sábado, 24 de mayo de 2014

Encontrado en un correo electronico, de la misma forma que un mensaje en una botella en el mar


Hubo un tiempo –hace siglos- que yo todavía leía de una manera limpia. Es decir, no pretendía buscarle las tripas a la novela y me traía sin cuidado los ladrillos con los que estaba construida. Me sumergía en los libros con sano entusiasmo. Pero…

El verbo, cuando se hace carne, es hoy hamburguesa y congelada. Por eso – y sus etcéteras-  andaba yo rondando una historia que abrazase el milagro creador de la palabra, y muy especialmente, su facultad balsámica. El poder sanador de la palabra.

En torbellino hacia ese epicentro giraban historias de soledad, de reivindicación de libertades machacadas, de parias de un tiempo histórico gangrenado. El territorio en el que sembrar palabras y verlas crecer en real fabulación. Un demiurgo insomne que teje en las sombras de mi cabeza una tela de historias, pesadillas y recuerdos medio desvanecidos, lo fragmentario y episódico cobra carta de monumentalidad y te aprisiona. Hay trazas negras y estampidos de una gestualidad intimidante, pero que lo es, sobre todo, porque en ello lo físico y lo mental están muy entremezclados. Es un teatro de sombras, y, como tal, no cabe atrapar más que apariencias, todo en suspenso, en una fascinante ambigüedad, que tensa lo real hasta lo ilusorio, ese reino artístico sin retorno donde uno se refugia para perderse. En ese límite, la escritura ya no es escritura sino sólo por los extremos. El taller, un garaje a medias destartalado, se transforma en una caverna espectral y la novela es un fantasma imborrable, cuyo parpadeo transfigura cualquier espacio. Se sobrevive mediante estas hazañas, que borran el mapa de lo establecido. Aquí y allí, entre los dioses y los hombres, un interminable paisaje de ruinas, de las que el arte, como le corresponde desde siempre, hace un buen acopio, a veces, deslumbrante.

16/11/2008 Y que Dios me ayude si se de donde lo saqué.

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