miércoles, 24 de mayo de 2017

Haruki Murakami, instrucciones de uso

El autor japonés desvela en su último libro su vida como escritor y sobre todo cuánto le ha costado llegar a serlo

IÑIGO DOMÍNGUEZ
Madrid 6 MAY 2017

Haruki Murakami firma autógrafos tras recibir el premio Franz Kafka en Praga. MICHAL CIZEK AFP/GETTY IMAGES

Es curioso que probablemente la mitad de la gente a la que en el fondo va dirigido el último libro de Haruki Murakami (Kioto, 1949) quizá no vaya a leerlo. De qué hablo cuando hablo de escribir (Tusquets), una confesión sobre su oficio de escritor, denota lo que todos sabemos, y de lo que él mismo es consciente: gusta a millones de personas, pero también otros muchos le tienen manía, no se sabe por qué. Lo cierto es que el libro va a dirigido a los dos grupos, aunque no sea deliberado, y son más interesantes los pasajes en los que parece tener en mente no a sus fans, explicando sus trucos, sino a quienes le critican. Porque revelan más de él y describen a alguien dolido, incluso inadaptado e incomprendido, con una relación conflictiva con su país, que se siente más querido fuera que dentro. Dedica, en fin, 20 páginas a explicar lo poco que le importa el premio más prestigioso de Japón. Murakami siempre suena delicado, reflexivo y razonable, y tampoco en este caso parece falsa modestia. Simplemente se esfuerza para que le entiendan.

Murakami se siente un bicho raro dentro de la sociedad japonesa, diseñada en sus propias palabras para crear ovejas que van donde se les dice. Así lo describe en un capítulo dedicado a sus recuerdos de la escuela, donde él era un niño con la cabeza en las nubes, volcado en la lectura. Joven en los sesenta, se situó al margen del sistema, con un bar donde podía poner música. Evoca años duros, de mucho trabajo y no llegar a fin de mes, en los que ni se le pasaba por la cabeza ser escritor.

Ese el otro ángulo en el que se siente extraño, ajeno a la tradición nipona: decidió escribir de golpe, una tarde que veía un partido de béisbol con una cerveza. Con 29 años comenzó su primera novela por las noches en la cocina. Tuvo éxito, le dieron un premio y de inmediato nació en él una sensación de no ser aceptado por el mundillo literario japonés. Desde entonces arrastra una concepción de la escritura como resistencia, como pelea contra la adversidad, que entronca perfectamente con su visión individualista de la vida. Es significativo que compare el oficio con un ring de boxeo donde lo más difícil no es pegar bien un par de veces y llevarse los aplausos, sino mantenerse en pie hasta el final.

Al sentarse ante un folio la primera vez sintió con claridad que el tema era, precisamente, “no tengo nada que escribir”. Aunque luego asegura que nunca ha padecido el bloqueo del escritor. Confiesa que no tuvo una infancia especialmente reseñable, nada traumático, familia de clase media, todo normal. Es decir, no disponía de material dramático de primera mano. Solo el impulso de expresarse, escribir y divertirse haciéndolo. Lo que más le ayudó fue la música, el jazz, construir frases como si tocara un instrumento. “La clave es no perder nunca la sana ambición de lograrlo”, concluye.

Las duras críticas en su país, donde se le acusa de batakusai ‑apestar a mantequilla‑, reprochándole simpleza y un estilo americanizado, le hicieron de hecho irse al extranjero. Esperando incluso, admite, volver al cabo de unos años, que eso hubiera cambiado y le recibieran como el hijo pródigo. El deseo de estar a la altura, tomarse en serio un oficio en el que se sentía una aficionado, le empujó a un cambio total de vida para afrontar su tercera obra, La caza del carnero salvaje (1982): vendió su bar, se fue de Tokio, empezó a acostarse, madrugar y hacer deporte. “Tenía que escribir una novela y para ello debía reunir todas mis fuerzas”, resume. Comenzó a forjar una disciplina que hoy se traduce en escribir diez páginas al día, 300 al mes. Puede parecer más un trabajo de fábrica que de artista, admite, pero se pregunta por qué un escritor tiene que comportarse como un artista. “Admitir que no hace falta serlo constituye un alivio inmenso”, sentencia.

BEATLES Y ENANITOS AUTOMÁTICOS
El libro más conocido de Murakami y que le dio la fama Tokio Blues (1987) titulado en 2005 en España Norwegian wood, parte del impacto nostálgico de esta canción de los Beatles en el protagonista. El autor no oculta su admiración por este grupo y a la hora de definir la originalidad y el poder de una obra artística recurre a la sacudida que sintió la primera vez que oyó en la radio Please Please Me. Le causó efectos similares, Surfin’ USA de los Beach Boys. “Un sonido fresco, enérgico e inconfundiblemente propio”, es lo que a Murakami le gustaría conseguir con sus novelas. Otro de sus secretos es lo que llama “enanitos automáticos”, los mecanismos inconscientes y automáticos que siente en su interior cuando escribe: “La gente se ríe, pero es cierto. Habitan en mi conciencia y yo solo me dedico a transcribir su trabajo”.


El Pais

jueves, 18 de mayo de 2017

Vacaciones pagadas por Javier Cercas


Mi jefa me pide que este año no me tome mis vacaciones preceptivas y durante el mes de agosto siga escribiendo artículos. Reprimiendo a duras penas la alegría, me hago de rogar todo lo que puedo con la esperanza de que mi sacrificio fingido me autorice a pedir un aumento de sueldo, y al final acabo aceptando. Porque lo que ni sabe ni tiene por qué saber mi jefa es que para un charlatán y un grafómano peligroso no hay nada más triste que dejar de poner por escrito, aunque sólo sea durante un mes, las tonterías que se le pasan por la cabeza. Tener una columna donde escribir es un privilegio. Escribir es un privilegio. Y si encima te pagan por hacerlo, entonces el privilegio es tan escandaloso que se convierte en el equivalente perfecto de unas vacaciones pagadas. Como hay mucha gente sensata que no entiende que se les pague a los charlatanes y los grafómanos por poner por escrito las tonterías que les pasan por la cabeza, la pregunta que con más frecuencia tiene que contestar un escritor es por qué escribe; como todos los escritores, yo también tengo mi batería de respuestas (para no convertirme en un oligofrénico o un asesino en serie; porque ni siquiera sé atarme los cordones de los zapatos; porque sufriría muchísimo obligándome a no escribir; para defenderme; por vicio; por dinero; para poder pensar); todas estas razones son ciertas, o al menos contienen alguna parte de verdad, pero hace sólo unos meses descubrí una razón que me pareció la más verdadera de todas. Fue cuando me acordé de un hermano marista, Josep Maria Casas se llamaba, un tipo joven, inteligente y bueno que a punto estuvo de lograr el milagro de domesticar a quien suscribe y a unos cuantos descerebrados como quien suscribe. Un día estaba hablándonos de los trabajos que nos aguardaban cuando saliéramos del colegio (íbamos a ser médicos, abogados, veterinarios) cuando de repente se interrumpió. "Pero, claro", dijo, "también hay gente que ni siquiera tiene que salir a la calle para trabajar, se quedan en casa, calentitos en invierno y frescos en verano, tumbados a la bartola en el sofá del salón con una Coca-Cola en la mano, pensando en las musarañas o leyendo o imaginando y sin hacer absolutamente nada más". En aquel momento pensé que aquélla era la imagen del paraíso y descubrí para siempre mi vocación de gandul, y hace unos meses comprendí por fin que en realidad me había hecho escritor para vivir en el paraíso descrito por el buen hermano marista, porque escribir es el único oficio del mundo que te permite levantarte un lunes por la mañana y tumbarte a la bartola en el salón de tu casa con una Coca-Cola en la mano y sin más ocupación que leer o imaginar o pensar en las musarañas durante el resto del día.

Así que el escritor a quien pagan por escribir en realidad no trabaja nunca, porque vive en unas permanentes vacaciones pagadas. En los periódicos pagan. Poco, pero pagan, y por eso hay que fingir un disgusto tremendo cuando le piden a uno que este año no deje de escribir en agosto. Pero no hay que negar que escribir artículos también tiene sus inconvenientes. El principal es que al escritor se le acaba poniendo cara de artículo, porque todo cuanto ocurre a su alrededor se le convierte en materia de artículo. Va por la calle y pasa a su lado un enano en bicicleta: artículo. Abre el periódico y lee que en la clínica del doctor Igor Kniazkin, en la calle Furshtatskaya de San Petersburgo, se expone el pene embalsamado de Rasputín, que es enorme: artículo. Va a su casa y su madre, con un porro en la mano, lo insulta porque a su edad todavía no ha aprendido a atarse los cordones de los zapatos: artículo. Absolutamente todo, ya digo, es materia de artículo, pero, si se fijan bien, la mayor parte de las veces un artículo no es más que un celofán diseñado para envolver con él una frase memorable, que casi nunca pertenece al articulista, al fin y al cabo un pobre hombre. Abro mi libreta de articulista y localizo tres frases memorables con las cuales proyectaba envolver tres artículos que ya nunca escribiré; son frases veraniegas que les regalo para celebrar estas vacaciones pagadas. La primera, obra de Voltaire, es una agudeza sin contestación posible: "El placer da lo que el pensamiento promete". La segunda, tan hermosa como esquiva, es de un grupo musical llamado Los Mártires del Compás: "Si el amor es ciego, por qué me miras". La tercera es la mejor y por ello, más que el celofán efímero de un artículo, merecería una glosa de 700 páginas firmada por Hans-Georg Gadamer, porque tiene el sabor elemental de las verdades conservadas en piedra a través de los tiempos o de los versos inmortales que hace casi treinta siglos recitó Anacreonte y que todavía nos conmueven con el hálito inconfundible de esas experiencias que les han acaecido a todos los hombres afortunados en todas las épocas y en todos los lugares. La frase es de Paco Rabal y dice así: "Yo nunca, nunca, nunca me he acostado con una mujer fea. [Pausa] Ahora, me he levantado con una cantidad de ellas...".

En fin: no sé si exagero al pensar que con esas tres frases tienen ustedes materia suficiente de solaz para todas sus vacaciones; armado de mi Coca-Cola y mi sofá, y con los cordones de los zapatos desatados, yo continúo con las mías.


El  Pais Semanal


jueves, 4 de mayo de 2017

Alejandría recobrada Por Antonio Muñoz Molina


Un reportaje melancólico de Terenci Moix sobre Alejandría me ha traído el recuerdo de aquella novela sobre la ciudad que me gustó tanto hace mucho tiempo, y que no he vuelto a leer, ni siquiera a hojear, tal vez en los últimos quince años, el Cuarteto de Lawrence Durrell. He comprobado que mi caso no es único: conozco a otras personas que también se apasionaron por esos cuatro volúmenes, que los recuerdan como una de las lecturas decisivas de sus vidas, pero que tampoco han vuelto a ellos en muchos años. Tal vez uno intuye que la emoción antigua no va a repetirse, y prefiere intuitivamente la tibia vaguedad del recuerdo a la lucidez fría de la decepción. Si uno de los hechizos más poderosos de la literatura es el de concedernos un acceso a la vez íntimo e imaginario a personas y a mundos que nos son inaccesibles en la vida real, el Cuarteto de Alejandría nos daba a muchos provincianos sin grandes perspectivas sentimentales o viajeras la sensación de compartir el cosmopolitismo, las vidas disolutas, las emociones sutiles y algo perversas, el brillo entre canalla y elitista de los personajes de Durrell. En vez de avanzar en línea recta, la novela giraba poliédricamente, de una perspectiva a otra, y esa maestría técnica nos ayudaba a comprender que la literatura narrativa podía ser un juego de referencias y resonancias musicales, y también que la vida, las vidas densas de aquellos hombres y mujeres dotados de un resplandor que nosotros no encontrábamos en la realidad, podía estar llena de misterios, de laberintos, de encrucijadas de azar y destino como los que trazaban las calles, los palacios, los paseos marítimos de aquella Alejandría que era sobre todo un mapamundi del deseo.

Amigos viajeros ya nos habían contado que esa ciudad ya ha desaparecido, y que en su lugar hay una agobiante metrópoli de atascos de tráfico y bloques de hormigón. Ahora resulta, según cuenta Terenci Moix, que la Alejandría de Durrell no es que se haya borrado del mundo, sino que nunca existió, y que los supervivientes de las clases cultivadas y ricas que vivían en la ciudad en los tiempos del Cuarteto aseguran que los retratos sociales que aparecen en la novela no tienen nada que ver con la realidad, porque Durrell nunca fue recibido por los poderosos, ni asistió a sus fiestas, ni los conoció con la suficiente cercanía como para escribir verazmente sobre ellos.

Lo mismo decían de Proust los aristócratas de su tiempo, y lo han confirmado después sus puntillosos biógrafos: los duques, condes y princesas del Faubourg Saint-Germain no se reconocían en sus trasuntos literarios, y los encontraban fantasiosos o pueriles, y los investigadores que dedican sus vidas a buscar las fuentes de información de Proust y a reconstruir arqueológicamente los modales, los vestuarios, los ritos de los salones de París a principios de siglo aseguran que los pormenores tan precisos, casi tan sofocantes, de En busca del tiempo perdido tienen muy poco que ver con la realidad. Es curioso que dentro de esa misma novela un personaje aristocrático haga el mismo reproche a los aristócratas de las novelas de Balzac.

¿Habrá que desconfiar siempre de la literatura? A los paisanos sureños de William Faulkner les molestaba mucho que el Sur retratado tan poderosamente en sus novelas se confundiera con el de la realidad: les parecía demasiado cruel y sombrío, y quizá encontraban más noble, más edificante, el Sur romántico y embustero de Lo que el viento se llevó. A Faulkner, la gente entre la que vivía y sobre la que escribía nunca se lo tomó en serio: lo veían tan absurdo, tan extravagante, como veían a Proust los duques de París y tal vez a Durrell los banqueros coptos y los diplomáticos de sangre azul de los salones de Alejandría en los que llegaría a ser, como máximo, un sospechoso advenedizo. Si las duquesas de 1900 no eran como las de Proust, si el Sur de Faulkner es un delirio resplandeciente y tenebroso de su imaginación, si la Alejandría de Durrell dejó de existir hace mucho tiempo y sus habitantes más atractivos y novelescos nunca se parecieron a los de Lawrence Durrell, si los espías británicos no son como los de John le Carré y los comisarios franceses no tienen nada que ver con el querido comisario Maigret, entonces, ¿qué aprendemos de la literatura, qué confianza podemos depositar en ella? Quizá nos cuenta verdades tan hondas que no ve ni reconoce quien se fija sólo en las apariencias, o quizá, al enamorarnos de lo que no existe, nos enseña el valor de lo que podría o debería existir, nos hace sentir la ausencia de lo que existió y se ha perdido para siempre, y sólo sobrevive en un nombre tan luminoso como el de Alejandría. •

El Pais Semanal nº1.276 Domingo 11 de marzo de 2001