jueves, 25 de octubre de 2012

El príncipe de las tinieblas



"Drácula", la novela de Bram Stoker, nos enseña que no somos dueños de nuestros deseos, por eso nos perturban. Pero es también, entre muchas otras cosas, una novela sobre la escritura de un libro


Ilustración de Enrique Flores


GUSTAVO MARTÍN GARZO 15 SEP 2012 

Se ha cumplido este año, en el mes de abril, el centenario de la muerte del escritor irlandés Bram Stoker, autor deDrácula(1897), de la que Oscar Wilde dijo que era la novela más bella escrita jamás. Es extraño un calificativo así referido a un libro que habla de la desgracia de existir, de un mundo presidido por la abyección y el mal. La novela comienza con el diario de Jonathan Harker, un agente inmobiliario que viaja a la remota región de los Cárpatos para formalizar la venta de una casa en Londres, y que no tarda en descubrir que es prisionero del extraño y monstruoso ser que le acoge en su castillo.

En uno de los pasajes de este diario, Jonathan Harker nos narra su encuentro con tres lujuriosas mujeres que irrumpen en su habitación aprovechando la ausencia del conde, su amo y señor. Son tres vampiras y, aunque Harker se da cuenta enseguida de que algo maléfico las impulsa, no puede evitar caer bajo su hechizo. “Mi corazón, escribe, se inflamó con un deseo malvado y ardiente de que me besaran con aquellos labios rojos”. Representan, como la Lilith bíblica, el lado oscuro y perverso del ser femenino, la amenaza de una sexualidad libre, sin las ataduras de la religión o las convenciones sociales. Primo Levi, en su relato Lilith, describe así a la primera compañera de Adán: “A ella le gusta mucho el semen del hombre, y anda siempre al acecho de ver adónde ha podido caer (generalmente en las sábanas). Todo el semen que no acaba en el único lugar consentido, es decir, dentro de la matriz de la esposa, es suyo: todo el semen que ha desperdiciado el hombre a lo largo de su vida, ya sea en sueños, o por vicio o adulterio”. Ese semen desperdiciado, el que tiene que ver con los sueños y los deseos inconfesables, es el símbolo de esa sexualidad oscura y siempre ávida de nuevas víctimas que representa el vampiro.

Drácula, escrita en plena época victoriana, habla con un atrevimiento insólito en su época del deseo sexual. Ese deseo no sólo aparece en los merodeos nocturnos del conde sino en el consentimiento de sus víctimas. Una de las leyes que rigen el mundo de los vampiros es que estos sólo pueden entrar en una casa si alguien los llama desde su interior, lo que explica la frase con que el conde recibe a Jonathan Harker, al comienzo de la novela, en la puerta de su castillo: “Entre libremente”. Es decir, porque así lo desea. Es Jonathan Harker el que desea besar los labios rojos de la vampira, y serán, más tarde, Lucy y Mina, la prometida de Jonathan, las que llamen al conde para ofrecerse a él. Las escenas de esa entrega son de una intensidad sexual que todavía hoy, en que la sexualidad ha dejado de ser un tabú, nos hacen estremecernos, y no es difícil imaginar lo que supuso en su tiempo leer unos pasajes como estos.

Drácula, la novela de Bram Stoker, nos enseña que no somos dueños de nuestros deseos, por eso nos perturban. No es cierto que nuestro cuerpo nos pertenezca, siempre pertenece a otro: a aquel o aquella que lo hace despertar. Mina y Lucy rechazan todo lo que el conde representa —la oscuridad, el daño, el dominio—, y sin embargo una y otra vez le llaman a su lado pues inconscientemente ansían ese semen que se pierde en las noches, que no llega a la matriz de la esposa, y que representa la sexualidad libre que no dejan de anhelar. Pero mientras que Lucy termina devorada por esa sexualidad y por transformarse ella misma en una vampira; Mina logra sustraerse a su influjo gracias a la fuerza del amor. La historia de estas dos muchachas es sin duda el corazón de este libro extraordinario.


Drácula representa lo que Nietzsche llamó la “gran razón del cuerpo”, que es justo lo que niegan los sensatos diarios que leemos, como si eso tan humano de lo que no dejan de hablar, con su sometimiento a todos los convencionalismo de la época, terminara por resultar insignificante. Sólo el conde Drácula habla de lo que somos, sólo en él se esconde nuestra verdad.Pero Drácula es también, entre muchas otras cosas, una novela sobre la escritura de un libro. Un libro que lector ve crecer ante sus ojos, como esa obra que separa la razón de la locura, el mundo de los hombres del de la animalidad y el mal. Todos los que se acercan a Drácula comparten misteriosamente esta necesidad de escribir, de contar lo que les sucede cuando se acercan a él, y así, tras el diario de la visita al castillo del conde de Jonathan Harker, nos encontraremos con el diario de Mina y con las cartas que ésta intercambia con su amiga Lucy. A estos documentos no tardan en sumarse las notas de los doctores Seward y del doctor Van Helsing. Todos ellos padecen, como Hamlet, la misma compulsión a anotar lo que ven, sin perder ni un solo momento, como si supieran que lo que está en peligro no es sólo sus propias vidas sino la posibilidad misma de lo humano.

Las victorias de Drácula, como las del demonio cristiano, proceden de una comprensión profunda de la naturaleza de sus víctimas. El hecho de que Lucy se transforme en vampira, y que la misma Mina esté a punto de hacerlo, significa que esas damas sangrientas que tanto temen viven agazapadas en su interior. Drácula no hace sino liberarlas, pues nadie puede transformarse en algo que no es. La amenaza del vampiro está inscrita en la misma naturaleza de sus víctimas. Habla en suma de todo lo que estas son y se niegan a reconocer.

Todo esto aparece expresado con perturbadora y bella crueldad en la escena de la vampirización de Mina. Drácula se acerca a la joven y, tomándola en sus brazos, le dice que a partir de ahora será de su raza, será carne de su carne, sangre de su sangre, su compañera y su ayudante. Luego posa una mano sobre su hombro para sujetarla y, tras desnudar su cuello con la otra, se inclina sobre ella para beber su sangre. Y, al día siguiente, Mina anota en su diario, recordando la escena: “Yo estaba desconcertada y, por extraño que parezca, no deseaba entorpecerle”. A pesar de todo el horror que le produce el conde, lo que Mina nos dice es que deseaba entregarse a él.



Pero no sólo es Mina la que cae bajo el influjo de Drácula, sino que también este se siente turbado, al menos unos instantes, por la irrupción de un sentimiento nuevo, incompatible con su naturaleza demoníaca: la intuición del amor humano. Así es, en efecto, como el doctor Seward describe el comportamiento de Drácula en la misma escena: “A pesar de las circunstancias, me resultó curioso observar que, en tanto que el rostro (del conde), blanco de color, se agitaba convulso sobre la cabeza inclinada de la mujer, las manos acariciaban tierna y amorosamente su cabello revuelto”.Drácula representa el mundo del deseo sin límites, sin moral, sin posibilidad de aplazamiento o renuncia; Mina, el mundo paciente e inquieto del amor humano. Así es, en efecto, como el doctor Seward describe el comportamiento de Drácula en la misma escena: “A pesar de las circunstancias, me resultó curioso observar que, en tanto que el rostro (del conde), blanco de color, se agitaba convulso sobre la cabeza inclinada de la mujer, las manos acariciaban tierna y amorosamente su cabello revuelto”.Drácula representa el mundo del deseo sin límites, sin moral, sin posibilidad de aplazamiento o renuncia; Mina, el mundo paciente e inquieto del amor humano, tan cercano a esa escritura que trata de liberarse de la tiranía de las convenciones sociales y atender las razones del cuerpo. Y lo perturbador de esta novela es que nos dice que esos mundos no pueden dejar de estar juntos. El deseo le pide al amor que prolongue sus goces, y el amor le pide al deseo que no lo deje sin locura. Ambos buscan lo que no puede ser: las nupcias entre la vida y la muerte.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

El Pais sabado 15 de septiembre de 2015

jueves, 11 de octubre de 2012

Murakami antes de Murakami




 Baila, baila, baila / Baila, baila, baila
Haruki Murakami (Kioto, 1949)
Traducción de Gabriel Álvarez Martínez /Nuria Pares y Alexandre Gombaü Tusquets / Empúries. Barcelona, 2012 453 / 256 páginas. 22 / 14,99 euros

Por Javier Aparicio Maydeu
NARRATIVA. DE LAS PERVERSIONES textuales de su poética neosurrealista, y de las metafísicas enrarecidas por kafkianos trastornos de la soledad y la identidad," que conducen a un protagonista anodino por merodeos laberínticos a través del sexo, el amor y la muerte surgió en 1987, a raíz de Tokio Blues (Norwegian Wood) y de su desorientado héroe Watanabe leyendo La montaña mágica de Mann, ese estilo murakamiano, ecléctico, multícultural, poscolonial y perturbador, que logró alcanzar un estrepitoso éxito, un éxito tan ensordecedor que obligaba al autor a gestionarlo con suma prudencia, pues nadie ignora en el fabuloso mundo de los escritores bloqueados y los editores bloqueantes que el texto siguiente al texto triunfante, como sucede casi siempre con la segunda novela, puede resultar el texto más frustrante. Y Baila, baila, baila, que fue escrita en 1988, es la novela que Murakami concibió inmediatamente después del triunfo de Tokio Blues pero antes, por consiguiente, de que su estilo se consolidara convirtiéndose en un modelo narrativo ganador, en torno a la alienación y la cultura pop (con' arrebatos de "humor absurdo ("¿el Jurásico te gusta o no? ¿Y el himno nacional de Senegal? ¿Te gusta o no el 8 de noviembre de 1987?") y crítica del capitalismo feroz, "la necesidad se crea artificialmente. Es un montaje. Te generan la ilusión de que necesitas lo que no necesitas"), en una fórmula del éxito que, a partir de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (1995) y sobre todo de Kafka en la orilla.(2002), se ha ido clonando pero no enriqueciendo, tal vez porque el autor prefiere la puntual manutención de su parroquia de lectores fieles (entre los que siempre ha habido incontables hooligans) a una evolución de inciertos réditos, y dicho esto digamos también que el enquistamiento de un estilo puede no ser sinónimo de regresión sino de fidelizaciórt o de afianzamiento, y ante esta disyuntiva el talento es el que tiene la última palabra. De modo que Baila, baila, baila, en cierto modo una suerte de secuela de La caza del carnero salvaje (1982), es el resultado del enfrentamiento de Murakami al éxito de Murakami en Tokio Blues—la superación del bloqueo acechante, del vértigo de la página en blanco después de haber escrito un texto conseguido—, y es Murakami en plena gestación de su universo ficcional y de su estilo ganador, es aún Murakami antes de la marca Murakami, pero es Murakami químicamente puro. En el papel protagonista, otro de sus'antihéroes a la deriva en su huida hacia delante, en este caso un tipo devorador de Dunkin' Donuts y consumista compulsivo, periodista free lance que tiene en la cabeza él catálogo completo de la música pop, de los Beach Boys a Michael Jackson, de Pink Floyd a Police (guiño al primer trabajo de Murakami, en una tienda de discos), y que regresa nostálgico al sórdido Hotel Delfín en el que conoció a Kiki, la amante que un día desapareció sin dejar rastro y que desde entonces no ha dejado de enviarle enigmáticos mensajes. El núcleo duro del planeta murakamiano es mental, pero aquí su silencio ingénito no se escucha porque incontables bandas sonoras suenan a lo largo de una trama flemática en la que la violencia y el asesinato —"bella mujer desnuda estrangulada en un hotel de Akasaka" reza un titular — se acompasan con los brandies con soda y los whiskies con hielo (proliferan aquí los clichés del género negro, ¡no tradujo Murakami en vano a Chandler!), y las reflexiones self help ("todo ser humano alcanza su cúspide...") salpican una historia a la que se asoma una galería de personajes nuevamente extravagantes —el Literato y el Pescador, Gotanda, caricatura de una celebrity del cine y sospechoso número uno, Mei, otra call girl con la que se acostó, el poeta manco, el hombre carnero (recurrente en la Trilogía de la rata) o Yuki, la lolita clarividente, frikis de manga encerrados en un Disneylandia para adultos— y en la que Murakami explota el aliciente onírico y sobrenatural en un nuevo viaje que se diría iniciático, franquea una y otra vez las lindes entre realidad y fantasía y se permite guiños a su propia figura de escritor, primero concibiendo al autor de best sellers Hiraku Makimura, anagrama de Murakami, que nada menos que juega al golf y dispone de aprendiz, y después, por ejemplo, refiriéndose a las aspiraciones de ser escritor de su periodista protagonista, que habla de la libertad creadora, de "Mis propios textos. Lo importante era que esos textos no serían de encargo y no tendrían fechas de entrega. Textos para mi".
Murakami tal vez sea el mejor ejemplo de narrador que partiendo de los márgenes ha llegado al centro, un caso claro de autor que ha legitimado sus lecturas de literatura de género —la ciencia-ficción de Vonnegut, la novela negra de Agatha Christie, el relato de aventuras de Jack London, la pulpfiction en su última novela, 1Q84— combinándolas en su literatura mainstream con sus lecturas de ficción más literaria, Faulkner, Kafka, Mishima o Carver paseando juntos "uno de esos primeros días de abril delicados y hermosos como una página de Truman Capote", siempre entre la cultura occidental y la autóctona, siempre entre la alta cultura y la cultura de masas, y jugando siempre con fuego al desguace de la tradición. Confesó Murakami que se lo pasó en grande escribiendo esta novela y el caso es que sus hechuras de divertímento y su "no se vayan todavía, aún hay más" dan buena fe de ello. Hasta las desapariciones y las crisis existenciales tienen en este misterio de la vida embrujada un singular aire de baile ritual y festivo, funesto pero festivo. Y en la danza del destino literario de Murakami, Baila, baila, baila lleva muy bien el ritmo. •


El Pais Babelia 08.09.2012

martes, 9 de octubre de 2012

Necesidad de una biblioteca por Antonio Muñoz Molina




"No se puede ser contemporáneo sin una tradición", dice el escritor

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 12 MAY 2012




La biblioteca clásica de la RAE reunirá "el núcleo esencial de la tradición literaria española e hispanoamericana a finales del siglo XIX". / SAMUEL SÁNCHEZ



Una tradición es el suelo fértil del que se alimenta la invención literaria, la roca dura en la que establece sus cimientos; también la caja de resonancia y el muro contra el que la invención rebota y el que golpea a veces con la voluntad de derribarlo, de construirse a sí misma con la insolencia del saqueo. Quizás no haya originalidad más radical que la que se levanta con materiales de derribo. Borges, convirtiendo en paradoja irónica una idea de T. S. Eliot, conjeturó que un escritor influye a sus antecesores, porque nos fuerza a mirarlos a través del ejemplo que él ha establecido. De este modo, Kafka influye a Herman Melville, que murió cuando él tenía ocho años, porque no podemos leer Bartleby el escribiente sin pensar de inmediato en las fábulas de Kafka, sin convertir de algún modo esa novela en una de ellas. A Borges sin duda le halagaría saber que muchos de nosotros reconocemos su influencia sobre Miguel de Cervantes.

En manos de la crítica casticista y nacionalista española, el Quijote se había convertido en una especie de gran catafalco patriótico, en una alegoría de nuestro ser dolorido y profundo, de nuestras esencias más espesas. Cervantes, un escritor tan poco representativo de la literatura española de su tiempo, tan ignorado como modelo por la mayoría de los narradores españoles hasta Pérez Galdós, habría creado una especie de biblia severa de la españolidad. Uno leía el Quijote y con mucha frecuencia soltaba carcajadas, y disfrutaba de los despropósitos, de ese impulso carnavalesco y rabelaisiano que hay en la novela. Pero luego estudiaba a los prebostes del noventayocho y todo era metafísica nacional y simbolismo de páramo castellano. Fue Borges, en Pierre Menard, en algunos ensayos, en unos cuantos poemas, quien primero resaltó la condición obvia de juego literario de la novela, de gran broma en serio sobre la naturaleza misma del acto de contar. Eso ya lo habían visto, desde luego, los novelistas ingleses, desde el siglo XVIII hasta bien entrado el XIX, desde Fielding y Sterne a Dickens; por no mencionar a esos otros cervantinos inmensos que son el Mark Twain deHuckleberry Finn y el William Faulkner que en Las palmeras salvajesinventa a la pareja tragicómica del preso alto y flaco enloquecido por las novelas baratas y el preso gordo y corto de estatura que solo aspira en la vida a disfrutar indefinidamente de la rutina carcelaria.

No se puede ser contemporáneo sin una tradición. Cada uno, más o menos, va eligiendo la suya, sobre todo en culturas tan sobresaltadas como las hispánicas, en las que el diálogo entre las generaciones se interrumpe con mucha frecuencia por desastres civiles, por terribles penurias que llevan a la dispersión o a la directa aniquilación de zonas enteras del pasado. Uno ve las colecciones de clásicos de otros países y tiende a quedarse abrumado y acomplejado. Una tradición no son nombres de autores y títulos de libros que flotan en el aire y que ejercen su influencia igual que se dispersa el polen de una planta: son volúmenes tangibles, son ediciones críticas, son bibliotecas en las que se custodian, son anaqueles de librerías en los que sus lomos despiertan la atención y la codicia de los lectores. En la lengua francesa está la La Pléiade, que combina de una manera insuperable el rigor textual y crítico con la sensualidad material. Los tomos de La Pléiade tienen un aspecto austero, como sería propio de una colección de obras maestras de la literatura universal, pero su tamaño se ajusta exactamente a un bolsillo, y sus tapas de piel y su papel ahuesado dejan en las manos una sensación de flexibilidad muy parecida al efecto de una caricia. La Pléiade es una colección bastante cara: pero en cualquier librería francesa hay una inundación magnífica de ediciones críticas de primera calidad en formato de bolsillo y a precios ridículos. Una edición así en tres tomos compré yo el invierno pasado de los Ensayos de Montaigne. Tan solo la tipografía está modernizada: las introducciones, las notas, resuelven las dificultades del texto y mantienen intacto el sabor del estilo y la complejidad de la lectura, mostrando a Montaigne como un hombre plenamente de su tiempo y del nuestro, el fundador de una manera de mirar y escribir, de estar en el mundo, que es tan contemporánea como esa tradición que no se ha interrumpido desde que se publicaron por primera vez los Ensayos: la escritura de la divagación, la caminata, el paseo, la mirada irónica pero no desapegada, el examen escéptico de uno mismo.

Leemos y comprendemos a Montaigne gracias al trabajo acumulado de muchas generaciones de filólogos. Yo no sabría calcular con cuántos de ellos estoy en deuda cuando leo una buena edición del Quijote, delLazarillo de Tormes, del Buscón, de La Celestina, de la gran Crónica de Bernal Díaz del Castillo. Uno construye su propia tradición sin obedecer más límites que los de sus capacidades personales, sus afinidades o sus azares, y puede ser discípulo de autores que han escrito en muchas lenguas, pero hay secretos de la expresión que tal vez solo puede aprender en la suya propia. Inevitablemente el Quijote, La Celestina o elLazarillo me hablan más hondo porque la lengua en la que están escritos es la de mis orígenes, en un sentido casi más biológico que cultural. Con esas palabras aprendí que se podía dar nombres a las cosas. Sumergido a medias en otro idioma que ya también se ha hecho mío, el castellano de Cervantes o de Fernando de Rojas resalta por comparación con su sonido más puro, con su rotundidad de guijarros.

Los leo de nuevo gracias a una gran hazaña colectiva de filología instigada por el profesor Francisco Rico, que a diferencia de casi todos nosotros tiene una existencia doble, porque es un erudito de carne y hueso y un personaje de novela de Javier Marías. Sin duda esa otra identidad quimérica le hace más sensible a las fantasmagorías necesarias de la literatura. Con una mezcla muy cervantina de quijotismo y determinación práctica el profesor Rico lleva muchos años empeñado en construir una biblioteca en la que están contenidos en las mejores condiciones posibles los libros fundamentales de la literatura en lengua castellana. El proyecto es menos desmesurado que el de La Pléiade, pero como estamos en España y no en Francia su cumplimiento viene siendo mucho más azaroso. La inseguridad sigue siendo la única cosa constante entre nosotros, como bien sabía Galdós, que escribió esas palabras. Más fuerza de la que se pone en construir se pone con mucha frecuencia en derribar lo ya levantado o en socavarlo para que no salga adelante, a no ser que se trate de alguna de esas arquitecturas delirantes a las que tienen o tenían tanta afición los políticos.

Pero caldea el ánimo que en tiempos como estos se reanude el esfuerzo por restituir esa biblioteca de todas las palabras mejores escritas a lo largo de siglos en nuestro idioma: no eso que se llama despectivamente el peso de la tradición, sino su impulso, su desafío constante de contar por escrito el mundo.

Biblioteca Clásica de la Real Academia Española (BCRAE).Dirección de Francisco Rico. Constará de 111 volúmenes. Los últimos publicados son Historia verdadera de la conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo; Lazarillo de Tormes; La Dorotea, de Lope de Vega, y La Celestina, de Fernando de Rojas. Real Academia Española / Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. www.bcrae.es.

antoniomuñozmolina.es