lunes, 12 de mayo de 2014

El Oficio de Contar por Isabel Allende (I)


Es un placer conversar con ustedes, los locos que leen. Dicen que somos una especie en vías de extinción, porque la cultura del ruido y el apuro está acabando con nosotros, pero la verdad es que cada día se publican más libros, así es que debe haber muchos lectores secretos escondidos por los rincones del mundo. Algunos de nosotros preferiríamos estar en cama con un buen libro que con nuestra estrella favorita del cine; pero no se preocupen, seguramente nunca tendremos la oportunidad de escoger. Nosotros, los lectores compulsivos, estamos unidos por un insaciable apetito de historias. Como los niños, deseamos sumergirnos en la magia de la narración, perdernos en el universo que nos propone el autor, sufrir y gozar con los personajes, que en algunos casos llegan a ser más importantes que los miembros de nuestra propia familia. No podemos vivir sin libros: los compramos, los pedimos prestados y no los devolvemos, los robamos si es necesario, los coleccionamos.

Permítanme contarles cómo y por qué escribo.

El vicio de contar se manifestó muy temprano en mi vida. Tan pronto aprendí a hablar, empecé a torturar a mis dos hermanos con cuentos tenebrosos que llenaban sus días de terror y sus sueños de pesadillas. Recuerdo una escena en la habitación que los tres compartíamos: la lámpara está apagada y la única luz viene del pasillo, por la puerta entreabierta; mis hermanos están sentados en la cama, pálidos, con los ojos desorbitados, temblando, mientras les cuento una historia de fantasmas. La casa de mi abuelo, donde vivíamos, era grande y sombría, perfecta para convocar espectros. Más tarde en mi vida, mis hijos tuvieron que soportar el mismo martirio de los relatos espeluznantes. En mi etapa adulta, sin embargo, los cuentos me han servido para seducir hombres: no hay nada tan sensual como una historia contada con pasión entre dos sábanas recién planchadas.

Hace muchos años demolieron en Santiago la vieja casa de mis abuelos y en su sitio construyeron unas torres modernas, que no puedo reconocer entre centenares de edificios similares. Un día las máquinas del progreso llegaron con la misión de pulverizar la casona de adobe donde nació mi madre. Durante semanas vimos a esos implacables dinosaurios de hierro aplanando el mundo con sus patas dentadas, y cuando por fin se asentó la polvareda de beduinos que levantaron, comprobamos asombrados que en ese descampado todavía se erguían intactas las palmeras plantadas por un remoto bisabuelo amante de la botánica. Solitarias, desnudas, con sus melenas mustias y un aire de humildad, esperaban su fin; pero en vez del temido verdugo aparecieron unos trabajadores sudorosos provistos de palas y picos. En una larga faena de hormigas cavaron trincheras alrededor de cada árbol, hasta desprenderlo del suelo. Vimos sus finas raíces, entretejidas como encaje y aferradas a puñados de tierra seca. Las grúas se llevaron a los gigantes heridos hasta unos hoyos profundos que los hombres habían preparado en otro lugar y allí los plantaron. Los troncos gimieron sordamente, las hojas se cayeron en hilachas amarillas y por un tiempo creímos que nada podría salvar a las palmeras de tanta agonía, pero son criaturas tenaces. Una lenta rebelión subterránea fue extendiendo la vida, los tentáculos vegetales se abrieron paso en el suelo, mezclando los restos de tierra antigua con la tierra nueva. En una primavera inevitable amanecieron las palmeras agitando sus pelucas y contorneando la cintura, vivas y renovadas, a pesar de todo. El recuerdo de esos árboles de la casa de mis abuelos me viene con frecuencia a la mente cuando pienso en mi destino. Soy una eterna desterrada, como dijo una vez Pablo Neruda, el poeta de Chile y de mis amores. Mi suerte es andar de un sitio a otro, adaptarme y sobrevivir. Creo que lo logro porque mis raíces aún se aferran a puñados de mi tierra, como esas palmeras. Chile, mi país inventado, el país de los recuerdos y de la imaginación, viaja conmigo. Hace más de treinta años que no vivo en Chile, ya que mi familia y mi casa están en el norte de California, pero mi inspiración literaria nace en suelo chileno y se nutre de él.Varios de   mis   libros   están   situados   en   lugares   geográficos   muy   distantes: California, Venezuela, Barcelona, el Amazonas, el Himalaya, África y hasta en la China, pero la necesidad de narrar viene de mi infancia en Chile.

Me crié en una casa, donde las paredes estaban cubiertas de estanterías con libros. Los libros se reproducían de modo misterioso, se multiplicaban como una maravillosa jungla de papel impreso. En la noche, me parecía oír desde mi cama a los personajes que escapaban de las páginas y vagaban por las oscuras habitaciones. Caballeros, doncellas, brujas, piratas, bandidos, santos y cortesanas llenaban el aire con sus aventuras. Una madrugada, durante uno de nuestros famosos terremotos, las estanterías se vinieron al suelo con terrible estrépito. Horrorizada, comprendí que los personajes no podrían encontrar el camino de regreso a sus páginas y se verían forzados a buscar refugio en el primer volumen a su alcance. ¿Se imaginan la confusión, el caos, el descalabro del tiempo y del espacio literarios? La imagen de esos personajes exiliados de su propio libro me ha perseguido desde entonces. A veces imagino que esos seres perdidos acuden a mí para que escriba una historia en la que ellos puedan sentirse a gusto.



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