domingo, 1 de mayo de 2011

El Horror en la Literatura por Howard Philips Lovecraft




Titulo original: Supernatural Horror in Literature (en Dagon and Other Macabre Tales), 1939

1. Introducción

La emoción más antigua y más intensa de la humani­dad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido. Pocos psicólogos pondrán en duda esta verdad; y su reconocida exactitud garantiza en todas las épocas la autenticidad y dignidad del relato de horror preternatural como género literario. Contra él se disparan todos los dardos de una sofistería materialista que se aferra a emociones frecuentemente ex­perimentadas y a sucesos externos, y los de un idealismo ingenuamente insípido que desdeña el móvil estético y reclama una literatura didáctica que «eleve» al lector ha­cia un grado conveniente de optimismo bobalicón. Pero pese a esta oposición, el relato preternatural ha sobrevi­vivido, se ha desarrollado, y ha alcanzado cotas notables de perfección, dado que se funda en un principio profun­do y elemental cuyo atractivo, si no siempre universal, debe ser necesariamente intenso y permanente para las mentes dotadas de la necesaria sensibilidad.

El atractivo de lo espectralmente macabro es por lo general escaso porque exige del lector cierto grado de ima­ginación, y capacidad para desasirse de la vida cotidiana. Son relativamente pocos los que logran sustraerse al he­chizo de la rutina diaria para responder a las llamadas del exterior; por ello, los relatos sobre sentimientos y su­cesos normales, o sobre las ordinarias deformaciones sen­timentales de dichos sentimiento y sucesos, ocuparán siem­pre el primer puesto en el gusto de la mayoría; con justi­cia, quizá, puesto que, desde luego, las cosas normales representan la parte más importante de la experiencia hu­mana. Pero los que tienen sensibilidad están siempre de nuestra parte, y a veces un extraño haz de fantasía inunda algún rincón oscuro de la cabeza más rigurosa; por tanto, ninguna racionalización, reforma o psicoanálisis freudiano puede anular por completo el estremecimiento que pro­duce un susurro en el rincón de la chimenea o en el bosque solitario. Interviene aquí una pauta o tradición psicológica tan real y tan hondamente arraigada en la ex­periencia mental como cualquier otra pauta o tradición humanas, coetánea del sentimiento religioso, estrechamen­te relacionada con muchos de sus aspectos, y tan tremen­damente inserta en nuestra herencia biológica más íntima, que es imposible que pierda su tremenda fuerza sobre una importante —aunque no numéricamente grande—minoría de nuestra especie.

Los primeros instintos y emociones del hombre dieron forma a su respuesta al medio en el cual se encontraba inmerso. Aquellos fenómenos cuyas causas y efectos en­tendía despertaron en él sentimientos concretos, basados en el placer y el dolor, mientras que en torno a los que escapaban a su comprensión —y el universo hervía de fenómenos de este género en los tiempos primitivos—tejió naturalmente las personificaciones, interpretaciones maravillosas y sentimientos de pavor y de miedo propios de una humanidad con unas nociones escasas y simples y una experiencia limitada. Lo desconocido, imprevisible al mismo tiempo, se convirtió para nuestros antepasados en la fuente omnipotente y terrible de las bendiciones y ca­lamidades que visitaban a la humanidad por razones mis­teriosas y enteramente extraterrestres, y por tanto clara­mente pertenecientes a esferas de existencia de las que no sabemos nada y en las que no tenemos parte alguna. El fenómeno del sueño contribuyó asimismo a la formación de la idea de un mundo irreal o espiritual; y en términos generales, todas las condiciones de la vida salvaje de los albores de la humanidad condujeron tan poderosamente hacia una conciencia de lo sobrenatural, que no es extraño que la misma esencia hereditaria del hombre se saturase de religión y de superstición. Tal saturación debe consi­derarse lisa y llanamente un hecho científico prácticamen­te perenne en el subconsciente y en los instintos íntimos; pues, aunque la zona de lo desconocido se ha ido redu­ciendo continuamente durante milenios, la mayor parte del cosmos exterior permanece aún sumergida en un de­pósito infinito de misterio, mientras que, por otra parte, existen todavía cantidades ingentes de asociaciones here­ditarias poderosas en torno a objetos y procesos que en otro tiempo fueron misteriosos, por muy explicados que estén hoy. Más aún, hay una auténtica fijación psicológica de los viejos instintos en nuestro tejido nervioso, de for­ma que podrían ponerse oscuramente en funcionamiento, aun cuando la mente consciente quedase purgada de toda fuente de asombro.

Puesto que recordamos el dolor y la amenaza de muer­te más vívidamente que el placer, y puesto que nuestros sentimientos con esta sensación de temor y de maldad se sobreañade la inevitable fascinación de lo curioso y lo asombroso, surge un compuesto de emoción intensa y provocación imagina­tiva cuya vitalidad ha de durar necesariamente tanto como el propio género humano. Los niños tendrán siempre mie­do a la oscuridad, y los hombres de mente sensible al impulso hereditario temblarán siempre ante la idea de mundos ocultos e insondables de extraña vida que pueden latir en los abismos que se abren más allá de las estrellas, o acosar espantosamente a nuestro propio planeta desde impías dimensiones que sólo los muertos y los lunáticos son capaces de vislumbrar.

Con tales fundamentos, no es extraño que exista una literatura en torno al terror cósmico. Siempre la ha habi­do y siempre la habrá; y no hay mejor prueba de su per­sistente vigor que el impulso que de cuando en cuando mueve a escritores de tendencias totalmente opuestas a practicarla en relatos aislados, como para liberar la mente de alguna figura fantasmal que de otro modo les ator­mentaría. Y así escribió Dickens varios relatos sobreco­gedores; Browning, el espantoso poema Childe Roland; Henry James, The Turn of the Screw; el doctor Holmes, la sutil novela Elsie Venner; F. Marion Crawford, The Upper Berth, y muchas otras; Charlotte Perkins Gilman, asistente social, The Yellow Wall Paper; mientras que el humorista W. W. Jacobs produjo ese cuento melodramá­tico y conseguido que tituló The Monkey's Paw.

No debe confundirse este tipo de literatura de miedo con otro externamente parecido pero muy distinto desde el punto de vista psicológico: el del mero miedo físico y de lo materialmente espantoso. Tal género tiene su lugar aparte, lo mismo que el relato convencional o incluso el relato de fantasmas intrascendente y humorístico, en el que el formalismo o el guiño cómplice del autor eliminan el auténtico sentido de lo morbosamente antinatural; pero esto no es literatura de miedo en sentido estricto. El cuento verdaderamente preternatural tiene algo más que los usuales asesinatos secretos, huesos ensangrentados oauras amortajadas y cargadas de chirriantes cadenas. Debe contener cierta atmósfera de intenso e inexplicable pavor a fuerzas exteriores y desconocidas, y el asomo expresado con una seriedad y una sensación de presagio que se van convirtiendo en el motivo principal— de una idea terrible para el cerebro humano: la de una suspen­sión o transgresión maligna y particular de esas leyes fijas de la Naturaleza que son nuestra única salvaguardia fren­te a los ataques del caos y de los demonios de los espacios insondables.

Como es natural, no podemos esperar que todos los re­latos sobrenaturales se ajusten cabalmente a un modelo teórico. Las mentes creadoras son distintas, y los mejo­res tejidos tienen sus defectos. Además, muchos de los más selectos hallazgos preternaturales son impremedita­dos, apareciendo diseminados en fragmentos memorables dentro de un material cuyo efecto de conjunto puede ser de carácter muy distinto. El factor más importante de to­dos es la atmósfera, ya que el criterio último de autenti­cidad no reside en que encaje una trama, sino que se haya sabido crear una determinada sensación. Podemos decir, como norma general, que un relato preternatural cuyo objeto sea enseñar o producir un efecto social, o cuyos horrores se expliquen al final por medios naturales, no es un verdadero relato de miedo cósmico, aunque es cierto que tales relatos poseen a menudo, en pasajes aislados, pinceladas ambientales que cumplen todas las condiciones de la auténtica literatura del horror sobrenatural. Por tan­to, debemos considerar preternatural una narración, no por la intención del autor, ni por la pura mecánica de la trama, sino por el nivel emocional que alcanza en su as­pecto menos terreno. Si despierta los sentimientos apro­piados, habrá que aceptar ese elevado factor en sí mismo como literatura espectral, sin tener en cuenta lo que des­cienda en calidad después. La única prueba de lo verdaderamente preternatural es la siguiente: saber si despierta o no en el lector un profundo sentimiento de pavor, y de haber entrado en contacto con esferas y poderes desconocidos; una actitud sutil de atención sobrecogida, como si fuese a oír el batir de unas alas tenebrosas, o el arañar de unas formas y entidades exteriores en el borde del uni­verso conocido. Y por supuesto, cuanto más completa y unificadamente consiga un relato sugerir dicha atmósfera, más perfecto será como obra de arte de este género.

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