borgiana, que en cualquier lector de buena ley conecta a Ágata Cristhie con Dostoyevski, a Cervantes con Dumas, a Corín Tellado con Saramago, a Gimferrer con Stephen King, a Pérez-Reverte con Marcial Lafuente Estefanía. El lector es quien teje, paciente, esa tela de araña maravillosa. Quien, bajo su propia responsabilidad, atribuye, asimila decide, interpreta, rechaza, hace suyos los libros que caen en sus manos. Sólo los estúpidos, los arrogantes, los que se atreven a explicar cómo habrían escrito ellos —si escribieran, por supuesto— lo que escriben otros, pretenden fijar reglas a ese universo rico, ambiguo, maravilloso, que es la literatura.


El Pais, 26 septiembre 2004




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