sábado, 7 de mayo de 2022

Navarone y sus cañones

EL FARO DEL FIN DEL MUNDO / JACINTO ANTÓN

 

 

David Niven, Gregory Peck y Anthony Quinn, en Los cañones de Navarone


He aprovechado unos días de vacaciones para visitar la isla de Navarone, famosa por sus grandes y letales cañones nazis (los cañones de Navarone, efectivamente) destruidos en una osada acción de comandos durante la Segunda Guerra Mundial. Bien, en puridad no se puede viajar físicamente a Navarone por la misma razón que impide ir a Mompracem, Patusán, Zinderneuff, la isla del tesoro o el atribulado reino de Zenda: son lugares legendarios, sitios fabulosos que nunca han existido. Pero sí se puede explorarlos con la imaginación, con los libros, las películas y hasta algún mapa. De hecho, en la línea de mitomanía cartográfica que me ha permitido acaparar mapas de las minas del rey Salomón o de la localización del fuerte de Beau Geste, dispongo de planos muy detallados de Navarone y el emplazamiento de su ciclópea y mortal artillería.

Los mapas de Navarone, dos, figuran en mi vieja edición en inglés (Collins, 1977) de la novela del escocés Alistair MacLean publicada originalmente en 1957, el año en que nací, y ya me dirán si no es señal nacer el año en que apareció Los cañones de Navarone y que también fue cuando se estrenó El puente sobre el río Kwai, así que podría haber tenido de padrino tanto al recio combatiente griego Andrea Stavros que interpretó Anthony Quinn como al estricto coronel japonés Saito ("be happy in your work").

El primer mapa muestra la situación de la isla, en el Egeo, cerca de la costa de Turquía, por encima del Dodecaneso, y al sur de las imaginarias islas Leradas y de la más meridional, Maidos, que con el cabo turco Demirci (también inventado) crean un estrecho que hay que pasar para llegar a la (inexistente) isla de Kheros, al norte. Apuntando a ese estrecho están los dos monstruosos cañones alemanes de Navarone en unas cuevas fortificadas en las alturas de una rada, dominando el puerto de la localidad que da nombre a la isla. MacLean se inventó esa geografía para justificar la perentoria necesidad de los aliados en su narración de silenciar en 1943 los monstruosos cañones a fin de rescatar en una operación marítima a los 1.200 soldados británicos de la guarnición de Kheros, amenazados por una inminente invasión enemiga.

La intriga de la novela (y de la famosísima película de 1961 basada en ella) se centra en esa misión casi suicida y contrarreloj para destruir los cañones antes de que se ponga bajo su alcance la flota de rescate. El comando que lleva a cabo la acción es desembarcado desde un caique en el sur de la isla ocupada por los alemanes y ha de negociar unos acantilados con fama de imposibles de escalar. Luego, debe atravesar la isla hasta llegar a Navarone y el promontorio donde están los cañones, bajo un castillo. El segundo mapa muestra la localidad y el emplazamiento de las dos piezas con un detalle tal que más vale que no te capturen los nazis con los planos encima. De hecho, yo he separado la hoja del mapa por si he de comérmela.

La novela, que he releído con mucho gusto, es un espléndido thriller bélico, género en el que MacLean (1922-1987), autor también de HMS Ulises (1955) y El desafío de las águilas (1967), era un hacha. No en balde había sido jefe de torpedos en el HMS Royalist un crucero que protegía los convoyes a Mursmank y en el que pasó muy malos y fríos momentos. Lo que no fue óbice para que en 1953 se casara con una alemana, Gisela Heinrichsen. Cuando se le señaló en una ocasión (lo cuenta su biógrafo Jack Webste en Alistair MacLean, A life, Chapmans, 1991) que quizá a su esposa no le satisfacía mucho que en sus novelas se matara a tantos de sus compatriotas, MacLean respondió que para complacerla trataba de que murieran al menos igual número de aliados.

Las diferencias de la novela Los cañones de Navarone con la estupenda, inolvidable película que dirigió J. Lee Thompson son muchas más de las que recordaba. El trío protagonista formado por el capitán Keith Mallory (Gregory Peck), el artificiero Dusty Miller (David Niven) y Stavros (Quinn) es el mismo en ambos formatos, aunque en la novela no hay mal rollo entre Mallory y Stavros. Y lo más notable, los dos guerrilleros griegos que apoyan sobre el terreno al comando se convierten en la película en dos mujeres. Otra cosa que no está en la novela es el suspense del sube y baja de los ascensores de suministro de munición a los cañones bajo los que Miller pone los explosivos para que detonen.

Una de las mejores escenas de la novela, la rastrera cobardía que finge Stavros al caer preso es un momento señero también está en el filme y Quinn lo borda.

Gregory Peck consideró que el argumento era demasiado enrevesado (!) y resultaba inverosímil, hasta rozar la parodia. En broma dio su propia lectura: "David Niven ama a Tony Quayle, Gregory Peck ama a Anthony Quinn; Quayle se rompe una pierna y es enviado al hospital. Tony Quinn se enamora de Irene Papas, y entonces Niven y Peck se juntan y viven felices para siempre".


El Pais. Sábado 15 de enero de 2022

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