viernes, 30 de agosto de 2013

DEL VICIO SOLITARIO



Por ELVIRA LINDO

No es una superstición, es cierto. Los libros se gastan al contarlos. Por eso cuando alguien me asalta con la pregunta de si ando en una novela me muestro huidiza en la respuesta. No es afán de reserva ni querer provocar en el otro un interés mayor, se trata del miedo a que un argumento o unos personajes con los que ya convives puedan que- darse en nada si andas manoseándolos antes de darles vida. Los libros se gastan, planean una venganza contra el autor fanfarrón que anda contando que tiene una novela antes de haberla escrito. Todo novelista ha vivido esos penosos períodos de sequía en los que la fuerza se va por la boca y contar significa hacer creer a los
demás lo que quieres creerte tú mismo: que aún hay algo que merece ser dicho. Pero los libros se
mueren muchas veces en el intento. Tal vez sea distinto el caso del autor teatral que necesita
hacer vivas las palabras que habrán de convertirse en diálogos; mismo fin de su escritura, pronunciar las frases en un escenario, permite la posibilidad de contar un diálogo que se te ha ocurrido sin que éste se malgaste. No me extraña por eso la necesidad que tenía Lorca de compartir los hallazgos que se le iban ocurriendo en torno a sus obras. Decir en voz alta una frase que habrá de pronunciar un personaje ayuda a encontrar el tono necesario para toda una escena. He vivido esa experiencia y es así, el teatro no se frustra por ser contado. Pero la novela es otra cosa, la novela ofrece el paisaje, la emoción y el pensamiento que hay detrás de cada silencio y de cada palabra y eso definitivamente no se puede contar, no cabe más posibilidad que la lectura y la lectura sólo es posible si el escritor se ha pasado tarde tras tarde trabajando. Yo, como tantos, he escrito muchas novelas en mi cabeza, la mayoría de las veces en el camino de vuelta a casa, cuando te has tomado dos copas, te dejas llevar por la envoltura mágica de la noche y se la cuentas a alguien con claridad y detalles. Son esos momentos en los que todo parece hacerse muy nítido, la historia, el tono en el que será escrita y hasta la frase final, y en los que se diría que el libro ya fue escrito. Los personajes parecen estar vivos en esos últimos instantes de pensamiento consciente antes de que te rindas al sueño y estás segura de que no habrá nada que impida el que al día siguiente toda esa riqueza de la imaginación se vierta sobre la página. Parece tan sencillo como escribir al dictado, como convertirse en una simple médium de lo que en algún lugar remoto de nuestro cerebro ya está escrito. Pero la novela misteriosamente se pierde, tantas veces se ha perdido, que ahora sabes que las novelas hay que escribirlas casi en secreto.
Y una vez que se escriben hay que contarlas. Contar lo que ya se ha escrito. Contar aquello en lo que se puso tanta atención y tanto mimo. De qué va tu novela, te preguntan. Cómo se responde a eso cuando lo que deseas verdaderamente es salir corriendo para cazar la siguiente, para no perder el don de la tozudez, que es el verdadero secreto de la escritura. Pero ya no es posible estar callado, no es posible que los libros sean los que dialoguen con el lector y el autor se retire a intentarlo de nuevo, las promociones obligan a la explicación permanente de lo que se ha hecho y a la confesión de lo que se hará. En los días en los que el libro aparece en las librerías como un pan recién hecho tu imagen se repite en radios y periódicos. Es el momento en el que alguien se te acerca y te dice, no se sabe si con reconocimiento o reproche,“te veo en todas partes”. Absurdo sería contestar: yo no me lo he buscado. Sonaría a mentira o a disculpa. En una sociedad tan poco proclive al silencio nadie va a creerse que estás harta de ti misma, que anhelas el momento de volver a ese rincón del mundo en el que puedes entregarte al vicio solitario de la escritura.


Revista Mercurio nº90 junio 2007

¿Que sentido tiene?

¿Que sentido tiene?. Así comienza un poema de un buen amigo. ¿Que sentido tiene? Buena pregunta. Plantearsela predispone una necesidad, un sentimiento irredento, una fatal adversidad, en definitiva, una forma de vida. ¿Daríamos más valor a la pregunta si respondiésemos con más preguntas? Yo creo que no. Realmente son preguntas, muchas veces, retóricas en sí mismas. Porqué ¿porque nos lo preguntamos?
En la Odisea vital de seguir adelante en la jungla, en no rendirse, intervienen factores tan simples como un objetivo absurdo, una llamada, unos ojos amables… un largo etcétera de episodios, muchos de ellos sin la adecuada banda sonora, y sin embargo, algunos de estos episodios alcanza cotas de insospechada perfección, y son parte del lastre que nos sujetará con fuerza a nuestra realidad, o una fantasía propia, o mundos imaginarios que no conllevan una aplicación practica para incidir en ello una y otra vez ¿que hubiese pasado si…?¿llegaré a hacer esto o aquello?¿podría verla de nuevo?¿de ser así, que le diría? Cuantas preguntas sin respuesta. Y aún es así ¿que sentido tiene? persigues sueños despierto, y tu le ves sentido; permaneces desvelado dandole vueltas a extraños conceptos, sentimientos tan profundos que no encuentras palabras para describirlos. Imágenes fantásticas brotan de tus manos, en definitiva, creo que todo tiene sentido. O al menos debería tenerlo.
01/04/05

Muro de Libros



Aaron T Stephan -- Building Houses/Hiding Under Rocks, 2007 altered books

sábado, 24 de agosto de 2013

ENIGMAS ARTÍSTICOS

 Champán y rock europeo Por Sabino Méndez

EN LIBROS DEL ASTEROIDE hacen bien las cosas. Se han permitido publicar este año esa perla única y necesaria que es Alí y Niño de Kurban Said. Un libro tan interesante y desconcertante como la peripecia de su autoría.

Fue publicado en Viena en 1937 por la baronesa Elfriede Ehrenfels (1894-1982), quien había registrado el sonoro seudónimo. Describía los amores de una pareja interracial en Bakú, la capital de Azerbaiyán, poco antes de la revolución rusa. Pronto se supo que quien estaba detrás del seudónimo era su amigo Lev Nussimbaum (1905-1942), escritor azerí, curioso y enigmático, que también firmaba a veces como Essad Bey. Había escrito biografías y best sellers de la época (Petróleo y sangre en Oriente) y era personaje dado al disfraz, huido de Bakú por la represión bolchevique, que había llegado a vivir a todo tren en el Nueva York del jazz y en Berlín bajo las narices de los hitlerianos.

Ahora bien, en la región original de Bakú nos encontra¬mos con que, por contra, Alí y Niño se considera obra de Josef Vezir Chamanzaminli (1887-1943), ferviente nacionalista muerto por los soviéticos. Tiene rango de libro patriótico debido a sus emotivos retratos del paisaje del Bakú pre-soviético. Pero, en su excelente libro de investigación (El orientalista) Tom Reiss pone de relieve que, a pesar de la semejanza de fragmentos con otros cuentos de Vezir y la similitud de hechos de la trama con su biografía, hay algo que no cuadra. Toda la obra de Josef Vezir es una ardiente condena de la mezcla étnica y cultural, mientras que el mensaje de Alí y Niño es el contrario.
Las últimas investigaciones indican que la obra probable¬mente pudiera ser fragmentos de Josef Vezir que, de una manera todavía por aclarar, habrían caído en manos del espabilado Nussimbaum (alias Kurban Said, alias Essad Bey) quien, capaz de valorar su potencial, los hubiera completado con añadidos propios y plagios del escritor georgiano Grigol Robakidze (1881-1961, ¡un cuarto nombre!) cambiando la intención
.
Si esa teoría fuera cierta, ilumina un enigma artístico aún mayor. Y es el de cómo un libro retocado, plagiado, escrito por cuatro, seis u ocho manos, de una manera arbitraria según los vaivenes de su tiempo, transmite aún arrobo y misterio en su resultado estrictamente verbal. O sea, que sorprendentemente ha sido mejorado, perfeccionado, por ese proceso (raro, pero a veces pasa). Hay alguna exageración de emociones corrientes pero, en general, sus principales perlas están unidas de tal manera que lo que brilla es el hilo que las engarza. Si el hecho de haber pasado por varias manos hubiera perfeccionado finalmente la relojería de la obra, eso nos hace deducir claramente otro detalle. Y es que, en primer lugar, lo que se habría necesitado para ello es que existiera un buen lector (fuera la baronesa o Essad Bey), capaz de detectar y apreciar los mejores resortes para pulirlos y afinarlos. Lo cual aún nos lleva inevitablemente a otra fascinante conclusión más: que el resultado del manuscrito de Alí y Niño que conocemos hoy en día, bien pudiera ser finalmente no otra cosa que el producto de un amor contagioso por el disfrute de la lectura. •

Alí y Niño. Kurban Said. Traducción de Isabel Payno Jiménez-Ugarte. Libros del Asteroide, 2012. El orientalista. Tom Reiss. Traducción de Marco Aurelio Galmarini. Anagrama, 2007.

El Pais Babelia 24.08.13

SUEÑOS Y UTOPIAS


Por Antoni Gutiérrez-Rubí

Un sueño aislado es una quimera o una fantasía; a veces, el preludio de una alucinación. Pero un sueño compartido es una utopía colectiva, un reto posible. Un desafío. Cuando Martin Luther King (MLK), en las escaleras del Lincoln Memorial, pronunció su discurso I have a dream (Tengo un sueño), el 28 de agosto de 1963, construyó una de las más poderosas utopías contemporáneas. Esas 1.666 palabras sacudieron a la sociedad mundial con tres principios: más unidad, más igualdad, más democracia. Los mismos que cien años antes, a mediados de junio de 1858, en la Convención Republicana de Springfield que le postularía como candidato a senador por el Estado de Illinois, Abraham Lincoln transmitió en su memorable discurso: "Una casa dividida contra sí misma no puede mantenerse en pie". La política como utopía necesaria y, en consecuencia, que debe ser posible y realizable. La utopía como proyecto.

La conexión Lincoln-King en el discurso y en la trayectoria de ambos es evidente en lo explícito y en lo emocional. "Pero cien años después, las personas negras todavía no son libres. Cien años después, la vida de las personas negras sigue todavía tristemente atenazada por los grilletes de la segregación y por las cadenas de la discriminación. Cien años después, las personas negras viven en una isla solitaria de pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad material". Así habló MLK.

La primera versión de Utopía, el libro fundamental del humanista del Renacimiento Tomás Moro, se publicó en 1516. El texto es una sátira política, pero también una obra alegórica y romántica. Moro quería denunciar los excesos del poder, la avaricia y la obsesión por lo material. Para ello describe, a través de un narrador que es un explorador, un mundo ideal (una isla), organizado racionalmente (es decir, justo) que se convierte en una comunidad pacífica que establece la propiedad común de los bienes. Toda la organización social de la isla (el trabajo, la propiedad, el ocio) pretende disolver las diferencias sociales y fomentar la igualdad. Una ciudad imaginaria. Una ciudad inexistente. Un "no lugar", como tradujo Utopía al castellano Francisco de Quevedo. Desde entonces, lo utópico se ha presentado como irrealizable, por inexistente, más que por impensable. Por imposible, más que por incomprensible.

El mérito histórico del discurso de MLK es dibujar la utopía de la igualdad como un recorrido posible, no como una isla inalcanzable; tampoco como una isla de marginación, sino como un camino de superación, integración y redención social y cívica: "del oscuro y desolado valle de la segregación al soleado sendero de la justicia social"; "desde las arenas movedizas de la injusticia racial hasta la sólida roca de la fraternidad". Una marcha colectiva por una geografía tortuosa y difícil, pero que no impedirá que se cumpla el sueño colectivo: "todo valle será alzado y toda colina será bajada". La marcha sobre Washington como metáfora y etapa inicial.

I have a dream no es un pensamiento onírico, es una visión política. De nuevo, la conexión con Lincoln es singular y sugerente. El presidente, torturado permanentemente por el destino y las repercusiones históricas de sus decisiones más dramáticas, hurgaba en sus sueños (en sus pesadillas) para interpretar el futuro y reconfirmar su presente. Lincoln llegó a soñar -unos días antes- cómo era asesinado, según le explicó a su esposa, quien durante muchos años descifraba o interpretaba sus sueños en el marco de una relación tortuosa de dependencias mutuas y múltiples capas psicológicas entremezcladas con reproches y sentimientos cruzados.

LOS SUEÑOS HAN SIDO INSPIRACIÓN y premonición de creaciones extraordinarias e históricas. John Lennon compuso Imagine después de haber escuchado la melodía en un sueño. Lo mismo afirmó Paul McCartney en relación a la melodía del tema Yesterday. Y Albert Einstein informó que su teoría de la relatividad fue inspirada en una serie de sueños que tuvo entre abril y junio de 1905. Pero el sueño de MLK fue más allá de la creación o de la invención. Se convirtió en coro social, en bandera política e himno generacional.

Cincuenta años después, su discurso es parte de la cultura universal. Trasciende el contexto y la historia concreta, para situarse en un plano moral y se transforma en imperecedero e inagotable. Cincuenta años después, la política -en particular en nuestra realidad más próxima- se ha desgajado de la palabra que emociona, que interpreta y proyecta, que acoge y proclama. El descrédito de la política es triple: no tiene sueños que se conviertan en retos, no defiende utopías que comprometan a la acción y no encuentra las palabras que conmuevan y promuevan los cambios colectivos: aquellos que son mucho más que la suma de los individuales.

I have a dream no es un discurso, es un manifiesto permanente para la acción y la movilización. Un camino, más que un destino o una meta. Por ello no es de extrañar que a los más de dos millones de indocumentados que llegaron a Estados Unidos siendo niños y que podrían, potencialmente, beneficiarse de la aprobación de la ley denominada Dream Act del presidente Barack Obama se les conozca hoy como los dreamers (soñadores).

El sueño continúa: el americano para muchos y el universal para todos. El sueño de la fraternidad. Gracias eternas, Martin Luther King.


Antoni Gutiérrez-Rubí es asesor de comunicación y consultor político. Con motivo de la conmemoración del 50° aniversario del discurso de Martin Luther King, ha coordinado la edición de un 'e-book 'gratuito, en el que participan distintos autores, como Federico Mayor Zaragoza, Juan María Hernández-Puértolas, Gumersindo Lafuente, Fran Carrillo, Rafael Vilasanjuan, Carlos Páez, Roberto Trad, Francesc Pujol, Yago de Marta, Xavier Peytibiy Ángela Paloma Martín. Estará disponible a partir del 28 de agosto en la web conmemorativawww.gutierrez-rubi.es/istillhaveadream.

El Pais Semanal nº1.925 18.08.2013

jueves, 22 de agosto de 2013

La vocación literaria por Javier Gomá Lanzón

Raptado por las musas

La vocación literaria es una mezcla de visión y misión destinada a ordenar el caos de la vida.

JAVIER GOMÁ LANZÓN 17 AGO 2013



Hay un hecho notorio y universal que reclama una buena explicación: por qué determinadas personas dedican las mejores horas del día, los mejores días del año y los mejores años de su vida a producir algo que nadie les ha pedido, sin que el éxito social, los requerimientos de la conciencia, el anhelo de fama o el enriquecimiento económico constituyan nunca la motivación principal. El hecho suele ser designado con la palabra vocación. Y necesita explicación porque es mencionado, invocado o apelado a cada paso por quienes lo experimentan en el interior de su personalidad —poetas, pintores, compositores, creadores, artistas, pensadores—, pero muy rara vez ha sido objeto de meditación filosófica.

1 La vocación se compone de dos momentos: visio y missio (visión y misión). Lo que perciben nuestros sentidos no tiene sentido. Nuestra experiencia del mundo es caótica, fragmentaria, y no logra conformar una unidad significativa. El mundo se parece a un puzle de mil piezas del que solo un pequeño número de ellas —cien, doscientas— estuvieran ya colocadas en su sitio. A veces, a la vista de esas pocas piezas, uno cree adivinar fugazmente, insinuado, el conjunto, pero esa promesa resulta pronto desmentida por una abrumadora experiencia del absurdo y del sinsentido de la vida. Pues bien, hay determinadas personas que sí tienen la visión del puzle entero —la imagen del paisaje, el retrato, el edificio— porque son capaces de completar con su imaginación los huecos de las piezas sin colocar. A esa visión se refería Rafael de Urbino cuando decía que, antes de pintar un cuadro, se formaba en su mente “una cierta idea del todo”.

Quien tiene esta “idea del todo” siente dentro de sí el apremio de producir un objeto que la incorpore y le dé soporte para así evitar que se pierda, como las demás cosas humanas, arrastrada por la corriente del tiempo. Este producir se dice en griego antiguo poiesis: un producir un objeto —un cuadro, una escultura, una sinfonía, un poema, un sistema filosófico— que no persigue función utilitaria alguna excepto la de prestar consistencia, coherencia, fijeza y perduración a la visio y así ponerla con carácter permanente a disposición de uno mismo y los demás. He aquí el segundo momento de la vocación: la missio. La ansiedad por crear el objeto puede llegar a ser extremadamente absorbente, tiránica y rapiñadora. En este sentido, la vocación constituye una anomalía vital y un objetivo empobrecimiento: supone la activación de todas las facultades, capacidades y potencias humanas en la dirección de una —una sola— de las muchas posibilidades que ofrece la exuberancia vital; a cambio, una inmensa concentración de energías.


2 Los griegos, ese pueblo dotado como ninguno para dar plasticidad a los conceptos más abstractos, representaron el doble momento de la vocación como un rapto de las Musas. En la Antigüedad se registran casos de secuestros perpetrados por unas Musas que pueden llegar a ser posesivas de una manera casi violenta. Sus presas se sienten, se lee en el verso de las Geórgicas de Virgilio, heridas de un amor sin límites. “El que es raptado por las Musas (mousóleptos) es el poeta genuino, en contraposición al poeta artífice”, escribe Walter Otto en su célebre estudio Las Musas. El origen divino del canto y del mito.

El raptado vivencia su secuestro como una llamada a servir a la obra que se gesta lentamente en su interior, como si estuviera preñado de una idea o de un nudo embrionario de ellas durante largos años y debiera consagrar la entera organización de su existencia a la misión de preparar y asegurar el feliz alumbramiento. A fin de que el objeto se forme orgánica y sistemáticamente en su estricta objetividad el raptado renuncia a una biografía interesante y acepta estar en el mundo siempre de paso, como los pastores, sin deshacer nunca la maleta, a la defensiva de cualquier novedad que distraiga la atención de su carga gravosa pero amada, sin sorprender a nadie y también sin dejarse sorprender. Para quien ha tenido la visión raptadora, todo permanece en vilo mientras esta se materializa. Cuanto le ocurre, siente o experimenta reviste valor solo en tanto contribuye a clarificar la visión iluminadora. En el pecho del mousóleptos se agita una auténtica emoción poética, pero la suya se parece más a una pasión fría porque se orienta hacia la generalidad abstracta del mundo sin llegar a concretarse en nada ni en nadie. No le queda más remedio que resignarse a una relación solo mediata con las cosas buenas y hermosas del mundo: se diría que las ve a través de un cristal, como el presidiario a las visitas en horas reglamentarias, o que las besa a través de un pañuelo, y todas las personas, incluso las más queridas, se limitan a posar teatralmente como haría un modelo ante el pintor que lo retrata. El universo entero en función de la obra, la cual a su vez contiene la totalidad del universo entrevisto. De ahí que, para quien conoce la fuerza de la auténtica vocación, resulte tan incomprensible que algunos escritores, como Borges, presuman de los libros que han leído por encima de los que han escrito. No: el mundo estimará en más o en menos la obra producida, pero al autor le va la vida en su obra, si de verdad ha sabido dar cuerpo en ella a su visión.


Conviene destacar el hecho de que solo se logra con éxito la producción del objeto si este adquiere una objetividad independiente del yo que la produce. La juventud predispone a la visio mientras que solo en la edad madura se está en condiciones de sustanciar la missio. La autoposesión, el narcisismo, el subjetivismo extremo y libre de compromisos característicos de la adolescencia a veces suscitan una actitud favorable a la aparición de las Musas pero, en cambio, contra lo que sugiere el estereotipo romántico, no ayudan en absoluto al duro trabajo en la obra. Es muy frecuente que la emoción inicialmente sentida solo pueda objetivarse en obra y recibir la forma que esta requiere una vez hecha la transición a la madurez, en pleno trasiego y ruidoso alboroto de la casa fundada y el aprendizaje de una profesión con la que ganarse la vida. En efecto, solo puede producir algo quien conoce las reglas del oficio de que se trate, lo cual acontece en la mayoría de los casos durante esa edad adulta, cuando se adquieren las habilidades técnicas y la disciplina requeridas para que la obra se perfeccione con la deseable autonomía, y el arte de producir música, pintura, edificios o textos no constituye en esto una excepción al resto de los oficios. Pero es que además, en un plano moral, la confección de una obra solo es posible para quien consiente en humillar su yo y deja en su interior espacio para el acto de comunicación inmanente a la naturaleza del arte. Contrariamente a lo que suele pensarse, la vocación, que sí es egocéntrica, no tiene ni un ápice de egoísta. Egocéntrica sí, porque el raptado ha de cultivar su yo como nido donde se incuba demoradamente la obra, robando tiempo y atención a todo lo demás; pero una vez así ensimismado, no se complace estérilmente en el sentimiento estético-oceánico de su existencia sino que, entrenado en la cotidiana y ascética alienación del yo, ha de eclipsarse en favor de la obra.

3 El objeto elegido para dar forma a la visión determina el tipo de vocación. Si el objeto es un lienzo, se es un pintor; si un pentagrama, un compositor; si la piedra, un escultor. Es literaria aquella vocación que elige como objeto la producción de un texto. De igual manera que un pintor percibe un magnetismo en la asociación de unos particulares colores o el compositor descubre la necesidad interior de una concreta secuencia de notas musicales, así el escritor es aquella persona que ha desarrollado un sentido para aprehender el campo de fuerzas que generan dos o más palabras cuando se ponen cerca y del que carecen por separado. El escritor, en resumidas cuentas, no es otra cosa que un juntapalabras y su arte reside en juntarlas con acierto. Con motivo Malherbe, hastiado de la ampulosidad verbosa de la Pléiade, se autorretrató modestamente como un “arrangeur de syllabes”. Todo literato emula al Adán que en el primer día puso nombre a las cosas (Génesis 2, 20). A ese don cantó Juan Ramón Jiménez en su poema de Eternidades: “¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas! / …Que mi palabra sea / la cosa misma, / creada por mí nuevamente”. El mérito, el poder y la virtud del escritor descansan en las concretas palabras escogidas y el orden preciso en el que las ha dispuesto para que resulten eficaces en su designio poético. La literalidad encierra la esencia de lo literario y por eso el auténtico texto de literatura —el poema, la novela, el ensayo— no se deja resumir, compendiar o parafrasear.

Desde esta perspectiva, la filosofía es solo una especie dentro del género literario. Una filosofía sin visio y sin missio —sin vocación literaria— puede ser la obra de un profesor de filosofía, un maestro, un editor, un filólogo, un traductor, un divulgador, todo ello incluso en grado eminente, pero no propiamente la de un filósofo. La visión hace nacer en este una emoción abstracta hacia lo contemplado que bien puede denominarse eros. Poetizar es celebrar esa emoción con versos, relatos o representaciones dramáticas; filosofar es definir esa misma emoción erótica con conceptos y categorías. En ambos casos, “una cierta idea del todo” desencadena el proceso arrollador. La tarea del filósofo consiste en la dura conversión del eros en concepto y este en palabra y luego en texto sistemático. Entre los modernos, ha sido Max Scheler quien de modo más convincente, en La esencia de la filosofía y la condición moral del conocer filosófico, ha argüido acerca de cómo la filosofía se sostiene siempre sobre una previa emoción erótica. Pero, como se ha dicho, ya los griegos antiguos, que tendían siempre al antropomorfismo, personificaron el despertar de este específico deseo amoroso en el secuestro de las Musas, las cuales, escribe Platón en el Fedro, “se hacen con un alma tierna e impecable despertándola y alentándola hacia cantos y toda clase de poesía”. No es casual que para el Sócrates del Fedón la filosofía sea justamente el arte de las Musas por excelencia: megíste mousiké, la llama con orgullo.


4 Lo sentado anteriormente autoriza a seleccionar del canon algunos ejemplos de vocación literaria sin distinguir entre literatura y filosofía y dando a literatos y filósofos un tratamiento indistinto. La visión suele tener en ambos casos el carácter de una revelación en la que predomina el elemento de la luminosidad. Pero unas veces la luz proviene de un fuego abrasador, consuntivo, y otras de una llama cálida, gozosa, vivificadora.

Entre las experiencias abrasivas destaca la de Pascal. Fallecido el filósofo, un criado halló en el forro de su levita una estrecha tira de pergamino. Estaba datada el lunes, 23 de noviembre de 1654, “a partir de las diez y media de la noche aproximadamente hasta cerca de media hora después de la media noche”. Durante esas dos horas a Pascal le sobrevino una visión extática que el pergamino manuscrito trata de verbalizar. El luego llamado Memorial empieza con la palabra “feu”, el fuego de un Dios bíblico de vivos contrapuesto al Dios fosilizado de la filosofía y la teología. En el otro extremo se situaría James Joyce. Durante su último curso en el Belvedere College, 1897-1898, contando 16 años, el prefecto de estudios le sugirió la posibilidad de ingresar en la Compañía de Jesús. Pocos días después, tuvo lugar la escena recreada en Retrato del artista adolescente, la ruptura definitiva con la Iglesia católica y la afirmación de su vocación artística precipitadas por una suerte de éxtasis inverso: “Su alma se acababa de levantar de la tumba de su adolescencia, apartado de sí sus vestiduras mortuorias. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Encarnaría altivamente en la libertad y el poder de su alma un ser vivo, nuevo y alado y bello, impalpable, imperecedero”. La visión asume en Joyce la figura de una hermosa muchacha a la que contempla en el puerto mirando el mar, con las faldas arremangadas y moviendo las aguas distraídamente con el pie, encarnación de aquella “profana perfección de la humanidad” (Yeats). “¡Dios del cielo! —exclamó el alma de Stephen en un estallido de pagana alegría”. “Vivir, errar, caer, triunfar, volver a crear la vida con materia de vida. Un ángel salvaje se le había aparecido, el ángel salvaje de la juventud mortal”.


Hay epifanías que acontecen sentado, otras andando y otras en estado de espera. Entre las primeras, la de Descartes en la noche del 10 al 11 de noviembre de 1619, a la edad de 23, durante un descanso de la guerra de los 30 años, en las cercanías del Ulm junto al Danubio: “Y observando que esta verdad: pienso, luego existo, es tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando”, referirá años más tarde Descartes en su Discurso del método. Entre sus papeles póstumos figura una anotación con la fecha trascendental y este comentario a su lado: “…mientras estaba lleno de entusiasmo y descubría los fundamentos de una ciencia maravillosa”.

La visión de Rousseau fue, en cambio, de las ambulatorias. Una tarde de 1749 iba a visitar a su amigo Diderot, preso, y mientras caminaba leía las bases de un concurso convocado por la Academia de Dijon. De pronto le envolvió, como un relámpago, lo que él en las Confesiones bautizó como “la iluminación de Vincennes”. Su conciencia atravesó un momento de lucidez prodigiosa, las ideas se le agolpaban a una velocidad muy superior a su capacidad de asimilación, pero la intuición central permanecía: el progreso de los pueblos exaltado por su siglo ilustrado no existe, porque el hombre nace bueno y la civilización lo corrompe: aquí se halla la almendra de toda su vasta producción posterior.

Por último, a Proust le sorprendió la visión unitaria del ciclo En busca del tiempo perdido en la biblioteca del hotel del príncipe de Guermantes mientras esperaba que terminase el concierto. Allí encadenó tres o cuatro “resurrecciones de la memoria”, dos losas desajustadas, el tintineo de una cuchara chocando contra un plato, la tiesura almidonada de una servilleta o el ruido estridente de una cañería —momentos del presente capaces de evocar recuerdos del pasado a los que la imaginación halla alguna analogía—, que produjeron en Proust la sensación felicísima de elevar a un plano supratemporal el tiempo perdido y por esa vía recuperarlo y rescatarlo de la muerte. Ese fue su “día más bello” —confiesa en el último tomo de su obra—, aquel “en el que se alumbraban de pronto no solo los antiguos tanteos de mi pensamiento, sino hasta la finalidad de mi vida y acaso del arte”.



Labor de nómadas

Los aspectos complementarios de la visio —fascinante y terrible al tiempo— ya se encuentran en dos de los primeros casos de vocación literaria registrados en la historia de la humanidad. Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro cuando, al llegar al monte Horeb, una zarza ardiendo le habló y le envió a los hombres con una misión literaria: la composición de las leyes para el pueblo elegido (Éxodo 3). Por su parte, Hesíodo, pastor de ovejas, se hallaba apacentando su rebaño al pie del monte Helicón cuando, según refiere en el arranque de su Teogonía, se le aproximaron por sorpresa las Musas formando bellos y deliciosos coros; tras ungirle como poeta entregándole una rama de laurel, cumplieron los dos rituales de la vocación: le revelaron una visión del mundo y le encargaron que la difundiera con su canto, infundiéndole para ello ese dulce don que solo poseen ellas. La escena bíblica destaca el aspecto llameante de la vocación mientras que la griega realza su gracia y encantamiento. En ambos casos, a la epifanía sigue la urgencia literaria de producir un documento que ordene la visión sobrevenida y le preste una forma perdurable (Teogonía, Pentateuco); en ambos casos también el favorecido por la visión es sorprendido en faenas de pastoreo: se diría que es propicia a la vocación esa existencia nómada y disponible, sin arraigar en ningún sitio fijo y sin compromiso, errante con sus ovejas.

El Pais Babelia 17.08.13

jueves, 15 de agosto de 2013

Ajedrez… y más allá


El último libro de Leontxo García muestra como el milenario juego podría cambiar el mundo del conocimiento

JORGE WAGENSBERG



Spassk y Fischer, en sus partidas en Islandia, en 1972. / CHESTER FOX / CAMERA PRESS DIGITAL

Lo deja caer Leontxo García en su libro, Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas: existen auténticos niños prodigio en pocas disciplinas, quizá solo en tres, matemáticas, música y ajedrez. La expresión niño prodigio no significa aquí talento admirable para su edad, sino admirable en valor absoluto. Fuera de estas tres disciplinas existen genios adolescentes que escriben, que pintan o que juegan al fútbol, pero nunca llegan a disputar el mismo espacio que ocupan los genios adultos. Sin embargo, a los 12 años Arturo Pomar hizo tablas con el legendario Alexander Alekhine, los conciertos del Mozart adolescente forman parte del repertorio de los grandes violinistas y cualquier matemático admira la Teoría de Grupos que Galois concibiera siendo aún menor edad. ¿Por qué? ¿Qué tienen en común el ajedrez, la música y las matemáticas? La afilada observación de Leontxo no es fácil de analizar. Se diría que la matemática, la música y el ajedrez son construcciones puramente mentales que deben su eficacia a un lenguaje universal y potente.

El texto de Leontxo García rebosa de intuiciones que manan del ajedrez y van más allá porque está escrito por un observador que es a la vez jugador, periodista y amante pasional de este juego milenario. Lleva décadas como testigo directo de los grandes acontecimientos ajedrecísticos desde que, como tantísimos otros, fuera abducido y seducido en 1972 por el encuentro entre Fisher y Spassky por el título mundial. Desde entonces el autor ha estado siempre en primera fila como testigo, como divulgador y como conversador imprescindible. Algunas de sus conclusiones merecerían encontrar la manera de trascender. Mencionaré solo cuatro.

La primera tiene que ver con el mundo de los genios del ajedrez. Cada generación tiene dos o tres jugadores de leyenda. Conversar sobre sus aciertos y errores alimenta la creatividad humana: José Capablanca, la apisonadora invencible; Tigran Petrosian, la calma granítica por posición; Mijaíl Tal, la imaginación arriesgada por combinación; Bobby Fisher, la rebeldía innegociable del genio de todos los genios; Garry Kaspárov, líder durante dos décadas y, para muchos, el más grande de todos los tiempos; Miguel Najdorf, un portento mental que en 1947 jugó 45 partidas simultáneas (!) a ciegas (!!) ganando 39, empatando 4 y perdiendo 2, durante 21 horas seguidas, mientras sus adversarios se turnaban para descansar (¿cómo se consigue algo así?, el libro lo explica); Magnus Carlsen, el jovencísimo número uno actual y más fuerte jugador de la historia (según el coeficiente ELO)… Por cierto, algo similar ocurre con las personalidades de los grandes violinistas: Yasha Heifetz, el rigor electrizante; Isaac Stern, la profundidad envolvente; David Oistrakh, la rotundidez expresiva ; Yehudi Menuhin, el sonido del espíritu; Zino Francescatti, la frescura mediterránea; Nathan Milstein, la elegancia cristalina; Michel Rabin, el virtuosismo de terciopelo… sin olvidar, tampoco aquí, el gran interés de sus fallos y defectos.

Un resultado central del libro está en la aportación que el ajedrez puede hacer a la educación. Y no se trata de una sospecha sino de toda una serie de argumentos encadenados: el ajedrez desarrolla la capacidad de análisis y de toma de decisiones, enseña a valorar situaciones, no busca excusas o culpables y estimula el ejercicio de una gran diversidad de aspectos de la inteligencia. Yo solo añadiría que el ajedrez prestigia y entrena la conversación. En ciencia toda comprensión ocurre en el extremo de alguna forma de conversación: observar o experimentar es conversar con la realidad, reflexionar es conversar con uno mismo, trabajar en equipo requiere conversar con los colegas…, pero nuestro vicio más extendido consiste en no escuchar al interlocutor mientras se espera turno para volver a hablar. ¿A qué jugador de ajedrez se le ocurriría mover pieza sin interesarse seriamente por el último movimiento de su adversario?

La tercera sospecha de Leontxo García se centra en la relación entre el ajedrez y la salud. En los últimos años han aparecido varias investigaciones científicas sobre el impacto de la práctica del ajedrez en ciertas funciones cerebrales. El dato más relevante tiene que ver con la enfermedad de Alzheimer. La revista New England Journal of Medicine publicó un trabajo en 2003 que mostraba que las personas que juegan regularmente al ajedrez reducen el riesgo de contraer esta enfermedad en un 75%. La muestra era de 469 personas de más de 75 años. Hoy la investigación continúa con vigor, pero, mientras tanto, hemos ganado un argumento más a favor de la introducción del ajedrez en la educación.

Y mencionemos finalmente la situación creada por la descarada superioridad de los ordenadores sobre los humanos en ajedrez (épica crónica en el libro sobre la derrota de Kaspárov frente a las máquinas). Las preguntas son ahora turbadoras. ¿Estamos ante el fin del ajedrez? El ajedrez no morirá con los ordenadores por la misma razón que el ciclismo no ha acabado con el atletismo (Karpov dixit), pero la rápida sofisticación de los programas ya ha cambiado la práctica del juego (es decir, ya no se aplazan las partidas). Por otro lado nacen nuevas modalidades de torneos (es decir, partidas en las que los jugadores acuden con su propio ordenador, una especialidad Homo sapiens-máquina comparable a la fórmula 1 en automovilismo).

¿Piensan ya las máquinas? Muchos entusiastas del silicio son coherentes con el nombre que dan a su especialidad: la inteligencia artificial (¿un abuso del lenguaje?). Sin embargo, aún estamos lejos de vivir la profecía de Arthur Clark que alude al día en el que los ordenadores se enamoren o no se dejen desenchufar. Un programa de ajedrez de 50 euros ya gana al campeón del mundo, aunque sea incapaz de dar el pego manteniendo una simple conversación con un humano sin que se le vea el plumero (criterio de Turing). Gracias al ajedrez existen hoy ordenadores que diseñan tácticas y estrategias, que calculan miles de millones de posiciones por segundo, que combinan o consultan todas las partidas de la historia, pero no solo eso: también parecen empezar a manejar intuiciones.

Según Leontxo García, el ajedrez podría cambiar el mundo de la salud y del conocimiento. Y yo le creo.

Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas. Leontxo García. Crítica. Barcelona, 2013. 268 páginas. 21,90 euros.

El Pais Babelia 27.06.13

lunes, 12 de agosto de 2013

El alma de los libros




¿Puede un título torpe torcer un destino de gloria?
Para unos escritores es la piedra sobre la que construyen; otros llegan a él de manera tortuosa


LEILA GUERRIERO 29 JUN 2013




ILUSTRACIÓN DE MAX.

A veces está allí desde el principio y, entonces, funciona como una guía, como un faro en la niebla, como un antídoto contra la oscuridad. Pero eso es a veces, sólo a veces.

A veces llega al final, como una epifanía o una calamidad, reclamando el derecho de bautismo, bajando al reino para decir he aquí el nombre con que mentarás tu obra: he aquí el nombre de lo que has escrito. Pero eso es a veces. Sólo a veces. Porque en el camino de un libro hacia su título —perfecto o no— suelen intervenir la inspiración propia y las ocurrencias de los amigos, las sugerencias de los colegas y las frases oídas al pasar, la conversación con una novia y la contemplación extática de la biblioteca, todo eso durante un periodo —más o menos agónico— en el que todo puede ser un título en potencia —una marca, el eslogan de una fábrica de sillas— hasta que un día ese magma caótico se ordena y el escritor despierta a un mundo en el que, al fin, su obra comparte, con las demás criaturas de la tierra, eso que todas tienen: un nombre. Y siente, entonces, algo parecido a la felicidad, porque el título de un libro no es una sucesión de palabras ingeniosas, sino un estambre soldado al corazón de una historia de la que ya no podrá volver a separarse. En busca del tiempo perdido no puede leerse sin sentir, sobre cada una de sus páginas, el influjo triste, decadente y celeste, que emana de su título. Y Guerra y paz no es una frase, sino parte de la patria que ese libro —y ese título— fundaron y habitan.

***

—El título es un dibujo al carbón de lo que hay dentro —dice Juan Cruz Ruiz, escritor, periodista y editor español al frente de Alfaguara en los años noventa—. Cuando chicos, rayábamos con lápiz sobre una moneda hasta que salía la efigie de la moneda en el papel en blanco. A la mitad ya podías intuir qué salía. Pues el título es como la mínima parte de un borrador. Por eso Crónica de una muerte anunciada es un gran título: dice de qué va la cosa, pero creando misterio.

—El título tiene que ser un espejo diminuto de lo que es el libro —dice la escritora mexicana Carmen Boullosa—. No tengo un código para encontrarlo, pero hay un flujo de placer casi corporal cuando es el título correcto. Casi como encontrarse a un posible enamorado en un elevador.

—Es importante porque define un universo —dice el escritor argentino Eduardo Berti—. Es como ponerle nombre a un hijo. Salvo que, en el caso de los hijos, no suele ser el nombre lo primero que se ve. La gente mira sus ojos, su sonrisa y, acto seguido, viene la pregunta: ¿cómo se llama? En el caso del libro, el título suele ser lo primero que se ve.

La editora y crítica colombiana Margarita Valencia dice que los títulos, tal como los conocemos, son cosa del presente.

—En principio, eran una descripción del contenido (la Gramática de Nebrija, la Anatomía de Testut). Después fueron adornándose: El ingenioso hidalgo… Yo creo que los títulos tal como los conocemos nacieron con la necesidad de los periódicos del siglo XIX de atraer lectores con titulares escandalosos. En las últimas décadas el continente ha reemplazado al contenido, y el título (el escote) es fundamental para atraer lectores hacia contenidos más bien insustanciales. Creería que un mal título es el que engaña al lector. Pero toda norma tiene su contra: Ulises es el título más reconocido de la literatura del siglo XX. La siguiente Ley de Murphy, entonces, es “todo buen libro tiene un buen título, aunque sea malo”.

—Es difícil saber si un mal título arruina un libro sin un experimento controlado —dice la escritora y editora chilena Andrea Palet, de la editorial independiente Los Libros Que Leo—. Aunque en algunos casos sí puede tener consecuencias económicas. Hay un asunto que los españoles a veces olvidan y es el de la lengua. A los latinoamericanos el “habéis” y el “vosotros” nos suena como de siglos atrás. Por lo tanto si titulan una novela Habladles de batallas, ya nos dio sueño. Ese “habladles” nos parece infinitamente lejano. Los libreros saben que no lo van a vender y no lo piden. Otro caso: Chesil Beach. Es difícil de pronunciar en nuestro idioma, y eso influye en las ventas.

En su despacho de la ciudad de Buenos Aires, Daniel Divinsky, de Ediciones de la Flor, dice:

—Un título no hace que un libro se venda, pero hace que el candidato a comprarlo lo levante de la mesa. Nosotros tuvimos un libro de Bernard Thomas que se llamaba Jacob. Lo publicamos con ese título y no pasó nada. Le pusimos Un anarquista de la belle epoque, y se agotó. Y otro de Charles Plisnier que se llamaba Falsos pasaportes y fue un desastre. Lo retitulamos como Recuerdos de un agitador, y se agotó.

Pero ¿puede un título torpe torcer un destino de gloria? Cuando el argentino Roberto Arlt le mostró su primera novela al escritor Ricardo Güiraldes, llevaba por título La vida puerca. Güiraldes le sugirió que lo cambiara por El juguete rabioso, Artl le hizo caso y el libro devino un clásico, portador de uno de esos títulos que serán, por siempre, más jóvenes que ellos mismos. Tolstói había pensado en Bien está lo que bien acaba para Guerra y paz y Scott Fitzgerald en Trimalchio in West Egg para El gran Gatsby. Juan Carlos Onetti quería llamar La casona a una novela que, por sugerencia de Carmen Balcells, terminó llamándose Cuando ya no importe; y Baudelaire quería llamar Las lesbianas a Las flores del mal. Si es difícil creer que La casona o Las lesbianas —o Trimalchio en West Egg, o etcétera— hubieran pasado desapercibidas sólo por no llevar el título que llevan, lo cierto es que, cuando un gran título se encuentra con una gran obra, algo, en algún rincón del universo, se regocija. Como si ese encuentro fuera un cañonazo de celebración a los pies de lo que llaman la posteridad, o la historia.

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En su artículo Con título, publicado en la revista chilena Dossier en agosto de 2007, el argentino Rodrigo Fresán escribía: “El título como lo primero que pienso de un libro (…). El título como ojo de cerradura en la puerta de una novela. El título como el viento que llena las velas y empuja a puerto a una colección de relatos”. La escritora colombiana Laura Restrepo pertenece al grupo de los que sólo pueden escribir si saben cuál es el nombre que nombra lo que escriben.

—El título es al libro lo que el bautismo al cristiano: el nacimiento a la vida. No tener desde el principio el título de la novela es para mí señal de que en el fondo no sé de qué va. Suelo estar abierta a las sugerencias de mi agente y de mis editores, salvo cuando se trata del título. Cuando fueron a traducir mi novela La novia oscura, los editores de varios países se negaban a poner la palabra “oscura”, por considerarla ofensiva. Yo prefería que no la publicaran. Mi protagonista, una prostituta, era oscura en sentido más figurado que literal. Y ¿con qué derecho nos decían a nosotros, las gentes de piel oscura, que era ofensivo hacer alusión al color de nuestra piel? Eso era basura políticamente correcta, racismo encubierto.

El peruano Fernando Iwasaki, autor de la novela Libro de mal amor, los cuentos de Helarte de amar, tampoco escribe si no tiene un título, y dice que uno bueno debe contener “homenaje, humor, doble sentido y efectos secundarios”.

—El título es esencial, aunque no menos que la portada, los epígrafes, el tipo de letra y la textura del papel. No descarto que ciertos editores sugieran títulos que mejoren el original propuesto, pero yo sólo puedo hablar desde la perspectiva de alguien que piensa que el título es parte de la obra literaria, y no del marketing de la editorial.

—La relación con el título ha sido muy diferente con cada una de mis novelas —dice la española Marta Sanz—. Animales domésticos surge porque en una conferencia una señora me dijo que ella había dejado de leer porque, cuanto más leía, aumentaba su sensación de que su familia se iba transformando en una “absurda pandillita de animales domésticos”. Su lucidez me hizo ver un título y una historia.

Si para algunos el título es la piedra sobre la que construyen su obra, otros llegan a él después de una búsqueda tortuosa que quizás preferirían evitar.

—Me resulta cada vez más difícil poner títulos —dice el escritor boliviano Rodrigo Hasbún— y lo hago mucho después de haber terminado de escribir. Suelen salir del texto mismo: una frase suelta o algo que dice un personaje. Luego termino borrando en el texto esas palabras, las evidencias del robo.

—Mis títulos aparecen en los sueños —dice la escritora puertorriqueña Mayra Santos-Febres—. Luego lo voy puliendo. Cuando ya el texto está completo, me doy unas semanas para leerlo y meditar acerca del título. Luego le doy el manuscrito a cuatro o cinco lectores, junto a varias opciones de títulos. Escojo el más adecuado… y la editorial me lo cambia al final.

El combustible que llevó al escritor español Andrés Barba hacia el título de su última novela fue el combustible de la desesperación.

—Hay un momento muy angustioso, cuando estás buscando el título, donde vas viendo títulos por todas partes. Yo estaba viviendo en Buenos Aires, pasaban los meses y no encontraba el título. Hubo dos semanas durante las que llovió mucho y una mañana nos despertamos y mi mujer dijo: “Mira, ha dejado de llover”. Y yo me dije “Mira, por fin llegó el título: Ha dejado de llover”. Es una frase común, pero contiene un escenario y un ambiente, y las historias del libro hablan de un problema que se termina. Yo creo que el título tiene que generar un clima, una disposición apropiada para leer ese libro.

A la hora de inspirar,
los textos religiosos, la poesía y los grandes clásicos parecen haber sido fuentes nutricias
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Aunque algunos títulos podrían parecer antídotos contra lectores —Desgracia, La tentación del fracaso, La náusea—, los editores no los rehúyen, pero sí recelan de los que podrían sonar hostiles. A Mayra Santos-Febres le sugirieron cambiar Nuestra Señora de las Putas por un título más “acogedor”, y quedó Nuestra Señora de la Noche. A Roberto Bolaño le sugirieron que La tormenta de mierda no era buena idea y lo cambió por Los detectives salvajes.

—Una sola vez accedí a cambiar un título —dice Carmen Boullosa—. Los editores de Sexto Piso me dijeron: “No puedes ponerle equis título porque no vamos a poder ponerlo en ninguna librería”. Era un libro de relatos que se llamó El fantasma y el poeta. Y pienso que el título que yo quería ponerle era un despropósito: El pedo del poeta.

 De allí han brotado Por quién doblan las campanas, de Hemingway (que proviene de unos versos de John Donne); El sonido y la furia, de Faulkner (que proviene de Macbeth, de Shakespeare); Suave es la noche, de Scott Fitzgerald (que proviene de Oda a un ruiseñor, de John Keats), o Plegarias atendidas, de Truman Capote (que proviene de una frase de santa Teresa). Pero cuando ni la inspiración ni la parodia ni los clásicos ni la mística ayudan, quedan los amigos.

—Me gusta mucho el arte de titular —dice el español Vicente Molina Foix—. En un momento dado se dijo que yo tenía un don para titular, y el novelista Juan García Hortelano inventó lo de la Agencia Molina de Títulos. Títulos de mi agencia que recuerdo: Antifaz, la segunda novela de José María Guelbenzu; Travesía del horizonte, de Javier Marías; Teatro de operaciones, de Martínez Sarrión, y Los restos del naufragio, libro de poemas de Ricardo Franco. En todos esos casos, excepto en el de Marías, no conocía los textos, y tan sólo me guiaba por unas indicaciones proporcionadas por los autores. La agencia la mantengo abierta, atendida por una sola persona, y sus precios son simbólicos, aunque estoy considerando ofrecer mis servicios a los grandes grupos editoriales, pues creo que el departamento de rotulación literaria adolece de falta de inspiración.

***

En el año 2007, en la revista Dossier, Andrea Palet escribía una columna —acerca de los títulos— en la que decía: “De todas formas, el mejor título para un lector dedicado, insaciable, herido y agradecido será siempre uno solo: Obras completas”.


—Hay muchos discursos del fin de la novela, de la muerte del autor —dice la escritora española Mercedes Cebrián—. Y yo pienso, ¿el título no debería haber muerto, más que todo lo demás? En las artes visuales a menudo una obra dice “Sin título”. Los artistas plásticos se han liberado del título. Me llama la atención que en la literatura no haya habido más rebeldía con el tema. No me parece malo que haya títulos, pero me sorprende esto de aferrarse tanto a ellos. A mí también me pasa. Cuando tengo un proyecto, lo tengo que nombrar. Inscribes a los recién nacidos en el registro, no esperas meses para ver cómo los nombras.

En una época en que la industria mide sus taquicardias minuto a minuto —auscultando cuáles son los libros que más venden, qué colores llaman mejor la atención en las portadas—, el título ha sobrevivido bien silvestre, librado al azar, a la ocurrencia del autor o de un editor con criterio.

—No creo que sea extraño que en las editoriales no haya gente dedicada específicamente a titular —dice Elena Ramírez, de Seix Barral España—. El editor es quien conoce el alma del libro, quien ha estado en contacto con el autor y sabe cómo hacer que esa alma sea visible. Puede ser que un departamento para poner títulos sirviera para el libro muy comercialote, pero no en libros de otro tipo.

***

A Rodrigo Hasbún no le gustan los títulos que evidencian la historia que se va a contar (El coronel no tiene quién le escriba). A Eduardo Berti le gustan los que generan preguntas: “La tercera mentira, de Agota Kristof. ¿Cuál es la mentira? ¿Y por qué es la tercera? ¿Habrá más?”. A Laura Restrepo, los títulos que tienen ojos (Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, Reflejos en un ojo dorado). Y a Juan Ignacio Boido, editor del suplemento cultural Radar, del periódico argentino Página/12, los que tienen cielos y jardines.

—El jardín de los Finzi-Contini. Voces en el jardín, El cielo protector… Me parecen increíbles. La primera prueba para saber si un título es bueno es ver si contiene su propia parodia. Los grandes títulos son como Atila, queman el camino para cualquiera que quiera seguir sus pasos. Un buen título es imitable. Un gran título no lo podés tocar. Después de Ulises, de Joyce, no podés escribir Aquiles. Ya se vuelve Woody Allen, una parodia. El siglo XX está repleto de títulos muy personales. Vos le ponés Ulises a un libro y estás hablando con Homero. Pero le ponés Colinas como elefantes blancos y no querés hablar con nadie: sos un cantautor, estás queriendo decir lo tuyo. Y en esa línea de títulos de cantautores me parece que El corazón es un cazador solitario debe ser el mejor del siglo XX. Es de una belleza y una desolación impresionantes, tiene la palabra cazador y a su vez es contemporáneo y urbano. Las vírgenes suicidas es precioso, uno de esos títulos que no sabés si es contemporáneo o de Eurípides. Y me parece un hallazgo el método que encontró Manuel Puig: Sangre de amor no correspondido, Boquitas pintadas. Todo tiene dramatismo de diva, todo es una película de los grandes estudios. Y después está El harpa de hierba, que es como tocarme la muela que me duele con la lengua. Me da morbo. Roza una belleza genial y no la atrapa porque su época no se lo permite. Es como si yo hoy sacara un libro que se llamara El ángel de las alas de oro. No va con la época. Un título dentro de la línea eslogan que me parece genial es American Psycho: supera a Madonna en psicopatía cultural. Es como la ballena blanca de los títulos…

Y así, durante largo rato, con avidez de lector intoxicado, Boido se sumerge en un río en el que saltan, como peces prodigiosos, los títulos de todos los tiempos. Y es un río en el que siempre hay más, siempre hay mejores.

El Pais Babelia 1.127 sabado 29.06.13