martes, 17 de diciembre de 2013

Denis Diderot o la pasión


El filósofo francés, del que se cumplen trescientos años de su nacimiento, fue un precursor del darwinismo, un radical antimonárquico, un defensor empecinado de la mujer y un debelador de la represora moral europea

MARIA JOSÉ VILLAVERDE 5 OCT 2013


RAQUEL MARIN

Sapere aude: atrévete a pensar por ti mismo, a cribar las creencias religiosas establecidas, las ideas políticas convencionales, las concepciones científicas tradicionales, las costumbres, la moral… Bajo ese lema ilustrado y en el salón de la rue Royale del barón D’Holbach, se reunieron dos veces por semana durante un cuarto de siglo los librepensadores e intelectuales más avanzados de su época. En torno a una mesa de platos refinados y de vinos exquisitos destacaba el verbo apasionado del más audaz de todos ellos, Diderot.

Denis Diderot, que se convertirá en la punta de lanza de la Ilustración radical, había nacido el 5 de octubre de 1713 en Langres (Francia). Cuando, con 15 años, aterriza en París para ingresar en uno de los grandes colegios jesuitas, el Louis-le-Grand, vivero de personajes célebres como Molière o Voltaire, es un devoto muchacho de provincias que se prepara para ser sacerdote pero que será, más tarde, arrastrado hacia la vida bohemia. Como tantos otros plebeyos desde Rousseau a Raynal (su padre era un próspero forjador de cuchillos), conquistará París y acabará siendo el alma del salón de D’Holbach.

El conocido retrato de Van Loo, de 1767, nos muestra a un hombre maduro de 54 años, de vivos y sagaces ojos negros, signo de inteligencia, y de nariz abundante y labios carnosos que desvelan su desbordante sensualidad. “Hay un trocito de testículo en el fondo de nuestros sentimientos más sublimes y de la ternura más refinada”, escribe a su amante. Un hombre que rechaza la peluca y se niega a empolvarse la cara, símbolo inequívoco de inconformismo. Y que empuña una pluma, ante los papeles esparcidos por su mesa, lo que revela su dedicación al mundo del conocimiento.

Diderot ama y se entrega a la vida: “Perdono todo lo que está inspirado por la pasión” porque solo el placer nos saca de la nada, afirma. En el ámbito privado, a pesar de respetar su compromiso con su tradicional y resentida mujer, Toinette, una vendedora de lencería, no renuncia a la felicidad y mantiene con Sophie Volland, amante y cómplice intelectual, una relación que dura desde 1755 hasta su muerte, en 1784. En el terreno teórico, dedica a la Enciclopedia francesa, compendio de todo el saber de la época, los mejores años de su vida. Para dar viabilidad al proyecto, él, que todavía es un don nadie, se acoraza tras D’Alembert, el brillante matemático y miembro de la Academia de las Ciencias, hijo no reconocido de una de las salonnières más célebres, madame de Tencin. Pero esa estrella rutilante de la Francia científica le dejará tirado en 1759, cuando la Iglesia católica pone la obra en el Índice y se retira la licencia a los impresores. A pesar de todo, la Enciclopedia sigue publicándose de manera semiclandestina. Finalmente, tras 26 años de dedicación —de 1745 a 1772—, la gran obra ve la luz con un éxito inaudito, pues se venden 4.000 ejemplares, a un precio equivalente al sueldo anual de un maestro artesano. Comprende 17 volúmenes de texto con 71.818 artículos y 11 volúmenes de ilustraciones, que se imprimieron unas 25.000 veces antes de finalizar el siglo.

La Enciclopedia, una obra colectiva con decenas de colaboradores, es un canto a la tolerancia y una denuncia de la superstición y del fanatismo religioso (que Diderot prosigue con La religiosa), así como una dubitativa condena del colonialismo. Pero los temas conflictivos son tratados con cautela. Diderot, tras su paso por la cárcel de Vincennes en 1749, a raíz de la publicación de la Carta sobre los ciegos, es consciente de la amenaza que pende sobre su cabeza. Sus Pensamientos sobre la interpretación de la naturaleza vienen a reforzar su peligrosa reputación de spinozista, materialista, ateo y crítico de la moral tradicional.

La Enciclopedia le deja exhausto. Ahora es famoso pero sigue sin tener resuelta la vida. No tiene derechos de autor y se ve obligado a poner a la venta su biblioteca para asegurar una dote digna a su hija. Catalina II de Rusia la compra, aceptando generosamente que los libros solo se trasladen a San Petersburgo cuando muera el filósofo. Le paga además una cantidad fija por el mantenimiento de la biblioteca. Por primera vez Diderot se encuentra en la nómina de un grande, algo que había criticado a su amigo Grimm: “Tu alma ha ido reduciéndose en las antesalas de los poderosos”. Incómodo, emprende en 1773 el viaje continuamente postergado a Rusia, del que regresa sumido en el más profundo desencanto. El desencuentro con Catalina es total; ella lo expresa gráficamente: “Usted trabaja con el papel, que es flexible y obediente y se presta a todo; yo trabajo con la realidad”. En 1774, Diderot se ha convertido en un republicano convencido; ya ni siquiera confía en los monarcas ilustrados. Los hilos que aún le ataban a las convenciones se han desgarrado. En 1772, en el Suplemento al viaje de Bougainville, se escuda tras un tahitiano para poner en solfa el carácter represor de la moral europea, plagada de represiones. ¿Matrimonio indisoluble? ¡Qué disparate! ¿Incesto? ¿Por qué no, si ambos adultos consientan la relación? ¿Hijos nacidos fuera del matrimonio? Un don. ¿Homosexualidad? ¿A quién perjudica?

A medida que envejece, Diderot se vuelve más radical. La denuncia del colonialismo y la esclavitud que aparece en el Suplemento al viaje de Bougainville culmina en la Historia de las dos Indias, el libro más vendido del siglo XVIII y cuya autoría asume el abate Raynal. Diderot quiere, al final de su vida, dejar un legado político, aunque sea de forma anónima. Quiere lanzar un mensaje revolucionario a los pueblos de América, Asia y África para que tomen las armas contra sus opresores. A los africanos les anima a lanzar sus flechas envenenadas contra los colonizadores, para que “no sobreviva ni uno solo”. A los indígenas les exhorta a que expulsen y exterminen a quienes les roban sus tierras, y a los criollos sudamericanos a que se subleven contra los españoles, a los que tacha de “raza de exterminadores”. El sentimiento antiespañol no solo cala en Diderot (“si la península Ibérica merece ser estudiada, es por ¡sus crímenes!”, afirma), sino que marca a toda una generación de ilustrados que desdeña, por ejemplo, las aportaciones de los intelectuales españoles a la teoría de los derechos humanos.

Los ilustrados españoles se quejan del trato otorgado a España. Félix de Azara, un precursor de la teoría de la evolución citado por Darwin y que polemiza con Buffon, se lamenta de que no se reconozca la mezcla de razas, la política de integración y las leyes promulgadas por la corona española a favor de los indígenas. Y recuerda que en la España del siglo XVIII reina un monarca ilustrado, Carlos III, que impulsa en América una política igualmente ilustrada. Pero, a ojos de Diderot, España sigue asociada a la leyenda negra y continúa encarnando el antimodelo colonial, basado en el exterminio de los indios. El philosophe se desentiende de los datos aportados por Ignacio de Heredia, el secretario de la Embajada española en París, y aplica un doble rasero a los colonizadores: respeto por franceses, ingleses y americanos (que casi exterminaron a los indios en la colonización hacia el oeste, como reconoce el propio secretario de defensa norteamericano Henry Knox, en 1794) y hostilidad hacia los españoles. En la Historia de las dos Indias, el sur es descrito como una zona tórrida cuyo clima invita al atraso, la vagancia y el despotismo. ¿Estaba la teoría del clima de Montesquieu sentando las bases del racismo que inicia en esa época el abate de Pauw?

Sin duda, Diderot ateo, materialista, predarwinista, antimonárquico, prerromántico y defensor de la mujer, es el autor más radical del siglo XVIII francés. Contribuyó a erradicar la trata de negros y dotó de munición ideológica a los promotores de las revoluciones americanas y de la Revolución Francesa. Pero su radicalidad y su modernidad no le inmunizaron contra todos los prejuicios de su tiempo.

María José Villaverde es catedrática de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid.

El Pais sabado 5 de octubre 2013


Cortázar músico por Antonio Muñoz Molina


El escritor argentino, autor de 'Rayuela' creía en la superioridad de los músicos negros en el jazz
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 7 DIC 2013

Charlie Parker (1920-1955) al saxo y Thelonious Monk al piano, en el Open Door Cafe de Nueva York en 1953. / BOB PARENT / GETTY (GETTY IMAGES)

Rafael Alberti se enorgullecía de haber nacido con el cine. Julio Cortázar nació solo tres años antes de que se grabara el primer disco de jazz, y se aficionó para siempre a esa música en una adolescencia que coincidió con su primera edad de oro, a finales de los años veinte, con las grabaciones legendarias de los Hot Five y los Hot Seven de Louis Armstrong y el éxito en el Cotton Club de Harlem y en las transmisiones de radio de la orquesta de Duke Ellington. Debía de ser extraordinario asomarse por primera vez al mundo y a la rebeldía personal al mismo tiempo que casi todo estaba inventándose: el cine sonoro, la radio, los discos de 78 revoluciones por minuto, el lenguaje plenamente sofisticado del jazz, en las dos direcciones que ya mantendría para siempre, la de los solos heroicos a la manera de Louis Armstrong y las complejidades orquestales de Ellington, el apego a la herencia afroamericana y el tirón de la música europea; todo mezclado, desde luego, porque Ellington tenía tan presentes los blues y los negro spirituals como el ejemplo de Debussy o Ravel, y porque Armstrong, en apariencia más próximo a lo africano originario, se había criado en una ciudad tan llena de aires musicales europeos y hasta hispánicos como Nueva Orleans, y reconocía que una inspiración para aquellos solos suyos tan largos que antes de él no intentó nadie habían sido las arias de la ópera italiana, con sus hazañas de resistencia pulmonar y sus agudos de funambulismo.

En Buenos Aires, en la radio familiar, el adolescente Julio Cortázar buscaba las raras emisiones de discos de jazz, para irritación y escándalo de sus padres, aficionados a la música clásica y al tango. Muchos años más tarde escribió de manera brillante y fantasiosa sobre los maestros del bebop —Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Thelonious Monk—, pero es probable que sus gustos se hubieran quedado anclados en los nombres y en la estética de su primera juventud, en torno a aquellos días de 1930 en los que había comprado su primer disco de Louis Armstrong. Grabaciones de entonces, placas arcaicas a 78 revoluciones, son las que aparecen con tanto detalle en Rayuela, con un efecto paradójico. Rayuela llegó como un gran vendaval de novedad a la literatura en español de los primeros sesenta, y la presencia del jazz en sus páginas era un indicio de una voluntad de transformación que encontraba su reflejo y su germen igual de innovadora. Pero en los poco más de treinta años que habían pasado desde que el Cortázar adolescente compraba sus primeros discos al jazz le había dado tiempo a quemar febrilmente las edades sucesivas del primitivismo, el clasicismo, la ruptura, la extrema vanguardia. Y sin embargo no hay rastros de esa contemporaneidad en Rayuela: la música de jazz que estaba haciéndose al mismo tiempo que se escribía la novela no es la que suena en ella. La banda sonora de esa novela en la que sus primeros lectores veían la fundación del porvenir está hecha de nostalgia del pasado.

Una sospecha semejante de anacronismo es insoslayable cuando se vuelve a leer su relato más célebremente inspirado en un jazzman, El perseguidor. Johnny Carter sería un trasunto de Charlie Parker, pero el parecido en realidad es muy superficial, salvo unas cuantas coincidencias evidentes, y tiene más que ver con un cierto estereotipo sobre el músico de jazz como una variante del artista maldito que con la realidad de la vida de Charlie Parker, o casi de cualquier músico de esa generación y esa escuela. Johnny Carter es el contrapunto visceral, primitivo, desastroso y auténtico del narrador de la historia, Bruno, el crítico, el blanco y europeo, el erudito que está al margen de la vida y a salvo de su calamidad, pero también privado de su estremecimiento y su belleza. Cortázar, como tantos aficionados blancos, creía en la superioridad de los músicos negros, y asimilaba la improvisación en el jazz a la escritura automática de los surrealistas. Pero no hay nada instintivo y menos todavía espontáneo ni automático en un proceso técnicamente tan complejo como la improvisación, y el talento de los músicos de la generación de Charlie Parker tenía muy poco que ver con la impulsividad autodidacta. Charlie Parker poseía un conocimiento riguroso de la música del siglo XX, de Stravinsky a Béla Bartók. Charles Mingus optó por el jazz sobre la música clásica por la simple y cruda razón de que en ese mundo, en los años cuarenta y cincuenta, no había lugar para negros.

Y desde luego, para desgracia de Charlie Parker y de tantos de sus coetáneos, el hábito que dominó su vida no fue precisamente el de la marihuana, como le sucede, con una inverosimilitud casi enternecedora, al Johnny Carter de Cortázar. Los boppers arrogantes y torvos tocaban una música tan complicada y veloz que no podía bailarse, llevaban gafas negras y se inyectaban heroína. La marihuana era el vicio inocuo y risueño de los viejos, de aquel Louis Armstrong que de pronto se había quedado antiguo, con su comicidad obsequiosa de Tío Tom, según la caricatura cruel de los jóvenes que lo negaban para afirmarse a sí mismos. En una crónica muy celebrada como ejemplo de su prosa jazzística, Cortázar transmite involuntariamente la sensación de empalago que los críticos más hostiles a Armstrong no le perdonaban: “Louis soplaría durante horas haciendo caer del cielo grandísimos pedazos de estrellas de almíbar y frambuesa para que comieran los niños y los perros”.

Una pequeña exposición, un álbum muy bien diseñado, un ciclo de tres conciertos, examinan en estos finales de otoño, en la Fundación Juan March, las conexiones entre Julio Cortázar y el jazz. Pude asistir al último de los conciertos, una mañana muy fría y soleada de sábado, a una hora a la que uno está tan poco acostumbrado a escuchar jazz como a tomarse un whisky o un gin-tonic antes de comer. El efecto fue extraordinario. A las doce de la mañana el jazz se sube tan directamente a la cabeza como una copa tomada a esa hora con el estómago vacío. Tocaba el cuarteto de Perico Sambeat, con Albert Sanz al piano y Daniel García a la batería, con el inmenso Javier Colina en el contrabajo. En homenaje a Johnny Carter y a El perseguidor los músicos recorrieron el repertorio de Charlie Parker. Estaban al principio algo intimidados por la sala tan solemne de la Fundación Juan March, algo desconcertados por lo raro de la hora. Pero muy pronto prendió el fuego, y al Charlie Parker introspectivo y poético de My Melancholy Baby y Lover Man le sucedía el desatado y vertiginoso de Confirmation. En uno de los textos seleccionados por el editor del álbum, José Luis Maire, Cortázar describe con bienvenida sobriedad la experiencia de escuchar esa música: "…sentí más que nunca lo que hace a los grandes del jazz, esa invención que sigue siendo fiel al tema que combate y transforma e irisa".

Entre canción y canción Perico Sambeat recordaba su deuda de músico y lector con Julio Cortázar. A él seguro que le habría halagado que su fantasma se invocara al mismo tiempo que el de Charlie Parker.

www.antoniomuñozmolina.com

El Pais Babelia 07.12.13

domingo, 15 de diciembre de 2013

¡Uf! Por Javier Cercas


 Entiendo que en estos momentos estén ustedes desesperados. Entiendo que ahora mismo estén buscando afanosamente por su casa una pistola. Entiendo, incluso, que su desesperación les lleve a tomar la decisión brutal de no leer esta columna. Lo entiendo. Pero recapaciten: piensen que nunca en toda su vida se han comprado una pistola, razón por la cual no es probable que encuentren una en su casa; piensen que también es mi primera semana de trabajo y que, si nadie lee esta columna, los del periódico me echan; y piensen que, si se paran a reflexionar un momento, volver al trabajo es un alivio: lo duro fue marcharse de vacaciones.

No lo digo para consolarles: lo digo porque es verdad.
Me lo van a contar a mí. Como casi todos los hombres, yo también detesto la playa; como casi todas las mujeres, mi mujer la adora. Sin embargo, dado que la mitad de mis novias anteriores me abandonaron por esa discrepancia de gustos, durante los primeros años de matrimonio conseguí ocultarle el hecho a mi mujer. Cuando lo descubrió, me amenazó con separarse si no acudía al psicoanalista, convencida de que yo padecía un trauma infantil de niño rico (nunca fui un niño rico, por supuesto, pero eso también conseguí ocultárselo a mi mujer, porque la otra mitad de mis novias anteriores me abandonaron cuando descubrieron que yo no era el heredero de una inmensa fortuna). La visita al psicoanalista no sirvió para nada: en cuanto le conté que siempre había soñado con matar a mi madre y tirarme a mi padre, a él se le escapó la risa, de modo que no me quedó más remedio que dar por terminada la terapia. Así que, como tengo una personalidad muy fuerte, cada año veraneamos en la playa. El trayecto hasta el pueblo junto al mar suele ser muy grato, aunque siempre tomo la precaución de llevar en el coche un pastel de cumpleaños, en previsión de que fecha tan señalada me sorprenda en medio de un atasco. Luego, durante los dos primeros días en el pueblo, me desgañito proclamando ante quien quiera escucharlo mi felicidad por estar empezando por fin a disfrutar, en compañía de mi familia, de un mes de merecido descanso, pero al tercer día la realidad se impone: incapaz de pasarme todo el día sin hacer absolutamente nada, como si yo fuera un personaje de Bergman, la depresión me tumba en la cama en medio de horribles tormentos psicológicos, enfermo de culpa por no estar trabajando, por no saber pasarme el día sin hacer absolutamente nada, por no saber disfrutar de la compañía de la familia y por no saber disfrutar de un mes de merecido descanso. Pero la depresión pasa y todo se estabiliza. Es entonces cuando hay que afrontar el peligro. No me refiero a las insolaciones, ni a esos perritos tan simpáticos que siembran la arena de zurullos pestilentes, ni a la salmonelosis asesina que acecha debajo de cada ensaladilla, ni siquiera al suplicio de estar rodeado por todas partes de una maravillosa legión de tetas y culos desnudos, mientras uno suda tinta ungiendo que el espectáculo no le afecta en lo más mínimo y se retuerce las manos para no aplaudir. No: no me refiero a eso; me refiero a los verdaderos peligros. Por ejemplo: su hijo. Si le da la perra de que quiere montarse en una moto acuática y un joven de apariencia inofensiva se ofrece a darle un paseo en ella, por nada del mundo lo permita: el joven puede pertenecer a una banda de delincuentes que secuestra a niños, cruza con ellos el Mediterráneo y los vende como esclavos en cualquier playa del Peloponeso. Otro ejemplo: su mujer. Si le da por colocar su toalla cada mañana junto a la de un tipo de piel bronceada, musculatura de atleta, tanga ínfimo, sonrisa de anuncio y conversación de intelectual, prepárese: le veo durante el resto del año pasando los días de turbio en turbio, haciendo abdominales en el gimnasio y tomando rayos UVA, y las noches de claro en claro viendo Cuéntame qué te pasó y leyendo libros sobre la guerra civil para poder conversar luego con su mujer acerca de la alarmante falta de memoria histórica que aqueja a este país. Y, por favor, ni se les ocurra pensar que, si en vez de pasarlas en la playa, pasan sus vacaciones de viaje, o en la montaña, o simplemente en su casa, la cosa mejora. Ni hablar. ¿Se han preguntado alguna vez por qué razón, según todas las estadísticas, el momento en que más matrimonios se rompen y más violencia doméstica se da es precisamente durante las vacaciones?

Así que, si han logrado sobrevivir a éstas sin mayores estragos, regocíjense. La normalidad ha vuelto: vuelve el trabajo feliz, el trato a sus horas con la familia, las mujeres tranquilizadoramente vestidas, el odio reconfortante a los colegas; vuelve, en fin, la nunca bien ponderada rutina de siempre. Insisto: no lo digo por consolarles. Pero tampoco se lo vayan a tomar a la tremenda: si en el curso del año les ataca en algún momento el pánico a las próximas vacaciones, ni se les ocurra comprar una pistola. Recuerden que los domingos tienen que seguir leyendo esta columna.

El Pais Semanal nº1406 Domingo 7 de septiembre de 2003

jueves, 24 de octubre de 2013

Oro y plata de los superhéroes


Las obras de algunos de los pesos pesados de la literatura llegan a la librerías
MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 7 SEP 2013 -




ILUSTRACIÓN DE MAX.

Quizás no lo recuerden, pero el imperio Taschen, que irrumpió como un rinoceronte en una cristalería en el exclusivo club de los editores de libros de arte a finales de los ochenta, se inició con los tebeos. En 1980, cuando sólo tenía 18 añitos, Benedikt Taschen, un chico de familia bien, abrió en Colonia una tienda de cómics con dinero de sus padres. El primer álbum que publicó fue una colección de las tiras de Sally Forth, una recluta la mar de sexi creada por el dibujante Wally Wood para solaz de las tropas imperiales y que se las arreglaba para terminar casi siempre despelotada. El cómic y, pronto, la pornografía experimentaron en manos de Taschen un proceso de “ennoblecimiento”: sus libros ilustrados y sorprendentemente baratos empezaron a aparecer en las mesas bajas de los saloncitos de jóvenes ejecutivos y, muy pronto, se multiplicaron los pedidos de las librerías de todo el mundo. Fiel a sus orígenes, Taschen publicó hace un par de años el gigantesco vademécum 75 years of DC Comics, en el que se celebraba con cientos de ilustraciones la historia de la mítica compañía DC y de su larguísima serie de superhéroes, desde el primer Supermán publicado en Action Comics (1938) hasta su último avatar de ayer mismo. A pesar de su tamaño y precio (116,45 euros), el mamotreto se convirtió en un éxito internacional y, desde luego, en un libro de referencia imprescindible. Tras aquel bombazo, Taschen se ha decidido a reciclar el original por épocas, enriqueciendo cada nuevo volumen con ilustraciones inéditas. El último publicado es The Silver Age of DC Comics (39,99 euros), editado como todos por el guionista (y ejecutivo de DC) Paul Levitz, que contempla el desarrollo del cómic entre 1956 y 1970. Tras el macartismo y la política puritana y restrictiva del Comics Code Authority, que asumía el prejuicio de que el aumento de la delincuencia juvenil se relacionaba con la lectura de determinadas historietas gráficas, el tebeo de superhéroes entra en una fase de relativa decadencia de la que empieza a salir cuando a los guiones se les añaden elementos de otros géneros: la ciencia ficción, el terror, lo sobrenatural. Aumentan las referencias a la realidad (en una de sus más célebres aventuras de la época Supermán confiesa a John F. Kennedy su verdadera identidad, añadiendo como justificación “si no puedo confiar en el presidente de Estados Unidos, ¿en quién podría hacerlo?”). Y surgen nuevos superhéroes —Flash, Linterna Verde, El Hombre Halcón—, y nuevos tipos de tebeos, como Mad y la larga serie de historias románticas y sentimentales pensadas para el público femenino. Un libro fundamental para entender una parte esencial de la cultura pop estadounidense de la “década prodigiosa”.

Superventas

No hace falta ser un lince para adivinar cuáles van a ser algunas de las novedades que se van a llevar la púrpura de las ventas en esta rentrée. A falta de sorpresas, los primeros pesos pesados que han llegado a las librerías para disputarse el escaso presupuesto para libros de las familias españolas (aún más esquilmadas por los gastos de la vuelta al cole, el aumento de los precios y la resaca financiera del verano) son las tres grandes apuestas de los tres grandes grupos, esos libros que desde hace tiempo tienen echando humo a los departamentos comerciales de sus editoriales: Dispara, yo ya estoy muerto, de Julia Navarro (Plaza & Janés / Random House); Circo Máximo (segunda parte de la “trilogía de Trajano”), de Santiago Posteguillo (Planeta), y El héroe discreto, de Mario Vargas Llosa (Alfaguara / Santillana). La segunda tanda de best sellers que aspiran a los primeros puestos de la lista de Nielsen no llegará hasta noviembre, con la campaña navideña echando humo: por ahora, Plaza & Janés anuncia un Stephen King (Doctor Sueño) y un Grisham (El estafador) y, aunque aún no está terminada, algún topo con piel de librera me sopla con fuerza que Alfaguara podría tener una nueva novela de Pérez-Reverte. En el segundo escalón de ventas previsibles se encuentran sendas novelas excepcionales de dos de mis autores favoritos: La infancia de Jesús, de J. M. Coetzee (Mondadori), y Canadá, de Richard Ford (Anagrama). No he podido leer, en cambio, Una verdad delicada, de John Le Carré (Plaza & Janés, en octubre) que ha obtenido críticas entusiastas en Reino Unido y Estados Unidos. También se ha puesto a la venta Y las montañas hablaron (Salamandra), de Khaled Hosseini, un autor que sigue proporcionando muchas alegrías a los libreros de todo el mundo con su Cometas en el cielo. Por último, espero con cierta curiosidad y una pizca de escepticismo Solo (Alfaguara, octubre), el “James Bond” de encargo de William Boyd, que se publica sesenta años después de Casino Royale, la novela con la que Ian Fleming inició la saga. Jonathan Cape, que la publica en Reino Unido, ha decidido lanzarla con hechuras de novela “de aeropuerto”: cubierta roja y sobrecubierta negra, troquelada para evocar el impacto de un disparo, con el fin, dicen, de “capturar la imaginación del lector”. Bang, bang.

Bibliotecas

A menudo me pregunto qué tratamiento dará en el futuro la novela —y, en general, la prosa de imaginación— a las bibliotecas. Convertidas hoy por necesidad y preferencia en centros culturales multiusos en los que la preservación del saber en los más variados soportes ya no es la única prioridad, las bibliotecas están recuperando con creces su antiguo papel de centro de la vida comunitaria, especialmente en los pequeños núcleos de población. Hoy se va a la biblioteca para muchas cosas: búsqueda de información general (incluyendo búsqueda de empleo), know-how (informática, redacción de currículum) y, desde luego, para encontrarse con otros conciudadanos, socializar y compartir experiencias (y no sólo en los benditos clubs de lectura). Y eso ocurre, paradójicamente, cuando los aberrantes recortes en los presupuestos de cultura han colocado a las bibliotecas públicas en una situación dificilísima en la que brilla aún más el esfuerzo vocacional de sus profesionales y el cada vez más entusiasta voluntariado de la ciudadanía. A juzgar por la multiplicación del conocimiento de la que es depositaria (la BNE, por ejemplo, efectúa periódicos “barridos” para almacenar el conocimiento que circula por la Red), la borgiana ‘Biblioteca de Babel’ (el muy citado relato incluido en El jardín de los senderos que se bifurcan, 1941), aquella “magnificación pesadillesca” de la Biblioteca Municipal Miguel Cané, en la que Borges estuvo trabajando a desgana durante nueve años, sería hoy mucho más infinita —si se me permite el incongruente pleonasmo— que entonces. En todo caso, de entre todos los relatos que tienen como telón de fondo una biblioteca, yo sigo quedándome con ‘Un general en la Biblioteca’, de Italo Calvino (en La gran bonanza de las Antillas, Siruela). Si aún no lo han leído, no quiero echárselo a perder; permítanme tan sólo que les transcriba su comienzo: “En Panduria, nación ilustre, una sospecha se insinuó un día en la mente de los altos oficiales: la de que los libros contenían opiniones contrarias al prestigio militar”. De nada. O

El Pais Babelia nº 1137 (07.9.2013)

sábado, 19 de octubre de 2013

SUEÑOS DEL JUDIO ERRANTE

SANADOR, CABALISTA, MAGO DEL TAROT, DIRECTOR DE CINE Y GUIONISTA DE CÓMIC. EL 'GURÚ' DE LA PSICO-MAGIA Y EX MIEMBRO DEL 'GRUPO PÁNICO' NARRA EN 'EL MAESTRO Y LAS MAGAS' SUS PRIMEROS AÑOS DE MEDITACIÓN JUNTO AL MONJE JAPONÉS EJO TAKATA. UNA AUTOBIOGRAFÍA, QUE NO ES TAL, SOBRE ZEN Y MUJERES.




CABEZA VACÍA, CORAZÓN LLENO. Alejandro Jodorowsky, un intelectual que dice haber aprendido a morir, que aceptó una vez el gran misterio de la feminidad y que ha encontrado en una particular mezcla de literatura, psicoanálisis y magia su arma casera contra las sombras. Conocerlo supone, cuando menos, dejarse cautivar por su mística amabilidad. Artista multidisciplinar, ha dirigido auténticas obras maestras del cine de culto -El topo, Santa sangre o La montaña sagrada son algunos de sus títulos más representativos, y en breve estrenará King Shot, una película que ha rodado con Nick Nolte, Daryl Hannah, Marilyn Manson y Santiago Segura-, tocó el cielo del cómic junto al dibujante Moebius -"Le conocí en el primer proyecto para llevar al cine la novela Dune. Aquélla pudo haber sido algo mítico, con Salvador Dalí, Mike Oldfield, H. R. Giger, Mick Jagger..."-, y aún sigue acudiendo puntualmente a su cita semanal con el Café Mystique, de París, donde lee el tarot y da consejos sobre psicomagia de forma gratuita. "Lo hago sin cobrar, porque así lo aprendí de la cantante chilena Violeta Parra. Para ella, las cosas sagradas estaban fuera del poder del dinero, y me quedé con esa lección. Violeta fue una de las mujeres claves en mi vida, una de las magas ausentes de las que hablo en el libro". Muchos se preguntarán, si todo fuese así en la vida, ¿dejaría de existir el miedo? "Somos una gran obra, pero no queremos darnos cuenta. La enfermedad es no saber amarse a sí mismo". Tomaremos nota. De momento, y a la espera de que publique su esperado manual de magia para niños, Jodorowsky cierra el ciclo iniciado con su anterior autobiografía, La danza de la realidad(Siruela, 2001). "El maestro y las magas no es exactamente una autobiografía. Más bien es la biografía de un hombre, un monje llamado Takata que durante un tiempo me introdujo en las enseñanzas que transmiten los toan. También es la historia de la pintora Leonora Carrington; de doña Magdalena, que me enseñó el masaje iniciático; de la actriz mexicana a la que llaman La Tigresa, y de Reyna D'Assia, hija del ocultista G. I. Gurdjieff. Éstas son las magas con las que aprendí a poner en práctica las enseñanzas zen de mi maestro". Pero ¿qué es un koan exactamente? "Dentro de la filosofía zen, un koan es una pregunta absurda que el maestro plantea a su discípulo. Vivimos dominados por el intelecto, por las palabras. Cuando tratamos de meditar un enigma que en su esencia no tiene lógica nos abrimos a la universalidad. Puedes tardar años en resolver un koan, y sólo eres consciente de que has desvelado el enigma cuando la respuesta te mueve al cambio". Tras más de cuarenta años de trabajo y búsqueda incesante, Jodorowsky sigue maquinando. "Hasta el fin de mis días", asegura.

El maestro y las magas
Alejandro Jodorowsky
Editorial Siruela



domingo, 22 de septiembre de 2013

H.G.WELLS. EL RUMOR DEL FUTURO


FÉLIX J. PALMA

H. G. Wells oía el rumor del futuro como quien escucha el mar a través de una caracola. De otro modo, no puede entenderse que de una única mente surgieran cuatro de las obras fundacionales de la ciencia ficción. Si observamos atentamente la singladura de dicho género, que él instauró –probablemente sin pretenderlo, escribiendo sencillamente lo que le venía en gana–, no podemos evitar reparar en que gran parte de las obras que lo jalonan se han abandonado a la inercia de La máquina del Tiempo, La isla del doctor Moreau, El hombre invisible y La Guerra de los Mundos, novelas que Wells escribió de corrido en un lapso de cuatro años, entre prisas, desvelos y contratiempos varios, pero sobre todo ajeno a la condición de clásicos que portaban sus genes.

La máquina del tiempo, la primera de ellas, fue escrita en 1895, y aparte de ser la novela que obraría el milagro de convertirlo en escritor, permitiéndole al fin vivir de la literatura, también tiene el honor de ser la primera ficción en la que se aplicó la ciencia a los viajes temporales. en las escasas historias que se habían publicado hasta el momento sobre el asunto, se viajaba siempre en un estado de ensueño o alucinación, como en Un cuento de Navidad, de Charles Dickens, o en Un cuento de las montañas escabrosas, de Edgar Allan Poe, o sencillamente mediante la simple fantasía, como en El reloj que marchaba hacia atrás, de Edward Page Mitchell, considerado el primer relato sobre el tema. adelantándose veinticuatro años a la Teoría de la Relatividad de Einstein, Wells invitó a los lectores a contemplar el tiempo como una cuarta dimensión, por la que uno podía desplazarse igual que por el espacio, despertando en toda Inglaterra el anhelo de viajar a través de la corriente temporal.

H.G. Wells.
No es difícil imaginarse a los caballeros de entonces cerrando su novela convencidos de que la ciencia, que a finales del siglo XIX se encontraba en su esplendor, acabaría fabricando más temprano que tarde un artilugio como el que Wells describía, que les permitiría sustituir las aburridas excursiones campestres por excitantes viajes al remoto pasado o al ignoto futuro. Un invento semejante, en definitiva, les llevaría a rebasar los límites impuestos por su condición mortal, a adentrarse en el vedado mañana, ese territorio todavía por construir que hollarían sus hijos, nietos y demás descendencia.

Un año después, tras escribir La visita maravillosa, una novela que narra la relación entre un ángel despeñado del cielo y el vicario del pequeño pueblo en el que cae, y cuyo argumento palidece ante el resto de su producción, el autor de Bromley publica La isla del doctor Moreau. La obra esta protagonizada por el científico al que alude su título, que reina en un islote perdido entregado a la demencial tarea de transformar bestias salvajes en hombres, en un intento por sortear el curso lento y natural de las evoluciones, y que junto al Griffin de El hombre invisible, otro científico poseído por sus obsesiones, instauran la figura del mad doctor, que tanto juego dará en la literatura fantástica posterior.

Por si esto fuera poco, una noche de primavera de 1897, Wells contempló el cielo poblado de estrellas, y sintió que algo, tal vez una inteligencia superior a la humana, le devolvía la mirada. ese fue el germen de la conocida La guerra de los mundos, novela en la que, en otro de sus alardes de originalidad, Wells dio la vuelta a la situación: si hasta entonces las obras de viajes estelares presentaban al hombre como el sumo conquistador del cosmos, colonizando planetas merced a su impresionante tecnología, en su novela eran nuestros vecinos marcianos quienes invadían con terrible facilidad nuestro hogar, hasta que las bacterias segaban sus sueños de conquista.

Esa fue la última novela de ciencia ficción que escribió Wells, quien terminó por acatar los consejos de W. E. Henley, su editor, que no cesaba de instarle a usar su innegable talento en novelas más ambiciosas que le granjearan el sitio que merecía en la historia de la literatura. Siguiendo la estela de Dickens, Wells se olvidó de la fantasía y se aplicó a escribir novelas como Kips, historia de un alma simple o Ann Verónica, y un sin fin de obras de carácter enciclopédico, como El perfil de la historia. Por ninguna de ellas, sin embargo, es recordado, pues Wells ha pasado a la historia por sus novelas de ciencia ficción, esas historias que nos hacen soñar, viajar a mundos lejanos propulsados por la imaginación, que es, por mal que le pese a Henley, lo que cualquier lector desea por encima de todo.

Revista Mercurio nº124 Octubre 2010

sábado, 21 de septiembre de 2013

Leyendas de la transgresión por Carlos Boyero


Que cada uno elija su pirata, su filibustero, su corsario favorito: “¡Guardémonos de condenar a estos vagabundos idealistas extraviados por caminos tortuosos! Merecen nuestro reconocimiento”, escribe Laurent Maréchaux en su libro Fuera de la ley

UNA PERSONA que conoce demasiado bien mis filias y mitomanías, las leyendas con causa o sin ella que me fascinan ancestralmente, los personajes que por vocación o por las circunstancias, por los tempranos accidentes de su vida o por decisión desesperada, eligieron la acción y los consecuentes peligros de moverse en el límite, me regala un libro que desconocía, primorosamente editado, poblado por litografías, mapas, pinturas, ilustraciones, fotografías de época, documentos, viejas portadas de libros y pasquines que desprenden sabor y olor. Un libro cuya fuerza visual es tan atrayente como las historias que cuenta. Se titula Fuera de la ley, lo firma Laurent Maréchaux, y viene encabezado por esta cita de Prosper Mérimée: “Soy de aquellos que disfrutan con los bandidos. No es que me guste encontrármelos en mi camino, pero muy a mi pesar, la energía de estos hombres que luchan contra toda la sociedad me suscita una admiración que me avergüenza”.

Borges también se ocupó de esa magnética fauna en Historia universal de la infamia. Lo hizo con imaginación y prosa memorables, con sarcasmo e inquietud, con definiciones que puedes saborear una y otra vez. Maréchaux no posee ese deslumbrante estilo. Tiende a la hagiografía y a la idealización de gente en cuyas legendarias señas de identidad figura inevitablemente el reverso tenebroso y el derramamiento de sangre. Da igual. ¿Quién se puede resistir a una temática cuyo contenido está dedicado a ‘Los Robin de los Bosques y el cobijo entre los arboles’, ‘La vela negra y la evasión de alta mar’, ‘Los ases del gatillo y la nostalgia de los espacios abiertos’, ‘Los diablos del desierto, entre la península Arábiga y el Cuerno de África’, ‘Los insumisos, los anarquistas y los revolucionarios’ y ‘Golfos de ciudad y bandas del extrarradio’? Es negociable compartir el incondicional entusiasmo de Maréchaux hacia la tribu de los supuestos rebeldes, pero su fe y los panfletarios argumentos con los que construye su loa rebosan datos, entusiasmo y sinceridad. Los defiende así: “¡Guardémonos de condenar a estos vagabundos idealistas extraviados por caminos tortuosos! Merecen nuestro reconocimiento. Sin ellos, los mapas del mundo tendrían menos color, los derechos y los impuestos serían inhumanos, la democracia iniciada en Libertalia o en la isla de la Tortuga carecería de imaginación y la búsqueda permanente de un mundo mejor se habría convertido en una locura anticuada. Mientras la llama de la revolución vacila y la desesperación nos acecha, es muy importante que conservemos su leyenda y honremos su recuerdo. Emprendamos el galope para, sable en ristre, seguir sus pasos”.



Pierre Loutrel, Pierrot el Loco, en el libro Fuera de la ley (Blume), de Laurent Maréchaux. Foto: Préfecture de Police


Además, los protagonistas de cada uno de estos apasionantes gremios son muy eclécticos. La agrupación que hace Maréchaux responde más a la heterodoxia que al capricho. Entre los que buscaron cobijo entre los arboles, entre los eternamente proscritos, puede juntar al arquero de Sherwood con un poeta tan excelso como François Villon, impenitente ladrón, asesino ocasional, eterno desterrado, siempre al borde del cadalso, borracho y putero, capaz de escribir entre palo y palo un poema tan hermoso como La balada de los ahorcados. Entre los forajidos de los bosques, aunque éste no practicara la violencia sino la desobediencia civil, también les acompaña Henry Thoreau, aquel anarquista pacífico y convencido de que “la ley nunca liberará a los hombres, son los hombres los que deben liberar a la ley”.

Que cada uno elija su pirata, su filibustero, su corsario favorito. El que más miedo me da es un individuo de apariencia aterradora, de corazón y barba negra, llamado Edward Teach. Es muy elocuente sobre los principios de tan arriesgada profesión la existencialista declaración de uno de ellos. “Hoy vivos, mañana muertos, qué nos importa acumular riquezas o ahorrar. Sólo contamos con el día que vivimos y nunca con el que nos queda por vivir”. El que peor me cae es Francis Drake. No concibo a un pirata al servicio de una reina. Cuentan que fue el primer marinero que volvió con vida de una vuelta al mundo, que nadie conocía los secretos del mar como el mayor ladrón del universo. Pero insisto. Un corsario legitimado y bendecido por el poder supremo es forzosamente un traidor a su clase, un funcionario distinguido.

El que más me fascina entre los ases del gatillo (la definición es simplista y barata) se llama Doc Holliday. Tuberculoso y perdedor, culto y brutal, alguien que en el momento de su muerte exige que graben en su tumba: “En toda mi vida, jamás me han matado”, alguien que tiene muy clara su condición al afirmar: “Lo que cuenta en toda esta historia es el hecho de doblegarse o no”. También me conmueve la soledad de Calamity Jane. Y me resulta mucho más simpático Butch Cassidy que sus perseguidores de la Pinkerton, esa implacable guardia pretoriana de los banqueros, las minas de carbón y el ferrocarril.

Pero los más turbios y complejos son aquellos ilustrados occidentales que se convirtieron en los diablos del desierto. Me refiero a un traficante de armas y de esclavos llamado Rimbaud, el niño terrible que abandona precozmente el barco borracho y la temporada en el infierno que parió su prodigiosa imaginación para vivir en primera persona infiernos reales. O Richard Burton, explorador de las fuentes del Nilo, infiel que se las ingenia para entrar en La Meca, transgresor de todas las prohibiciones. O el militar inglés, conocido como Lawrence de Arabia, que logró algo tan insólito como que los habitantes del desierto le consideraran suyo, el guerrero que tomó Damasco, el autor de ese libro tan incalificable como brillante titulado Los siete pilares de la sabiduría. Un visionario muy lúcido al declarar: “Los que sueñan despiertos son gente peligrosa, ya que pueden vivir su sueño con los ojos abiertos para hacerlo realidad. Es lo que yo hago”.

Y, cómo no, también se rinde homenaje a Bakunin, al anarquista que nunca podría ganar, al convencido de que “la revolución tiene siempre tres cuartos de fantasía y un cuarto de realidad. No creo en las constituciones ni en las leyes. Nos hace falta otra cosa: pasiones y vida”. Y te despides de Fuera de la ley con pena. También con la inequívoca sensación de que vas a volver con frecuencia a sus páginas. Es un libro raro, muy bonito, con alma.

Fuera de la ley. Piratas anarquistas, insumisos, ases del gatillo y otros rebeldes. Laurent Maréchaux. Traducción de Josep Maria Florit ya Clara Melús. Cristina Rodríguez Fischer, coord. Blume. Barcelona, 2009. 240 páginas. 39,90 euros.

El Pais Babelia 06.02.2010

viernes, 20 de septiembre de 2013

Una orgía perpetua Por Antonio Muñoz Molina

Julio Cortázar (Bruselas, 1914-París, 1984). Foto: Carlos Bosch



HABRÍA QUE SABER por qué caminos improbables llegan a nosotros desde muy lejos las influencias que van a determinar nuestra vocación, nuestra manera de mirar el mundo. En Úbeda, cuando estaba en el último año del instituto, un amigo con el que compartía el amor por la música pop y por la literatura me dio a leer por primera vez un cuento de Julio Cortázar.

Me hizo una impresión tan fuerte que al cabo de tantos años y después de haber leído tanto los cuentos de Cortázar y de haber dejado de leerlos me sigo acordando de éste: era La isla a mediodía. Me sorprendió con la sugestión de lo raro, de lo inusitadamente nuevo. Estaba escrito en una lengua que era la mía, y que sin embargo tenía una flexibilidad, una música desconocida, entre lo coloquial y lo abstracto, muy ajena a la de los escritores españoles a los que yo leía por entonces, y por supuesto a las traducciones de novelas extranjeras de las que me alimentaba, dependiendo de las disponibilidades limitadas de la biblioteca pública y de mis compras en el Círculo de Lectores, cuyos viajantes llamaban a la puerta cada tres meses trayendo el tesoro inusitado de sus catálogos y sus encargos, un poco a la manera en que los gitanos de la tribu de Melquíades aparecían cada cierto tiempo en Macondo para mostrar las novedades del mundo exterior.

Cuesta ahora revivir en toda su plenitud el impacto que tuvo para muchos españoles jóvenes el primer encuentro con la literatura moderna de América Latina. Estaba escrita en nuestro idioma y sin embargo era desmedida y exótica, en el sentido más noble de la palabra, porque nos abría la imaginación a continentes tan asombrosos como los que siglos atrás habían intentado contar los cronistas de Indias. Llegaba como un vendaval de innovación y ruptura, pero a la vez poseía todo el hechizo de los relatos primitivos, toda la fuerza de las novelas in- mensas del siglo XIX. Por los laberintos de Cien años de soledad uno se perdía como por las historias entreveradas del Quijote o de Las mil y una noches o El Decamerón. En algunos suplementos literarios que llegaban de Madrid con varios días de retraso se hablaba de experimentos confusos e incitantes en la literatura, de novelas escritas sin puntos ni comas ni personajes ni tramas que debían de ser tan prestigiosamente indescifrables como algunos discos de Frank Zappa llegados también a nuestra provincia cualquiera sabe por qué caminos. Estaba claro que en aquel cuento de Julio Cortázar había algo muy nuevo que uno no sabía lo que era, igual que en los diálogos entreverados de otra novela también llegada por entonces, La casa verde, pero esa parte de extrañeza no entorpecía la lectura ni enturbiaba la historia, sino que las hacía aún más incitantes. Con la pedantería propia de la adolescencia, durante varios años yo me empeñé en demostrarme a mí mismo que era un lector intrépido y un aspirante a novelista de vanguardia, sometiéndome a las audacias narrativas españolas más celebradas por la crítica de entonces: Oficio de tinieblas 5, de Cela; Heautontimoroumenos, de J. Leiva o Leyva; Juan sin tierra, de Juan Goytisolo. Ni la más ardiente hipocresía con uno mismo atenuaba la modorra, la desoladora apatía. ¿No habría otra manera menos árida de convertirse uno en escritor de su tiempo?

Por no hablar de otra presión, la ideológica. Agazapado en su provincia, uno no sólo aspiraba a irrumpir en Madrid como novelista o en su defecto como autor teatral de vanguardia, sino además a derribar la dictadura del general Franco y a ser posible construir el socialismo, para lo cual hacía falta someterse a un régimen punitivo de lecturas de manuales marxistas y seminarios llamados de formación en los que la densidad de los conceptos a dilucidar era aún más impenetrable que el humo del tabaco negro en aquellas habitaciones que tenían algo de catacumbas para los devotos de una religión perseguida. El régimen de Franco no dejó de ser sanguinario hasta el último día, y quienes regresaban a la luz después de haber sido torturados en las comisarías conservaban una palidez y un extravío en la mirada como de muertos en vida, pero los escaparates de las librerías estaban inundados de clásicos del marxismo y de manuales revolucionarios que nosotros leíamos, subrayábamos, analizábamos hasta la extenuación, contagiándonos de una retórica como de hormigón armado, llena de palabras abstractas y de reiteraciones machaconas, de “en tanto en cuanto” y de infraestructuras y superestructuras y correlaciones de fuerzas y análisis concretos de las situaciones concretas y contradicciones de primer nivel y segundo nivel.

Después de rumiar aquellos resecos piensos verbales no era muy fácil que a uno le quedara paladar ni oído para el idioma, y menos aún sutileza para percibir los matices de la vida real, que es el reverso de las caricaturas doctrinarias que aspiran a reducir a los seres humanos a muñecos de cartón. Antes de llegar a la universidad y atragantarme voluntariosamente de ideología yo había escrito con una felicidad irresponsable, imitando sin escrúpulo cualquier modelo con el que me entusiasmara, escribiendo dramas poéticos a la manera de Lorca y poemas de amor a la manera de Bécquer y luego a la de Pablo Neruda, piezas de teatro del absurdo copiadas de Beckett y de Ionesco, de teatro de agitación copiadas de Brecht y de Peter Weiss, arranques de novelas fastuosamente planeadas que nunca pasaban de la primera página.

Y de pronto aquel caudal absurdo que había fluido tan sin esfuerzo y con resultados tan abundantes como deplorables quedó interrumpido. Escribir había sido un juego y ahora era, opresivamente, una misión y un tormento. El doble cepo de la ortodoxia ideológica y la coacción vanguardista me paralizaba. La literatura tenía que ser un arma en la lucha contra la dictadura y contra el capitalismo; la literatura tenía que romper con las convenciones burguesas del costumbrismo y el realismo, con la utillería decrépita de los personajes, de los argumentos, hasta de la sintaxis, todo tan muerto como la pintura figurativa después del triunfo irrevocable de la abstracción, o como la música melódica desacreditada por la atonalidad. A uno tenía que remorderle la conciencia por haber leído alguna vez con emoción a Galdós o a Miguel Delibes.

Un cuento de Julio Cortázar me había despertado a la literatura contemporánea cuando tenía 17 años. Yo creo que fue un cuento de Borges el que me sacudió del sopor ideológico y estético unos años después, el que empezó a educarme en la forma de escritura que iba a ser ya siempre la mía. Leí El Aleph y mi idea de la lengua literaria española y de la ficción cambiaron para siempre. Era posible contar con ironía y verdad, con transparencia y ternura, y a la vez subvertir las mismas normas del relato que tan cuidadosamente se estaban respetando. Después vinieron Rulfo y Bioy, Carpentier, Onetti, Manuel Puig, Vargas Llosa, Donoso, Idea Vilariño, Bryce, Roberto Piglia, José Emilio Pacheco, Reynaldo Arenas, tantos más, una orgía perpetua, la vuelta al día en los ochenta mundos de una literatura que no se acaba nunca.

El Pais Babelia 28.11.2009

jueves, 19 de septiembre de 2013

Borrador de un sueño Por Antonio Muñoz Molina



Vladímir Nabokov (San Petersburgo, 1899-Montreux, 1977) y su hijo Dmitri, en 1968. Foto: Philippe Halsman / Magnum

E N LAUSANA, en la habitación del hospital en el que iba a morirse, entre el letargo de la fiebre y de las medicinas, Vladímir Nabokov soñaba completa una novela y a veces creía que ya había terminado de escribirla, y que se la leía en voz alta a un grupo de oyentes. Sus sueños habían sido siempre muy vívidos. El detallismo de su imaginación visual se hace transparente en una escritura que elude con una especie de liviana maestría la dificultad de las palabras para contar con precisión la realidad física, las vaguedades y las abstracciones del lenguaje. Según su biógrafo, Brian Boyd, Nabokov “visualizaba una novela en su mente, completa de principio a fin, antes de ponerse a escribirla”. Pero en Lausana, en la primavera y a principios del verano de 1977, su imaginación de novelista y de entomólogo era invadida por los malos sueños que anticipaban la muerte, y en sus momentos de lucidez comprendería que la novela vislumbrada con tanta claridad ya no iba a llegar a existir. El cuerpo hinchado y dolorido por la enfermedad era su prisión. Había contraído una infección hospitalaria que le inflamaba los bronquios, que le provocaba dolores insoportables en los dedos de los pies.

Un año antes, después de una primera estancia en el hospital, había contado el sueño de la lectura en voz alta de la novela completa: en el interior de un jardín de altos muros, para una audiencia que incluía pájaros y gatos y a sus abuelos muertos hacía muchísimos años. El despertar desbarataba la felicidad y el alivio de haber terminado de escribir. En la vida diurna, la novela era un mazo descabalado de fichas de cartulina, idénticas a las que había usado desde el comienzo de su vida de profesor en Estados Unidos: las fichas en las que se apuntaban notas y referencias bibliográficas, las que servían para catalogarlo todo en una época muy anterior a la de las computadoras. A lápiz, con su letra pulcra, inclinada y picuda, Nabokov subdividía la escritura de cada una de sus novelas en el espacio breve y muy reglamentario de las fichas, y en cada una completaba un fragmento tan cerrado sobre sí mismo como un poema. El tamaño de la cartulina, su tenue rayado, parecen excluir la posibilidad del arrebato y del abandono, de desarreglo efusivo y estético que Nabokov tanto detestaba: en cada ficha hay un principio y un fin, y la provisionalidad de lo escrito a lápiz añade un nuevo escrúpulo de control. Una palabra que no fuera justa podría ser borrada sin rastro, sin el melodrama de las tachaduras de tinta sobre un papel más frágil que la cartulina y por lo tanto más propicio a ser desgarrado o estrujado (es- trujando hojas de papel y tirándolas a la papelera después de arrancarlas de la máquina de escribir me imaginaba yo cuando era muy joven a los escritores).

Un título, The Original of Laura , y ciento treinta y ocho fichas escritas a lápiz era lo que quedó de la novela que Vladímir Nabokov había soñado y estuvo escribiendo hasta poco antes de morir. A su mujer, Vera, le había hecho prometerle que destruiría el manuscrito si a él no le daba tiem-po a terminarlo. Pero quién borra voluntariamente un rastro de la persona amada después de haberla perdido. Vera Nabokov no se decidió a cumplir la promesa hecha a su marido y cuando ella también murió, en 1991, las fichas estaban guardadas en la caja fuerte de un banco. El tiempo acentuaba la leyenda. Que en alguna parte estuviera preservada una novela inédita de Nabokov de la que nadie sabía nada confirmaba la duración de su presencia después de la muerte. Lolita, Pnin, Pálido fuego, Sebastian Knight, Habla, memoria habitan en la imaginación de los lectores más allá de la materialidad del estilo y de las páginas escritas, en un reino propio que nos parece invulnerable al olvido, esperándonos siempre con toda su intacta verdad en cuanto abrimos de nuevo uno de esos libros.

Y sin embargo cuando vi en las librerías hará unos dos meses un recio volumen con el nombre de Vladímir Nabokov y el bello título de la novela con la que seguía soñando poco antes de morir no me sentí tentado de hojearlo, ni leí las reseñas que iban apareciendo. Me retenía algo que yo no sabía lo que era, un desagrado, una especie de pudor. El libro ha llegado a mi casa como un regalo, y ya no he tenido más remedio que abrirlo. Los editores lo han titulado “una novela en fragmentos”: es verdad que son fragmentos, pero no que sea una novela. Más de treinta años después de la muerte de su padre Dmitri Nabokov ha recuperado las fichas de la cámara acorazada del banco suizo en el que estaban guardadas, y uno comprende que permanecieran en un sitio así: el sitio del dinero, no el de la literatura. Cada página del libro contiene el facsímil de una de las fichas, y su transcripción. Para completar el aire de reliquia, las fichas pueden ser desprendidas de las páginas, y organizadas en el orden que uno quiera darles, como tal vez habría hecho Nabokov.

El efecto, entre obsceno y lujoso, es de tristeza. Dmitri Nabokov invoca ejemplos clásicos de lo que llamó Milan Kundera testamentos traicionados: los herederos de Virgilio no quemando la Eneida, Max Brod preservando contra la voluntad expresa de Kafka los manuscritos de sus novelas inéditas. Pero en The Original of Laura sólo hay ruinas, aunque de vez en cuando brille entre ellas el oro puro de un tesoro perdido. La hermosa novela ya construida en la imaginación de Nabokov resulta ser una serie de ráfagas inconexas, como los sueños mal recordados después de una noche de fiebre. La reiteración de lo familiar confirma la evidencia de un derrumbamiento. Hay una mujer de veinticuatro años tan delgada que su espalda parece la de un niño que se está bañando, y sus pechos los de una niña de doce; hay un padrastro sórdido que ronda a la niña cuando la madre no está: su nombre es Hubert H. Hubert; hay un hombre muy gordo que huele mal y es humillado sexualmente por esa mujer muy delgada que se llama Flora y sobre la que alguien escribirá una novela llamándola Laura; hay unos hombros que emergen de un vestido sin tirantes y son tan blancos como el empeine revelado por unas babuchas de terciopelo negro. En una sola ficha cabe la horrenda tristeza de un encuentro sexual fracasado: la mujer muy joven sentada de espaldas sobre el regazo del marido gordo, mirando distraída hacia algo mientras salta rítmicamente sobre él para acabar cuanto antes, sin que se encuentren nunca las miradas, “como sapos, como tortugas”. Un hombre embotado y enfermo imagina la dulzura de morir o de ir borrándose poco a poco a sí mismo como se borra una figura sobre una pizarra. De pronto una sola línea inconexa alude a un paraíso: Los toldos color naranja en los veranos del sur. Pero quizás Nabokov ya no soñaba una novela sino el borrador de una pesadilla.

The Original of Laura. Vladímir Nabokov. Prefacio de Dmitri Nabokov. Knopf. 2009.

El Pais Babelia 30.01.2010


Portada Babelia nº949



Ilustración de Fernando Vicente

viernes, 30 de agosto de 2013

DEL VICIO SOLITARIO



Por ELVIRA LINDO

No es una superstición, es cierto. Los libros se gastan al contarlos. Por eso cuando alguien me asalta con la pregunta de si ando en una novela me muestro huidiza en la respuesta. No es afán de reserva ni querer provocar en el otro un interés mayor, se trata del miedo a que un argumento o unos personajes con los que ya convives puedan que- darse en nada si andas manoseándolos antes de darles vida. Los libros se gastan, planean una venganza contra el autor fanfarrón que anda contando que tiene una novela antes de haberla escrito. Todo novelista ha vivido esos penosos períodos de sequía en los que la fuerza se va por la boca y contar significa hacer creer a los
demás lo que quieres creerte tú mismo: que aún hay algo que merece ser dicho. Pero los libros se
mueren muchas veces en el intento. Tal vez sea distinto el caso del autor teatral que necesita
hacer vivas las palabras que habrán de convertirse en diálogos; mismo fin de su escritura, pronunciar las frases en un escenario, permite la posibilidad de contar un diálogo que se te ha ocurrido sin que éste se malgaste. No me extraña por eso la necesidad que tenía Lorca de compartir los hallazgos que se le iban ocurriendo en torno a sus obras. Decir en voz alta una frase que habrá de pronunciar un personaje ayuda a encontrar el tono necesario para toda una escena. He vivido esa experiencia y es así, el teatro no se frustra por ser contado. Pero la novela es otra cosa, la novela ofrece el paisaje, la emoción y el pensamiento que hay detrás de cada silencio y de cada palabra y eso definitivamente no se puede contar, no cabe más posibilidad que la lectura y la lectura sólo es posible si el escritor se ha pasado tarde tras tarde trabajando. Yo, como tantos, he escrito muchas novelas en mi cabeza, la mayoría de las veces en el camino de vuelta a casa, cuando te has tomado dos copas, te dejas llevar por la envoltura mágica de la noche y se la cuentas a alguien con claridad y detalles. Son esos momentos en los que todo parece hacerse muy nítido, la historia, el tono en el que será escrita y hasta la frase final, y en los que se diría que el libro ya fue escrito. Los personajes parecen estar vivos en esos últimos instantes de pensamiento consciente antes de que te rindas al sueño y estás segura de que no habrá nada que impida el que al día siguiente toda esa riqueza de la imaginación se vierta sobre la página. Parece tan sencillo como escribir al dictado, como convertirse en una simple médium de lo que en algún lugar remoto de nuestro cerebro ya está escrito. Pero la novela misteriosamente se pierde, tantas veces se ha perdido, que ahora sabes que las novelas hay que escribirlas casi en secreto.
Y una vez que se escriben hay que contarlas. Contar lo que ya se ha escrito. Contar aquello en lo que se puso tanta atención y tanto mimo. De qué va tu novela, te preguntan. Cómo se responde a eso cuando lo que deseas verdaderamente es salir corriendo para cazar la siguiente, para no perder el don de la tozudez, que es el verdadero secreto de la escritura. Pero ya no es posible estar callado, no es posible que los libros sean los que dialoguen con el lector y el autor se retire a intentarlo de nuevo, las promociones obligan a la explicación permanente de lo que se ha hecho y a la confesión de lo que se hará. En los días en los que el libro aparece en las librerías como un pan recién hecho tu imagen se repite en radios y periódicos. Es el momento en el que alguien se te acerca y te dice, no se sabe si con reconocimiento o reproche,“te veo en todas partes”. Absurdo sería contestar: yo no me lo he buscado. Sonaría a mentira o a disculpa. En una sociedad tan poco proclive al silencio nadie va a creerse que estás harta de ti misma, que anhelas el momento de volver a ese rincón del mundo en el que puedes entregarte al vicio solitario de la escritura.


Revista Mercurio nº90 junio 2007

¿Que sentido tiene?

¿Que sentido tiene?. Así comienza un poema de un buen amigo. ¿Que sentido tiene? Buena pregunta. Plantearsela predispone una necesidad, un sentimiento irredento, una fatal adversidad, en definitiva, una forma de vida. ¿Daríamos más valor a la pregunta si respondiésemos con más preguntas? Yo creo que no. Realmente son preguntas, muchas veces, retóricas en sí mismas. Porqué ¿porque nos lo preguntamos?
En la Odisea vital de seguir adelante en la jungla, en no rendirse, intervienen factores tan simples como un objetivo absurdo, una llamada, unos ojos amables… un largo etcétera de episodios, muchos de ellos sin la adecuada banda sonora, y sin embargo, algunos de estos episodios alcanza cotas de insospechada perfección, y son parte del lastre que nos sujetará con fuerza a nuestra realidad, o una fantasía propia, o mundos imaginarios que no conllevan una aplicación practica para incidir en ello una y otra vez ¿que hubiese pasado si…?¿llegaré a hacer esto o aquello?¿podría verla de nuevo?¿de ser así, que le diría? Cuantas preguntas sin respuesta. Y aún es así ¿que sentido tiene? persigues sueños despierto, y tu le ves sentido; permaneces desvelado dandole vueltas a extraños conceptos, sentimientos tan profundos que no encuentras palabras para describirlos. Imágenes fantásticas brotan de tus manos, en definitiva, creo que todo tiene sentido. O al menos debería tenerlo.
01/04/05

Muro de Libros



Aaron T Stephan -- Building Houses/Hiding Under Rocks, 2007 altered books

sábado, 24 de agosto de 2013

ENIGMAS ARTÍSTICOS

 Champán y rock europeo Por Sabino Méndez

EN LIBROS DEL ASTEROIDE hacen bien las cosas. Se han permitido publicar este año esa perla única y necesaria que es Alí y Niño de Kurban Said. Un libro tan interesante y desconcertante como la peripecia de su autoría.

Fue publicado en Viena en 1937 por la baronesa Elfriede Ehrenfels (1894-1982), quien había registrado el sonoro seudónimo. Describía los amores de una pareja interracial en Bakú, la capital de Azerbaiyán, poco antes de la revolución rusa. Pronto se supo que quien estaba detrás del seudónimo era su amigo Lev Nussimbaum (1905-1942), escritor azerí, curioso y enigmático, que también firmaba a veces como Essad Bey. Había escrito biografías y best sellers de la época (Petróleo y sangre en Oriente) y era personaje dado al disfraz, huido de Bakú por la represión bolchevique, que había llegado a vivir a todo tren en el Nueva York del jazz y en Berlín bajo las narices de los hitlerianos.

Ahora bien, en la región original de Bakú nos encontra¬mos con que, por contra, Alí y Niño se considera obra de Josef Vezir Chamanzaminli (1887-1943), ferviente nacionalista muerto por los soviéticos. Tiene rango de libro patriótico debido a sus emotivos retratos del paisaje del Bakú pre-soviético. Pero, en su excelente libro de investigación (El orientalista) Tom Reiss pone de relieve que, a pesar de la semejanza de fragmentos con otros cuentos de Vezir y la similitud de hechos de la trama con su biografía, hay algo que no cuadra. Toda la obra de Josef Vezir es una ardiente condena de la mezcla étnica y cultural, mientras que el mensaje de Alí y Niño es el contrario.
Las últimas investigaciones indican que la obra probable¬mente pudiera ser fragmentos de Josef Vezir que, de una manera todavía por aclarar, habrían caído en manos del espabilado Nussimbaum (alias Kurban Said, alias Essad Bey) quien, capaz de valorar su potencial, los hubiera completado con añadidos propios y plagios del escritor georgiano Grigol Robakidze (1881-1961, ¡un cuarto nombre!) cambiando la intención
.
Si esa teoría fuera cierta, ilumina un enigma artístico aún mayor. Y es el de cómo un libro retocado, plagiado, escrito por cuatro, seis u ocho manos, de una manera arbitraria según los vaivenes de su tiempo, transmite aún arrobo y misterio en su resultado estrictamente verbal. O sea, que sorprendentemente ha sido mejorado, perfeccionado, por ese proceso (raro, pero a veces pasa). Hay alguna exageración de emociones corrientes pero, en general, sus principales perlas están unidas de tal manera que lo que brilla es el hilo que las engarza. Si el hecho de haber pasado por varias manos hubiera perfeccionado finalmente la relojería de la obra, eso nos hace deducir claramente otro detalle. Y es que, en primer lugar, lo que se habría necesitado para ello es que existiera un buen lector (fuera la baronesa o Essad Bey), capaz de detectar y apreciar los mejores resortes para pulirlos y afinarlos. Lo cual aún nos lleva inevitablemente a otra fascinante conclusión más: que el resultado del manuscrito de Alí y Niño que conocemos hoy en día, bien pudiera ser finalmente no otra cosa que el producto de un amor contagioso por el disfrute de la lectura. •

Alí y Niño. Kurban Said. Traducción de Isabel Payno Jiménez-Ugarte. Libros del Asteroide, 2012. El orientalista. Tom Reiss. Traducción de Marco Aurelio Galmarini. Anagrama, 2007.

El Pais Babelia 24.08.13

SUEÑOS Y UTOPIAS


Por Antoni Gutiérrez-Rubí

Un sueño aislado es una quimera o una fantasía; a veces, el preludio de una alucinación. Pero un sueño compartido es una utopía colectiva, un reto posible. Un desafío. Cuando Martin Luther King (MLK), en las escaleras del Lincoln Memorial, pronunció su discurso I have a dream (Tengo un sueño), el 28 de agosto de 1963, construyó una de las más poderosas utopías contemporáneas. Esas 1.666 palabras sacudieron a la sociedad mundial con tres principios: más unidad, más igualdad, más democracia. Los mismos que cien años antes, a mediados de junio de 1858, en la Convención Republicana de Springfield que le postularía como candidato a senador por el Estado de Illinois, Abraham Lincoln transmitió en su memorable discurso: "Una casa dividida contra sí misma no puede mantenerse en pie". La política como utopía necesaria y, en consecuencia, que debe ser posible y realizable. La utopía como proyecto.

La conexión Lincoln-King en el discurso y en la trayectoria de ambos es evidente en lo explícito y en lo emocional. "Pero cien años después, las personas negras todavía no son libres. Cien años después, la vida de las personas negras sigue todavía tristemente atenazada por los grilletes de la segregación y por las cadenas de la discriminación. Cien años después, las personas negras viven en una isla solitaria de pobreza en medio de un vasto océano de prosperidad material". Así habló MLK.

La primera versión de Utopía, el libro fundamental del humanista del Renacimiento Tomás Moro, se publicó en 1516. El texto es una sátira política, pero también una obra alegórica y romántica. Moro quería denunciar los excesos del poder, la avaricia y la obsesión por lo material. Para ello describe, a través de un narrador que es un explorador, un mundo ideal (una isla), organizado racionalmente (es decir, justo) que se convierte en una comunidad pacífica que establece la propiedad común de los bienes. Toda la organización social de la isla (el trabajo, la propiedad, el ocio) pretende disolver las diferencias sociales y fomentar la igualdad. Una ciudad imaginaria. Una ciudad inexistente. Un "no lugar", como tradujo Utopía al castellano Francisco de Quevedo. Desde entonces, lo utópico se ha presentado como irrealizable, por inexistente, más que por impensable. Por imposible, más que por incomprensible.

El mérito histórico del discurso de MLK es dibujar la utopía de la igualdad como un recorrido posible, no como una isla inalcanzable; tampoco como una isla de marginación, sino como un camino de superación, integración y redención social y cívica: "del oscuro y desolado valle de la segregación al soleado sendero de la justicia social"; "desde las arenas movedizas de la injusticia racial hasta la sólida roca de la fraternidad". Una marcha colectiva por una geografía tortuosa y difícil, pero que no impedirá que se cumpla el sueño colectivo: "todo valle será alzado y toda colina será bajada". La marcha sobre Washington como metáfora y etapa inicial.

I have a dream no es un pensamiento onírico, es una visión política. De nuevo, la conexión con Lincoln es singular y sugerente. El presidente, torturado permanentemente por el destino y las repercusiones históricas de sus decisiones más dramáticas, hurgaba en sus sueños (en sus pesadillas) para interpretar el futuro y reconfirmar su presente. Lincoln llegó a soñar -unos días antes- cómo era asesinado, según le explicó a su esposa, quien durante muchos años descifraba o interpretaba sus sueños en el marco de una relación tortuosa de dependencias mutuas y múltiples capas psicológicas entremezcladas con reproches y sentimientos cruzados.

LOS SUEÑOS HAN SIDO INSPIRACIÓN y premonición de creaciones extraordinarias e históricas. John Lennon compuso Imagine después de haber escuchado la melodía en un sueño. Lo mismo afirmó Paul McCartney en relación a la melodía del tema Yesterday. Y Albert Einstein informó que su teoría de la relatividad fue inspirada en una serie de sueños que tuvo entre abril y junio de 1905. Pero el sueño de MLK fue más allá de la creación o de la invención. Se convirtió en coro social, en bandera política e himno generacional.

Cincuenta años después, su discurso es parte de la cultura universal. Trasciende el contexto y la historia concreta, para situarse en un plano moral y se transforma en imperecedero e inagotable. Cincuenta años después, la política -en particular en nuestra realidad más próxima- se ha desgajado de la palabra que emociona, que interpreta y proyecta, que acoge y proclama. El descrédito de la política es triple: no tiene sueños que se conviertan en retos, no defiende utopías que comprometan a la acción y no encuentra las palabras que conmuevan y promuevan los cambios colectivos: aquellos que son mucho más que la suma de los individuales.

I have a dream no es un discurso, es un manifiesto permanente para la acción y la movilización. Un camino, más que un destino o una meta. Por ello no es de extrañar que a los más de dos millones de indocumentados que llegaron a Estados Unidos siendo niños y que podrían, potencialmente, beneficiarse de la aprobación de la ley denominada Dream Act del presidente Barack Obama se les conozca hoy como los dreamers (soñadores).

El sueño continúa: el americano para muchos y el universal para todos. El sueño de la fraternidad. Gracias eternas, Martin Luther King.


Antoni Gutiérrez-Rubí es asesor de comunicación y consultor político. Con motivo de la conmemoración del 50° aniversario del discurso de Martin Luther King, ha coordinado la edición de un 'e-book 'gratuito, en el que participan distintos autores, como Federico Mayor Zaragoza, Juan María Hernández-Puértolas, Gumersindo Lafuente, Fran Carrillo, Rafael Vilasanjuan, Carlos Páez, Roberto Trad, Francesc Pujol, Yago de Marta, Xavier Peytibiy Ángela Paloma Martín. Estará disponible a partir del 28 de agosto en la web conmemorativawww.gutierrez-rubi.es/istillhaveadream.

El Pais Semanal nº1.925 18.08.2013

jueves, 22 de agosto de 2013

La vocación literaria por Javier Gomá Lanzón

Raptado por las musas

La vocación literaria es una mezcla de visión y misión destinada a ordenar el caos de la vida.

JAVIER GOMÁ LANZÓN 17 AGO 2013



Hay un hecho notorio y universal que reclama una buena explicación: por qué determinadas personas dedican las mejores horas del día, los mejores días del año y los mejores años de su vida a producir algo que nadie les ha pedido, sin que el éxito social, los requerimientos de la conciencia, el anhelo de fama o el enriquecimiento económico constituyan nunca la motivación principal. El hecho suele ser designado con la palabra vocación. Y necesita explicación porque es mencionado, invocado o apelado a cada paso por quienes lo experimentan en el interior de su personalidad —poetas, pintores, compositores, creadores, artistas, pensadores—, pero muy rara vez ha sido objeto de meditación filosófica.

1 La vocación se compone de dos momentos: visio y missio (visión y misión). Lo que perciben nuestros sentidos no tiene sentido. Nuestra experiencia del mundo es caótica, fragmentaria, y no logra conformar una unidad significativa. El mundo se parece a un puzle de mil piezas del que solo un pequeño número de ellas —cien, doscientas— estuvieran ya colocadas en su sitio. A veces, a la vista de esas pocas piezas, uno cree adivinar fugazmente, insinuado, el conjunto, pero esa promesa resulta pronto desmentida por una abrumadora experiencia del absurdo y del sinsentido de la vida. Pues bien, hay determinadas personas que sí tienen la visión del puzle entero —la imagen del paisaje, el retrato, el edificio— porque son capaces de completar con su imaginación los huecos de las piezas sin colocar. A esa visión se refería Rafael de Urbino cuando decía que, antes de pintar un cuadro, se formaba en su mente “una cierta idea del todo”.

Quien tiene esta “idea del todo” siente dentro de sí el apremio de producir un objeto que la incorpore y le dé soporte para así evitar que se pierda, como las demás cosas humanas, arrastrada por la corriente del tiempo. Este producir se dice en griego antiguo poiesis: un producir un objeto —un cuadro, una escultura, una sinfonía, un poema, un sistema filosófico— que no persigue función utilitaria alguna excepto la de prestar consistencia, coherencia, fijeza y perduración a la visio y así ponerla con carácter permanente a disposición de uno mismo y los demás. He aquí el segundo momento de la vocación: la missio. La ansiedad por crear el objeto puede llegar a ser extremadamente absorbente, tiránica y rapiñadora. En este sentido, la vocación constituye una anomalía vital y un objetivo empobrecimiento: supone la activación de todas las facultades, capacidades y potencias humanas en la dirección de una —una sola— de las muchas posibilidades que ofrece la exuberancia vital; a cambio, una inmensa concentración de energías.


2 Los griegos, ese pueblo dotado como ninguno para dar plasticidad a los conceptos más abstractos, representaron el doble momento de la vocación como un rapto de las Musas. En la Antigüedad se registran casos de secuestros perpetrados por unas Musas que pueden llegar a ser posesivas de una manera casi violenta. Sus presas se sienten, se lee en el verso de las Geórgicas de Virgilio, heridas de un amor sin límites. “El que es raptado por las Musas (mousóleptos) es el poeta genuino, en contraposición al poeta artífice”, escribe Walter Otto en su célebre estudio Las Musas. El origen divino del canto y del mito.

El raptado vivencia su secuestro como una llamada a servir a la obra que se gesta lentamente en su interior, como si estuviera preñado de una idea o de un nudo embrionario de ellas durante largos años y debiera consagrar la entera organización de su existencia a la misión de preparar y asegurar el feliz alumbramiento. A fin de que el objeto se forme orgánica y sistemáticamente en su estricta objetividad el raptado renuncia a una biografía interesante y acepta estar en el mundo siempre de paso, como los pastores, sin deshacer nunca la maleta, a la defensiva de cualquier novedad que distraiga la atención de su carga gravosa pero amada, sin sorprender a nadie y también sin dejarse sorprender. Para quien ha tenido la visión raptadora, todo permanece en vilo mientras esta se materializa. Cuanto le ocurre, siente o experimenta reviste valor solo en tanto contribuye a clarificar la visión iluminadora. En el pecho del mousóleptos se agita una auténtica emoción poética, pero la suya se parece más a una pasión fría porque se orienta hacia la generalidad abstracta del mundo sin llegar a concretarse en nada ni en nadie. No le queda más remedio que resignarse a una relación solo mediata con las cosas buenas y hermosas del mundo: se diría que las ve a través de un cristal, como el presidiario a las visitas en horas reglamentarias, o que las besa a través de un pañuelo, y todas las personas, incluso las más queridas, se limitan a posar teatralmente como haría un modelo ante el pintor que lo retrata. El universo entero en función de la obra, la cual a su vez contiene la totalidad del universo entrevisto. De ahí que, para quien conoce la fuerza de la auténtica vocación, resulte tan incomprensible que algunos escritores, como Borges, presuman de los libros que han leído por encima de los que han escrito. No: el mundo estimará en más o en menos la obra producida, pero al autor le va la vida en su obra, si de verdad ha sabido dar cuerpo en ella a su visión.


Conviene destacar el hecho de que solo se logra con éxito la producción del objeto si este adquiere una objetividad independiente del yo que la produce. La juventud predispone a la visio mientras que solo en la edad madura se está en condiciones de sustanciar la missio. La autoposesión, el narcisismo, el subjetivismo extremo y libre de compromisos característicos de la adolescencia a veces suscitan una actitud favorable a la aparición de las Musas pero, en cambio, contra lo que sugiere el estereotipo romántico, no ayudan en absoluto al duro trabajo en la obra. Es muy frecuente que la emoción inicialmente sentida solo pueda objetivarse en obra y recibir la forma que esta requiere una vez hecha la transición a la madurez, en pleno trasiego y ruidoso alboroto de la casa fundada y el aprendizaje de una profesión con la que ganarse la vida. En efecto, solo puede producir algo quien conoce las reglas del oficio de que se trate, lo cual acontece en la mayoría de los casos durante esa edad adulta, cuando se adquieren las habilidades técnicas y la disciplina requeridas para que la obra se perfeccione con la deseable autonomía, y el arte de producir música, pintura, edificios o textos no constituye en esto una excepción al resto de los oficios. Pero es que además, en un plano moral, la confección de una obra solo es posible para quien consiente en humillar su yo y deja en su interior espacio para el acto de comunicación inmanente a la naturaleza del arte. Contrariamente a lo que suele pensarse, la vocación, que sí es egocéntrica, no tiene ni un ápice de egoísta. Egocéntrica sí, porque el raptado ha de cultivar su yo como nido donde se incuba demoradamente la obra, robando tiempo y atención a todo lo demás; pero una vez así ensimismado, no se complace estérilmente en el sentimiento estético-oceánico de su existencia sino que, entrenado en la cotidiana y ascética alienación del yo, ha de eclipsarse en favor de la obra.

3 El objeto elegido para dar forma a la visión determina el tipo de vocación. Si el objeto es un lienzo, se es un pintor; si un pentagrama, un compositor; si la piedra, un escultor. Es literaria aquella vocación que elige como objeto la producción de un texto. De igual manera que un pintor percibe un magnetismo en la asociación de unos particulares colores o el compositor descubre la necesidad interior de una concreta secuencia de notas musicales, así el escritor es aquella persona que ha desarrollado un sentido para aprehender el campo de fuerzas que generan dos o más palabras cuando se ponen cerca y del que carecen por separado. El escritor, en resumidas cuentas, no es otra cosa que un juntapalabras y su arte reside en juntarlas con acierto. Con motivo Malherbe, hastiado de la ampulosidad verbosa de la Pléiade, se autorretrató modestamente como un “arrangeur de syllabes”. Todo literato emula al Adán que en el primer día puso nombre a las cosas (Génesis 2, 20). A ese don cantó Juan Ramón Jiménez en su poema de Eternidades: “¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas! / …Que mi palabra sea / la cosa misma, / creada por mí nuevamente”. El mérito, el poder y la virtud del escritor descansan en las concretas palabras escogidas y el orden preciso en el que las ha dispuesto para que resulten eficaces en su designio poético. La literalidad encierra la esencia de lo literario y por eso el auténtico texto de literatura —el poema, la novela, el ensayo— no se deja resumir, compendiar o parafrasear.

Desde esta perspectiva, la filosofía es solo una especie dentro del género literario. Una filosofía sin visio y sin missio —sin vocación literaria— puede ser la obra de un profesor de filosofía, un maestro, un editor, un filólogo, un traductor, un divulgador, todo ello incluso en grado eminente, pero no propiamente la de un filósofo. La visión hace nacer en este una emoción abstracta hacia lo contemplado que bien puede denominarse eros. Poetizar es celebrar esa emoción con versos, relatos o representaciones dramáticas; filosofar es definir esa misma emoción erótica con conceptos y categorías. En ambos casos, “una cierta idea del todo” desencadena el proceso arrollador. La tarea del filósofo consiste en la dura conversión del eros en concepto y este en palabra y luego en texto sistemático. Entre los modernos, ha sido Max Scheler quien de modo más convincente, en La esencia de la filosofía y la condición moral del conocer filosófico, ha argüido acerca de cómo la filosofía se sostiene siempre sobre una previa emoción erótica. Pero, como se ha dicho, ya los griegos antiguos, que tendían siempre al antropomorfismo, personificaron el despertar de este específico deseo amoroso en el secuestro de las Musas, las cuales, escribe Platón en el Fedro, “se hacen con un alma tierna e impecable despertándola y alentándola hacia cantos y toda clase de poesía”. No es casual que para el Sócrates del Fedón la filosofía sea justamente el arte de las Musas por excelencia: megíste mousiké, la llama con orgullo.


4 Lo sentado anteriormente autoriza a seleccionar del canon algunos ejemplos de vocación literaria sin distinguir entre literatura y filosofía y dando a literatos y filósofos un tratamiento indistinto. La visión suele tener en ambos casos el carácter de una revelación en la que predomina el elemento de la luminosidad. Pero unas veces la luz proviene de un fuego abrasador, consuntivo, y otras de una llama cálida, gozosa, vivificadora.

Entre las experiencias abrasivas destaca la de Pascal. Fallecido el filósofo, un criado halló en el forro de su levita una estrecha tira de pergamino. Estaba datada el lunes, 23 de noviembre de 1654, “a partir de las diez y media de la noche aproximadamente hasta cerca de media hora después de la media noche”. Durante esas dos horas a Pascal le sobrevino una visión extática que el pergamino manuscrito trata de verbalizar. El luego llamado Memorial empieza con la palabra “feu”, el fuego de un Dios bíblico de vivos contrapuesto al Dios fosilizado de la filosofía y la teología. En el otro extremo se situaría James Joyce. Durante su último curso en el Belvedere College, 1897-1898, contando 16 años, el prefecto de estudios le sugirió la posibilidad de ingresar en la Compañía de Jesús. Pocos días después, tuvo lugar la escena recreada en Retrato del artista adolescente, la ruptura definitiva con la Iglesia católica y la afirmación de su vocación artística precipitadas por una suerte de éxtasis inverso: “Su alma se acababa de levantar de la tumba de su adolescencia, apartado de sí sus vestiduras mortuorias. ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Encarnaría altivamente en la libertad y el poder de su alma un ser vivo, nuevo y alado y bello, impalpable, imperecedero”. La visión asume en Joyce la figura de una hermosa muchacha a la que contempla en el puerto mirando el mar, con las faldas arremangadas y moviendo las aguas distraídamente con el pie, encarnación de aquella “profana perfección de la humanidad” (Yeats). “¡Dios del cielo! —exclamó el alma de Stephen en un estallido de pagana alegría”. “Vivir, errar, caer, triunfar, volver a crear la vida con materia de vida. Un ángel salvaje se le había aparecido, el ángel salvaje de la juventud mortal”.


Hay epifanías que acontecen sentado, otras andando y otras en estado de espera. Entre las primeras, la de Descartes en la noche del 10 al 11 de noviembre de 1619, a la edad de 23, durante un descanso de la guerra de los 30 años, en las cercanías del Ulm junto al Danubio: “Y observando que esta verdad: pienso, luego existo, es tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando”, referirá años más tarde Descartes en su Discurso del método. Entre sus papeles póstumos figura una anotación con la fecha trascendental y este comentario a su lado: “…mientras estaba lleno de entusiasmo y descubría los fundamentos de una ciencia maravillosa”.

La visión de Rousseau fue, en cambio, de las ambulatorias. Una tarde de 1749 iba a visitar a su amigo Diderot, preso, y mientras caminaba leía las bases de un concurso convocado por la Academia de Dijon. De pronto le envolvió, como un relámpago, lo que él en las Confesiones bautizó como “la iluminación de Vincennes”. Su conciencia atravesó un momento de lucidez prodigiosa, las ideas se le agolpaban a una velocidad muy superior a su capacidad de asimilación, pero la intuición central permanecía: el progreso de los pueblos exaltado por su siglo ilustrado no existe, porque el hombre nace bueno y la civilización lo corrompe: aquí se halla la almendra de toda su vasta producción posterior.

Por último, a Proust le sorprendió la visión unitaria del ciclo En busca del tiempo perdido en la biblioteca del hotel del príncipe de Guermantes mientras esperaba que terminase el concierto. Allí encadenó tres o cuatro “resurrecciones de la memoria”, dos losas desajustadas, el tintineo de una cuchara chocando contra un plato, la tiesura almidonada de una servilleta o el ruido estridente de una cañería —momentos del presente capaces de evocar recuerdos del pasado a los que la imaginación halla alguna analogía—, que produjeron en Proust la sensación felicísima de elevar a un plano supratemporal el tiempo perdido y por esa vía recuperarlo y rescatarlo de la muerte. Ese fue su “día más bello” —confiesa en el último tomo de su obra—, aquel “en el que se alumbraban de pronto no solo los antiguos tanteos de mi pensamiento, sino hasta la finalidad de mi vida y acaso del arte”.



Labor de nómadas

Los aspectos complementarios de la visio —fascinante y terrible al tiempo— ya se encuentran en dos de los primeros casos de vocación literaria registrados en la historia de la humanidad. Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro cuando, al llegar al monte Horeb, una zarza ardiendo le habló y le envió a los hombres con una misión literaria: la composición de las leyes para el pueblo elegido (Éxodo 3). Por su parte, Hesíodo, pastor de ovejas, se hallaba apacentando su rebaño al pie del monte Helicón cuando, según refiere en el arranque de su Teogonía, se le aproximaron por sorpresa las Musas formando bellos y deliciosos coros; tras ungirle como poeta entregándole una rama de laurel, cumplieron los dos rituales de la vocación: le revelaron una visión del mundo y le encargaron que la difundiera con su canto, infundiéndole para ello ese dulce don que solo poseen ellas. La escena bíblica destaca el aspecto llameante de la vocación mientras que la griega realza su gracia y encantamiento. En ambos casos, a la epifanía sigue la urgencia literaria de producir un documento que ordene la visión sobrevenida y le preste una forma perdurable (Teogonía, Pentateuco); en ambos casos también el favorecido por la visión es sorprendido en faenas de pastoreo: se diría que es propicia a la vocación esa existencia nómada y disponible, sin arraigar en ningún sitio fijo y sin compromiso, errante con sus ovejas.

El Pais Babelia 17.08.13