jueves, 15 de mayo de 2014

El Oficio de Contar por Isabel Allende (y III)

Con la edad es más fácil escribir ficción, porque he vivido lo suficiente para ver cómo los círculos se cierran, cómo todo trae consecuencias, todo está interconectado, nada es casual. Una novela no es diferente a la vida. En una novela, como en la vida, no importa el final, sino el trayecto. Día a día se hace la vida, palabra a palabra se hace una novela. La escritura es un trabajo lento, silencioso y solitario. Mis nietos, que me ven ante el ordenador durante horas interminables, creen que estoy castigada. ¿Por qué lo hago? No lo sé... Es una función orgánica, como el sueño o la maternidad. No puedo describirlo sin caer en un cliché. Contar y contar.... es lo único que quiero hacer.

Me parece que he tenido un destino aventurero, porque he sobrevivido tres revoluciones, una invasión de los marines americanos en el Líbano, cuatro terremotos y un golpe militar. De cada país salgo expulsada por alguna catástrofe, como si la violencia anduviera siempre pisándome los talones. Cuando en 1987 me enamoré de Willie, el hombre que hoy es mi marido, y me fui a vivir a los Estados Unidos, pensé que mi suerte había cambiado y por fin tendría cierta estabilidad, pero en este tiempo me ha tocado un quinto terremoto, esta vez en San Francisco, un huracán en Florida y otro en Nueva Orleans, un asalto a mano armada en Oakland, el famoso ataque terrorista de Nueva York, un incendio en el área donde vivo, que destruyó trescientas casas, y además varios años de la desgraciada presidencia de George W. Bush. Tengo mucho material para escribir.

Sin embargo, mi escapada más espectacular no fue un cataclismo político o geológico. Al final de los años setenta yo trabajaba en Venezuela en un colegio para chiquillos fregados (creo que ahora los llaman niños con problemas de aprendizaje...). Un día faltó una maestra de música y me mandaron a cuidar la clase. Me encontré encerrada en un cuarto con veinte salvajes fuera de control, que brincaban y se daban de golpes con las flautas y los violines. Estaba yo a punto de huir, aterrorizada, cuando se abrió la puerta y entró una mujer gorda, olorosa a jabón, provista de un balde y una escoba. Supongo que venía a limpiar, pero al ver la situación decidió intervenir y, sin alzar la voz, en un tono tranquilo y amable, dijo: "Había una vez..." De inmediato se calló el clamor y el aire pareció detenerse. Ella repitió esas tres palabras: "Había una vez".... ¡Y los conquistó! Los monstruos se sentaron en absoluto silencio cuando ella comenzó a contarles un cuento. Esa mujer tenía el don de narrar. No recuerdo el relato, pero recuerdo que estuve prendida de sus palabras, atrapada en el suspenso, el ritmo, los personajes, el argumento. Nos cautivó por igual a los veinte . chiquillos hiperactivos y a mí.  Eso es lo que intento con cada uno de mis libros: coger a mi lector por el cuello y no soltarlo hasta la última línea.

"Había una vez..."Esas palabras son mágicas. Las historias han acompañado a la humanidad desde el comienzo de los tiempos. Algunas, contadas una y otra vez, describen nuestro viaje por la vida y la muerte y se convierten en mitos: el Jardín del Edén, la diosa madre, el diluvio que cubrió el planeta, los héroes en busca del Padre, la lucha entre el Bien y el Mal, los actos de valor, los amores contrariados, los sacrificios necesarios, las batallas contra los dragones de nuestra propia alma. Los grandes temas se repiten innumerables veces, sólo podemos tejer nuevas versiones, pero un narrador hábil puede recrear la historia con el encanto de la primera vez.

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