jueves, 12 de mayo de 2022

Una pequeña luz entre las tinieblas


Por Rosa Montero


Ultimamente he leído varios libros escritos por autores judíos. Unos libros espléndidos, porque el siglo XX, además de abundar en el horror, también fue pródigo en un tipo de intelectual extraordinario, en esos pensadores hebreos europeos que conocieron el infierno e hicieron lo posible por entenderlo, convirtiendo sus vidas en un testimonio conmovedor de la civilización frente a la barbarie. Conviene recordar todo esto y tener en cuenta que los asesinos como Sharon no representan a todos los judíos.

Pero hay algo en estos libros especialmente escalofriante, y es la insistencia de los autores en la plena ignorancia en la que todos vivían a principios del siglo XX. Siendo como eran personas excepcional-mente cultas, ninguno de ellos llegó ni tan siquiera a intuir que pocas décadas después Europa se hundiría en el horror.

"Hasta junio de 1914 había considerado producto de la imaginación todo cuanto se escribía sobre la posibilidad de volver a situaciones medievales, y tomaba por situaciones medievales todo lo incompatible con la paz y la cultura", dice el filólogo Víctor Klemperer en LTI, La lengua del Tercer Reich (Ed. Minúscula). Y el novelista austríaco Stefan Zweig abunda en lo mismo en su conmovedora autobiografía, El mundo de ayer (Ed. El Acantilado), describiendo la sensación de seguridad con la que se vivía en la Europa rica de 1900, y cómo "se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como a un tiempo en el que la humanidad era aún menor de edad y no lo bastante ilustrada. Ahora, en cambio, la fe en el progreso ininterrumpido e imparable tenía la fuerza de una verdadera religión (...). Se creía tan poco en recaídas en la barbarie -por ejemplo, guerras entre los pueblos de Europa- como en brujas y fantasmas".

Sí, desde luego: hoy el mundo ya no es tan inocente, ya no creemos a pies juntillas en la inevitabilidad del progreso, ya no nos sorprenden las salpicaduras de sangre... pero, aun así, ¿no les suena inquietantemente cercana esa canción de confianza? ¿No nos parece también inconcebible una guerra europea? Y, sin embargo, ahí está el triunfo de Le Pen, el ascenso de la regresión y la burricie. Leo las palabras de estos intelectuales y me estremezco; nunca he sido catastrofista, pero sé que el siglo XXI se extiende ante nosotros con una oscuridad impenetrable que puede ocultar feroces monstruos. La normalidad no es más que una finísima película semiopaca que cubre el corazón de las tinieblas, o, como dice hermosamente Zweig, un castillo de naipes en el que residimos creyendo que se trata de una casa de piedra.

De manera que nada se puede dar por conquistado. Todo logro social, por sólido que parezca, hay que reafirmarlo cada día. Y la convivencia civilizada es un milagro que estamos obligados a respetar y renovar. Quiero decir que el caos puede estallar en cualquier momento, en cuanto que bajemos la guardia, en cuanto que permitamos el abuso: la pasividad con la que estamos consintiendo la masacre de palestinos, por ejemplo, nos puede costar muy caro. Ya lo dijo el pastor protestante Martin Niemóller, prisionero de los campos de exterminio nazis, en sus célebres versos: "Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, me callé / yo no era comunista. / Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, me callé / yo no era socialdemócrata. / Cuando vinieron a llevarse a los sindicalistas, me callé / yo no era sindicalista. / Cuando vinieron a llevarse a los judíos, me callé / yo no era judío. / Cuando vinieron a por mí, no hubo nadie más / que hubiese podido protestar". He aquí un ejemplo de oscuridad anegándolo todo poco a poco, como una vía de agua que nadie achica y que acaba por hundir el barco en los abismos.

Zweig escribió su libro en 1941, en pleno ascenso del nazismo, cuando en el mundo parecía haberse instalado el infierno para siempre. Pero fue capaz de añadir la frase siguiente: "Desde la sima de horror en que hoy, medio ciegos, avanzamos a tientas con el alma turbada y rota, sigo mirando aún hacia arriba (...), pensando que un día esta recaída aparecerá como un mero intervalo en el ritmo eterno del progreso". Un año más tarde, Zweig se suicidó: se agotó, se rindió. Pero lo verdaderamente importante no es ese acto final, sino que Zweig tenía razón. Gracias a él, y a otros como él, la luz sigue encendida entre las tinieblas. Habrá que seguir luchando para que no se apague. • http://www.rosa-montero.com

El Pais Semanal Número 1.337. Domingo 12 de mayo de 2.002

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