martes, 24 de mayo de 2011

Escribir con un viento salvaje

El éxito es una bendición; el éxito es una catástrofe. He aquí dos proposiciones verdaderas; he aquí dos proposiciones contradictorias. Todo aquel que experimenta el éxito experimenta, en grados variables y con variable intensidad, esa verdad antagónica, sobre todo si el éxito es un éxito inesperado y repentino. La novela sin embargo , es autobiográfica. Vargas Llosa sostiene que escribir una novela equivale a hacer un strip-tease al revés. En el strip-tease al derecho, bueno, ya saben ustedes como funciona el strip-tease al derecho. En el strip-tease al revés, la señorita o el caballero empiezan su actuación desnudos, y lentamente se ponen la ropa interior y la ropa exterior, y al final de su actuación resultan irreconocibles, ocultos como aparecen tras chaquetones de cuero y gorros de invierno y gafas de sol. El novelista opera de la misma forma: parte de la propia experiencia en bruto, de la experiencia personal al desnudo, y, mediante la manipulación de esos datos primarios con las técnicas del novelista – la organización de una estructura, la construcción de un narrador, un tiempo, un espacio, unos personajes-, acaba enmascarando hasta volverla irreconocible incluso para sí mismo la realidad experiencial de la que había partido. Vistas así las cosas, ninguna novela puede no ser autobiográfica; tampoco la mía. Pero además de ser autobiográficas, todas las novelas son (o pueden ser, o incluso deben ser) catárticas: su autor las escribe para salvarse; si, además de salvarse a sí mismo, el autor consigue salvar a algún lector ( es decir: consigue cambiar la percepción del mundo de algún lector, que es la única forma en que una novela puede cambiar el mundo), entonces puede estar casi seguro de haber escrito una gran novela. A menos que sea un necio, nadie puede estar seguro de haber escrito una gran novela, pero yo puedo asegurar que he escrito la mía – entre otras cosas- para salvarme, para conjurar la catástrofe del éxito y gozar sólo de su bendición. Naturalmente, no lo he conseguido. O no lo he conseguido del todo. Pero aquí me tienen, todavía peleando. No todo el mundo puede decir lo mismo. Creo que Tennessee Williams también lo llamaba así: “Una vez comprendes del todo la vacuidad de una vida sin pelea”, escribió, “estás equipado con los instrumentos básicos de la salvación”. Por lo demás, sólo espero que el resultado no sea una mamarrachada, y si lo es, sólo puedo decir en mi descargo que hice todo lo que pude para evitarlo. E incluso en ese caso tampoco importaría demasiado: al fin y al cabo, el éxito y el fracaso no son sino espejismos. Lo que cuenta es seguir peleando.

El País, domingo 6 de marzo de 2005 Fragmento de un articulo de Javier Cercas preparando el terreno para su próxima novela “La velocidad de la luz”

Una invitación a la lectura


Si nos acostumbramos a ser inconformistas con las pa­labras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos. Am­bas actitudes son, sin embargo, formas de libertad. Y la liber­tad no admite conformismo alguno. Vivir para los humanos, sobre todo en nuestros tiempos, ha sido siempre una sucesión de conformidades, de aceptaciones y sumisiones. Aceptamos el lenguaje; aceptamos, con él, sentidos, referencias y todo ese mo­nótono universo de ecos que los medios de transmisión de imá­genes, sonidos y letras, codifican y propagan. Esta abundancia de comunicaciones ofrece, sin duda, una extraordinaria posibi­lidad de enriquecimiento, de amplitud y libertad; pero también, por los intereses políticos que las dominan y orientan, puede hacer que la inteligencia resbale por significaciones y perspecti­vas, para embotarse y enajenarse. Porque los cauces por los que confluyen las imágenes y las palabras nos conforman a sus se­mejanzas —a las determinadas semejanzas que nos agobian—y nos hacen conformistas. Ser conformista supongo que debe querer decir algo así como conformarse con lo que hay e, in­cluso, aceptar que «no hay quien dé más». Pero conformarse añade también otro matiz. Conformarse es perder, en parte, la forma propia para sumirse, liquidarse, en la ajena. Y esa pérdida de la propia forma, si es que la tenemos, si es que como de­cía el filósofo «hemos llegado a construir nuestra propia esta­tua», es pérdida de ser, pérdida de la sustancia que nos pertene­ce o nos debiera pertenecer, para derramarla hacia cauces ajenos.

A veces esta pérdida de sustancia tiene origen en la opacidad de cada consciencia individual, donde sólo el len­guaje interior con el que acompañamos a cada uno de los ins­tantes de la vida, presta la suficiente luz para reconocernos y explicarnos. Pero este lenguaje que nos constituye y nos con­forma, en una época tan abundante de monótonos mensajes y tan retumbante de comunicaciones, puede, efectivamente, conformarnos con desvirtuadas virtualidades que colaboran al creciente oscurecimiento de la consciencia. Y esa falta de luz es, al mismo tiempo, falta de libertad. Tal vez, por las re­sonancias marxistas —hoy tan olvidadas—, apenas utiliza­mos el concepto de «alienación» (Entfremdung) para expresar un constante fenómeno de la cultura contemporánea.

Esa excesiva información que los medios de comunica­ción nos ofrecen, a través de sus distintos lenguajes, colabora, muchas veces, a encastillamos en un reducto donde emergen nuestros miedos, nuestras alimentadas obsesiones; donde apa­recen también los «imaginarios» con los que esos medios ela­boran la sustancia de la realidad en los derroteros de intereses económicos: intereses de poder. Nunca ha sido más arrolladora la maquinaria para crear alienación, para aniquilar. Alienación quiso decir, en toda la historia del idealismo alemán, desde Gui­llermo de Humboldt, la disolución del vigor intelectual y senti­mental de la cultura en un conglomerado de tensiones, obsesio­nes, ideas y realidades insustanciales, que nos vacían y cosifican.

Nos convertimos así en pequeños bloques ideológi­cos, o mejor dicho en insignificantes maquinarias a las que incorporamos, como si realmente fuesen estímulos mentales, una serie de estereotipos virtuales sin idealidad y libertad. Lenguajes falsos, pues, que nos llenan con la terrible lógica de la falsedad. Porque esa lógica se hace de los retazos que sostie­nen pasiones egoístas, soluciones incompletas a los problemas de la vida y de la sociedad. Una lógica de la incoherencia que, sin embargo, cohesionamos con los quebrados fragmentos de la «publicidad» política e ideológica que nos sirven, efecti­vamente, para la total enajenación. Todo esto nos conduce a un hecho fundamental de la sociedad de nuestros días. Los individuos que componen esa sociedad no pueden ser perso­nas, seres autónomos y reales, si no tienen posibilidad de de­sarrollar su propio pensamiento por muy modesto que sea. Un pensamiento que sólo se nutre de libertad.

La lectura, los libros, son el más asombroso princi­pio de libertad y fraternidad. Un horizonte de alegría, de luz reflejada y escudriñadora, nos deja presentir la salvación, la ilustración, frente al trivial espacio de lo ya sabido, de las abe­rraciones mentales a las que acoplamos el inmenso andamiaje de noticias siempre las mismas, porque es siempre el mismo nuestro apelmazado cerebro. Los libros nos dan más, y nos dan otra cosa. En el silencio de la escritura cuyas líneas nos ha­blan, suena otra voz distinta y renovadora. En las letras de la literatura entra en nosotros un mundo que, sin su compa­ñía, jamás habríamos llegado a descubrir. Uno de los prodi­gios más asombrosos de la vida humana, de la vida de la cul­sentir otros sentimientos, de pensar otros pensares que los reiterados esquemas que nuestra mente se ha ido haciendo en la inmediata compañía de la triturada experiencia social y sus, tantas veces, pobres y desrazonados saberes.

La literatura no es sólo principio y origen de libertad in­telectual, sino que ella misma es un universo de idealidad libre, un territorio de la infinita posibilidad. Los libros son puertas que nadie podría cerrarnos jamás, a pesar de todas las censuras. Sólo una censura sería realmente peligrosa: aquella que, incons­cientemente, nos impusiéramos a nosotros mismos porque hu­biéramos perdido, en la sociedad de los andamiajes y los grumos mentales, la pasión por entender, la felicidad hacia el saber.

Toda verdadera liberación, todo gozo de vivir y de sen­tir, empieza en nuestra mente. Y esa mente, parte ideal de nues­tro cuerpo en la prodigiosa red de sus neuronas, requiere tam­bién alimentación y sustento. Las palabras son la sustancia de la que la inteligencia se nutre. Y esas palabras vienen engarzadas en la original sintaxis de la literatura. Un mundo hecho lengua­je, argumentado y construido desde un infinito espacio donde todo el decir, todo el sentir es posible. Pero un mundo, además, que, en su soledad, en su maravillosa inocencia y libertad, ya na­die manipula, nadie tergiversa, nadie puede ya falsear y alterar.

Las palabras de la obra literaria están libres también de todo compromiso con los latidos del presente, con los des­garros de la pragmacia, con las insinuaciones del oportunis­mo y de la doblez. Pero, al mismo tiempo, nos comprometen con un mundo más hermoso —quiero decir de «formas» más claras—, con el mundo ideal de los sueños en la múltiple, dis­par, idealidad de sus inacablables propuestas. La literatura nos enseña a mirar mejor este mundo de las cosas aún no bien di­chas, estos contornos históricos inmediatos de los balbuceos políticos, de los apaños para justificar el egoísmo envilecido, de las trampas para conformarnos a vivir con la desesperanza de que lo que hay ya no da más de sí.

Basta haber sentido alguna vez hablar, a través de la escritura, a nuestros clásicos, a los clásicos del siglo xx y de todos los siglos, para entender qué quiere decir tan sorprendente y extraña palabra. Suponemos que su clasicismo tiene que ver con una llamada de atención para que despertemos de las oscuras pesadillas diarias. En la etimología de «clásico» está tanto el significado de clarín que nos convoca y aviva, como el de ciudadano de primera clase, el de orden; pero también el de modelo. Un modelo que no está, sin embargo, ante nuestros ojos para imitar comportamientos o actitudes.
El carácter modélico de los clásicos, capaces de superar el tiempo y de sobrenadar a todas las interpretaciones que sobre ellos se haga, consiste, precisamente, en hacer vivir, en incorporarse, desde la inalterable página de la escritura que la sostiene, al latido del corazón de cada lector. Un latido que es efímero, que es tiempo, pero un tiempo que desde la aparente frialdad de páginas que superaron los siglos o los años,
adquirió, por ello, una cierta forma de pervivencia, que se encama, de nuevo, en el cuerpo y en el aire que respira el lector.

Tendríamos que agradecer a todos esos escritores que nos acompañan, en el siempre breve espacio de nuestra vida, el que nos hayan entregado sus palabras que construyen un humana manifestación de eternidad. Una eternidad que no promete otra existencia más allá de las fronteras de cada vida y que, en el gozo de leer, en las horas de lectura, nos deja es­quivar las paredes del tiempo y acariciar en los silenciosos murmullos de las letras, las espaldas de no sé bien qué espe­cie de inacabada amistad.

El lenguaje fue, como es sabido, lo que empezó a dis­tinguir al animal humano de todos los otros animales próximos a él. Un lenguaje que, además de comunicación y comprensión, creó también sensibilidad, emociones, pasiones, desde el com­plejo entramado de la realidad corporal. Pero las palabras, fuen­te de abstracción y solidaridad, se fueron ciñendo al territorio de las primeras e inmediatas experiencias, a lo que los ojos veían y las manos tocaban, condicionadas a la dureza del vivir, a la necesidad de sobrevivir: «mañana lloverá», «tengo sed», «la co­secha es buena», «quiero comprar tu escudo».

En un momento, sin embargo, de esa cultura de la realidad, alguien pronunció ante sus oyentes, con el ritmo pausado del hexámetro «Canta, Musa, la cólera de Aquiles», y no existía Musa alguna que cantase, ni siquiera Aquiles al­guno que se pudiera encolerizar. Y no era la Musa la que can­taba sino el hombre que decía esos versos, que nos harían emocionar con ellos y pensar, de paso, que las palabras solas eran el origen de esa emoción. Al no podernos conformar a ninguna experiencia pragmática, ese lenguaje nos enseñaba que oír, leer, interpretar se desplazaban ya a un dominio don­de la naturaleza del «animal que habla» construía y afianzaba su posibilidad, su liberación y, en definitiva, su humanidad.


Emilio Lledó, 2002

lunes, 23 de mayo de 2011

Entrevista con el vampiro de Anne Rice




Titulo original: Interview with the vampire

Ediciones B, S.A.: 18 edición, 1994

La temática sugería otra cosa. Son varios los libros que he comprado solo porque hablaban de vampiros en su trama, e indeflectivamente, la gran mayoría no valían ni el papel en el que estaban impresos. Por suerte, esto no ocurrió con la saga de Anne Rice. Ya de forma individual "Entrevista con el vampiro" lograba revitalizar un género necesitado de una cierta vitalidad, de frescura, otra forma de contar la historia de nuevo, aparecía brillante y fascinante, con personajes atrayentes e interesantes, y la saga creció.

La novela gótica comienza en 1746 por Horace Walpole con "Castillo de Otranto" y seguido por obras polulares como "El monje" de Mathew G. Lewis (1795) o "Frankestein, o el moderno prometeo" de Mary Shelley (1818), entró en franca decadencia a partir de 1820 con "Melmoth el errabundo" de Charles Matutuin, y se vio definitivamente clausurado con el "Dracula" de Stoker, una novela compuesta por los testimonios epistolares y fonográficos de sus personajes, a modo de fragmentos narrativos, que como piezas de rompecabezas, dan sentido y continuidad a la historia narrada. Stoker actualizó, con medios de reproducción más modernos, la estructura narrativa de unos precedentes literarios que gozaron de extraordinario éxito, como fueron "La Dama de blanco" y "La Piedra Lunar", ambas de Wilkie Collins, publicadas en 1860 y 1868 respectivamente.

El impacto estético de la obra de Stoker trascendió a otras disciplinas artísticas y consiguió una presencia determinante en el arte cinematográfico, al ofrecer una rica cantera estética que todavía no ha sido agotada. El personaje creado por Bram Stoker quedó como el canon del vampiro.
Así en el haber de Anne Rice tenemos una constante representación en la pantalla, así, la película de titulo homónima con actores como Tom Cruise, Brad Pitt y Antonio Banderas, aunque el impacto fue la interpretación de Kirsten Dunst como niña vampiro, también siguieron adaptando el resto de novelas de la trilogía, pero con más pena que gloria y ahora parece que vendrán para la televisión, las Crónicas Vampiricas.

La novela va recreando de forma exquisita una atmósfera, más que una realidad en el tiempo, se mueve por el hilo temporal de forma sutil, de manera que da la impresión de ser los vampiros los únicos seres reales del mundo. Crea adicción esta versión de la historia vista por los vampiros, y su génesis, y la primera trilogía, más parecido al folletín decimonónico con su eterno continuará que nos arrastra hacia el final, aunque este nunca llegará.

Posiblemente la otra gran película moderna sobre vampiros sea "Drácula de Bram Stoker" dirigida por Francis Ford Coppola, y aunque teóricamente tiene su base en la novela de Stoker, creo que le debe mucho al planteamiento de Rice, por mucho que el autor de "Drácula" quisiese mostrar aspectos ocultos de la sociedad victoriana de su época. Aunque definitivamente la mejor versión de cine para mi, sea "Nosferatu" de Murnau de 1922, eso si que da miedo.


domingo, 22 de mayo de 2011

PALABRAS EN LA TORMENTA

Hoy escribo por primera vez. El título me ha motivado ha hacerlo. Escribir por escribir no está mal, pero hay veces que necesitamos tener un motivo. Las palabras me encadenan como un collar siniestro al texto. Prosigo mi andadura, al igual que un caballero andante ansioso de gestas que lidiar y momentos épicos que recordar. El sueño se apodera de todo. Veo al personaje, incierto, esquivo detrás de la niebla. Voy en pos de él. Necesito perseguirlo, atraparlo. Necesito cambiarme por él. Quizás tenga suerte. Pero es más difícil de lo que parece. La nieve sigue hundiendo mis pasos. La nieve de papel. ¿Qué haré cuando llegue la tormenta? ¿Estaré preparado? No lo sé. Tal vez nadie lo sepa. Sólo él. El personaje que me espera al otro lado, porque los buenos escritos no nacen solos. Yo muevo los hilos como escritor, pero él, tiene más protagonismo en mi vida de la que nadie tendrá jamás. Así que este es nuestro pacto de sangre, crear una historia de mutuo acuerdo. ¿A donde me llevará este tiempo perdido, mirando el papel, buscando palabras que poner en su boca? Tal vez al fin del mundo. Tal vez incluso más lejos. Hasta el abismo donde ya no existiré, allí donde todo comenzará de nuevo. Allí mismo, donde el personaje cuente su propia historia, mientras yo le sonrío como el espectador que en realidad soy y siempre seré. Un lector que se emociona en silencio, siguiendo las huellas en la nieve de otro viajero, como yo, perdido en la niebla, mientras la tormenta aún nos acecha. Alguien nos persigue. ¿Acaso no somos nosotros mismos, releyendo lo que hemos escrito sin pensar? ¿Acaso no sea ésta, la única forma de compartir y vencer a la soledad?

fm gm

sábado, 21 de mayo de 2011

Apostillas a El nombre de la rosa de Umberto Eco




Titulo original: Postille a "Il nome della rosa"

Editorial Lumen, S.A., tercera edición: 1985

EL TITULO Y EL SIGNIFICADO

Desde que escribí El nombre de la rosa recibo muchas cartas de lectores que preguntan cuál es el significado del hexámetro latino final, y por qué el título inspirado en él. Contesto que se trata de un verso extraído del De contemptu mundi de Bernar­do Morliacense, un benedictino del siglo XII que compuso variaciones sobre el tema del ubi sunt (del que derivaría el mais où sont les neiges d'an­tan de Villon), salvo que al topos habitual (los grandes de antaño, las ciudades famosas, las bellas princesas, todo lo traga la nada) Bernardo añade la idea de que de todo eso que desaparece sólo nos quedan meros nombres. Recuerdo que Abelardo se servía del enunciado nulla rosa est para mostrar que el lenguaje puede hablar tanto de las cosas de­saparecidas como de las inexistentes. Y ahora que el lector extraiga sus propias conclusiones.

El narrador no debe facilitar interpretaciones de su obra, si no, ¿para qué habría escrito una no­vela, que es una máquina de generar interpretacio­nes? Sin embargo, uno de los principales obstáculos para respetar ese sano principio reside en el he­cho mismo de que toda novela debe llevar un tí­tulo.

Por desgracia, un título ya es una clave inter­pretativa. Es imposible sustraerse a las sugerencias que generan Rojo y negro o Guerra y paz. Los tí­tulos que más respetan al lector son aquellos que se reducen al nombre del héroe epónimo, como David Copperfield o Robinson Crusoe, pero inclu­so esa mención puede constituir una injerencia in­debida por parte del autor. Le Pére Goriot centra la atención del lector en la figura del viejo padre, mientras que la novela también es la epopeya de Rastignac o de Vautrin, alias Collin. Quizás habría que ser honestamente deshonestos, como Dumas, porque es evidente que Los tres mosqueteros es, de hecho, la historia del cuarto. Pero son lujos raros, que quizás el autor sólo puede permitirse por dis­tracción.

Mi novela tenía otro título provisional: La abadía del crimen. Lo descarté porque fija la aten­ción del lector exclusivamente en la intriga policía­ca, y podía engañar al infortunado comprador ávi­do de historias de acción, induciéndolo a arrojarse sobre un libro que lo hubiera decepcionado. Mi sueño era titularlo Adso de Melk. Un título muy neutro, porque Adso no pasaba de ser el narrador. Pero nuestros editores aborrecen los nombres pro­pios: ni siquiera Fermo e Lucia logró ser admitido tal cual; sólo hay contados ejemplos, como Lem­monio Boreo, Rubé o Metello...Poquísimos, com­o Lyndon, de Armance y de Tom Jones, que pue­blan otras literaturas.

La idea de El nombre de la rosa se me ocurrió casi por casualidad, y me gustó porque la rosa es una figura simbólica tan densa que, por tener tan­tos significados, ya casi los ha perdido todos: rosa mística, y como rosa ha vivido lo que viven las ro­sas, la guerra de las dos rosas, una rosa es una rosa es una rosa es una rosa, los rosacruces, gracias por las espléndidas rosas, rosa fresca toda fragancia. Así, el lector quedaba con razón desorientado, no podía escoger tal o cual interpretación; y, aunque hubiese captado las posibles lecturas nominalistas del verso final, sólo sería a último momento, des­pués de haber escogido vaya a saber qué otras posi­bilidades. El título debe confundir las ideas, no re­gimentarlas.

Nada consuela más al novelista que descubrir lecturas que no se le habían ocurrido y que los lec­tores le sugieren. Cuando escribía obras teóricas, mi actitud hacia los críticos era la del juez: ¿han comprendido o no lo que quería decir? En el caso de una novela todo es distinto. No digo que el au­tor deba aceptar cualquier lectura, pero, si alguna le parece aberrante, tampoco debe salir a la pales­tra: en todo caso, que otros cojan el texto y la refu­ten. Por lo demás, la inmensa mayoría de las lectu­ras permiten descubrir efectos de sentido en los que no se había pensado. Pero, ¿qué quiere decir que el autor no había pensado en ellos?

Una estudiosa francesa, Mireille Calle Gruber, ha descubierto sutiles paragramas que relacionan aparados con las legiones de primas Bette, de Barry los simples (en el sentido de pobres) con los sim­ples en el sentido de hierbas medicinales, y luego advierte que hablo de la «mala hierba» de la here­jía. Podría responder que el término «simples» se repite, con ambos sentidos, en la literatura de la época, así como la expresión «mala hierba». Por otra parte, conocía bien el ejemplo de Greimas so­bre la doble isotopía que surge cuando se define al herborista como «amigo de los simples». ¿Era o no consciente de estar jugando con paragramas? Ahora no importa en absoluto que lo aclare: allí está el texto, que produce sus propios efectos de sentido.

Al leer las reseñas de la novela, me estremecía de placer cada vez que un crítico (los primeros fue­ron Ginevra Bompiani y Lars Gustaffson) citaba la frase que Guillermo pronuncia al final del proceso inquisitorial (pág. 469 de la versión castellana). «¿Qué es lo que más os aterra de la pureza?», pre­gunta Adso. Y Guillermo responde: «La prisa.» Me gustaban mucho, y siguen gustándome, esas dos líneas. Pero luego un lector me ha señalado que en la página siguiente Bernardo Gui, amena­zando al cillerero con la tortura, dice: «Al contra­rio de lo que creían los seudo apóstoles, la justicia no lleva prisa, y la de Dios tiene siglos por delan­te.» El lector me preguntaba, con razón, qué rela­ción había querido establecer entre la prisa que Guillermo temía y la falta de prisa que Bernardo celebraba. Entonces comprendí que había sucedido algo inquietante. En el manuscrito no figuraba ese pasaje del diálogo entre Adso y Guillermo. Lo aña­dí al revisar las pruebas: por razones de concinnitas necesitaba agregar un período antes de devol­verle la palabra a Bernardo. Y lo que sucedió fue que, mientras hacía que Guillermo odiara la prisa (muy convencido de ello: de allí el placer que lue­go me produjo la frase), olvidé por completo que poco después también Bernardo hablaba de ella. Si se quita la frase de Guillermo, la de Bernardo no es más que una manera de hablar, lo que podría decir un juez, una frase hecha como «la justicia es igual para todos». Pero, iay!, contrapuesta a la prisa que menciona Guillermo, la que menciona Bernardo produce legítimamente un efecto de sentido, de modo que el lector tiene razón cuando se pregunta si ambos dicen lo mismo o si, en cambio, existe una diferencia latente entre uno y otro odio por la prisa. Allí está el texto, que produce sus propios efectos de sentido. Independientemente de mi vo­luntad, la pregunta se plantea, aparece la ambigüe­dad, y, aunque por mi parte no vea bien cómo in­terpretar la oposición, comprendo que entraña un sentido (o quizá muchos).

El autor debería morirse después de haber es­crito su obra. Para allanarle el camino al texto.


Umberto Eco

viernes, 20 de mayo de 2011

El nombre de la rosa de Umberto Eco





Titulo original: Il nome della rosa
Colección Palabra en el Tiempo, décima edición, enero 1985
Editorial Lumen, S.A.
Atención, llegamos a palabras mayores, Umberto Eco escribe un bestseller elevado a la categoría de clasico.
Soy incapaz de escribir un comentario coherente de un libro así. Parece mentira lo rápido que conectó con el público la aventura novelesca de un profesor universitario con una bibliografía plagada de sesudos ensayos.
Es esta una novela muy alejada del estereotipo de "novela-histórica", que ya parece tan manido que da grima. Es una novela que transcurre en el siglo XIII, y que si te esfuerzas un poco podría servir para presentarse a examen de Historia mediaval.
Supongo que haciendo uso de sus conocimientos (abrumadores) creó un grupo de personajes arquetípicos que cobraron vida, y que se desenvolvieron con tal acierto por aquella abadía y su biblioteca, que su destino parecía trazado de antemano. La pasión e interés del escritor hace que se mueva por el lugar como si fuese un escribano de la época, Guillermo de Baskerville (viva el metalenguaje, y genial el papel de Sean Connery, perfecto para una adaptación brillante), el bibliotecario ciego trasunto de un Borges asesino, las luchas del poder en una Iglesia todopoderosa (de una forma que no nos podemos ni imaginar) que comienza a perder terreno, la transformación de nuestro pasado y en definitiva, una extensa lista de razones por las que esta es una novela de inflexión en mis lecturas, que también tuvo sus elementos de azar y curiosidad y me gusta por los mismos motivos que no tanto las siguientes novelas de Eco. Leanla, u otra cualquiera, hay que leer. ¡Penitenciágite!

jueves, 19 de mayo de 2011

El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad




Titulo original: Heart of Darkness
Traductores: Araceli García Ríos e Isabel Sánchez Araujo

Alianza Editorial, S.A. Undécima edición en "El Libro de Bolsillo": 1995




Prólogo de Araceli García Ríos

El corazón de las tinieblas fue escrita entre 1898 y 1899, en un momento en que Joseph Conrad —para quien, en general, representaba un gran esfuerzo escribir una novela— parecía encontrar mayor facilidad de lo que era habitual en él. Desde hacía aproximadamente un año, Conrad se debatía con The Rescue —que no lograría ter­minar hasta el final de su vida—, y en el verano de 1898 comenzó a escribir Youth, que se publicaría en 1902, junto con El corazón de las tinieblas y The End of the Tether.

Precisamente en Youth aparece por primera vez un personaje que en posteriores obras conradianas va a te­ner bastante importancia: Marlow, un capitán de barco inglés del que Conrad se vale para contar su historia personal. Y este Marlow resulta ser un personaje muy es­pecial sobre el que recaen simultáneamente varios come­tidos dispares.

Para empezar, Conrad lo utiliza para introducir una técnica narrativa nueva en él: la narración dentro de la narración; una técnica que permite al autor situarse al margen, entremezclado con el reducido grupo de asiduos que forman el auditorio fijo de Marlow y salpicar su relato con algún comentario, generalmente extemporáneo. No se trata de un personaje más: Marlow es un marine­ro, pero no hay ninguna relación entre él y los marineros de The Nigger of the «Narcissus» o de Typhoon. Estos son, en su mayor parte, gente sencilla, con los vicios y virtudes que Conrad había conocido bien entre sus com­pañeros del mar; encarnan entes genéricos, representantes de la bien delimitada clase de los marinos mercantes, dotados con las virtudes que Conrad encontraba en ellos: integridad y valor; y las debilidades de los marineros que conoció. Nada de esto encontramos en Marlow. El Mar­low narrador no da la sensación de ser un personaje de carne y hueso, sino que parece más bien simbolizar una actitud moral: la del propio Conrad. Como medio de presentar los acontecimientos, Marlow es útil por el rea­lismo que les puede dar desde su perspectiva de protago­nista, y simultáneamente, como comentador, los juicios que emite son los que confieren a la historia su signifi­cado. Conrad está haciendo revivir acontecimientos de su propia vida, y a través de Marlow puede conseguir el doble efecto de presentarlos con autenticidad e inmedia­tez y al mismo tiempo agrandarlos y clarificarlos desde la distancia que le separa de ellos.

Sin embargo, la actitud moral de Marlow no está exenta de ambigüedades, sus conclusiones toman con fre­cuencia la forma de dudas: las dudas que asaltaban a Conrad. Las interrupciones en la narración de Marlow sirven también una doble finalidad: cuando las emocio­nes resultan demasiado intensas para poderlas expresar, Marlow interrumpe el relato y vuelve, momentáneamen­te, al lado de sus compañeros para hacer un comentario marginal a la historia o incluso para interpelarles. Estas breves interrupciones dan vivacidad y verismo al acto mismo del relato, marcando con intervalos irregulares la diversidad de planos narrativos; pero además Conrad se sirve a veces de ellas para eludir la necesidad de terminar un comentario y dejar así en evidencia su propia ambi­güedad..

Evidentemente, Joseph Conrad se encontró a gusto con el descubrimiento de Marlow, puesto que en muy poco tiempo produjo tres importantes novelas. La primera le pudo servir para experimentar con el nuevo personaje, al que progresivamente fue dando un papel más complejo, que culminó en Lord Jim. Después de Lord Jim, Conrad abandonó a Marlow, tal vez por considerar que se habían agotado sus posibilidades.

El corazón de las tinieblas

En cuanto Youth estuvo terminada, Conrad intentó vol­ver a la novela que había dejado interrumpida, pero, en parte, porque su proyecto era demasiado ambicioso, y en parte, porque su colaboración con Ford Madox Ford en The Inhevitors requería tiempo y dedicación, pronto vol­vió a encontrarse estancado con The Rescue. Fue enton­ces cuando decidió escribir El corazón de las tinieblas, un relato largo sobre su experiencia en el Congo, pero bajo cuyo envoltorio se desarrolla un complejo estudio de emociones humanas. Es, como prácticamente toda la obra de Conrad, una historia semiautobiográfica. El mis­mo, en su prefacio a la edición de 1902, escribía: «El corazón de las tinieblas es experiencia llevada un poco (y solamente un poco) más allá de los hechos reales, con el propósito, perfectamente legítimo, creo yo, de traerla a las mentes y al corazón de los lectores. Había que dar a ese tema sombrío una siniestra resonancia, una tonalidad propia, una continua vibración que que­dara —eso esperaba— suspendida en el aire y perma­neciera grabada en el oído después de que hubiera sonado la última nota.» La experiencia real necesitaba de cierta exageración, de algunos toques de imaginación para ac­tivar con más fuerza los mecanismos de respuesta de los lectores. La historia fue escrita como una novela más, donde se planteaban los temas que obsesionaban a Joseph Conrad: el problema de la soledad humana, la lucha del hombre en su enfrentamiento con las fuerzas incontro­lables de la naturaleza. Pero con El corazón de las tinieblas, como lo hiciera dos años antes con An Outpost of Progress, Conrad se vale de sus conocimientos directos para denunciar, o por lo menos criticar con amarga iro­nía, los excesos de la civilización occidental en su colo­nización de estas tierras primitivas. Las alusiones que hace Marlow al principio del libro a la conquista de los romanos pueden tomarse como parte de la crítica a la salvaje colonización del Congo. An Outpost of Progress es, junto con El corazón de las tinieblas, la única historia de Conrad que se desarrolla en el Congo, y es donde es­tán reflejadas por primera vez las impresiones que este hombre sensible recibió en Africa.

En el prefacio a la edición de 1925 de Tales of Unrest, Conrad hace referencia a An Outpost como «la parte más ligera del botín que saqué de Africa Central»; y en una carta que envió a Unwin describiendo el libro escribía: «Toda la amargura de aquellos días, todo mi maravillado asombro en cuanto a todo lo que vi; toda mi indignación por la filantropía enmascarada, han estado de nuevo con­migo mientras escribía.» Si An Outpost representa «la parte más ligera del botín», se puede inferir que «la parte más pesada» se encuentra concentrada en las pocas páginas de El corazón de las tinieblas, que es una obra de mayor complejidad.

El episodio que Conrad relata a través de las impre­siones de Marlow es, en su estructura, de una gran senci­llez; sería, a grandes rasgos, la crónica del viaje que Marlow lleva a cabo, al mando de su pequeño vapor, por el río Congo para relevar a un agente comercial del in­terior que se encuentra gravemente enfermo. Sin em­bargo, es en los personajes donde reside toda la fuerza de la narración, sobre ellos gravita el peso de la tensa reflexión moral a que Conrad les somete. El tema que preocupa a Conrad es el de la soledad humana, y la prueba de carácter a la que se somete el individuo en su aislamiento. En El corazón de las tinieblas la capacidad de Marlow y Kurtz para resistir el poder de la naturaleza de desatar sus «instintos olvidados» es puesta a prueba. Marlow, aun consciente de su parentesco remoto con el salvajismo de esta tierra primigenia, no sucumbe ante las fuerzas de la oscuridad. El representa la vida ciudadana, el peso de la tradición y de los lazos sociales. El escepti­cismo de Conrad no es total, Marlow, que es básicamente su propia proyección en el relato, conserva su integridad hasta el final; la fuerza de los poderes ocultos de la selva no ha sido capaz de conquistarle. El proceso que se pro­duce en Kurtz es diferente. El no es un comerciante como los demás; no ha llegado a formar parte de su mezquino mundo, se encuentra como Marlow, solo, y solo se tiene que enfrentar a la selva. La diferencia entre Marlow y Kurtz es que Kurtz carece de auto-control y «su corazón estaba hueco». El encuentro a solas con la naturaleza en estado primitivo, la ausencia de presiones sociales, acaban por dominar a este hombre que no tiene en su interior la capacidad de dominar sus propios ins­tintos. El efecto de la selva en Kurtz es hacerle sucumbir ante su verdad oculta, que le sale al encuentro y le habla en susurros, haciéndole ver lo que hasta entonces había mantenido escondido bajo el manto de las convenciones sociales. La carencia de contención hace que Kurtz se deje arrastrar por los instintos salvajes que la selva ha despertado en él, y sólo al final de su vida expresa, en su recapitulación, el terrible descubrimiento de este he­chizo que se ha ido apoderando de él: «;El horror!»

Marlow, a pesar de sus dudas —«¿podríamos dominar aquella cosa muda o nos dominaría ella a nosotros?»—, consigue llegar incólume hasta Kurtz, pero sufre una de­rrota parcial en su enfrentamiento con él. A quien Mar­low encuentra no es a Kurtz, sino a la selva, con todo su misterio, que se manifiesta a través de Kurtz con su infinito poder de fascinación, y aunque Marlow logra romper el hechizo que mantiene a Kurtz apresado en el seno de la selva, los efectos de su encuentro no van a desvanecerse con el tiempo. La resistencia civilizada de Marlow sucumbe parcialmente ante Kurtz, porque Kurtz simboliza la fusión de las tinieblas de la selva con la oscuridad interior del ser humano. Marlow emerge de su viaje consciente de los cambios que ha sufrido; durante su estancia en la selva ha entrado en contacto con la anarquía de la tierra aún no dominada, con los misteriosde la humanidad: «La tierra parecía algo no terrenal. Es­tamos acostumbrados a verla bajo la forma encadenada de un monstruo dominado, pero allí, allí podías ver algo monstruoso y libre. No era terrenal...» En una ocasión Conrad declaró a Edward Garnett que «antes del Congo yo no era más que un simple animal».

La terrible ironía del relato está en que para llegar a formar parte de esta más alta categoría de ser humano, Marlow ha tenido que ser puesto a prueba en una lucha desigual con Kurtz, ante quien «no podía apelar en nom­bre de nada noble o bajo»; ha tenido que conocer sus secretos, ha sido depositario de su confianza y se ha visto obligado a serle fiel «hasta el final... hasta más allá del final». El precio que Marlow debe pagar por las revela­ciones que le han sido hechas está simbolizado por la mentira final con que sella la memoria de Kurtz. Nadie puede escapar a los lazos sutiles de los poderes de la oscuridad. Nadie, excepto los peregrinos, que parecen no tener siquiera capacidad para romper el hermetismo de su mezquino universo. Ellos viven sumergidos en ese pe­queño mundo que se han creado, lleno de falsedad, de hipocresía, de pequeña ambición, pero exento de toda clase de valores morales. Resulta irónico que el autor del informe para la «Sociedad Internacional para la Supre­sión de las Costumbres Salvajes», la única persona que, en palabras de Marlow, «había venido aquí equipado con ideas morales de alguna clase», sea quien tenga que su­frir las consecuencias de haber entrado en contacto de­masiado íntimo con la selva, como también resulta irónico que Marlow acuda a Kurtz «en busca de alivio, real­mente en busca de alivio», en su intento de alejarse de la miseria moral de los peregrinos. Esta es la «pesadilla» que ha elegido.

El arte de Conrad se sirve de la descripción de manera casi exclusiva para hacernos entrar en este mundo de pesadillas —de alucinaciones más que de pesadillas— en que se desarrolla El corazón de las tinieblas. Es Marlow quien, a través de sus propias sensaciones, va edificando el ambiente —terriblemente agresivo— donde va a tener lugar su enfrentamiento con Kurtz, que constituye elpunto álgido de esta experiencia. Al hablar de la técnica narrativa de Conrad es importante tener en cuenta sus aspiraciones, magistralmente resumidas en el prefacio que escribió para la edición de 1898 en The Nigger of the «Narcissus»: «El artista... apela a nuestra capacidad de deleite y asombro, a los sentidos del misterio que rodean nuestras vidas; a nuestros sentimientos de piedad, y de belleza, y de dolor; al latente sentimiento de camaradería con toda la creación —y a la sutil pero invencible convic­ción de solidaridad que entrelaza la soledad de innume­rables corazones, a la solidaridad en sueños, en alegrías, en pesar, en aspiraciones, en ilusiones, en esperanzas, en temores, que une a los hombres entre sí, que mantiene unida a toda la humanidad—, a los muertos con los vivos y a los vivos con los que aún no han nacido..., semejante apelación, para ser eficaz, tiene que ser una impresión transmitida a través de los sentidos..., si su noble deseo es llegar al secreto resorte de las respuestas emocionales. El objetivo artístico, cuando se expresa por medio de la palabra escrita, debe aspirar con todas sus fuerzas a la plasticidad de la escultura, al color de la pintura, y a la sugestibilidad mágica de la música, que es el arte de las artes.»

Conrad se apoya en nuestra solidaridad para hacer des­de ella un llamamiento a nuestros sentidos: es necesario que todos entren en juego mientras leemos. Desde las primeras páginas nos introduce en el mundo de las tinie­blas con la descripción que abre el libro. La penumbra del crepúsculo en que Marlow y sus compañeros esperan el reflujo de la marea se funde con la oscuridad de la conquista romana, y así se produce también una fusión de planos: el relato parece surgir de la «lúgubre penumbra» que envuelve la desembocadura del Támesis. Este prelu­dio parece además presagiar las tinieblas de la jungla africana y la tenebrosidad del mundo interior de Kurtz. Sin embargo, Marlow no va a encontrarse con Kurtz hasta el final, y en el intervalo hay un juego continuo de luces y sombras que en ocasiones llega a rozar la luminotecnia, pero que no obstante da movilidad al relato y constituye uno de los elementos más eficaces de la técnica narrativade Conrad. Mediante este hábil empleo del claroscuro van apareciendo en la descripción del viaje elementos cuyo significado va a permanecer oculto hasta el des­enlace: la soledad de la costa africana que Marlow ob­serva desde el barco, la quietud y el misterio que rodea los pequeños puertos a lo largo de la costa, el episodio absurdo del barco francés que bombardea la maleza, no son más que el anuncio de misterios mayores, de episo­dios aún más absurdos, de un mundo más sin sentido que se oculta detrás de esa prolongada «línea trazada con regla». Conrad, desde la distancia que interpone entre su personaje central y los hechos que éste narra, puede sopesar cada palabra, graduar el efecto de sus imágenes —a menudo caleidoscópicas, en ocasiones sincopadas, pero siempre estilizadas— para crear una atmósfera opresiva, cargada de sensualidad, en donde todo parece apresado en la densa tela de araña de una inmensa e ininterrumpida jungla que empieza y termina en la desembocadura del Támesis. Por eso en este libro no hay, estrictamente ha­blando, ni principio ni final, porque el final es, más que nada, la vuelta al principio, a la noche londinense y tam­bién a los orígenes de la civilización. En este medio vis­coso desarrolla Conrad el drama prometeico que es la permanente obsesión de toda su obra: el hombre civili­zado en busca de los límites de su naturaleza. El simbo­lismo tampoco difiere grandemente del utilizado en otros libros y es bastante näive. Pero su utilización está muy bien dosificada en una serie sucesiva de descripciones que, empezando con el desembarco de Marlow en la Estación Central, van hasta su llegada a la Estación Interior, en un crescendo cuyo punto culminante se alcanza en la orgía de la despedida de Kurtz. El crescendo es percep­tible en el ritmo de la narración; pero también se hace patente mediante determinados efectos ópticos bastante hábiles, que Conrad maneja magistralmente. Tomemos como ejemplo la figura más enigmática y original de la obra: Kurtz. Marlow oye por primera vez su nombre durante su breve permanencia en la Estación Central.

A partir de este momento irá apareciendo esporádica­mente, y con cada nueva aparición «la persona detrás del nombre» irá agrandándose y dibujándose con mayor claridad —para Marlow y también para los lectores—, hasta que finalmente Kurtz aparece tal como ha sido ima­ginado, como la imagen de la elocuencia: «una voz; él era poco más que una voz». Es aquí, con la entrada en escena de Kurtz, donde todo se precipita; esta voz, este fantasma, ha eclipsado todo lo que hay a su alrededor. La presentación de Kurtz, hecha con notable economía de medios, valiéndose únicamente de unas cuantas pinceladas, es sin duda uno de los pasajes más conseguidos del libro.

El corazón de las tinieblas no es una de las novelas que hicieron a Conrad famoso. Su técnica narrativa no es perfecta, y el grado de penetración psicológica de que van a ser objeto los personajes de obras posteriores está solamente esbozada en El corazón de las tinieblas. Sin embargo, y a pesar de que Conrad se deja quizá arras­trar demasiado por la vehemencia de su temperamento eslavo, se encuentran ya aquí los primeros elementos de los que se va a servir para la creación de un universo que, si bien no demasiado amplio, es suficiente como escena­rio de una serie de actitudes morales antagónicas donde Conrad plasma su peculiar filosofía de la vida.

La traducción de un libro como El corazón de las ti­nieblas es una tarea que plantea algunas dificultades de orden estilístico, por tratarse de una narración en la que la descripción juega un papel muy importante, se podría incluso decir que constituye el soporte de todo el relato.

Joseph Conrad, que, a pesar de su tardío encuentro con ella, adoptó la lengua inglesa como único medio de expresión, era, sin embargo, un gran conocedor y admi­rador de la literatura francesa —especialmente de la tra­dición realista de Flaubert y Maupassant— y pertenecía a la escuela de los cultivadores de le mot juste. Pero el determinismo de su sangre era más fuerte que su admi­ración por el realismo francés, que era de orden intelec­tual, y también que su admiración por la civilización in­glesa, que era de orden moral. Su tradición visceral, que era en definitiva el expresionismo centroeuropeo, explica la vehemencia expresiva de la prosa conradiana, que, unida a su afanosa búsqueda por «la palabra justa», no contribuye demasiado a facilitar la labor del traductor.

Se ha hecho mención más arriba de la pasión de Conrad por los efectos luminosos. En ocasiones es tan intensa que no le basta la proverbial abundancia del idioma in­glés en verbos que describen procesos luminosos: gleam, glitter, glimmer, glow, conviven, por ejemplo, en menos de media página. Estos términos responden, en general, a apreciaciones reales y consonantes con la descripción en que aparecen, pero Conrad se sirve además de sus cualidades sonoras para conseguir efectos rítmicos que resultan necesariamente alterados en la traducción.

Conrad consigue mantener la tensión emocional en el relato utilizando un artificio que consiste en una mezcla de condensación y superposición de imágenes, sin duda para darles mayor rotundidez y contundencia. El resul­tado es que no siempre resulta fácil encontrar una con­trapartida en castellano que respete el ritmo del original sin traicionar demasiado el sentido de la frase. Y el ritmo es un elemento por el que Conrad está siempre dispuesto a pagar un elevado precio, porque le resulta indispensable para apoyar la unidad emocional de sus tensos relatos a través de los pasajes descriptivos. Para ello no vacila en fundir el diálogo con la descripción en un complicado jue­go de alternancia de sujeto y oraciones sincopadas, que producen a veces el efecto de espejos deformantes.

Aquí se ha tratado de conservar la prodigiosa exacti­tud de la elaborada prosa de Conrad, y se ha procurado conseguir un ritmo tan próximo al original como ha sido posible, sin por ello sacrificar la claridad de la narración.

miércoles, 18 de mayo de 2011

El dr. Jekyll y mr. Hyde de Robert Louis Stevenson




titulo original: Dr. Jekyll and Mr. Hyde
Alianza Editorial, S.A. Decimosexta edición, 1995
Parece mentira como las películas quiebran el origen de los libros escritos para golpear actitudes y poses bienpensantes, aunque normalmente el cine arrastra otro tipo de problemas.
Así, el dr. Jekill y mr. Hyde, desarrolla una temática que sobrevive en el tiempo por su complejidad, adherida al ser humano desde el momento mismo que decidimos dar un paso evolutivo, no se si hacia adelante o hacia atrás. Poco, o nada tiene que ver la obra de Stevenson con los continuados intentos de llevar al cine una historia atrayente como pocas. Aunque en defensa de un medio que adoro, el cine tiene honrosas excepciones, y así, en una versión antigua, cuyo actor principal era Spencer Tracy (un gran acierto, con un actor modelo de buenazo) se acerca mucho al original, y ya en nuestros dias, una serie británica que se aproxima muchísimo al original. Y es que, como me ocurrió al leer "La máquina del tiempo" de H.G. Wells, ya parece que sepamos como es la historia de principio a fin, sin leer el libro, de tantas referencias que tenemos. Y lo cierto es que no hay nada más falso. Aún más curioso me pareció leer a Stevenson, de sus piratas y tesoros, al puñetazo que significaba manejarse con el lado oscuro, drogas y otros menesteres, que por cierto, parecía conocer muy bien. Lo dicho, un libro que perdurará en el tiempo, y muy breve, les recomiendo que lo lean.

martes, 17 de mayo de 2011

El Juego de Ender de Orson Scott Card




titulo original: Ender´s game
Ediciones B, S.A. 1ª edición julio 2004
Hace mucho, mucho tiempo, en una lejana galaxia formada por mi cerebro, llegó la lectura de un libro: El Juego de Ender. La sencillez de su planteamiento y su brillante ejecución me atraparon por completo. Escrito en 1977, su autor ya manejaba con soltura la idea de una red global de comunicaciones con terminales en todas las casas y lugares, exceptuando la situación politica actual y las naves espaciales, la historia podría transcurrir en nuestros días. Y los juegos, los juegos que juegan los niños en su aprendizaje parecen una visión del destino del entretenimiento.
Realmente desconozco si el éxito este libro dio pie a la saga posterior, una colección de novelas que partían de esta primera.
Compré, descatalogado,(no se por donde esta) un enorme libro con cuento cortos de Orson Scott Card, en el que se incluía uno llamado "El Juego de Ender", germen de la novela y posterior saga.
Llevan mucho tiempo hablando de hacer una película, pero no llega, aunque si hubo unos comics publicados por la editorial Marvel hace poco, donde el guionista era el mismo novelista y dibujado por Pascual Ferry.

domingo, 15 de mayo de 2011

El Aleph de Jorge Luis Borges




El Aleph
Emecé Editores, S.A.
Alianza Editorial, S.A.
Decimoquinta edición en "El libro de bolsillo": 1987


Los dos reyes y los dos laberintos
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la con­fusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiem­po vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la decli­nación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor y que si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus casti­llos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: «¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del si­glo!, en Babilonia me quisiste perder en un labe­rinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que re­correr, ni muros que te veden el paso».
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.

El demonio vestido de azul de Walter Mosley




Mi problema con algunas novelas derivan en obsesiones por un imaginario vasto, inmenso.
Aunque leí esta novela antes de su adaptación al cine, sufro por conexiones proximas entre ambos medios. La novela de Walter Mosley, el principio de una historia de fama y fortuna para el autor, sienta sobre las bases de un género como es la novela negra algo más fuerte y duradero. Un fresco de una época y lugar, y realmente parece que todo esté vivo, y los personajes brillan con luz propia, Easy Rawlins y Raymond Alexander más conocido como Mouse. Y sobre todo la profundidad con la que ahonda en la parte oculta de Easy, entonces el autor , es como si se adentrase en territorio desconocido, llegamos al subconsciente de una forma directa y certera. Todo perfecto, si exceptuamos que la película que se llevó a cabo con el mismo título pone el rostro a los personajes de la novela, y el caso es que es una buena película, casi, casi ideal, si no estuviese la novela. Denzel Washington, un profesional de gran calidad, así como Tom Sizemore haciendo de "hombre de negocios", pero el que lo borda es Don Cheadle en el papel de Mouse, y son esos rostros, así como el de Jennifer Beals los que aparecen ahora al leer la novela, una curiosa mezcla de elementos que hace de "El demonio vestido de azul" en mi cabeza una extraña mezcla, eso sin contar que no he comprado ningún ejemplar (he devuelto el que me prestaron), y no he leido ninguna novela más de Easy Rawlins, creo que ese tema entraría en cuestiones casi paranormales, pero en general todo el conjunto, libro y pelicula, me evoca casi una realidad con una perfección tal, que siento como si hubiese estado allí.

viernes, 13 de mayo de 2011

Experimentos con la verdad de Paul Auster




(colección de textos de Paul Auster)
Diseño de la colección: Julian Vivas
Ilustración: "Ventana con tela", Wiki Kissmer, 1984
Editorial Anagrama, S.A., 2001
Colección Panorama de narativas
7

Hace doce años, la hermana de mi mujer se fue a vivir a Taiwan. Su intención era estudiar chino (que ahora ha­bla con fluidez pasmosa) y mantenerse dando clases de in­glés a los nativos de Taipei de habla china. Fue aproxima­damente un año antes de que yo conociera a mi mujer, que entonces hacía los cursos de doctorado en la Universi­dad de Columbia.

Un día, mi futura cuñada estaba hablando con una amiga norteamericana, una joven que también había ido a Taipei a estudiar chino. La conversación tocó el tema de sus familias en Estados Unidos, lo que dio pie al siguiente diálogo:

Tengo una hermana que vive en Nueva York –dijo mi futura cuñada.

También yo –contestó su amiga.

Mi hermana vive en el Upper West Side.

La mía también.

Mi hermana vive en la calle 109 Oeste.

–Aunque no te lo creas, la mía también.

Mi hermana vive en el número 309 de la calle 109 Oeste.

–¡La mía también!

Mi hermana vive en el segundo piso del número 309 de la calle 109 Oeste.

Su amiga suspiró y dijo:

–Sé que parece un disparate, pero la mía también.

Es prácticamente imposible que haya dos ciudades tan lejanas como Taipei y Nueva York. Están en las antípodas, separadas por una distancia de más de quince mil kilómetros, y cuando es de día en una es de noche en la otra. Mientras las dos jóvenes se maravillaban en Taipei de la sorprendente conexión que acababan de descubrir, ca­yeron en la cuenta de que sus dos hermanas probablemen­te dormían en aquel instante. En el mismo piso del mis­mo edificio del norte de Manhattan, cada una dormía en su apartamento, ajena a la conversación que, acerca de ellas, tenía lugar en el otro extremo del mundo.

Aunque eran vecinas, resulta que las dos hermanas de Nueva York no se conocían. Cuando por fin se conocie­ron (dos años después), ninguna de las dos seguía vivien­do en el mismo edificio.

Siri y yo ya estábamos casados. Una tarde, camino de una cita, nos paramos a echar un vistazo en una librería de Broadway. Seguramente curioseábamos en diferentes sec­ciones, y, porque Siri quería enseñarme algo o porque yo quería enseñarle algo a ella (no me acuerdo), uno de los dos llamó al otro en voz alta. Un segundo después, una mujer se nos acercó corriendo. «Ustedes son Paul Auster y Siri Hustvedt, ¿verdad?», dijo. «Sí, exactamente», contesta­mos. «¿Cómo lo sabe?» La mujer nos explicó entonces que su hermana y la hermana de Siri habían estudiado juntas en Taiwan.

El círculo se había cerrado por fin. Desde aquella tar­de en la librería, hace diez años, esa mujer ha sido una de nuestras mejores y más fieles amigas.

martes, 10 de mayo de 2011

El Ocho de Katherine Neville



titulo original: The Eight, 1988
1ª edición enero 1996 Ediciones B, Biblioteca de bolsillo.
Un punto de encuentro. Un lugar común para dos lectores: mi mujer y yo. Ella compró el libro dos años antes la edición de lujo, y la fascinación de ambos fue instantánea. Me resultó curioso, es dificil encontrar un punto común en las lecturas de ambos, leemos bastante, pero hay un cierto margen de separación literaria, comprensible también, o no, pero en mi caso ocurre así. Pero lo cierto es que Katherine Neville dio el campanazo con el Ocho, probablemente consiguió la mezcla alquímica necesaria para aglutinar a muchos lectores tipo ante un bestseller brutal. La condesación de elementos era impresionante pero sale bien librada de la batalla, y es que no hay como encontrar el momento preciso para llegar, ver y vencer: El ajedrez como hilo conductor a traves de la Historia, persiguiendo un tesoro oculto (para variar un tesoro con lógica y sentido común ), así como los misterios y los códigos, espionaje (of course), viajes a lugares exóticos de Nueva York al Atlas africano, y un sin fin de referencias, personajes e informaciones curiosas e interesantes. Todo ello desde una perspectiva romantica, sin caer (demasiado) en lo empalagoso, en definitiva un libro para perderse y pasar unos dias agradables en un universo paralelo y desconectar de una realidad que se le parece bastante pero aquí ganan los buenos (creo).

domingo, 8 de mayo de 2011

Curso de Escritura Creativa

Fecha: Del 11 de abril al 1 de junio de 2011

Días: Lunes y miércoles (laborales)

Horario: De 18:00 a 20:00 horas (26 horas lectivas)

Dirigido a : Mayores de 18 años.

Precio de la matricula: 50 €

Lugar: Hospital Real de la Misericordia (Hospitalillo)

Profesor: Álvaro García

Inscripcion: Del 4 al 8 de abril de 10:00 a 13:00 y de 18:00 a 20:00 h.

La próxima semana tendrán lugar las II JORNADAS DE LITERATURA Y CINE celebradas en la Universidad de Málaga. Las jornadas tendrán lugar el martes 10 y miércoles 11 de Mayo a las 17:00 horas en la sala de grados María Zambrano situada en el campus de teatinos en la Facultad de Filosofía y Letras. La entrada es libre y se entregará un certificado de assitencia a aquellos que asistan a las dos sesiones.El programa es el siguiente:

NARRATIVA Y CINE

MARTES 10 DE MAYO, 17:00 h.

-Lectura del relato breve de Ernest Hemingway “The Killers” (se entregará a los asistentes)


-Presentación de Francisca Castillo Martín y Silvia Gutiérrez Guerrero (Doctorandas del Dpto. de Filología Española I)


-Proyección:FORAJIDOS (1946)


-Coloquio

TEATRO Y CINE

MIÉRCOLES 11 DE MAYO, 17:00 h.

-Presentación de Eva Díaz Muñoz e Ignacio Serralvo Galán (Becarios de Colaboración del Dpto. de Filología Española I)

-Proyección: LA VENGANZA DE DON MENDO (1961)

-Coloquio.

sábado, 7 de mayo de 2011

Las minas del rey Salomón de Henry R. Haggard




titulo original: King Solomon´s Mines, 1885
6º edición Colección Tus libros del Grupo ANAYA, septiembre de 1989
Probablemente una de las mejores colecciones publicadas, a mi modo de ver, para los jóvenes.
Mis recuerdos de infancia giran en su mayor parte en torno a una biblioteca, una biblioteca pequeña, pero en perspectiva, en su día, una gran biblioteca.
Mi modo de ser y otras circunstancias personales hacían aquel lugar una especie de santuario, un espacio sosegado y pacifico en un mundo veloz y agitado. Resumiendo, que fue allí, en la Biblioteca, donde encontré los volúmenes que me apasionaban, de esta colección y muchas otras.
Es esta una cuidada edición, tanto en formato como en traducción, con un Apéndice final en el que encontrabas una síntesis histórica de la época en la que se escribió el libro, una biografía del autor, y una bibliografía completa.
Una colección inmensa, llena de clásicos de la literatura, y esté en particular en cuanto pude, lo compré.
Pero hablemos un poco del libro: Exotismo, acción, valor masculino (testosterona a mil). Sí, era un fiel reflejo de la historia del colonialismo y de la sociedad victoriana, pero el autor se adentra mucho más y sobresale por encima de todo, cuenta lo bueno y lo malo, y sobre todo es una fantástica historia: la búsqueda del misterioso reino de kukuanalandia (en realidad aquello era Zululandia), la caza de brujos, la Batalla (¡Dios! la Batalla, era la primera vez que visualizaba la sangría que significaba la lucha entre miles de hombres), las cámara funerarias y la cámara del tesoro.
Una alegría leer el libro, porque todas las películas rodadas sobre el libro, bueno, digamos que están lejos de reflejar la historia escrita. Así, esta colección me brindó la oportunidad de leer historias "antiguas" pero con el sello de la eternidad.

Kafka en la orilla de Haruki Murakami




Titulo original: Umibe no Kafuka, 2002
1º edición de la Colección Maxi de Tusquets Editores septiembre 2008
Dejemos la nostalgia, momentaneamente, a un lado, y vayamos con un nuevo descubrimiento, no, falso, un descubrimiento de un amigo que me dejó leerlo. Yo, a mi vez, se lo presté a mi hermano, y como si de una cadena se tratase, estamos todos atrapados por ella.
Con la reciente aparición de la pelicula "Tokio blues (Norwegian wood)", basada en la novela homónima (que aún no he leido), de un autor de enorme proyección mundial, destacable por unas novelas que transcurren entre personajes que viven en mundos propios, casi una ensoñación, y que a pesar de ello no pueden ser más reales, echemos un vistazo en su interior.
Leer esta novela supuso descubrir a un autor con quien disfrutar de la lectura de una forma relajada, investigar, entrar en tramas desconocidas, la historia del señor Nataka es impresionante.
El joven llamado Cuervo, la profecía, personajes marginales llenos de vida y pasión, la Biblioteca como centro de saber y placer. Aún tengo que leer el resto de los libros de Haruki Murakami, pero creo que encontraré muy buenas novelas, casi como intuir el sabor de una buena comida. Saboread un poco con estos fragmentos de "Kafka en la orilla". Que ustedes lo disfruten:
"A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de are­na que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo inten­tando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con la Muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y que no guarde relación contigo. Esta tormenta, en definitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo único que puedes hacer es resig­narte, meterte en ella de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te llenen de arena e ir atravesándola paso a paso. Y en su interior no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni si­quiera existe el tiempo. Allí sólo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo. Imagínate una tormen­ta como ésta.
Y tú en verdad la atravesarás, claro está. La violenta tormenta de arena. La tormenta de arena metafísica y simbólica. Pero por más metafísica y simbólica que sea, te rasgará cruelmente la carne como si de mil cuchillas se tratase. Muchas personas han derramado allí su sangre y tú, asimismo, derramarás allí la tuya. Sangre caliente y roja. Y esa sangre se verterá en tus manos. Tu sangre y, también, la sangre de los demás.
Y cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprende­rás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera estarás se­guro de que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que penetró en ella. Y ahí estriba el significado de la tormenta de arena."