El País, domingo 6 de marzo de 2005 Fragmento de un articulo de Javier Cercas preparando el terreno para su próxima novela “La velocidad de la luz”
martes, 24 de mayo de 2011
Escribir con un viento salvaje
El País, domingo 6 de marzo de 2005 Fragmento de un articulo de Javier Cercas preparando el terreno para su próxima novela “La velocidad de la luz”
Una invitación a la lectura
Si nos acostumbramos a ser inconformistas con las palabras, acabaremos siendo inconformistas con los hechos. Ambas actitudes son, sin embargo, formas de libertad. Y la libertad no admite conformismo alguno. Vivir para los humanos, sobre todo en nuestros tiempos, ha sido siempre una sucesión de conformidades, de aceptaciones y sumisiones. Aceptamos el lenguaje; aceptamos, con él, sentidos, referencias y todo ese monótono universo de ecos que los medios de transmisión de imágenes, sonidos y letras, codifican y propagan. Esta abundancia de comunicaciones ofrece, sin duda, una extraordinaria posibilidad de enriquecimiento, de amplitud y libertad; pero también, por los intereses políticos que las dominan y orientan, puede hacer que la inteligencia resbale por significaciones y perspectivas, para embotarse y enajenarse. Porque los cauces por los que confluyen las imágenes y las palabras nos conforman a sus semejanzas —a las determinadas semejanzas que nos agobian—y nos hacen conformistas. Ser conformista supongo que debe querer decir algo así como conformarse con lo que hay e, incluso, aceptar que «no hay quien dé más». Pero conformarse añade también otro matiz. Conformarse es perder, en parte, la forma propia para sumirse, liquidarse, en la ajena. Y esa pérdida de la propia forma, si es que la tenemos, si es que como decía el filósofo «hemos llegado a construir nuestra propia estatua», es pérdida de ser, pérdida de la sustancia que nos pertenece o nos debiera pertenecer, para derramarla hacia cauces ajenos.
A veces esta pérdida de sustancia tiene origen en la opacidad de cada consciencia individual, donde sólo el lenguaje interior con el que acompañamos a cada uno de los instantes de la vida, presta la suficiente luz para reconocernos y explicarnos. Pero este lenguaje que nos constituye y nos conforma, en una época tan abundante de monótonos mensajes y tan retumbante de comunicaciones, puede, efectivamente, conformarnos con desvirtuadas virtualidades que colaboran al creciente oscurecimiento de la consciencia. Y esa falta de luz es, al mismo tiempo, falta de libertad. Tal vez, por las resonancias marxistas —hoy tan olvidadas—, apenas utilizamos el concepto de «alienación» (Entfremdung) para expresar un constante fenómeno de la cultura contemporánea.
Esa excesiva información que los medios de comunicación nos ofrecen, a través de sus distintos lenguajes, colabora, muchas veces, a encastillamos en un reducto donde emergen nuestros miedos, nuestras alimentadas obsesiones; donde aparecen también los «imaginarios» con los que esos medios elaboran la sustancia de la realidad en los derroteros de intereses económicos: intereses de poder. Nunca ha sido más arrolladora la maquinaria para crear alienación, para aniquilar. Alienación quiso decir, en toda la historia del idealismo alemán, desde Guillermo de Humboldt, la disolución del vigor intelectual y sentimental de la cultura en un conglomerado de tensiones, obsesiones, ideas y realidades insustanciales, que nos vacían y cosifican.
Nos convertimos así en pequeños bloques ideológicos, o mejor dicho en insignificantes maquinarias a las que incorporamos, como si realmente fuesen estímulos mentales, una serie de estereotipos virtuales sin idealidad y libertad. Lenguajes falsos, pues, que nos llenan con la terrible lógica de la falsedad. Porque esa lógica se hace de los retazos que sostienen pasiones egoístas, soluciones incompletas a los problemas de la vida y de la sociedad. Una lógica de la incoherencia que, sin embargo, cohesionamos con los quebrados fragmentos de la «publicidad» política e ideológica que nos sirven, efectivamente, para la total enajenación. Todo esto nos conduce a un hecho fundamental de la sociedad de nuestros días. Los individuos que componen esa sociedad no pueden ser personas, seres autónomos y reales, si no tienen posibilidad de desarrollar su propio pensamiento por muy modesto que sea. Un pensamiento que sólo se nutre de libertad.
La lectura, los libros, son el más asombroso principio de libertad y fraternidad. Un horizonte de alegría, de luz reflejada y escudriñadora, nos deja presentir la salvación, la ilustración, frente al trivial espacio de lo ya sabido, de las aberraciones mentales a las que acoplamos el inmenso andamiaje de noticias siempre las mismas, porque es siempre el mismo nuestro apelmazado cerebro. Los libros nos dan más, y nos dan otra cosa. En el silencio de la escritura cuyas líneas nos hablan, suena otra voz distinta y renovadora. En las letras de la literatura entra en nosotros un mundo que, sin su compañía, jamás habríamos llegado a descubrir. Uno de los prodigios más asombrosos de la vida humana, de la vida de la culsentir otros sentimientos, de pensar otros pensares que los reiterados esquemas que nuestra mente se ha ido haciendo en la inmediata compañía de la triturada experiencia social y sus, tantas veces, pobres y desrazonados saberes.
La literatura no es sólo principio y origen de libertad intelectual, sino que ella misma es un universo de idealidad libre, un territorio de la infinita posibilidad. Los libros son puertas que nadie podría cerrarnos jamás, a pesar de todas las censuras. Sólo una censura sería realmente peligrosa: aquella que, inconscientemente, nos impusiéramos a nosotros mismos porque hubiéramos perdido, en la sociedad de los andamiajes y los grumos mentales, la pasión por entender, la felicidad hacia el saber.
Toda verdadera liberación, todo gozo de vivir y de sentir, empieza en nuestra mente. Y esa mente, parte ideal de nuestro cuerpo en la prodigiosa red de sus neuronas, requiere también alimentación y sustento. Las palabras son la sustancia de la que la inteligencia se nutre. Y esas palabras vienen engarzadas en la original sintaxis de la literatura. Un mundo hecho lenguaje, argumentado y construido desde un infinito espacio donde todo el decir, todo el sentir es posible. Pero un mundo, además, que, en su soledad, en su maravillosa inocencia y libertad, ya nadie manipula, nadie tergiversa, nadie puede ya falsear y alterar.
Basta haber sentido alguna vez hablar, a través de la escritura, a nuestros clásicos, a los clásicos del siglo xx y de todos los siglos, para entender qué quiere decir tan sorprendente y extraña palabra. Suponemos que su clasicismo tiene que ver con una llamada de atención para que despertemos de las oscuras pesadillas diarias. En la etimología de «clásico» está tanto el significado de clarín que nos convoca y aviva, como el de ciudadano de primera clase, el de orden; pero también el de modelo. Un modelo que no está, sin embargo, ante nuestros ojos para imitar comportamientos o actitudes.
El carácter modélico de los clásicos, capaces de superar el tiempo y de sobrenadar a todas las interpretaciones que sobre ellos se haga, consiste, precisamente, en hacer vivir, en incorporarse, desde la inalterable página de la escritura que la sostiene, al latido del corazón de cada lector. Un latido que es efímero, que es tiempo, pero un tiempo que desde la aparente frialdad de páginas que superaron los siglos o los años, adquirió, por ello, una cierta forma de pervivencia, que se encama, de nuevo, en el cuerpo y en el aire que respira el lector.
Tendríamos que agradecer a todos esos escritores que nos acompañan, en el siempre breve espacio de nuestra vida, el que nos hayan entregado sus palabras que construyen un humana manifestación de eternidad. Una eternidad que no promete otra existencia más allá de las fronteras de cada vida y que, en el gozo de leer, en las horas de lectura, nos deja esquivar las paredes del tiempo y acariciar en los silenciosos murmullos de las letras, las espaldas de no sé bien qué especie de inacabada amistad.
El lenguaje fue, como es sabido, lo que empezó a distinguir al animal humano de todos los otros animales próximos a él. Un lenguaje que, además de comunicación y comprensión, creó también sensibilidad, emociones, pasiones, desde el complejo entramado de la realidad corporal. Pero las palabras, fuente de abstracción y solidaridad, se fueron ciñendo al territorio de las primeras e inmediatas experiencias, a lo que los ojos veían y las manos tocaban, condicionadas a la dureza del vivir, a la necesidad de sobrevivir: «mañana lloverá», «tengo sed», «la cosecha es buena», «quiero comprar tu escudo».
En un momento, sin embargo, de esa cultura de la realidad, alguien pronunció ante sus oyentes, con el ritmo pausado del hexámetro «Canta, Musa, la cólera de Aquiles», y no existía Musa alguna que cantase, ni siquiera Aquiles alguno que se pudiera encolerizar. Y no era la Musa la que cantaba sino el hombre que decía esos versos, que nos harían emocionar con ellos y pensar, de paso, que las palabras solas eran el origen de esa emoción. Al no podernos conformar a ninguna experiencia pragmática, ese lenguaje nos enseñaba que oír, leer, interpretar se desplazaban ya a un dominio donde la naturaleza del «animal que habla» construía y afianzaba su posibilidad, su liberación y, en definitiva, su humanidad.
Emilio Lledó, 2002
lunes, 23 de mayo de 2011
Entrevista con el vampiro de Anne Rice
domingo, 22 de mayo de 2011
PALABRAS EN LA TORMENTA
sábado, 21 de mayo de 2011
Apostillas a El nombre de la rosa de Umberto Eco
El narrador no debe facilitar interpretaciones de su obra, si no, ¿para qué habría escrito una novela, que es una máquina de generar interpretaciones? Sin embargo, uno de los principales obstáculos para respetar ese sano principio reside en el hecho mismo de que toda novela debe llevar un título.
Por desgracia, un título ya es una clave interpretativa. Es imposible sustraerse a las sugerencias que generan Rojo y negro o Guerra y paz. Los títulos que más respetan al lector son aquellos que se reducen al nombre del héroe epónimo, como David Copperfield o Robinson Crusoe, pero incluso esa mención puede constituir una injerencia indebida por parte del autor. Le Pére Goriot centra la atención del lector en la figura del viejo padre, mientras que la novela también es la epopeya de Rastignac o de Vautrin, alias Collin. Quizás habría que ser honestamente deshonestos, como Dumas, porque es evidente que Los tres mosqueteros es, de hecho, la historia del cuarto. Pero son lujos raros, que quizás el autor sólo puede permitirse por distracción.
Mi novela tenía otro título provisional: La abadía del crimen. Lo descarté porque fija la atención del lector exclusivamente en la intriga policíaca, y podía engañar al infortunado comprador ávido de historias de acción, induciéndolo a arrojarse sobre un libro que lo hubiera decepcionado. Mi sueño era titularlo Adso de Melk. Un título muy neutro, porque Adso no pasaba de ser el narrador. Pero nuestros editores aborrecen los nombres propios: ni siquiera Fermo e Lucia logró ser admitido tal cual; sólo hay contados ejemplos, como Lemmonio Boreo, Rubé o Metello...Poquísimos, como Lyndon, de Armance y de Tom Jones, que pueblan otras literaturas.
La idea de El nombre de la rosa se me ocurrió casi por casualidad, y me gustó porque la rosa es una figura simbólica tan densa que, por tener tantos significados, ya casi los ha perdido todos: rosa mística, y como rosa ha vivido lo que viven las rosas, la guerra de las dos rosas, una rosa es una rosa es una rosa es una rosa, los rosacruces, gracias por las espléndidas rosas, rosa fresca toda fragancia. Así, el lector quedaba con razón desorientado, no podía escoger tal o cual interpretación; y, aunque hubiese captado las posibles lecturas nominalistas del verso final, sólo sería a último momento, después de haber escogido vaya a saber qué otras posibilidades. El título debe confundir las ideas, no regimentarlas.
Nada consuela más al novelista que descubrir lecturas que no se le habían ocurrido y que los lectores le sugieren. Cuando escribía obras teóricas, mi actitud hacia los críticos era la del juez: ¿han comprendido o no lo que quería decir? En el caso de una novela todo es distinto. No digo que el autor deba aceptar cualquier lectura, pero, si alguna le parece aberrante, tampoco debe salir a la palestra: en todo caso, que otros cojan el texto y la refuten. Por lo demás, la inmensa mayoría de las lecturas permiten descubrir efectos de sentido en los que no se había pensado. Pero, ¿qué quiere decir que el autor no había pensado en ellos?
Una estudiosa francesa, Mireille Calle Gruber, ha descubierto sutiles paragramas que relacionan aparados con las legiones de primas Bette, de Barry los simples (en el sentido de pobres) con los simples en el sentido de hierbas medicinales, y luego advierte que hablo de la «mala hierba» de la herejía. Podría responder que el término «simples» se repite, con ambos sentidos, en la literatura de la época, así como la expresión «mala hierba». Por otra parte, conocía bien el ejemplo de Greimas sobre la doble isotopía que surge cuando se define al herborista como «amigo de los simples». ¿Era o no consciente de estar jugando con paragramas? Ahora no importa en absoluto que lo aclare: allí está el texto, que produce sus propios efectos de sentido.
Al leer las reseñas de la novela, me estremecía de placer cada vez que un crítico (los primeros fueron Ginevra Bompiani y Lars Gustaffson) citaba la frase que Guillermo pronuncia al final del proceso inquisitorial (pág. 469 de la versión castellana). «¿Qué es lo que más os aterra de la pureza?», pregunta Adso. Y Guillermo responde: «La prisa.» Me gustaban mucho, y siguen gustándome, esas dos líneas. Pero luego un lector me ha señalado que en la página siguiente Bernardo Gui, amenazando al cillerero con la tortura, dice: «Al contrario de lo que creían los seudo apóstoles, la justicia no lleva prisa, y la de Dios tiene siglos por delante.» El lector me preguntaba, con razón, qué relación había querido establecer entre la prisa que Guillermo temía y la falta de prisa que Bernardo celebraba. Entonces comprendí que había sucedido algo inquietante. En el manuscrito no figuraba ese pasaje del diálogo entre Adso y Guillermo. Lo añadí al revisar las pruebas: por razones de concinnitas necesitaba agregar un período antes de devolverle la palabra a Bernardo. Y lo que sucedió fue que, mientras hacía que Guillermo odiara la prisa (muy convencido de ello: de allí el placer que luego me produjo la frase), olvidé por completo que poco después también Bernardo hablaba de ella. Si se quita la frase de Guillermo, la de Bernardo no es más que una manera de hablar, lo que podría decir un juez, una frase hecha como «la justicia es igual para todos». Pero, iay!, contrapuesta a la prisa que menciona Guillermo, la que menciona Bernardo produce legítimamente un efecto de sentido, de modo que el lector tiene razón cuando se pregunta si ambos dicen lo mismo o si, en cambio, existe una diferencia latente entre uno y otro odio por la prisa. Allí está el texto, que produce sus propios efectos de sentido. Independientemente de mi voluntad, la pregunta se plantea, aparece la ambigüedad, y, aunque por mi parte no vea bien cómo interpretar la oposición, comprendo que entraña un sentido (o quizá muchos).
El autor debería morirse después de haber escrito su obra. Para allanarle el camino al texto.
Umberto Eco
viernes, 20 de mayo de 2011
El nombre de la rosa de Umberto Eco
jueves, 19 de mayo de 2011
El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad
Prólogo de Araceli García Ríos
El corazón de las tinieblas fue escrita entre 1898 y 1899, en un momento en que Joseph Conrad —para quien, en general, representaba un gran esfuerzo escribir una novela— parecía encontrar mayor facilidad de lo que era habitual en él. Desde hacía aproximadamente un año, Conrad se debatía con The Rescue —que no lograría terminar hasta el final de su vida—, y en el verano de 1898 comenzó a escribir Youth, que se publicaría en 1902, junto con El corazón de las tinieblas y The End of the Tether.
Precisamente en Youth aparece por primera vez un personaje que en posteriores obras conradianas va a tener bastante importancia: Marlow, un capitán de barco inglés del que Conrad se vale para contar su historia personal. Y este Marlow resulta ser un personaje muy especial sobre el que recaen simultáneamente varios cometidos dispares.
Para empezar, Conrad lo utiliza para introducir una técnica narrativa nueva en él: la narración dentro de la narración; una técnica que permite al autor situarse al margen, entremezclado con el reducido grupo de asiduos que forman el auditorio fijo de Marlow y salpicar su relato con algún comentario, generalmente extemporáneo. No se trata de un personaje más: Marlow es un marinero, pero no hay ninguna relación entre él y los marineros de The Nigger of the «Narcissus» o de Typhoon. Estos son, en su mayor parte, gente sencilla, con los vicios y virtudes que Conrad había conocido bien entre sus compañeros del mar; encarnan entes genéricos, representantes de la bien delimitada clase de los marinos mercantes, dotados con las virtudes que Conrad encontraba en ellos: integridad y valor; y las debilidades de los marineros que conoció. Nada de esto encontramos en Marlow. El Marlow narrador no da la sensación de ser un personaje de carne y hueso, sino que parece más bien simbolizar una actitud moral: la del propio Conrad. Como medio de presentar los acontecimientos, Marlow es útil por el realismo que les puede dar desde su perspectiva de protagonista, y simultáneamente, como comentador, los juicios que emite son los que confieren a la historia su significado. Conrad está haciendo revivir acontecimientos de su propia vida, y a través de Marlow puede conseguir el doble efecto de presentarlos con autenticidad e inmediatez y al mismo tiempo agrandarlos y clarificarlos desde la distancia que le separa de ellos.
Sin embargo, la actitud moral de Marlow no está exenta de ambigüedades, sus conclusiones toman con frecuencia la forma de dudas: las dudas que asaltaban a Conrad. Las interrupciones en la narración de Marlow sirven también una doble finalidad: cuando las emociones resultan demasiado intensas para poderlas expresar, Marlow interrumpe el relato y vuelve, momentáneamente, al lado de sus compañeros para hacer un comentario marginal a la historia o incluso para interpelarles. Estas breves interrupciones dan vivacidad y verismo al acto mismo del relato, marcando con intervalos irregulares la diversidad de planos narrativos; pero además Conrad se sirve a veces de ellas para eludir la necesidad de terminar un comentario y dejar así en evidencia su propia ambigüedad..
Evidentemente, Joseph Conrad se encontró a gusto con el descubrimiento de Marlow, puesto que en muy poco tiempo produjo tres importantes novelas. La primera le pudo servir para experimentar con el nuevo personaje, al que progresivamente fue dando un papel más complejo, que culminó en Lord Jim. Después de Lord Jim, Conrad abandonó a Marlow, tal vez por considerar que se habían agotado sus posibilidades.
El corazón de las tinieblas
En cuanto Youth estuvo terminada, Conrad intentó volver a la novela que había dejado interrumpida, pero, en parte, porque su proyecto era demasiado ambicioso, y en parte, porque su colaboración con Ford Madox Ford en The Inhevitors requería tiempo y dedicación, pronto volvió a encontrarse estancado con The Rescue. Fue entonces cuando decidió escribir El corazón de las tinieblas, un relato largo sobre su experiencia en el Congo, pero bajo cuyo envoltorio se desarrolla un complejo estudio de emociones humanas. Es, como prácticamente toda la obra de Conrad, una historia semiautobiográfica. El mismo, en su prefacio a la edición de 1902, escribía: «El corazón de las tinieblas es experiencia llevada un poco (y solamente un poco) más allá de los hechos reales, con el propósito, perfectamente legítimo, creo yo, de traerla a las mentes y al corazón de los lectores. Había que dar a ese tema sombrío una siniestra resonancia, una tonalidad propia, una continua vibración que quedara —eso esperaba— suspendida en el aire y permaneciera grabada en el oído después de que hubiera sonado la última nota.» La experiencia real necesitaba de cierta exageración, de algunos toques de imaginación para activar con más fuerza los mecanismos de respuesta de los lectores. La historia fue escrita como una novela más, donde se planteaban los temas que obsesionaban a Joseph Conrad: el problema de la soledad humana, la lucha del hombre en su enfrentamiento con las fuerzas incontrolables de la naturaleza. Pero con El corazón de las tinieblas, como lo hiciera dos años antes con An Outpost of Progress, Conrad se vale de sus conocimientos directos para denunciar, o por lo menos criticar con amarga ironía, los excesos de la civilización occidental en su colonización de estas tierras primitivas. Las alusiones que hace Marlow al principio del libro a la conquista de los romanos pueden tomarse como parte de la crítica a la salvaje colonización del Congo. An Outpost of Progress es, junto con El corazón de las tinieblas, la única historia de Conrad que se desarrolla en el Congo, y es donde están reflejadas por primera vez las impresiones que este hombre sensible recibió en Africa.
En el prefacio a la edición de 1925 de Tales of Unrest, Conrad hace referencia a An Outpost como «la parte más ligera del botín que saqué de Africa Central»; y en una carta que envió a Unwin describiendo el libro escribía: «Toda la amargura de aquellos días, todo mi maravillado asombro en cuanto a todo lo que vi; toda mi indignación por la filantropía enmascarada, han estado de nuevo conmigo mientras escribía.» Si An Outpost representa «la parte más ligera del botín», se puede inferir que «la parte más pesada» se encuentra concentrada en las pocas páginas de El corazón de las tinieblas, que es una obra de mayor complejidad.
El episodio que Conrad relata a través de las impresiones de Marlow es, en su estructura, de una gran sencillez; sería, a grandes rasgos, la crónica del viaje que Marlow lleva a cabo, al mando de su pequeño vapor, por el río Congo para relevar a un agente comercial del interior que se encuentra gravemente enfermo. Sin embargo, es en los personajes donde reside toda la fuerza de la narración, sobre ellos gravita el peso de la tensa reflexión moral a que Conrad les somete. El tema que preocupa a Conrad es el de la soledad humana, y la prueba de carácter a la que se somete el individuo en su aislamiento. En El corazón de las tinieblas la capacidad de Marlow y Kurtz para resistir el poder de la naturaleza de desatar sus «instintos olvidados» es puesta a prueba. Marlow, aun consciente de su parentesco remoto con el salvajismo de esta tierra primigenia, no sucumbe ante las fuerzas de la oscuridad. El representa la vida ciudadana, el peso de la tradición y de los lazos sociales. El escepticismo de Conrad no es total, Marlow, que es básicamente su propia proyección en el relato, conserva su integridad hasta el final; la fuerza de los poderes ocultos de la selva no ha sido capaz de conquistarle. El proceso que se produce en Kurtz es diferente. El no es un comerciante como los demás; no ha llegado a formar parte de su mezquino mundo, se encuentra como Marlow, solo, y solo se tiene que enfrentar a la selva. La diferencia entre Marlow y Kurtz es que Kurtz carece de auto-control y «su corazón estaba hueco». El encuentro a solas con la naturaleza en estado primitivo, la ausencia de presiones sociales, acaban por dominar a este hombre que no tiene en su interior la capacidad de dominar sus propios instintos. El efecto de la selva en Kurtz es hacerle sucumbir ante su verdad oculta, que le sale al encuentro y le habla en susurros, haciéndole ver lo que hasta entonces había mantenido escondido bajo el manto de las convenciones sociales. La carencia de contención hace que Kurtz se deje arrastrar por los instintos salvajes que la selva ha despertado en él, y sólo al final de su vida expresa, en su recapitulación, el terrible descubrimiento de este hechizo que se ha ido apoderando de él: «;El horror!»
Marlow, a pesar de sus dudas —«¿podríamos dominar aquella cosa muda o nos dominaría ella a nosotros?»—, consigue llegar incólume hasta Kurtz, pero sufre una derrota parcial en su enfrentamiento con él. A quien Marlow encuentra no es a Kurtz, sino a la selva, con todo su misterio, que se manifiesta a través de Kurtz con su infinito poder de fascinación, y aunque Marlow logra romper el hechizo que mantiene a Kurtz apresado en el seno de la selva, los efectos de su encuentro no van a desvanecerse con el tiempo. La resistencia civilizada de Marlow sucumbe parcialmente ante Kurtz, porque Kurtz simboliza la fusión de las tinieblas de la selva con la oscuridad interior del ser humano. Marlow emerge de su viaje consciente de los cambios que ha sufrido; durante su estancia en la selva ha entrado en contacto con la anarquía de la tierra aún no dominada, con los misteriosde la humanidad: «La tierra parecía algo no terrenal. Estamos acostumbrados a verla bajo la forma encadenada de un monstruo dominado, pero allí, allí podías ver algo monstruoso y libre. No era terrenal...» En una ocasión Conrad declaró a Edward Garnett que «antes del Congo yo no era más que un simple animal».
La terrible ironía del relato está en que para llegar a formar parte de esta más alta categoría de ser humano, Marlow ha tenido que ser puesto a prueba en una lucha desigual con Kurtz, ante quien «no podía apelar en nombre de nada noble o bajo»; ha tenido que conocer sus secretos, ha sido depositario de su confianza y se ha visto obligado a serle fiel «hasta el final... hasta más allá del final». El precio que Marlow debe pagar por las revelaciones que le han sido hechas está simbolizado por la mentira final con que sella la memoria de Kurtz. Nadie puede escapar a los lazos sutiles de los poderes de la oscuridad. Nadie, excepto los peregrinos, que parecen no tener siquiera capacidad para romper el hermetismo de su mezquino universo. Ellos viven sumergidos en ese pequeño mundo que se han creado, lleno de falsedad, de hipocresía, de pequeña ambición, pero exento de toda clase de valores morales. Resulta irónico que el autor del informe para la «Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes», la única persona que, en palabras de Marlow, «había venido aquí equipado con ideas morales de alguna clase», sea quien tenga que sufrir las consecuencias de haber entrado en contacto demasiado íntimo con la selva, como también resulta irónico que Marlow acuda a Kurtz «en busca de alivio, realmente en busca de alivio», en su intento de alejarse de la miseria moral de los peregrinos. Esta es la «pesadilla» que ha elegido.
El arte de Conrad se sirve de la descripción de manera casi exclusiva para hacernos entrar en este mundo de pesadillas —de alucinaciones más que de pesadillas— en que se desarrolla El corazón de las tinieblas. Es Marlow quien, a través de sus propias sensaciones, va edificando el ambiente —terriblemente agresivo— donde va a tener lugar su enfrentamiento con Kurtz, que constituye elpunto álgido de esta experiencia. Al hablar de la técnica narrativa de Conrad es importante tener en cuenta sus aspiraciones, magistralmente resumidas en el prefacio que escribió para la edición de 1898 en The Nigger of the «Narcissus»: «El artista... apela a nuestra capacidad de deleite y asombro, a los sentidos del misterio que rodean nuestras vidas; a nuestros sentimientos de piedad, y de belleza, y de dolor; al latente sentimiento de camaradería con toda la creación —y a la sutil pero invencible convicción de solidaridad que entrelaza la soledad de innumerables corazones, a la solidaridad en sueños, en alegrías, en pesar, en aspiraciones, en ilusiones, en esperanzas, en temores, que une a los hombres entre sí, que mantiene unida a toda la humanidad—, a los muertos con los vivos y a los vivos con los que aún no han nacido..., semejante apelación, para ser eficaz, tiene que ser una impresión transmitida a través de los sentidos..., si su noble deseo es llegar al secreto resorte de las respuestas emocionales. El objetivo artístico, cuando se expresa por medio de la palabra escrita, debe aspirar con todas sus fuerzas a la plasticidad de la escultura, al color de la pintura, y a la sugestibilidad mágica de la música, que es el arte de las artes.»
Conrad se apoya en nuestra solidaridad para hacer desde ella un llamamiento a nuestros sentidos: es necesario que todos entren en juego mientras leemos. Desde las primeras páginas nos introduce en el mundo de las tinieblas con la descripción que abre el libro. La penumbra del crepúsculo en que Marlow y sus compañeros esperan el reflujo de la marea se funde con la oscuridad de la conquista romana, y así se produce también una fusión de planos: el relato parece surgir de la «lúgubre penumbra» que envuelve la desembocadura del Támesis. Este preludio parece además presagiar las tinieblas de la jungla africana y la tenebrosidad del mundo interior de Kurtz. Sin embargo, Marlow no va a encontrarse con Kurtz hasta el final, y en el intervalo hay un juego continuo de luces y sombras que en ocasiones llega a rozar la luminotecnia, pero que no obstante da movilidad al relato y constituye uno de los elementos más eficaces de la técnica narrativade Conrad. Mediante este hábil empleo del claroscuro van apareciendo en la descripción del viaje elementos cuyo significado va a permanecer oculto hasta el desenlace: la soledad de la costa africana que Marlow observa desde el barco, la quietud y el misterio que rodea los pequeños puertos a lo largo de la costa, el episodio absurdo del barco francés que bombardea la maleza, no son más que el anuncio de misterios mayores, de episodios aún más absurdos, de un mundo más sin sentido que se oculta detrás de esa prolongada «línea trazada con regla». Conrad, desde la distancia que interpone entre su personaje central y los hechos que éste narra, puede sopesar cada palabra, graduar el efecto de sus imágenes —a menudo caleidoscópicas, en ocasiones sincopadas, pero siempre estilizadas— para crear una atmósfera opresiva, cargada de sensualidad, en donde todo parece apresado en la densa tela de araña de una inmensa e ininterrumpida jungla que empieza y termina en la desembocadura del Támesis. Por eso en este libro no hay, estrictamente hablando, ni principio ni final, porque el final es, más que nada, la vuelta al principio, a la noche londinense y también a los orígenes de la civilización. En este medio viscoso desarrolla Conrad el drama prometeico que es la permanente obsesión de toda su obra: el hombre civilizado en busca de los límites de su naturaleza. El simbolismo tampoco difiere grandemente del utilizado en otros libros y es bastante näive. Pero su utilización está muy bien dosificada en una serie sucesiva de descripciones que, empezando con el desembarco de Marlow en la Estación Central, van hasta su llegada a la Estación Interior, en un crescendo cuyo punto culminante se alcanza en la orgía de la despedida de Kurtz. El crescendo es perceptible en el ritmo de la narración; pero también se hace patente mediante determinados efectos ópticos bastante hábiles, que Conrad maneja magistralmente. Tomemos como ejemplo la figura más enigmática y original de la obra: Kurtz. Marlow oye por primera vez su nombre durante su breve permanencia en la Estación Central.
A partir de este momento irá apareciendo esporádicamente, y con cada nueva aparición «la persona detrás del nombre» irá agrandándose y dibujándose con mayor claridad —para Marlow y también para los lectores—, hasta que finalmente Kurtz aparece tal como ha sido imaginado, como la imagen de la elocuencia: «una voz; él era poco más que una voz». Es aquí, con la entrada en escena de Kurtz, donde todo se precipita; esta voz, este fantasma, ha eclipsado todo lo que hay a su alrededor. La presentación de Kurtz, hecha con notable economía de medios, valiéndose únicamente de unas cuantas pinceladas, es sin duda uno de los pasajes más conseguidos del libro.
El corazón de las tinieblas no es una de las novelas que hicieron a Conrad famoso. Su técnica narrativa no es perfecta, y el grado de penetración psicológica de que van a ser objeto los personajes de obras posteriores está solamente esbozada en El corazón de las tinieblas. Sin embargo, y a pesar de que Conrad se deja quizá arrastrar demasiado por la vehemencia de su temperamento eslavo, se encuentran ya aquí los primeros elementos de los que se va a servir para la creación de un universo que, si bien no demasiado amplio, es suficiente como escenario de una serie de actitudes morales antagónicas donde Conrad plasma su peculiar filosofía de la vida.
La traducción de un libro como El corazón de las tinieblas es una tarea que plantea algunas dificultades de orden estilístico, por tratarse de una narración en la que la descripción juega un papel muy importante, se podría incluso decir que constituye el soporte de todo el relato.
Joseph Conrad, que, a pesar de su tardío encuentro con ella, adoptó la lengua inglesa como único medio de expresión, era, sin embargo, un gran conocedor y admirador de la literatura francesa —especialmente de la tradición realista de Flaubert y Maupassant— y pertenecía a la escuela de los cultivadores de le mot juste. Pero el determinismo de su sangre era más fuerte que su admiración por el realismo francés, que era de orden intelectual, y también que su admiración por la civilización inglesa, que era de orden moral. Su tradición visceral, que era en definitiva el expresionismo centroeuropeo, explica la vehemencia expresiva de la prosa conradiana, que, unida a su afanosa búsqueda por «la palabra justa», no contribuye demasiado a facilitar la labor del traductor.
Se ha hecho mención más arriba de la pasión de Conrad por los efectos luminosos. En ocasiones es tan intensa que no le basta la proverbial abundancia del idioma inglés en verbos que describen procesos luminosos: gleam, glitter, glimmer, glow, conviven, por ejemplo, en menos de media página. Estos términos responden, en general, a apreciaciones reales y consonantes con la descripción en que aparecen, pero Conrad se sirve además de sus cualidades sonoras para conseguir efectos rítmicos que resultan necesariamente alterados en la traducción.
Conrad consigue mantener la tensión emocional en el relato utilizando un artificio que consiste en una mezcla de condensación y superposición de imágenes, sin duda para darles mayor rotundidez y contundencia. El resultado es que no siempre resulta fácil encontrar una contrapartida en castellano que respete el ritmo del original sin traicionar demasiado el sentido de la frase. Y el ritmo es un elemento por el que Conrad está siempre dispuesto a pagar un elevado precio, porque le resulta indispensable para apoyar la unidad emocional de sus tensos relatos a través de los pasajes descriptivos. Para ello no vacila en fundir el diálogo con la descripción en un complicado juego de alternancia de sujeto y oraciones sincopadas, que producen a veces el efecto de espejos deformantes.
Aquí se ha tratado de conservar la prodigiosa exactitud de la elaborada prosa de Conrad, y se ha procurado conseguir un ritmo tan próximo al original como ha sido posible, sin por ello sacrificar la claridad de la narración.
miércoles, 18 de mayo de 2011
El dr. Jekyll y mr. Hyde de Robert Louis Stevenson
martes, 17 de mayo de 2011
El Juego de Ender de Orson Scott Card
domingo, 15 de mayo de 2011
El Aleph de Jorge Luis Borges
El demonio vestido de azul de Walter Mosley
viernes, 13 de mayo de 2011
Experimentos con la verdad de Paul Auster
Hace doce años, la hermana de mi mujer se fue a vivir a Taiwan. Su intención era estudiar chino (que ahora habla con fluidez pasmosa) y mantenerse dando clases de inglés a los nativos de Taipei de habla china. Fue aproximadamente un año antes de que yo conociera a mi mujer, que entonces hacía los cursos de doctorado en la Universidad de Columbia.
Un día, mi futura cuñada estaba hablando con una amiga norteamericana, una joven que también había ido a Taipei a estudiar chino. La conversación tocó el tema de sus familias en Estados Unidos, lo que dio pie al siguiente diálogo:
–Tengo una hermana que vive en Nueva York –dijo mi futura cuñada.
–También yo –contestó su amiga.
–Mi hermana vive en el Upper West Side.
–La mía también.
–Mi hermana vive en la calle 109 Oeste.
–Aunque no te lo creas, la mía también.
–Mi hermana vive en el número 309 de la calle 109 Oeste.
–¡La mía también!
–Mi hermana vive en el segundo piso del número 309 de la calle 109 Oeste.
Su amiga suspiró y dijo:
–Sé que parece un disparate, pero la mía también.
Es prácticamente imposible que haya dos ciudades tan lejanas como Taipei y Nueva York. Están en las antípodas, separadas por una distancia de más de quince mil kilómetros, y cuando es de día en una es de noche en la otra. Mientras las dos jóvenes se maravillaban en Taipei de la sorprendente conexión que acababan de descubrir, cayeron en la cuenta de que sus dos hermanas probablemente dormían en aquel instante. En el mismo piso del mismo edificio del norte de Manhattan, cada una dormía en su apartamento, ajena a la conversación que, acerca de ellas, tenía lugar en el otro extremo del mundo.
Aunque eran vecinas, resulta que las dos hermanas de Nueva York no se conocían. Cuando por fin se conocieron (dos años después), ninguna de las dos seguía viviendo en el mismo edificio.
Siri y yo ya estábamos casados. Una tarde, camino de una cita, nos paramos a echar un vistazo en una librería de Broadway. Seguramente curioseábamos en diferentes secciones, y, porque Siri quería enseñarme algo o porque yo quería enseñarle algo a ella (no me acuerdo), uno de los dos llamó al otro en voz alta. Un segundo después, una mujer se nos acercó corriendo. «Ustedes son Paul Auster y Siri Hustvedt, ¿verdad?», dijo. «Sí, exactamente», contestamos. «¿Cómo lo sabe?» La mujer nos explicó entonces que su hermana y la hermana de Siri habían estudiado juntas en Taiwan.
El círculo se había cerrado por fin. Desde aquella tarde en la librería, hace diez años, esa mujer ha sido una de nuestras mejores y más fieles amigas.
martes, 10 de mayo de 2011
El Ocho de Katherine Neville
domingo, 8 de mayo de 2011
Curso de Escritura Creativa
04 DE ABRIL DE 2011
PUBLICADO EN CURSOS
Fecha: Del 11 de abril al 1 de junio de 2011
Días: Lunes y miércoles (laborales)
Horario: De 18:00 a 20:00 horas (26 horas lectivas)
Dirigido a : Mayores de 18 años.
Precio de la matricula: 50 €
Lugar: Hospital Real de la Misericordia (Hospitalillo)
Profesor: Álvaro García
Inscripcion: Del 4 al 8 de abril de 10:00 a 13:00 y de 18:00 a 20:00 h.
NARRATIVA Y CINE
MARTES 10 DE MAYO, 17:00 h.
-Lectura del relato breve de Ernest Hemingway “The Killers” (se entregará a los asistentes)
-Presentación de Francisca Castillo Martín y Silvia Gutiérrez Guerrero (Doctorandas del Dpto. de Filología Española I)
-Proyección:FORAJIDOS (1946)
-Coloquio
TEATRO Y CINE
MIÉRCOLES 11 DE MAYO, 17:00 h.
-Presentación de Eva Díaz Muñoz e Ignacio Serralvo Galán (Becarios de Colaboración del Dpto. de Filología Española I)
-Proyección: LA VENGANZA DE DON MENDO (1961)
-Coloquio.