sábado, 21 de mayo de 2011

Apostillas a El nombre de la rosa de Umberto Eco




Titulo original: Postille a "Il nome della rosa"

Editorial Lumen, S.A., tercera edición: 1985

EL TITULO Y EL SIGNIFICADO

Desde que escribí El nombre de la rosa recibo muchas cartas de lectores que preguntan cuál es el significado del hexámetro latino final, y por qué el título inspirado en él. Contesto que se trata de un verso extraído del De contemptu mundi de Bernar­do Morliacense, un benedictino del siglo XII que compuso variaciones sobre el tema del ubi sunt (del que derivaría el mais où sont les neiges d'an­tan de Villon), salvo que al topos habitual (los grandes de antaño, las ciudades famosas, las bellas princesas, todo lo traga la nada) Bernardo añade la idea de que de todo eso que desaparece sólo nos quedan meros nombres. Recuerdo que Abelardo se servía del enunciado nulla rosa est para mostrar que el lenguaje puede hablar tanto de las cosas de­saparecidas como de las inexistentes. Y ahora que el lector extraiga sus propias conclusiones.

El narrador no debe facilitar interpretaciones de su obra, si no, ¿para qué habría escrito una no­vela, que es una máquina de generar interpretacio­nes? Sin embargo, uno de los principales obstáculos para respetar ese sano principio reside en el he­cho mismo de que toda novela debe llevar un tí­tulo.

Por desgracia, un título ya es una clave inter­pretativa. Es imposible sustraerse a las sugerencias que generan Rojo y negro o Guerra y paz. Los tí­tulos que más respetan al lector son aquellos que se reducen al nombre del héroe epónimo, como David Copperfield o Robinson Crusoe, pero inclu­so esa mención puede constituir una injerencia in­debida por parte del autor. Le Pére Goriot centra la atención del lector en la figura del viejo padre, mientras que la novela también es la epopeya de Rastignac o de Vautrin, alias Collin. Quizás habría que ser honestamente deshonestos, como Dumas, porque es evidente que Los tres mosqueteros es, de hecho, la historia del cuarto. Pero son lujos raros, que quizás el autor sólo puede permitirse por dis­tracción.

Mi novela tenía otro título provisional: La abadía del crimen. Lo descarté porque fija la aten­ción del lector exclusivamente en la intriga policía­ca, y podía engañar al infortunado comprador ávi­do de historias de acción, induciéndolo a arrojarse sobre un libro que lo hubiera decepcionado. Mi sueño era titularlo Adso de Melk. Un título muy neutro, porque Adso no pasaba de ser el narrador. Pero nuestros editores aborrecen los nombres pro­pios: ni siquiera Fermo e Lucia logró ser admitido tal cual; sólo hay contados ejemplos, como Lem­monio Boreo, Rubé o Metello...Poquísimos, com­o Lyndon, de Armance y de Tom Jones, que pue­blan otras literaturas.

La idea de El nombre de la rosa se me ocurrió casi por casualidad, y me gustó porque la rosa es una figura simbólica tan densa que, por tener tan­tos significados, ya casi los ha perdido todos: rosa mística, y como rosa ha vivido lo que viven las ro­sas, la guerra de las dos rosas, una rosa es una rosa es una rosa es una rosa, los rosacruces, gracias por las espléndidas rosas, rosa fresca toda fragancia. Así, el lector quedaba con razón desorientado, no podía escoger tal o cual interpretación; y, aunque hubiese captado las posibles lecturas nominalistas del verso final, sólo sería a último momento, des­pués de haber escogido vaya a saber qué otras posi­bilidades. El título debe confundir las ideas, no re­gimentarlas.

Nada consuela más al novelista que descubrir lecturas que no se le habían ocurrido y que los lec­tores le sugieren. Cuando escribía obras teóricas, mi actitud hacia los críticos era la del juez: ¿han comprendido o no lo que quería decir? En el caso de una novela todo es distinto. No digo que el au­tor deba aceptar cualquier lectura, pero, si alguna le parece aberrante, tampoco debe salir a la pales­tra: en todo caso, que otros cojan el texto y la refu­ten. Por lo demás, la inmensa mayoría de las lectu­ras permiten descubrir efectos de sentido en los que no se había pensado. Pero, ¿qué quiere decir que el autor no había pensado en ellos?

Una estudiosa francesa, Mireille Calle Gruber, ha descubierto sutiles paragramas que relacionan aparados con las legiones de primas Bette, de Barry los simples (en el sentido de pobres) con los sim­ples en el sentido de hierbas medicinales, y luego advierte que hablo de la «mala hierba» de la here­jía. Podría responder que el término «simples» se repite, con ambos sentidos, en la literatura de la época, así como la expresión «mala hierba». Por otra parte, conocía bien el ejemplo de Greimas so­bre la doble isotopía que surge cuando se define al herborista como «amigo de los simples». ¿Era o no consciente de estar jugando con paragramas? Ahora no importa en absoluto que lo aclare: allí está el texto, que produce sus propios efectos de sentido.

Al leer las reseñas de la novela, me estremecía de placer cada vez que un crítico (los primeros fue­ron Ginevra Bompiani y Lars Gustaffson) citaba la frase que Guillermo pronuncia al final del proceso inquisitorial (pág. 469 de la versión castellana). «¿Qué es lo que más os aterra de la pureza?», pre­gunta Adso. Y Guillermo responde: «La prisa.» Me gustaban mucho, y siguen gustándome, esas dos líneas. Pero luego un lector me ha señalado que en la página siguiente Bernardo Gui, amena­zando al cillerero con la tortura, dice: «Al contra­rio de lo que creían los seudo apóstoles, la justicia no lleva prisa, y la de Dios tiene siglos por delan­te.» El lector me preguntaba, con razón, qué rela­ción había querido establecer entre la prisa que Guillermo temía y la falta de prisa que Bernardo celebraba. Entonces comprendí que había sucedido algo inquietante. En el manuscrito no figuraba ese pasaje del diálogo entre Adso y Guillermo. Lo aña­dí al revisar las pruebas: por razones de concinnitas necesitaba agregar un período antes de devol­verle la palabra a Bernardo. Y lo que sucedió fue que, mientras hacía que Guillermo odiara la prisa (muy convencido de ello: de allí el placer que lue­go me produjo la frase), olvidé por completo que poco después también Bernardo hablaba de ella. Si se quita la frase de Guillermo, la de Bernardo no es más que una manera de hablar, lo que podría decir un juez, una frase hecha como «la justicia es igual para todos». Pero, iay!, contrapuesta a la prisa que menciona Guillermo, la que menciona Bernardo produce legítimamente un efecto de sentido, de modo que el lector tiene razón cuando se pregunta si ambos dicen lo mismo o si, en cambio, existe una diferencia latente entre uno y otro odio por la prisa. Allí está el texto, que produce sus propios efectos de sentido. Independientemente de mi vo­luntad, la pregunta se plantea, aparece la ambigüe­dad, y, aunque por mi parte no vea bien cómo in­terpretar la oposición, comprendo que entraña un sentido (o quizá muchos).

El autor debería morirse después de haber es­crito su obra. Para allanarle el camino al texto.


Umberto Eco

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